Tara Courtney esperó bastante tiempo después que la fiesta hubo terminado. Los últimos invitados salieron, tambaleándose. Michael le dio un beso de buenas noches y fue en busca de algún taxi trasnochado que pasara por la calle Cromwell.

Desde el primer momento, Joe Cicero había estado relacionado con peligro, sufrimiento y pérdida. Siempre, un aura de misterio y desapasionada malignidad lo rodeaba. A ella le aterrorizaba.

En cuanto a su compañero, Tara lo había visto esa noche por primera vez. Aunque Joe Cicero lo presentó sólo con el nombre de Raleigh, el corazón de Tara reaccionó de inmediato ante él. Era mucho más joven, pero le recordaba notablemente a Moses; tenía la misma intensidad de brasa, la misma presencia imponente, idéntica majestad oscura en el porte y en la actitud.

Volvieron poco después de las dos de la madrugada. Tara les hizo pasar y los condujo a su propio dormitorio, en la parte trasera del hotel.

—Raleigh estará con usted dos o tres semanas. Después, volverá a Sudáfrica. Usted le proporcionará todo lo que pida, sobre todo información.

—Sí, camarada —susurró Tara.

Aunque el hotel y el permiso figuraban a su nombre, el dinero de la compra le había sido proporcionado por Joe Cicero y era él quien le daba las órdenes directamente.

—Raleigh es sobrino de Moses Gama —dijo Joe, observándola cuidadosamente.

—Oh, Raleigh, no lo sabía. Es casi como si fuéramos parientes. Moses es el padre de mi hijo, de Benjamín.

—Sí —respondió el joven—. Lo sé. Por ese motivo se me ha permitido explicarte el objetivo de mi misión en Sudáfrica. Tu dedicación, camarada, ha sido probada sin lugar a dudas. Vuelvo a África para liberar a tu esposo y tío mío, Moses Gama, de la prisión del régimen fascista y racista de Verwoerd, a fin de que encabece la revolución democrática de nuestro pueblo.

Con la comprensión llegó lentamente la alegría al rostro de Tara. Se acercó a Raleigh Tabaka y lo abrazó, llorando de felicidad.

—Haré cualquier cosa para ayudarte a triunfar —susurró entre lágrimas.

Jakobus Stander tenía sólo dos clases el viernes por la mañana y la última terminaba a las once y media. Abandonó los terrenos de la Universidad de Witwatersrand inmediatamente después y tomó el autobús a Hillbrow. Era un trayecto de quince minutos. Llegó a su apartamento poco después de mediodía.

La maleta estaba aún en la mesita en donde la había dejado la noche anterior, después de trabajar en ella. Se trataba de una maleta parda, barata, hecha de imitación a cuero y con cierre metálico de presión.

La miró fijamente con sus pálidos ojos de topacio. Descontando sus ojos, nada había en él de notable. Era alto; pero también demasiado flaco; los pantalones de franela gris le colgaban de la cintura. Llevaba el cabello largo; le caía sobre el cuello, salpicado de caspa. Los codos de su abultada chaqueta de pana tenían parches de cuero y, en vez de camisa y corbata, usaba suéter con cuello de tortuga. Era el uniforme raído y tímido del intelectual izquierdista, adoptado hasta por el catedrático de Sociología, del que Jakobus era profesor adjunto.

Se sentó en la estrecha cama, sin quitarse la chaqueta y sin apartar la vista de la maleta.

Soy el único que queda —pensó—. Ahora, me corresponde a mí. Se han llevado a Baruch, a Randy y a Berny. Estoy solo».

Aun en los tiempos mejores, habían sido menos de cincuenta. Una pequeña banda de auténticos patriotas, campeones del proletariado; casi todos ellos blancos y jóvenes, miembros del liberalismo juvenil o estudiantes y profesores universitarios, dedicados a la política estudiantil radical en las universidades angloparlantes de Ciudad del Cabo y la Witwatersrand. Kobus había sido el único afrikaner de sus filas.

En un principio se llamaron Comité Nacional de Liberación. Sus métodos eran más sofisticados que los de Umkhonto we Sizwe y el grupo de Rivonia. Usaban dinamita y artefactos de relojería; sus éxitos fueron muchos y alentadores. Destruyeron centrales de energía de menor importancia y sistemas de cambios del ferrocarril y hasta una presa. En la actitud triunfal de aquellos primeros tiempos, se rebautizaron con el nombre de Movimiento Africano de Resistencia.

Al final fueron destruidos exactamente igual que Mandela y su grupo de Rivonia: por la ineficacia de su propia seguridad y la incapacidad de los miembros capturados para soportar los interrogatorios.

Él era uno de los pocos que aún quedaban, pero sabía que sus horas de libertad estaban contadas. La Policía de Seguridad había arrestado a Berny dos días antes. A esas horas, ya debía de haber hablado. Porque Berny no tenía pasta de héroe. Era una criatura pequeña, pálida y nerviosa, demasiado suave para la causa. Jakobus se había opuesto a su ingreso, pero ya era demasiado tarde para pensar en eso. La oficina de Seguridad tenía a Berny y el muchacho sabía el nombre de Kobus. Y si bien quedaba poco tiempo, él seguía entreteniéndose. Echó un vistazo a su reloj. Casi la una. Su madre ya estaría en casa, preparando el almuerzo para su padre. Levantó el auricular del teléfono.

Sarah Stander se hallaba junto al hornillo. Se sentía cansada y deprimida, pero últimamente siempre era igual. Cuando el teléfono sonó, ella bajó la llama y se limpió las manos en el delantal mientras iba al despacho de su esposo.

El cuarto estaba lleno de estantes con polvorientos libros de leyes. En otros tiempos, aquello le había parecido una promesa, una esperanza, un símbolo de triunfo y de progreso. Ahora, más bien parecían los grilletes que sujetaban a Roelf y a ella en la penuria y la mediocridad.

Levantó el auricular.

—Hola. Habla Mevrou Stander.

—Mamá —respondió Jakobus.

Ella emitió un gritito de alegría.

—¡Querido! ¿Dónde estás?

Pero la respuesta volvió a hundirla en el abatimiento.

—En el apartamento de Johannesburgo, mamá.

Eso estaba a mil quinientos kilómetros de distancia. Los deseos de verlo la abrumaban.

—Pensé que estarías…

—Mamá —la interrumpió él—, tenía que hablar contigo. Tenía que explicarte… Va a pasar algo terrible. Necesitaba decírtelo. No quiero que te enfades conmigo. No quiero que me odies.

—¡Jamás! —gritó ella—. Te amo demasiado, hijo…

—No quiero que papá y tú os sintáis mal. Lo que yo haga no es culpa vuestra. Por favor, comprende y perdóname.

—Kobus, hijo mío, ¿qué pasa? No entiendo qué estás diciendo. —No te lo puedo explicar, mamá. Pronto comprenderás. Te amo, y también a papá. Por favor, no lo olvides.

—¡Kobus! —exclamó ella—. ¡Kobus!

Pero se oyó un chasquido. Después, sólo quedó el zumbido de la comunicación cortada.

Llamó frenéticamente a la operadora y pidió que volvieran a comunicarla, pero tardaron quince minutos en llamarla.

—El abonado de Johannesburgo no contesta.

Sarah quedó preocupada. Vagó sin sentido por la cocina, olvidando el almuerzo, retorciendo su delantal. Trataba desesperadamente de idear un modo para llegar hasta su hijo. Cuando su marido entró, ella corrió a echarle los brazos al cuello y le contó sus temores.

—¡Manie! —recordó Roelf—. Voy a telefonearle. Él puede enviar a un policía al apartamento de Kobus.

—¿Cómo no se me ha ocurrido? —sollozó Sarah.

El secretario del ministerio les dijo que Manfred no estaba allí y que no volvería hasta el lunes por la mañana.

—¿Y ahora qué hacemos? —Roelf estaba tan preocupado como ella.

—Lothie —exclamó Sarah, iluminándose—. Trabaja en la Policía de Johannesburgo. Llama a Lothie. Él sabrá qué hacer.

