Tardó en conseguirlo casi dos semanas. Se encontraron en un autobús municipal, al que Raleigh subió en la estación central de Vereeniging. Llevaba una boina azul, como se le había indicado, y se sentó en la segunda fila de asientos, contando desde atrás.
El hombre que ocupó el asiento detrás de él encendió un cigarrillo.
—Raleigh Tabaka —dijo con suavidad cuando el autobús arrancaba.
Raleigh se volvió para encontrarse ante un par de ojos que parecían charcos de aceite para maquinaria.
—No me mires —dijo Joe Cicero—. Sólo escucha bien lo que voy a decirte.
Tres semanas después, Raleigh Tabaka, cargado con una mochila y provisto de documentos de marinero genuinos, subió por la plancha de un carguero holandés que transportaría lana al puerto de Liverpool. No pudo ver cómo desaparecía el continente tras el horizonte de agua, pues ya estaba trabajando en la sala de máquinas, bajo cubierta.
Sean cerró el trato durante el desayuno, el último día del safari, El cliente poseía diecisiete grandes curtidurías en otros tantos Estados y la mitad de los bienes raíces de Tucson, Arizona. Se llamaba Ed Liner; tenía setenta y dos años.
—No sé para qué quiero comprar una empresa de safaris, hijo —gruñó—. Ya estoy un poco duro para estas cosas.
—Tonterías, Ed —aseguró Sean—. Cuando perseguimos a ese gran elefante, tuve que esforzarme para seguirle el paso. Y todos los rastreadores lo llaman «Besana Un-solo-disparo».
Ed Liner parecía muy complacido consigo mismo. Era un hombrecito menudo, con una orla de nevado cabello alrededor de la pecosa calva.
—Dame los detalles de nuevo —propuso—. Por última vez. Sean lo estaba trabajando desde hacía tres semanas, desde el primer día del safari. Estaba seguro de que Ed sabía las cifras de memoria, pero se las repitió.
—La concesión mide ochocientos kilómetros cuadrados, con un frente de sesenta kilómetros sobre la ribera sur del lago Kariba…
Ed Liner, mientras escuchaba, acariciaba a su mujer como si fuera un gatito mimado. Era su tercera esposa; tenía sólo dos años menos que Sean, pero cincuenta menos que su esposo. Había sido bailarina del «Golden Egg», en Las Vegas; tenía porte y piernas de bailarina, ojos azules, grandes e inocentes, y una nube de cabello rubio y rizado. Observaba a Sean con una mueca cruel en los labios arqueados. El muchacho había estado trabajándola con la misma asiduidad que a su esposo, pero sin éxito hasta el momento.
—Lo único que tienes, tesorito —le había dicho ella—, es una cara bonita y un pito hambriento. Y de ésos existen a montones.
—Papá Eddie tiene cincuenta millones de dólares. No hay caso, hijo.
La mesa del campamento había sido instalada bajo una magnífica higuera silvestre, en las riberas del río Mara. Era una luminosa mañana africana. Más allá del río, la llanura estaba dorada por la hierba de invierno y tachonada de acacias aplanadas. Los rebaños de animales salvajes eran sombras oscuras en el dorado. Una jirafa se alimentaba de las ramas superiores de la acacia más cercana, balanceando el largo y gracioso cuello contra el azul quebradizo del cielo. Río arriba llegaba la risa sardónica del hipopótamo macho. La leyenda decía que tanto Hemingway, como Ruark habían acampado en ese mismo sitio y desayunado bajo la misma higuera.
—¿Qué opinas, Pirulines? —Ed Liner deslizó la mano huesuda por la cara interior del muslo femenino.
La muchacha llevaba shorts anchos, y Sean, desde su asiento, podía ver un mechoncito de vello púbico rojo dorado, que asomaba por debajo del elástico de las bragas.
—¿Te parece que debemos dar al viejo Sean medio millón de dólares para tener nuestra propia empresa de safaris en el valle del Zambeze, en Rodesia?
—Tú sabrás, papi Eddie —respondió ella, con voz de niñita buena, mientras parpadeaba. Giró de tal modo que el busto le tironeó de los botones de la camisa.
—Piénsenlo —propuso Sean—. Una concesión de caza propia, para hacer lo que gusten. —La observó con cuidado mientras proseguía—. Podrían matar todos los animales que quisieran.
A pesar de sus rizos y sus mohines, Lana Liner tenía una veta tan sádica y cruel como cualquier cazador masculino. Ed había decidido matar sólo al león y al elefante por los que había pagado, pero Lana había matado a todos los animales sobre los que ella tenía derecho y, después, a todos los rechazados por su marido. Tenía bastante buena puntería; disfrutaba tanto derribando a una linda gacela como a un gran león de Masai. Sean había visto un fulgor sexual en ella después de cada matanza; su instinto de mujeriego le aseguraba que Lana Liner sería vulnerable a él en esos pocos minutos posteriores al derramamiento de sangre.
—Toda la caza que quieran y en el momento que quieran —la tentó Sean. Y vio el entusiasmo en sus ojos celestes.
Ella deslizó la punta de la lengua por los labios escarlatas.
—¿Por qué no me lo compras para mi cumpleaños, papi Eddie? —dijo con su voz de niñita.
—¡Eso! ¿Por qué no? —rió Ed—. Bueno, hijo, trato hecho.
Llamaremos a la empresa «Lana Safaris». Haré que mis abogados redacten los papeles en cuanto lleguemos a Tucson.
Sean dio unas palmadas hacia la tienda de la cocina.
—¡Marambal —gritó—. Letta champaña Napa. Paeey, paeey!
Y el camarero del campamento, con su kanza blanca y su fez rojo, les llevó la botella en una bandeja de plata, empañada por el frío de la nevera.
Bebieron y rieron; se estrecharon la mano y analizaron la nueva empresa hasta que el encargado de las armas apareció con el vehículo para la caza con los rifles en su sitio. Matatu, el rastreador ndorobo, sonreía como un monito, encaramado en la parte trasera.
—Para mí ya basta —dijo Ed—. Creo que voy a hacer las maletas y a prepararme para cuando el avión alquilado venga esta tarde. —En eso, vio el gesto desilusionado de Lana—. Ve tú con Sean, Pirulines —le dijo—. Que caces mucho, pero no vuelvas tarde. El avión llegará a las tres. Tenemos que estar en Nairobi antes del oscurecer.
Sean se puso al volante, con Lana en el asiento de al lado. Él se había cortado las mangas de la camisa para dejar al descubierto los músculos del brazo, suaves y lustrosos. El vello negro del pecho asomaba por la abertura de la camisa. El cabello oscuro, brillante, formaba una melena de paje que le llegaba casi hasta los hombros, sujeto alrededor de la frente por un pañuelo de seda estampado.
Le sonrió, increíblemente atractivo, pero su sonrisa tenía un deje de venganza.
—¿Lista para un rato de buen deporte, compañera? —preguntó.
—Sí, siempre que sea yo la que maneje el arma, hijito —respondió ella.
Siguieron la senda a lo largo del río para volver hacia las colinas. El «Land-Rover» no tenía parabrisas. Matatu y el encargado de las armas, desde el asiento trasero, inspeccionaban la maleza en busca de huellas.
Una familia de venados, alarmada por el ruido del motor, huyó hacia la espesura; la hembra y la cría iban delante. El macho erguía muy en alto sus cuernos en tirabuzón.
—Quiero ése —exclamó Lana.
—Déjalo —le espetó Sean—. Los cuernos no llegan a treinta y cinco centímetros. Ya tienes un trofeo mejor.
Ella demostró cierto disgusto, pero Sean no le prestó atención. Delante, un pequeño grupo de cebras iba al trote; sus vívidas rayas se borraban en un gris indiferente a la distancia. Lana las miró con apetito, pero ya había matado las veinte cebras que su licencia más la de Ed permitían.
La senda se desvió hacia el río. Entre los árboles, se veían con claridad las amplias planicies, manchadas de rebaños y grupos de acacias.
—Besana —gritó Matatu.
Sean vio el rastro al mismo tiempo y frenó el «Land-Rover».
Acompañado por Matatu, bajó a examinar el estiércol verde y las enormes huellas bovinas en la tierra blanda. Los excrementos estaban sueltos y mojados. Matatu hundió el índice en uno de los montículos, en busca del calor del cuerpo.
—Abrevaron en el río una hora antes del amanecer —dijo. Sean volvió al «Land-Rover» y se detuvo muy cerca de Lana, casi tocándola.
—Tres machos viejos —dijo—. Cruzaron por aquí hace tres horas, pero están pastando. Podríamos alcanzarlos dentro de una hora. Creo que son los mismos que vimos anteayer. —Los habían divisado en el crepúsculo, desde la ribera opuesta, sin luz suficiente para iniciar la cacería—. Si son ellos, uno tiene cuernos de un metro o más. Ya no hay muchos de ese tamaño. ¿Quieres probar?
Ella se apeó de un salto y tendió la mano hacia el «Weatherby».
—Con ese juguete no, Pirulines —le advirtió Sean—. Te estoy hablando de búfalos grandes. Lleva el «Winchester» de Ed.
—Disparo mejor con el mío que con ese cañón de Ed —dijo Lana—. Y Ed es el único que puede llamarme Pirulines.
—Ed me paga mil dólares diarios para dar buenos consejos. Llévate el «Winchester». Y si no te molesta, te llamaré Chupetines.
—Qué ganas de joder, hijito —pronunció Lana. Su voz infantil dio un toque extrañamente lascivo a la obscenidad.
—Yo ya creo que tengo ganas, Chupetines. Pero antes vamos a matar al búfalo.
Ella arrojó el «Weatherby» a su ayudante y se alejó, balanceando las nalgas redondas en los shorts color caqui. «Parecen mejillas de ardilla que come nueces», pensó Sean, feliz. Y tomó el gran «Gibbs» de dos cañones.
El rastro era evidente: tres grandes búfalos machos, que pesaban más de una tonelada cada uno; iban pastando a medida que caminaban. Matatu quería correr, pero Sean lo contuvo. No quería que Lana llegara al momento de disparar estremecida y jadeando de fatiga. Por lo tanto, caminaron a paso firme, pero sin exceder las posibilidades de la chica.
En el bosque de acacias llegaron al punto donde los búfalos habían dejado de alimentarse.
—Aquí estaban cuando salió el sol —explicó Sean en un susurro—. En cuanto hubo luz, buscaron los matorrales. Sé dónde se tenderán. Los alcanzaremos en media hora.
La selva se cerró a su alrededor; las acacias cedieron paso a densos espinillos claustrofóbicos. La visibilidad se redujo a cuarenta y cinco metros. Tenían que caminar agachados bajo las ramas entrelazadas. El calor iba en aumento y la moteada luz resultaba engañosa: llenaba el bosque de formas extrañas y sombras amenazadoras. El hedor de los búfalos parecía vapor en derredor de ellos. Pronto, encontraron el pasto aplanado donde ellos se habían tendido por primera vez, antes de continuar.
Allá adelante, Matatu hizo la señal que significaba: «Muy cerca». Sean abrió su «Gibbs» y cambió los cartuchos. Retuvo los dos extraídos entre los dedos de la mano izquierda, listo para recargar instantáneamente. Era capaz de disparar esos cuatro cartuchos en la mitad del tiempo que habría tardado el artillero más hábil en disparar cuatro con un fusil de repetición. El silencio era tal que cada uno oía la respiración de los demás y la sangre que les latía en los oídos.
