La torreta de extracción era de diseño moderno, no el tradicional patíbulo de vigas de acero, donde las grandes ruedas de tracción estaban a la vista. Se trataba de una grácil torre de cemento, alta como un edificio de diez pisos; a su alrededor, las otras construcciones del complejo minero habían sido dispuestas con igual criterio estético. El edificio de administración estaba rodeado de prados verdes y jardines en flor. Más allá había un campo de golf de dieciocho hoyos, otro de críquet y una tercera de rugby, para los mineros blancos. Junto al club y a los alojamientos para solteros se veía una piscina de natación de tamaño olímpico. En el lado opuesto, se levantaban las viviendas para los trabajadores negros. También allí Shasa había ordenado que, en vez de las tradicionales barracas, levantaran pulcras cabañas para el personal superior y que los alojamientos para solteros fueran amplios y agradables, más parecidos a moteles que a instituciones, para albergar y alimentar a los cinco mil individuos reclutados en Niasalandia y el Mozambique portugués. Había también campos de fútbol, cines y un complejo comercial para los empleados negros. Entre los edificios se veían árboles y verdes prados.

Como la de «Silver River» era una mina con agua, todos los días se bombeaban millones de litros en sus profundidades, y se usaba para embellecer los terrenos. Shasa tenía motivos para estar orgulloso.

Aunque el pozo principal había interceptado la veta aurífera a gran profundidad, más de un kilómetro y medio por debajo de la superficie, la mina seguía siendo tan rica que se la podía extraer con enormes ganancias. Más aún: el precio del oro no se podría retener en treinta y cinco dólares la onza por mucho más tiempo. Shasa estaba convencido de que llegaría a duplicarse y hasta a triplicarse.

«Nuestro ángel guardián». Shasa sonrió para sus adentros al nivelar las alas del «HS 125» e inició los preparativos para el aterrizaje.

«De todas las bendiciones prodigadas sobre esta tierra, el oro es la mayor. Nos ha sostenido en los tiempos malos y ha dado gloria a los buenos. Es nuestro tesoro y más aún, pues cuando todo lo demás falla, cuando nuestros enemigos conspiran con el destino para derribarnos, el oro brilla con su fulgor especial para protegernos. Un ángel guardián, en verdad».

Aunque el piloto de la empresa, en el asiento derecho, lo observaba con aire crítico (Shasa pilotaba aviones de propulsión desde hacía sólo doce meses), el veloz aterrizaje fue ejecutado con tranquila facilidad. La máquina estaba pintada de azul y plata, con el logotipo del diamante estilizado en el fuselaje, al igual que el antiguo Mosquito. Era un aparato estupendo, con capacidad para ocho pasajeros y gran velocidad, infinitamente más práctico que el anterior. Sin embargo, Shasa aún lamentaba la pérdida de su viejo avión, en el que había cubierto más de cinco mil horas de vuelo antes de donarlo al museo de las Fuerzas Aéreas, para que, devuelto a su camuflaje de combate y con los armamentos repuestos, se convirtiera en una de las principales piezas expuestas.

Shasa hizo rodar el reluciente avión hasta el hangar, en el extremo de la pista; el comité de recepción le salió al encuentro, con el gerente de la mina a la cabeza. Todo el mundo se tapaba los oídos para protegerlos del agudo chillido de los motores.

El gerente estrechó la mano a Shasa, y dijo, inmediatamente:

—Su hijo me ha pedido que lo disculpe por no poder venir a esperarle, Mr. Courtney —dijo de inmediato—. En este momento, está en el pozo de la mina, pero manda decir que irá a la casa de huéspedes en cuanto termine su turno. —Alentado por una sonrisa de paternal aprobación, se arriesgó a un halago—: Ha de ser cosa de familia: cuesta mucho lograr que ese pequeño tunante deje de trabajar. Habría que atarle.

En la mina había dos casas de huéspedes: una, para los visitantes de importancia; la otra, reservada exclusivamente para Shasa y Centaine. Era tan sibarítica y había costado tanto que el grupo de accionistas disidentes había planteado preguntas bochornosas en la asamblea anual, pero Shasa no se arrepentía en absoluto: «¿Cómo voy a trabajar debidamente si no gozo de ciertas comodidades básicas? —decía—. Un techo sobre mi cabeza, ¿es demasiado pedir?»

La casa de huéspedes tenía su propia pista de squash, piscina cubierta climatizada, cine, sala de conferencias, cocina y bodega. El proyecto había sido diseñado por uno de los discípulos más brillantes de Frank Lloyd Wright; para decorar el interior, se había hecho acudir a Hicks desde Londres. Allí habían ido a parar las obras de arte que no tenían cabida en Weltevreden, así como las alfombras persas sobrantes; los árboles del parque-jardín habían sido seleccionados en todo el país. Shasa se sentía muy a gusto en ese pequeño alojamiento de paso.

El ingeniero de perforaciones y el jefe de ingenieros eléctricos estaban esperándole en la sala de conferencias. Shasa fue hacia allí directamente y, a los diez minutos de haber aterrizado, ya estaba trabajando. A las ocho en punto de esa noche, habiendo agotado a los ingenieros, les dejó marchar.

Garry lo esperaba en el cuarto contiguo (el estudio privado de Shasa), entreteniéndose con la terminal de computadora, pero se levantó de un salto al verlo entrar.

—Me alegro mucho de haberte encontrado, papá. Hace días que trato de comunicarme contigo. Se me está acabando el tiempo.

Tartamudeaba de nuevo. Por aquel entonces lo hacía sólo cuando estaba muy excitado.

—Tranquilo, Garry. Respira hondo —le aconsejó Shasa.

Pero las palabras de su hijo seguían surgiendo a borbotones. Garry lo cogió de la mano y lo llevó ante la computadora para que le ilustrara lo que estaba tratando de explicarle:

—Como siempre ha dicho Nana, y tú repites sin cesar, las tierras son el único patrimonio duradero.

Los dedos poderosos y espatulados volaron sobre el teclado de la computadora. Shasa observó con curiosidad, pero, al comprender lo que el muchacho trataba de explicarle, perdió interés y dejó de concentrarse. De cualquier modo, lo escuchó hasta el final antes de preguntar serenamente:

—Con que has pagado la opción de compra con tu propio dinero.

—¡La tengo concedida! ¡Aquí! —Garry agitó un documento en el aire—. Me ha costado todos mis ahorros: más de dos mil libras por una opción de sólo una semana.

—Déjame recapitular —sugirió el padre—. Has gastado dos mil libras para adquirir una opción de compra, con una semana de validez, sobre un sector de tierras agrícolas en las afueras de Johannesburgo, hacia el norte, que piensas convertir en población residencial, con su complejo comercial, teatros, cines y todo lo demás…

—Hay veinte millones de ganancia en la operación… cuanto menos. —Garry manipuló el tablero de la computadora y señaló las cifras verdes y ondulantes—. ¡Mira eso, papá!

