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Para la mayor parte de Occidente, el terrible invierno del año 1284 fue un desastre. Para los habitantes de Draguan, sólo era una maldición más.

La estatua de una pequeña Virgen, totalmente cubierta de escarcha, rompió el manto de hielo que la envolvía desde hacía semanas. El frío bastó para rajar a la pobre María de escayola, abandonada en mitad del campo, en la encrucijada de los caminos de Domines y Befayt.

Nadie recogió los fragmentos; los dejaron allí como advertencia, para desanimar a quienes aún osaban aventurarse en la diócesis de Draguan.

La estación de los «fríos del diablo» no tenía precedentes. Los hogares más apartados se refugiaron en las parroquias próximas, los sombreretes de las chimeneas ennegrecieron el cielo como narices de dragón, los tejados se cubrieron con papeles aceitados y juncos, toda la población se acurrucó contra las pacas de heno y la tibia piel de los animales, recogidos en las cabañas. Ese año, la dureza del tiempo superaba las hambrunas del siglo negro.

Poco más de un año después de los inquietantes acontecimientos de la presa de Domines, el obispo de Draguan, monseñor Haquin, envuelto como todos sus feligreses en mantos de piel, preocupado por las vírgenes rotas y el frío «infernal», seguía pensando que su pequeña diócesis se enfrentaba a demasiadas fuerzas adversas.

Desde las primeras heladas, también él había tenido que abandonar el obispado y refugiarse en una pequeña celda del primer piso de la casa de los canónigos. Estrecha y de techo bajo, estaba recién encalada y era más fácil de caldear que su gabinete de obispo. Monseñor se adaptó sin dificultad a su nuevo retiro: una silla, una sencilla mesa y un cofre, los tres de madera corriente, bastaban para satisfacer su dignidad. Su único lujo consistía en un gran sillón, una cátedra profana de la que el anciano no se separaba jamás. Mitad reliquia, mitad talismán, aquella cátedra de madera lo seguía a todas partes. Ahora más que nunca. El carácter de Haquin había cambiado notablemente desde el descubrimiento de los tres cadáveres del Montayou. De la noche a la mañana, aquel hombre, famoso por su fuerza y su agilidad, había dado paso a un viejo cano, solitario, indiferente a sus fieles, perpetuamente encerrado con sus libros sagrados. Sus ojos se volvieron tan impenetrables como los de los clarividentes pintados en las iglesias: se tornaron lechosos, duros como el marfil. Nadie comprendía por qué se había tomado tan a pecho la muerte de los ahogados del Montayou y había llevado tan lejos la culpa cristiana.

Ese amanecer del 6 de enero de 1284, el anciano estaba, como de costumbre, ante su escritorio. Los colores del día apenas apuntaban sobre las crestas de los Pirineos, que dominaban el horizonte. En las calles, el ábrego bufaba entre los muros. Un viento que helaba todo a su paso, a los desprotegidos habitantes y las desnudas eras.

La celda de Haquin, la única iluminada a esa hora de la mañana, estaba bañada por la claridad de un chisporroteante cirio encajado en el gollete de una botella y dos palmatorias.

Llamaron a la puerta. El hermano Chuquet, vicario del obispo, entreabrió la hoja y se anunció. Era un hombre de unos treinta años. Como todos los monjes de su orden, llevaba tonsura y un hábito sin teñir con una pequeña sigla clavada a la espalda, en memoria de la compañía del Tabor, que había fundado Draguan. Chuquet, fiel y concienzudo, tenía también el cargo de ecónomo. Saludó respetuosamente a su superior.

—Buenos días, monseñor.

Inclinado sobre su pupitre, el anciano respondió a su auxiliar con un rápido saludo, sin levantar la cabeza. Chuquet traía el cuenco de agua helada que todas las mañanas colocaba en la cavidad de la estufa.

Volvió a cerrar la puerta de roble, sin hacerla chirriar para no perturbar la lectura de su superior. Recién salido de la cama, el monje puso manos a la obra y empezó a reavivar el fuego.

