Shasa entró en su despacho con el entrecejo fruncido. Ese uso de su viejo título militar lo inquietaba de una forma extraña. Se sentó a su escritorio y empezó a trabajar con la correspondencia y los memorandos que Tricia le había dejado allí; casi de inmediato, la campanilla del intercomunicador sonó.

—Ha llegado el ministro De La Rey, señor. —Que pase, Tricia.

Shasa se levantó para salir al encuentro de Manfred; en el momento de estrecharle la mano, lo notó preocupado. Sin siquiera responder a su saludo, Manfred fue al grano.

—¿Ha leído la noticia sobre el hundimiento de la lancha de la prisión?

—Lo he visto en los periódicos, pero no la he leído.

—Moses Gama iba a bordo —dijo Manfred.

—¡Por Dios! —Shasa echó un involuntario vistazo al arcón-altar—. ¿Se ha salvado?

—Ha desaparecido —dijo el ministro del Interior—. Puede haberse ahogado o no. De un modo u otro, estamos en un grave aprieto.

—¿Puede haber escapado? —preguntó Shasa.

—Uno de los supervivientes, un oficial de la prisión, dice que había dos embarcaciones en la escena del accidente. Una era un barco grande, sin luces, que chocó contra la lancha. La otra, un bote que llegó segundos después. En la oscuridad, era imposible ver detalles, pero existen grandes posibilidades de que se hayan llevado a Gama.

—Si se ahogó, nos acusarán de haberle asesinado —observó Shasa suavemente—, con desastrosas repercusiones internacionales.

—Y si está en libertad, nos enfrentamos a posibles alzamientos de los negros, similares a los de Langa y Sharpeville.

—¿Qué está usted haciendo al respecto?

—Tengo alertada a toda la fuerza policial. Uno de nuestros mejores hombres, mi propio Lothar, viene desde la Witwatersrand en un jet de la Fuerza Aérea para hacerse cargo de la investigación. Aterrizará dentro de pocos minutos. Los submarinistas de la Marina ya están operando para rescatar los restos de la lancha.

Pasaron diez minutos más discutiendo las consecuencias del caso. Por fin, Manfred fue hacia la puerta.

—Lo mantendré informado —dijo al salir.

Shasa lo siguió al despacho exterior. Cuando pasaban junto al escritorio de Tricia, la muchacha levantó la vista.

—Ah, Mr. Courtney, esa mujer ha vuelto a llamar mientras usted estaba con el señor ministro. —Manfred y Shasa se detuvieron—. Preguntó otra vez por el jefe de escuadrilla Courtney, señor —prosiguió Tricia—. Cuando le dije que usted tenía una reunión, afirmó tener datos para usted sobre Espada Blanca. Ha dicho que usted comprendería. Shasa quedó petrificado.

—¡Espada Blanca!

¿No ha dejado ningún número telefónico?

—No, señor, pero sí que lo esperaría en la estación de trenes, a las cinco y media de esta tarde, en el andén cuatro.

—¿Y cómo puedo reconocerla?

—Parece ser que ella le conoce a usted de vista. Usted debe limitarse a esperarla en el andén.

Shasa, preocupado por el mensaje, no reparó en la reacción de Manfred De La Rey ante las palabras «Espada Blanca». Sus toscas facciones habían perdido el color; tenía el labio superior cubierto por una película de transpiración. Sin decir una palabra más, giró en redondo y salió al corredor a grandes zancadas.

El nombre de Espada Blanca continuó acosando a Shasa durante toda la reunión de «Armscor». Le costó concentrarse en el análisis de los nuevos misiles para la Fuerza Aérea. Lo afligían los recuerdos de su abuelo, aquel hombre bueno y gentil, a quien Shasa tanto había amado, muerto por obra de Espada Blanca. Su muerte había sido una de las peores tragedias de su juventud, y la ira experimentada ante el brutal asesinato volvía a él, renovada.

«Espada Blanca —pensó Si logro descubrir quién eres, aun después de tantos años, te haré pagar lo que hiciste, y con intereses acumulados».

Manfred De La Rey fue directamente a su despacho, en un extremo del corredor. Su secretaria le dijo algo, pero él ni siquiera pareció escucharla.

Cerró la puerta de su despacho con llave, pero no se sentó ante el gran escritorio de caoba, sino que comenzó a pasearse por la habitación, inquieto, sin ver, moviendo las mandíbulas como perro con un hueso. Y se Sacó un pañuelo para limpiarse el mentón y se detuvo a estudiar su rostro en el espejo de la pared. Estaba tan pálido que sus mejillas tenían un tono azulado. Sus ojos parecían los de un leopardo atrapado en una trampa.

—Espada Blanca —susurró.

Habían pasado veinticinco años desde que usó ese nombre en clave, pero recordó el momento en que se había erguido en el puente del submarino alemán que lo llevaba a tierra, en la oscuridad, con el cabello y la poblada barba teñidos de negro. Buscaba en la playa la fogata que debía servirle de señal para encontrar a Roelf Stander.

Roelf Stander había estado con él a lo largo de toda aquella peligrosa etapa. Juntos habían planeado muchas de las operaciones, en la cocina de los Stander, en la pequeña aldea de Stellenbosch. En aquella cocina, él les había revelado los detalles de la acción que daría la señal para el glorioso levantamiento de los patriotas afrikaners. Y en todos esos encuentros había participado Sarah Stander, una presencia silenciosa y poco llamativa, que servía café y comida sin hablar… pero que escuchaba. Sólo muchos años después, Manfred descubriría lo mucho que había escuchado.

En 1948, cuando los afrikaners ganaron en las urnas el poder que no habían conseguido a punta de espada, el duro y leal trabajo de Manfred fue recompensado con el cargo de viceministro de Justicia. Uno de sus primeros actos fue buscar los archivos del atentado contra la vida de Jan Smuts, que había acabado en el asesinato de Sir Garrick Courtney. Antes de destruir el expediente, lo leyó con atención; así, descubrió que habían sido traicionados. En la gallarda banda de patriotas había un traidor: una mujer que había telefoneado a la Policía de Smuts para anunciarles el plan.

No le costó adivinar la identidad de la mujer, pero nunca se cobró la venganza completa. Dejaba madurar el momento, saboreando la idea del castigo de década en década. Mientras tanto, contemplaba la angustia de la traidora, la veía envejecer, amargada, mientras él frustraba todo esfuerzo de su esposo para triunfar en su profesión y en la política. Como mentor y consejero, lo condujo de tontería en desastre hasta que Roelf Stander perdió su dinero, sus propiedades y su voluntad de continuar. Entretanto, Manfred esperaba el momento perfecto para asestar el golpe final… y, por fin, había llegado. Sarah había acudido a él para rogar por la vida del bastardo que él le plantó en el vientre… y él se la había negado. El placer era exquisito, aun más tras tantos años de espera.

Pero la mujer se había vuelto vengativa, cosa que él no esperaba. Manfred había supuesto que el golpe la destruiría. Sólo un asombroso giro de la fortuna le había permitido enterarse de esa nueva traición de la mujer. Se apartó del espejo para sentarse ante el escritorio y, decidido, levantó el auricular del teléfono.

—Comuníqueme con el coronel Bester —ordenó a su secretaria—, oficina de Seguridad del Estado.

Bester era uno de sus oficiales de mayor confianza.

—Bester —ladró—, quiero una orden de arresto urgente. La firmaré yo mismo. Y quiero que se lleve a cabo de inmediato. —Sí, señor ministro. ¿Puede darme el nombre de la persona a detener?

—Sarah Stander —dijo Manfred—. Su dirección es Eike Laan 16, Stellenbosch. Si los agentes encargados de arrestarla no la encuentran allí, a las cinco y media de esta tarde estará en el andén 4 de la estación de Ciudad del Cabo. La mujer no debe hablar con nadie antes de que sea detenida. Que sus hombres se aseguren de eso.

