Al promediar la mañana, Michael Courtney decidió arriesgarse, pues la actividad parecía haber disminuido alrededor de la Comisaría. Desde luego, resultaba difícil saber con exactitud qué estaba ocurriendo. Sólo podía ver la retaguardia de la muchedumbre y, por encima de sus cabezas, la parte alta de la alambrada y el tejado de hierro del destacamento. Sin embargo, la situación parecía estable y, descontando algunos cánticos, la multitud se mantenía tranquila y paciente.

Subió al «Morris» y regresó por la avenida hasta la escuela primaria. Los edificios estaban desiertos. Sin ningún reparo, trató de abrir la puerta que rezaba «Dirección». Estaba sin llave y en el barato escritorio había un teléfono. Se comunicó con las oficinas del Mail; Leon Herbstein estaba en su oficina.

—Tengo un artículo —dijo Michael. Después de leer sus notas agregó—: Yo, en su lugar, enviaría a un fotógrafo. Es muy posible que pueda tomar fotos dramáticas.

—Dime cómo llegar hasta donde estás —accedió Leon al instante.

Michael volvió a la Comisaría en el momento que Otro convoy de refuerzos policiales se abría paso entre la muchedumbre hasta los portones.

La mañana siguió su curso. Michael se quedó sin cigarrillos: una pequeña tragedia. También tenía calor y sed. Se preguntó cómo se sentirían los manifestantes allá afuera, hora tras hora.

Sentía que el ánimo general iba cambiando. Ya no había júbilo ni expectación, sino cierta frustración, como si todos se sintieran burlados porque Sobukwe no se había presentado ni se producían los esperados anuncios de la abolición de los dompas.

Se reiniciaron los cánticos, pero con un tono duro y agresivo. Había forcejeos y disturbios entre la multitud. Por encima de las cabezas, Michael vio que los policías, armados, tomaban posiciones sobre las cabinas de los camiones estacionados tras la cerca.

Llegó el fotógrafo del Mail, un joven periodista negro que pudo entrar en la población sin permiso. Dejó su pequeño «Humber» junto al «Morris» y Michael, después de pedirle un cigarrillo, le informó con pocas palabras de lo que estaba pasando y le envió a mezclarse con la retaguardia de la muchedumbre para iniciar el trabajo.

Poco después del mediodía, algunos de los jóvenes se separaron del gentío y comenzaron a revisar los lados de la carretera y los jardines cercanos, en busca de proyectiles. Arrancaron los ladrillos que rodeaban los canteros y rompieron trozos de pavimento. Con esas toscas armas volvieron a reunirse con la multitud. Era un detalle animoso; Michael trepó al capó de su bienamado «Morris», sin importarle la pintura esta vez, dado que solía cuidarla y lustrarla todas las mañanas.

Si bien se encontraba a más de ciento cincuenta metros de los portones, desde allí arriba podía ver mejor. Presenció la creciente agitación de la vanguardia y vio que los policías apostados sobre los vehículos, los únicos que tenía a la vista, se incorporaban y comenzaban a cargar sus armas. Era obvio que respondían a una orden. Michael sintió un pequeño escalofrío de ansiedad.

De pronto, una violenta conmoción se produjo en la parte más densa de la muchedumbre, frente a los portones principales. La masa humana avanzó, empujando, entre gritos de protesta y alaridos. Los de la retaguardia, allí donde estaba Michael, presionaron hacia delante para ver qué estaba pasando. De pronto, se oyó un ruido metálico, de rotura.

Michael vio que la parte alta de los portones comenzaba a moverse y cedía bajo la presión. En el momento en que caían, hubo algunas pedradas que salían de la multitud.

Un momento después, como las aguas de un dique roto, la turba se precipitó hacia delante.

Michael nunca había oído el ruido de las armas de repetición. Por eso no lo reconoció. Pero sí conocía el de la bala contra la carne, lo había aprendido en aquel safari de la infancia con su padre y sus hermanos.

Era un ruido inconfundible: un golpe carnoso, casi como el que hace un ama de casa al aporrear una alfombra polvorienta. Sin embargo, no pudo creerlo hasta que vio a los policías apostados sobre los vehículos. Aun en medio de su horror, notó que las armas brincaban en sus manos, escupiendo pequeños pétalos de fuego un segundo antes de que el ruido llegara a él.

La muchedumbre se abrió y echó a correr ante las primeras ráfagas. Se esparcieron como ondas en un estanque, retrocediendo hasta mucho más allá de donde Michael estaba. Lo increíble era que algunos reían, como si aún no comprendieran lo que ocurría, como si se tratara de un juego tonto.

Frente a los portones rotos, los cuerpos se amontonaban con más densidad; casi todos ellos estaban boca abajo y con la cabeza hacia la dirección en que habían estado corriendo al caer. Pero había otros más allá y las carabinas aún seguían atronando. Comenzaron a caer víctimas junto al mismo Michael. La zona que rodeaba a la Comisaría estaba despejada. A través del polvo, se veían las siluetas de los policías uniformados detrás de la alambrada vencida. Algunos estaban recargando; otros disparaban aún.

Michael oyó el silbido de las balas que pasaban cerca de su cabeza; sin embargo, estaba tan hipnotizado por el espanto que ni siquiera se movió.

A veinte pasos de distancia, una joven pareja retrocedió hacia él. Los reconoció; eran los que habían encabezado la manifestación’, el joven alto y apuesto y la linda muchacha con rostro de luna. Todavía iban de la mano, pero en el momento en que pasaban junto a Michael, la muchacha se liberó para retroceder hacia una criatura, que permanecía alelada y perdida entre la masacre.

En el momento en que ella se inclinaba para recoger al niño, las balas la alcanzaron. Se vio arrojada hacia atrás de repente, como si hubiera llegado al final de una traílla invisible, pero permaneció de pie por algunos segundos más. Michael vio que las balas le salían por la espalda, a la altura de las costillas inferiores. Por un breve instante, levantaron pequeñas puntas en la tela de su blusa, para emerger en rojizas bocanadas de sangre y tejidos.

La muchacha hizo una pirueta y comenzó a derrumbarse. Michael vio, al girar ella, dos manchas oscuras en la tela blanca: los dos puntos de entrada de las balas. Un momento después, ella caía de rodillas.

Su compañero retrocedió a toda carrera y trató de sostenerla, pero ella se le deslizó entre las manos y cayó de bruces. El muchacho se arrodilló a su lado y la levantó en brazos. Michael vio su expresión con toda claridad. Jamás había presenciado tanta desolación y sufrimiento en otro ser humano.

Raleigh sostenía a Amelia en sus brazos. Su cabeza le caía contra el hombro como la de un niño dormido; sintió que la sangre le iba empapando la ropa, caliente como café derramado; el calor le daba un olor nauseabundo y dulzón.

Buscó a tientas en los bolsillos y halló su pañuelo. Lo usó para limpiarle suavemente el polvo de las mejillas y de la boca, pues había caído de cara contra la tierra.

—Despierta, mi lunita —la arrulló—. Déjame oír tu dulce voz… La muchacha tenía los ojos abiertos. Él le volvió un poquito la cabeza para mirarla.

—Soy yo, Amelia. Soy Raleigh. ¿No me ves?

Pero mientras hablaba, una pátina lechosa se extendió sobre aquellas pupilas dilatadas quitando el brillo a su oscura belleza.

La estrechó con más fuerza, apretando su cabeza laxa contra el pecho, meciéndola, mientras le canturreaba suavemente, como si fuera un bebé, con la vista perdida sobre la plaza.

Los cuerpos, a su alrededor, parecían fruta demasiado madura que hubiera caído de las ramas. Algunos aun se movían: un brazo se enderezaba, un puño aflojaba su tensión. Un anciano se arrastró a su lado, remolcando una pierna destrozada.

Los oficiales de policía estaban saliendo por los portones vencidos. Caminaban por la plaza con aire aturdido e incierto; las armas descargadas les colgaban de las manos flojas. De vez en cuando, se arrodillaban junto a uno de los cuerpos. Luego se erguían Y continuaban la marcha.

Uno de ellos se aproximó a Raleigh, quien lo reconoció: era el capitán rubio que lo había sujetado por la camisa. Había perdido la gorra y le faltaba el primer botón de la guerrera. El sudor, que le oscurecía el cabello, pendía en gotas de su frente pálida. Se detuvo a pocos pasos de distancia y lo miró. Aunque tenía el cabello rubio, sus cejas eran negras y espesas; sus ojos, amarillos como los de un leopardo. Raleigh comprendió entonces por qué le habían dado ese apodo. Bajo aquellos ojos claros se veían manchas de fatiga y horror, oscuras como cardenales viejos; sus labios estaban resecos y quebrados.

Se miraron mutuamente: el negro arrodillado en el polvo, con la mujer muerta en los brazos, y el blanco uniformado, con el arma vacía en las manos.

—Yo no quería que ocurriera esto —dijo Lothar De La Rey, pero se le quebró la voz—. Lo siento.

Raleigh no respondió ni dio señales de haberlo oído. Luego giró en redondo y desanduvo el trayecto, esquivando muertos y mutilados, hacia el refugio de la alambrada.

La sangre que empapaba las ropas de Raleigh comenzaba a enfriarse. Al tocar la mejilla de Amelia sintió que estaba perdiendo el calor. Entonces, le cerró suavemente los ojos y desabotonó la pechera de su blusa. Las dos heridas sangraban muy poco. Eran dos bocas oscuras abiertas en la piel suave y ambarina, por debajo de los ahusados senos virginales, a pocos centímetros la una de la otra. Raleigh introdujo dos dedos de la mano derecha en las aberturas sangrientas. En la carne desgarrada todavía quedaba algo de calor.

—Con mis dedos en tu cuerpo muerto —susurró—, con los dedos de mi diestra en tus heridas, hago este juramento, amor mío. Serás vengada. Lo juro por nuestro amor, por mi vida y por tu muerte. Serás vengada.

En los días de ansiedad y agitación que siguieron a la masacre de Sharpeville, Verwoerd y su ministro del Interior actuaron con resolución y energía.

Se declaró el estado de emergencia en casi la mitad de los distritos de Sudáfrica. Tanto el CNA como el CPA fueron prohibidos; aquellos de sus partidarios sospechosos de incitación e intimidación, arrestados según los reglamentos del caso. Algunos cálculos establecían la cifra de detenidos en dieciocho mil.

A principios de abril, en la reunión de Gabinete convocada para discutir la emergencia, Shasa Courtney arriesgó su futuro político apelando al doctor Verwoerd para que aboliera el sistema de pases. Había preparado su discurso con cuidado; su auténtica preocupación por la importancia del tema le dio más elocuencia que de costumbre. Mientras hablaba, notó que iba ganando el apoyo de algunos miembros importantes del Gabinete.

—Con un solo golpe anularemos la causa principal de insatisfacción entre los negros y privaremos a los agitadores de su arma más valiosa —señaló.

Otros tres ministros, con mucha antigüedad en su cargo, se hicieron eco de sus palabras, pidiendo la abolición del dompas, Verwoerd los miró echando chispas desde la cabecera de la mesa, Parecía más encolerizado a cada instante; al fin, se levantó de un salto.

—La idea está completamente fuera de cuestión. Los pases cumplen un propósito esencial: controlar la penetración de los negros en las zonas urbanas.

En pocos minutos, aplastó brutalmente la propuesta y dejó muy claro que intentar su resurrección sería el suicidio político para cualquier miembro del Gabinete, cualquiera fuese su antigüedad en el cargo.

A los pocos días, el mismo Hendrick Verwoerd se hallaba al borde del abismo. En una visita a Johannesburgo para inaugurar la mayor exposición agrícola-industrial del país, pronunció un tranquilizador discurso ante la enorme muchedumbre que llenaba el lugar. Mientras se sentaba, en medio de atronadores aplausos, un hombre blanco de aspecto insignificante se abrió paso entre las gradas y, a la vista de todos, acercó una pistola a la cabeza del doctor Verwoerd para disparar dos veces.

Verwoerd se derrumbó con el rostro lleno de sangre, en tanto los guardias de seguridad reducían al atacante. Ambos proyectiles, disparados a quemarropa, habían penetrado en el cráneo del Primer Ministro. Lo salvaron su notabilísima tenacidad y su voluntad de vivir, sumadas a la esmerada atención médica.

En poco más de un mes, había abandonado el hospital y retomaba sus funciones como jefe del Estado. El intento de asesinato parecía carecer de motivos y razón; su atacante fue declarado demente e internado en un manicomio. Cuando el doctor Verwoerd logró recobrarse plenamente de ese atentado, el país había vuelto a la calma y la policía de Manfred De La Rey tenía de nuevo la situación bajo control.

Naturalmente, la reacción de la comunidad internacional con respecto a la matanza y las medidas subsiguientes fue una enconada crítica. Estados Unidos se puso a la cabeza de las expresiones condenatorias. En el curso de pocos meses instituyó un embargo a la venta de armas a Sudáfrica. Más perjudicial que la reacción de los Gobiernos extranjeros fue el derrumbe de la Bolsa de Johannesburgo, el brusco descenso de los valores de las propiedades y el intento de fuga de capitales. De inmediato, leyes estrictas de control cambiario fueron impuestas para que eso no sucediera. Manfred De La Rey había salido muy favorecido de todo aquello en cuanto a poder y posición. Había actuado como su pueblo esperaba: con energía e inmediata decisión. Ya no cabían dudas de que era uno de los miembros principales del Gabinete y sucesor directo de Hendrick Verwoerd. Había aplastado al Congreso Panafricanista y al Congreso Nacional Africano, cuyos líderes permanecían ocultos y desorientados o habían huido del país.

Una vez asegurada la tranquilidad en el Estado, el doctor Verwoerd pudo, por fin, dedicar toda su atención al importante plan de cumplir con el sueño dorado de los afrikaners: la creación de una república.

El referéndum se llevó a cabo en octubre de 1960; los sentimientos a favor y en contra, engendrados por la perspectiva de romper con la Corona británica, eran tan grandes que se registró un noventa por ciento de votantes. Verwoerd, con gran astucia, había decretado que bastaría una simple mayoría en vez de la habitual proporción de dos tercios, y la obtuvo por ochocientos cincuenta mil contra setecientos setenta y cinco mil. La reacción afrikaner fue una histeria de júbilo, discursos y loco regocijo.