De pronto, se oyó un gran estruendo y todos quedaron petrificados. Sean reconoció el sonido. En algún lugar, más adelante, un búfalo había sacudido su gran cabeza negra para alejar las moscas que lo molestaban y, al hacerlo, había golpeado una rama con un cuerno. Sean se dejó caer de rodillas e hizo señas a Lana para que se pusiera a su lado. Juntos, se arrastraron hacia delante.
De pronto, llegaron a un claro en la maleza. Mediría unos doce metros de diámetro; la tierra estaba pisoteada como la de un corral y sembrada de estiércol viejo.
Se tendieron en un costado del claro, espiando la enredada vegetación del lado opuesto. La luz del claro los deslumbraba; más allá, la sombra era confusa y oscura.
Entonces, el macho volvió a sacudir la cabeza y Sean lo vio. Yacían los tres en un montón, formando una masa de negrura montañosa entre las sombras, con las cabezas superpuestas de modo tal que los cuernos formaban un acertijo imposible. Nadie habría podido distinguir a un animal de otro. Sean giró la cabeza lentamente y apoyó los labios contra la oreja de Lana.
—Voy a hacer que se levanten —susurró—. Debes estar lista para disparar cuando yo te diga.
Ella sudaba, estremecida. El muchacho percibió el olor de su miedo y su entusiasmo, y eso lo excitó también. Sentía las ingles gruesas y rígidas. Por un momento, saboreó la sensación, presionando las caderas contra la tierra como si tuviera a Lana bajo su cuerpo. Luego, a propósito, entrechocó las balas de bronce que tenía en la mano izquierda. Ese agudo sonido metálico fue como un trueno en el silencio.
Al otro lado del claro, los tres machos se levantaron pesadamente y se volvieron hacia el sonido, con las cabezas en alto. Los toscos cuernos, negros como hierro, se unían por sobre los ojillos de cerdo; las orejas se abrían como trompetas.
—Al del medio —dijo Sean, con suavidad—. Dale en el pecho.
Esperó el disparo, tenso. De pronto, echó una mirada de soslayo. El cañón del «Weatherby» describía pequeños círculos erráticos al intentar Lana tomar puntería. Sean notó, en ese segundo, que ella había olvidado cambiar la potencia de su mira telescópica. Estaba mirando al gran búfalo desde treinta pasos de distancia, por una lente que multiplicaba por diez. Era como mirar a un buque de guerra por un microscopio. Sin duda, no veía más que una masa negra e informe.
—¡No dispares! —susurró, ansioso.
Pero el «Weatherby» emitió una larga llamarada. El gran toro dio una sacudida y agitó la cabeza. Sean vio que una nube de polvo se levantaba de su pelaje negro, en la pata delantera derecha. Mientras el animal huía hacia la maleza, Sean movió el «Gibbs» en arco para asestarle el tiro de gracia. Pero uno de los otros búfalos se cruzó por delante del herido, ocultándolo por un instante, y el otro se perdió entre los matorrales. Sean levantó el «Gibbs» sin haber disparado.
Tendidos uno junto al otro, escucharon el tronar de los cuerpos que se perdían a lo lejos.
—No veía bien —se quejó Lana, con su vocecita aflautada.
—Porque tenías la mira a toda potencia, pedazo de idiota.
—¡Pero si le he dado!
—Sí, Bragas de Miel, le has dado… por desgracia. Le has roto la pata delantera.
Sean se levantó y llamó a Matatu con un silbido. En pocas palabras, le explicó el aprieto, en idioma swahili. El pequeño ndorobo miró a Lana con aire de reproche.
—Quédate con tu ayudante —ordenó Sean a Lana—. Nosotros iremos a terminar con él.
—Voy contigo —afirmó ella.
—Se me paga para esto; para que me encargue de los desastres. Quédate y deja que cumpla con lo mío.
—No —protestó ella—. Yo he sido quien ha metido la pata. Yo lo arreglo.
—No tengo tiempo para discutir —dijo Sean, amargado—. Ven, pero haz lo que yo te diga.
E hizo señas a Matatu para que buscara el rastro de sangre. En el sitio donde había estado el búfalo, se veían astillas de hueso y pelo.
—Le has hecho trizas el hueso grande —dijo Sean—. Es cosa segura que la bala se rompió. A esta distancia, probablemente iba todavía a mil metros por segundo. Ni siquiera una bala «Nosler» puede aguantar ese impacto.
El animal sangraba profusamente. La maleza estaba rociada de rojo y charcos de gelatina oscura aparecían por dondequiera se había detenido a escuchar. Los otros dos lo habían abandonado. Sean gruñó de satisfacción, pues eso evitaría confusiones, nadie mataría a un animal sano en el alboroto.
Lana se mantenía a su lado. Había quitado la mira telescópica a su «Weatherby» y llevaba el fusil cruzado sobre el pecho.
Entonces, se encontraron en otro claro estrecho. Matatu emitió un chillido y corrió a ponerse entre Sean y la muchacha: el búfalo acababa de aparecer desde el otro lado del claro y se dirigía hacia ellos con un extraño andar lateral: el hocico en alto y los largos cuernos le daban un aspecto de amenaza fúnebre. La pata quebrada colgaba, floja, estorbándole la marcha. A cada movimiento, surgía un chorro de sangre de la herida.
—¡Dispara! —ordenó Sean—. ¡Apunta al hocico!
Pero sintió el terror de la muchacha sin necesidad de mirarla Ella giró en redondo para echar a correr.
—¡Ven aquí, perra cobarde! ¡Quédate y dispara! —bramó él—. Era lo que querías, ¿no? ¡Pues hazlo!
El «Weatherby» lanzó un destello. Llama y trueno desgarraron el claro. El búfalo dio una sacudida. De la curva del cuerno volaron astillas negras.
—¡Demasiado alto! —gritó Sean—. ¡Al hocico!
Ella disparó otra vez y volvió a darle al cuerno. El búfalo continuaba su avance.
—¡Dispara! —aulló Sean, contemplando la enorme cabeza por encima de las miras del «Gibbs»—. ¡Vamos, zorra, mátalo!
—No puedo —gritó ella—. ¡Está demasiado cerca!
El búfalo llenaba toda su existencia. Era una montaña de cuero negro, músculos y cuernos mortíferos, tan cerca ya que estaba bajando la cabeza para destriparles, para aplastarles en el yunque de su cornamenta. En el momento en que los grandes cuernos descendían, Sean le disparó al cerebro. El toro rodó hacia delante, sobre su propia cabeza. El muchacho sacó a Lana de debajo de las pezuñas voladoras de aquel salto mortal. Ella había dejado caer el rifle y se aferraba a él, indefensa y estremecida, con la boca abierta y manchada de miedo.
—¡Matatu! —llamó Sean, serenamente, apretándola contra su pecho.
El pequeño ndorobo reapareció a su lado como un genio. —Llévate al encargado de armas —ordenó Sean—. Volved al «Land-Rover» y traedlo hasta aquí, pero sin prisa.
Matatu esbozó una sonrisa libidinosa y agachó la cabeza. Tenía un enorme respeto por la virilidad de su Bwana y sabía lo que Sean planeaba hacer. Sólo se extrañaba de que el Bwana hubiera tardado tanto en poner en su sitio a aquella pálida criatura albina. Desapareció en la espesura como una sombra negra. Sean volvió el rostro de la muchacha hacia el suyo y hundió profundamente su lengua en la herida roja de la boca.
Ella se aferró a él, gimiendo. Con la mano libre, Sean le desabrochó el cinturón y tiró de los shorts hacia abajo. Cayeron enredados a sus tobillos y ella se los quitó a puntapiés. El joven enganchó los pulgares en la cintura de las bragas y se las arrancó. Después, la tendió sobre el cadáver caliente y ensangrentado del búfalo. La chica cayó con las piernas abiertas. Los músculos del animal aún se estremecían por el disparo en el cerebro. El olor dulce y metálico de la sangre se entremezcló con el hedor salvaje de la caza y el polvo.
Sean se irguió ante ella y abrió de un tirón la cremallera de sus pantalones. Lana lo miró con los ojos aún nublados por el miedo.
—Hijo de puta —sollozó—. Maldito hijo de puta.
Sean se dejó caer de rodillas entre aquellos miembros largos y puso las manos bajo aquellas nalguitas redondas, duras. Al levantarle la parte inferior del cuerpo, vio que el montículo rubio y velludo estaba tan empapado ya como un gatito ahogado.
Volvieron al campamento con el búfalo muerto cargado en el «Land-Rover». La gran cabeza cornamentada se balanceaba a un costado. Matatu y el encargado de las armas Iban encaramados sobre el animal, cantando la canción de los cazadores.
Lana no pronunció palabra durante todo el trayecto. Ed Liner los esperaba bajo la tienda-comedor, pero su sonrisa de bienvenida se evaporó al ver que la muchacha arrojaba sus desgarradas bragas sobre la mesa.
—¿Sabes qué ha hecho este travieso de Sean, papi Eddie? —gorjeó con su voz de niñita Ha violado a tu nenita, nada menos. La ha puesto contra el suelo para clavarle esa cosa grande y sucia que tiene ahí.
Sean vio la furia y el odio en los ojos desteñidos del viejo. «Qué zorra —gruñó para sus adentros—, qué zorra tramposa. Te ha encantado. Pedías más a gritos».
Media hora después, Lana y Ed estaban en el avión que despegaba de la estrecha pista. Mientras giraba hacia Nairobi, Sean echó una mirada a su propia bragueta.
—Bueno, King Kong, espero que estés contento —murmuró—. Esto nos ha costado veinte mil dólares por centímetro.
Giró hacia el «Land-Rover», aún meneando tristemente la cabeza, y recogió la correspondencia que el piloto del Beecheraft le había llevado desde la oficina de Nairobi. Encima de todo había un sobre amarillo de telegrama. Fue lo primero que abrió.
«El 5 de agosto me caso con Holly Carmichael. Por favor, haz de padrino. Cariños, Garry».
Sean lo leyó dos veces. Lana y Ed Liner quedaron olvidados.
«Me encantaría saber qué esperpento será el que se case con Garry», pensó, riendo entre dientes. «Es una lástima que no pueda volver…». Pero lo pensó mejor. «¿Por qué no? Vivir peligrosamente es toda una diversión».
Shasa Courtney, sentado ante su escritorio, en Weltevreden, estudiaba el Turner que pendía en la pared mientras escribía el párrafo siguiente.
Estaba redactando el borrador de su Informe del Presidente para la comisión ministerial de «Armscor». La fábrica de armamentos había sido instalada por una ley especial del Parlamento, que aseguraba el secreto estricto de sus operaciones.
Cuando el presidente Eisenhower había dispuesto el embargo de armas contra Sudáfrica, como reacción punitiva contra la masacre de Sharpeville y la política racista del Gobierno de Verwoerd, los gastos anuales en armas eran sólo de trescientas mil libras. Cuatro años después, el presupuesto anual era de casi quinientos millones.
«El viejo Ike nos hizo un gran favor», se dijo Shasa, sonriendo. «Es la ley de consecuencias imprevistas otra vez en acción: las sanciones siempre salen al revés. Ahora, la mayor preocupación es hallar un terreno de pruebas para nuestra propia bomba atómica.
Se dedicó una vez más a esa parte de su informe y escribió:
Teniendo en cuenta lo antes dicho, mi opinión es que deberíamos adoptar la tercera opción, es decir, las pruebas subterráneas. Por lo tanto, la empresa ya ha realizado investigaciones para determinar las zonas geológicas más adecuadas. (Véase informe geológico adjunto).
Los fosos serán perforados por una empresa comercial, hasta una profundidad de ciento veinte metros, para evitar la contaminación de las capas subterráneas.