—¿Hay noticias sobre nuestro aventurero? —le preguntó el obispo.

—Todavía no, monseñor. El tiempo es pésimo. El cabrero Adso volvió hace cinco días de Passier; dice que la mayoría del reino está cubierta de nieve. Hasta los grandes caminos se han vuelto intransitables. Somos los únicos que, por el momento, nos hemos librado de las nevadas.

—Hummm…

—No podemos esperar nada antes del deshielo —añadió el monje—. El invierno no ha hecho más que empezar. Es de temer que el tiempo empeore en las próximas semanas.

—Es una auténtica lástima. ¿Qué día es hoy?

—San Emiel, monseñor.

—Vaya, ¿el bueno de Emiel? Entonces no todo está perdido —dijo el obispo—. Tiene que ser un buen día. Ya veremos.

El vicario lo ignoraba todo sobre los símbolos asociados a Emiel, pero no se sentía con ánimos de preguntar. Sólo quería calentar el agua e irse al refectorio. El fuego ardía lentamente, con un olor a ceniza fría. El vicario colocó el cuenco en la estufa.

La habitación tenía una sola ventana. Como todas las mañanas, Chuquet se acercó a comprobar que estaba bien cerrada. El ventanuco daba a la plaza mayor de Draguan, dominada por la iglesia y la casa de los canónigos, que la gente seguía llamando de ese modo aunque en el obispado no residía ningún canónigo desde hacía años. Un obispo anciano, tres monjes y cinco sacerdotes para doce parroquias era toda la fortuna de Draguan, pequeño obispado rural.

Las calles del pueblo estaban desiertas. El cielo, encapotado y bajo, parecía rozar el campanario de la iglesia. Por lo general, nadie se aventuraba a salir con un tiempo como aquél, pero Chuquet vio una lucecilla que trotaba y desaparecía en la esquina de una calle.

«Otro caso de adulterio», se dijo el vicario.

Accionó la manivela de la ventana; estaba bien ajustada.

Al pasar junto al escritorio del obispo, vio el manuscrito iluminado que tenía absorto a su señor. La curiosidad no era uno de sus vicios, pero la intensa concentración del obispo y sus murmullos a flor de labio consiguieron intrigarlo.

El lienzo, grande y fino, estaba atestado de imágenes y símbolos. Era una ilustración original, matizada de colores vivos, cubierta de alegorías y pequeños personajes. Cuando comprendió el inconfesable significado de aquella obra, Chuquet palideció como un cenobita sorprendido en pleno robo. En el centro de la gran hoja, se desplegaban escalofriantes sartas de desnudos femeninos acoplados, monstruos cinocéfalos, hipogrifos voladores, cornejas decapitadas, oscuros bosques que vomitaban poblaciones perseguidas por las llamas, hogueras alimentadas con carne humana, crucifijos invertidos que atravesaban la panza de clérigos de rostros lascivos… Sin duda, aquella pintura era una de las representaciones del mal más ignominiosas que un artista hubiera concebido jamás. ¿Cómo era posible que el estilete del iluminador hubiera trazado aquellas curvas y aquellas aristas sin que el pergamino ardiera por sí solo?

Chuquet desvió la mirada y tuvo que hacer un esfuerzo para no seguir viendo ni un segundo más las sacrílegas monstruosidades de aquel mamotreto. Por desgracia, el resto de lecturas del obispo no eran menos sulfúreas. Estaban cubiertas de aguafuertes satánicos, de tratados apocalípticos, de iluminaciones horripilantes, de calendarios del Calabrés, de infames reproducciones de demonios súcubos o de fórmulas extraídas del Necronomicón… Chuquet no sabía dónde posar los ojos sin arriesgarse a infringir la decencia monástica o los estrictos votos de su orden.

El obispo no se apercibió del apuro del vicario.

«Alabado sea Dios —se dijo Chuquet—. En la abadía de Gall, semejante indiscreción me habría costado el muro o las vergas del superior».

El monje optó por desaparecer. Comprobó que el agua del cuenco estaba a punto de hervir, saludó a su señor y se retiró. Luego, corrió al refectorio para unirse a los otros dos monjes del obispado.