Manfred cortó con una sonrisa lúgubre. La ley le otorgaba la facultad de arrestar a cualquier persona por un plazo de noventa días y de mantener al detenido completamente incomunicado. En noventa días, podían pasar muchas cosas, producirse muchos cambios, hasta alguna muerte. Todo estaba en orden. Esa mujer no causaría más problemas.

Sonó el teléfono de su escritorio. Manfred atendió bruscamente, suponiendo que sería Bester otra vez.

—Sí, qué pasa.

—Soy yo, papá. Lothie.

—Sí, Lothie. ¿Dónde estás?

—En Caledon Square. He aterrizado hace veinte minutos y ya me he hecho cargo de la investigación. Tengo noticias, papá. Los hombres-rana han encontrado la lancha. No hay señales del prisionero, pero la puerta de la cabina ha sido forzada. Debemos suponer que escapó. Peor aún: que alguien preparó su fuga.

—Encuéntralo —dijo Manfred con suavidad—. Tienes que encontrar a Moses Gama. De lo contrario, las consecuencias serán desastrosas.

—Lo sé —manifestó Lothar—. Lo encontraremos. Tenemos que encontrarlo.

Centaine se' negó a comer en el restaurante del Parlamento.

—No es que sea melindrosa, chéri. En el desierto comí langostas vivas y carne que llevaba cuatro días bajo el sol, pero…

Shasa la llevó al extremo más alto de la ciudad, al «Café Royal», en Greenmarket Square, donde las primeras ostras de la estación acababan de llegar de la laguna Knysna.

Centaine las roció con jugo de limón y salsa de tabasco. Después de tragar el primer bocado palpitante, suspiró de placer.

—Y ahora, chéri —dijo, secándose el jugo de los labios—, cuéntame qué te tiene preocupado, a tal punto que no puedo hacerte reír por más que me esfuerzo.

—Lo siento, Mater. —Shasa llamó por señas al mozo para que llenara su copa de champaña—. Esta mañana he recibido una extraña llamada telefónica… y no he podido concentrarme en otra cosa. ¿Te acuerdas de Espada Blanca?

—¿Cómo me preguntas eso? —Centaine dejó el tenedor—. Sir Garry me era más querido que mi propio padre. ¿De qué se trata?

No hablaron de otra cosa el resto del almuerzo, explorando juntos antiguos recuerdos de aquel día terrible en que un hombre noble y generoso, tan querido para ambos, murió.

Por fin, Shasa pidió la cuenta.

—Ya es la una y media. Tendremos que darnos prisa para llegar a la Cámara antes de que empiece el discurso. No quiero perderme nada.

A los setenta y seis años, Centaine seguía ágil y activa. Shasa no tuvo que moderar su paso por ella. Aún conversaban animadamente cuando pasaron ante la catedral de San Jorge y entraron por los jardines.

Allá adelante, dos hombres ocupaban uno de los bancos del parque. Algo en ellos llamó la atención de Shasa, aunque estaban a una distancia de cien metros. El más alto de los dos era un hombre cetrino, que lucía el uniforme de los mensajeros del Parlamento. Permanecía muy tieso, con la mirada fija hacia delante y expresión inalterable.

Su compañero también era moreno, pero su tez tenía el color de la masilla; el pelo negro, sin vida, le caía sobre la frente. Se inclinaba hacia el mensajero del Parlamento, hablándole al oído, como si le revelara un secreto. Sin embargo, el otro permanecía inexpresivo, sin revelar la menor reacción a las palabras del hombre.

Al pasar junto al banco, Shasa se inclinó para observarles por delante de Centaine, a menos de cinco pasos, y miró directamente al pálido rostro del hombre menudo. Sus ojos eran negros e implacables, como charcos de alquitrán, pero ante la mirada de Shasa volvió deliberadamente la cabeza. Sin embargo, no dejó de mover sus labios. Hablaba con su compañero en voz tan baja que Shasa no pudo captar siquiera un murmullo.

Centaine le tironeó de la manga.

—No me estás escuchando, querido.

—Disculpa, Mater —murmuró Shasa, distraído.

—Te decía que no comprendo por qué ha elegido esa mujer la estación.

—Supongo que se siente más segura en un lugar público —arriesgó Shasa, mirando por encima del hombro.

Aquellos dos personajes seguían sentados en el banco. Aunque estaba preocupado por otras cosas, la malevolencia desapasionada de aquellos ojos de pez le hizo estremecer, como si un viento helado le hubiera rozado la nuca.

Mientras caminaban hacia el gran edificio del Parlamento, Shasa se sintió súbitamente confundido e inseguro… Estaban ocurriendo muchas cosas a su alrededor, sobre las que él no tenía dominio alguno. Y no estaba habituado a semejante sensación.

Joe Cicero susurró las palabras precisas con suavidad:

—Puedes sentir el gusano en tu vientre.

—Sí —dijo el hombre sentado a su lado—. Puedo sentir el gusano.

—El gusano pregunta si tienes el cuchillo.

—Sí, tengo el cuchillo —dijo el hombre.

Era hijo ilegítimo de un griego y una mulata, nacido en el Mozambique portugués. Su sangre mixta no era visible. Parecía, simplemente, de extracción mediterránea. El Parlamento sudafricano sólo empleaba a mensajeros de origen europeo.

—Puedes sentir el gusano en tu vientre —repitió Joe Cicero, reforzando el condicionamiento.

—Sí, puedo sentir el gusano.

En los años anteriores, había ingresado ocho veces en una u otra institución para enfermos mentales. En la última ocasión, había sido seleccionado para ese acondicionamiento mental.

—El gusano pregunta si sabes dónde encontrar al diablo —dijo Joe Cicero.

El hombre se llamaba Demetrio Tsafendas; había sido introducido en Sudáfrica el año anterior, una vez terminado su acondicionamiento.

—Sí —dijo Tsafendas—, sé dónde encontrar al diablo.

—El gusano de tu vientre ordena que vayas directamente donde está el diablo —indicó Joe Cicero, en voz baja—. El gusano de tu vientre te ordena que mates al diablo.

Tsafendas se levantó. Se movía como un autómata.

—¡El gusano te ordena que vayas ahora!

Tsafendas marchó hacia el edificio del Parlamento, a paso normal, sin prisa. Joe Cicero lo siguió con la mirada. Cosa hecha. Todas las piezas habían sido colocadas con mucho cuidado. Por fin, la primera piedra echaba a rodar colina abajo. Al aumentar la velocidad y el impulso, iría uniéndose a otras. Pronto, formaría una poderosa avalancha, cambiando la forma de la montaña para siempre.

Joe Cicero se levantó para alejarse.

La primera persona a quien Shasa vio al entrar con Centaine por los peldaños frontales del Parlamento fue a Kitty Godolphin. Su corazón dio un vuelco de entusiasmo y de inesperado placer. No la había visto desde aquel ilícito interludio en el sur de Francia, dieciocho meses antes. Shasa había alquilado un yate de lujo para llevarla hasta Capri. Cuando se separaron, ella le había prometido escribir… pero nunca respetaba sus promesas. Y allí estaba otra vez, sin previo aviso, con su sonrisa de niña dulce y el demonio en los ojos. Iba a su encuentro para saludarle, tan inocente y natural como si le hubiera dado el último beso algunas horas antes.

—¿Qué haces aquí? —preguntó él, sin preliminares.

Kitty se dirigió a Centaine.

—Hola, Mrs. Courtney, ¿cómo es posible que una dama tan culta y simpática haya cargado con un hijo tan grosero? Centaine se echó a reír. Kitty le gustaba. Para Shasa, aquello era un caso de almas similares. Kitty explicó:

—Estuve en Rodesia para conseguir una semblanza de Ian Smithy antes de su reunión con Harold Wilson —le explicó Kitty—. Ya que estaba allí, vine para grabar el discurso que Verwoerd va a pronunciar hoy. Y para visitarte a ti, por supuesto.