En marzo del año siguiente, Verwoerd y su cortejo fueron a Londres para asistir a la reunión de Primeros Ministros de la Commonwealth. Al salir, dijo al mundo:

—A la luz de las opiniones expresadas por otros Gobiernos de la Conmmonwealth con respecto a la política racial del Gobierno sudafricano, dije a los Primeros Ministros que retiraba la solicitud de mi país de continuar' formando parte de la Commonwealth tras haber alcanzado la condición de república.

Desde Pretoria, Manfred De La Rey cablegrafió a Verwoerd: «Usted ha preservado la dignidad y el orgullo de su país. La nación le debe gratitud eterna».

Verwoerd, a su regreso, se encontró con la adulación y el culto de su pueblo. En la embriagadora euforia, muy pocas personas, aun entre la oposición angloparlante, se dieron cuenta de que ese hombre había cerrado de forma inexpugnable muchas puertas a su espalda, de que, en los años venideros, soplarían los fríos y estériles vientos pronosticados por Macmillan sobre la punta sur del continente.

Una vez felizmente inaugurada la república, Verwoerd pudo al fin seleccionar su guardia pretoriana para protegerla y fortificarla. Erasmus, el exministro de Justicia que, durante la emergencia, no había actuado con la decisión y la inexorabilidad esperadas, fue despachado a Roma como embajador de la nueva república. Verwoerd presentó dos nuevos ministros a su Gabinete.

El nuevo ministro de Defensa era miembro del distrito electoral de George, en El Cabo; se llamaba P. W. Botha. Para remplazar a Erasmus, se nombró a Balthazar Johannes Vorster. Shasa Courtney conocía bien a este último. Mientras le escuchaba pronunciar su primer discurso ante el Gabinete, reflexionó en lo mucho que se parecía a Manfred De La Rey.

Tenían más o menos la misma edad y ambos habían sido miembros activos de la Ossewa Brandwag, aquella organización de extrema derecha, opuesta a Smuts y favorable a los nazis, que operaba durante la guerra. Si bien se aceptaba que Manfred había permanecido en Alemania durante los años de guerra y éste se mostraba muy misterioso y reservado sobre ese período de su vida, Vorster lo había pasado internado en el campo de concentración de Koffiefontein, organizado por Smuts.

Tanto Vorster como De La Rey habían estudiado en la Universidad de Stellenbosch, ciudadela del pueblo afrikaner, y sus carreras políticas habían seguido cursos paralelos. Aunque Manfred había ganado su escaño en el Parlamento en las históricas elecciones de 1948, John Vorster había logrado la distinción, en la misma oportunidad, de ser el único candidato de la historia sudafricana que perdió por sólo dos votos. Más adelante, en 1953, se reivindicó ganando el mismo escaño por una mayoría de setecientos. Sentados los dos ante la larga mesa del Gabinete, el parecido físico era asombroso. Ambos corpulentos y de facciones rudas de bull-dog, ambos tercos, firmes y duros: epítomes del bóer. Vorster confirmó todo eso ante Shasa apenas comenzó a hablar, adelantándose agresivamente para expresarse con claridad y confianza.

—Creo que estamos en lucha a muerte contra las fuerzas del comunismo y que no podemos derrotar a la subversión ni desactivar la revolución observando estrictamente las reglas de Queensberry. Debemos dejar a un lado los antiguos preceptos del habeas corpus y armarnos con una nueva legislación, que nos permita adelantarnos al enemigo, retirar sus líderes y encerrarles donde no puedan hacer daño. Este concepto no es nuevo, caballeros.

Vorster sonrió a los presentes. A Shasa le impresionó el modo en que sus agrias facciones se iluminaban con esa sonrisa diabólica.

—Todos ustedes saben dónde pasé los años de la guerra, sin derecho a juicio. Y permítanme decirlo sin ambages: dio resultado. Se me impidió hacer travesuras. Y eso es lo que pienso hacer con quienes serían capaces de destruir esta tierra: impedirles hacer travesuras. Quiero el poder de detener a cualquier persona a quien yo sepa enemiga del Estado, sin juicio, por un período de hasta noventa días.

Fue una actuación magistral. Shasa sintió temores por verse obligado a seguirla, sobre todo porque no podía mostrarse tan optimista en su propia visión del futuro.

—En este momento, tengo dos preocupaciones principales —dijo a sus colegas, con toda seriedad—. La primera es el embargo de armas impuesto por los Estados Unidos. Creo que otros países cederán muy pronto a la presión estadounidense y el embargo se extenderá. Hasta es posible que algún día nos veamos en la ridícula situación de que Gran Bretaña se niegue a vendernos las armas necesarias para nuestra propia defensa. —Algunos de los presentes se agitaron en los asientos, con expresión de incredulidad. Se les aseguró—: No podemos permitirnos subestimar esta histeria estadounidense en favor de los derechos civiles. Recordemos que enviaron a los soldados para obligar a los blancos a aceptar el ingreso de los negros en sus escuelas.

El recuerdo de aquella acción les horrorizó a todos. No hubo más señales de incredulidad. Shasa, en tanto, prosiguió:

—La nación, que es capaz de eso, es capaz de cualquier cosa.

Mi meta es hacer de este país un país autosuficiente en cuanto a armamentos convencionales, en el plazo de cinco años.

—¿Es posible eso? —preguntó Verwoerd en tono áspero.

—Eso creo. Por fortuna se había previsto esta eventualidad. Usted mismo me advirtió de que era posible un embargo de armas al designarme para este cargo, Primer Ministro.

Verwoerd hizo una señal afirmativa.

—Tal es mi objetivo: autosuficiencia en armamentos convencionales en cinco años —repitió Shasa. Hizo una pausa dramática—. Y energía nuclear dentro de diez.

Eso era abusar de la credulidad general. Hubo interjecciones y duras preguntas. Shasa levantó las manos y siguió hablando con firmeza.

—Lo digo muy en serio, caballeros. ¡Podemos! Dadas ciertas circunstancias.

—Dinero —precisó Hendrick Verwoerd. Shasa asintió.

—Sí, Primer Ministro: dinero. Lo cual me lleva a mi segunda preocupación de importancia. —Shasa aspiró profundamente y se preparó para abordar una verdad desagradable—. Desde los disparos de Sharpeville, se ha producido una invalidante fuga de capitales de este país. Cecil Rhodes solía decir que los judíos eran aves de buen agüero. Cuando los judíos llegaban, la empresa o el país tenían el éxito asegurado; cuando los judíos se apartaban, podía esperarse lo peor. Y bien, caballeros: la triste verdad es que nuestros judíos se están apartando. Tenemos que incitarles a quedarse y traer a los que ya han emigrado.

Una vez más, hubo inquietud alrededor de la mesa. El Partido Nacionalista había sido engendrado en la ola de antisemitismo existente entre ambas guerras mundiales; aunque desde entonces se había atenuado, subsistían algunos rastros.

—Tales son los hechos, caballeros —prosiguió Shasa, pasando por alto la incomodidad general—. Desde Sharpeville, el valor de la propiedad se ha reducido a la mitad de lo que era antes del incidente; el mercado de valores está en su punto más bajo desde los oscuros días de Dunkerque. Los comerciantes e inversores del mundo están convencidos de que este Gobierno se tambalea y se halla a punto de capitular ante las fuerzas del comunismo y la oscuridad. Nos ven devorados por el abatimiento y la anarquía, entre turbas negras que incendian y saquean y una civilización blanca a punto de arder en llamas.

Todos rieron con aire despectivo. John Vorster emitió una interjección.

—Acabo de explicar qué pasos daremos.

—Sí —le interrumpió Shasa, apresuradamente—. Sabemos que el punto de vista extranjero está distorsionado. Sabemos que aún formamos un gobierno fuerte y estable, que el país es próspero y productivo, que la vasta mayoría de nuestro pueblo, tanto el blanco como el negro, obedece la ley y está satisfecho. Sabemos que constamos con el oro como ángel guardián para que nos proteja. Pero debemos convencer de eso al resto del mundo.

—¿Y le parece que es posible, hombre? —preguntó Manfred, rápidamente.

—Sí, mediante una campaña concertada y a gran escala para presentar a los comerciantes del mundo la verdadera situación —dijo Shasa—. He reclutado a los líderes de nuestra industria y nuestro comercio para que nos ayuden. Tendremos que salir a explicar la verdad a nuestra propia costa. Los invitaremos a visitar el país, a periodistas, comerciantes y amigos, para que vean por sí mismos el estado de tranquilidad y orden de nuestra nación, así como la ventaja y riqueza de las oportunidades.

Shasa pasó otros treinta minutos hablando. Cuando hubo terminado, el fervor y la sinceridad lo habían dejado exhausto, pero notó que había convencido a sus colegas. Valía la pena haber hecho el esfuerzo. Estaba seguro de que, del horror de Sharpeville, podría extraer una nueva empresa que los llevara a la cumbre de la prosperidad y la fuerza.

Shasa siempre había tenido un extraordinario poder de adaptación y recuperación. Aun en sus tiempos de combatiente, cuando volvía con su escuadrilla de una incursión sobre las líneas italianas, él había sido el primero en recobrarse e iniciar las pullas y los juegos, cuando los otros aún permanecían sentados alrededor de una mesa, aturdidos y destrozados por la experiencia. Abandonó la sala del Gabinete exhausto y vacío, pero al cruzar los portones de Weltevreden ya iba erguido en el asiento del coche, lleno de energías y confianza.

Hacía tiempo, había pasado la época de la vendimia; los trabajadores estaban podando las vides. Shasa detuvo el «Jaguar» y caminó entre los surcos de plantas desnudas para conversar con ellos y darles ánimo. Muchos de esos hombres y mujeres estaban en Weltevreden desde que Shasa era niño; los más jóvenes habían nacido allí. Shasa los consideraba como una extensión de su familia y ellos, a su vez, lo veían como un patriarca. Pasó media hora con ellos, escuchando sus pequeños problemas y preocupaciones; después de poner fin a la mayor parte con unas pocas palabras reconfortantes, se apartó de allí con rapidez: una silueta a caballo se acercaba a todo galope desde el lado opuesto del viñedo.

Desde la esquina del cercado de piedra observó a Isabella, que preparaba a su cabalgadura, y se puso tieso al comprender lo que estaba por hacer. La yegua aún no había sido adiestrada del todo y él no confiaba en su temperamento. La pared era de piedra caliza amarilla; medía metro y medio de altura.

—¡No, Bella! —susurró—. ¡No, pequeña!

Pero ella impulsó a la yegua hacia la cerca. El animal respondió de buen grado, haciendo ondular los grandes músculos bajo el pelaje lustroso. Isabella dio la orden y se elevaron.

Shasa contuvo el aliento. Aun en medio del suspenso, no dejó de apreciar el magnífico espectáculo de yegua y amazona, ambas de estirpe. La yegua, con las patas delanteras recogidas bajo el pecho y las orejas hacia delante, abandonando raudamente la tierra; Isabella, inclinada hacia atrás en la montura, con la espalda arqueada, largas piernas y pecho en alto; boca sonriente y cabello al viento, despidiendo luces de rubí a la luz amarilla del sol poniente.

Un momento después, habían pasado. Shasa soltó el aliento bruscamente, mientras la muchacha llevaba la yegua hasta él.

—Prometiste montar conmigo, Pater —lo regañó.

El primer impulso de Shasa fue reprocharle ese salto, pero se contuvo. Probablemente, ella reaccionaría repitiendo el salto desde el lado opuesto. Se preguntó cuándo había perdido el control sobre su hija y, con una sonrisa melancólica, se dio la respuesta: «Unos diez minutos después de que nació».

La yegua danzaba en círculos. Isabella se echó la cabellera atrás, sacudiendo la cabeza.

—Te he estado esperando una hora casi entera —protestó.

—Asuntos de Estado…

—Esa no es excusa, Pater. Una promesa es una promesa.

—Aún no es demasiado tarde —señaló él. La chica, riendo, lo desafió.

—¡Te juego una carrera hasta los establos con esa chatarra! Y azuzó a la yegua para ponerla al galope.

—No es justo —protestó él, levantando la voz—. Llevas demasiada ventaja.

Ella giró en la montura y le sacó la lengua. Shasa corrió al «Jaguar», pero Bella cruzó a campo traviesa y, cuando él llegó a los establos, ya estaba desmontando.

La muchacha arrojó las riendas a un peón y corrió a abrazar a su padre. Dominaba una amplia variedad de besos, pero reservaba los de ese tipo, lentos y suaves, con una frotadita de oreja al final, para los momentos en que deseaba de él algo que, sin duda alguna, iba a serle denegado.

Mientras él se ponía las botas de montar, Isabella se sentó a su lado para contarle algo curioso sobre su profesor de sociología, empleando su mímica natural. Al salir del cuarto de las sillas se colgó de su brazo.

—Oh, papá, si encontrara a un muchacho como tú… Pero son todos tan aburridos…

—Que así sea por mucho tiempo —rezó él, con fervor.

Le formó un estribo con las manos para ayudarla a montar, pero ella, riendo, usó sus largas piernas para saltar sin dificultad a la montura.

—Vamos, tortuga, que ya va a anochecer.

A Shasa le gustaba estar solo con ella. Lo encantaba con sus mercuriales cambios de humor y de tema. Tenía una mente rápida y un extraño sentido del humor, que hacía juego con su rostro y su cuerpo extraordinario, pero lo alarmaba con esa inquieta negativa a concentrarse por mucho tiempo en un mismo tema. Así había sido Sean, que necesitaba estímulo constante para mantener el interés y se aburría con facilidad cuando algo no mantenía su ritmo sofocante. A Shasa le sorprendía que Isabella hubiera sobrellevado un año entero de estudios universitarios, pero estaba resignado al hecho de que no se graduaría: Cada vez que tocaban el tema, ella se mostraba más disconforme con la vida académica. La tildaba de ficción, de cosa para criaturas.

—Bueno, Bella, aún eres una criatura.

—Oh, papá, no entiendes.

—¿Te parece? ¿Y si yo te dijera que alguna vez tuve tu edad? —Supongo que sí, pero eso fue en los tiempos bíblicos, ¡que diablos!

—Las señoritas no hablan así —regañó él, automáticamente.

Isabella atraía a admiradores por enjambres; los trataba con dura indiferencia durante un tiempo y luego los abandonaba con crueldad casi felina. En todo el proceso, su inquietud se tornaba más visible. «Yo tendría que haber sido más estricto con ella desde el principio», se dijo el padre, ceñudo. Y de inmediato sonrió, «Qué diablos, ella es mi único lujo… y pronto se irá».