—¡Garry, Garry! —suspiró Sasha—. Creo que has perdido tus dos mil libras, pero, a largo plazo, la experiencia valdrá la pena. Claro que hay veinte millones de utilidad en eso. Todo el mundo lo sabe y todo el mundo quiere su tajada. Por esa razón, el Gobierno ejerce un control tan estricto en las urbanizaciones. Se requieren cuanto menos cinco años como mínimo para conseguir la aprobación oficial antes de construir un centro urbano nuevo; mientras tanto, puedes tropezar con cientos de obstáculos fatales. Se trata de un tipo de inversión muy complejo y especializado, para el que hace falta muchísimo capital, arriesgar millones de libras. ¿No te das cuenta, Garry? Probablemente, tus tierras no sean de las mejores; habrá diez o doce proyectos antes que el tuyo, Y nosotros no nos dedicamos a la urbanización…

Shasa se interrumpió, con la vista clavada en su hijo. Garry agitaba las manos y tartamudeaba tanto que Shasa volvió a interrumpirle.

—Respira hondo.

El pecho de tonel se expandió hasta que los botones de la camisa estuvieron a punto de saltar.

—Ya tengo la aprobación. —La frase surgió con bastante claridad.

—Pero te he explicado que eso tarda años enteros —repitió Shasa, bruscamente, e hizo ademán de levantarse—. Tenemos que cambiarnos para cenar. Vamos.

—No me has comprendido, papá —insistió Garry—. La aprobación ya ha sido concedida.

Shasa se sentó poco a poco.

—¿Cómo has dicho? —preguntó en voz baja.

—La aprobación para urbanizar fue concedida en 1891 por el Volksraad de la antigua república de Transvaal. Está firmada por el presidente Kruger en persona y sigue teniendo perfecta validez. Simplemente, había quedado olvidada.

—No lo puedo creer. —Shasa meneó la cabeza—. ¿Cómo diablos lo descubriste, Garry?

—Estuve leyendo un par de viejos libros sobre los primeros tiempos de la Witwatersrand y las minas de oro. Se me ocurrió que si iba a estudiar minería, cuanto menos debía averiguar la historia de la industria —explicó Garry—. En uno de los libros se mencionaba a uno de los grandes señores de la zona, que tuvo la grandiosa idea de construir un paraíso para gente muy rica, lejos de la tosquedad y el bullicio de Johannesburgo. El autor mencionaba que el hombre había comprado una finca de dos mil cuatrocientas hectáreas; después de haberlas hecho deslindar, y contando ya con la aprobación del Volksraad, el proyecto había sido abandonado.

—¿Y qué hiciste entonces?

—Fui a los archivos y busqué los procedimientos del Volksraad correspondientes al período 1889-1891, y allí estaba la aprobación.

Después, busqué los títulos de propiedad de esos terrenos y fui hacia la finca en cuestión. Se llama «Baviaansfontein» y es propiedad de dos hermanos que ya tienen más de setenta años. Dos viejos simpáticos, con los que me entendí muy bien. Me mostraron sus caballos y su ganado y me invitaron a almorzar. Lo de la opción les pareció un chiste, pero cuando les mostré mis dos mil libras… Nunca habían visto tanto dinero junto. —Garry sonrió—. Aquí están las copias de los títulos originales y de la aprobación del proyecto original.

Garry entregó los papeles a su padre y Shasa los leyó con lentitud, hasta moviendo los labios un poquito, como un semianalfabeto, para saborearlos palabra por palabra. Por fin, sin levantar la vista preguntó:

—¿Cuándo expira tu opción?

—A mediodía del jueves. Tendremos que actuar de prisa.

—¿Tomaste la opción a nombre de «Courtney Minera»?

—No, a mi nombre. Pero lo hice por ti y por la empresa, claro está.

—Se te ocurrió a ti solo —observó Shasa con cautela—. Lo investigaste solo, encontraste la aprobación original, negociaste la opción y la pagaste con tus bien ganados ahorros. Tú hiciste todo el trabajo y corriste con todos los riesgos. Y ahora quieres entregar el negocio a otra persona. Eso no es muy inteligente, ¿no te parece?

—No es que quiera entregárselo a cualquiera, sino a ti, papá. Todo lo que hago es por ti, bien lo sabes.

—Bueno, a partir de ahora, cambiaremos eso —aseguró Shasa, con tono enérgico—. Te prestaré personalmente las doscientas mil libras que necesitas para la compra y volaremos a Johannesburgo mañana a primera hora, para cerrar el trato. Una vez que seas el dueño de la tierra, «Courtney Minera» negociará contigo las condiciones para urbanizar conjuntamente.

Así se iniciaron las negociaciones. Al probar Garry la sangre, se tornaron más difíciles.

—Por Dios, he engendrado un monstruo —se quejó Shasa, para ocultar su orgullo—. Vamos, muchacho, deja algo para nosotros.

Para ablandar un poco a su padre, Garry anunció un cambio en el nombre de la propiedad. En el futuro se la conocería como Shasaville. Cuando al fin quedaron firmados los acuerdos, Shasa descorchó una botella de champaña, diciendo:

—Felicitaciones, hijo mío.

Esa aprobación valía más para Garry que todas las urbanizaciones y todo el oro de Witwatersrand.

Lothar De La Rey era uno de los capitanes de policía más jóvenes del Cuerpo, y eso no se debía por entero a la influencia de su padre. Desde su honrosa graduación se había distinguido en todos los aspectos importantes para el mando. Había estudiado Y aprobado todos los exámenes para ascender, con resultados distinguidos. Se daba mucha importancia al desempeño atlético, y el rugby era el deporte principal en el plan de estudios de la Policía. Ya era casi seguro que Lothar sería elegido como jugador internacional durante la próxima gira de los neocelandeses. Contaba con la simpatía de sus superiores tanto como con la de sus iguales, y su hoja de servicios se embellecía con una serie no interrumpida de excelentes notas. A eso se agregaba su poca habitual aptitud para el trabajo policial. Ni la pesada monotonía de las investigaciones ni la rutina de las patrullas podían cansarle; ni aquellas bruscas erupciones de acción peligrosa y violenta, Lothar había demostrado valor y grandes recursos.

En su hoja de servicios había cuatro menciones, todas ellas por victoriosos enfrentamientos con criminales peligrosos. También había recibido la condecoración policial al valor por haber matado a dos conocidos traficantes de drogas, tras una persecución solo y a pie por la ciudad, en plena noche, de la que había salido ileso.