Conversaron por algunos minutos, hasta que Centaine se disculpó:

—Quiero conseguir un buen asiento en la galería.

Mientras ella se alejaba, Shasa preguntó a Kitty, en voz baja:

—¿Cuándo nos veremos?

—¿Esta noche? —sugirió Kitty.

—Sí… Oh, no, qué desgracia. —Shasa acababa de recordar su cita con la informante de Espada Blanca—. ¿Dónde te hospedas? —En el «Nelson», como de costumbre.

—¿Puedo llamarte allí?

—Por supuesto —sonrió ella—, a menos que reciba ofertas mejores.

—¡Qué maldita! ¿Por qué no te casas conmigo?

—Porque no me mereces, tonto. —Se había convertido en una de sus bromas habituales—. Pero con tal de que me invites a una cerveza y a unas patatas fritas… Hasta luego.

Shasa la siguió con la vista mientras ella subía la escalinata hacia la galería de Prensa. Parecía no haber envejecido ni un poquito en todos los años transcurridos desde que se conocieron. Aún tenía cuerpo de muchachita y andar juvenil. Él repudió la súbita lobreguez de la soledad que amenazaba tragarle y entró en la Cámara.

Los asientos se estaban llenando. Shasa vio que el Primer Ministro estaba en el asiento que le correspondía como jefe de Estado. Conversaba con Frank Waring, el ministro de Deportes, único miembro inglés del Gabinete, aparte de Shasa. Verwoerd parecía en buen estado físico y pleno de vigor. Costaba creer que hubiera recibido dos balazos en la cabeza y aún tuviera la capacidad de dominar a su propio partido, a la Cámara entera. Parecía tener una infinita supervivencia y, por supuesto (Shasa sonrió para sus adentros con cinismo), una suerte demoníaca.

Cuando echaba a andar hacia su asiento, Manfred De La Rey se levantó de un brinco para interceptarle. Cogió a Shasa del brazo y se inclinó para decirle:

—Los hombres-rana han sacado la lancha a flote. El cuerpo de Gama no está allí y la cabina ha sido forzada. Se diría que el hijo de puta escapó limpiamente. Pero tenemos todas las salidas del país custodiadas. Mis hombres lo atraparán, No puede escapar. Creo que el Primer Ministro va a anunciar su desaparición durante este discurso.

Shasa y Manfred comenzaron a caminar hacia los asientos que ocupaban en la primera fila. De pronto, alguien empujó a Courtney con tanta rudeza que él se volvió, mientras lanzaba una exclamación. Era el mensajero uniformado que había visto en el banco del parque.

—Cuidado, hombre —le espetó Shasa, al recobrar el equilibrio.

Pero el mensajero no' se dio por enterado. Aunque su expresión era vacua y sus ojos parecían mirar sin ver, caminaba a paso rápido y decidido; rozó a Manfred al pasar y se encaminó hacia los escaños de la oposición, a la izquierda del sillón presidencial.

—Qué torpe —protestó Shasa, deteniéndose a observarle.

De pronto, el mensajero pareció cambiar de idea. Giró para cruzar la Cámara y apretó el paso, dirigiéndose hacia el sitio que el doctor Verwoerd ocupaba en esos momentos. El Primer Ministro, al verlo llegar, levantó la vista lleno de expectativa, suponiendo que le llevaba un mensaje. Ninguno de los presentes parecía reparar en la errática conducta del mensajero, sólo Shasa lo observaba con desconcierto.

Al inclinarse hacia el doctor Verwoerd, el mensajero abrió la chaqueta de su uniforme oscuro; Shasa vio el plateado destello del acero.

—¡Por Dios! —exclamó—. ¡Tiene un puñal!

El hombre levantó el arma y asestó un solo golpe. El Primer Ministro siguió sonriendo, como si no se diera cuenta de lo que ocurría. La hoja se elevó otra vez, con la plata teñida de rosa.

Shasa dio un paso adelante, pero Manfred lo retuvo por el brazo.

—El candidato manchú —susurró. Shasa quedó petrificado.

De pie ante el Primer Ministro, el asesino golpeó otra vez y una tercera. A cada puñalada, la camisa blanca se llenaba de sangre.

El doctor Verwoerd levantó las manos en un patético gesto de súplica.

Por fin, los hombres más próximos, comprendieron lo que ocurría y se precipitaron sobre el atacante. A pesar del grupo forcejeante que se arrojó contra él, el mensajero se resistía con fuerza demoníaca.

—¿Dónde está el diablo? —gritó, enloquecido—. ¡Voy a matar al diablo!

Lo sujetaron contra la alfombra verde. El doctor Verwoerd seguía en su asiento, con la vista fija en su propio pecho, del que manaba sangre muy roja. Por fin, juntó las solapas de su chaqueta, como para ocultar el terrible espectáculo de su propia sangre, y se deslizó hacia delante, con un suspiro, hasta caer acurrucado en la alfombra de la Cámara.

Shasa estaba en su despacho con Manfred De La Rey cuando Tricia le llevó la noticia.

—Acaba de telefonear el portavoz del partido, señores. El doctor Verwoerd ha fallecido antes de llegar al Hospital Volks.

Shasa fue al armario de los licores y sirvió dos copas de coñac.

Ambos bebieron en silencio, mirándose a los ojos. Shasa bajó la copa.

—Debemos empezar de inmediato a redactar una lista de los que van a apoyarle —dijo al fin—. Creo que John Vorster será el otro candidato, y los suyos ya estarán trabajando.

Pasaron juntos toda la tarde, preparando la lista, punteando, tachando y poniendo signos de interrogación junto a cada nombre. Telefonearon, negociaron y extorsionaron; acordaron reuniones, hicieron promesas y tratos, intercambios y acuerdos. Con el correr de la tarde, por el despacho de Shasa pasó un torrente de visitas importantes: aliados o posibles aliados.

Mientras trabajaban, Shasa observaba a Manfred, preguntándose otra vez por qué el destino había unido como compañeros de viaje a dos personas tan distintas. Al parecer, nada tenían en común, salvo la característica más vital: una ambición ardorosa e implacable, un gran apetito de poder.

Y el poder estaba ahora al alcance de la mano. Manfred parecía poseído. El efecto de su fuerte carácter era evidente en los visitantes. Uno a uno, se vieron arrastrados por él; uno a uno, le juraron alianza.

Poco a poco, Shasa comprendió que aquello no era ya una posibilidad, ni siquiera una probabilidad. Iban a ganar. Sentía esa seguridad en las entrañas y en el corazón. El poder era de ambos; tendrían el puesto del Primer Ministro y el de Presidente. Iban a vencer.

En aquel embriagador entusiasmo, la tarde pasó con celeridad.

El reloj de péndulo iba dando las horas con suavidad, con un sonido tan característico y familiar que él no se dio cuenta hasta que sonaron las cinco. Entonces dio un respingo y se puso de pie, confirmando la hora en su reloj de pulsera.

—Ya son las cinco —dijo, y echó a andar hacia la puerta.

—¿Adónde vas? Te necesito —lo llamó Manfred—. Vuelve, Shasa.

—Volveré —respondió el otro.

Corrió a la oficina exterior. Allí le esperaban hombres importantes, que se levantaron para saludarlo.

—Mr. Courtney —lo llamó Tricia.

—Ahora no —dijo él, echando a correr—. Volveré en seguida.

Tardaría menos a pie que si trataba de llegar en el «Jaguar» sorteando el tránsito de esa hora. Y Shasa siguió corriendo.