Jakobus Stander cortó la comunicación con su madre y se levantó de un salto. Sabía que ahora era preciso actuar rápido y con decisión. Ya había perdido demasiado tiempo. Pronto, vendrían por él.

Recogió su maleta y abandonó el apartamento, cerrando la puerta con llave. Descendió en el ascensor, sin soltar la pesada maleta, aunque el asa se le clavaba en los dedos. En el ascensor había dos muchachas que conversaron durante todo el trayecto sin prestarle atención. El las observaba con disimulo. «Podríais ser vosotras —pensaba—. Podría ser cualquiera».

Las muchachas salieron precipitadamente del ascensor, adelantándose a él, que las siguió con lentitud. Caminaba inclinado hacia un lado debido al peso de la parda maleta.

Tomó el autobús en la esquina y ocupó el asiento más próximo a la puerta; aunque apoyó la maleta en el asiento vecino, no soltó el asa en todo el trayecto.

El autobús se detuvo ante la entrada lateral de la estación de ferrocarril de Johannesburgo. Jakobus fue el primero en descender. Siempre cargado con la maleta, echó a andar hacia el vestíbulo. De pronto, sus pasos se tornaron lentos y la boca le quedó seca de horror. Había un agente de policía ferroviaria a la entrada. Como Jakobus vacilara, lo miró directamente. El muchacho hubiera querido dejar la maleta y correr otra vez al autobús, que se alejaba a su espalda, pero la presión de los otros pasajeros lo arrastró como el río a una hoja marchita.

No quería llamar la atención del agente. Avanzó con la cabeza inclinada, concentrado en los talones de la gorda que caminaba delante. Al llegar a los portones de la estación, levantó la vista. El agente se alejaba de él, con las manos entrelazadas a la espalda. A Jakobus se le aflojaron las piernas; su alivio fue tan intenso que tuvo miedo de descomponerse. Dominó las náuseas y siguió avanzando con el torrente de viajeros.

En el centro de la estación, bajo el alto tragaluz de cristal, había un estanque de peces dorados, rodeado de bancos. Aunque la mayor parte de esos bancos estaba ocupada por viajeros que descansaban algunos momentos entre uno y otro tren o mientras esperaban la llegada de alguien, Jakobus encontró sitio en un extremo.

Se sentó, con la maleta entre los pies. Sudaba densamente y le costaba respirar. Oleadas de náusea le subían desde la boca del estómago; el fondo de su garganta tenía un gusto enfermizo y amargo.

Se enjugó el rostro con el pañuelo y siguió tragando saliva hasta que, gradualmente, recobró el dominio de sí. Luego, miró alrededor. Los otros bancos seguían llenos. En el centro de uno, frente a él, había una señora con dos niñas. La menor llevaba pañales y usaba chupete; la madre la tenía en su regazo. La mayor, de piernas flacas bronceadas por el sol, lucía enaguas con volantitos bajo la falda corta. Se recostó contra su madre, lamiendo un pirulí pegajoso que le teñía los labios de rojo.

Alrededor de Jakobus pasaba un constante torrente de humanidad que entraba y salía por las amplias escalinatas que llevaban a la calle. Como filas de hormigas, se esparcían para llegar a los andenes. Los altavoces atronaban con sus informaciones sobre los trenes que llegaban o partían. El siseo y los bufidos del vapor al escapar de las locomotoras levantaban ecos contra las altas arcadas de cristal.

Jakobus estudió la maleta que tenía entre los pies. Había perforado un pequeñísimo agujero en el cuero sintético. Por la abertura, surgía una hebra de alambre de piano, con un aro para cortinas fijo en un extremo. El aro estaba pegado al material pardo, junto al asa, por medio de un esparadrapo.

Lo pellizcó con una uña para retirarlo. Luego, pasó el índice por el aro de bronce y tiró suavemente del alambre con suavidad. En el interior de la maleta se oyó un chasquido apagado. El muchacho dio un respingo y volvió a mirar en derredor. La niñita, con el pirulí metido tras la mejilla, le estaba observando. Le dedicó una sonrisa pegajosa y se acurrucó tímidamente contra su madre.

Jakobus empujó poco a poco la maleta hacia debajo del banco, empleando los talones y la parte trasera de las piernas. Luego, se levantó y echó a andar a grandes zancadas hacia los servicios de caballeros, al otro lado de la estación. De pie, frente a uno de los mingitorios, consultó su reloj. Eran las dos y diez. Se subió la cremallera de la bragueta y salió.

La madre, con sus dos niñitas, seguía sentada en el mismo lugar. Frente a ellas estaba la maleta parda, debajo del banco. La niña le reconoció al verle pasar y volvió a sonreírle. Él, sin devolverle el gesto, subió la escalinata para salir a la calle, caminó hasta la esquina y entró en el bar para hombres del hotel Blangham. Allí, pidió cerveza fría; la bebió con lentitud, de pie ante el mostrador, mirando el reloj cada pocos minutos. Se preguntaba si la madre de las dos pequeñas se habría marchado o si aún estarían sentadas en el banco.

La ferocidad de la explosión lo dejó espantado. Aunque estaba casi a una manzana de distancia, el estallido tumbó su vaso, haciendo que la cerveza se deslizara por el mostrador. En todo el bar reinaba la consternación. Los hombres maldecían, sorprendidos y atónitos, corriendo hacia la puerta.

Jakobus los siguió a la calle. El tránsito se había detenido y la gente brotaba en multitudes de los edificios vecinos, bloqueando las aceras. De la entrada de la estación, salía una nube de polvo y humo, por la que avanzaban, tambaleantes, siluetas oscuras, con las ropas hechas jirones. En algún lugar, una mujer estalló en gritos. Alrededor de Jakobus todo eran preguntas.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado?

El joven giró en redondo y se alejó. Oyó las sirenas de los coches policiales y de los bomberos, que ya se acercaban, pero no se volvió a mirar.

—No, Tannie Sarié, no veo a Kobus desde que nos encontramos en Waterkloof.

Lothar De La Rey trataba de ser paciente. Los Stander eran viejos amigos de sus padres y él había pasado muchas vacaciones felices en la cabaña de aquella granja junto al mar, antes de que Oom Roelf tuviera que vender la propiedad.

—Sí, sí, Tannie, lo sé, pero Kobus y yo vivimos en mundos diferentes. Comprendo que estés preocupada. Sí, por supuesto.

Lothar había atendido la llamada en su despacho privado del cuartel general. Mientras escuchaba la voz quejosa de Sarah Stander, echó un vistazo a su reloj. Iban a ser las dos.

—¿A qué hora te llamó? —quiso saber. Y ante la respuesta—. Hace ya una hora. ¿De dónde te dijo que hablaba? Bueno, Tannie, ¿cuál es su dirección en Hillbrow? Garabateó el block que tenía delante.

Ahora, repíteme exactamente lo que dijo. ¿Algo terrible y que debías perdonarlo? Sí, es para preocuparse, de acuerdo. ¿Suicidio? No, Tannie Sarie, estoy seguro de que no se refería a eso. Pero enviaré a un agente para que vea su apartamento. Mientras tanto, ¿por qué no llamas a la Universidad?

Uno de los teléfonos instalados en su escritorio rompió en chillidos. El no le prestó atención.

—¿Y qué te dijeron? Bueno, Tannie, te llamaré en cuanto tenga noticias.

Para entonces, los tres aparatos estaban sonando y el capitán Lourens, su auxiliar, le hacía frenéticas señales desde la puerta de su oficina.

—Sí, comprendo, Tannie Sarie. Sí, te prometo que te telefonearé, ahora, debo cortar.

Lothar dejó el auricular y levantó la vista hacia Lourens.

—Ja, hombre, ¿qué pasa?

—Una explosión en la estación de ferrocarril. Parece otra bomba.

El joven se levantó de un salto y cogió su chaqueta.

—¿Hay víctimas? —preguntó.

—Todo aquello está sembrado de cuerpos y sangre.

—¡Qué cerdos malditos! —murmuró Lothar con acento amargo.