Alguien llamó a la puerta y Shasa levantó la vista, enojado. Todos los habitantes de la casa sabían que no debían molestarle; no había excusas para esa intromisión.
—¿Quién es? —ladró.
La puerta se abrió sin su permiso.
Por un momento, no reconoció a la persona que entraba en el estudio. El cabello largo, el intenso bronceado y las ropas vistosas (un chaleco de piel de kudu, pañuelo de seda al cuello, botas y cinturón-cartuchera) eran muy poco familiares. Se levantó, inseguro.
—¿Sean? —preguntó—. No, no puedo creer que esté pasando esto. —Quería mostrarse furioso, indignado—. Qué diablos, Sean, te advertí que no debías…
Pero no pudo continuar. Su júbilo era demasiado intenso. Se le apagó la voz.
—Hola, papá.
Sean se acercó a grandes pasos. Era más alto, más bello, más seguro de sí de lo que Shasa lo recordaba. El padre aborrecía cualquier teatralidad y afectación en el vestir, pero parecía que el muchacho usaba ese atuendo con tanta desenvoltura que parecía correcto.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —inquirió, recuperando, al fin, el uso de su voz. Mas no había rencor en la pregunta.
—Vine en cuanto recibí el telegrama de Garry.
—¿Te envió Garry un telegrama?
—Quiere que sea su padrino. Ni siquiera he tenido oportunidad de cambiarme. —Se detuvo ante su padre y, por un momento, ambos se estudiaron mutuamente—. Se te ve bien, Pater —sonrió el muchacho. Sus dientes eran blancos como hueso en contraste con el bronceado.
—Sean, muchacho…
Shasa levantó las manos y Sean lo envolvió en un abrazo de oso.
—He pensado en ti todos los días… —Su voz estaba tensa. Oprimió las mejillas contra la de Shasa—. Por Dios, cómo te echaba de menos, papá.
Shasa adivinó por instinto que era mentira, pero le encantó que Sean se hubiera molestado en mentir.
—A mí me ocurría lo mismo, hijo —susurró—. No todos los días, pero sí mucho, y dolía horrores. Bienvenido a Weltevreden.
Sean le dio un beso. No lo hacía desde que era niño; y ese tipo de demostraciones sentimentales no se ajustaba al estilo de Shasa, pero en ese momento representó un placer casi insoportable.
Aquella noche, a la hora de cenar, Sean tomó asiento a la derecha de Centaine. El esmoquin le quedaba algo apretado a la altura del pecho y olía a naftalina, pero los sirvientes, jubilosos por verlo otra vez en la casa, habían planchado la raya de sus pantalones hasta darles el filo de una navaja; las solapas de seda estaban asentadas al vapor. Se había lavado la cabeza con champú, y los rizos densos, relucientes, parecían realzar su poderosa masculinidad, en vez de disminuirla.
Isabella, tan sorprendida como todos los demás, había bajado a cenar con un vestido que dejaba los hombros y la espalda al aire. Sin embargo, su pose serena y remota se evaporó en cuanto vio a su hermano. Corrió hacia él con un chillido.
—¡Qué aburrida estaba la casa sin ti!
No le soltó el brazo hasta que se sentaron a la mesa. Incluso mientras cenaban se inclinaba hacia delante para observarle los labios, dejando enfriar la sopa, ávida de cada palabra suya. Cuando Shasa, a la cabecera de la mesa hizo un comentario sobre los peluqueros de Kenia y el peinado de Sean, ella voló en defensa de su hermano mayor.
—¡Pero si me encanta como le queda así! A veces, pareces prehistórico, papá. Está muy guapo. Juro que si Sean se corta un solo cabello de esa linda cabeza, haré votos de silencio y castidad inmediatamente.
—Hecho por el que oraremos con gran devoción —murmuró su padre.
Centaine, aunque menos efusiva, estaba tan encantada como cualquiera de tener a Sean en la casa de nuevo. Claro que conocía en detalle las circunstancias de su partida. Ella y Shasa eran los únicos miembros de la familia que lo sabían, pero habían pasado casi seis años. En ese tiempo, podían cambiar muchas cosas. Resultaba difícil pensar que el chico pudiera ser malo con ese aspecto, aun más hermoso que su bienamado Shasa, dotado de tanto encanto y gracia natural. Se consoló pensando que, si bien había cometido algunos errores siendo niño, estaba hecho todo un hombre. Por cierto, rara vez había visto ella a un hombre tan completo. Lo escuchó con tanta atención como los otros y rió con igual alegría ante sus ocurrencias.
—En realidad, no pensé que vinieras —no cesaba de repetir Garry—. Te envié el telegrama siguiendo un impulso. Ni siquiera estaba seguro de tu dirección. —Y a Holly, que estaba sentada junto a Sean—: ¿No es maravilloso, Holly? ¿No es como te había dicho?
Holly, sonriente, murmuró una cortés respuesta afirmativa, pero cambió levemente de posición en la silla, para evitar que Sean diera énfasis a lo que contaba poniéndole otra vez la mano en el muslo. Echó una mirada en derredor de la mesa y sorprendió la mirada de Michael. Se habían conocido apenas el día anterior, al llegar Michael desde Johannesburgo para la boda, pero ambos se entendieron de inmediato. Ese entendimiento había profundizado con celeridad al descubrir Holly el cariño protector que Michael dedicaba a Garry.
El muchacho la miró arqueando una ceja y le sonrió como pidiendo disculpas. Había visto el modo en que su hermano mayor la miraba y las maniobras con que trataba de llamar su atención. La había visto dar un respingo y palidecer al tocarla Sean bajo la mesa. Después de cenar hablaría con Sean y le advertiría, muy seriamente, que no se entrometiera. Garry, por su parte, no se daría cuenta de nada. Estaba demasiado embobado por el retorno del hermano. A Michael le tocaría, como siempre, protegerle de Sean.
Mientras tanto, tranquilizó a Holly con una sonrisa. Sean interpretó la mirada y la interpretó debidamente. No acusó reacción alguna. Su expresión se mantuvo franca, abierta y llena de humor. Cuando terminó el relato, todos rieron, salvo Michael y Holly.
—Qué divertido eres —canturreó Isabella—. Lo que lamento es que seas mi hermano. Ojalá pudiera hallar a otro muchacho que se te pareciera.
—No hay ninguno que te merezca, Bella —aseguró Sean. Pero estaba observando a Michael. En cuanto las risas se apagaron preguntó, en tono ligero—: Bueno, Michael, ¿cómo andan las cosas en ese periódico comunista en donde trabajas? ¿Es cierto que le van a cambiar el nombre por el de La Gaceta del CNA? ¿O era El Correo de Mandela y Moses?
Michael dejó sus cubiertos y miró a Sean de frente.
—La política del Golden City Mail es defender a los indefensos, tratar de conseguir una existencia digna y decente para todos y decir la verdad tal como la vemos… a cualquier precio.
—No sé, Mickey —sonrió Sean—, pero un par de veces, allá en la selva, he lamentado no tener un ejemplar del Golden City Mail. Sí, señor, cada vez que se me acababa el papel higiénico, me acordaba de tus artículos.
—¡Sean! —exclamó Shasa, ásperamente. Su expresión de indulgencia se borró por primera vez desde la llegada de Sean—. Hay damas presentes.
Sean se volvió hacia Centaine.
—Tú has leído la columna de Mickey, ¿verdad, Nana? ¿No piensas igual que yo sobre esos rojizos sentimientos?
—Ya basta —regañó Shasa, severo—. Estamos reunidos para celebrar algo.
—Disculpa, Pater. —Sean se fingió contrito—. Tienes razón. Hablemos de cosas divertidas. Le contaré a Mickey lo que hicieron los mau mau en Kenia con los niños blancos. Entonces, él me hablará de sus amigos comunistas del CNA y de lo que él desea que hagan con nuestros niños.
—Eso no es justo, Sean —observó Michael con suavidad—. No soy comunista. Nunca he defendido el comunismo ni el uso de la fuerza…
—No es lo que escribiste en la edición de ayer. Tuve el glorioso privilegio de leer tu artículo en el viaje desde Johannesburgo.
—Lo que escribí, Sean, fue que Vorster y De La Rey están cometiendo el error de titular como comunista todo lo que a nuestra población negra le parece deseable: derechos civiles, sufragio universal, sindicatos y organizaciones políticas negras, tales como el CNA. Al decir que todo eso es de inspiración comunista hacen que la idea del comunismo sea muy atractiva para los negros.
—En Kenia tenemos un Gobierno negro; el nuevo jefe de Estado es un terrorista asesino convicto. Por eso pienso salir del país y mudarme a Rodesia. Y aquí está mi bienamado hermano preparando el camino para otro gobierno negro marxista, formado por agitadores y terroristas, en nuestra vieja república. Dime: ¿cuál de los revolucionarios te gusta para presidente, Mickey? ¿Mandela o Moses Gama?
—No diré una palabra más —advirtió Shasa, ominosamente—. No quiero que se hable de política durante la cena.
—Papi tiene razón —agregó Isabella—. Se han puesto horribles, los dos… justo cuando empezaba a divertirme.
—Y con eso se acaban también los comentarios del sector infantil —apuntó Centaine a Isabella—. Coma, señorita, que es pura piel y huesos.
De hecho, estaba estudiando a Sean. `Hace apenas seis horas que está en la casa y ya nos estamos abofeteando —pensó—. Aún conserva su talento para la discusión. Hay que tener cuidado con él. Me gustaría saber a qué ha venido en realidad».
Muy poco después de la cena tuvo oportunidad de enterarse. Sean pidió hablar con ella y con Shasa en la sala de armas.
Después de que Shasa hubo servido un vasito de «Chartreuse» para ella y dos copas de coñac para Sean y para sí mismo, los tres se instalaron en los sillones de cuero. Los hombres se dedicaron al rito de preparar los cigarros, cortar las puntas y encenderlos.
—Bueno, Sean —dijo Shasa—, ¿de qué deseabas hablarnos?
—¿Recuerdas que comentamos algo sobre una empresa de safaris, Pater, antes de que me fuera? —Shasa notó que mencionaba su forzosa partida sin arrepentimiento alguno—. Bueno, ahora tengo seis años de experiencia. No te ofenderé con falsas modestias: soy uno de los mejores en la profesión. Tengo una lista de cincuenta clientes que desean volver a cazar conmigo. Te daré los números de teléfono; puedes llamarles y averiguarlo.
—De acuerdo —dijo Shasa—. Sigue.
—En Rodesia, el Gobierno de Ian Smith está desarrollando el negocio de los safaris. Una de las concesiones que ofrecerán dentro de dos meses es una gran ocasión.
Shasa y Centaine escucharon en silencio. Cuando Sean concluyó, casi una hora después, intercambiaron una mirada significativa. Hacía treinta años, por lo menos, que trabajaban juntos, y se entendían a la perfección. No necesitaban decir nada para convenir en que Sean era un buen vendedor de proyectos. Las cifras mencionadas eran promesa de buenas ganancias, pero Shasa vio una sombra en el fondo de los ojos de su madre.
—Hay una cosa que me inquieta un poquito, Sean. Apareces por aquí, después de seis años… y lo primero que haces es pedir medio millón de dólares.
Sean se levantó para cruzar la sala. Sobre el hogar de piedras pendía el colmillo tallado en el sitio de honor, como preferido entre todos los trofeos del propio Shasa. El muchacho lo estudió por un momento. Luego, se volvió lentamente hacia ellos.
—No me escribiste una sola vez en todos estos años, Pater. Está bien: comprendo porqué. Pero no me acuses de indiferencia, yo pensé todos los días en ti y en Nana.