La informante estaba tan nerviosa y asustada que, con toda probabilidad, no esperaría mucho en el lugar de la cita. Era preciso llegar antes de la hora fijada. Mientras corría, se maldijo por haber olvidado un compromiso tan importante, pero todo era confusión e incertidumbre.

Voló por la acera, atestada de oficinistas que salían de los edificios, liberados del tedio laboral. Shasa empujaba, esquivaba y zigzagueaba. Algunos de los atacados le gritaron, furiosos.

Corrió por entre las filas de vehículos que avanzaban lentamente y llegó, por fin, a la entrada de la calle Adderley a la estación de trenes. Sobre el andén principal, el reloj marcaba las cinco treinta y siete. Llegaba tarde, y el andén cuatro estaba en el otro extremo.

Corrió como enloquecido por los andenes y llegó al cuarto.

Entonces, redujo su paso a un andar apresurado, que le permitió examinar los rostros de quienes esperaban allí. Todos lo miraron con curiosidad. El reloj marcaba las cinco y cuarenta. Diez minutos de retraso. Ella ya se había ido. La había perdido.

Shasa se detuvo en el centro del andén y echó una mirada alrededor, desesperado y sin saber qué hacer. Por los altavoces alguien anunciaba: «El tren de Stellenbosch y Cape Flats entra en estos momentos en el andén cuatro».

Eso era, por supuesto. Shasa sintió un inmenso alivio: el tren había llegado con retraso. Ella debía arribar en él. Por eso había elegido ese lugar y esa hora.

Shasa estiró ansiosamente el cuello, según los vagones iban entrando en el andén y, con un chirrido de frenos, se detenían poco a poco. Las puertas se abrieron de par en par y los pasajeros comenzaron a salir.

Shasa subió de un salto al banco más próximo, para ver y ser visto.

—Mr. Courtney.

Una voz de mujer. Ella reconoció, incluso al cabo de tantos años.

—Mr. Courtney.

Se puso de puntillas, tratando de ver por encima de las cabezas de los pasajeros.

—¡Mr. Courtney!

Atrapada entre la multitud, ella trataba de abrirse paso en su dirección y agitaba la mano, frenética, para llamarle la atención.

Shasa la reconoció al instante y el espanto lo inmovilizó unos segundos: era la Stander, la que había conocido en la cabaña de Manfred en aquella visita que él le hizo para arreglar lo de la empresa pesquera. Hacía años de eso, pero aún recordaba que ella le había llamado «jefe de escuadrilla». Se extrañó de no haberlo comprendido de inmediato. Qué tonto, qué poco perceptivo. Mientras la miraba, aún de pie en el banco, algo llamó de pronto su atención: dos hombres se abrían paso con rudeza por entre la muchedumbre. Eran dos hombres de ropas oscuras mal cortadas; señal distintiva de policías en traje de civil. Era obvio que trataban de alcanzar a la Stander.

Ella los vio al mismo tiempo que Shasa y se puso blanca de terror.

—¡Mr. Courtney! —aulló—. ¡Pronto! Me buscan. —Se liberó del gentío y corrió hacia él—. ¡De prisa, por favor, de prisa!

Shasa bajó de un salto y corrió a su encuentro, pero una anciana cargada de paquetes se le puso por delante. El estuvo a punto de derribarla. En los pocos segundos que le llevó desenredarse, los dos detectives alcanzaron a Sarah Stander y la sujetaron por ambos lados.

—¡Por favor!

Fue un alarido desesperado. De pronto, con increíble fuerza, se desasió de sus captores y cubrió corriendo los pasos que la separaban de Shasa.

—¡Tome! —Le puso un sobre en la mano—. ¡Aquí está!

Los dos oficiales de seguridad se habían recobrado al instante y saltaron hacia ella. Uno le sujetó los brazos desde atrás y se la llevó a rastras. El otro fue a enfrentarse con Shasa.

—Somos oficiales de Policía. Tenemos una orden de arresto contra esa mujer —informó, jadeando por el esfuerzo—. He visto que ella le entregaba algo. Tendrá que dármelo, señor.

—Mire, buen hombre… —Shasa se irguió en toda su estatura y clavó en el detective su mirada más altanera—. ¿Tiene idea de quién soy?

—¡Mr. Courtney! —La confusión del hombre, al reconocerlo, fue cómica—. Disculpe, señor ministro, no sabía…

—Déme su nombre, rango y número de serie —le espetó Shasa.

—Teniente Van Outshoorn; Número 138643 —respondió el hombre, poniéndose firme por instinto.

—Esto no quedará así, teniente —le advirtió Shasa, gélido—. Ahora, cumpla con su deber.

Giró sobre sus talones y se alejó a grandes pasos, guardándose el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta, mientras el policía lo seguía con la mirada, horrorizado.

No abrió el sobre hasta que llegó a su oficina. Tricia lo estaba esperando aún.

—Cuando le vi salir de ese modo me quedé preocupada —exclamó.

Tricia, buena y leal siempre.

—No hay ningún problema —la tranquilizó él—. Todo está bien. ¿Qué pasó con el ministro De La Rey?

—Salió poco después que usted, señor. Dijo que estaría en su casa de Groote Schuur, por si usted lo necesitaba.

—Gracias, Tricia. Ahora, puede marcharse.

Shasa volvió a su propia oficina y cerró la puerta con llave. Sentado ante el escritorio, sacó el sobre del bolsillo interior y lo puso frente a sí, sobre el secante, para estudiarlo con atención.

Era un sobre de papel barato, con su nombre escrito en letra redondeada e infantil. La tinta se había corrido, borroneando las palabras: «Meneer Courtney».

De pronto, sintió renuencia ante la idea de volver a tocarlo. Tenía la premonición de que alguna revelación terrible sumiría el asentado tenor de su existencia en confusión y desastre.

Cogió el cortapapeles de plata y probó la punta con el pulgar. Luego, dio vuelta al sobre y deslizó la hoja bajo la solapa. Adentro, había una hoja de papel rayado con una sola línea escrita, con la misma letra redonda e infantil.

Shasa la miró con fijeza. No hubo sorpresa ni espanto. En el fondo de su subconsciente tenía que haber sabido la verdad desde un principio. Eran los ojos, por supuesto: los ojos amarillo-topacio con que Espada Blanca lo había mirado el día en que su abuelo había muerto.

No hubo un instante de duda ni de incredulidad. Hasta había visto la cicatriz, aquella antigua cicatriz de bala en el cuerpo de Manfred. Era la huella del proyectil que él había disparado contra Espada Blanca, y todos los detalles coincidían a la perfección. «Manfred De La Rey es Espada Blanca».

Desde el momento en que se encontraron por primera vez, siendo niños aún, en aquel muelle de pescadores en Walvis Bay, la fatalidad había estado acechándolos y los había empujado, de manera inexorable, hacia su destino.

—Nacimos para destruirnos mutuamente —dijo Shasa, con suavidad.

Y alargó la mano hacia el teléfono.

Sonó tres veces antes de que alguien atendiera.

—De La Rey.

—Soy yo —dijo Shasa.

—Sí, te estaba esperando. —La voz de Manfred sonaba desalentada, resignada, en amargo contraste con los tonos poderosos con que había exhortado a sus partidarios, un rato antes—. La mujer se ha comunicado conmigo. Mis hombres me lo han informado.

—Tienes que dejarla en libertad —le dijo Shasa.

—Ya lo he hecho.

—Tenemos que reunirnos.

—Ja. Es necesario.

—¿Dónde? —preguntó Shasa—. ¿Cuándo?

—Iré a Weltevreden —dijo Manfred.

Shasa quedó tan sorprendido que no pudo responder.

—Pero hay una condición:

—¿Cuál? —preguntó Shasa, cauteloso.

—Tu madre tiene que estar presente.

—¿Mi madre? —exclamó él, sin poder dominar ya su asombro.