Poco después, Haquin suspendió la lectura y sacó de debajo del pupitre la caja en la que guardaba las nueces. Las gruesas cascaras conservaban tierno y húmedo durante todo el invierno el fruto recogido en otoño. Cogió dos de las más gruesas y las sumergió en el cuenco de agua hirviente.

Cuando, acabada la maceración, Haquin quiso llenar su copa, un ruido inesperado se lo impidió: un caballo acababa de soltar un resoplido ante la casa de los canónigos. El anciano se quedó inmóvil, pero no oyó nada más. Se levantó y se acercó a la ventana. La abrió y, al asomarse, vio el lomo de un semental a la débil luz de la mañana. Desde luego era un caballo, bien atado al pórtico de la entrada. Era enorme, fuerte y lustroso, totalmente distinto a los escuálidos jamelgos de la región. Su negro pelaje estaba protegido con gruesos sudaderos. El animal no paraba de resoplar; venía de muy lejos. Su jinete no estaba junto a él.

Las calles de Draguan estaban desiertas.

El anciano volvió a cerrar el ventanuco con expresión contrariada. Hacía semanas que esperaba a un viajero importante, pero ciertamente no provisto de semejante montura.

El obispo iba a llamar, pero el ruido de unos pasos que se acercaban a su puerta precipitadamente se lo impidió.

Chuquet reapareció, esta vez despierto y vigilante como un soldado.

—Perdonadme, monseñor… —El monje entró sin aguardar la indicación del obispo—. Acaba de llegar un desconocido que desea veros.

—¿Y bien? ¿No es nuestro nuevo…?

—No, monseñor —lo interrumpió Chuquet—. Es un desconocido. Desea veros con urgencia. No ha dicho su nombre.

La voz del vicario era febril y entusiasta. Para él, todo favorecía lo maravilloso: la crudeza del tiempo, la hora temprana y…

—¿Qué aspecto tiene ese desconocido? —le preguntó el obispo.

—Es un hombre alto, monseñor. Enorme. No le he podido ver la cara. Va envuelto de la cabeza a los pies en una larga hopalanda empapada de agua.

… y el misterioso aspecto del forastero daban a aquel encuentro el carácter de un prodigio.

Haquin se mostró menos entusiasmado que su vicario. Evidentemente, aquel extraño individuo no era la persona a la que esperaba desde el comienzo del invierno. Aquella visita no presagiaba nada bueno.

—Hazlo pasar a la sala capitular —dijo monseñor—. Lo recibiremos con los honores debidos a los viajeros llegados de lejos.

—No, no, monseñor —repuso el monje, encantado de poder quitar solemnidad al encuentro—. El desconocido me ha especificado que no esperaba de vos ninguna ceremonia. Tiene prisa y no desea entretenernos más que un instante. El obispo se encogió de hombros.

—Hazlo pasar aquí, si ése es su deseo. Parece un caballero poco preocupado por las conveniencias…

Chuquet ya había desaparecido. El obispo se acercó al escritorio, cerró el tintero y guardó todos sus libros, pergaminos y demás tratados en el cofre de madera. Sobre el tablero sólo quedaron algunos folios sueltos e insustanciales.

Poco después, oyó fuertes pisadas en el corredor. Se sacó de la pelliza la cruz pectoral de plata que simbolizaba su dignidad.

El misterioso visitante avanzaba detrás de Chuquet. El vicario no había mentido: el hombre era enorme e iba envuelto con una vestidura talar oscura y chorreante. No se le veían ni los brazos ni el rostro, pues sus facciones permanecían ocultas bajo un capuchón. El pobre monje, impresionado por la estatura del desconocido y el ruido de sus calzas herreteadas sobre el suelo, no se atrevía a hablar.

Al llegar ante la puerta de la celda, llamó con los nudillos y esperó la orden de su señor para abrir. El desconocido se plantó delante de Haquin sin saludar ni descubrirse.

—Déjanos, Chuquet —dijo el obispo.