Fue un golpe maestro. No mencionó el colmillo, y Centaine habría jurado que veía auténticas lágrimas en esos maravillosos ojos verdes. Sus dudas comenzaron a disolverse.
«Por Dios, qué mujer puede resistirse a él —pensó—. Ni siquiera su propia abuela». Miró a Shasa y notó, con sorpresa, que Sean había logrado avergonzarle. Con limpia destreza había desviado las culpas. Shasa tuvo que carraspear para seguir hablando.
—Admito que el proyecto parece interesante —dijo, gruñón—, pero tendrás que hablar con Garry.
—¿Con Garry? —preguntó Sean, sorprendido.
—Garry es el gerente a cargo de nuevos proyectos e inversiones. Sean sonrió. Acababa de voltear a dos de las cabezas más astutas de la empresa. Garry sería pan comido.
El padre de Holly Carmichael era el ministro presbiteriano de una pequeña parroquia escocesa. Él y su esposa viajaron a África decididos a que su hija se casara decentemente y a pagar por el privilegio.
Centaine los llevó a recorrer la propiedad y les explicó, amable, que sólo mediante una estricta selección había podido reducir su lista de invitados a menos de mil personas.
—Son sólo los amigos de la familia y los conocidos más importantes en el mundo de la política y los negocios. Eso no incluye a los trabajadores de Weltevreden ni a los empleados de la empresa, que tendrán una fiesta por separado.
El reverendo Carmichael puso cara de espanto.
—Amo mucho a mi hija, señora, pero el estipendio de un eclesiástico…
—No me gusta mencionarlo —prosiguió Centaine, tranquilamente—, pero para Holly es el segundo casamiento… y usted ya cumplió con su deber la primera vez. Le estaría muy agradecida si usted consintiera en llevar a cabo la ceremonia y dejara los otros detalles, menos importantes, por mi cuenta.
Con un solo golpe, Centaine había resuelto dos problemas: tenía sacerdote para casar a su nieto, ya que la iglesia anglicana local se negaba a hacerlo, y había conseguido carta blanca para efectuar los preparativos.
—Será la boda de la década —se prometió a sí misma.
Para esa ocasión se restauró y cambió el tejado de paja a la vieja iglesia de los esclavos, dentro de la propiedad. Las flores de buganvilla, traídas por avión desde el Transvaal, tenían exactamente el mismo color que Holly había elegido para su vestido. El resto de la ceremonia y de las celebraciones siguientes se organizaron en la misma sala, con todos los recursos de Weltevreden y las empresas «Courtney».
En la iglesia sólo había asientos para ciento cincuenta personas. De ese número, veinte eran sirvientes de color, que conocían a Garry desde su nacimiento y habían cuidado de él durante toda su vida. Los otros mil invitados esperaron bajo la marquesina instalada en el campo de polo; la ceremonia les fue transmitida por el sistema de altavoces.
La carretera desde la capilla hasta el campo de polo, colina abajo, estaba bordeada por los trabajadores de la finca cuya antigüedad no justificaba un asiento en la iglesia. Ellos habían despojado el rosedal de Centaine para arrojar pétalos de rosa sobre Garry y su flamante esposa. Las mujeres cantaban y bailaban, tratando de tocar a Holly para que les trajera buena suerte.
,Garry, gracias al sombrero de copa gris, resultaba más alto que la novia. Con su amplitud de hombros y de torso hacía que ella pareciera liviana como una nube rosada. Estaba tan encantadora que los invitados murmuraron de admiración al verla aparecer bajo la marquesina, del brazo del muchacho.
El discurso del padrino fue uno de los puntos salientes de la tarde. Sean los hizo aullar de risa con sus ocurrencias, aunque Holly, con el entrecejo fruncido, buscó la mano de Garry bajo la mesa cuando Sean hizo ciertas referencias solapadas al tartamudeo y al curso de Charles Atlas.
Sean fue el primero en bailar con ella, después de que los novios hubieran recorrido la pista bailando el clásico vals. Giró con ella, manteniéndola muy cerca de su cuerpo.
—Qué chica tonta —murmuró—. Podrías haberte quedado con el mejor de la camada. Pero no importa, todavía no es tarde.
—Me he quedado con el mejor y sí que es tarde —respondió ella, con una sonrisa fría y espinosa—. Ahora, ¿por qué no vas a repartir tus encantos entre las damas de honor, que están jadeando como cachorritos, pobrecitas?
Sean aceptó la regañina con una risa liviana y la entregó a Michael por el resto de la pieza. Mientras esperaba que uno de los camareros le llevara otra copa de champaña, inspeccionó a los presentes desde el estrado, eligiendo a las mujeres más interesantes; su selección no se basaba sólo en el aspecto, sino en que estuvieran disponibles. Las que se ruborizaban al percibir su escrutinio, las que le hacían mohines o le devolvían audazmente la mirada encabezaban su lista.
Al pasar, notó que Isabella había logrado burlar a Nana y lucía una de esas minifaldas, furor del momento. El ruedo llegaba apenas por debajo de la unión entre las nalgas y los muslos; con imparcial vista de experto, apreció que las piernas de su hermana eran extraordinarias; no había hombre que no las mirara en tanto ella bailaba.
Al pensar en Nana la buscó rápidamente con la mirada. Su asiento, a la cabecera de la mesa, estaba vacío. Por fin, la descubrió en la parte trasera de la tienda; sentada a una mesa con un hombre corpulento, que permanecía de espaldas a Sean. Mantenían un diálogo concentrado: la seriedad de la abuela le llamó la atención. Sabía que Centaine no malgastaba esfuerzos en trivialidades, de modo que ese hombre debía de ser importante. Mientras lo pensaba, el sujeto se volvió un poco y Sean pudo reconocerle. Su corazón se detuvo un segundo, atacado de culpabilidad. Era Manfred De La Rey, el ministro del Interior, el mismo que había acallado los cargos contra él, a cambio de que no volviera a pisar el país.
Sean tuvo el impulso de escapar sin llamar la atención de De La Rey; sin embargo, de inmediato, sonrió ante su propia estupidez. Había pronunciado un rimbombante discurso delante de todos. «¿Eso no es llamar la atención?» —se dijo—. Y bien, vivir peligrosamente es divertido. Bajó del estrado de un brinco, sin dejar caer una sola gota de champaña, y cruzó deliberadamente la tienda hacia su abuela.
Centaine, al verlo llegar, apoyó una mano en el brazo de Manfred.
—Cuidado. Aquí viene.
Había necesitado de toda su influencia, de todas las deudas y secretos que existían entre ambos para proteger a Sean. Y allí venía el imprudente, exhibiéndose delante de Manfred. Trató de alejarlo con un movimiento de cejas, pero Sean se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—Eres un genio, Nana; nunca se ha dado una fiesta como ésta.
La planificación, los detalles… ¡Estamos orgullosos de ti! Y la abrazó con fuerza. Ella lo empujó con altanería.
—Vamos —dijo—, no seas bobo.
Pero el fantasma de una sonrisa había remplazado a su gesto adusto. «Qué diablos, tiene el descaro de todos los Courtney», pensó orgullosa. Y se volvió hacia Manfred.
—Usted no conoce a mi nieto. Sean, te presento al ministro De La Rey.
—He oído hablar de ti —gruñó Manfred, sin tenderle la mano—. He oído hablar mucho de ti.
Centaine, con alivio, se volvió a la pareja que volvía a la mesa desde la pista de baile.
—Mrs. De La Rey y su hijo Lothar… todos viejos amigos de la familia. Heidi, permíteme presentarte a mi nieto Sean.
Éste se inclinó en un besamanos. Heidi lo estudió, pensativa.
—Era el único de tus nietos que yo no conocía, Centaine —dijo Heidi con su leve acento alemán—. Un muchacho apuesto. Sean se volvió hacia Lothar con la mano tendida.
—Hola. Soy Sean… y si no supiera quién eres tú, sería el único de todo el país en ignorarlo. Ese puntapié tuyo vale un millón de rands. En el partido contra los «Lions» estuviste mágico.
Los dos jóvenes ocuparon un par de sillas vacías; inmediatamente se perdieron en una conversación sobre rugby y la reciente visita del equipo británico. Centaine los observaba con disimulo, sin abandonar su conversación con Manfred. Ambos eran sus nietos, pero muy diferentes, descontando la juventud y el aire seguro; uno, rubio y germánico; el otro, moreno y romántico. Sin embargo, ella percibió grandes similitudes en otros aspectos. Ambos eran fuertes, carentes de escrúpulos innecesarios; sabían lo que deseaban y cómo conseguirlo. Tal vez lo habían heredado de ella. Sonrió para sus adentros, pensando que quizá, como ella, eran adversarios duros e implacables, dispuestos a destruir todo cuanto se les interpusiera en el camino.
Centaine tenía la habilidad de escuchar dos diálogos al mismo tiempo. Oyó que Lothar De La Rey decía:
—Fíjate, yo también he oído hablar de ti y de lo que hiciste en Kenia. ¿No iban a darte la Cruz de San Jorge por haber liquidado a las últimas bandas de los mau mau?
Sean se echó a reír.
—Elegí mal momento. Los británicos no podían condecorarme por matar a los mau mau y, al mismo tiempo, entregar el país a los keniatas. No convenía. Pero, ¿cómo averiguaste eso?
—Mi trabajo consiste en saber esas cosas —dijo Lothar. Sean asintió.
—Claro, estás en la Policía. Eres mayor o algo así, ¿verdad?
—Desde la semana pasada, coronel del Departamento de Seguridad Interior.
—Felicitaciones.
—Mira, cualquier información que pudieras darnos sobre los mau mau sería útil. Necesitamos datos de primera mano sobre la acción antiterrorista. Cualquier día de estos, podemos tener el mismo problema aquí.
—Bueno, cuando yo llegué a aquel país, lo peor había pasado. Pero ayudaré en lo que pueda, por supuesto. Dentro de algunas semanas, vuelvo al norte, a Rodesia. Pero si puedo ser de utilidad…
—Rodesia… —Lothar bajó la voz, y Centaine dejó de oírlo—. Qué interesante: Nos gustaría saber qué está pasando allá también. Sí, me parece vital que nos reunamos antes de que te vayas. Un hombre como tú en el lugar adecuado podría ser una ayuda crucial para nosotros…
Lothar se interrumpió, cambiando de expresión. Se levantó apresuradamente y miró por encima del hombro de Sean.
El joven siguió la dirección de su mirada. A su espalda se hallaba Isabella, que apoyó una mano lánguida en su hombro y recostó la cadera contra él, sin dejar de observar a Lothar.
—Te presento a Bella, mi hermanita.
—No tan chiquita, hermano —murmuró ella. No había apartado los ojos de Lothar.
Había reparado en él en la iglesia, durante la ceremonia, al reconocerlo en seguida. Era uno de los atletas más famosos del país y estaba en el corazón de todas las chicas. La conversación de Sean con él era la oportunidad que ella estaba esperando.
A pesar de su voz y de sus modales altaneros, Sean la sintió temblar contra sí y sonrió para sus adentros, pensando: «Tus ovarios están estallando como fuegos artificiales, hermanita».
—¿Por qué no te sientas con nosotros y pones un poco de sol en nuestra gris existencia, Bella? —preguntó.
La muchacha, sin prestarle atención, habló directamente a Lothar.
—¿Te dedicas a otra cosa que no sea a empujar a otros jugadores y patear pelotitas?, ¿o en algún momento, aprendiste a bailar, Lothar De La Rey?
—¡Epa! —murmuró Sean. La insinuación era muy directa, aun para los Courtney.