A todo ello se agregaba la observación, por parte de sus superiores, de que, si bien aceptaba la disciplina de buen grado, tenía cualidades de mando y liderazgo muy bien desarrolladas. Ambas eran características muy distintivas de los afrikaners. Durante la campaña nordafricana contra Rommel, al indicarle al general Montgomery que había escasez de oficiales, éste había replicado: «Tonterías; tenemos miles de sudafricanos. Cada uno de ellos es líder por naturaleza; desde la niñez, se les acostumbra a dar órdenes a los nativos».

Lothar había sido destinado a la Comisaría de Sharpeville desde su graduación, por lo que conocía la zona a fondo. Poco a poco, fue construyendo su propia red de informadores, base de todo trabajo policial; mediante las prostitutas, los taberneros y los pequeños delincuentes podía anticiparse a muchos delitos graves e identificar a los organizadores y a sus secuaces antes de que el crimen fuera cometido.

El comisario general de la fuerza policial tenía perfecta conciencia de que el joven capitán, de ilustres parientes, era responsable, en gran medida, del funcionamiento de Sharpeville en los últimos años; la delegación se había convertido en una de las unidades más vigorosas y activas en el denso triángulo industrial que comprende Johannesburgo, Pretoria y Vereeniging.

Comparada con Soweto, Alexandra y hasta Drake’s Farm, Sharpeville era una pequeña población de negros. Albergaba apenas a cuarenta mil almas de todas las edades. Sin embargo, las razzias policiales en busca de licor ilícito e infractores de la ley de pases eran rutina casi diaria. Las listas de arrestos y condenas, por las cuales se aprecia la eficacia de cualquier Comisaría, estaban fuera de toda proporción con respecto a su tamaño. Gran parte de esa industriosidad y esa dedicación al deber eran correctamente atribuidas a la energía del joven capitán, segundo en la cadena de mandos.

Sharpeville es una población satélite de la ciudad de Vereeniging donde Lord Kitchener, el comandante británico, negoció en 1902 con los líderes bóers el tratado de paz que puso fin a la prolongada y trágica guerra sudafricana. Vereeniging está situada sobre el río Vaal, a setenta y cinco kilómetros al sur de Johannesburgo; su razón de ser eran los depósitos de hierro y carbón, explotados por «Iscor», la gigantesca «Iron and Steel Corporation», propiedad del Estado.

A principios de siglo, los trabajadores negros del acero se alojaban en Top Location; al tornarse aquellas instalaciones en algo completamente inadecuado y poco moderno, se estableció, en 1940, un nuevo lugar, que recibió su nombre en honor de John Sharpe, por entonces alcalde de Vereeniging. Aunque los alquileres ascendían a dos libras, siete chelines y seis peniques mensuales, el traslado se efectuó en forma gradual y apacible.

En realidad, Sharpeville era una población modelo. Las cabañas tenían la habitual apariencia de cajas, pero todas contaban con cloacas y electricidad, además de otras comodidades, como un cine, centros comerciales y deportivos y, por añadidura, Comisaría propia.

En medio de una de las obras de ingeniería social más amplia del siglo XX, el apartheid, Sharpeville constituía una zona de notable calma. Alrededor de ella, cientos de millares de personas se veían sujetas a mudanzas, regimentación y reclasificación, de acuerdo con esos monumentales pilares de la legislación: la ley de Áreas Grupales y la de Registro de la Población. Si bien los incipientes líderes de la conciencia y la liberación negras predicaban, exhortaban y organizaban, Sharpeville parecía incorrupta. Los padres blancos de Vereeniging señalaban, con justificable satisfacción, que los agitadores comunistas de Sharpeville habían sido eliminados rápidamente, que su población negra era pacífica y obediente a la ley. Los porcentajes de delitos graves eran los más bajos del sector industrial del Transvaal y los delincuentes eran atendidos con notable prontitud. Hasta quienes dejaban de pagar el alquiler eran desalojados sumariamente. La fuerza policial de la zona se mostraba siempre consciente y dispuesta a cooperar.

Cuando la ley extendió a las mujeres negras la obligación de llevar pases, provocó tensas resistencias en casi todo el país. Las señoras de Sharpeville se presentaron ante la Comisaría en grupos tan numerosos y con tanto espíritu de cooperación que hubo que rechazar a casi todas.

A principios de marzo de 1960, Lothar De La Rey iba al volante de su «Land-Rover» oficial, recorriendo esa apacible y obediente comunidad, por la amplia avenida que cruzaba el espacio abierto frente a la Comisaría. Los edificios de la Comisaría, que obedecían al mismo diseño austero y utilitario del resto, estaban circundados por una alambrada de unos dos metros y medio de altura, aunque el portón principal permanecía abierto y sin custodia.

Lothar estacionó el «Land-Rover» bajo el mástil en donde la bandera nacional, anaranjada, azul y blanca flameaba; la brisa tenía el vago hedor químico de las calderas de «Iscor». La oficina principal se convirtió inmediatamente en centro de atención, pues todos sus hombres acudieron a felicitarle por el puntapié que les había valido la «Copa Currie».

—Después de esto, verde y oro —predijo el sargento, refiriéndose a los colores del equipo nacional, al estrecharle la mano.

Lothar aceptó la admiración con el debido grado de modestia. Luego, puso fin a esa falta de disciplina.

—Bueno, todo el mundo al trabajo —ordenó.

Y fue a estudiar el libro de detenciones. En Soweto, ese libro presentaba a diario tres o cuatro asesinatos y diez o doce casos de violación. En Sharpeville no se había producido un solo delito «de primer grado» en las veinticuatro horas previas. Lothar, con un gesto satisfecho, fue a presentarse al comandante de la Comisaría.

Hizo la venia desde la puerta. Su superior lo saludó con la cabeza e indicó la silla que tenía frente a sí.

—Pasa, Lothie, y siéntate.

Balanceó la silla sobre las patas traseras, observando al muchacho que se quitaba la gorra y los guantes.

—Extraordinario partido, el del viernes —lo felicitó—. Gracias por las entradas. ¡Qué puntapié el tuyo, hombre!

Experimentó una punzada de envidia al examinar a su segundo. ¡Pero si parecía un soldado, tan alto y erguido! Echó un vistazo a su panza floja y volvió a observar la caída del uniforme sobre los anchos hombros del joven. Bastaba verle para darse cuenta de que tenía clase. El comandante no había alcanzado el rango de capitán hasta los cuarenta años; y estaba resignado a jubilarse con ese grado. Pero ese muchacho no. A los cuarenta años sería general, probablemente.

—Bueno, Lothie —dijo—, te voy a echar de menos. —Sonrió ante el destello de aquellos ojos alertas pero extrañamente amarillos—. Sí, mi joven amigo, te ha llegado el traslado. Nos dejas a finales de mayo.