La calle estaba bloqueada por la Policía. Bajaron del coche patrulla ante la barrera. Lothar, que llevaba ropas de civil, mostró su tarjeta de identificación y recibió el saludo del sargento.

Había cinco ambulancias estacionadas ante la entrada de la estación, con las luces encendidas.

En lo alto de la escalinata que descendía al andén principal, Lothar se detuvo. El daño era terrible. Habían estallado los cristales de la bóveda y sus fragmentos cubrían los suelos de mármol, centelleantes como un campo escarchado.

El restaurante había sido convertido en puesto de primeros auxilios. Allí, los médicos y el personal de las ambulancias trabajaban. Los camilleros llevaban horribles cargas por la escalinata, hasta los vehículos que aguardaban.

El oficial a cargo de la investigación era un mayor de los cuarteles generales. Sus hombres ya estaban buscando metódicamente entre las ruinas, en un extenso radio a través de la estación. Al reconocer a Lothar, le hizo señas. El cristal crujió bajo los zapatos del joven coronel al cruzar el andén.

—¿Cuántos muertos? —preguntó, sin preámbulos.

—Hemos tenido una suerte increíble, coronel. Hay cerca de cuarenta heridos, sobre todo por efecto de los cristales lanzados por la explosión. Muertos, sólo uno.

Y se inclinó para retirar una lámina plástica tendida a sus pies. Bajo ella, yacía una niñita de vestido corto y enaguas con volantitos de encaje. Le faltaban ambas piernas y un brazo; el vestido estaba empapado en sangre.

—La madre perdió los dos ojos; a la hermanita habrá que amputarle un brazo —explicó el mayor.

Lothar notó que la carita de la niña estaba milagrosamente intacta. La criatura parecía dormir, con la boca muy roja de caramelo. En la mano aún sujetaba el palito de un pirulí a medio comer.

—Lourens —dijo Lothar, en voz baja a su ayudante—, llame a Registros por el teléfono del restaurante. Dígales que quiero tener en mi escritorio una lista en cuanto llegue a mi oficina. En ella deben figurar todos los extremistas blancos conocidos. El que puso la bomba en este sector de la estación tiene que haber sido un blanco.

Siguió con la mirada a Lourens, que cruzaba el andén. Luego, volvió la vista hacia el diminuto cuerpo oculto bajo la lámina de plástico.

—¡Voy a apresar al hijo de puta que hizo esto! —susurró—. Éste no se me va a escapar.

Cuando llegó a su oficina, cuarenta minutos después, su personal ya le estaba esperando. Habían preparado la lista y verificado los nombres de quienes estaban detenidos, exiliados o supuestamente fuera de la zona de Witwatersrand.

Quedaban trescientos noventa y seis sospechosos de los que no se tenían noticias, en orden alfabético. Se hicieron casi las cuatro antes de que llegaran a la S. Al volver la última página, el nombre pareció saltar de la página a los ojos de Lothar:

STANDER JAKOBUS PETRUS

En ese mismo instante, la voz quejumbrosa de Sarah Stander le resonó en los oídos.

—Stander —dijo, secamente—. Este ha sido agregado ahora. Veinticuatro horas antes había revisado esa misma lista por última vez. Era una de las herramientas más importantes de trabajo; los nombres incluidos en ella le resultaban tan familiar que podía conjurar cada rostro con la visión de la mente. Y veinticuatro horas antes, el nombre de Kobus no se encontraba en ella. El capitán Lourens cogió el teléfono interno para llamar a Registros y habló con el encargado de la Sección. Al cortar, se volvió hacia Lothar.

—El nombre de Stander surge del interrogatorio de un miembro del Movimiento Africano de Resistencia, llamado Bernard Fisher. Fue arrestado hace dos días. Stander es profesor adjunto de la Universidad de Witwatersrand.

—Lo conozco. —Lothar salió a grandes pasos de la sala para ir a su despacho particular y arrancó la primera página de su agenda—. También sé dónde encontrarlo. —Sacó el arma reglamentaria de su pistolera y verificó la carga, mientras daba sus órdenes—. Quiero cuatro unidades de patrulla y un equipo de allanamiento, con chalecos antibalas y armas. Y quiero fotografías de las víctimas de la bomba, sobre todo de la niña.

El apartamento estaba en la cuarta planta, en el extremo de una larga galería abierta. Lothar emplazó a sus hombres en todas las escaleras y en ambas salidas de emergencia, junto al ascensor y en el vestíbulo principal. Él y Lourens subieron con el equipo de allanamiento y se apostaron sigilosamente.

Con la pistola reglamentaria ya amartillada en la mano derecha y la espalda contra la pared, a un lado de la puerta, alargó la mano y tocó el timbre.

No hubo respuesta. Volvió a llamar y esperó, tenso. El silencio se prolongaba. Lothar tocó el timbre por tercera vez. Entonces, se oyeron pasos vacilantes más allá de la puerta, con su panel de cristal.

—¿Quién es? —preguntó una voz, sofocada.

—¿Kobus? Soy yo, Lothie.

—¡Lieive Here! ¡Buen Dios!

Y el ruido de pasos, ahora precipitados, se alejó hacia el interior del apartamento.

—¡Adelante! —ordenó Lothar.

Un hombre se adelantó hasta la puerta con una maza de cinco kilos. La cerradura saltó al primer golpe y la puerta voló hacia atrás.

Lothar fue el primero en entrar. El living estaba desierto. Corrió directamente al dormitorio. Detrás de él, Lourens gritó:

—¡Cuidado! ¡Puede estar armado!

Pero Lothar quería evitar que Kobus saltara por alguna ventana.

La puerta del baño estaba cerrada con llave. Tras ella se oía correr el agua. Lothar aplicó el hombro y el panel voló en astillas.

Su propio impulso lo llevó al interior del baño.

Jakobus, inclinado sobre el lavabo, sacaba pastillas de un frasco para metérselas en la boca. Tenía las mejillas abultadas y estaba tragando entre grandes arcadas.

Lothar golpeó con el cañón del revólver la muñeca que sostenía el frasco, y éste se hizo añicos en el lavabo. Cogió a Jakobus por el largo cabello y le obligó a ponerse de rodillas. Luego, le abrió la boca a viva fuerza y, con los dedos de la otra mano, le sacó la pasta molida de las pastillas.

—Que venga una ambulancia con equipo para un lavado de estómago —gritó a Lourens—. Y quiero un análisis de ese frasco: su etiqueta y su contenido.

Jakobus forcejeaba. Lothar lo abofeteó una y otra vez, con la mano abierta. Cuando el prisionero se rindió, lloriqueando, le hundió los dedos hasta el fondo de la garganta.

Jadeante, sofocado, entre arcadas, Jakobus volvió a forcejear, pero Lothar lo retuvo sin esfuerzo y siguió hurgando en su garganta, aun cuando el vómito caliente le corrió por la mano. Satisfecho por fin, dejó caer a Jakobus en un charco de su propio vómito para enjuagarse las manos en el lavabo.

Después de secarse, cogió al prisionero por la espalda de la camisa y lo levantó a tirones para llevarlo a la sala de estar. Allí, lo arrojó a uno de los sillones.

Lourens y el equipo forense ya estaban trabajando en el apartamento.

—¿Trajeron las fotografías? —preguntó Lothar.

Su ayudante le entregó un sobre de papel manila. Jakobus permanecía acurrucado en su sillón, con la camisa llena de vómito, enrojecidos la nariz y los ojos chorreantes. Lothar le había lastimado la comisura de la boca al abrírsela. Temblaba violentamente.

El coronel clasificó el contenido del sobre y puso una lustrosa fotografía en blanco y negro sobre la mesa ratona.

Jakobus la miró con fijeza. Mostraba el cuerpo truncado de la criatura, tendida en un charco de sangre, con el pirulí en la mano. El joven se echó a llorar. Sollozaba, ahogándose. Cuando trató de apartar la cabeza, Lothar se puso detrás de su asiento y lo obligó a mantener la posición anterior.

—¡Mira eso! —ordenó.

—No era mi intención —susurró Jakobus, entrecortado—. Yo no quería que ocurriera esto.