Lothar inclinó la cabeza.
—¿Me permites el placer de esta pieza, Isabella Courtney? —preguntó con gravedad.
Dieron una vuelta a la pista sin hablar.
—Si fueras mi mujer no te permitiría usar una falda como ésa —dijo Lothar.
—¿Por qué? ¿No te gustan mis piernas? —preguntó ella.
—Me gustan mucho. Pero si fueras mi mujer, no me gustaría que otros hombres te las miraran como lo están haciendo ahora. —Eres muy pacato, Lothar De La Rey.
—Tal vez, Isabella Courtney, pero creo que hay un momento y un lugar para cada cosa.
Ella se apretó un poco más contra él y pensó alegremente, para sus adentros: «Ya encontraremos ese momento y ese lugar, corpachón».
Manfred observaba a su hijo en la pista de baile. Heidi se inclinó hacia él, como un eco de sus pensamientos.
—Esa buscona se está ofreciendo a Lothie como en bandeja. Mírala: muestra todo lo que tiene. Me gustaría ir a apartarla de él.
—No estaría bien, skat —aconsejó Manfred—. Nada la hará más atractiva para el muchacho que nuestra desaprobación. Pero no te preocupes, Heidi. Lo hemos criado bien. Tal vez juegue un poco con ella, pero no es el tipo de chica que traerá a casa. —Se levantó pesadamente—. Confía en el muchacho, Heidi. Y ahora, discúlpame. Debo hablar con Shasa Courtney de algo muy importante.
Shasa, en traje de etiqueta, con un clavel blanco en el ojal, parche nuevo sobre un ojo y un largo cigarro negro entre los dientes, estaba sumido en una seria conversación con el novio. En cuanto vio que Manfred se acercaba y reconoció la seriedad de su semblante, dio una palmada en el hombro a su hijo.
—Creo que es una buena oportunidad —comentó—, pero tendrás que discutirlo con Sean. Cuando te hayas decidido, lo hablarás conmigo.
Dejó a Garry y fue al encuentro de Manfred.
—Tenemos que hablar… en privado —fue el saludo de Manfred.
—¿Ahora? —se extrañó Shasa.
El otro asintió.
—No nos llevará mucho tiempo.
—Vamos a la casa.
Shasa lo cogió del brazo y lo condujo hacia la salida, conversando amistosamente, como si se dirigieran al cuarto de baño. En cuanto estuvieron fuera de la marquesina, se encaminaron hacia el estacionamiento, por detrás del palco.
Manfred se paseó por la sala de armas, inquieto, contemplando las fotografías enmarcadas de safaris, las cabezas de animales y las armas guardadas en vitrinas, mientras Shasa, repantigado en uno de los sillones, lo observaba con paciencia, dándole tiempo mientras fumaba su cigarro.
—¿Este cuarto es seguro? ¿No se nos puede oír? —preguntó Manfred.
—Perfectamente seguro —asintió Shasa—. Lo uso Para muchos de mis asuntos privados. Además, la casa está desierta. Todos los sirvientes se encuentran en el campo de polo.
—Ja, nee, goed. —Manfred se sentó en el sillón opuesto al de Shasa—. Usted no podrá ir a Inglaterra como tenía planeado —dijo.
Shasa se echó a reír.
—¿Y por qué no?
—Le diré porqué. —Pero Manfred no hizo intento alguno de explicarse. En cambio preguntó—: ¿Ha visto la película llamada El mensajero del miedo?
Por un momento, Shasa se vio cogido por sorpresa ante la irrelevancia de la pregunta. Por fin contestó:
—No, pero leí el libro de Richard Condon —contestó al fin—. Me gustó bastante, a decir verdad.
—¿Recuerda el argumento?
—Sí. Se trataba de una conspiración para asesinar a uno de los candidatos a presidente de Estados Unidos.
—En efecto —asintió Manfred—. El asesino estaba hipnotizado y programado para responder, a la vista de un naipe. Creo que era uno de los ases.
—El as de espadas —concordó Shasa—, la carta de la muerte.
Respondería como un autómata a cualquier orden que recibiera después de haber visto ese as. En un trance hipnótico, se le ordenó llevar a cabo el asesinato.
—¿Y esa idea le pareció creíble? ¿Piensa usted que se podría someter a un hombre a la sugestión hipnótica de otro?
—No sé —admitió Shasa—: Los coreanos y los rusos, según se dice, han perfeccionado la técnica del lavado de cerebro. Tal vez sea posible, en circunstancias especiales y con un sujeto especialmente susceptible. No sé.
Manfred guardó silencio tanto tiempo que Shasa comenzó a agitarse.
—Nuestros puestos peligran —dijo después.
Shasa se quedó muy quieto. Manfred hizo un pesado ademán afirmativo.
—Sí, Verwoerd piensa cambiar el Gabinete. A usted y a mí nos despedirán.
—Usted ha llevado a cabo un trabajo difícil —observó Shasa con voz suave—. Y lo ha hecho tan bien como era humanamente posible. La tormenta ha pasado: el país está en calma y hay estabilidad.
Manfred suspiró.
—Sí. Usted también. En los pocos años transcurridos desde lo de Sharpeville, usted ha ayudado a levantar la economía. Las inversiones extranjeras acuden en tropel, gracias a sus esfuerzos. El valor de la propiedad es más alto que antes de la crisis. Ha hecho un excelente trabajo con la industria de armamentos. Muy pronto, tendremos nuestra propia bomba atómica. Pero nos van a despedir. Mi información siempre es segura.
—¿Por qué? —preguntó Shasa.
Manfred se encogió de hombros.
—Verwoerd recibió dos balazos en la cabeza. Quién sabe qué pudo ocurrirle en el cerebro.
—Pero no muestra señales de haber sufrido daños permanentes. Después de la operación, se lo ve tan lógico, racional y decidido como antes.
—¿Está seguro? —dudó Manfred—. ¿Le parece que esa obsesión por la raza es lógica y racional?
—Verwoerd siempre estuvo obsesionado por las cuestiones raciales.
—No, amigo mío, no es así —lo contradijo Manfred—. Cuando Malan le ofreció el ministerio de Asuntos Bantúes, él no lo quería. La raza no significaba nada para él. Sólo le interesaba el desarrollo y la supervivencia del nacionalismo afrikaner.
—Pues se dedicó a eso en cuerpo y alma cuando aceptó el trabajo —sonrió Shasa.
—Sí, es cierto, pero, en aquel entonces, le parecía que el apartheid era un apoyo para los negros, la posibilidad de manejar sus propios asuntos y de llegar a ser dueños de su propio destino. Para él era similar a la división de India y Pakistán. Le preocupaban las diferencias raciales, pero no era un racista. Al principio, no.
—Tal vez. —Shasa seguía dudando.
—Desde que recibió esas balas en la cabeza ha cambiado —aseguró Manfred—. Antes era terco y estaba seguro de su propia infalibilidad, pero desde entonces no soporta la más leve crítica, ni siquiera una insinuación de que él pueda equivocarse en lo que dice o hace. La raza se ha convertido en una obsesión rayana en la locura. Este asunto con el jugador inglés de críquet, ese negro… ¿Cómo se llama?
—Basil D’Oliveira… y es sudafricano. Juega para Inglaterra porque no puede hacerlo para Sudáfrica.
—Sí, es una locura… Ahora, Verwoerd se niega a dejarse atender por sirvientes negros. No quiere ver la versión cinematográfica de Otelo porque Laurence Olivier se pintó el rostro de negro. Ha perdido todo sentido de las proporciones. Va a arruinar todo lo que hemos hecho, con tanto trabajo, para restaurar la calma y la prosperidad. Va a destrozar el país… y nos destrozará a nosotros, a usted y a mí, porque nos hemos opuesto a algunos de sus peores excesos. Usted llegó a sugerir que aboliera definitivamente la ley de pases. Jamás le ha perdonado por ello. Dice que usted es un liberal.
—Bueno, pero no puedo creer que le quite a usted el ministerio del Interior.
Es lo que planea. Quiere dárselo todo a John Vorster, combinar justicia y Policía en una sola cartera que se llamaría «Ley y orden» o algo por el estilo.
Shasa se levantó para acercarse al bar instalado en el extremo del cuarto y sirvió dos buenas medidas de coñac. Manfred no protestó cuando le puso una de las copas en la mesa.
—Vea, Shasa, hace mucho tiempo ya que tengo un sueño. No se lo he contado a nadie, ni siquiera a Heidi, pero se lo contaré a usted. Sueño con que un día seré el Primer Ministro y usted, Shasa Courtney, el presidente de este país nuestro. Los dos, un inglés y un afrikaner, uno junto al otro, como sudafricanos.
Lo pensaron en silencio. Shasa descubrió que le enojaba la posibilidad de perder ese honor. De pronto, Manfred tocó otro tema.
—No sé si usted lo sabe: aunque los norteamericanos se niegan a vendernos armas, nosotros seguimos cooperando estrechamente con la CÍA en todos los asuntos de Inteligencia que afectan a nuestros mutuos intereses en Sudáfrica.
Shasa no podía sondear ese nuevo cambio de dirección, pero asintió.
—Sí, por supuesto, lo sabía.
—Los norteamericanos acaban de interrogar a un desertor ruso en Berlín Occidental. Nos pasaron algunos datos. Hay aquí un candidato manchú, como en la película, y su blanco es Verwoerd. Shasa lo miró, boquiabierto.
—¿Quién es el asesino?
—No. —Manfred levantó las manos—. No se sabe. Aunque el ruso ocupaba un alto puesto, no lo sabía. Sólo pudo decir que el asesino tiene acceso al Primer Ministro y que pronto, muy pronto. —Levantó la copa de coñac e hizo girar el líquido pardo en el cuenco de cristal—. Había otra pequeña pista: el asesino tiene antecedentes de disturbios mentales y es extranjero; no ha nacido en este país.
—Con esa información sería posible identificarle —musitó Shasa—. Usted podría estudiar a todas las personas que tienen acceso al Primer Ministro.
—Podría —concordó Manfred—. Lo que debemos decidir, aquí en secreto, usted y yo, es si, en realidad, conviene descubrir al candidato manchú y evitar el magnicidio.
Shasa se manchó de coñac las solapas de la chaqueta, pero no pareció darse cuenta. Miraba fijamente a Manfred, horrorizado. Después de una larga pausa, dejó la copa y sacó un pañuelo del bolsillo interior, para limpiarse el líquido derramado.
—¿Quién más está enterado de esto? —preguntó, concentrado en la limpieza, sin levantar la vista.
—Uno de mis oficiales de más alta graduación. Él es el vínculo con el agregado militar de la Embajada norteamericana, que es quien opera aquí por la CÍA.
—¿Nadie más?
—Sólo yo… y ahora, usted.
—¿Ese oficial es digno de confianza?
—Por completo.
Por fin Shasa levantó la vista.
—Sí, ahora comprendo por qué debo cancelar mi viaje a Londres. Si algo le ocurriera a Verwoerd sería esencial que yo estuviera aquí cuando se eligiera al sucesor.
Levantó la copa en un brindis. Después de un momento, Manfred imitó su gesto. Bebieron en silencio, observándose mutuamente los ojos por encima de los bordes del cristal.
Quedaban sólo dos parejas en la pista de baile. Exceptuando a la orquesta y a los sirvientes, que estaban limpiando y apilando las sillas, la marquesina estaba desierta.
Por fin, el director de orquesta, un hombre de color, descendió del estrado para acercarse a Sean, con timidez:
—Señor, ya son más de las dos.
Sean lo fulminó con la mirada por sobre la cabeza de la muchacha con quien estaba bailando. El hombre se estremeció.