—¿Sabes que cuando sonríes así eres el hombre más atractivo del mundo? —comentó ella, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿Y qué sabes tú de hombres atractivos, jovencita? —inquirió él, gruñón, para disimular su placer.

Ella agitó la cabeza.

—¿Quieres que te lo diga?

—No, gracias —aseguró él, apresuradamente—. Es probable que me diera un ataque en el acto.

—Pobrecito papá. —Ella acercó la yegua hasta rozarle la rodilla con la suya y se inclinó para abrazarle.

—Bueno, Bella, ya está bien —sonrió él—. Será mejor que me digas lo que quieres. Tu artillería pesada ha demolido mis defensas por completo.

—Oh, papi, cualquiera diría que yo vivo conspirando. Te echo una carrera hasta los campos de polo.

Shasa le dejó llevar la delantera, manteniendo el hocico de su potro justo tras los estribos de la muchacha, colina abajo. Ella detuvo la yegua y se volvió hacia su padre, encendida por el triunfo.

—He recibido carta de mamá —dijo.

Por un momento, Shasa no comprendió sus palabras. Luego, su sonrisa se congeló. Echó un vistazo a su reloj de oro.

—Será mejor que volvamos.

—Quiero hablar de mi madre. No la hemos mencionado desde el divorcio.

—No hay nada que decir. Ella ya no tiene nada que ver con nosotros.

—No es cierto. —Isabella sacudió la cabeza—. Quiere vernos, a mí y a Mickey. Quiere que vayamos a Londres a visitarla.

—No —repuso él, enérgico.

—Es mi madre.

—Renunció a todo derecho a ese título.

—Pero yo quiero verla. Y ella quiere verme.

—Hablaremos de eso en otra ocasión.

—Quiero que hablemos de eso ahora. ¿Por qué no me dejas ir? —Tu madre hizo cosas que la pusieron más allá de lo aceptable. Ejercería una mala influencia sobre ti.

—Nadie ejerce influencia alguna sobre mí… a menos que yo lo permita —aseguró ella—. Y, de cualquier modo, ¿qué fue lo que hizo? Nadie me lo ha explicado.

—Cometió un acto de traición deliberada. Nos traicionó a todos: a su esposo, a su padre, a su familia, a sus hijos y a su país.

—No lo creo —protestó Isabella, meneando la cabeza—. Mamá siempre se interesaba mucho por todos.

—No puedo ni quiero darte detalles, Bella. Limítate a creerme si te digo que, de no haberla sacado yo de este país, habría sido acusada de cómplice en el asesinato de su propio padre y del delito de alta traición.

Cabalgaron en silencio hasta los establos. Cuando desmontaban en el patio, ella dijo, en voz baja:

—Deberías concederle la posibilidad de que me explicara todo eso en persona.

—Puedo prohibirte que vayas, Bella; aún eres menor de edad.

Pero sabes que no lo haré. Simplemente, te pido que no viajes a Londres para ver a esa mujer.

—Lo siento, papá. Mickey se va, y yo viajaré con él. —Al ver la expresión de su padre prosiguió, apresurada—: Por favor, trata de comprender. Te amo, pero también la amo a ella. Tengo que ir. Volvieron a la casa en el «Jaguar», sin pronunciar palabra.

Mientras apagaba el motor, Shasa inquirió:

—¿Cuándo?

—Aún no está decidido.

—Te diré cuándo. Iremos juntos en algún momento; tal vez podamos pasar una semana esquiando en Suiza o visitando Italia. Hasta podríamos detenernos en París para que compres un vestido nuevo. Sabe Dios que no tienes nada que ponerte.

—Mi querido padre, eres un perro viejo y lleno de mañas,

¿verdad?

Aún reían al subir del brazo los peldaños de Weltevreden. Centaine salió de su estudio, al otro lado del vestíbulo. Al verles se arrancó las gafas de leer (detestaba que la sorprendieran con ellas, aun los miembros de la familia).

—¿A qué viene tanta alegría? —preguntó—. Bella luce su expresión triunfal. ¿De qué te ha convencido esta vez?

Sin esperar respuesta, señaló el enorme paquete en forma de banana, de casi tres metros de longitud, que yacía en el suelo, envuelto en gruesas capas de papel marrón.

—Esta mañana llegó esto para ti, Shasa, y ha estado molestando ahí todo el día. Por favor, retíralo, sea lo que fuere.

Tras la muerte de Blaine, Centaine había vivido sola en «Rhodes Hill» casi un año, hasta que Shasa logró convencerla de que cerrara la casa y volviera a Weltevreden. Ahora, mantenía una estricta disciplina a la que todos debían ajustarse.

—¿Qué diablos puede ser esto? —Shasa trató de levantar un extremo del largo envoltorio y soltó un gruñido—. Sea lo que fuere, está hecho de plomo.

—Espera, Pater —pidió Garry, desde lo alto de la escalera—, o vas a reventar. —Bajó la escalera a saltos, de a tres peldaños por vez—. Te lo llevo yo. ¿Adónde?

—A la sala de armas, supongo. Gracias, Garry.

Al muchacho le gustaba exhibir su fuerza; levantó el pesado bulto con facilidad y lo llevó por el pasillo. Luego, abrió la puerta de la sala de armas y depositó el paquete en la piel de león, frente a la chimenea.

—¿Quieres que lo abra? —preguntó.

Y, sin esperar respuesta, puso manos a la obra.

Isabella se encaramó en el escritorio, decidida a no pasar detalle por alto. Nadie pronunció ni una palabra hasta que Garry hubo retirado la última hoja de papel y se hizo a un lado.

—Es magnífico —susurró Shasa—. Nunca en mi vida he visto nada igual.

Era un solo colmillo de marfil curvo, de más de un metro de longitud, grueso como un muslo de mujer en un extremo y afinado hasta terminar en una punta roma en el otro.

—Ha de pesar unos setenta kilos —comentó el muchacho—. ¡Mira qué artesanía!

Shasa sabía que sólo en Zanzíbar podían hacerse esos trabajos en marfil. Todo el colmillo había sido tallado con escenas de caza, de exquisitos detalles y esmerada ejecución.

—¡Es bellísimo! —Hasta Isabella estaba impresionada—. ¿Quién te lo ha enviado?

—Trae un sobre. —Shasa señaló las envolturas.

Garry lo recogió para entregárselo.

El sobre contenía una sola hoja de papel.

Campamento sobre el río Tana Kenia. Querido papá:

Feliz cumpleaños. Ese día estaré pensando en ti. Este es el mejor elefante que he cazado hasta la fecha. La pieza pesaba sesenta y seis kilos antes de ser tallada.

¿Por qué no vienes a cazar conmigo?

Cariños.

Sean.

Con la nota en la mano, Shasa se sentó en cuclillas junto al colmillo y acarició la suave superficie. Las tallas representaban un centenar de elefantes, entre machos viejos, hembras preñadas y diminutas crías; huían en una larga espiral en derredor del colmillo, disminuyendo en elegante perspectiva hacia la punta. En toda su longitud, la columna se veía atacada por los cazadores, que comenzaban siendo hombres vestidos con pieles de león, armados con arcos y flechas envenenadas; hacia la punta de esa primordial persecución, los cazadores iban a caballo y exhibían modernas armas de fuego. El sendero del rebaño estaba sembrado de grandes cadáveres caídos. Era bello, realista y trágico.

Sin embargo, no fueron la belleza ni la tragedia lo que enronquecieron la voz de Shasa cuando dijo:

—¿Queréis dejarme solo, por favor?

No los miró. No quería que le vieran el rostro.

Por una vez, Isabella no discutió; cogió a su hermano de la mano y lo condujo fuera de la habitación.

—No se ha olvidado de mi cumpleaños —murmuró Shasa, acariciando el marfil—. Ni una sola vez, desde que se fue.

Se levantó de pronto, tosiendo, y sacó el pañuelo para limpiarse la nariz con fuerza. Luego, se enjugó los ojos.

—Y yo ni siquiera le he escrito. No he contestado a una sola de sus cartas.

Volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo y se acercó a la ventana, para contemplar los pavos reales que se paseaban por el prado.

—Lo más estúpido, lo más cruel, es que él siempre ha sido mi favorito entre los tres varones. Oh, Dios, daría cualquier cosa por volver a verle.

La lluvia, gris y helada, parecía flotar como humo sobre las densas selvas de bambú que cubrían las cimas de las montañas Aberdare.

Los cuatro avanzaban en fila india, con el rastreador ndorobo a la cabeza; seguían el rastro en el suelo que tenía, bajo las hojas caídas, el color y la consistencia del chocolate derretido.

Sean Courtney ocupaba el segundo puesto, cubriendo al rastreador y preparado para tomar cualquier decisión urgente. Era el más joven de los tres blancos, pero había asumido el mando como algo natural sin que nadie se lo discutiera.

El tercer hombre de la fila, Alistair Sparks, era el hijo menor de un colono establecido en Kenia. Aunque poseía una resistencia enorme, muy buena puntería y mucha experiencia para las emboscadas, era perezoso y evasivo. Había que presionarle para que ejercitara sus habilidades a fondo.

Raymond Harrys Cerraba la marcha. Tenía casi cincuenta años; estaba lleno de malaria y de ginebra, pero en sus tiempos había sido uno de los legendarios cazadores blancos del África Oriental. Él había enseñado a Sean cuanto sabía, hasta que su alumno pudo superarle. Ahora, se contentaba con formar la retaguardia, dejando que Sean y Matatu, el rastreador, los llevaran al sitio donde debían matar.

Matatu sólo vestía un taparrabo mugriento y desgarrado; la lluvia formaba pequeños arroyos en su lustrosa piel negra. Seguía la huella con el mismo instinto, con los mismos sentidos sobrehumanos de vista, olfato y oído que los animales de la selva. Ya llevaba dos días sobre la marcha, deteniéndose sólo cuando la luz se extinguía por completo, para reanudarla con el primer resplandor del alba.

El rastro corría fresco y fácil. Sean, que era tan buen rastreador como cualquier hombre blanco pudiera serlo, juzgó que la presa, les llevaba apenas cuatro o cinco horas de ventaja; estaban acercándose con celeridad. La presa se había desviado por la empinada cuesta de ese cerro innominado, para cruzar el barranco, justo por debajo de la cima principal. Sean divisó la cumbre por entre la densa bóveda de bambúes y las agitadas cintas de agua vaporosa.

De pronto, Matatu se detuvo en seco. Sean emitió un chasquido con la lengua para advertir a los otros y quedó petrificado, con el pulgar sobre el seguro de su gran «Gibbs» de dos cañones.

Al cabo de un momento, el nativo se desvió de repente hacia un lado, abandonando las huellas para deslizarse cuesta abajo con la celeridad y el silencio de una serpiente oscura, de ese modo se alejaba de la dirección que la presa llevaba.

Cinco años antes, cuando apenas comenzaba a trabajar al servicio de Sean, el joven quizás hubiese tratado de obligarlo a seguir la huella, pero ahora sabía que era mejor seguirle sin discutir. Aunque avanzaba a su máxima velocidad de cazador, tuvo que esforzarse para no perder de vista al rastreador.

Sean vestía un capote de piel de mono y calzaba sandalias somalíes hechas con cuero de elefante; una desaliñada gorra de piel de mono le cubría el cabello caucasiano. Brazos, piernas y rostro estaban ennegrecidos con una mezcla de grasa rancia de hipopótamo y hollín; llevaba dos semanas sin bañarse. Su aspecto y olor eran iguales a los de los hombres que perseguía.

La banda que buscaban estaba compuesta por cinco mau mau, todos ellos miembros del notorio grupo dirigido por el mismo Kimathi, autotitulado general. Cinco días antes, habían atacado una de las plantaciones de café próximas a Nyeri, al pie de la cadena montañosa. Después de destripar al capataz blanco y de meterle los amputados genitales en la boca, habían cortado los miembros de su esposa con pesadas pungas, comenzando por tobillos y muñecas para avanzar gradualmente hacia arriba, hasta cortar las grandes articulaciones del hombro y la ingle.

Sean y su grupo de exploradores habían llegado a la plantación unas doce horas después de su partida. Tras dejar allí el «Land-Rover», seguían las huellas a pie.

Matatu los llevó directamente cuesta abajo. El río estrecho del fondo era un tumultuoso torrente de plata. Sean se quitó las pieles y las sandalias para vadearlo desnudo. El frío le congeló los huesos hasta causarle dolor. Las aguas rugientes se arremolinaban por encima de su cabeza, pero cruzó con la soga que llevaría a los otros sanos y salvos.

Matatu fue el último en pasar, llevando la ropa y el fusil de Sean; inmediatamente, reinició la marcha, como un espíritu vengativo de la selva. Sean lo siguió, atormentado por el frío que le sacudía el cuerpo. Las pieles empapadas eran una pesada carga que agregar al fusil y a la mochila.

Un hato de búfalos huyó por la selva, más adelante, y su hedor bovino les quedó en la nariz mucho después de que desaparecieran. En cierta ocasión, Sean divisó un enorme antílope rojizo, con bandas blancas verticales en el cuerpo y magnífica cornamenta en espiral. Era un bongo. Sus ricos clientes norteamericanos le habrían pagado mil dólares por disparar contra ese antílope, el más escaso y huidizo de la especie, pero desapareció como un fantasma entre los bambúes, mientras Matatu los guiaba sin dirección ni propósito visible. El rastro había quedado atrás tres horas antes.

Por fin, Matatu rodeó uno de los raros claros de la selva y se detuvo otra vez, mirando hacia atrás con una gran sonrisa. Sentía por Sean la evidente adoración del perro de caza ante el ser más importante de su universo.

El muchacho se puso a su lado para estudiar la huella. Jamás sabría cómo lograba Matatu esas cosas. Había tratado de hacérselo explicar, pero el pequeño gnomo marchito se limitaba a reír, azorado, bajando la cabeza. Era algo mágico, más allá del simple arte de la observación y la deducción. Lo que Matatu acababa de hacer era dejar el rastro evidente para alejarse en un desvío incomprensible, corriendo a ciegas por entre bambúes no hollados y sobre cerros salvajes, para interceptar el rastro de nuevo con el instinto infalible de la golondrina migratoria, ganando tres horas en la persecución.

Sean le estrechó el hombro y el pequeño ndorobo se retorció de placer.