Del cerebro de Lothar desapareció la furia helada. Soltó la cabeza del muchacho y dio un paso atrás, vacilante. Ésas habían sido sus mismas palabras, las que había pronunciado junto al muchacho negro que sostenía a la joven muerta en su regazo, en el polvo de Sharpeville. «Yo no quería que ocurriera esto».

De pronto, se sintió cansado y descompuesto. Le hubiera gustado estar solo. Lourens podía hacerse cargo del resto, pero se obligó a luchar contra la desesperación. Puso una mano en el hombro de Jakobus. Fue un gesto extrañamente suave y compasivo.

—Sí, Kobus. Nosotros no queremos que ocurran estas cosas… pero la gente muere. Ahora, te toca a ti, Kobus. Te toca morir, Vamos.

El arresto fue hecho seis horas después del estallido de la bomba. Hasta los periódicos británicos se llenaron de alabanzas por la eficiencia de la investigación policial. Todos los diarios publicaban en primera plana las fotografías del coronel Lothar De La Rey.

Seis semanas después, en el Tribunal Supremo de Johannesburgo, Jakobus Stander se declaró culpable del cargo de asesinato y fue sentenciado a muerte. Dos semanas más tarde, el Tribunal de Apelaciones rechazó su solicitud y confirmó la sentencia. Lothar De La Rey fue ascendido a general de brigada a los pocos días de aquella decisión.

Raleigh Tabaka llegó a Ciudad del Cabo cuando aún se estaba llevando a cabo el juicio contra Stander. Volvió como se había marchado: como marinero en un vapor con bandera liberiana. Sus documentos, aunque librados a nombre de Goodwill Mhlazini, eran auténticos, por lo que pasó las inspecciones de aduanas e inmigración sin dificultad. Con la bolsa al hombro, caminó costa arriba hasta llegar a la estación ferroviaria de Ciudad del Cabo.

Al anochecer del día siguiente, llegó a la Witwatersrand y tomó el autobús a Drake’s Farm. Sin pérdida de tiempo, se dirigió a la cabaña que ocupaba Victoria Gama. Vicky le abrió la puerta, llevando al niño de la mano. Desde la pequeña cocina llegaba olor a comida. Al verlo dio un violento respingo.

—¡Raleigh! Entra, pronto. —Lo metió en la cabaña de un tirón y cerró la puerta—. Has hecho mal en venir. Sabes que estoy proscrita. Vigilan la casa —dijo, mientras se acercaba a las ventanas para correr las cortinas. Luego, se detuvo a su lado para estudiarle.

—Has cambiado —observó con suavidad Ya eres todo un hombre.

El adiestramiento y la disciplina de los campamentos habían dejado su marca. Raleigh permanecía muy erguido y alerta; parecía exudar una intensidad, una fuerza que lo asemejaban a Moses Gama.

«Se ha convertido en uno de los leones», pensó ella.

—¿A qué has venido, Raleigh? —preguntó—. ¿En qué puedo ayudarte?

—He venido para sacar a Moses Gama de la prisión de los bóers… y te diré cómo puedes ayudarme.

Victoria soltó un gritito de júbilo y estrechó al niño contra sí.

—Dime qué debo hacer —rogó.

El joven no quiso quedarse a cenar con ella. Ni siquiera ocupó una de las sillas baratas.

—¿Cuándo debes hacer tu próxima visita a Moses? —preguntó en voz baja, pero potente.

—Dentro de ocho días —le dijo Victoria.

Él asintió.

—Sí, yo sabía que debía ser pronto. Era parte de nuestro plan.

Bien, he aquí lo que debes hacer.

Cuando la lancha de la prisión se alejó del puerto de Ciudad del Cabo, llevando a Victoria con su hijo para la visita semestral, Raleigh Tabaka estaba en la cubierta de un pesquero anclado en dique seco, en la parte exterior del puerto. Vestía como cualquiera de los marinos; suéter azul, mono de plástico amarillo y botas impermeables. Fingía trabajar en el montón de peces que había sobre cubierta, pero estudiaba al ferry con atención mientras viraba hacia las rompientes. Distinguió la majestuosa silueta de Victoria en la popa, vestida con una túnica amarilla, verde y negra: los colores del CNA, que siempre enfurecían a los carceleros. Cuando el ferry hubo salido del puerto para tomar su rumbo hacia el contorno de ballena que lucía la isla de Robben, fuera de la bahía, Raleigh cruzó la cubierta del pesquero para ir a la timonera.

El capitán del navío era un corpulento hombre de color; vestía como Raleigh, suéter e impermeable. El joven había conocido al hijo de ese hombre en el hotel «Lord Kitchenern»; era un activista que había participado en el alzamiento de Langa, después del cual tuvo que huir del país.

—Gracias, camarada —dijo Raleigh.

El capitán salió a la puerta de la timonera y se quitó la negra pipa de entre los dientes, blancos y parejos.

—¿Hallaste lo que buscabas?

—Sí, camarada.

—¿Cuándo me necesitarás para la próxima parte?

—Dentro de diez días —respondió Raleigh.

—Debes avisarme con veinticuatro horas de anticipación como mínimo. Necesito un permiso del departamento de pesca para operar en la bahía.

Raleigh asintió.

—Lo tengo todo planeado. —Giró la cabeza hacia la proa del navío—. Este barco, ¿será lo bastante fuerte?

El capitán rió entre dientes.

—Deja eso de mi cuenta. El barco capaz de sobrellevar los vendavales de invierno en el Atlántico Sur resiste cualquier cosa. —Entregó a Raleigh la pequeña bolsa de lona que contenía sus ropas de calle—. ¿Volveremos a vernos pronto, amigo mío?

—No lo dudes, camarada —respondió el joven serenamente.

Y subió por la plancha hasta el muelle.

Raleigh se quitó las ropas de pescador en el baño público instalado cerca de los portones del puerto. Luego, cruzó hasta el estacionamiento, detrás de la aduana. Allí estaba el viejo «Toyota» de Ramsami, estacionado contra la cerca. Raleigh subió al asiento trasero.

Sammy Ramsami levantó la vista del ejemplar de The Cape Times que estaba leyendo. Era un joven abogado hindú, de agradable apostura, especializado en casos políticos. Durante los cuatro años anteriores, había representado a Vicky Gama en sus interminables batallas legales con la autoridad; había llegado desde el Transvaal para acompañarla en la visita a su esposo.

—¿Consiguió lo que deseaba? —preguntó.

Raleigh gruñó sin comprometerse.

—No quiero saber de qué se trata —aclaró Sammy Ramsami. El joven sonrió con frialdad.

—No te preocupes, camarada —repuso Raleigh—. No se te cargará con ese conocimiento.

No volvieron a hablar durante las cuatro horas que pasaron esperando a Vicky. Por fin, la mujer llegó, alta y majestuosa, con su colorida túnica y su turbante, acompañada por el niño. Los estibadores negros que trabajaban en el muelle la reconocían y la vitoreaban al pasar. Llegó hasta el «Toyota» y subió al asiento delantero, con el niño en el regazo.

—Está otra vez en huelga de hambre —dijo—. Ha perdido tanto peso que parece un esqueleto.

—Eso nos facilitará mucho el trabajo —manifestó Sammy Ramsami, mientras ponía el vehículo en marcha.

A las nueve en punto de la mañana siguiente, Ramsami presentó una urgente solicitud en el Tribunal Supremo para que se permitiera el acceso a un médico particular para visitar al prisionero Moses Gama; como base de esa solicitud adjuntaba las declaraciones juradas de Victoria Dinizulu Gama y del representante local de la Cruz Roja Internacional, en cuanto al deterioro físico y mental del prisionero.

El juez de turno libró una convocatoria al ministro de Justicia, otorgándole veinticuatro horas para rechazar justificadamente el permiso de acceso. El fiscal del Estado se opuso de forma terminante, pero el juez, tras escuchar la declaración del abogado Samuel Ramsami, otorgó la autorización.