—Por favor, señor. Estamos tocando desde el almuerzo. Hace ya casi catorce horas.
La tormentosa expresión de Sean cambió dramáticamente por esa radiante sonrisa juvenil que él sabía lucir.
—¡Pues váyanse entonces! Han estado estupendos… y esto es para usted y sus muchachos. —Metió unos cuantos billetes arrugados en el bolsillo del director de orquesta y llamó a la otra pareja—. Vamos, gente. La seguimos en la «Madriguera».
Isabella tenía la cara apretada contra la pechera de Lothar, pero levantó la vista, iluminada.
—¡Oh, qué maravilla! Nunca he estado allí. Nana dice que es sórdido y que tiene mala fama. ¡Vamos!
Sean había pedido prestado el «MG» a Garry. Isabella le echó una carrera con su nuevo «Alfa Romeo» y logró mantenerse a la par en las curvas de la carretera de montaña. Así entraron en la calle Buitenkant, hasta llegar a la notoria «Madriguera del Navegante», cerca de los muelles.
Sean había tomado dos botellas de whisky del bar, en la marquesina, y llevaba a su compañera colgada del cuello.
—Vamos de juerga —sugirió.
Y se abrió paso entre los marineros y las prostitutas que se apretaban a la entrada del cabaret.
El interior estaba tan oscuro que apenas se veía la orquesta. La música sonaba a todo volumen. Era preciso sentarse cerca y hablar gritando.
—Eres un hermano estupendo —gritó Isabella, inclinándose para dar un beso a Sean—. No me das sermones.
—Tu vida es tuya, Bella. Disfrútala. Y si alguien trata de impedírtelo, me llamas.
Ella se encaramó en las rodillas de Lothar y le frotó la nariz contra el cuello. La compañera de Sean se había derrumbado. Este la tendió en el banco acolchado, con la cabeza en su regazo, mientras conversaba seriamente con Lothar. La música disimulaba sus voces a tal punto que, a medio metro de distancia, nadie podía oírlos.
—¿Sabes que aún tienes un frondoso expediente en los archivos policiales? —preguntó Lothar.
—No me sorprende —admitió Sean.
—No tienes miedo de correr riesgos, ¿eh? —sonrió el muchacho—. Me gusta tu coraje.
—Por lo que me han dicho, y por lo que veo, diría que tú también eres bastante arriesgado —le sonrió Sean.
—Yo podría encargarme de que tu expediente desapareciera —ofreció Lothar.
—A cambio de algo, ¿verdad?
—Por supuesto. Si nada das, nada obtienes.
—Y si das una pizca de estiércol obtienes una nube de moscas —rió Sean. Volvió a llenar los vasos de whisky—. ¿Qué quieres de mí?
—Si actuaras como agente de Inteligencia para la Seguridad del Estado, allá en Rodesia, podríamos olvidarnos de tus pequeñas indiscreciones.
—¿Por qué no? —concordó Sean, de inmediato—. Ante todo, la diversión. Y vivir peligrosamente es divertido.
—Qué aburridos estáis los dos —protestó Isabella, acariciando la mejilla a Lothar—. Ven a bailar.
La compañera de Sean se incorporó, aturdida, barbotando.
—Tengo ganas de vomitar.
—Emergencia —anunció Sean.
La levantó en vilo y la llevó al pequeño baño de mujeres. Había otras dos señoras ante el lavabo, y ambas gritaron, pudorosas.
—No se preocupen por nosotros, señoritas. —Sean empujó a su compañera al interior del cubículo y la apuntó hacia el inodoro. Ella expulsó ruidosamente lo que le estaba molestando y se enderezó, con una sonrisa temblorosa. Sean le limpió tiernamente la boca con un trozo de papel higiénico—. ¿Cómo te sientes?
—Ahora mejor.
—Bueno, vamos a alguna parte donde podamos joder.
—De acuerdo —dijo ella, animándose milagrosamente—. Es lo que estaba esperando desde que salimos.
Sean se detuvo ante Lothar e Isabella.
—Nos vamos —anunció—. Ha surgido un imprevisto, no sé si me entendéis.
—Te llamaré a Weltevreden durante el día de mañana. —Dijo Lothar—, sólo para arreglar detalles.
—Que no sea demasiado temprano —aconsejó Sean. Y se despidió de su hermana con una sonrisa—. Hasta luego, conejita.
—Por lo que más quieras —rogó Isabella—, no vayas a decirme que me porte bien.
—Dios no lo permita.
Sean recogió a su compañera y la llevó escaleras abajo. Isabella dio otra vuelta a la pista, sólo para conceder tiempo a Sean de retirarse, y murmuró:
—Basta ya de bailar, por hoy. Vámonos.
Lothar nunca había visto a otra mujer que condujera con la habilidad y el garbo de Isabella. Relajado en el asiento del acompañante, la observaba. Aún estaba fresca como el pétalo de una rosa, a pesar de los excesos de la jornada, y los ojos estaban claros y chispeantes. Era la primera vez que él salía con una muchacha inglesa. Sus modales libres y francos lo horrorizaban e intrigaban a un tiempo. Las afrikaners, con su estricta crianza calvinista, jamás se habrían mostrado tan fáciles. Sin embargo, ella seguía siendo la chica más encantadora que él había visto hasta entonces.
Isabella cruzó en línea recta la intersección de Paradise Y Rhodes.
—Allí tenías que virar para ir a Weltevreden —señaló él. Ella le dedicó una breve y traviesa sonrisa.
—Pero no vamos a Weltevreden. Desde ahora en adelante, estás en mis manos, Lothar De La Rey.
Siguieron la ruta costera desde Muizenberg, rodeando la bahía, por las calles desiertas de Simonstown, la base naval británica, Y luego continuaron hacia la punta del continente. Allí donde la carretera bordeaba un alto acantilado sobre el mar, Isabella sacó el «Alfa» de la carretera y apagó el motor.
—Vamos —ordenó.
Lo cogió de la mano y lo condujo hasta el borde del acantilado. El alba estaba tiñendo el cielo de limón y naranja. Allá abajo, los acantilados se replegaban, formando una bahía protegida.
—Este lugar es muy bello —susurró Isabella—. Uno de mis favoritos.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lothar.
—Esto se llama Smitswinkel Bay —informó ella.
Y lo condujo de la mano por el empinado sendero que descendía por el barranco. En el fondo se veía una estrecha medialuna de arena plateada. Algunas chozas cerradas se amontonaban contra el pie del precipicio. La luz de la aurora se filtraba suave, perlada; las aguas de la bahía tenían el brillo neblinoso de la adularia.
Isabella se quitó los zapatos y caminó hasta el borde del agua. Luego, sin mirar atrás, se quitó el vestido y lo dejó caer en la arena. Debajo de él sólo llevaba unas bragas de seda y encaje. Por un largo instante, se limitó a contemplar la bahía. Su espalda era larga y torneada, como el cuello de un jarrón fino; las vértebras se notaban apenas bajo una piel pálida y brillante como la madreperla. Por fin, se inclinó para bajarse las bragas hasta los tobillos y las dejó en el suelo.
Lothar quedó sin aliento al verla caminar lentamente hacia el agua, meciendo las caderas al compás del perezoso océano. La vio caminar hasta que el agua le llegó a la cintura. Luego, se sumergió, dejando afuera sólo la cabeza, y giró hacia él. El desafío y la invitación eran tan evidentes como si lo hubiera llamado en voz alta.
Lothar se desvistió con tanta premura como ella y entró desnudo en la bahía. Isabella le salió al encuentro, chorreando agua desde los hombros hasta los empinados senos, y le rodeó el cuello con los brazos. Lo provocó con la lengua, dejándole explorar la cálida blandura de su boca. Y emitió una risa burbujeante al sentir lo mucho que él la deseaba.
Eso instó a Lothar a levantarla en brazos para llevarla hasta donde no hiciera pie. Ella se vio obligada a aferrarse a él, con el cuerpo sin peso. Lothar la manejó como si fuera una muñeca, sin que ofreciera resistencia. La fuerza del muchacho parecía ilimitada, e hizo que ella se sintiera débil y vulnerable, mas ella le agradeció su paciencia. Darse prisa en ese momento lo arruinaría todo. Quería que eso fuera algo muy diferente a los forcejeos frenéticos, a veces dolorosos, en que había terminado con los dos o tres universitarios a quienes permitió llegar tan lejos.
Descubrió muy pronto que él podía ser tan provocativo como ella. Dejó que flotase a su alrededor, liviana como un alga, negándose al ataque definitivo. Al final, fue ella quien sucumbió a la impaciencia.
En contraste con la fría agua que subía y bajaba alrededor, Lothar fue como un hierro de marcar hundido profundamente en su cuerpo. Ella no podía creer que tanta dureza y tanto calor fueran posibles y gritó de increíble deleite. Los otros no habían sido así, por cierto. Desde ese momento en adelante, nada la importaría; eso era lo que ella había estado buscando desde un principio.
Vadearon hasta la playa, siempre abrazados. Para entonces, ya había amanecido por completo. Juntaron las ropas y, siempre desnudos, ella lo condujo hasta la última choza de la fila. Mientras buscaba la llave en su bolso, él preguntó:
—¿A quién pertenece esto?
—Es uno de los escondrijos de papá. Lo descubrí por casualidad y él no sabe que tengo la llave.
Abrió la puerta y lo hizo pasar al único cuarto.
—Toallas —dijo, y abrió uno de los armarios.
Convirtieron en un juego la tarea de secarse mutuamente, pero la ligereza se transformó muy pronto en seriedad. Ella lo arrastró hasta la litera adosada a la pared.
—En donde me crié, el hombre es quien pide —rió él.
—Eres un machista anticuado y gazmoño —replicó ella.
Cuando subió al camastro, Lothar vio que su trasero aún estaba rosado por las aguas frías del mar. Eso le resultó peculiarmente tierno. De pronto, la dulzura lo asaltó.
—Qué suave eres —susurró Isabella—. Tan fuerte y tan suave. A media mañana, tuvieron hambre. Isabella; vestida sólo con uno de los viejos suéteres de su padre, revolvió la alacena en busca de algo para desayunar.
—¿Qué te parecen ostras ahumadas y espárragos con habichuelas asadas?
—Y tu padre, ¿no se preguntará dónde estás? —preguntó Lothar mientras abrían las latas.
—Oh, papá es un ingenuo. Cree todo lo que le digo. La de temer es la abuela, pero ya lo arreglé todo. Una de mis amigas nos cubrirá.
—Entonces, ¿sabías dónde íbamos a terminar?
—Por supuesto. —Lo miró—. ¿Tú no?
Se sentaron en el camastro, cruzados de piernas y con los platos en el regazo. Isabella probó la mezcla.
—Es un asco —opinó—. Si no estuviera muerta de hambre no la tocaría.
—Supongo que, cuando vayas a Londres, visitarás a tu madre —dijo él.
La cuchara cargada que iba hacia la boca de la muchacha se detuvo a medio camino.
—¿Cómo sabes que voy a Londres? ¿Y cómo sabes que mi madre está allá?
—Probablemente sé más de tu madre que tú misma —dijo Lothar.
Ella dejó la cuchara en el plato y lo miró con fijeza.
—¿Por ejemplo?
—Bueno, por ejemplo: tu madre es una enemiga acérrima de este país. Es miembro del proscrito CNA y del grupo anti-apartheid. Se vincula regularmente con miembros del Partido Comunista Sudafricano. En Londres, tiene un escondite para refugiados políticos y terroristas fugados.
—¿Mi madre? —Isabella sacudió la cabeza.