Lothar se reclinó en su silla, sonriente. Sospechaba que su propio padre había tenido mucho que ver en el hecho de que se le mantuviera tanto tiempo en ese puesto. Le había sido cada vez más" irritante perder el tiempo en esa tierra de nadie, pero su padre sabía lo que más le convenía y él estaba agradecido por la experiencia ganada. Sabía que el policía sólo aprende su trabajo en la calle, y él había aprovechado el tiempo. Se sabía un buen policía y lo había demostrado ante todos. Quien se sintiera tentado a atribuir sus futuros ascensos a la influencia de su padre podía convencerse de lo contrario con sólo echar un vistazo a su hoja de servicios: todo estaba reflejado allí.

—¿Adónde me envían, señor?

—Eres un tipo de suerte. —El comandante meneó la cabeza con burlona envidia—. Vas al departamento central de Inteligencia.

Era el puesto escogido, el más buscado y prestigioso que cualquier oficial joven pudiera pedir. El departamento central de Inteligencia estaba en el corazón mismo de la fuerza policial. Lothar sabía que, desde allí, su camino sería rápido y seguro. Llegaría a general siendo aún joven; así que ganaría madurez y reputación para facilitar su ingreso en la Política. Podía retirarse con la pensión de general y dedicar el resto de su vida a su país y a su Volk. Lo tenía todo planeado con claridad, paso a paso. Cuando el doctor Verwoerd se retirara, su padre sería uno de los más fuertes candidatos a la primera magistratura del país. Quizás algún día hubiera un segundo ministro del Interior llamado De La Rey y, más adelante, otro De La Rey a la cabeza de la nación. Conocía el camino a seguir y también sabía que tenía los pies bien firmes en el camino.

—Se te está dando una buena oportunidad, Lothie —dijo el comandante, como repitiendo lo que él pensaba—. Si la aprovechas, llegarás lejos, muy lejos.

—Por lejos que llegue, señor, nunca olvidaré la ayuda y el aliento que usted me ha dado aquí, en Sharpeville.

—Basta ya. Tienes un par de meses antes de irte. —El comandante parecía súbitamente azorado. Ninguno de ellos sabía demostrar con facilidad sus emociones—. Vamos a trabajar. ¿Qué me dices de la razzia de esta noche? ¿Cuántos hombres llevarás?

Lothar apagó las luces del «Land-Rover» y aminoró la velocidad; el motor de cuatro cilindros tenía un ruido característico, que su presa reconocería a distancia si él conducía a más velocidad.

Lo acompañaban un sargento y cuatro agentes, todos ellos armados con cachiporras. El sargento llevaba también un rifle automático «Greener»; Lothar, la pistola reglamentaria. Era armamento ligero, pues sólo se trataba de una razzia antialcohólica.

La venta de licores a los negros, estrictamente controlada, se reducía a la destilación de la cerveza tradicional, a base de cereales, en cervecerías vigiladas por el Estado. El consumo de bebidas blancas y vinos estaba prohibido a los negros, pero esa prohibición causaba la proliferación de las tabernas ilícitas. Había ganancias demasiado tentadoras en ello. El licor servido era robado o comprado en los negocios de los blancos, cuando no lo fabricaban los mismos taberneros. Esas destilaciones caseras se convertían en poderosos brebajes conocidos generalmente con el nombre de skokian; cada destilador utilizaba su propia receta, que podía contener cualquier cosa, desde alcoholes metílicos hasta cadáveres de serpientes venenosas y fetos abortados. No era raro que los parroquianos de esas tabernas acabaran con ceguera permanente o demencia; de vez en cuando, el licor llegaba a matar.

Esa noche, el equipo de Lothar iba a atacar una taberna nueva que funcionaba desde hacía pocas semanas. Lothar tenía la información de que la manejaba una banda de negros llamada… «Búfalos».

Naturalmente, el joven tenía plena conciencia del alcance de las operaciones realizadas por los Búfalos. Era, sin lugar a duda la asociación clandestina más grande y poderosa de la Witwatersrand. No se sabía quién la encabezaba, pero se pensaba que tenía vinculaciones con el Sindicato de Mineros Africanos y con una de las organizaciones políticas de los negros. Sin lugar a dudas su mayor actividad se llevaba a cabo en las propiedades auríferas próximas a Johannesburgo y en las grandes poblaciones negras tales como Soweto y Drake’s Farm.

Hasta entonces, Sharpeville no había sido perturbada por los Búfalos. Por tal razón, resultaba alarmante la instalación de la taberna clandestina dirigida por ellos. Eso podía anunciar una decidida infiltración en la zona a la que, casi con seguridad, seguiría una campaña para politizar a la población negra, con las consiguientes manifestaciones de protestas y boicots a la línea de autobuses y a los negocios de propietarios blancos, más todos los otros problemas provocados por los agitadores del Congreso Nacional Africano y el reciente Congreso Panafricanista.

Lothar estaba decidido a aplastarlo antes de que se extendiera por todo su distrito como un incendio de pastizales. Por encima del suave burbujear del motor se oyó un agudo silbido doble; casi de inmediato se oyó una repetición en la distancia, cerca del extremo de la avenida, rodeada de tranquilas cabañas.

—¡Magtig! —juró Lothar, en voz baja, aunque con furia—. Nos han visto.

Los silbidos eran una advertencia de los vigías apostados por la taberna.

Encendió las luces y pisó el acelerador a fondo, haciendo que el «Land-Rover» saliera disparado por la estrecha callejuela.

La taberna estaba al otro lado de la manzana, en la última cabaña, contra la cerca que separaba la población de la planicie abierta. Cuando los reflectores barrieron la fachada, cinco o seis siluetas oscuras huían de la vivienda. Otros luchaban entre sí para salir por la puerta principal o saltar desde las ventanas.

Lothar subió el «Land-Rover» a la acera, cruzó el diminuto jardín y se detuvo en una hábil maniobra de costado, bloqueando la puerta.

—¡Vamos! —gritó.

Los hombres abrieron las portezuelas y descendieron de un salto. Mientras apresaban a los desconcertados parroquianos, que estaban atrapados entre el vehículo y la pared, uno de ellos quiso resistirse. Lothar le aplicó un diestro golpe de cachiporra e hizo cargar el cuerpo laxo en la parte trasera del «Land-Rover».

Corrió por un lado de la cabaña y atrapó a una mujer que estaba saltando por la ventana. La sostuvo en el aire por el tobillo, cabeza abajo, mientras aferraba por el brazo a su compañero, que trataba de imitarla. Con un movimiento rápido, los esposó a los dos, tobillo con muñeca, y los dejó dando tumbos como un par de gallinas maniatadas.

Al llegar a la puerta trasera de la cabaña, cometió su primer error: cogió el picaporte y abrió de un tirón. El hombre estaba esperando en el interior, ya preparado; en cuanto la puerta empezó a abrirse arrojó todo su peso contra ella. El filo de la madera se clavó contra el pecho de Lothar, dejándolo sin aliento. Con el aire silbándole en la garganta, cayó hacia atrás por los peldaños y quedó despatarrado en la tierra recocida por el sol. Mientras tanto, el hombre saltó limpiamente por encima de él.