El médico nombrado en el permiso era el doctor Chetty Abrahamji, el mismo que había ayudado a Tara Courtney en el parto de Benjamín. Trabajaba en el Hospital de Groote Schuur. Acompañado por el médico oficial del' distrito, el doctor Abrahamji hizo el viaje en lancha hasta la isla Robben, donde pasó tres horas examinando al prisionero en la clínica de la prisión.

—Esto no me gusta nada —dijo al médico oficial cuando acabó el examen—. El paciente ha perdido mucho peso. Se queja de indigestión y catarro crónico. No necesito decirle lo que esos síntomas sugieren.

—Esos síntomas han sido causados por la huelga de hambre del prisionero. En realidad, estaba pensando someterle a nutrición forzada.

—No, doctor —le interrumpió Abrahamji—. A mi modo de ver, esos síntomas son mucho más significativos. Quiero un escáner.

—Pero en la isla no hay instalaciones para efectuarlo.

—Entonces, habrá que trasladarlo a Groote Schuur.

Una vez más, el fiscal del Estado, se opuso a que se trasladara al prisionero desde Robben Island al hospital de Groote Schuur, pero el juez, impresionado por el informe escrito del doctor Abrahamji y por su declaración verbal, volvió a dar la autorización.

Moses Gama fue llevado a tierra firme en las más estrictas condiciones de secreto y seguridad. No se notificó el traslado a persona ninguna que no estuviera directamente involucrada, para evitar que se organizaran demostraciones políticas por cuenta de los grupos liberales y para frustrar las ansias periodísticas de obtener una fotografía del patriarca de la causa negra. Sin embargo, era necesario dar aviso al doctor Abrahamji con veinticuatro horas de anticipación, para que pudiera reservar el equipo del hospital. Por lo tanto, la Policía se trasladó a la zona del hospital la noche antes del traslado. Despejaron los corredores y los cuartos por donde pasaría el prisionero, permitiendo la permanencia sólo del personal indispensable. Los registraron en busca de explosivos o de cualquier indicio de preparativos sospechosos.

En la administración del hospital, el doctor Abrahamji utilizó la cabina telefónica para llamar a Raleigh Tabaka, que estaba en la casa de Molly Broadhurst.

—Espero visitas para mañana a las dos —dijo simplemente.

—Su visitante no debe irse hasta después de la caída del sol —replicó Raleigh.

—No habrá dificultades —prometió Abrahamji y cortó.

El ferry de la prisión llegó al puerto a la una de la tarde, con los ojos de buey cubiertos. Había guardias armados en la cubierta, a proa y a popa, y su vigilancia era evidente aun desde el puesto que Raleigh ocupaba, en la cubierta del pesquero. La lancha se dirigió a la dársena a su amarradero habitual. Allí, esperaba un transporte blindado, con cuatro motoristas de la Policía y un «Land-Rover» gris del destacamento. En la cabina del vehículo se veían cascos y los gruesos cañones de armas automáticas.

Cuando el ferry tocó el muelle, el camión de la cárcel retrocedió marcha atrás, con las puertas traseras abiertas. Los guardias armados abandonaron los bancos de la parte trasera y bajaron al encuentro del prisionero. Raleigh distinguió apenas a una silueta flaca, alta y encorvada, vestida con el uniforme de la prisión, a la que estaban haciendo subir por la pasarela. Aunque los separaba toda la amplitud del puerto, notó que el cabello de Moses Gama se había vuelto de plata pura. Iba esposado y unos pesados grilletes le dificultaban la marcha.

Las puertas del camión celular se cerraron estrepitosamente. La escolta de motocicletas policiales cerró su formación en derredor de él y el «Land-Rover» lo siguió a muy corta distancia rumbo a los portones principales del puerto.

Raleigh abandonó el pesquero Molly Broadhurst lo esperaba más allá de los portones, en un coche, para llevarle por las cuestas inferiores de Table Mountain hasta donde se levantaba el hospital, un gran complejo de muros blancos y mosaicos de arcilla roja, situado tras los pinos y las praderas abiertas de la «Finca Rhodes» y las grandes murallas de piedra gris de la montaña misma. Raleigh tomó debida cuenta del tiempo requerido para cubrir el trayecto entre los muelles y el hospital.

Condujeron lentamente por la trajinada carretera hasta la entrada principal del instituto El «Land-Rover» policial, las motocicletas y el camión celular quedaron alineados en el estacionamiento público, más allá de la entrada para pacientes externos, Los guardias se habían quitado los cascos y permanecían en derredor de los vehículos, en actitud tranquila.

—¿Cómo hará Abrahamji para mantenerle aquí hasta después de oscurecer? —preguntó Molly.

—No se lo he preguntado —dijo Raleigh—. Supongo que seguirá pidiendo una y otra prueba o que estropeará deliberadamente la maquinaria. No sé.

Raleigh condujo el coche en un círculo frente a la entrada principal y volvieron a descender la colina.

—¿Estás segura de que no hay otro modo de salir del hospital? —preguntó.

—Segurísima —respondió Molly—. El camión debe pasar por aquí. Déjame en la parada del autobús. Si debo esperar tanto, quiero, al menos, tener un banco en donde sentarme.

Raleigh se detuvo junto al bordillo de la acera.

—¿Tienes el número telefónico del muelle? ¿Y monedas para llamar?

Ella asintió.

—¿Dónde está la cabina telefónica más cercana? —insistió el joven.

—Lo he estudiado todo con sumo cuidado. Hay un teléfono público en esa esquina —señaló ella—. Tardaré dos minutos en llegar. Si está estropeado u ocupado, hay otro en el café, en la acera de enfrente. Ya me he hecho amiga del propietario.

Raleigh la dejó en la parada del autobús y volvió con el coche al centro de la ciudad. Dejó el automóvil en la calle lateral que habían acordado, para que no fuese visto en los muelles o en la vecindad, y caminó por la Heerengracht hacia el puerto. En el portón, mostró sus documentos de marinero.

El capitán del pesquero estaba en la timonera. Entregó a Raleigh un jarrito de café muy azucarado, que el muchacho sorbió mientras repasaban los últimos arreglos.

—¿Mis hombres están listos? —preguntó el joven, al incorporarse.

El capitán se encogió de hombros.

—Ese es asunto suyo, no mío.

Estaban en la honda bodega del barco, donde el calor y la falta de ventilación resultaban opresivos. Robert y Changi vestían sólo chalecos y cómodos pantalones cortos. Se levantaron de un salto en cuanto Raleigh asomó por la escalerilla.

—Hasta ahora todo marcha bien —les aseguró Raleigh.

Todos eran viejos compañeros de los tiempos de Pogo; Changi había estado en Sharpeville aquel día horrible en que Amelia murió.

—¿Está todo listo? —preguntó Raleigh.

—Podemos revisarlo una vez más, —sugirió Changi—, no vendrá mal.

El bote inflable «Zodiac» estaba en el fondo de la bodega; era un modelo de sesenta y seis centímetros, que podía cargar con facilidad a diez personas adultas. Un motor «Evinrude» fuera de borda, de cincuenta caballos, podía propulsarlo a una velocidad de diez nudos. La cubierta de la máquina había sido pintada de negro mate.

Robert y Changi habían robado ese aparejo de un barco días antes, para que el navío no se relacionara con ninguno de ellos.

—¿El motor? —preguntó Raleigh.

—Robert lo ha revisado y engrasado.

—Hasta le puse aceite nuevo en la caja de cambios —agregó Robert—. Funciona a las mil maravillas.

—¿Los tanques?

—Ambos llenos —respondió Robert—. Tenemos una autonomía de ciento cincuenta kilómetros, cuanto menos.

—¿Los trajes de buceo?

—Están —dijo Changi—. Y también las mantas térmicas para el líder.

—¿Las herramientas?

Changi abrió la bolsa de flotación y puso las herramientas en cubierta a medida que Raleigh las iba nombrando.

—Bien —aprobó el jefe, por fin—. Ahora podéis descansar. No hay nada más que hacer.

Y salió de la bodega. Aún era demasiado temprano. Echó un vistazo a su reloj. No eran las cuatro, pero desembarcó para encaminarse hacia el teléfono público del puerto. Llamó a Información y pidió un número ficticio en Johannesburgo, sólo para asegurarse de que la línea funcionaba. Luego, se sentó en el borde del muelle, con las piernas colgando hacia afuera, para contemplar las gaviotas que reñían por las vísceras y los desechos que flotaban.