—Tu madre estuvo profundamente involucrada en el plan para volar el Parlamento y asesinar a casi todos los miembros del Congreso, incluidos el Primer Ministro, tu padre y el mío.
La muchacha seguía meneando la cabeza, pero él prosiguió, inexpresivo, mirándola con aquellos dorados ojos de leopardo:
—Fue directamente responsable de la muerte de su propio padre, tu abuelo, el coronel Blaine Malcomess. Fue cómplice de Moses Gama, quien ahora cumple sentencia de cadena perpetua por terrorismo y asesinato. De no haber escapado, probablemente estaría en la cárcel con él.
—No —dijo Isabella, suavemente—, no lo creo.
Estaba asombrada y afligida por el cambio que veía en él. Minutos antes, se había mostrado muy gentil, duro y cruel, hiriéndola con sus palabras.
—¿Sabías, por ejemplo, que tu madre era amante de Moses Gama y que le dio un hijo? Tu medio hermano es un atractivo mulato color café con leche.
—¡No! —Isabella retrocedió, sacudiendo la cabeza, incrédula—. ¿Cómo sabes todo eso?
—Por la confesión firmada de Moses Gama en persona. Puedo hacer que veas una copia, pero eso no será necesario. Es casi seguro que conozcas a tu hermano bastardo en Londres. Vive allí con tu madre. Se llama Benjamín Afrika.
La muchacha se levantó de un salto y llevó su plato a la cocinita. Tiró la comida en el recipiente de la basura y, sin mirar a ningún lado, preguntó:
—¿Por qué me has dicho todo esto?
—Para que conozcas tu deber.
—No comprendo. —Ella seguía sin mirarlo.
—Creemos que tu madre y sus cómplices están planeando alguna acción violenta contra este país. No estamos seguros de lo que sea. Cualquier información sobre sus actividades sería algo inestimable.
Isabella se volvió lentamente a mirarle, pálida y horrorizada.
—¿Quieres que espíe a mi propia madre?
—Simplemente, queremos saber los nombres de las personas a las que te presente cuando estés en Londres.
Ella, sin prestar atención, cortó lo que le estaba diciendo:
—Tú planeaste todo esto. Saliste conmigo, no porque te pareciera atractiva, dulce o deseable. Decidiste seducirme sólo para esto.
—No eres atractiva, sino bella. No eres dulce, sino magnífica.
—Y tú eres un hijo de puta. Un reverendo hijo de puta sin corazón.
El se levantó para acercarse a sus ropas, colgadas detrás de la puerta.
—¿Qué vas a hacer? —inquirió ella.
—Vestirme y salir de aquí.
—¿Por qué?
—Me has tratado de hijo de puta.
—Y lo eres —afirmó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Un irresistible hijo de puta. No te vayas, Lothar, por favor, no te vayas.
Para Isabella fue un alivio que su padre no pudiera viajar a Londres con ella y con Michael. Ver otra vez a su madre, después de tantos años, recordando lo que Lothar le había dicho, sería ya bastante difícil sin que su padre estuviera allí para complicar las cosas y confundir sus sentimientos. En realidad, había tratado de librarse de ese viaje, pues quería permanecer cerca de Lothar. Pero había sido él mismo quien insistiera en que debía viajar.
—De cualquier modo, yo estaré en Johannesburgo. No nos veríamos mucho. Además, tienes un deber que cumplir y me has dado tu palabra.
—Papá me proporcionaría un empleo de relaciones públicas en la empresa, allá en Johannesburgo. Podría ocupar un apartamento y nos veríamos a cada instante.
—Cuando vuelvas de Londres —prometió él.
Había representantes de la Casa de Sudáfrica y de la sucursal londinense de las empresas «Courtney» esperando a Isabella y a Michael en el aeropuerto. Una limusina de la compañía los llevó al «Dorchester».
—Papá siempre exagera muchísimo —comentó Michael, azorado por la recepción—. Podríamos haber tomado un taxi.
—No tiene sentido ser un Courtney si no lo disfrutas —disintió Isabella. Cuando le hicieron pasar a su suite, que daba a Hyde Park, encontró un enorme ramo de flores con una nota:
Lamento no poder estar contigo, cariño. La próxima vez, pintaremos juntos de escarlata intenso la ciudad. Tu viejo papá.
Aun antes de que el botones le hubiera subido el equipaje, Isabella marcó el número de teléfono que Tara le había dado. Atendieron al tercer timbrazo.
—Hotel «Lord Kitchener». ¿En qué puedo servirle?
Resultaba extrañamente nostálgico oír un acento sudafricano en una ciudad extranjera.
—¿Puedo hablar con Mrs. Malcomess, por favor?
En su carta, Tara le había advertido que, tras el divorcio, usaba nuevamente su apellido de soltera.
—Hola, Mater. —Isabella trató de hablar con naturalidad. El deleite de Tara, en cambio, no tuvo restricciones.
—¡Oh, Bella, querida! ¿Dónde estás? ¿Has venido con Mickey? ¿Cuándo vendrás? Tienes la dirección, ¿verdad? Es muy fácil de encontrar.
Mientras viajaban por las calles de Londres en un taxi, Isabella trató de imitar el entusiasmo de Michael, pero la horrorizaba la perspectiva de ver a su madre de nuevo.
La dirección correspondía a uno de esos desaliñados hoteles para turistas, en una calle lateral. Sólo estaba encendida una parte del letrero de neón: ORD KITCH, decía, en azul eléctrico; en el vidrio de la puerta principal se veían las pegatinas de varias tarjetas de crédito.
Tara salió a la carrera por las puertas de cristal mientras ellos estaban pagando el taxi todavía. Como abrazó a Michael primero, Isabella tuvo algunos momentos para estudiar a su madre.
Había aumentado de peso; su trasero era enorme dentro de los vaqueros desteñidos y el busto le pendía sin forma en el suéter masculino abolsado. «Es un esperpento», pensó la hija horrorizada. Tara nunca se había tomado muchas molestias con su aspecto personal, pero siempre había lucido un aire de frescura y limpieza. Ahora, el cabello se le había vuelto gris; ella, tras un desganado intento de devolverle el tono rojizo original, había renunciado, dejándolo con vetas cobrizas y del color de las remolachas. Lo llevaba retorcido en un descuidado moño, del que habían escapado mechas multicolores.
Sus facciones se habían aflojado al punto de oscurecer la estructura ósea, que fue una de sus bellezas más notables. Aunque aún tenía los ojos grandes y brillantes, los párpados estaban llenos de arrugas y de bolsas.
Por fin, soltó a Michael y se volvió hacia Isabella.
—Mi querida niñita. Nunca te habría reconocido. Te has convertido en una jovencita encantadora.
Cuando se abrazaron, Isabella recordó el antiguo olor de su madre, que era uno de los recuerdos más agradables de su infancia. Esta mujer olía a perfume floral barato, a cigarrillo y repollo hervido. Y también (a Isabella le costó dar crédito a sus sentidos) a ropa interior usada días enteros sin cambiar.
Aunque la muchacha rompió el abrazo, Tara la retuvo agarrada y, con Michael al otro lado, los condujo al interior del hotel. El recepcionista era un muchacho negro. Isabella reconoció su voz, la misma que la había atendido por teléfono.
—Phineas también es de Ciudad del Cabo —los presentó Tara Es uno de nuestros fugados. Emigró después de los disturbios del 61 y, como el resto de nosotros, aún no puede volver a la patria. Ahora os mostraré el «Lordy». —Se echó a reír—. Así lo llaman mis huéspedes permanentes: el «Lordy». Yo quería cambiarle el nombre, que es demasiado colonialista, demasiado imperial.
Tara continuó parloteando, alegre, mientras les mostraba el hotel. En los pasillos había alfombras raídas y los cuartos tenían lavabos, pero no baños privados. Había uno compartido al final de cada corredor.
Tara les fue presentando a los huéspedes que se cruzaban con ellos. «Mis hijos, de Ciudad del Cabo», decía. Y ellos estrechaban la mano a turistas alemanes y franceses, que no hablaban inglés, pakistaníes y chinos, keniatas negros y sudafricanos de color.
—¿Dónde os hospedáis? —quiso saber Tara.
—En el «Dorchester».
—Por supuesto. —Ella puso los ojos en blanco—. Cincuenta guineas diarias, pagadas con el sudor de los obreros de las minas «Courtney». Eso es lo que tu padre prefiere. ¿Por qué no os venís aquí? Tengo dos lindos cuartos en el último piso que, en este momento están desocupados.
Isabella se estremeció ante la idea de compartir el baño. Antes de que Michael pudiera aceptar, ella intervino.
Papi se pondría furioso —dijo—, porque pagó por adelantado. Y ahora que conocemos el camino, en taxi se viene en seguida.
—Oh, taxis —bufó Tara—. ¿Por qué no tomas el autobús o el «metro», como cualquiera?
Isabella la miraba, enmudecida. ¿Acaso ella no comprendía que no eran unos cualquiera? Ellos eran de la familia Courtney. Iba a decírselo así cuando Michael, conociendo sus intenciones, se apresuró a interrumpirla.
—Tienes razón, por supuesto. Debes decirnos qué línea tomar para llegar aquí y dónde bajarnos, Mater.
—Mickey, queridito, no me llames Mater, por favor. Es tan horriblemente bourgeois… llámame mamá o Tara, pero no así.
—Bueno. Me sonará un poco extraño al principio, pero te llamaré Tara.
—Es casi la hora de almorzar —anunció Tara, feliz—. Pedí al cocinero que preparara un budín de pan y manteca. Sé que es uno de tus favoritos, Mickey.
—No tengo mucho apetito, Mater… Tara —anunció Isabella—. Tal vez sea por efectos del viaje o algo así, pero…
Michael la pellizcó con fuerza.
—Ah, me encanta, Tara. Será un placer almorzar aquí. —Tengo que echar un vistazo en la cocina para asegurarme que todo está bien. Venid conmigo.
En cuanto entraron en la cocina, un niño se acercó corriendo a Tara. Seguramente, había estado ayudando al cocinero irlandés, pues tenía las manos blancas de harina hasta los codos. Tara lo abrazó con alegría, sin prestar atención a la harina que le manchaba el suéter. La cabeza del niño estaba cubierta de rizos cortos y lanudos. Su piel tenía el color del caramelo de café con leche. Sus ojos eran enormes y oscuros; sus facciones, bellas y pícaras. A Isabella le pareció igual a cualquiera de los hijos de quienes trabajaban en Weltevreden. Ella le sonrió, y él respondió con una sonrisa torcida, pero amistosa.
—Este es Benjamín —dijo Tara—. Y ellos, Benjamín, son tus hermanos. Micky e Isabella.
La muchacha lo miró fijamente. Había tratado de olvidar todo lo que Lothar le había dicho y, hasta cierto punto, lo había logrado. Pero ahora todo aquello volvía en un torrente, rugiéndole en los oídos como una inundación: «Tu medio hermano es un atractivo mulato». Isabella tuvo ganas de gritar: «¿Cómo pudiste hacernos esto, Mater, cómo?» Pero Michael, recobrado de su obvia sorpresa, alargó la mano hacia el niño.
—Hola, Ben —le dijo—. Me alegro de que seamos hermanos, ¿qué te parece si, además, nos hacemos amigos?
—Vaya, hombre, me gusta —convino Benjamín, de inmediato. Para mayor espanto de Isabella, hablaba con el tosco acento del sur de Londres.
La muchacha pronunció apenas diez o doce palabras durante el almuerzo. La sopa de arvejas, espesada con harina que no se había cocido del todo, se le pegaba al paladar. El pescado hervido flotaba, laxo, en una salsa acuosa. El repollo había sido hervido hasta tomar un color rosado.