—Tu madre, sí. Centaine Courtney.

—No comprendo. ¿Qué tiene mi madre que ver con esto?

—Todo —afirmó Manfred, pesadamente—. Tiene todo que ver.

Esa noche, Kitty Godolphin llegó a sus habitaciones llena de júbilo. Bajo su dirección, Hank había captado con la cámara los dramáticos momentos en que el cuerpo del doctor Verwoerd, manchado de sangre, era llevado desde la Cámara a la ambulancia. También, había registrado el pánico y la confusión, las expresiones espontáneas de sus amigos y de sus enconados enemigos.

En cuanto entró en sus habitaciones, pidió una llamada con el jefe de Noticias de la NABS, en Nueva York, para avisarle que había conseguido, una filmación invalorable. Luego, se sirvió una ginebra con agua tónica y tomó asiento junto al teléfono, impaciente, esperando que la comunicaran. Levantó el auricular al primer timbre.

—Habla Kitty Godolphin —dijo.

—Miss Godolphin. —Era una voz extraña, que hablaba con un grave y melodioso acento africano—. Moses Gama le envía sus saludos.

—Moses Gama está cumpliendo una sentencia de cadena perpetua en una cárcel de alta seguridad —replicó Kitty bruscamente. No me haga perder el tiempo, por favor.

—Anoche, Moses Gama fue rescatado por guerreros de la Umkhonto we Sizwe cuando lo llevaban en la lancha de la prisión de la isla Robben —dijo la voz. Kitty sintió que la piel de las mejillas y los labios se le entumecían ante el impacto, pues había leído la noticia del hundimiento—. Está en un sitio seguro y desea hablar al mundo a través de usted. Si quiere entrevistarle, le permitiremos usar su cámara para registrar el mensaje.

Por tres segundos enteros Kitty no pudo contestar. Aunque le fallaba la voz, su mente seguía funcionando a toda prisa. «Esta es de las grandes —pensó—. Es la oportunidad que se presenta una vez en toda una vida de trabajos y esfuerzos…».

Carraspeó.

—Iré —consiguió contestar.

—Dentro de diez minutos, un camión azul oscuro se detendrá ante la entrada del salón de fiestas del hotel. El conductor encenderá las luces dos veces. Usted debe entrar por las puertas traseras del vehículo; de inmediato sin hablar con nadie.

El vehículo en cuestión era un pequeño «Toyota» de reparto. Kitty y Hank se apretaron en la parte trasera, con el equipo de sonido y la cámara. Aunque resultaba difícil moverse, ella gateó hacia delante para hablar con el conductor.

—¿Adónde vamos?

El hombre le echó un vistazo por el espejo retrovisor. Era un joven negro de llamativo aspecto. Aun sin ser hermoso, su rostro africano expresaba potencia.

—Vamos a las poblaciones negras. Habrá patrullas y bloqueos de la Policía, porque están buscando a Moses Gama por todas partes. Será peligroso. Hagan exactamente lo que yo les diga.

Viajaron casi una hora en el camión, por callejuelas oscuras. A veces, se detenían y esperaban en silencio hasta que alguna figura borrosa surgía de la noche y susurraba algunas palabras al conductor del vehículo. Luego, continuaban la marcha. Por fin, estacionaron.

—Desde aquí, iremos a pie —les dijo el guía.

Los condujo por los callejones y las rutas secretas que usaban las bandas y los camaradas, deslizándose junto a las hileras de cabañas. Por dos veces, tuvieron que esconderse para dejar pasar a los «Land-Rover» de la Policía. Finalmente, entraron por' la puerta trasera de una cabaña, idéntica a otras mil.

En la pequeña cocina trasera estaba sentado Moses Gama. Kitty lo reconoció al instante, aunque tenía el cabello casi completamente plateado y su corpachón estaba esquelético. Llevaba una camisa blanca, de cuello abierto, y pantalones sueltos azul oscuro. Cuando se levantó para saludarla, ella notó que, a pesar del envejecimiento y el desgaste, su presencia autoritaria y su mirada mesiánica tenían el mismo poder que cuando ella lo había conocido.

—Le agradezco que haya venido —dijo él, con gravedad—. Pero tenemos muy poco tiempo. La Policía fascista nos sigue de cerca; como una manada de lobos. Tendré que salir de aquí dentro de un ratito.

Hank ya estaba trabajando con la cámara y las luces. Hizo a Kitty una señal afirmativa, y ella paseó la mirada por el ambiente. La fea realidad de aquellas paredes desnudas, de los simples muebles de madera sin adornos, agregarían dramatismo a la filmación. El cabello plateado de Moses y su estado de debilidad tocarían el corazón del público.

Las preguntas que tenía mentalmente preparadas simplemente resultaron innecesarias. Moses Gama miró a la cámara y habló con sinceridad y hondura devastadoras.

—No hay prisión lo bastante fuerte para detener las ansias de libertad que siente mi pueblo —dijo—. No hay sepulcro lo bastante profundo para ocultarles a ustedes la verdad.

Siguió durante diez minutos. Kitty Godolphin, que era zorra vieja, endurecida como estaba en cuanto a las modalidades de un mundo avieso, terminó llorando sin pudores.

—La lucha es mi vida —concluyó él—. La batalla nos pertenece. Prevaleceremos, pueblo mío. ¡Amandla! ¡Ngawethu!

Kitty fue hacia él y lo abrazó.

—Me hace sentir muy humilde —dijo.

—Usted es una amiga —respondió él—. Vaya en paz, hija mía.

—Vamos. —Raleigh Tabaka cogió a Kitty del brazo y se la llevó—. Ya se han quedado demasiado tiempo. Ahora, tienen que irse. Este hombre se llama Robert. Él los guiará.

Robert esperaba ante la puerta trasera.

—Síganme —ordenó.

Los condujo a través del patio trasero, desnudo y polvoriento, hasta la esquina de la calle. Allí, se detuvo de repente.

—¿Y ahora qué? —susurró Kitty—. ¿Qué estamos esperando?

—Tenga paciencia —le recomendó Robert—. Pronto lo sabrá. De pronto, Kitty notó que no estaban solos. Otros esperaban, como ellos, entre las sombras. Se oía un murmullo de voces bajas, pero cargadas de expectación. A medida que sus ojos se acostumbraron a la noche pudo ver a muchas siluetas que formaban pequeños grupos, acurrucados junto a los bordes o al amparo de las construcciones.

Eran docenas… no, centenares de hombres y mujeres. Y ese número aumentaba a cada instante, pues de las sombras salían más y más. Todos se reunían alrededor de la cabaña que albergaba a Moses Gama, como si su presencia fuera un faro, una llama que ellos, como las polillas, no pudieran resistir.

—¿Qué pasa? —preguntó Kitty suavemente.

—Ya lo verá. Tenga lista la cámara.

La gente comenzaba a abandonar las sombras para acercarse a la cabaña. Una voz clamó:

—¡Baba! Aquí están tus hijos. Háblanos, padre.

Otro gritó:

—Estamos listos, Moses Gama. ¡Condúcenos!

Y, de pronto, rompieron a cantar. Al principio con suavidad.

—¡Nkosi Sikele Afrika! ¡Dios salve a África!

Después, las voces se unieron y comenzaron a armonizar. Siempre las bellas voces africanas, emocionantes, maravillosas.

Entonces, se oyó otro sonido, lejano en un principio. Pero que se acercaba velozmente. Era el gemido ondulante de las sirenas policiales.

—Tenga la cámara preparada —repitió Robert.

En cuanto la mujer norteamericana y su camarógrafo hubieron abandonado la cabaña, Moses Gama hizo ademán de levantarse.

—Ya está —dijo—. Ahora podemos irnos.

—Aún no, tío —lo detuvo Raleigh Tabaka—. Antes hay algo que debemos hacer.