La banda les llevaba apenas una hora de ventaja, pero la lluvia y la niebla estaban acercando prematuramente la noche. Sean indicó a Matatu, por señas, que continuara. Ninguno de ellos había pronunciado una palabra en todo el día.

Los hombres que perseguían estaban volviéndose descuidados. Al principio, habían utilizado varias tretas para cubrir sus huellas, desviándose con tanta astucia que hasta el ndorobo había tenido dificultades para desentrañarlas. Ahora, en cambio, se sentían confiados y seguros. Habían cortado suculentos brotes de bambú para mascar mientras marchaban, causando visibles heridas en las plantas. La fatiga les hacía pisar con fuerza, dejando huellas que eran para Matatu, como una ruta pavimentada. Uno de los fugitivos había llegado a defecar sobre la senda, sin molestarse en cubrir sus heces, que aún despedían vapor. Matatu sonrió a Sean por sobre el hombro e hizo con la mano una señal que indicaba «Muy cerca».

Sean amartilló el «Gibbs» con sumo cuidado para no dejar oír chasquido alguno. Retiró los cartuchos de bronce para remplazarlos por otros dos que guardaba en una bolsita de cuero, bajo su capote de piel de mono. Eran más gruesos que un pulgar; las feas balas romas, recubiertas de cobre, terminaban en blando plomo, para que pudiera abrirse en forma de hongo, formando un amplio canal en los tejidos, e infligiendo daños terribles. Ese pequeño rito de cambiar los cartuchos era una de las supersticiones de Sean; lo hacía siempre, antes de encontrarse con una presa peligrosa. Cerró el fusil con tanta suavidad como la empleada para abrirlo y echó un vistazo a los dos hombres que lo seguían.

En el rostro ennegrecido de Alistair se veía refulgir el blanco de los ojos. Llevaba un «Bren»; Sean no había podido convencerlo de que lo dejara. Alistair amaba esa arma automática, a pesar de su gran peso y de su incómodo cañón largo. «Cuando persigo a un mau mau, me gusta poner el aire azul de plomo», explicaba, con su sonrisa perezosa. «¡No quiero que nadie tenga la posibilidad de hacerme tragar mis propias pelotas, compañero!»

Ray Harris, en la retaguardia, hizo a Sean una señal con el pulgar hacia arriba, pero el sudor y la lluvia habían abierto pálidos surcos en el hollín grasiento de su rostro; a través del camuflaje, se le veía el semblante ojeroso de miedo y fatiga. «El viejo ya no está para esto —pensó Sean, serenamente—. Habrá que mandarlo pronto a los pastos».

Ray llevaba su semiautomática «Stirling». Sean sospechaba que prefería ésa porque ya no podía manejar una más pesada. Se disculpaba diciendo que, entre los bambúes, se disparaba a quemarropa. Sean no se había molestado en hacerle notar que la ramita más frágil desviaría esas diminutas balas de nueve milímetros. En cambio, las de su «Gibbs» perforarían en línea recta ramas y tallos, hasta clavarse en las tripas de los mau mau; además, los cañones cortos eran perfectos para trabajar de cerca en los bambúes y se podía maniobrar con ellas sin que se engancharan en la maleza.

Sean hizo chasquear suavemente la lengua y Matatu se alejó tras el rastro, con ese galope blando y poco atractivo que podía mantener día y noche, sin cansarse. Cruzaron otro barranco cubierto de densos cañaverales. En el valle situado atrás, Matatu volvió a detenerse. Para entonces, estaba tan oscuro que Sean debía mantenerse a su lado. Se puso de rodillas para examinar la señal, pero tardó casi un minuto en hallarle sentido, incluso después que Matatu le hubo señalado otra serie de huellas que llegaban desde la derecha.

Sean llamó por señas a Ray y le acercó los labios al oído.

—Se han reunido con otro grupo de mau mau, probablemente del campamento base. Ocho, incluidas tres mujeres. Ahora, tenemos trece juntos. El número de la suerte. Qué bonito.

Pero mientras hablaba se fue yendo la luz del cielo, negro y purpúreo, volvía a caer suavemente la lluvia. Quinientos metros más allá, Matatu se detuvo por última vez y Sean logró, a duras penas, distinguir la clara palma de su mano derecha en la señal que indicaba «huella borrada». La noche había cubierto el rastro.

Los blancos se acomodaron contra los troncos de los árboles, distribuidos en un círculo defensivo, con la cara hacia afuera. Sean acostó a Matatu bajo su capote de piel de mono, como si se tratara de un perro cazador cansado. El flaco cuerpo del hombrecillo estaba frío y mojado como una trucha recién pescada en un arroyo de montaña; olía a hierbas, hojas mohosas y raíces silvestres. Comieron carne de búfalo seca y tortas de maíz frías, que llevaban en sus mochilas. Durmieron inquietos, dándose calor mutuamente, mientras las gotas de lluvia repiqueteaban sobre la piel de mono.

En cuanto Matatu tocó a Sean en la mejilla, el joven despertó de inmediato, en medio de una oscuridad total, amartillando el «Gibbs» que conservaba sobre su regazo. Se sentó rígido, alerta.

Matatu, a su lado, olfateaba el aire. Un momento después, Sean hizo lo mismo.

—¿Humo de leña? —susurró.

Los dos se pusieron de pie. En la oscuridad, Sean se acercó a Alistair y a Ray para hacerles levantar. Siguieron caminando en la noche, cada uno aferrado al cinturón del precedente, para no perder el contacto. Las bocanadas de humo eran intermitentes pero cada vez más notables.

Matatu tardó casi dos horas en localizar con exactitud el campamento de los mau mau, empleando su olfato y su oído; hacia el final, se guió por el leve resplandor de unas brasas. Se oían ruidos por encima del fuerte goteo del bambú: una tos suave, un ronquido ahogado, el murmullo de una mujer en medio de una pesadilla… Sean y Matatu señalaron los puestos.

Les llevó una hora más, pero en la completa oscuridad que precede al alba, Alistair quedó apostado de bruces en la cuesta, a doce metros de la fogata medio apagada; Raymond, entre las rocas, a la orilla del arroyo, por el lado opuesto; Sean se ocultó con Matatu en la densa maleza, junto al camino que llevaba al campamento.

Sean tenía el cañón de la «Gibbs» apoyado sobre el antebrazo izquierdo; la mano derecha, en la culata, con el dispositivo de seguridad bajo el pulgar. Había tendido el capote de piel sobre su cuerpo y el de Matatu, pero ninguno de los dos pudo siquiera dormitar. Permanecían en estado de finísima alerta. Sean sentía que el pequeño ndorobo temblaba de ansiedad, allí donde los cuerpos se tocaban; era como un perdiguero que olfateaba la presa.

La aurora llegó, sigilosa. Primero, Sean se dio cuenta de que veía su propia mano en el fusil, delante de su cara; después, aparecieron los cañones cortos y gruesos. Miró más allá y distinguió una voluta de humo que se elevaba de la fogata, en medio de aquella selva estigia, hacia la oscuridad menos intensa del cielo, sobre el dosel de bambúes.

La luz fue creciendo con más celeridad, permitiéndole distinguir dos toscos refugios, uno a cada lado de la fogata; eran cobertizos bajos, que apenas le habrían llegado a la cintura. Creyó ver algún movimiento bajo uno de ellos; tal vez una silueta tendida que se cubría la cabeza con un cobertor de pieles.

Se oyó otra tos, cargada de flema. Los del campamento estaban despertando. Sean miró cuesta arriba y hacia abajo, hacia el techo del arroyo. Allá se veía el brillo suave de los cantos rodados pulidos por el agua… pero ninguna señal de los otros dos cazadores.

La luz se intensificó. Sean cerró los ojos por un momento y volvió a abrirlos. Ahora, divisaba con claridad el soporte del refugio más próximo; más atrás, difusamente, una silueta humana envuelta en una manta de pieles.

«Dentro de dos minutos, habrá suficiente luz para disparar», pensó. Los otros también lo sabrían. Los tres habían esperado así en incontables auroras, junto a la res medio putrefacta de un cerdo o un antílope que atraería al leopardo. Sabían juzgar el momento mágico en que la vista se tornaba nítida hasta el punto de asegurar el disparo mortal. En esa oportunidad, esperarían a Sean antes de atacar con el «Bren» y el «Stirling».

Una vez más, el joven cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la silueta del refugio más próximo estaba incorporándose; miraba en dirección a él. Por un instante aterrador creyó que había sido descubierto y estuvo a punto de disparar. Pero se contuvo al ver que la cabeza se desviaba.

De pronto, la figura arrojó el cobertor a un lado y se levantó, agachada bajo el techo del refugio. Sean vio que era una mujer, una de las que seguían a los campamentos de Mau Mau; para él eran tan crueles y depravadas como cualquiera de los hombres. La vio salir al aire libre, junto a la fogata apagada, vestida sólo con una falda corta, de algún material claro. Tenía senos altos y puntiagudos; su piel suave relucía como antracita recién extraída bajo la suave luz del amanecer.

Se encaminó directamente hacia el sitio en donde Sean se encontraba. Aunque su paso era torpe e inseguro aún por el sueño, el muchacho notó su juventud y atractivo. Si daba algunos pasos más, tropezaría con él. Pero se detuvo, bostezando; sus blanquísimos dientes relucieron a la luz gris del alba.

Se levantó la falda hasta la cintura y se sentó en cuclillas frente a Sean, abriendo las rodillas, y con la cabeza algo inclinada para contemplar su propia orina. Sus aguas chapotearon, ruidosas, con un fuerte olor a amoníaco que dilató la nariz de Sean.

Estaba tan cerca que ni siquiera necesitó llevarse el «Gibbs» al hombro: le disparó en el vientre. El pesado fusil se sacudió en su puño. La bala levantó a la muchacha y la partió en dos en el aire, abriéndole en la espalda un agujero en el que habría cabido su propia cabeza. Ella se dobló sobre sí misma, floja como una prenda descartada, y cayó al embarrado suelo del bosque.

Sean disparó el segundo cañón en el momento en que otro de los mau mau salía a toda velocidad del albergue más cercano. El «Gibbs» produjo el ruido de una gran puerta de acero al cerrarse con violencia; el hombre se vio arrojado hacia atrás, dentro del cobertizo, con la mitad del pecho destrozado.

Sean tenía otros dos proyectiles entre los dedos de la mano izquierda y los cargó en un solo movimiento.

Ahora, también la «Bren» y el «Stirling» estaban disparando, con destellos brillantes y bonitos como fuegos fatuos en la penumbra. Las balas cantaban frip, frip, frip al cruzar entre las hojas y chillaban agudamente al rebotar en la selva.

Sean volvió a disparar. El «Gibbs» derribó otra silueta desnuda, aplastándola contra la tierra blanda como si hubiera sido arrollada por una locomotora. El cuarto disparo alcanzó a otra víctima en el hombro, haciéndole volar el brazo derecho, que quedó pendiendo por un jirón de carne desgarrada, golpeando contra el cuerpo al girar en redondo. El «Stirling» de Raymond lo derribó.

Sean volvió a cargar y disparó a derecha e izquierda. Cada estallido era una muerte limpia. Cuando hubo terminado la segunda carga, el campamento permanecía en silencio y las armas de sus compañeros habían dejado de disparar.

Nada se movía. Los tres tenían una puntería natural mortífera Y estaban a muy poca distancia. Sean esperó cinco minutos enteros. Sólo un tonto era capaz de caminar directamente hacia una presa peligrosa, por muerta que pareciera estar. Después, se levantó, cauteloso, con el fusil cruzado contra el pecho.

El último de los mau mau huyó. Había estado fingiéndose muerto en el cobertizo más alejado. Calculando muy bien el tiempo, esperó a que los atacantes bajaran la guardia para moverse. Huyó como un conejo y desapareció entre los bambúes, al otro lado del claro. El «Bren» de Alistair disparó inútilmente, pues sus balas se estrellaron contra la pared del refugio más cercano. Ray desde la orilla del río, estaba en mejor posición, pero se entretuvo una fracción de segundo: el frío le había reavivado la malaria y la sangre y le temblaba la mano. El bambú absorbió las ligeras balas como si hubiera disparado en una parva de heno.

Los diez primeros pasos, el mau mau estuvo oculto a la vista de Sean por la pared de la choza más próxima. El joven lo vio un instante apenas, en el momento que se zambullía entre los bambúes, pero le bastó: hizo girar los cortos cañones como si disparara contra una perdiz en pleno vuelo. Aunque ya no podía ver a su presa entre la densa maleza, continuó siguiendo la huida del hombre con las miras, guiado por su instinto. El «Gibbs» soltó un furioso bramido y una llamarada roja brotó de su boca.

La enorme bala se hundió en la muralla de bambúes. Junto a Sean, Matatu gritó, alegre:

—¡Biga! ¡Alcanzado! —Había oído el ruido característico del proyectil contra la carne viva.

—Sigue el rastro de sangre —ordenó Sean.

El pequeño ndorobo marchó a través del claro. Pero no era necesario: el mau mau yacía allí en donde había caído. La bala había perforado hojas y tallos sin desviarse un solo centímetro.

Ray y Alistair entraron en el campamento con las armas en ristre, para revisar los cadáveres. Una de las mujeres aún respiraba, aunque tenía burbujas sanguinolentas en los labios. Ray le disparó en la sien.

—Asegúrate de que no haya huido ninguno —ordenó Sean a Matatu, en swahili.

El pequeño ndorobo recorrió apresuradamente el lugar, en busca de rastros que salieran del claro, y volvió sonriendo.

—Todos aquí —se jactó—. Todos muertos.

Sean le arrojó el «Gibbs» y sacó el cuchillo de caza que llevaba envainado en el cinturón.

—Deja de embromar, muchacho —protestó Ray Harris, al ver que se acercaba al cadáver de la primera chica—. Mira que eres sanguinario.

No era la primera vez que le veía hacer eso; aunque era hombre duro y desalmado, que llevaba treinta años ganándose la vida a sangre y fuego, sintió náuseas. Sean se había arrodillado junto al cadáver y probaba el filo del arma en la palma de la mano.

—Te estás ablandando, viejo —sonrió Sean—. Bien sabes que con esto se hacen magníficas bolsas para guardar tabaco.

Y cogió uno de los senos de la muerta en la mano, estirando la piel para el toque de la navaja.