Lothar lo vio por un instante contra la luz. Era joven, de constitución atlética, ágil como un gato negro. Un momento después, huía hacia la oscuridad, rumbo a la cerca que rodeaba la cabaña.

El policía se incorporó sobre las rodillas y se puso en pie. Aunque el fugitivo le llevaba ventaja, nadie podía sobrepasar a Lothar en una carrera. Los meses de riguroso entrenamiento para la «Copa Currie» lo habían dejado en su estado óptimo. Sin embargo, al primer paso quedó doblado en dos por el tormento de los pulmones vacíos.

Allá delante, el fugitivo pasó por un agujero de la alambrada. Lothar cayó de rodillas y abrió la pistolera. Tres meses antes, había ganado el campeonato de tiro con pistola en Bloemfontein, pero, en ese momento, el dolor hizo que su mano temblara. La silueta oscura se fundía ya con la noche, alejándose hacia un costado. Lothar disparó dos veces, pero no oyó el impacto del proyectil en la carne. El hombre se perdió en la oscuridad. Lothar volvió el arma a la pistolera, mientras luchaba por llenar sus pulmones. Su humillación era más dolorosa que el golpe. No estaba acostumbrado a fracasar.

Se obligó a levantarse. No podía permitir que sus hombres lo vieran así. Un minuto después, aunque todavía sentía fuego en los pulmones, volvió a la parte lateral y levantó a sus dos cautivos, con innecesaria violencia. La mujer se hallaba desnuda. Por lo visto, había estado entreteniendo a un cliente en el dormitorio de atrás, pero ahora gemía trágicamente.

—Cierra la boca, vaca negra —le dijo él, empujándola hacia el interior por la puerta trasera.

La cocina había sido empleada como bar. Había cajas de licor apiladas hasta el techo. En la mesa se acumulaba una alta pirámide de vasos sucios.

El cuarto del frente estaba lleno de cristales rotos y licor volcado, prueba del apresuramiento con que había sido evacuado. Lothar se preguntó cómo había podido entrar tanta gente en un local de ese tamaño. Había visto escapar a veinte como mínimo.

Empujó a la prostituta desnuda hacia uno de sus agentes negros.

—Encárgate de ella —ordenó.

El hombre sonrió con lascivia y pellizcó uno de aquellos senos, que parecían melones oscuros.

—Nada de eso —le advirtió Lothar.

Aún estaba furioso por haber perdido al fugitivo. El agente, cuando vio su expresión, volvió a la seriedad y llevó a la mujer al dormitorio, para que se vistiera.

Los otros agentes iban llegando. Cada uno de ellos conducía a dos o tres cautivos de aspecto triste.

—Verifiquen sus pases —ordenó Lothar. Y se volvió a su sargento—. Bueno, Cronje, vamos a deshacernos de esta porquería.

Bajo su supervisión, los cajones de licor fueron llevados afuera y apilados frente a la cabaña. Dos de los agentes lo abrieron y estrellaron las botellas contra el bordillo de la acera. El olor dulce y frutal del brandy barato llenó la noche, mientras el líquido ambarino corría hacia la alcantarilla.

Destrozada la última botella, Lothar hizo una señal a su sargento.

—Bueno, Cronje, llévalos a la estación.

Mientras se cargaba a los prisioneros en los dos camiones policiales que habían seguido al «Land-Rover», Lothar entró de nuevo en la cabaña para comprobar que sus hombres no hubieran pasado por alto nada de importancia.

En el cuarto trasero, donde la cama aparecía revuelta y con las sábanas manchadas, abrió el único armario y rebuscó dentro, asqueado, con la punta de la cachiporra. Bajo un montón de ropa encontró una pequeña caja de cartón.

Lothar la sacó de un tirón y rompió la tapa. Contenía una pulcra pila de panfletos. Echó una mirada indiferente al primero de ellos.

De pronto, captó su importancia. Cogió la hoja y fue a encender la única bombilla que pendía del techo.

Esto es el Pogo del cual se dice: «Toma tu espada en la diestra, amado pueblo, pues los extranjeros están saqueando tu tierra». Pogo era la rama militar del Congreso Panafricanista. La palabra significaba puro e impoluto, pues sólo los bantúes africanos de pura sangre podían formar parte de la organización. Lothar la sabía compuesta por jóvenes fanáticos, que ya se habían hecho responsables de varios asesinatos brutales y crueles. En la pequeña ciudad de Paarl, de la provincia de El Cabo, Pogo había organizado una marcha de cientos de personas contra la Comisaría. Al verse rechazados, sus miembros habían descargado su furia contra la población civil, masacrando a dos blancas, una de las cuales era una jovencita de diecisiete años. En el Transkei, habían atacado un campamento de Vialidad, asesinando al supervisor blanco y a su familia de la manera más atroz. Lothar había visto las fotografías policiales y aún se le erizaba el cabello al recordarlas. Pogo era un nombre temible. Leyó el resto del panfleto con toda su atención.

El lunes iremos a enfrentarnos a la Policía. Todo el pueblo de Sharpeville será ese día como una sola persona. Ningún hombre, ninguna mujer irá a su trabajo. Ningún hombre, ninguna mujer abandonará la ciudad en autobús, en tren o en taxi. Todo el pueblo, reunido como una sola persona, marchará hacia la Comisaría. Vamos a protestar por la ley del pase, que es una carga terrible, demasiado pesada para nosotros. Haremos que la Policía blanca nos tema.

Cualquier hombre o mujer que no marche con nosotros el lunes será perseguido. Ese día, todo el pueblo será uno. Pogo ha hablado. Escúchalo y obedécelo.

Lothar releyó el tosco panfleto.

—Con que por fin ha llegado —murmuró. Y repitió en voz alta la frase que más lo había ofendido—: «Haremos que la Policía blanca nos tema». ¡Muy bien! ¡Ya veremos!

Y llamó a gritos a su sargento para que llevara la caja con los subversivos panfletos al camión.

En la vida de Raleigh Tabaka había cierto fatalismo. El gran río de su existencia lo arrastraba consigo, de tal modo que él no podía liberarse ni nadar contra su corriente.

Su madre, una de las sangomas más hábiles de los xhosas, había instalado en él una profunda conciencia de su ser africano. Ella le había mostrado los misterios y los secretos; también, le había; leído el futuro en los huesos caídos.

—Algún día, serás el jefe de tu pueblo, Raleigh Tabaka —le profetizó—. Te convertirás en uno de los grandes jefes de los xhosa y tu nombre será pronunciado con los de Makana y Ndlame. Todo eso leo en los huesos.