—Es peligroso entretenernos —insistió Moses—. Hace demasiado tiempo que estamos aquí. La Policía tiene soplones por doquier.

—Sí, tío mío. Los soplones de la Policía están por doquier. —Raleigh había puesto un énfasis peculiar en su asentimiento—. Pero antes de que vayas adonde ellos no puedan tocarte debemos hablar.

Raleigh fue a plantarse frente a la mesa, de cara a su tío.

—Esto fue planeado con mucho cuidado —continuó—. Esta tarde, Verwoerd, el monstruo blanco, fue asesinado ante el Parlamento racista.

Moses dio un respingo.

—No me lo habías dicho —protestó.

Pero Raleigh prosiguió serenamente.

—El plan era que, en la confusión producida por el asesinato de Verwoerd, tú emergieras como líder de un alzamiento espontáneo de nuestro pueblo.

—¿Por qué no se me dijo nada? —preguntó Moses, feroz.

—Paciencia, tío. Escúchame hasta el fin. Los hombres que planearon esto viven en una tierra fría y descolorida, al norte; no comprenden el alma africana. No comprenden que nuestro pueblo no se levantará hasta que su ánimo esté listo, hasta que su furia esté madura. Ese tiempo no ha llegado aún. Harán falta muchos años más de paciente trabajo para que esa furia dé sus frutos. Sólo entonces podremos cosechar. La Policía blanca es muy fuerte todavía. Nos aplastarían con sólo levantar el meñique. Y el mundo entero se haría a un lado para contemplar nuestra muerte, tal como pasó con la rebelión de Hungría.

—No comprendo —dijo Moses ¿Por qué has llegado tan lejos si no piensas llegar hasta el fin?

—La revolución necesita de mártires tanto como de líderes. Es preciso agitar el ánimo y el genio del mundo, pues sin ellos jamás triunfaremos. Mártires y líderes, tío.

—Yo soy el líder elegido por nuestro pueblo —dijo Moses Gama.

—No, tío. —Raleigh sacudió la cabeza—. Tú has demostrado ser indigno. Has vendido a nuestro pueblo. A cambio de tu vida, entregaste la revolución en las manos de nuestros enemigos. Entregaste a Nelson Mandela y a los héroes de Rivonia. En otros tiempos, yo creí que eras un dios. Ahora, sé que sólo eres un traidor.

Moses lo miraba fijamente, en silencio.

—Me alegro de que no lo niegues, tío. Tu culpa está probada sin lugar a dudas. Con tus actos, has renunciado al liderazgo. Sólo Nelson Mandela tiene la grandeza necesaria para ese papel. Sin embargo, tío, la revolución necesita mártires.

Raleigh Tabaka sacó, del bolsillo de su chaqueta, algo envuelto en un paño blanco y limpio. Lo puso en la mesa y deslió el hatillo con lentitud, con cuidado de no tocar lo que contenía. Ambos miraron el revólver.

—Esta pistola es de la Policía. Hace sólo cuatro horas fue robada de un arsenal de distrito. El número de serie aún está en el registro de la Institución. Está cargada con municiones provistas por la Policía.

El joven plegó el paño alrededor de la culata.

—Aún tiene las huellas dactilares de los oficiales —agregó.

Con la pistola en la mano, rodeó la mesa para detenerse tras la silla de Moses Gama y apoyó la boca del arma contra la nuca del anciano.

En ese instante se iniciaron los cánticos fuera de la cabaña.

—Dios salve a África —dijo Raleigh, repitiendo la letra—. Tienes suerte, tío. Ésta es tu oportunidad de redimirte. Irás a un sitio en donde nadie podrá tocarte jamás. Tu nombre vivirá por siempre, puro e impoluto. El gran mártir de África que murió por su pueblo.

Moses no se movió ni pronunció palabra.

—Se ha informado al pueblo de tu paradero —prosiguió Raleigh con suavidad—. Están reunidos ahí fuera, por centenares. Ellos serán testigos de tu grandeza. Tu nombre vivirá eternamente.

En ese instante, por encima de las voces que cantaban, se oyeron las sirenas de la Policía que se acercaban, gemebundas y sollozantes.

—También la brutal policía fascista ha sido informada de que estás aquí —añadió Raleigh, con la misma suavidad.

El ruido de las sirenas fue en aumento. Luego, fue el rugir de los motores, el chirrido de los frenos, las puertas del «Land-Rover» al abrirse, órdenes a gritos, fuertes pasos y estruendo de puertas derribadas a golpe de martillo.

En el momento en que el general Lothar De La Rey conducía a sus hombres a través de la puerta de la calle, Raleigh Tabaka dijo suavemente:

—La paz sea contigo, tío.

Y disparó una bala contra la nuca de Moses Gama.

El disparo impulsó a Moses hacia delante. Su cabeza, destrozada, se estrelló de bruces contra la mesa, mientras el contenido del cráneo y fragmentos de hueso blanco se pegaban a las paredes y al suelo de la cocina.

Raleigh dejó caer la pistola reglamentaria en la mesa y se deslizó al patio trasero. Allí, se unió a la multitud que esperaba en la calle, mezclado con ella, y aguardó hasta que sacaron el cadáver cubierto por la puerta de la cabaña, en una camilla. Entonces gritó, con voz clara y fuerte:

—La Policía ha asesinado a nuestro líder. Han matado a Moses Gama.

Mientras cien voces más repetían el grito y las mujeres iniciaban el espectral ulular del duelo, Raleigh Tabaka giró en redondo y se perdió en la oscuridad.

Un sirviente abrió la puerta principal de Weltevreden a Manfred De La Rey.

—El señor lo está esperando —dijo—. Acompáñeme, por favor.

Condujo a Manfred hasta la sala de armas y cerró tras de él las dobles puertas de caoba.

Manfred se detuvo en el umbral. En el hogar de piedra ardía un fuego de leña. Ante él, estaba Shasa Courtney, vestido de esmoquin y con un nuevo parche de seda sobre el ojo. Lucía alto y elegante, pero su expresión era inmisericorde.

Centaine Courtney se había sentado ante el escritorio. También vestía de gala: brocado chino en su tono amarillo favorito, con un collar de magníficos diamantes amarillos extraídos de la mina «H’ani». El vestido le dejaba al descubierto los brazos y los hombros, que parecían, bajo la luz mortecina, tersos como los de una jovencita.

—Espada Blanca —lo saludó Shasa, con suavidad.

—Sí —asintió Manfred—, pero eso fue hace mucho tiempo, en otra guerra.

—Mataste a un hombre inocente. A un noble anciano.

—La bala iba destinada a otro; a un traidor, un afrikaner que había entregado a su pueblo al yugo británico.

—En esa época, tú eras tan terrorista como lo son ahora Gama y Mandela. ¿Por qué no aplicarte el mismo castigo?

—Nuestra causa era justa… y Dios estaba de nuestra parte.

—¿Cuántos inocentes han muerto por lo que otros llaman «causas justas»? ¿Cuántas atrocidades se han cometido en el nombre de Dios?

—No puedes provocarme. —Manfred sacudió la cabeza—. Lo que yo intentaba hacer era correcto, y debía hacerse.

—Ya veremos si los tribunales de este país están de acuerdo contigo —dijo Shasa. Y miró a Centaine, diciendo—: Por favor, Mater, llama al número que tienes anotado en ese bloc. Pregunta por el coronel Bothma, de la Central de Inteligencia. Ya le he pedido que estuviera preparado para venir.

Centaine no hizo movimiento alguno. La expresión con que estudiaba a Manfred De La Rey era trágica.

—Por favor, Mater —insistió Shasa.

Manfred intervino:

—No, no puede hacerlo —intervino Manfred—. Y tú tampoco. —¿Por qué dices eso?

—Explíqueselo, madre —dijo Manfred.