Shasa encontró a Garry en la sala de juntas. Siempre llegaba veinte minutos antes que los otros directores, para acomodar sus cómputos y sus notas antes de que se iniciara la reunión. Shasa y Centaine habían discutido mucho antes de nombrarlo director de «Courtney Minera».

—Si exiges demasiado a un caballo antes de que esté preparado, puedes arruinarlo.

—No estamos hablando de caballos —había replicado Centaine, con acritud—. Y tampoco se trata de exigir demasiado. Este muchacho pide rienda, para seguir con tu metáfora, Shasa. Si tratamos de contenerlo, se desalentará o se irá a trabajar por cuenta propia. Es hora de dejarlo correr.

—Pero a mí me hiciste esperar mucho más.

—Tú eras de los que maduran con lentitud. Además, la guerra y todo eso te retrasaron. A la edad de Garry, aún estabas pilotando aviones por Abisinia.

Así había ingresado Garry en el Consejo de Administración, y, como todo en su vida, lo había encarado muy en serio.

Levantó la vista hacia su padre, que se hallaba frente al otro extremo de la sala.

—Me han dicho que has pedido dinero prestado por cuenta propia —lo acusó Shasa.

Garry se quitó las gafas para limpiarlas con pulcritud. Las estudió ante la luz y volvió a ponerlas en su narizota de Courtney, todo para ganar tiempo mientras meditaba su respuesta.

—Sólo una persona está enterada de esto: el gerente de la sucursal de la calle Adderley, del «Standard Bank». Si ha estado hablando de mis negocios personales, puede perder el puesto.

—No olvides que Nana y yo formamos parte del Consejo del «Standard Bank». Todo préstamo de un millón de libras debe ser aprobado por nosotros.

—De rands —corrigió Garry con pedantería—. Dos millones de rands. La libra es historia antigua.

—Gracias —dijo Shasa, ceñudo—. Trataré de ponerme a tono con los tiempos. Ahora bien, ¿qué hay de esos dos millones de rands que has pedido como préstamo?

—Una transacción limpia, papá. Di como garantía mis acciones sobre la ciudad de Shasaville y el Banco me prestó los dos millones.

—¿Y qué vas a hacer con ellos? Se trata de una pequeña fortuna.

Shasa era uno de los pocos hombres del país que podían emplear ese adjetivo para semejante suma. Garry pareció algo aliviado.

—En realidad, he usado medio millón para comprar el cincuenta y uno por ciento de las acciones de «propiedades Alfa Centauri» he prestado el otro medio millón a la compañía para sacarla de dificultades.

—¿«Alfa Centauri»? —Shasa parecía confundido.

—La empresa posee algunas excelentes propiedades en la Witwatersrand y aquí, en la península del Cabo. Antes del desastre de Sharpeville, tenía un capital de casi veintiséis mil millones.

—Y ahora, nada —sugirió Shasa. Antes de que su hijo pudiera protestar, agregó—: ¿Qué has hecho con el millón restante?

—Comprar acciones sobre oro: «Anglos» y «Vaal Reefs». Las he pagado a precio de liquidación, así que me están rindiendo casi el veintiséis por ciento. Los dividendos pagarán los intereses de todo el préstamo bancario.

Shasa se sentó a la cabecera de la mesa y estudió a su hijo con cuidado. A esas alturas, ya debía estar acostumbrado, pero Garry siempre lograba sorprenderle. Era un golpe imaginativo, pero limpio y lógico. Si el autor no hubiera sido su propio hijo, él se habría sentido impresionado. Tal como estaban las cosas, pensó que su deber era encontrarle fallos.

—Pero estás corriendo un gran riesgo con tus acciones de Shasaville.

Garry pareció intrigado.

—No hace falta que te lo explique, Pater. Tú me enseñaste. Shasaville está inmovilizada. No podemos vender ni urbanizar hasta que se recupere el valor de las tierras. Por eso, he utilizado mis acciones para aprovechar el desastre a fondo.

—¿Y si el valor de las tierras no vuelve a subir? —inquirió Shasa, implacable.

—En ese caso, el país estará terminado, de un modo u otro.

Perderé mi parte de nada, que equivale a nada. Si se recupera, ganaré veinte o treinta millones.

Shasa masticó aquello un rato. Luego, cambió su ángulo de ataque.

—¿Por qué no viniste a mí para pedirme ese dinero, en vez de hacerlo a mis espaldas?

Garry lo miró con una enorme sonrisa, tratando de alisar la cresta de cabello negro y reacio que se había levantado en Su coronilla.

—Porque tú me habrías dado una lista de quinientas razones en contra, tal como estás haciendo ahora. Además, quería hacer esto por mi cuenta, para_ demostrarte que ya no soy un muchacho.

Shasa hizo girar el bolígrafo de oro sobre el bloc de notas. Como no se le ocurriera otra crítica, gruñó:

—No te conviene ser tan sagaz. Hay un límite entre el buen sentido comercial y la simple apuesta.

¿Y cuál es la diferencia?

Por un momento, Shasa creyó que su hijo le estaba tomando el pelo, pero de inmediato comprendió que, como de costumbre, la pregunta estaba hecha totalmente en serio. Lo miraba, ansioso, esperando la explicación para aprender.

La llegada de los otros directores lo salvó. Centaine, del brazo del doctor Twentyman-Jones, y David Abrahams, discutiendo amistosa y respetuosamente con su padre. Eso le permitió dejar el tema. Una o dos veces, durante la reunión, miró a Garry, que seguía la discusión con expresión arrebatada. La luz de la gran ventana reflejaba una diminuta imagen de Table Mountain en los cristales de sus gafas. Cuando el orden del día quedó tratado de punta a punta, Centaine hizo ademán de levantarse para preceder a todos al comedor de ejecutivos, pero Shasa los detuvo.

—Mrs. Courtney, caballeros, desearía que tratáramos un negocio más. Mr. Garry Courtney y yo hemos estado analizando el estado general de los bienes raíces. Ambos consideramos que éstos y las acciones están muy devaluados en estos momentos y que la empresa debería aprovechar esta realidad, pero me gustaría que él lo explicara en sus propias palabras y presentara ciertas propuestas. ¿Nos haría el favor, Mr. Courtney?

Era un modo de dar un susto al muchacho y reprimirle un poco. En los seis meses que llevaba en el Consejo de Administración, Garry nunca había tenido que hablar ante todos los miembros. Ahora, Shasa le arrojaba eso sin previo aviso. Se repantigó con vengativo placer en su sillón de presidente y se cruzó de brazos.

En el otro extremo de la sala, Garry enrojeció furiosamente. Echó una mirada nostálgica a la puerta de madera, su única vía de escape, pero acabó por pronunciar el saludo tradicional a sus compañeros:

—Mrs. Court-Court-Courtney y ca-caballeros.

Se interrumpió, arrojando a su padre una patética súplica con la mirada, pero la única respuesta fue un gesto adusto e inflexible. Entonces, tomó aliento y se lanzó a la tarea. Tropezó una o dos veces, pero cuando Abe Abrahams y Centaine comenzaron a plantearle rápidas preguntas, olvidó su tartamudeo y habló durante cuarenta y cinco minutos.

Al finalizar, todos guardaron silencio un rato. Por fin, David Abrahams dijo:

—Propongo que encomendemos a Mr. Garrick Courtney la tarea de preparar una lista de propuestas específicas, de acuerdo con lo que acaba de plantear en esta reunión, y que nos presente un informe en una reunión extraordinaria, a principios de la semana próxima, a una hora conveniente para todos los miembros del Consejo.

Centaine apoyó la moción, que fue aceptada por unanimidad. Luego, David Abrahams concluyó:

—Me gustaría que las actas registraran la gratitud del Consejo hacia Mr. Courtney, por su lúcida disertación, y por haber planteado estos detalles a la atención de los miembros.

El fulgor de triunfo acompañó a Garry durante todo el trayecto en ascensor hasta la cochera del sótano, donde su «MG» esperaba junto al «Jaguar» de Shasa. Lo siguió aún mientras viajaba por la calle Adderley hasta el solitario rascacielos que se levantaba en terreno abierto junto al mar, en tierras ganadas al océano. Incluso mientras subía al vigésimo piso del edificio Sanlam, se sentía alto, importante, decidido. Sólo cuando entró en la zona de recepción de «Gantry, Carmichael y Cía.». sintió que el fulgor vital comenzaba a borrarse. El duro cuello de la camisa se le hundía dolorosamente en los músculos de su cuello de toro.

Las dos bonitas recepcionistas lo recibieron con toda la deferencia debida a un cliente muy importante, mas para entonces, Garry estaba demasiado nervioso. Sin aceptar la silla que le ofrecían, se paseó por el vestíbulo, fingiendo admirar los altos floreros cargados de proteas, aunque lo que hacía era inspeccionar de reojo su imagen en los grandes espejos situados tras los adornos florales.

Había pagado cuarenta guineas al contado por ese traje cruzado, que lucía su diseño favorito: un príncipe de Gales. Aun así, la amplitud de su pecho hacía que las solapas se abrieran de modo asimétrico; la tela se le arrugaba sobre los bíceps. Tironeó de los puños, tratando de alisar las mangas, pero acabó por abandonar el esfuerzo; en cambio, se dedicó a aplastarse el remolino de la cabeza con el canto de la mano. La aparición de Holly Carmichael en el espejo le provocó un sobresalto culpable. Ella había abierto la puerta del despacho y se acercaba a grandes pasos a recepción.

Al volverse hacia ella, toda gallardía y confianza se derrumbaron en torno de Garry. Aunque pareciera imposible, esa mujer era más bella y elegante incluso que el vívido recuerdo guardado desde la última entrevista. Vestía un «Chanel» a rayas azules y blancas, cuya falda tableada se arremolinaba alrededor de sus pantorrillas, dejando entrever apenas las rodillas perfectamente redondeadas. Sus piernas, bronceadas y enfundadas en nailon, tenían la pátina del marfil pulido; sus tobillos y sus muñecas se curvaban con elegancia. Manos y pies eran menudos, pero armónicos con respecto a sus largos y esbeltos miembros.

Sonreía, y Garry experimentó el mismo vértigo sexual que solía sentir tras levantar cinco veces el peso de su propio cuerpo. Contempló con sofocada fascinación los dientes opalescentes y la boca, que sonreía al decir su nombre. Era tan alta como él, pero Garry se sabía capaz de levantarla con una sola mano. Se estremeció ante ese pensamiento, casi sacrílego, de tomar en sus manos a esa divina criatura.

—Espero no haberlo hecho esperar, Mr. Courtney.

Ella lo cogió del brazo para conducirle a su despacho. Garry se sentía como un oso amaestrado junto a tanta gracia. El leve toque de aquellos dedos quemaba su brazo como un hierro candente.

La cabellera veteada en todos los tonos de rubio, desde el platino hasta el de miel oscura, caía en lustrosa cascada, algo por debajo de los hombros, y, al menor movimiento, despedía un perfume que contraía los músculos del vientre de Garry.

Hablaba mirándolo a la cara, sin dejar de sonreír, y su boca era tan bella, suave, roja, que él se sintió culpable con sólo mirarla, como si estuviera espiando alguna parte íntima de su cuerpo. Le costó apartar la mirada de su boca para llevarla a los ojos. Entonces, el corazón le golpeó contra las costillas como si fuera un lunático en una celda acolchada: ella tenía un ojo celeste y el otro violeta, con puntitos dorados. Eso daba a su rostro una llamativa asimetría que debilitó las piernas del muchacho como si hubiera corrido quince kilómetros.

—Por fin tengo algo para usted —dijo Holly Carmichael, haciéndolo pasar a su oficina.

La larga habitación reflejaba su propio estilo extraordinario, que había llamado la atención de Garry mucho antes de que la conociera personalmente. Había visto el primer ejemplo de su trabajo en el Anuario de Arquitectos. Holly Carmichael, ganadora del premio del Instituto en 1961, por una casa de playa edificada sobre la bahía Plettenburg; construida para un magnate. En ella, había utilizado madera y piedra, mezclándolas de modo moderno Y clásico a un tiempo y combinando el espacio y las formas en natural armonía.

En el centro de la habitación, sobre una mesa baja, había una reproducción en miniatura de Shasaville, tal como ella la imaginaba. Holly condujo a Garry hasta la mesa y dio un paso atrás, mientras él caminaba alrededor de la maqueta, estudiándola desde todos los ángulos.

Entonces un cambio asombroso ocurrió en él.

Su habitual torpeza desapareció y hasta la forma de su cuerpo pareció alterarse. Había adquirido la misma gracia corpulenta que tiene el toro cuando se dispone a atacar.

Holly solía estudiar los datos personales de todos sus clientes, Para poder prever lo que requerirían de ella. En este caso, se había tomado un trabajo especial. Se decía que Garrick Courtney, a pesar de las apariencias, era un tipo formidable, que ya había demostrado su capacidad y su coraje al conseguir los títulos de Shasaville y la mayoría de acciones de «Alfa Centauri».

Los contables de Holly habían elaborado una lista aproximada de los bienes del muchacho; incluían, junto con su parte de Shasaville, una considerable cantidad de acciones preferenciales de las empresas auríferas y una parte de las de «Courtney Minera», cedida por su familia al designarlo director.

Más significativa era la opinión general de que tanto Centaine, como Shasa Courtney habían perdido toda esperanza con respecto a sus hermanos, convencidos de que Garry era el único dotado de condiciones. Al parecer, sería el heredero de los millones de Courtney, cuya suma total nadie conocía: doscientos millones, quinientos… no era inconcebible que pudieran ascender a los mil millones de rands. Holly Carmichael se estremeció un poquito al pensarlo.

Al observarlo, en esos momentos, no vio a un joven grandote y poco elegante, de gafas con montura de acero, con un costoso traje de lana fina que en él parecía una bolsa de ropa sucia. Lo que vio fue poder.

El poder fascinaba a Holly Carmichael. El poder, en todas sus formas: riqueza, reputación, influencia y forma física. Se estremeció otra vez al recordar aquellos músculos bajo la manga.

Holly tenía treinta y dos años, casi diez más que él, y un divorcio que jugaría muy en contra de ella. Tanto Centaine como Shasa Courtney eran conservadores y anticuados en ese sentido. «Pero tendrán que ser muy hábiles para detenerme —pensó—; siempre consigo lo que deseo… y lo que deseo es esto, aunque no será cosa fácil».