Cuando Hendrick Tabaka, su padre, lo envió a Swazilandia con su hermano gemelo Wellington para que ambos estudiaran en la escuela multirracial, su africanismo había quedado confirmado pues sus compañeros eran hijos de jefes, y líderes negros, provenientes de países como Basutoland y Bechuanaland. Eran lugares, donde las tribus negras se gobernaban a sí mismas, libres de pesada influencia paternal del blanco. Él los escuchaba, sobrecogido, hablar de sus familias, que vivían en términos de igualdad con los blancos.

Aquello fue para Raleigh una revelación total. En su existencia los blancos eran una raza aparte, que uno debía temer y evitar pues ejercían un poder indiscutible sobre él y todo su pueblo.

En Waterford, descubrió que no era tal la ley del universo. Había alumnos blancos y, aunque eso le pareció extraño en un principio comían en su misma mesa, con los mismos platos y los mismos cubiertos; dormían junto a él en el dormitorio grande y ocupaban el inodoro que él dejaba caliente. En su país, nada de todo eso estaba permitido.

En las vacaciones, cuando volvía a su patria, leía los carteles con los ojos muy abiertos. Esos carteles decían: Blancos solamente - Blankes Alleenlik. Desde las ventanillas del tren veía bellas granjas y gordo ganado que eran propiedad de los blancos, y también la tierra desnuda y erosionada de las reservas tribales. Cuando llegaba a su casa, en Drake’s Farm, veía que el hogar paterno, que hasta entonces creía un palacio, era, en realidad, una covacha. El resentimiento comenzaba a carcomerle el alma. Las heridas causadas por ello se infectaban.

Antes de que Raleigh partiera hacia la escuela había visto con frecuencia a su tío Moses Gama, cuando visitaba a su padre. Desde la infancia había sentido un respeto abrumador por ese tío, pues el poder ardía en él como uno de esos grandes incendios de pastos que consumían la tierra y se elevaban a los cielos en columnas de humo, cenizas y chispas.

Aunque Moses Gama llevaba muchos años ausente de Drake’s Farm, nunca habían dejado empañar su recuerdo. Hendrick leía' en voz alta a su familia las cartas que él enviaba desde tierras` lejanas. Por eso, cuando Raleigh recibió su título y retornó a Drake’s Farm, para trabajar en los negocios de su padre, anunció que deseaba ocupar su sitio entre los jóvenes guerreros.

—Cuando hayas ido al campamento de iniciación —le prometió el padre—, te presentaré a Umkhonto we Sizwe.

La iniciación de Raleigh puso el sello final a su sentido especial del africanismo. Acompañado por su hermano Wellington y por otros seis jóvenes, abandonó Drake’s Farm y viajó en tren, en el desprovisto vagón de tercera clase, hasta la pequeña ciudad magisterial de Queenstown, que era el centro de los territorios de la tribu xhosa.

Todo había sido dispuesto por su madre. Los ancianos de la tribu los esperaban en la estación y los condujeron, en un camión viejo y destartalado, a un kraal levantado en las riberas del gran río Fish: Allí, les entregaron al custodio de la tribu, un anciano cuyo deber era preservar y salvaguardar la historia y las costumbres de la tribu.

Ndlame, el anciano, les ordenó quitarse toda la ropa y entregar todas las pertenencias que hubieran llevado consigo. Éstas serían arrojadas a una hoguera encendida en la ribera, como símbolo de la niñez que dejaban atrás. Ya desnudos, los condujo al río para que se bañaran. Aún relucientes de agua, los condujo a la orilla opuesta, donde estaba la choza de la circuncisión. Allí, los curanderos de la tribu les esperaban.

Mientras que los otros iniciados se retrasaban, temerosos, Raleigh se adelantó, audaz, a la cabeza de la columna y fue el primero en cruzar la baja entrada de la choza. El interior estaba lleno del humo proveniente de una fogata de estiércol. Los curanderos, vestidos con pieles, plumas y tocados con adornos fantásticos, eran personajes extraños y terroríficos.

Raleigh estaba ahogado por el miedo al dolor, que había temido durante toda su infancia, y por las fuerzas sobrenaturales que acechaban en los oscuros rincones de la choza. Sin embargo, se obligó a adelantarse a la carrera y saltó por encima de la fogata. Cuando cayó al otro lado, los curanderos se echaron sobre él y le obligaron a arrodillarse; le sujetaron la cabeza de un modo tal que no tuviera más remedio que mirarse el pene. Uno de ellos tiró del cuello gomoso hasta estirar el prepucio en toda su longitud. En otros tiempos el circuncidante hubiera empleado una hoja forjada a mano, pero el instrumento había pasado a ser una hoja de afeitar.

Mientras entonaban la invocación a los dioses tribales, cortaron el prepucio, dejando las glándulas a la vista, suaves, rosadas y vulnerables. Aunque la sangre salpicaba el suelo de estiércol, entre sus rodillas, Raleigh no emitió una sola queja.

Ndlame le ayudó a levantarse. El jovencito salió tambaleante a la luz del sol y cayó a la orilla del río, cabalgando sobre un terrible ardor. Los gritos de los otros iniciados y los ruidos de sus forcejeos le llegaron claramente. Reconoció los alaridos de su hermano Wellington; eran los peores.

Raleigh sabía que los prepucios serían reunidos por los curanderos, curados con sal y agregados al tótem de la tribu. Una parte de ellos permanecería para siempre con los custodios. Por lejos que se fueran, los hechiceros podrían convocarles con la maldición del prepucio.

Cuando todos los otros iniciados fueron víctimas de la navaja, Ndlame los llevó al agua y les enseñó a lavar sus heridas, a vendarlas con hierbas medicinales y a sujetar el pene contra el vientre.

—Si la mamba mira hacia abajo, volverá a sangrar —les advirtió.

Se untaron el cuerpo con una mezcla de arcilla y ceniza. Hasta el cabello quedó cubierto de la pintura ritual, blanca y opaca, dándoles el aspecto de espectros albinos. Sólo vestían faldas de hierbas. Construyeron chozas en las partes más hondas y secretas de la selva, para que ninguna mujer los mirara. Preparaban sus propios alimentos: simples tortas de maíz sin ningún aderezo.

La carne les estaba prohibida durante las tres lunas de la iniciación. Lo único que poseían era un cuenco de arcilla para comer.

A uno de los muchachos se le infectó la herida de la circuncisión; el pus verde y maloliente brotaba de él como leche de una ubre; la fiebre lo consumía a tal punto que su piel quemaba al tacto. Las hierbas y las pociones aplicadas por Ndlame no sirvieron de nada. Murió al cuarto día. Lo enterraron en el bosque y Ndlame se llevó su escudilla. Los curanderos la arrojarían a la choza de su madre sin decirle una palabra. Así, ella sabría que su hijo no había sido aceptado por los dioses de la tribu.