Shasa frunció el entrecejo enojado. Pero Centaine levantó una mano para impedirle hablar.

—Es cierto —susurró—. Manfred es tan hijo mío como tú, Shasa. Lo di a luz en el desierto. Aunque su padre se lo llevó aún ciego y mojado con las aguas del nacimiento, aunque no volví a verlo por trece años, sigue siendo hijo mío.

En medio del silencio, uno de los leños ardientes cayó con una suave lluvia de cenizas. El ruido pareció el de una avalancha.

—Hace más de veinte años que tu abuelo murió, Shasa. ¿Quieres romperme el corazón enviando a tu hermano al patíbulo?

—Mi deber… mi honor… —tartamudeó Shasa.

—Manfred fue misericordioso, en cierta oportunidad. Estaba en situación de destruir tu carrera política antes de que se iniciara. Ante mi petición, y al saber que era tu hermano, te dejó seguir. —Centaine hablaba con serenidad implacable—. ¿Puedes tú hacer menos?

—Pero… es sólo tu hijo bastardo —barbotó Shasa.

—Tú también eres hijo bastardo, Shasa. Tu padre murió el día de nuestra boda, antes de la ceremonia. Ese era el dato que Manfred podría haber utilizado para aniquilarte. Te tenía en sus manos… tal como ahora lo tienes tú en las tuyas. ¿Qué harás, Shasa?

Él se apartó de su madre para contemplar el fuego; con la cabeza baja. Cuando por fin habló, su voz estaba asolada por el dolor.

—La amistad… hasta la hermandad… todo es una ilusión —dijo—. Es a ti a quien debo respetar, Mater.

Nadie respondió. Él volvió a enfrentarse con Manfred.

—Informarás a la camarilla del Partido Nacionalista que no puedes ocupar la primera magistratura y te retirarás de la vida pública —dijo, en voz baja.

Leyó en la mueca de Manfred, en su expresión atormentada, la ruina de sus sueños.

—Es el único castigo que puedo infligirte, pero tal vez sea más' doloroso y duradero que el patíbulo. ¿Lo aceptas?

—Tú te destruyes al mismo tiempo —observó Manfred—. Sin mi apoyo, no lograrás la presidencia.

—Ese es mi propio castigo —concordó Shasa—. Y lo acepto. ¿Aceptas el tuyo?

—Lo acepto —dijo Manfred De La Rey.

Giró hacia las puertas de caoba. Las abrió de par en par y se retiró a grandes pasos.

Shasa lo siguió con la mirada. Sólo cuando oyó que su automóvil se alejaba por el largo camino de entrada, se volvió hacia Centaine. Ella estaba llorando, tal como había llorado al saber la muerte de Blaine Malcomess.

—Hijo mío —susurró—. Mis hijos.

Y Shasa se acercó para consolarla.

Pasada una semana de la muerte del doctor Hendrick Verwoerd, la camarilla del Partido Nacionalista eligió a Balthazar Johannes Vorster para la primera magistratura de Sudáfrica.

Debía su ascenso a la respetable reputación que se había creado siendo ministro de Justicia. Era un hombre fuerte, moldeado como su predecesor. En su discurso de aceptación manifestó audazmente: «Mi papel es recorrer sin temores la ruta ya señalada por Hendrick Verwoerd».

Tres días después de su elección, mandó llamar a Shasa Courtney.

—Quiero agradecerle personalmente los servicios leales prestados en todos estos años, pero creo que es hora de que usted se tome un bien ganado descanso. Me gustaría enviarlo a Londres como embajador de Sudáfrica. Sé que, con usted allá, la Embajada de Sudáfrica estará en buenas manos.

Era el clásico despido, pero Shasa sabía que la regla de oro de los políticos es no rechazar jamás un cargo.

—Gracias, señor Primer Ministro —fue su respuesta.

Treinta mil deudos asistieron al funeral de Moses Gama, en la población de Drake’s Farm.

Raleigh Tabaka organizó el funeral y capitaneó la guardia de honor de Umkhonto we Sizwe que montó guardia junto a la tumba. Cuando el ataúd descendía a la sepultura, todos hicieron el saludo del CNA.

Vicky Dinizulu Gama, vestida con su túnica amarilla, verde y negra, desafió su proscripción al pronunciar un discurso ante los presentes. Feroz, asombrosamente bella, dijo:

—Debemos idear una muerte para los colaboradores y vendidos, tan grotesca, tan horrible que ninguno de los nuestros se atreva a traicionarnos.

El pesar de la multitud era tan terrible que, cuando alguien señaló a una joven como delatora, la desnudaron por completo y la golpearon hasta que perdió el conocimiento. Luego, la empaparon con gasolina y le prendieron fuego. Aun mientras ardía, siguieron pateándola. Después, los niños orinaron sobre su cadáver chamuscado. La Policía dispersó a los deudos con gas lacrimógeno y a golpes de cachiporra.

Kitty Godolphin lo filmó todo. Más tarde, intercaló esas escenas con el reportaje a Moses Gama y la escena de su brutal asesinato a manos de la Policía. Aquello se convirtió en el espectáculo más horripilante y cargado de interés que jamás presentara la televisión norteamericana.

Kitty Godolphin fue ascendida a directora de noticias, convirtiéndose así en la mujer mejor pagada de la televisión.

Antes de ocupar su cargo de embajador, Shasa pasó cuatro semanas en un safari por el valle del Zambeze con su hijo mayor. La concesión de «Safaris Courtney» cubría 750 kilómetros de maravillosa espesura, donde abundaba la caza. Matatu guió a Shasa hasta un león, un búfalo y un magnífico elefante macho.

La guerra de las malezas, en Rodesia, estaba cobrando gravedad. Sean había recibido la Cruz de Plata de Rodesia por su valor.

Junto a una fogata del campamento, describió cómo la ganó.

—Matatu y yo estábamos siguiendo a un elefante grande. De pronto, encontramos el rastro de doce tipos del Zanu. Dejamos al elefante y seguimos a los terroristas. Llovía a cántaros y las nubes estaban a la altura de los árboles, así que la fuerza de ataque no pudo llegar para respaldarnos. Como los terroristas se estaban acercando al Zambeze, tuvimos que apretar el paso. La primera advertencia de que nos habían tendido una emboscada fue el destello de los disparos entre la hierba, más adelante.

»Matatu, que iba delante, recibió la primera descarga en la panza. Eso me enojó mucho, así que fui tras ellos con el viejo «577». Faltaban siete kilómetros para llegar al río y ellos corrían como demonios, pero liquidé a los dos últimos en el agua, antes de que pudieran llegar a la orilla de Zambia. Cuando me di vuelta, me encontré con Matatu, que estaba detrás de mí. El pequeño idiota me había seguido para respaldarme, caminando siete kilómetros con las tripas fuera.

Al otro lado de la fogata, la cara del pequeño ndorobo se iluminó al oír su nombre.

—Muestra al Bwana Makuba tu nuevo ombligo —le dijo Sean en swahili.

Matatu, complaciente, se levantó los raídos faldones de la camisa y exhibió las horribles cicatrices dejadas en su estómago por las balas del «AK 47».

—Eres un estúpido —le dijo Sean, gravemente—. Mira que andar corriendo por allí con un agujero en la panza, en vez de tenderte a morir como corresponde. Eres estúpido, Matatu. Matatu retorció todo el cuerpo de puro placer.

—Totalmente estúpido —convino, orgulloso.

Sabía que era el más alto elogio al que podía aspirar, puesto que había sido pronunciado por el Gran Dios de su firmamento.

Mientras Shasa aún estaba empaquetando sus libros y sus cuadros para el viaje a Londres, Garry y Holly se mudaron a Weltevreden.

—Faltaré de aquí tres años, como poco —dijo él—. Cuando retorne, volveremos a conversar, pero lo más probable es que consiga un apartamento en la ciudad. Esta casa es demasiado grande para vivir solo aquí.