A las siete y cuarenta ya estaba completamente oscuro, pero pasaron veinte minutos más antes de que el teléfono de la cabina sonara. Raleigh se levantó de un salto.

—Van hacia allí.

La voz de Molly sonaba suave y sofocada.

—Gracias, camarada —dijo Raleigh—. Ya puedes volver a tu casa.

Regresó corriendo al muelle. El capitán del pesquero le había visto llegar y, en cuanto el joven saltó a cubierta, los dos marineros retiraron los cabos. El gran motor se puso en marcha y el barco se alejó del muelle, rumbo a la entrada del puerto.

Raleigh bajó a la bodega, donde Robert y Changi ya se habían vestido con los equipos de buceo. El de Raleigh estaba preparado y ellos le ayudaron a ponérselo.

—¿Listos? —preguntó desde arriba uno de los marineros.

—Bájenlo —ordenó Raleigh.

El brazo de la grúa giró hacia afuera de la cubierta, recortado contra las estrellas, y la soga surgió de la polea.

Los tres trabajaban con celeridad, pero antes de que hubieran terminado de enganchar el «Zodiac», el ruido del motor se apagó y cambió el movimiento del casco en el agua. El navío se había detenido y navegaba a la deriva.

Raleigh encabezó el grupo que subía a la cubierta. No había luna, pero las estrellas lucían con claridad. La brisa les llegaba del sudeste, de modo que difícilmente se produciría algún cambio de clima. La tripulación del pesquero había apagado todas las luces del barco.

Ciudad del Cabo, en cambio, ardía de luces. La montaña iluminada era una gran mole plateada y fantasmal bajo las estrellas.

Detrás de ellos, las luces de la isla Robben parpadeaban en el mar oscuro.

El capitán los esperaba en cubierta.

—Ahora, debemos actuar de prisa —dijo.

Robert y Changi subieron al «Zodiac». Tanto sus trajes de buzo como los flancos de goma del bote y la cubierta del motor eran negros. Serían casi invisibles en las aguas oscuras.

—Gracias, camarada —dijo Raleigh, ofreciendo la diestra al capitán.

—¡Amandla! —dijo el hombre, al estrechársela—. ¡Poder!

Y Raleigh tomó asiento en la proa del bote inflable.

La grúa emitió su chirrido y el «Zodiac» se elevó, bamboleándose; giró por encima de la borda y descendió velozmente hasta la superficie del agua.

—En marcha —indicó Raleigh.

Robert tiró del cordón de arranque; el motor funcionó al primer intento.

—Suelten cabos —fue la orden siguiente.

Changi desenganchó el cabo, mientras Robert maniobraba con la «Zodiac» a lo largo del pesquero y lo amarraba a la soga fina que pendía de la barandilla. Dejó el motor en punto muerto cinco minutos, hasta que se calentó del todo. Luego, lo apagó.

Los dos navíos permanecieron en silencio, amarrados el uno al otro. Los minutos pasaban como una tortura.

De pronto, el capitán del barco anunció:

—Los tengo a la vista.

Raleigh puso las manos contra la boca a manera de bocina.

—¿Está seguro?

—He visto a ese ferry todos los días de mi vida. —El capitán se inclinó sobre la barandilla—. Pon el motor en marcha y apártate.

El «Evinrude» se puso en marcha con un rugido y el «Zodiac» se alejó hacia la popa del pesquero. Raleigh pudo ver al ferry. Se dirigía casi directamente hacia ellos, con las luces de posición verde y roja encendidas.

El pesquero avanzó en un remolino de aguas blancas, con todas las luces apagadas, y aumentó su velocidad rápidamente. El capitán había asegurado que podía dar hasta catorce nudos. Viró en un amplio arco sobre la superficie negra y se encaminó en línea recta hacia la lancha que se acercaba.

Robert llevó el «Zodiac» hacia un lado y se retrasó un poco, apartándose a unos sesenta metros del navío más grande.

La lancha mantenía su curso. Era evidente que no había visto al pesquero sin luces. Raleigh, de pie en la proa del bote, los observaba. La lancha tenía la mitad del tamaño del pesquero y se hundía mucho más en el agua.

En el último instante, alguien, a bordo del ferry, dio un grito de advertencia. Un momento después, la proa del pesquero se estrellaba contra la embarcación. Raleigh había advertido al capitán que no debía dañar la cabina, para no correr el riesgo de herir a su ocupante.

El pesquero aminoró la marcha. Su proa se elevó a buena altura al pasar sobre la lancha, que dio una vuelta de campana, en un aleteo de espumas y aguas rompientes. El barco pasó, liberando su casco, y se alejó raudo en la oscuridad. Cien metros más allá ya no se lo veía.

_.–Las cadenas lo arrastrarán al fondo —gritó Raleigh—. ¡Hay que darse prisa!

Y se puso las gafas de buceo.

Robert impulsó al «Zodiac» hasta ponerlo junto a la lancha, que ya se hundía. Su fondo estaba pintado con anticorrosivo anaranjado. Aún mantenía las luces encendidas bajo el agua. Tres o cuatro guardias pataleaban, tratando de asirse del flanco.

Raleigh y Changi, cada uno armado con una barra metálica corta, se dejaron caer al agua y se sumergieron bajo la lancha medio hundida. Raleigh clavó la punta de su palanca en la cerradura de la puerta de la cabina y la rompió con un solo tirón. La puerta se deslizó hacia atrás.

La cabina estaba inundada, pero las luces, aún encendidas, iluminaban el interior como si fuera una pecera. Varios cuerpos, vestidos con uniforme de carceleros, forcejeaban y pataleaban alrededor. Entre ellos, Raleigh distinguió la chaquetilla caqui de un prisionero. Sujetó la tela y tiró de ella hasta liberar a Moses Gama.

Changi tomó al preso por el otro brazo y, entre ambos, lo sacaron a la superficie. Habían pasado apenas sesenta segundos desde el choque. Robert estuvo junto a ellos con el «Zodiac» en cuanto salieron a la superficie. Alargó la mano para sujetar a Moses Gama, mientras los dos buceadores empujaban desde abajo hasta ponerle sobre las tablas de la cubierta.

Raleigh y Changi se impulsaron gracias a las manivelas de soga de los costados. En cuanto estuvieron a bordo, Robert dio velocidad al «Evinrude» y se apartaron a toda prisa del navío que se hundía. Los chapoteos y los gritos angustiados quedaron atrás, en tanto Robert conducía al bote inflable hacia la costa. Allá adelante, la playa desierta parecía una clara línea de arena y oleaje a la luz de las estrellas.

Raleigh se quitó las gafas para inclinarse, solícito, hacia la silueta tendida en cubierta. Le ayudó a sentarse. Moses Gama tosió dolorosamente.

—Te veo, tío mío —dijo Raleigh con cariño.

—¿Raleigh? —El agua salada había enronquecido la voz de Moses—. ¿Eres tú, Raleigh?

—Dentro de diez minutos estaremos en tierra firme, tío. —Raleigh le envolvió los hombros con una de las mantas térmicas—. Los planes para tu huida están perfectamente trazados. Todo está listo, tío. Pronto te encontrarás donde nadie pueda tocarte.

Robert conducía el bote inflable a toda velocidad, a través del oleaje. Por fin, se vieron en la arena. Al detenerse la embarcación, los tres levantaron a Moses Gama y corrieron con él playa arriba, sin dejar que sus pies encadenados tocaran la arena.

Había un pequeño camión cubierto estacionado entre las dunas. Raleigh abrió de un tirón las puertas traseras y entre todos acostaron a Moses en el colchón instalado allí. Changi subió de un salto y Raleigh volvió a cerrar las puertas. Robert se encargaría de hundir el «Zodiac».

El jefe del grupo se quitó la parte superior del equipo de buceo. Al cuello llevaba la llave de contacto del camión, colgada de un cordón de nailon. Abrió la portezuela y se deslizó tras el volante. Salieron a la carretera que rodeaba la zona industrial de Paarden Eiland, a velocidad normal, rumbo a la población negra de Langa.