Luego, estudió el efecto que causaba en Garry Courtney. Estaba segura de tenerlo embobado. La primera parte no sería difícil. Sin esfuerzo alguno, ya lo había atrapado en sus redes y lo esclavizaría con la misma prontitud. Después vendría la parte complicada. Al pensar en Centaine Courtney y en todo lo que había oído decir de ella tembló otra vez; pero sin placer ni entusiasmo:

Garry se detuvo frente a ella. Sus ojos estaban a la par, pero él parecía fulminarla desde arriba. Un momento antes, ella se había sentido perfectamente al mando de la situación. De pronto, perdió esa seguridad.

—He visto lo que usted puede hacer cuando se esfuerza —dijo él—. Quiero que lo intente por mí. No me conformo con cosas de segunda. Esto no me gusta.

Holly lo miró con fijeza, asombrada. Ni siquiera había tenido en cuenta la posibilidad de que él rechazara su trabajo, mucho menos en términos tan brutales. Un momento después, el desconcierto cedía paso al enojo.

—Si esto es lo que usted piensa de mi trabajo, Mr. Courtney, le sugiero que busque a otro arquitecto —le dijo, con fría furia. Él ni siquiera parpadeó.

—Venga —ordenó—, mírelo desde este ángulo. Ha metido este tejado en el centro comercial sin tener en cuenta la vista desde las casas edificadas en esta pendiente de la colina. Y fíjese en esto. Podría haber empleado el campo de golf para realzar el aspecto de estas fincas, las principales, en vez de encerrarlas como lo ha hecho.

La había cogido del brazo. Ella comprendió que no estaba empleando siquiera una mínima parte de su fuerza, pero la potencia que sentía en aquellos dedos la asustó un poquito. Mientras él le señalaba los fallos de su diseño dejó de sentirse confiada y superior. El tenía razón, y ella, en el fondo, lo había sabido desde un principio, aunque no se hubiera tomado el trabajo de buscar soluciones. No esperaba que alguien tan joven e inexperto supiera discriminar tan bien; lo había tratado como a un niño afectuoso, capaz de aceptar cualquier cosa que ella le ofreciera. Si estaba enojada, era tanto consigo misma como con él.

Cuando Garry terminó su crítica, Holly dijo, con suavidad.

—Le devolveré su anticipo y romperemos el contrato. —Usted firmó el contrato y aceptó el depósito, Mrs. Carmichael.

Ahora, quiero que cumpla, quiero algo bello, sorprendente, perfecto. Quiero aquello que sólo usted puede darme.

Como ella no respondiera, su actitud cambió. Se tornó peculiarmente suave y solícito.

—No fue mi intención insultarla. Creo que usted es la mejor en su profesión y quiero que me lo demuestre… por favor.

Ella le volvió la espalda para acercarse a su tablero de dibujo.

Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el escritorio, mientras sacaba uno de sus lápices. Con la punta apoyada sobre una página en blanco, dijo:

—Parece que debo recuperar mucho terreno perdido. Veamos… —Y trazó la primera línea decisiva en la página—. Al menos, ahora, sabemos qué no hacer. Busquemos otra cosa. Comencemos por el centro comercial.

Él se acercó al tablero y pasó casi veinte minutos observando, en silencio. Por fin, ella le echó un vistazo; el ojo violáceo centelleaba ante los mechones de cabello rubio. No hizo falta que preguntara nada.

—Sí —asintió Garry.

—No se vaya —pidió ella—. Cuando lo tengo cerca puedo sentir su estado de ánimo y apreciar sus reacciones.

Garry se quitó la chaqueta y la dejó caer junto a la de ella.

Se irguió ante Holly en mangas de camisa, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y los hombros encorvados. Permanecía absolutamente inmóvil, en una monumental concentración; sin embargo, su presencia pareció inspirar a la arquitecta, que soltó las místicas fuentes de su talento. Por fin, veía el panorama en su mente, tal como debió haber sido. Su lápiz volaba sobre la página.

Cuando faltó la luz del día, él fue a cerrar las cortinas y encendió las lámparas del techo. Eran ya las ocho pasadas cuando ella dejó caer el lápiz y se volvió hacia él.

—Ésta es la sensación que buscaba. Usted tenía razón: el primer intento no servía.

—Sí, y tenía razón en otra cosa: usted es la mejor.

Garry tomó su chaqueta y escondió sus grandes hombros en ella. Holly sintió un cosquilleo de horror. No quería que él se fuera; estaba segura de que entonces se sentiría exhausta. El esfuerzo de la creación había agotado sus recursos.

—No puede enviarme a casa para que me ponga a cocinar a esta hora —dijo—. Eso sería sadismo de amo cruel.

De pronto, toda la confianza desapareció en el muchacho. Ruborizado, murmuró algo inaudible. Holly comprendió que, a partir de ese momento, a ella le tocaba hacerse cargo de todo.

—Al menos, tendrá que alimentar a la esclava. ¿Qué le parece si me invita a cenar, Mr. Courtney?

Al entrar en el restaurante con Garry, provocó la habitual agitación masculina y se alegró de que él se diera cuenta. Le sorprendió que el joven analizara con tanto aplomo la lista de vinos con el maître, pero recordó que Weltevreden era uno de los lagares más famosos del Cabo de Buena Esperanza.

Durante la cena, la conversación fue seria; era un alivio no tener que soportar las banalidades habituales en toda primera cita. Hablaron de la crisis de Sharpeville y de sus consecuencias sociales y económicas. A ella le sorprendió la profundidad de la penetración política de Garry; claro que su padre era ministro del Gabinete. El chico tenía asiento preferente.

«Si no fuera por ese traje a cuadros y esas horribles gafas, y por esa cresta que lo asemeja al Pájaro Loco… »

Cuando él la invitó a bailar, Holly experimentó ciertos reparos. Eran la única pareja en la pequeña pista circular, entre muchas personas conocidas. Sin embargo, se sintió aliviada en cuanto él le rodeó la cintura con el brazo. A pesar de su corpulencia, se movía con agilidad y excelente sentido del ritmo. Pero cuando ella comenzó a disfrutar del baile, Garry cambió su estilo y la sostuvo de un modo diferente. Por un momento, aquello la desconcertó. Trató de mantener el estrecho contacto de caderas que le permitía anticiparse a los movimientos del muchacho, y sólo entonces notó que lo había excitado. Aquello la divirtió más, un momento después, se sintió intrigada. Aquella parte de él era como el resto: grande y dura. Se dedicó al juego de rozarlo levemente para retirarse enseguida, sin dejar de hablar con toda tranquilidad, como si no tuviera noticia alguna de sus aprietos.

Más tarde, Garry la llevó en su «MG» hasta donde ella había dejado su coche. Holly, que no viajaba en un coche descapotable desde sus tiempos de estudiante, sintió una nostálgica emoción al soltar su cabello al viento.

Él insistió en seguirla en su propio coche hasta su casa. Se despidieron en la acera, frente al edificio de departamentos. Holly pensó invitarle a tomar un café, pero la intuición le aconsejó que protegiera su imagen reluciente. En cambio, le dijo:

—Hacia fines de la semana próxima tendré más bocetos para mostrarle.

En esa ocasión, aplicó todo su talento a los bocetos preliminares. Estaba segura de que eran buenos. Cuando Garry fue a su oficina, trabajaron hasta tarde y volvieron a cenar juntos. Era jueves y el restaurante estaba medio vacío. Tenían la pista de baile sólo para ellos; Holly trabajó suave y astutamente con las caderas mientras bailaban.

Cuando se despidieron, ante el edificio donde ella vivía, le preguntó:

—Supongo que el sábado irás a la Metropolitan.

La Metropolitan Handicap era la carrera principal en el calendario turístico del Cabo.

—No sé nada de carreras —respondió Garry, renuente—. Nosotros nos dedicamos al polo y a Nana, mi abuela, no le gusta que… —Se interrumpió al comprender que eso era una torpeza—. Bueno, la verdad es que nunca he ido a las carreras.

—Ya es hora de que lo hagas —aseguró ella, con firmeza—. Y necesito acompañante para el sábado… es decir, si no te opones. Garry volvió a Weltevreden cantando a todo pulmón por las curvas y las pendientes de la carretera de montaña.

Le llevó un rato comprender que la carrera, en sí, no era la atracción principal de la jornada. Eso jugaba un papel secundario ante el desfile de modas y la compleja interacción social de los asistentes. Entre los modelos ridículos y extraños que algunas mujeres usaban, el amplio vestido de seda azul de Holly, su ancho sombrero con una rosa natural en el ala, resultaban elegantes y discretos, pero atraían miradas envidiosas de las otras concurrentes. Garry descubrió que conocía a casi todos los miembros del club. Muchos eran amigos de su familia. En cuanto a los que no conocía, Holly se los presentó. Todos reaccionaron notablemente ante el apellido de Courtney; la arquitecta se mostraba sutilmente alerta, atrayéndolo a la conversación hasta hacerle sentir cómodo.

Formaban una pareja notable: «La bella y la bestia», sugirió uno de los menos amables. Un rumor de chismes los seguía alrededor del circuito. «Holly se ha dedicado a los niños». «Centaine la hará quemar viva».

Garry no tenía la menor conciencia de la agitación que estaban provocando. Una vez que salieron los caballos para la primera carrera, se sintió en su elemento. En Weltevreden, los caballos eran parte de la vida. Shasa lo había llevado en la montura antes de que supiera caminar, y él sabía reconocer un buen animal casi por instinto.

La primera carrera fue la de potros de dos años; como ninguno de ellos había corrido antes, las apuestas eran grandes. Garry distinguió a un potrillo negro durante el desfile.

—Me gusta por el pecho y por las patas —dijo.

Ella verificó el número en la tarjeta.

—Rapsodia —leyó—. Nunca ha habido un buen caballo con un nombre tan feo. Además, está adiestrado por Miller y lo monta R. Tiger Wright.

—De eso no se nada, pero sí sé que está en inmejorables condiciones y que tiene ganas de trabajar. Míralo: ya está sudando.

—Apostemos por él —sugirió Holly.

Garry puso cara de vacilación. En sus oídos resonaban las prohibiciones familiares contra el juego, pero no quería ofender a Holly ni parecer infantil ante sus ojos.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—¿Ves aquella hilera de pistoleros? —dijo Holly, señalando las taquillas—. Elige a cualquiera, le das tu dinero y le dices: «Rapsodia a ganador». —Le entregó un billete de diez rands—. Apostemos diez cada uno.

Garry quedó horrorizado. Diez rands era mucho dinero. Una cosa era pedir prestados dos millones para un negocio legítimo; otra muy distinta, entregar diez a un desconocido de cigarro puro y traje chillón. Contra su voluntad, sacó la billetera.

En un principio, Rapsodia estuvo en el grupo, pero cuando salieron de la curva, Tiger Wright lo llevó hacia fuera y lo instó a correr. El potrillo alcanzó a los primeros de inmediato, frente al palco en donde Holly brincaba, sujetándose el sombrero con una mano. Al llegar a la meta, lo hizo con dos cuerpos de ventaja.

Holly echó los brazos al cuello de Garry y lo besó frente a diez mil ojos curiosos.

Cuando el muchacho le entregó su parte de las ganancias, ella comentó:

—¡Oh, qué divertido sería tener un caballo de carreras propio!

A la mañana siguiente, a las seis en punto, sonó el teléfono de su departamento.

—¿Garry? —murmuró ella—. Pero si hoy es domingo. No puedes hacerme esto… a las seis de la mañana.

—Esta vez yo soy quien tiene algo que mostrarte —manifestó Garry.

Su entusiasmo era tan contagioso que ella aceptó, débilmente.

—Concédeme una hora para que pueda despertarme del todo.

El la llevó en el coche hasta la playa curva de False Bay y estacionó en lo alto de las dunas. Cuarenta caballos, montados por aprendices de jockey, correteaban por la arena blanda o vadeaban el oleaje. Garry la condujo hasta un grupo de cuatro hombres que supervisaban el entrenamiento y la presentó.

—Te presento a Mr. Miller.

El entrenador y sus ayudantes miraron a Holly con aire de aprobación. El primero llamó con un silbido a uno de los aprendices. Sólo cuando éste sacó al potrillo del círculo de animales, pudo Holly reconocerlo.

—¡Es Rapsodia! —exclamó.

Felicitaciones, Mrs. Carmichael —dijo el entrenador—. Nos dará a todos motivo de orgullo.

—No comprendo —protestó ella, desconcertada.

Garry explicó.

—Bueno, dijiste que sería divertido tener un caballo propio. Y el doce del mes próximo es tu cumpleaños. Feliz cumpleaños, Holly.

Ella lo miró en total confusión; se preguntaba cómo habría adivinado la fecha y cómo decirle que no podía aceptar un regalo tan extravagante. Pero Garry estaba tan lleno de satisfacción, esperando su agradecimiento y su aplauso, que ella pensó: «¿Y por qué no?

Por esta vez… ¡Al diablo con las convenciones!»

Lo besó por segunda vez, mientras los' demás, en círculo, sonreían con aire comprensivo.

Mientras volvían a su apartamento en el «MG», ella le dijo:

—Garry, no puedo aceptar a Rapsodia. Es demasiada generosidad de tu parte. —Ante su patética y transparente desilusión, agregó—: Pero puedo aceptar la mitad. Tú tendrás la otra y lo correremos juntos, como socios. Hasta podríamos registrar nuestros propios colores. —Se admiró de su propio ingenio. Una criatura viviente, de propiedad común, cimentaría el lazo entre ambos. «Que los Courtney rabien —se dijo—, éste es mío».

Cuando llegaron al apartamento, ella indicó:

—Estaciona aquí, junto al «Mercedes».

Lo cogió del brazo y lo condujo al ascensor.

El apartamento, como su oficina, expresaba su sentido artístico de las formas y el color. El balcón se asomaba a gran altura por encima de las rocas; las olas se estrellaban abajo, dando la sensación de que se estaba en la proa de un gran barco.

Holly trajo una botella de champaña y dos copas altas de la cocina.

—¡Descórchala! —ordenó.

Y sostuvo las copas mientras él las llenaba.

—Por Rapsodia —brindó.

Mientras preparaba un enorme cuenco de ensalada a manera de desayuno tardío, le enseñó el arte de preparar el aderezo. Bebieron el resto del champaña con la ensalada y luego se despatarraron en la gruesa alfombra del living, rodeados de muestras de seda, para elegir los colores de la carrera. Por fin, se decidieron por un vívido rosa fucsia.

—Quedará muy bien contra el pelaje negro de Rapsodia comentó ella, mirándolo.