Holly, que estaba embarazada, convenció a Centaine de que se quedara para ayudarle, «siquiera hasta que nazca el bebé».

—Holly es la única mujer que Mater puede soportar de modo permanente a menos de un kilómetro de distancia —comentó Shasa a Garry, mientras las dos señoras de Weltevreden comenzaban a planear la redecoración del ala para los niños.

Los amoríos de Isabella y Lothar De La Rey sobrevivieron en mares tormentosos y vientos desencadenados durante los meses que duró la investigación sobre la muerte de Moses Gama.

La comisión investigadora exoneró al general con un veredicto de inocencia. Tanto el periodismo local angloparlante como la Prensa internacional se burlaron con enorme cinismo, de ese veredicto. Una reunión de emergencia de la Asamblea General de las Naciones Unidas dictó una resolución pidiendo amplias sanciones obligatorias contra Sudáfrica. Como era de esperar, fue vetada por el Consejo de Seguridad. Sin embargo, la reputación de Lothar entre su propio pueblo aumentó de modo considerable; el periodismo afrikaans lo alabó como el héroe elegido.

No había pasado una semana del dictamen de la comisión cuando Isabella, al despertar en el dormitorio de su lujoso apartamento, vio a Lothar totalmente vestido, de pie, junto a la cama. La miraba con una expresión apenada que ella se incorporó con celeridad, dejando caer las sábanas de satén hasta la cintura.

—¿Qué pasa, Lothie? —exclamó—. ¿Por qué te vas tan temprano? ¿Y por qué me miras así?

—Habrá elecciones parciales en el distrito de Doornberg. Es uno de nuestros escaños seguros. Los organizadores me lo han ofrecido y voy a aceptar. Renunciaré a la Policía para entrar en la política.

—Oh, qué maravilla —gritó Isabella, alargándole los brazos—. Yo me crié en la política. Haremos un equipo perfecto, Lothie. Ya verás cómo voy a ayudarte.

Lothar apartó los ojos de sus senos desnudos sin hacer ademán de tocarla. Ella dejó caer los brazos.

—¿Qué pasa? —repitió, cambiando de expresión.

—Vuelvo con mi propio pueblo, Bella —respondió él en voz baja—. Vuelvo a mi volk y a mi Dios. Sé lo que deseo. Deseo triunfar algún día donde mi padre fracasó. Quiero el puesto que él estuvo a punto de alcanzar. Pero necesito de una esposa que sea de mi propio pueblo. Una buena muchacha afrikaner. Ya la tengo elegida. Ahora voy a buscarla. Tenemos que despedirnos, Bella. Gracias. Jamás te olvidaré, pero esto nuestro ha terminado.

—Vete —dijo ella—. Vete… y no vuelvas jamás.

Como él vacilara, su voz se elevó en un grito.

—¡Vete, hijo de puta! ¡Vete ya!

Lothar cerró suavemente la puerta del dormitorio tras de sí. Isabella cogió la jarra de agua que tenía en la mesita de noche y la arrojó contra la puerta, haciéndola añicos. Después, se arrojó de bruces sobre la cama y empezó a llorar.

Lloró durante todo el día. Al caer la noche, fue al baño y llenó la bañera de agua caliente. Lothar había dejado un paquete de hojas de afeitar en el estante. Ella desenvolvió una lentamente y la sostuvo ante sus ojos. Parecía terriblemente maligna y la luz centelleaba en su filo. La bajó hasta rozar la piel de su muñeca. Picaba como un escorpión. Isabella apartó la mano bruscamente.

—No, De La Rey. No voy a darte esa satisfacción —exclamó.

Arrojó la hoja de afeitar al inodoro y volvió al dormitorio para coger el teléfono. Al oír la voz de su padre, se echó a temblar ante el espanto de lo que había estado a punto de hacer.

—Quiero volver a casa, papaíto —susurró.

—Te enviaré el avión —respondió Shasa, sin vacilar—. No, qué diablos. Iré a buscarte personalmente.

Él la estaba esperando en la pista y corrió a sus brazos. A medio camino hacia Ciudad del Cabo, él le acarició la mejilla:

—En Londres necesitaré una anfitriona oficial. Hasta estoy dispuesto a renegociar tu sueldo.

—Oh, papi —suspiró ella—. ¿Por qué no serán todos los hombres como tú?

Jakobus Stander fue ahorcado en la prisión central de Pretoria. Sarah Stander y su marido esperaron fuera hasta que en los portones de la prisión fue exhibida la noticia de la muerte.

La noche en que volvieron a la cabaña de Stellensbosch, Sarah se levantó en silencio mientras Roelf dormía y fue al cuarto de baño; una vez allí, se tomó una masiva sobredosis de barbitúricos.

Por la mañana, cuando Roelf Stander despertó, la encontró muerta en la cama a su lado.

Manfred y Heidi fueron a vivir en la granja del Estado Libre, donde él criaba ovejas Merino.

En la feria agrícola de Bloemfontein, Manfred ganó la cinta azul del carnero campeón durante tres años seguidos.

Siempre corpulento, aumentó mucho de peso, pues comía más por aburrimiento que por hambre. Sólo Heidi sabía lo mucho que la inactividad le irritaba, cuánto deseaba volver a caminar por los pasillos del poder, lo inútil y frustrante de esa nueva existencia.

Sufrió un ataque cardíaco mientras se paseaba solo por la pradera. Los pastores encontraron su cadáver a la mañana siguiente, allí donde había caído.

Centaine viajó en el avión de la empresa para asistir a su funeral. Fue la única de los Courtney que estuvo presente cuando sepultaron a Manfred, con todos los honores, en una tumba rodeada por los sepulcros de muchos afrikaners sobresalientes, incluyendo al del mismo doctor Hendrick Verwoerd.

Shasa Courtney acababa de presentar sus credenciales a Su Majestad, la reina Isabel II, y se alejaba del palacio de Buckingham en la limusina de la Embajada, recorriendo las calles mojadas por la llovizna londinense.

El clima no había impedido que los manifestantes lo esperaran en la plaza Trafalgar con cartelones: «El espíritu de Moses Gama sigue vivo» y «El apartheid es un delito contra la Humanidad».

Cuando Shasa descendió de la limusina frente a la Embajada, los manifestantes trataron de adelantarse, pero una hilera de policías británicos los rechazaron con los brazos entrelazados.

—¡Shasa Courtney!

Shasa, que iba por la mitad de la acera, se detuvo en seco ante aquella voz familiar y giró en redondo.

Al principio no la reconoció. Por fin, la distinguió en la primera fila de manifestantes y avanzó hacia ella, alto y elegante con su frac y su sombrero de copa. Se detuvo ante la mujer.

—Gracias, oficial —dijo a uno de los agentes—. Conozco a esta señora. Puede dejarla pasar. —Luego, mientras ella pasaba por debajo del brazo extendido del agente, la saludó—: Hola, Tara.

Le costaba creer lo mucho que ella había cambiado. Estaba convertida en una mujer de edad madura, descuidada y fea. Sólo sus ojos seguían siendo bellos. Y lo miraban echando fuego.

—Moses Gama sigue viviendo. Los monstruos del apartheid pueden asesinar a nuestros héroes, pero la batalla es nuestra. Al final, nosotros heredaremos la tierra. —Su voz era un chirrido.

—Sí, Tara —replicó él—. Hay héroes y hay monstruos, pero casi todos nosotros somos mortales comunes, atrapados en acontecimientos turbulentos para nuestras fuerzas. Tal vez, cuando la batalla termine, sólo heredaremos las cenizas de una tierra antes bella.

Entonces, se volvió de espaldas a ella y anduvo hacia la entrada de la Embajada sin mirar atrás.

F I N