La residencia oficial del ministro del Interior, en Ciudad del Cabo, era una de las que se agrupaban en torno de la residencia del Primer Ministro, en Groote Schuur. La incómoda división geográfica de las ramas ejecutiva y legislativa, entre Ciudad del Cabo y Pretoria, obligaba a una costosa duplicidad. Durante las sesiones anuales del Parlamento, todos los ministros y el cuerpo diplomático debían trasladarse desde Pretoria a Ciudad del Cabo, mil quinientos kilómetros más al norte. Era preciso mantener residencias oficiales en ambas ciudades, con unos gastos enormes.

La residencia ministerial de Manfred De La Rey era una elegante mansión eduardiana, edificada entre ambos jardines privados. El pequeño «Morris» de segunda mano, que Roelf Stander acababa de estacionar junto a ese imponente edificio, parecía extrañamente fuera de lugar.

Desde que su hijo fue condenado a muerte, Sarah Stander había estado tratando desesperadamente de conseguir una entrevista privada con Manfred, pero él se hallaba en Pretoria o en su finca del Estado Libre, cuando no inaugurando un monumento o conferenciando con miembros del Partido. Nunca podía recibirla.

Sarah había insistido. Telefoneaba todos los días a su despacho del Parlamento, llamaba a Heidi a la casa y le suplicaba. Por fin, Manfred aceptó recibirla a las siete de la mañana, antes de partir hacia el Parlamento.

Sarah y Roelf salieron de Stellenbosch antes del amanecer, en el desvencijado «Morris», para no llegar tarde a la cita. Cuando el mayordomo de color les hizo pasar al comedor, Manfred y Heidi ya estaban sentados a la mesa del desayuno.

Heidi se levantó de un salto para besar a Sarah en la mejilla.

—Cuánto siento no haberte visto en tanto tiempo, Sarie.

—Sí —respondió Sarah con amargo acento—. Yo también lo siento. Pero, tal como me has explicado ayer, Manie ha estado demasiado ocupado para recibirnos.

Manfred se levantó, en mangas de camisa y con la servilleta colgada del cinturón.

—Roelf —sonrió.

Se estrecharon la mano como viejos amigos.

—Gracias por recibirnos, Manie —dijo Roelf, humilde—. Sé lo ocupado que estás en estos tiempos.

Los años no habían sido bondadosos con Roelf Stander; estaba encanecido y arrugado. Manfred sintió una secreta satisfacción al observarlo. Lo condujo a una silla de la mesa.

—Siéntate, Roelf. Heidi ha pedido el desayuno para vosotros. ¿Queréis empezar con cereales?

Después, como contra su voluntad, se volvió hacia Sarah, que aún permanecía de pie junto a Heidi.

—Hola, Sarie —dijo.

Había sido tan bonita de niña… Juntos habían empezado la adolescencia. Aún quedaban restos de esa belleza juvenil en los ojos y en la forma del rostro. El recuerdo del amor antes compartido volvió a él en torrentes, inspirándole la dulce nostalgia de la juventud. La vio vívidamente, desnuda, tendida en un lecho de agujas de pino, en los bosques de las montañas de Hottentots Holiands, el día en que se habían hecho amantes.

Buscó en su corazón un vestigio de lo que entonces había sentido por ella, pero no encontró nada. Todo el amor que en otros tiempos floreció entre ellos había muerto al enterarse de su traición.

Durante más de dos décadas había demorado su venganza, contentándose con debilitar a esa mujer, hasta reducirla a su estado actual, mientras esperaba el momento exacto para cobrarse. El momento había llegado y él lo saboreaba.

—Hola, Manie —susurró ella. Y pensó: «Qué cruel ha sido. Ha llenado mi vida de dolores difíciles de soportar. Ahora, sólo le pido la vida de mi hijo. No puede negarme eso también».

—Bueno, ¿para qué deseabais verme? —preguntó Manie.

Heidi condujo a Sarah a otro asiento. Cogió la cafetera de plata que un sirviente negro le ofrecía.

—Gracias, Gamat. Ahora, puedes retirarte. Cierra la puerta, por favor.

Y llenó de café humeante la taza de Sarah.

—Sí, Sarie. Cuéntanos para qué habéis venido a vernos.

—Vosotros sabéis bien porqué hemos venido —dijo Sarah—. Es por Kobus.

Un silencio mortal los apresó por la lenta duración de varios segundos.

—Kobus, ja —suspiró Manfred—. ¿Por qué queréis verme por Kobus?

—Quiero que lo ayudes, Manie.

—Kobus ha sido juzgado y encontrado culpable de un horrible acto de brutalidad —pronunció Manfred, lentamente—. El más alto Tribunal del país ha decretado que muera en el patíbulo. ¿Cómo voy a ayudarle?

—Igual que ayudaste a ese terrorista negro, a Moses Gama. —Sarah estaba pálida. La taza de café tintineó cuando la puso en el platito—. Le salvaste la vida. Ahora salva la vida de mi hijo.

—En el caso de Gama, fue el Presidente del Estado quien ejerció clemencia…

—No, Manie —lo interrumpió Sarah—. Fuiste tú quien cambió la sentencia. Lo sé. Tú tienes la facultad de salvar a Kobus.

—No. —Él meneó la cabeza—. No tengo esa facultad. Kobus es un asesino de la peor especie; no tiene compasión ni remordimientos. No puedo ayudarle.

—Puedes. Yo sé que puedes, Manie. Por favor, te lo ruego, salva a mi hijo.

—No puedo. —Manfred mantenía una expresión decidida. Su boca se endureció convertida en una línea recta e inflexible—. No lo haré.

—Debes hacerlo, Manie. No tienes más remedio. Debes salvarle.

—¿Por qué dices eso? —El ministro estaba enojado—. Yo no debo nada.

—Debes salvarlo, Manie, porque también es tu hijo. Es el hijo de nuestro amor, Manie; no tienes opción. Debes salvarle.

Manfred se levantó de un salto y puso una mano protectora en el hombro de Heidi.

—¿Cómo vienes a mi casa a insultarme así delante de mi esposa? —Su voz temblaba con la fuerza de su enojo—. ¿Cómo vienes con esas mentiras y esas acusaciones?

Roelf Stander, que había permanecido en silencio hasta el momento, levantó la cabeza y habló con suavidad:

—Es cierto, Manie. Todo lo que te ha dicho es cierto. Yo sabía que estaba embarazada de ti cuando me casé con ella. Sara me lo dijo francamente. La habías abandonado para casarte con Heidi. Y yo la amaba.

—Sabes que es cierto —susurró Sarah—. Siempre lo has sabido, Manie. No puedes haber mirado a Kobus a los ojos sin darte cuenta. Tus dos hijos varones tienen tus mismos ojos amarillos, Manie: Lothar y Kobus. Los dos. Sabes que es tu hijo.

Manfred se dejó caer en la silla. Heidi, en el silencio siguiente, le cogió la mano. Ese contacto tranquilizador pareció irritarle.

—Aunque eso fuera cierto, no hay nada que yo pueda hacer. Sea hijo de quien sea, la justicia debe seguir su curso. Vida por vida. Debe pagar por lo que ha hecho.

—Manie, por favor, tienes que ayudarnos…

Sarah se había puesto a llorar. Por fin, las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas. Trató de arrojarse a los pies de Manfred, pero Roelf la retuvo. Ella se debatió débilmente en sus brazos, sin poder desasirse. Roelf miró a Manfred.

—En nombre de nuestra amistad Manie, por todo lo que hemos hecho y compartido, ¿no nos ayudarás? —suplicó.

—Lo siento por ti, Roelf. —Manfred volvió a levantarse—. Ahora, llévate a tu mujer a casa.

Roelf condujo a Sarah hacia la puerta, con suavidad. Antes de que llegaran a la salida, Sarah se arrancó de sus manos para enfrentarse a Manfred de nuevo.

—¿Por qué? —gritó angustiada—. Sé que puedes. ¿Por qué no quieres ayudarnos?