El vicario inclinó la cabeza y cerró a sus espaldas.

Luego, volvió a bajar al refectorio, situado en la planta baja, cerca de la entrada principal. Allí lo esperaban los hermanos Abel y Méault, los otros dos monjes del obispado. Estaban sentados a la mesa de los comensales. Méault era un hombrecillo rechoncho y rubicundo, bastante nervioso. Abel, el mayor, tenía mejor porte, pero también parecía inquieto…

En cuanto llegó Chuquet, lo interrogaron en voz baja sobre la identidad del desconocido.

—Tal vez sea un emisario de Jehan o de los grandes sufragáneos —apuntó Méault. Tras el descubrimiento de los cadáveres de Domines, el año anterior, monseñor Haquin había pedido ayuda a la archidiócesis de Passier, pero ninguno de sus mensajeros había sido recibido. A continuación, había recurrido a las instancias de Jehan. El resultado fue el mismo o casi: ni siquiera se dignaron contestarle. Un tercer correo dirigido a los obispos, que tampoco obtuvo respuesta, se llevó sus últimas ilusiones sobre un desenlace colegiado del asunto del Montayou—. Puede que se hayan tomado su tiempo y no hayan enviado este mensajero sino tras largos debates —añadió Méault—. Sin duda, esos arreos (se refería al caballo y la capa negra) ocultan una sotana y una misiva importante. Sus dos compañeros no parecían muy convencidos.

—O quizá sea un viejo amigo del obispo, que ha venido a verlo después de años de distanciamiento —sugirió el deán Abel.

Esta hipótesis aún tuvo una peor acogida. Desde su llegada a la diócesis en 1255, Haquin nunca había dejado trascender nada sobre su pasado. ¿Venía de París, de un diaconado del norte o de otro episcopado de provincias? Nadie lo sabía. Ni la nobleza ni el clero superior frecuentaban Draguan lo suficiente como para que los ecos de la historia del obispo llegaran a los oídos de sus inferiores. Tras treinta años de ininterrumpido magisterio, los feligreses seguían sin saber nada de él, salvo que monseñor nunca recibía otro correo que los decretos del arzobispado de Fougerolles o de la primatura de Passier; que durante todos aquellos años de cátedra no había abandonado la diócesis ni una sola vez y que, en ese mismo período, ningún forastero había llegado al pueblo para visitarlo. Haquin no tenía más identidad que la de su diócesis.

No obstante, sus conocimientos hacían pensar en un pasado mucho menos oscuro que el del obispo. Haquin estaba al tanto de innovaciones lo bastante asombrosas como para hacer pensar en numerosos viajes o en el trato con maestros extranjeros. Había enseñado a las mujeres cómo desgrasar, engrasar con manteca y peinar la lana al modo de las hilanderas de Florencia y hacer velas mediante una novedosa fórmula que empleaba tanino y resina; siguiendo sus instrucciones, se había construido un pequeño molino de agua, famoso artilugio de los países del norte, que servía para moler el grano, tamizar la harina o abatanar paños, y fue él quien relegó al desuso el antiguo arnés de tiro y lo sustituyó por una collera. Dicho invento triplicó la fuerza de tiro de los lamentables pencos de labranza de los draguaneses, que lo celebraron como un auténtico milagro. Asimismo, el obispo hizo construir puentes, trazar caminos y forjar útiles.

Su vitalidad y su voluntad de hierro imponían respeto. Y entre aquellos campesinos de fe pintoresca, el respeto, más que el saber, lo era todo.

El hermano Chuquet se preguntaba si habría algún modo de enterarse de la conversación de los dos hombres desde la planta baja. Se acercó a la escalera y aguzó el oído, pero en vano.

De los tres monjes, él era el más exaltado. Destinado en Draguan desde hacía doce años, cada vez se le hacía más cuesta arriba la monotonía de aquel pequeño curazgo rural. Aún era joven, y soñaba con una vida más trepidante. Los muertos del Montayou habían roto su rutina. La llegada de aquel desconocido, ¿desencadenaría un nuevo comienzo?