Todos los días, desde antes del amanecer hasta después del crepúsculo, Ndlame les enseñaba sus deberes como miembros de la tribu, como esposos y como padres. Aprendían a soportar el dolor y las privaciones con estoicismo. Aprendían a ser disciplinados y a cumplir con su deber para con la tribu. Se les enseñaba las costumbres de los animales salvajes, la utilidad de las plantas, a sobrevivir en la espesura, a complacer a sus esposas y a criar sus hijos.

Cuando las heridas de la circuncisión hubieron cicatrizado Ndlame pasó a vendarles el miembro, noche a noche, con un nudo especial llamado Perro Rojo, para evitar que vertieran su simiente en las sagradas chozas de la iniciación. Todas las mañanas, Ndlame inspeccionaba cuidadosamente los nudos para asegurarse de que no los hubieran aflojado a fin de proporcionarse el placer prohibido de la masturbación.

Cuando las tres lunas hubieron transcurrido, Ndlame los condujo nuevamente al río para que se lavaran la arcilla blanca. Luego les untó el cuerpo con una mezcla de grasa y ocre rojo; finalmente, entregó a cada uno una manta roja, símbolo de la hombría; con la que debían cubrirse. En procesión, cantando los himnos de virilidad que habían practicado, se encaminaron hacia donde los esperaba la tribu, en el límite del bosque.

Los padres les habían llevado regalos, ropas, zapatos nuevos y dinero. Las niñas reían con disimulo mientras los devoraban con la mirada, pues ellos ya eran hombres y podían tomar esposas, tantas esposas como pudieran pagar, ya que la lobola, el precio nupcial, era muy alto.

Los dos hermanos, acompañados por su madre, viajaron de regreso a Drake’s Farm. Wellington se despediría allí de su padre, pues iba a tomar las órdenes sagradas. Raleigh permanecería junto a su padre para aprender las múltiples facetas de los negocios paternos; con el tiempo, se haría cargo del timón y sería consuelo y sostén de Hendrick en su ancianidad.

Fueron meses fascinantes y perturbadores para Raleigh. Hasta entonces, no había sospechado que su padre tuviera tal fortuna ni tanto poder, pero gradualmente le fue revelado. Las páginas de la contabilidad le eran mostradas de una a una. Aprendió sobre los almacenes generales, sobre las carnicerías y las panaderías instaladas en todas las ciudades negras del gran triángulo industrial del Transvaal. Después, aprendió sobre los ganados y los negocios rurales que su padre había abierto en las reservas tribales y que eran atendidos por sus muchos hermanos; sobre las tabernas ilegítimas y las prostitutas que operaban tras la fachada de negocios auténticos. Finalmente, descubrió la existencia de los Búfalos, aquella asociación ubicua y tenebrosa, formada por muchos hombres de todas las tribus, cuyo jefe era su propio padre.

Al fin, comprendió lo rico y poderoso que su padre era. Sin embargo, por el hecho de ser negro, no podía mostrar su importancia ni ejercer su poderío sino clandestinamente y con disimulo. Eso agitó el enojo de Raleigh, como le ocurría cada vez que veía aquellos carteles: «Solamente blancos - Blankes aleenlik», como cuando veía pasar a los blancos en sus brillantes automóviles o como cuando contemplaba las universidades y los hospitales que a los negros le estaban prohibidos.

Cuando habló con su padre sobre todas las cosas que lo preocupaban, Hendrick Tabaka rió entre dientes y meneó la cabeza.

—La furia enferma a los hombres, hijo mío. Les arruina el apetito por la vida y les impide dormir por la noche. No podemos cambiar el mundo; por eso debemos buscar las cosas buenas de la vida y disfrutarlas con plenitud. El blanco es fuerte, no imaginas hasta qué punto; no has apreciado siquiera la fuerza de su dedo meñique. Si tomas la espada contra él, te destruirá junto a todas las cosas buenas que tienes. Y si intervinieran los dioses por casualidad y aniquilaras al blanco, piensa en lo que ocurriría. Sobrevendría la oscuridad, un tiempo sin leyes y sin protección, eso sería cien veces peor que la opresión del blanco. Nos consumiría la furia de nuestra propia gente y ni siquiera tendríamos consuelo de estas pocas dulzuras. Si abres los oídos y los ojos hijo mío, oirás decir a la gente joven que somos colaboradores; les oirás hablar de redistribuir la riqueza; verás envidia en sus ojos. El sueño que tienes, hijo mío, es un sueño peligroso.

—Aun así, debo soñar, padre mío —dijo Raleigh.

Y un día inolvidable llegó su tío, Moses Gama. Retornaba de tierras lejanas. Él lo llevó al encuentro de otros jóvenes compartían el mismo sueño.

Así, Raleigh pasaba el día trabajando en el negocio de su padre. Por la noche, se reunía con los jóvenes camaradas de Umkhonto we Sizwe. Al principio, no hacían más que hablar, pero las palabras eran más dulces y más embriagadoras que el humo de las pipas de dagga que los ancianos fumaban.

Más adelante, Raleigh se unió a los camaradas que estaban imponiendo los decretos del Congreso Nacional Africano: el boicot, la huelga, el paro laboral. Fue a la población de Evaton con un pequeño grupo de trabajo para ordenar el boicot a los autobuses y atacaron a los trabajadores negros que intentaban llegar a sus empleos o hacer compras para sus familias. Los castigaron con sjamboks[4] o con sus bastones de pelea.

El primer día de los ataques, Raleigh estaba decidido a demostrar su celo ante los camaradas; usó el bastón de pelea con toda la habilidad aprendida cuando niño, en las luchas con niños de otras tribus.

En la cola del autobús, una mujer desoyó la orden de Raleigh de volver a su casa y lo escupió. Dijo que él y sus camaradas eran tsotsies y skelms[5]. Se trataba de una mujer de edad madura; corpulenta y matronil, de mejillas tan regordetas y brillantes parecían lustradas con betún. Sus modales eran tan majestuosos que los jóvenes camaradas de Umkhonto we Sizwe quedaron momentáneamente cohibidos por su desdén. Iban a retirarse; entonces, Raleigh vio la oportunidad de demostrar su ardor. Se adelantó de un salto.

—Vuelve a tu casa, vieja —ordenó a la mujer—. Ya no somos perros que coman la mierda del blanco.

—Eres un niñito incircunciso con mugre en la lengua… —empezó ella.

Raleigh no le dejó continuar. Levantó el largo bastón de pelea y partió su reluciente mejilla negra como el filo de un hacha. Por un instante, vio brillar el hueso en lo hondo de la herida, antes de que el veloz torrente carmesí lo oscureciera. La mujerona dio un grito y cayó de rodillas. Raleigh, invadido por una extraña sensación de poder y decisión, por una euforia de deber patriótico, centró momentáneamente toda su frustración y su ira en la mujer caída de rodillas ante él.