Garry estaba arrodillado a su lado. El instinto le dijo que era el momento exacto. Se tendió lentamente de espaldas y fijó invitadora, sus ojos bicolores en los de él. Garry vacilaba aún. Ella tuvo que alargar una mano para acercarle la cabeza. Y, entonces, la asustó tanta fuerza.

Se sintió indefensa como un bebé en aquel abrazo. Al cabo de un rato, ya segura de que él no le haría daño, comenzó a disfrutar de esa sensación, inerme en la tormenta de sus besos. Lo dejó llevar el control por un tiempo, hasta comprender que él volvía a necesitar de orientación.

Le mordió la mejilla. Como él la soltara, con un respingo de sorpresa, Holly se apartó de él y corrió a la puerta del dormitorio. Al mirar atrás lo vio aún arrodillado en medio de la alfombra, confundido. Entonces, riendo, dejó la puerta abierta.

Garry acudió como un toro al capote, pero ella lo detuvo en seco con otro beso. Mientras retenía su boca en la de ella, le desabotonó la camisa y deslizó la mano por la abertura. No estaba preparada para encontrar aquella densa capa de vello rizado que le cubría el pecho, ni para su propia reacción al tocarla. Todos sus amantes habían sido lampiños y suaves; ella estaba convencida de que le gustaban así, pero su instantánea excitación sexual le demostró todo lo contrario.

Lo dominó con los labios y la punta de los dedos, sin permitirle moverse mientras lo desvestía. Cuando la última prenda cayó alrededor de los tobillos de Garry, exclamó en voz alta.

—¡Oh, por Dios! —Y le sujetó la muñeca para impedir que se cubriera.

Nunca había sido amada por un hombre así. Por un momento, no estuvo segura de poder recibirlo, pero su deseo aniquiló cualquier duda. Lo llevó a la cama y lo hizo tenderse allí, mientras se desvestía delante de él. Cada vez que él intentaba taparse, ella repetía:

¡No! Me gusta mirarte…

Era tan diferente… Todo músculo y vello; el cóncavo vientre ondulaba en músculos como la arena de una playa barrida por el viento. Holly deseaba comenzar pero más aún deseaba asegurarse de que él jamás olvidara aquella ocasión, de que fuera suyo para toda la vida.

—No te muevas —susurró, inclinándose sobre él para que sus pezones rozaran apenas el vello del pecho.

Apoyó la punta de la lengua en la comisura de un ojo y la deslizó poco a poco hasta la boca.

—Es la primera vez que hago esto —susurró él, enronquecido—. No se cómo…

—Querido mío, no hables. —Pero la idea de esa virginidad la alegraba.

«Es mío —se dijo, triunfante—. Después de esto, será mío para siempre».

Oscurecía en la habitación cuando al fin quedaron exhaustos.

El sol se había hundido en el Atlántico, dejando al cielo enfurecido por su partida. Garry tenía la mejilla apoyada en los senos de Holly. No se cansaba de ellos, como un niño sin destetar. Holly se sentía orgullosa de su busto, y aquella fascinación la halagaba y divertía a la vez.

Estudió el rostro de él en la penumbra. Le gustó aquella nariz grande y viril, la línea decidida de la mandíbula. Pero esas gafas con montura de acero tenían que desaparecer. Y también los diseños príncipe de Gales, que le hacían el talle cuadrado. El lunes se ocuparía de averiguar el nombre del sastre de Ian Gantry, su socio. Ya había elegido los diseños: gris seco o azules distinguidos, con rayas verticales difusas, para que pareciera más alto y más delgado. Su reconstrucción sería uno de sus proyectos más difíciles y ventajosos. No veía la hora de comenzar.

—Eres maravillosa —murmuró Garry—. Nunca he conocido a nadie como tú.

Holly volvió a sonreír y le acarició el grueso y oscuro cabello que se levantaba entre sus dedos.

—Tienes un remolino doble —le dijo, con suavidad—. Eso significa que eres valiente y afortunado.

—No lo sabía —comentó él. Eso no era raro, pues Holly acababa de inventarlo.

—Claro que sí —aseguró la muchacha—. Pero tendremos que dejarte crecer el pelo un poco más en la coronilla, para que no se levante de este modo.

—Eso tampoco lo sabía. —Garry elevó la mano para tocarse el mechón—. Lo intentaré, pero tendrás que decirme hasta dónde dejarlo crecer. No quiero parecer un hippie.

—Por supuesto.

—Eres maravillosa —repitió él—. De veras.

—Desde luego, esa mujer es una cazafortunas —dijo Centaine, con firmeza.

—Eso no es tan seguro, Mater —objetó Shasa—. Me han dicho que es muy buen arquitecto.

—Eso no tiene absolutamente nada que ver. Tiene edad suficiente para ser la madre del chico. Lo que busca es una sola cosa. Habrá que poner fin a esto de inmediato, antes de que se nos vaya de las manos. Es la comidilla de toda la ciudad; todos mis amigos se regodean. El sábado estaban en «Kelvin Groce», besuqueándose en la pista de baile.

—Oh, yo creo que pasará —sugirió Shasa—, siempre que nos demos por enterados.

—Hace una semana que Garry no duerme en Weltevreden Esa mujer es más descarada que… —Centaine se interrumpió, meneando la cabeza—. Tendrás que hablar con ella.

—¿Yo? —se extrañó Shasa, arqueando una ceja.

—Tienes mucha habilidad con las mujeres. Yo perdería los estribos.

Shasa suspiró, aunque en el fondo recibía de buen grado la excusa para echar un vistazo a la tal Holly Carmichael. No lograba imaginar cuál sería el gusto de Garry. El chico no le había dado gusto hasta el momento, sin la menor indicación. Shasa la imaginaba con zapatos cómodos, gafas, regordeta y cuarentona, seria y erudita. Se estremeció.

—Bueno, Mater, le diré que se aleje. Y si eso no da resultado, tendremos que llamar al veterinario para que nos arregle a Garry.

—No sé cómo puedes bromear con algo como esto —protestó Centaine, severa.

Aunque Holly estaba esperando la llamada desde hacía casi un mes, la recibió con un espanto imposible de mitigar. Como Shasa Courtney había hablado ante el Club de Mujeres Empresarias el año anterior, ella reconoció su voz. En realidad, se alegraba de vérselas con él y no con Centaine Courtney.

—Mrs. Carmichael, mi hijo Garry me ha mostrado algunos de sus esbozos preliminares para Shasaville. Como usted sabe, «Courtney Minera y Finanzas» tiene una buena parte de las acciones del proyecto y, si bien el responsable de la urbanización es Garry, me gustaría intercambiar algunas ideas con usted.

Ella sugirió que se encontraran en su propia oficina, pero Shasa anuló ese intento de elegir el campo de batalla y le envió a su chofer para que la llevara a Weltevreden en el «Rolls Royce». Holly se dio cuenta de que se la ponía deliberadamente en un ambiente estudiado para abrumarla, para mostrarle el esplendor de un mundo que no era el suyo. Por lo tanto, se tomó infinitas molestias para lucir su impecable aspecto personal. Cuando la hicieron pasar al estudio de Shasa Courtney, vio que el dueño de la casa daba un respingo; la primera jugada era suya. Esa habitación y todos sus tesoros parecían haber sido diseñados con ella como centro, y la serena sonrisa de Shasa desapareció al acercarse con la mano extendida.

—Qué maravilla, ese Turner —comentó ella—. Siempre he pensado que ese hombre debe de haber sido uno de los que se levantan temprano, porque el sol tiene ese brillo dorado sólo en las primeras horas de la mañana.

La expresión de Shasa volvió a cambiar al darse cuenta de que había profundidad tras esa llamativa fachada.

Recorrieron la habitación, con el pretexto de admirar las otras pinturas; mientras medían sus espadas con elegancia, buscándose mutuamente las debilidades, sin encontrar ninguna. Por fin, Shasa quebró esa actitud con un cumplido personal y directo.

—¡Qué ojos tan notables tiene usted! —dijo, observándola con atención para ver cómo reaccionaba.

Ella contraatacó al instante.

—Garry dice que son una amatista y un zafiro.

Lo había cogido por sorpresa. Él había supuesto que ella evitaría mencionar al muchacho mientras el padre no lo hiciera.

—Ah, sí. Tengo entendido que ustedes dos han estado trabajando juntos.

Shasa se acercó a la mesita con las copas y los botellones.

—¿Puedo ofrecerle uno de nuestros vinos de Jerez? Estamos muy orgullosos de ellos.

Le llevó la copa y miró al fondo de aquellos ojos extraordinarios. «Qué diablillo —se dijo, melancólico—: ha hecho otra de las suyas. ¿Quién habría esperado que Garry saliera con algo así?»

Holly sorbió el vino.

—Me gusta —comentó—. Es seco como el pedernal, pero sin la menor aspereza.

Él inclinó un poquito la cabeza, reconociendo la certeza de ese juicio.

—Ya veo que sería absurdo el disimular. No le pedí que viniera para analizar el proyecto de Shasaville.

—Así me gusta —confirmó ella—, porque ni siquiera me molesté en traer los últimos dibujos. El rió encantado.

—Sentémonos cómodamente.

Ella eligió el sillón Luís XIV, porque había visto uno igual en el Museo de Victoria y Alberto. Cruzó un tobillo sobre el otro y observó a Shasa, que trataba de volver a elevar la mirada.

—Estaba decidido a pagarle para que desapareciera —dijo Ahora que la conozco, me doy cuenta de que habría sido un error.

Ella, sin decir nada, lo contemplaba por encima del borde de la copa. Su pie se balanceaba como un metrónomo, con el mismo ritmo ominoso.

—No estaba seguro del precio a ofrecer —prosiguió él—. Me vino a la mente la cifra de cien mil.

El pie seguía balanceándose. Shasa, contra su voluntad, bajó la mirada hacia la pantorrilla y la exquisita forma de aquel tobillo.

—Era una ridiculez, por supuesto —prosiguió, sin dejar de observar aquel pie, calzado en un zapatito italiano—. Ahora comprendo que debería haber pensado en medio millón, cuanto menos.

Estaba tratando de encontrar el precio de su interlocutora. La miró otra vez al rostro en busca de algún destello de avaricia, pero le costó concentrarse. Zafiro y amatista… Caramba, a Garry debían de hervirle las hormonas hasta por las orejas. Shasa sintió una punzada de envidia.

—Por supuesto, estaba pensando en libras esterlinas. Aún no me he habituado a este asunto de los rands.

—Es una suerte, Mr. Courtney —dijo ella—, que usted haya decidido no infligirnos ese insulto a usted ni a mí. De este modo, podremos ser amigos. Me parece preferible.

Bueno, las cosas no salían como él había pensado. Shasa dejó su copa de jerez e intentó otra cosa.

—Garry es una criatura todavía.

Ella sacudió la cabeza.

—Es un hombre. Sólo hacía falta que alguien lo convenciera de eso. No fue difícil.

—Todavía no sabe lo que quiere.

—Es uno de los hombres más decididos y de mente más clara que yo haya tenido la suerte de conocer. Sabe lo que quiere con toda exactitud y hará cualquier cosa para conseguirlo. —Esperó un momento, para que el desafío contenido en esas palabras alcanzara más claridad. Luego, repitió con suavidad—: Cualquier cosa.

—Sí —convino él, suavemente—, es un rasgo característico de la familia Courtney. Somos capaces de cualquier cosa para conseguir lo que deseamos… y de destruir todo lo que se nos interponga en el camino. —Hizo una pausa, tal como ella había hecho, Y repitió serenamente—: Todo.

—Usted tenía tres hijos varones, Shasa Courtney. Le queda uno solo. ¿Está dispuesto a correr ese riesgo?

Él se echó hacia atrás en la silla para mirarla con fijeza. Holly no esperaba el tormento que vio en su expresión, y, por un momento, temió haber ido demasiado lejos. Pero él cedió poco a poco.

—Usted juega sucio y duro —reconoció él con tristeza.

—Cuando vale la pena, sí. —Aun sabiendo que era peligroso sentir lástima por un adversario de ese calibre, no pudo evitarlo—. Y para mí, esto vale la pena.

—Para usted sí, me doy cuenta, pero, ¿también para Garry?

—Creo que debo ser completamente franca con usted. Al principio, esto fue una pequeña aventura. Me incitaba su juventud; eso, en sí, puede ser devastadoramente atractivo. Y también las otras atracciones obvias que usted ha insinuado.

—El imperio Courtney y el lugar que él ocupa en ese imperio.

—Sí. No habría sido humana si no me hubiera dejado interesar por eso. Así comenzaron las cosas, sin embargo, casi de inmediato, todo empezó a cambiar.

—¿De qué modo?

—Empecé a comprender que él tenía un potencial enorme y que yo ejercía una gran influencia en cuanto a ayudarle a desarrollarse con plenitud. ¿No ha notado ningún cambio en él en los tres meses que llevamos juntos? ¿Podría decirme, con franqueza, que mi influencia sobre él ha sido perjudicial?

Shasa no pudo dejar de sonreír.

—Los trajes a rayas y las gafas con montura de carey. Reconozco que lo han mejorado muchísimo.

—Esas son señales exteriores, poco importantes, de los cambios interiores fundamentales. En estos tres meses, Garry se ha convertido en un hombre maduro y seguro de si; ha descubierto muchos de sus puntos fuertes, de sus talentos y virtudes. Uno de ellos, y no el menor, es su carácter cálido y afectuoso. Con mi ayuda descubrirá todos los otros.

—Con que usted se ve en el papel de arquitecto dedicada a construir un palacio de mármol donde sólo hay ladrillos de barro cocido.

—No se burle de él. —Holly se había enfurecido, protegiéndolo como una leona—. Es probable que él sea el mejor de todos los Courtney. Y, es probable que yo sea lo mejor que haya podido pasarle en la vida.

Shasa la miró con fijeza. Por fin, lo comprendió todo.

—Usted lo ama —exclamó, maravillado—. Lo ama de verdad. —Por fin lo ha entendido.

Holly se levantó para volverse hacia la puerta.

—Holly —llamó él. El inesperado uso del nombre de pila hizo que ella se detuviera. Vaciló, aún pálida de furia, mientras él proseguía, suavemente—: No había comprendido. Perdone. Creo que Garry es un joven muy afortunado por haberla encontrado. —Le tendió la mano—. Usted dijo que podíamos ser amigos. ¿Todavía podemos?