Compartieron la mesa con Phineas, el recepcionista, y con cinco huéspedes de Tara, todos ellos expatriados sudafricanos, todos ellos negros. La bulliciosa conversación se desarrolló casi enteramente en la jerga izquierdista. Cuando se referían al Gobierno del que formaba parte el amado padre de Isabella, lo llamaban siempre «el régimen racista». Michael participó alegremente en la discusión sobre la redistribución de la riqueza y la devolución de la tierra a quienes la trabajaban, una vez que la revolución hubiera triunfado y la República Popular Democrática de Azania hubiera sido establecida. Isabella sentía deseos de gritar: «¡Mickey, deja de gastar bromas! ¡Están hablando de Weltevreden y de la mina de “Silver River”! Estos son terroristas y revolucionarios, decididos a aniquilarnos y a destruir nuestro mundo».
Cuando se sirvió el budín, ella ya no pudo soportar más.
—Necesito volver al «Dorchesterr» y acostarme. —Estaba tan pálida y demacrada que Tara apenas protestó. Isabella se negó a que Michael la acompañara—. No quiero arruinarte la diversión —dijo—. Hace siglos que no ves a Mater… a Tara. Puedo tomar un taxi.
Tal vez era realmente la fatiga lo que la había debilitado, pero en el taxi se descubrió sollozando de despecho, vergüenza y furia.
—¡Maldita sea! —susurró—. Que el diablo la lleve. Nos ha deshonrado a todos. A papi, a Nana, a mí, a toda la familia.
En cuanto llegó a su cuarto, cerró la puerta con llave. Se arrojó sobre la cama y alargó la mano hacia el teléfono.
—Quiero efectuar una llamada a Johannesburgo, Sudáfrica. —Y leyó el número anotado en su libreta.
La demora fue inferior a la media hora. Al cabo, una voz maravillosamente sudafricana le dijo:
—Oficina de Seguridad del Estado.
—Quiero hablar con el coronel Lothar De La Rey.
—Habla De La Rey.
A pesar de los miles de kilómetros que los separaban, su voz sonaba muy clara. Isabella lo imaginó desnudo, en la playa, como una estatua griega, pero con centelleantes ojos dorados.
—Oh, Lothie, por Dios —susurró—, cuánto te echo de menos. Quiero volver a casa. Odio todo esto.
Él le habló con calma, tranquilizándola.
—Cuéntamelo todo —le ordenó, cuando ella se hubo serenado.
—Tenías razón. Todo lo que me dijiste era cierto, hasta lo de su pequeño bastardo mulato y los terroristas revolucionarios con quienes trata. ¿Qué debo hacer, Lothar? Haré todo lo que me pidas.
—Debes quedarte allí y aguantar las dos semanas enteras. Puedes telefonearme todos los días si quieres, pero prométeme que te quedarás, Bella.
—Está bien, pero no sabes cómo te echo de menos. Y a mi casa. —Escucha, Bella. Quiero que vayas a la Casa de Sudáfrica en la primera oportunidad que se te presente. No se lo digas a nadie, ni siquiera a tu hermano. Pregunta por el coronel Van Vuuren, el agregado militar. El te mostrará fotografías para que identifiques a la gente que has conocido.
—Bueno, Lothie. Pero ya he dicho dos veces lo mucho que te echo de menos. Y tú, pedazo de cerdo, no has dicho una palabra.
—Pienso en ti todos los días desde que te fuiste —dijo Lothar—. Eres hermosa, eres divertida, me haces reír.
—Sigue —rogó ella—. Sigue hablando así.
Adrian Van Vuuren era un hombre corpulento, con aire de tío bueno, más parecido a un granjero que a un agente del Servicio Secreto. La llevó a la oficina del embajador y la presentó a Su Excelencia, que conocía bien a Shasa. Después de conversar unos minutos, Su Excelencia la invitó a las carreras de Ascot, el sábado siguiente, pero el coronel Van Vuuren intervino en tono de pedir disculpas:
—Miss Courtney está haciendo un pequeño trabajo para nosotros, en estos momentos, Su Excelencia. No sería prudente exhibir en público sus vinculaciones con la Embajada.
—Claro —reconoció el embajador, con desgana—. Pero vendrá a almorzar con nosotros, Miss Courtney. No con mucha frecuencia tenemos una muchacha tan bonita en nuestras reuniones.
Van Vuuren le mostró la parte principal de la Embajada y sus tesoros artísticos. El recorrido terminó en su despacho del tercer piso.
—Ahora, querida, tenemos trabajo para usted.
En su escritorio había una pila de álbumes, todos llenos de fotografías donde se veían el rostro de frente y de perfil de muchos hombres y mujeres. Se sentaron juntos y el coronel fue volviendo las páginas para señalarle a los que ella había visto en el «Lord Kitchener».
—Al darnos los nombres, usted nos facilita las cosas —le comentó él.
Y le mostró una fotografía de Phineas, el recepcionista del hotel:
—Sí, es él —confirmó Isabella.
Van Vuuren buscó los datos en otra carpeta.
—«Phineas Mofoso. Nacido en 1941. Miembro del Congreso Panafricanista. Condenado por violencia pública el 16 de mayo de 1961. Violó las condiciones de la fianza. Emigró ilegalmente a fines de 1961. Se cree que puede estar en el Reino Unido». Es un pez chico —gruñó—. Pero los peces chicos suelen formar cardúmenes con los grandes.
Se ofreció a proporcionarle un coche de la Embajada para que la llevara al «Dorchester».
—No, gracias —rehusó ella—. Prefiero caminar.
Tomó el té a solas, en «Fortnum 6s Masons». Cuando volvió al hotel, encontró a Michael frenético de preocupación.
—Por el amor de Dios, Mickey, no soy una niña. Sé cuidarme sola.
—Esta noche, Mater dará una fiesta en nuestro honor, en el «Lord Kitchener». Quiere que estemos allí antes de las seis.
—Tara, querrás decir, no Mater. Y es el «Lordy», no el «Lord Kitchener». No seas tan bourgeois y colonialista, mi querido Mickey.
Había cuanto menos cincuenta personas agolpadas en la sala de residentes de «Lordy». Tara sirvió cantidades ilimitadas de bitter y de vino español para tragar los inolvidables entremeses del cocinero irlandés. Michael entró en ambiente; en todo momento, se le vio en el centro de algún grupo que gesticulaba y discutía. Isabella retrocedió hasta un rincón y, con aire gélido y altanero, desalentó cualquier intento amistoso de los otros invitados, aunque no dejaba de memorizar sus nombres y sus rostros, según Tara se los iba presentando.
Al cabo de una hora, el humo, la atmósfera de claustrofobia y el volumen de la conversación, lubricados por aquel vino español, se tornaron opresivos. Isabella sentía los ojos irritados y un dolor sordo en las sienes. Tara había desaparecido. Michael seguía divirtiéndose.
«Por esta noche he cumplido con mi deber patriótico», decidió la muchacha. Y se escurrió hacia la puerta, tratando de que su hermano no se diera cuenta de su partida.
Al pasar junto al mostrador de recepción, en donde no había nadie, oyó voces por la puerta de la diminuta oficina de Tara. Entonces, tuvo un ataque de remordimientos. «No puedo irme sin dar las gracias a Mater —decidió—. La fiesta ha estado horrible, pero ella se ha tomado muchas molestias y yo soy una invitada de honor».
Iba a llamar al cristal de la puerta cuando oyó hablar a su madre.
—Pero, camarada —estaba diciendo—, yo no sabía que llegarías esta noche.
Las palabras no tenían nada de extraordinario, pero sí el tono en que Tara las había pronunciado. Estaba más que agitada: parecía sobrecogida de miedo, un miedo mortal.
Una voz de hombre respondió; una voz tan grave y áspera que Isabella no captó las palabras.
—Pero son mis propios hijos —dijo Tara—. No hay ningún peligro.
—Siempre hay peligro. Esa vez, la respuesta del hombre fue más áspera.
—Siempre hay peligro. También son los hijos de tu esposo, y tu esposo es miembro del régimen fascista racista, camarada. Ahora, nos iremos. Volveremos más tarde, cuando se hayan ido.
Isabella actuó por instinto. Corrió al vestíbulo y salió a la estrecha calle. Junto al bordillo de la acera se alineaban los vehículos estacionados. Uno de ellos era un camión de reparto, alto y oscuro, que sirvió para ocultarla.
A los pocos minutos, dos hombres salieron por la puerta principal del hotel. Ambos vestían impermeables oscuros, pero llevaban la cabeza descubierta. Se pusieron en marcha, caminando hacia Cromwell Road. Cuando pasaron junto al escondite de Isabella, la luz de la calle les dio de lleno en el rostro.
El hombre más próximo a ella era un negro de facciones fuertes y resueltas, nariz achatada y gruesos labios africanos. Su compañero era blanco y mucho mayor, de cara pálida como la masilla y textura igualmente amorfa. Tenía el cabello negro, lacio y sin vida, colgando sobre la frente; sus ojos eran oscuros e insondables como charcos de alquitrán. Isabella comprendió entonces por qué su madre había tenido miedo. Aquel hombre inspiraba temor.
El coronel Van Vuuren se sentó junto a ella, ante el escritorio lleno de fotografías.
—Con que es blanco. Eso nos facilita mucho las cosas —dijo, mientras elegía uno de los álbumes—. Estos son de hombres blancos. Todos están aquí, hasta los que tenemos bien seguros entre rejas, como Bram Fischer.
Ella encontró la fotografía en la tercera página.
—Este es.
—¿Está segura? —inquirió Van Vuuren—. La fotografía no es muy clara.
Debía de haber sido tomada en el momento en que el hombre subía a un vehículo, pues el fondo mostraba una calle de ciudad. El miraba hacia atrás. La portezuela abierta del vehículo ocultaba casi todo su cuerpo y el movimiento había emborronado sus facciones un poco.
—Sí, él es, estoy segura —repitió Isabella—. No podría equivocarme, con esos ojos.
Van Vuuren consultó la carpeta aparte.
—La fotografía fue tomada en Berlín Occidental por la CÍA, hace dos años. Es un tipo astuto; no tenemos más fotografías que ésta. Se llama Joe Cicero. Es secretario general del Partido Comunista Sudafricano y coronel de la KGB rusa; además, jefe de personal de la Umkhonto we Sizwe, ala militar del proscrito CNA. Por lo tanto, querida mía, los peces gordos han llegado. Ahora, trataremos de identificar a su compañero. Eso no será tan fácil.
Les llevó casi dos horas. Isabella hojeaba los álbumes lentamente. Cuando se acabó una pila, el ayudante de Van Vuuren trajo otra brazada y volvieron a comenzar. Van Vuuren esperaba con paciencia, sirviéndole café y alentándola con alguna sonrisa cuando veía que flaqueaba.
Por fin, Isabella irguió la espalda.
—Sí, éste es.
—Ha estado maravillosa. Gracias.
Van Vuuren buscó la carpeta y tomó el curriculum vitae del hombre fotografiado.
—Raleigh Tabaka —leyó—. Secretario de la rama Vaal del CPA y miembro de Pogo. Organizó el ataque a la Comisaría de Sharpeville. Desapareció hace tres años, antes de que pudiera ser detenido. Desde entonces, según rumores, ha sido visto en campamentos de adiestramiento, en Marruecos y Alemania Oriental. Se lo considera terrorista peligroso y bien preparado. Dos peces gordos a la vez. ¡Ojalá pudiéramos averiguar qué se traen entre manos!