—Porque Espada Blanca falló por tu culpa —respondió él, serenamente—. Por eso no te ayudaré.

Ella quedó alelada ante esas palabras. Manfred se volvió hacia Roelf.

—Ahora llévatela —ordenó—. Por fin, he acabado con ella.

Durante el largo viaje de regreso a Stellenbosch, Sarah permaneció acurrucada en su asiento, sollozando entrecortadamente. Sólo cuando Roelf estacionó el «Morris» ante la cabaña éste le vio erguir la espalda. Su voz y su rostro estaban destrozados por la pena.

—Lo odio —repitió—. ¡Oh, Dios, cómo lo odio!

—Esta mañana he hablado con David Abrahams —dijo Isabella, inclinada desde la montura para palmear a la yegua en el cuello, a fin de que su padre no pudiera verle el rostro—. Me ha ofrecido un puesto en la oficina de Johannesburgo.

—Un momento —corrigió Shasa—. Tú has telefoneado a David y le has dicho que Johannesburgo necesitaba una encargada de relaciones públicas, por un sueldo de dos mil al mes, más complementos para ropa y coche a cargo de la empresa, por cinco días a la semana. Creo que hasta has estipulado la marca del vehículo. Debe ser un «Porsche 91l», ¿verdad? David me ha llamado nada más hablar contigo.

—Oh, papi, no seas tan técnico. —Isabella echó la cabeza atrás, desafiante—. ¿Quieres que vista harapos y me muera de hambre? —Lo que quiero es que sigas en donde estás, donde yo te tenga a la vista.

Shasa la miró, sintiendo en el pecho el peso de la inminente pérdida. Ella era la sal de su vida; hacía apenas un mes que había vuelto de Londres y ya quería abandonarle. Su primer impulso había sido luchar para conservarla, pero Centaine le había advertido: «Déjalos ir serenamente; así quedará en pie la posibilidad de que vuelvan a ti».

—No me voy a Siberia, papi. Sé práctico. Estaré a la vuelta de la esquina.

—A la vuelta de una esquina que queda a mil quinientos kilómetros de distancia —la corrigió Shasa—, y mucho más cerca del estadio de rugby de Loftus Versveld.

—No sé de qué estás hablando.

Rara vez conseguía Shasa cogerla desprevenida. Observó, con placer, su agitación.

—Hablo de rugby —explicó—. De esos grandes patanes sudorosos que se empujan unos a otros.

Ella se recobró estupendamente.

—Si esto tiene algo que ver con Lothar De La Rey, Pater, sólo quiero señalarte que es uno de los grandes atletas de nuestra época y el general de división más joven en toda la historia de la fuerza policial… y que no significa absolutamente nada para mí.

—Tu indiferencia es monumental. Representa un gran alivio para mí.

—Entonces, ¿puedo aceptar el ofrecimiento de David?

Shasa suspiró. La soledad descendió hacia él como una noche de invierno.

—¿Cómo voy a impedírtelo, Bella? Ella dejó escapar un chillido de triunfo y se inclinó desde la montura para echarle los brazos largos y bronceados al cuello. El potro de Shasa se movió aristocráticamente ofendido.

Mientras volvían a la casa, Isabella iba parloteando con alegría.

—Olvidé mencionar a David que necesito alojamiento pagado. Los apartamentos son carísimos en Johannesburgo. No podría hallar nada adecuado con la miseria que me paga.

Shasa meneó la cabeza, admirado.

Los peones del establo esperaban en el patio de la cocina para llevarse los caballos. Aún vestidos con las ropas de montar, pasaron al comedor de diario. Isabella iba amorosamente colgada del brazo de su padre.

Centaine estaba junto al aparador sirviéndose una porción de huevos revueltos, con mono de jardinero, pues había estado entre sus rosas desde el amanecer. Levantó la vista hacia Isabella… y la muchacha le respondió con un guiño alegre.

Shasa interceptó las señales.

—Maldición, he caído en una trampa. Esto era una conspiración.

—Por supuesto, primero se lo dije a Nana. —Isabella le apretó el brazo—. Siempre empiezo por lo más alto.

—Cuando era pequeña, yo solía amenazarle con entregarla a un policía si se portaba mal —comentó Centaine, complacida, mientras llevaba su plato a la mesa del desayuno—: Espero que ese policía pueda manejarte.

—No es policía —protestó Isabella—. Es general.

Shasa cargó su plato de huevos con tomate y ocupó su sitio a la cabecera de la mesa. El periódico estaba pulcramente doblado junto a sus cubiertos. Al sentarse, lo abrió en la primera plana. La noticia principal era la proyectada reunión entre Harold Wilson, el Primer Ministro británico, y Ian Smith, para solucionar el asunto de Rodesia. Según el diario, el sitio sugerido era un buque de guerra británico en alta mar. Israel y Jordania seguían disputándose el Valle de Hebrón; más cerca, la lancha de la isla Robben se había dado vuelta en un trayecto nocturno; había dos muertos, por lo menos, y ocho desaparecidos.

En ese momento, el teléfono instalado en el aparador sonó. Centaine apartó la vista de la tostada que estaba cubriendo de mantequilla.

—Tiene que ser Garry —dijo—. Ha llamado dos veces mientras tú no estabas.

—Pero si sólo son las ocho de la mañana —protestó Shasa. De cualquier modo, se levantó para responder—. Hola, Garry, ¿dónde estás?

El joven pareció sorprendido.

—En la oficina, por supuesto.

—¿Qué problema tienes?

—Piscinas —fue la respuesta—. Tengo la oportunidad de conseguir la franquicia de un nuevo procedimiento para construir piscinas baratas. Se llama «Guiiite». Holly y yo las vimos en Estados Unidos durante nuestro viaje de novios.

—Por Dios, sólo los más ricos pueden pagar piscinas privadas —protestó Shasa.

—Cuando yo haya terminado, todas las casas de campo tendrán su piscina. —El entusiasmo del muchacho era contagioso.

Da resultado, Pater. Lo he visto, y el problema es que debo dar una respuesta a mediodía. Hay otro interesado.

—¿Cuánto? —preguntó Shasa.

—Cuatro millones para empezar, para la franquicia y la planta. Otros cuatro millones en dos años, para los costos de iniciación. Luego, comenzaremos a tener beneficios.

—Está bien. Pon manos a la obra.

—Gracias, Pater. Gracias por confiar en mí.

—Es que hasta el momento no me has fallado. ¿Cómo está Holly?

—Muy bien. La tengo aquí, conmigo. ¿En la oficina, a las ocho de la mañana? —se asombró Shasa, riendo.

—Por supuesto —exclamó Garry, otra vez desconcertado—. Formamos un equipo. Lo de las piscinas fue idea suya.

—Dale mis cariños —dijo Shasa. Y cortó.

Cuando volvía a su asiento Centaine comentó:

—Hoy se vota el presupuesto del Primer Ministro. Creo que voy a asistir.

—Será interesante —convino Shasa—. Creo que Verwoerd va a pronunciar un importante discurso sobre la situación internacional del país. Por la mañana, tengo una reunión de la comisión de armamentos, pero podrías almorzar conmigo y después escucharías el discurso del doctor desde la galería. Pediré a Tricia que te consiga un pase.

Una hora después, cuando Shasa entró en su despacho del Parlamento, Tricia lo esperaba, ansiosa.

—El ministro del Interior quiere verle con muchísima urgencia, Mr. Courtney. Me pidió que le avisara en cuanto usted llegara…

Dijo que vendría aquí.

—Muy bien. —Shasa echó un vistazo a su agenda—. Infórmele que he llegado y consiga un pase para que mi madre pueda entrar esta tarde en la galería pública. ¿Algo más?

—Nada de importancia. —Tricia tomó el teléfono interno para llamar a la oficina del ministro, pero hizo una pausa—. Esta mañana lo ha estado llamando una mujer desconocida. Telefoneó tres veces, pero no quiso dar su nombre. Preguntó por el jefe de escuadrilla Courtney. Curioso, ¿verdad?

—Bueno, si llama otra vez, avíseme.