—Tu idea no me convence —le dijo a Abel volviendo a entrar en el refectorio—. No puede ser una simple visita de cortesía. Nadie en su sano juicio se pondría en camino con este tiempo para venir a Draguan sin un motivo importante, sin una obligación precisa.

El obispado de Draguan era uno de los más aislados del reino. Su nombre solía omitirse o tacharse en los mapas del prebostazgo. Cuando el predecesor de Haquin, Jorge Aja, dejó la sede, que consideraba demasiado pobre, los fieles de la región y sus pastores esperaron nuevo obispo durante tres años. Nadie, ni la curia ni los conventos regionales, se preocupaba por aquel obispado sin valor. Aunque la diócesis se extendía por tres valles, sólo contaba con ochenta fuegos desperdigados entre desolados marjales y bosques impenetrables. El feudo de Haquin se perdía en tierras espesas, despobladas y difíciles de cultivar. Ninguna familia del reino, ningún barón quiso jamás pagar los derechos de anexión para poner a su nombre aquella tierra sin recursos ni posición militar sólida. Draguan era una de las pocas regiones del reino que no dependían de ningún señor. El pueblo no tenía estandarte al que rendir homenaje, capitán para levantar el censo o el treudo ni hueste en la que servir. Era una provincia jurídicamente libre, «villana», como se decía entonces.

Libre, y en consecuencia desprotegida. Ninguna fortaleza la preservaba de las invasiones; ninguna guarnición de arqueros disuadía las rapiñas de los bandidos o los mercenarios de paso. Los draguaneses tenían que proteger por sí mismos aquellas tierras sin señor que apenas producían nada. Los pocos granujas y soldados que se perdían por la comarca de Draguan la abandonaban sin llevarse otra cosa que la promesa de no volver a semejante lodazal. Los campesinos acababan con un hocino menos y las mujeres con el regazo enrojecido.

La única tutela de Draguan era la Iglesia, a un tiempo reina, consejera, jueza, maestra, arbitra, familia y hermana mayor del pueblo. Los fieles se habían acostumbrado; sabían que el transepto de su iglesia los resguardaría y protegería mejor que un castillo almenado.

Méault se retorcía las manos hasta hacer crujir los nudillos.

—En cualquier caso, sea quien sea ese misterioso visitante, no tiene el aspecto de un enviado del Cielo.

Abel y Chuquet no tuvieron ni ganas ni tiempo de sonreír ante aquel mal chiste: un formidable estruendo hizo temblar toda la casa. Procedía de la celda del obispo. Los tres religiosos se precipitaron fuera del refectorio.

La oscura silueta del visitante ya estaba bajando la escalera, y les cerró el paso. Un instante después, el desconocido saltaba a la silla de su montura y abandonaba el pueblo al galope.

Chuquet corrió a la celda del obispo. El cuerpo del anciano estaba tumbado en el suelo, con el cráneo totalmente destrozado; no era más que un amasijo de huesos triturados y carne machacada, diseminados como si hubieran recibido un formidable mazazo. El pobre Chuquet no daba crédito a sus ojos. En la habitación flotaba una densa bruma. Un olor acre y desconocido le irritó las fosas nasales.

El vicario avanzó con los ojos arrasados en lágrimas. La espesa sangre de Haquin resbalaba por el respaldo de su enorme y hermosa cátedra. Tallada en nogal viejo, tenía una gruesa tarjeta grabada a la altura de la nuca. En ella se veía con gran detalle una asamblea de discípulos que rodeaban con veneración a un personaje dominante. Este hierofante central tenía los brazos alzados hacia el cielo en plena invocación. Era un grabado admirable. Anodino, banal, podía evocarlo todo: las primeras asambleas cristianas, las escuelas jónicas, los cultos egipcios, los colegios de Mitra o las iniciaciones de Eleusis.

La madera de la cátedra estaba intacta, pero ahora, en aquel cuadro hábilmente esculpido, los jóvenes discípulos que rodeaban al maestro estaban cubiertos de sangre.