Table Bay es un lugar abierto a los vendavales del noroeste, que llegan desde el Atlántico gris y ventoso. El Ferry recibía en la proa las olas cortas y altas, que se balanceaban en lo alto. La llovizna llegaba a la punta del palo romo.

Era la primera vez que Vicky hacía una travesía por mar. El movimiento la aterrorizó como nada hasta entonces. Estrechó al niño contra ella, fijando la vista hacia delante. Pero no era fácil conservar el equilibrio en ese duro banco de madera, y las salpicaduras formaban sobre el vidrio un espejismo ondulante, que le distorsionaba la visión. La isla parecía una bestia horrible nadando a su encuentro. Recordó todas las leyendas de su tribu sobre los monstruos que salían del mar para devorar a cualquier ser humano que encontraran en la costa.

Era una suerte que Joseph la hubiera acompañado. Su medio hermano se había convertido en un joven apuesto; se parecía a la descolorida fotografía del abuelo, Mbejane Dinizulu: tenía la misma frente amplia y los ojos separados; aunque su nariz no era plana, sino de puente alto, la barbilla bien afeitada era igualmente redonda y plena. Acababa de completar sus estudios de Derecho en la universidad para negros de Fort Hare. Antes de que se celebrara su consagración en el hereditario papel de la jefatura zulú, Vicky le había convencido para que la acompañara en el largo viaje a lo largo del subcontinente. En cuanto volviera al distrito de Ladyburg, en Zululand, comenzaría a adiestrarse como jefe. No se trataba de la iniciación a la que debían someterse los jóvenes xhosas y de otras tribus. Joseph no sufriría la brutal mutilación de la circuncisión ritual, pues el rey Chaka había abolido esa costumbre, por no soportar que los jóvenes guerreros perdieran tanto tiempo en la recuperación, en vez de emplearlo en el adiestramiento militar.

Joseph, de pie junto a Vicky, se balanceaba con facilidad al compás de los agitados cabeceos del barco. Le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.

—Ya falta poco —murmuró—. Pronto estaremos allí.

Vicky sacudió la cabeza con vehemencia y estrechó a su hijo contra el pecho. La frente se le cubrió de sudor frío y sintió náuseas, pero las contuvo. «Soy hija de un jefe —se dijo—, y esposa de un rey. No me rendiré a debilidades femeninas».

El ferry salió del vendaval para entrar a las aguas tranquilas, a sotavento de la isla. Vicky se levantó con un largo y entrecortado suspiro. Como sus piernas no estaban muy firmes, Joseph la ayudó a llegar hasta la barandilla.

Juntos, contemplaron la triste e infame silueta de la isla Robben. El nombre derivaba de una palabra holandesa que significa «foca», por las colonias de esos animales que los primeros exploradores habían descubierto en sus rocas desnudas.

Al fracasar las industrias de pescado y focas instaladas en la isla, fue luego utilizada como leprosería y como lugar de exilio para los prisioneros políticos, casi siempre negros. Hasta Makana, el profeta guerrero que había encabezado las primeras matanzas de los xhosas contra los colonos blancos, había sido enviado allí después de su captura, para morir en 1820, ahogado en el mar, en un intento de fuga. Durante cincuenta años, su pueblo se había negado a creer en esa muerte. Hasta el presente, su nombre era un grito de guerra para la tribu.

Ciento cuarenta y tres años después, había otro profeta guerrero prisionero en la isla. Vicky observó, por encima de la estrecha banda de agua, el edificio cuadrado y feo: la prisión de alta seguridad para prisioneros políticos peligrosos. Allí estaba encarcelado Moses Gama. Tras la suspensión de su ejecución, Moses había permanecido en la prisión central de Pretoria, con los condenados a muerte, casi dos años; por fin, al otorgarle el presidente la conmutación a trabajos forzados de por vida, había sido trasladado a esa isla. Sólo se le permitía una visita cada seis meses, y Vicky llevaba a su hijo para que lo viera.

El viaje no había sido fácil, pues la misma Vicky estaba sujeta a una orden de proscripción. Se había presentado como enemiga del Estado al aparecer durante el juicio de Moses, vestida con los colores del Congreso Nacional Africano, y por sus pronunciamientos inflamados, ampliamente difundidos por los periódicos.

Hasta para abandonar la población de Drake’s Farm, a la cual la confinaba la proscripción, debía obtener un permiso de viaje del magistrado local. Ese documento establecía con exactitud las condiciones en las que se le permitía viajar, la hora exacta en que se le requería abandonar su cabaña, la ruta y los medios de transporte que debía tomar, la duración de la visita a su esposo y el camino de regreso.

El ferry maniobró hacia el muelle, donde los guardias uniformados cogieron los cabos de amarre. Joseph tomó al niño de la mano y ayudó a Vicky a cruzar el estrecho vacío. Permanecieron juntos en las tablas del muelle, mirando en derredor, inseguros. Los guardias, sin prestarles atención, se dedicaron a amarrar y descargar el ferry.

Pasaron diez minutos antes de que uno de ellos los llamara.

—Oigan, vengan por aquí.

Ellos lo siguieron por la carretera pavimentada que llevaba al bloqueo de seguridad.

Era la primera vez en seis meses que Vicky veía a su esposo y quedó horrorizada.

—Qué flaco estás —exclamó.

—Es que últimamente no como bien. —Moses se sentó frente a ella, al otro lado de la malla de acero.

Habían creado una críptica clave en las cuatro visitas que se le habían permitido en Pretoria. No comer bien significaba que él había iniciado otra huelga de hambre.

Cuando él le sonrió, su cara se parecía tanto a una calavera que los labios se encogieron hacia atrás, mostrando unos dientes demasiado grandes para esas facciones. Las muñecas sobresalían de los puños del uniforme carcelario, como huesos cubiertos por una fina capa de piel.

—Deja que vea a mi hijo —pidió.

Ella levantó a Matthew.

—Saluda a tu padre —dijo al niño.

Éste lo miró con solemnidad a través de la malla. Ese flaco desconocido que estaba al otro lado del alambrado nunca lo había cogido en sus brazos ni tenido en sus rodillas, nunca lo había besado ni acariciado. Ni siquiera lo tocaba. Siempre estaba esa malla de acero entre ambos.

Un guardia, sentado junto a Moses, se encargaba de hacer cumplir estrictamente las reglas de visita. El tiempo permitido era de una hora, sesenta minutos exactos; y sólo se podía hablar de asuntos de familia, sin mencionar las noticias del día, las condiciones de vida en la prisión ni, en especial, cualquier tema que tuviera un tono político.

Una hora para los asuntos de familia, pero ellos usaban su código.

—Estoy seguro de que me volverá el apetito cuando tenga noticias de la familia por escrito —dijo Moses.

Así supo Vicky que la huelga de hambre era para que le permitieran leer los periódicos. Por lo tanto, él no tenía noticias sobre Nelson Mandela.

—Los ancianos han pedido a Gundwane que les haga una visita —dijo ella.

Gundwane era el nombre clave de Mandela; significaba «rata de los cañaverales». Los ancianos eran las autoridades. Él hizo una señal de asentimiento, demostrando que había comprendido; Mandela, finalmente, había sido arrestado. Sonrió con acritud; La información que había dado a Manfred De La Rey había sido utilizada con efectividad.

—¿Cómo están los parientes de la granja? —preguntó.

—Todo anda bien. Están plantando sus cosechas.

Moses comprendió que los equipos de Umkhonto we Sizwe, con sede en «Puck’s Hill», habían iniciado la campaña terrorista con bombas.

—Tal vez todos vosotros volváis a reuniros antes de lo que pensamos —sugirió ella.

—Ojalá —respondió Moses. Una reunión significaría que el equipo de «Puck’s Hill» se reuniría con él allí, en la isla, o tomaría un atajo hacia el patíbulo.

La hora pasó con demasiada celeridad. De pronto, el guardia se puso de pie.

—Se acabó el tiempo. Despídanse.

—Dejo mi corazón contigo, esposo mío —dijo Vicky.

Y siguió con la vista al guardia que se lo llevaba. Él no se volvió para mirarla. Arrastraba los pies como un viejo exhausto.

—Es sólo la falta de alimentación —dijo a Joseph, mientras volvían al ferry—. Aún tiene el coraje de un león, pero está débil por la falta de comida.

—Está acabado —la contradijo Joseph, en voz baja—. Los bóers lo han derrotado. Jamás volverá a respirar el aire de la libertad. No volverá a vivir fuera de la prisión.

—Para todos nosotros, los que hemos nacido negros, todo este país es una prisión —observó Vicky, con fiereza.

Joseph no replicó sino cuando estuvieron otra vez en el ferry, corriendo ante el vendaval hacia la montaña de cima plana, cuyas pendientes inferiores mostraban las pecas de paredes blancas y vidrios relucientes.

—Moses Gama eligió el camino equivocado —dijo Joseph—. Trató de tomar la fortaleza de los blancos por asalto. Trató de incendiarla, sin darse cuenta de que, si hubiera tenido éxito, sólo habría heredado las cenizas.

Vicky le echó una mirada despectiva.

—Y tú, Joseph Dinizulu, ¿eres más sabio?

—Tal vez no, pero al menos aprendo de los errores que Moses Gama y Nelson Mandela cometieron. Yo no me pasaré la vida pudriéndome en una prisión de los blancos.

—¿Y cómo atacarás la fortaleza del hombre blanco, mi sagaz hermanito?

—Cruzaré el puente levadizo cuando esté bajo —dijo él—. Entraré por las puertas abiertas. Algún día, el castillo y sus tesoros serán míos, aunque tenga que compartir un poquito con el blanco. No, mi furiosa hermanita, yo no destruiré sus tesoros con bombas y llamas. Los recibiré en herencia.

—¡Estás loco, Joseph Dinizulu! —Vicky lo miraba fijamente. Él le sonrió con aire complacido.

—Ya veremos quién es el loco y quién el cuerdo —dijo—. Pero recuerda esto, hermanita: sin el hombre blanco aún estaríamos viviendo en chozas de paja. Mira hacia el Norte y fíjate en la miseria de los países que han expulsado a los blancos. No, hermana mía: yo mantendré al blanco aquí; sin embargo, algún día, él trabajará para mí y no a la inversa.

—Olvida tu enojo, hijo mío. —Hendrick Tabaka se inclinó hacia delante para apoyar la mano derecha en el hombro de Raleigh—. Tu enojo te destruirá. El enemigo es demasiado fuerte. Mira lo que le ha pasado a Moses Gama, mi propio hermano. Fíjate en el destino de Nelson Mandela. Ambos salieron a combatir contra el león a pecho descubierto.

—Hay otros que siguen luchando —señaló Raleigh—. Los guerreros de Umkhonto we Sizwe siguen luchando. Todos los días oímos hablar de sus hazañas. Todos los días estallan sus bombas.

—Eso es como arrojar guijarros contra una montaña —dijo Hendrick con tristeza—. Cada vez que una bomba estalla contra la torre de una central eléctrica, Vorster y De La Rey arman a otros mil policías y libran otras cien órdenes de proscripción. —Hendrick meneó la cabeza—. Olvídate de tu enojo, hijo mío; a mi lado, te espera una buena vida. Si sigues a Moses Gama y a Mandela, terminarás como ellos. Pero yo puedo ofrecerte riqueza y poder. Toma esposa, Raleigh: toma una esposa buena y gorda, y dale muchos hijos varones. Olvida la locura y ocupa tu lugar a mi lado.

—Tuve una esposa, padre mío, y la dejé en Sharpeville —dijo Raleigh—. Pero antes de dejarla pronuncié un juramento. Con los dedos hundidos en sus heridas mortales hice un juramento.

—Los juramentos se hacen con demasiada facilidad —susurró Hendrick.

Raleigh, que lo observaba, vio que los años habían jugado sobre sus facciones como un soplete; marchitando, quemando, fundiendo las líneas audaces de sus pómulos y su mandíbula. El anciano prosiguió:

—Pero es difícil vivir con ellos —prosiguió el anciano—. Tu hermano Wellington también ha hecho un juramento al dios blanco. Vivirá como un eunuco por el resto de su vida, sin conocer siquiera el consuelo de un cuerpo de mujer. Temo por ti, Raleigh, fruto de mis ingles. Temo que tu juramento sea una pesada carga para el resto de tu vida. —Volvió a suspirar—. Ya veo que no logro persuadirte, ¿cómo puedo aplanar el rocoso sendero ante tus pies?

—¿Sabes que muchos de nuestros jóvenes están abandonando el país? —preguntó Raleigh.

—No sólo los jóvenes —reconoció Hendrick—. También se han ido algunos del alto comando. Oliver Tambo ha huido. Mbeki y Joe Modise también, y muchos otros.

—Se han ido para poner la primera fase de la revolución en marcha. —Los ojos de Raleigh empezaban a brillar con entusiasmo—. El mismo Lenin nos enseñó que no podemos pasar de golpe a la revolución comunista. Antes, debemos alcanzar la fase de la liberación nacional. Es preciso crear un amplio frente de liberales, eclesiásticos, estudiantes y trabajadores, bajo el liderazgo del partido vanguardista. Oliver Tambo se ha ido para crear ese partido de vanguardia, el movimiento anti-apartheid en el exilio. Y yo quiero ser parte de esa avanzadilla de la revolución.

—¿Quieres abandonar tu tierra natal? —Hendrick lo miraba, aturdido—. ¿Quieres alejarte de mi, de tu familia?

—Es mi deber, padre. Si hemos de acabar con los males del sistema, necesitamos la ayuda del mundo exterior, de todas las naciones unidas del mundo.

—Estás soñando, hijo mío. Ese mundo, en el que tanta confianza pones, se ha olvidado ya de Sharpeville. Una vez más, entra el dinero de las naciones extranjeras: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia… entra a torrentes. El país prospera día a día…

—Estados Unidos se ha negado a proveer armas.

—Sí. —Hendrick rió entre dientes, con expresión melancólica—. Y los bóers las están fabricando aquí. No puedes ganar, hijo mío. Quédate en casa.

—Debo ir, padre. Perdóname, no tengo alternativa. Debo ir, pero necesito tu ayuda.

—¿Qué quieres de mí?

—Existe un hombre, un blanco, que está ayudando a los jóvenes a escapar.

—Joe Cicero —asintió Hendrick.

—Quiero conocerle, padre.

—Llevará algún tiempo, pues vive oculto, ese Joe Cicero.