Ella leyó todo eso en sus ojos y trató de protegerse la cabeza con los brazos. Raleigh volvió a golpear con toda su fuerza y su habilidad, moviendo la muñeca de modo tal que el palo silbó en el aire y aterrizó sobre el codo de la mujer. Aquellos brazos estaban envueltos en gruesas capas de grasa, que colgaban en bolsas de los antebrazos y formaban brazaletes en las muñecas; todo eso no pudo amortiguar la potencia aplicada a aquel bastón sibilante. La articulación del codo se hizo añicos. El brazo cayó, torcido en un ángulo imposible.

Ella volvió a gritar; esa vez había tanto dolor en su voz que acicateó a los otros jóvenes guerreros. Cayeron sobre los pasajeros del autobús con tal furia que la estación quedó sembrada de los lamentos y los gemidos de los heridos. El cemento del suelo se había cubierto de un rojo viscoso.

Cuando las ambulancias llegaron, entre gemir de sirenas, para recoger a las víctimas, los camaradas Umkhonto we Sizwe las atacaron con una lluvia de piedras y ladrillos rotos. Raleigh encabezó a un grupo formado por los más audaces, que corrieron a la calle y volcaron una de las ambulancias; el combustible comenzó a chorrear desde el tanque; entonces, Raleigh encendió un fósforo y lo arrojó al charco creciente.

La explosión le chamuscó las pestañas y le quemó las puntas del cabello, pero esa noche, ya de regreso en Drake’s Farm, Raleigh fue acogido como héroe de los guerreros. Se le dio el honroso apodo de Cheza, que significa «el que incendia».

Cuando Raleigh fue aceptado en los rangos intermedios de la Liga Juvenil del CNA y Umkhonto we Sizwe, comenzó a entender gradualmente las corrientes opuestas del poder, así como la política interna de los grupos rivales: moderados y radicales, quienes pensaban que se podía negociar la libertad y quienes estaban convencidos de que era preciso ganarla con el filo de la espada; los primeros deseaban preservar los tesoros acumulados con tanta paciencia en aquellos años, minas, fábricas y ferrocarriles; los segundos propiciaban su destrucción, para que todo fuera reconstruido en el nombre de la libertad y por obra de los puros, Raleigh se fue inclinando más y más hacia los puristas, los duros luchadores, los bantúes exclusivistas. Cuando oyó por primera vez el nombre de Pogo, su sonido y su significado lo conmovieron profundamente. Designaba a la perfección sus propios sentimientos y sus deseos: los puros, los únicos.

Estaba presente en Drake’s Farm cuando Moses Gama habló ante ellos, asegurándoles que la larga espera llegaba casi a su fin.

—Tomaré esta tierra por los talones y la pondré cabeza abajo —dijo Moses Gama al grupo de tensos guerreros leales—. Os daré una señal a todos; hombres y mujeres comprenderán de inmediato. Hará que las tribus salgan a las calles por millones. Y su furia será algo bello, tan puro y fuerte que nadie, ni siquiera los duros bóers podrán resistir.

Pronto Raleigh comenzó a percibir en Moses Gama una divinidad que lo ponía por encima de los otros humanos; se sintió lleno de amor religioso por él, en una entrega profunda y total. Al recibir la noticia de que Moses Gama había sido capturado por la Policía blanca cuando estaba a punto de hacer volar la casa del Parlamento, para destruir así todo el mal que contenía esa inicua institución, Raleigh quedó casi postrado por el dolor, pero también encendido por el coraje y el ejemplo de su tío.

En las semanas y en los meses siguientes lo exasperaron y enfurecieron las llamadas a la moderación que los altos mandos del CNA emitían, así como la abatida mansedumbre con que Moses Gama aceptaba su prisión y su juicio. Habría querido ventilar su ira contra el mundo entero. Cuando el Congreso Panafricanista se separó del CNA, Raleigh siguió el rumbo que le marcaba el corazón.

Robert Sobukwe, líder del Congreso Panafricanista, le mandó recado.

—Me han hablado bien de ti —dijo a Raleigh—. Y conozco a tu tío, el padre de todos nosotros, que languidece en la prisión del blanco. Puesto que nosotros somos los puros, es nuestro deber llevar nuestro mensaje a todos los negros del país. Hay mucho trabajo que hacer, y ésta es la tarea que he fijado sólo para ti, Raleigh Tabaka. —Puso al muchacho ante un mapa a gran escala del Transvaal—. El CNA ha dejado esta zona intacta. —Puso la mano sobre las poblaciones, las minas de carbón y las industrias que rodeaban a la ciudad de Vereeniging—. Aquí es donde debes iniciar la obra.

En el curso de una semana, Raleigh condicionó a su padre a la idea de que debía trasladarlo a la zona de Vereeniging, para que se hiciera cargo de los intereses familiares de esa área: los tres almacenes de Evaton, la carnicería y la panadería de Sharpeville.

Cuanto más pensaba Hendrick en esa idea, más le gustaba, y dio su aprobación.

—Te daré los nombres de quienes mandan a los Búfalos allá abajo. Podemos comenzar a instalar tabernas en Sharpeville. Hasta ahora, no hemos llevado nuestras vacas a pastar allí, donde la hierba es alta y verde.

Raleigh comenzó a moverse con lentitud. En la zona de Sharpeville, era foráneo y debía consolidar su posición. Sin embargo, era joven, fuerte y apuesto; hablaba con fluidez todos los idiomas principales de las poblaciones negras. Eso no tenía nada de particular, mucha gente dominaba los cuatro lenguajes interrelacionados de los pueblos ngunis: el zulú, el xhosa, el suazi y el ndebele, caracterizados por complejos sonidos chasqueantes y hablados por el setenta por ciento de las tribus negras de Sudáfrica. Muchos otros, como Raleigh, dominaban también las otras dos lenguas usadas por casi toda la población negra restante: el sotho y el tswana.

Si el idioma no era obstáculo, Raleigh contaba con una ventaja adicional: el estar a cargo de los intereses comerciales de su padre en esa zona, por lo que era conocido y respetado de inmediato. Tarde o temprano, todos los habitantes de Sharpeville acudirían a la panadería o a la carnicería de Tabaka; entonces, quedarían impresionados por aquel joven inteligente y simpático, que escuchaba sus problemas y les concedía crédito para comprar pan blanco, gaseosas y tabaco. De eso se componía la dieta básica de las poblaciones negras, donde las antiguas costumbres se habían abandonado en gran parte, donde el maíz y la leche agria eran difíciles de conseguir y el raquitismo hacía de los niños seres letárgicos, de huesos torcidos y cabello fino y seco, con peculiares tonos bronceados.

Ellos contaban a Raleigh sus pequeñas aflicciones, como los alquileres altos y la incomodidad de verse obligados a levantarse mucho antes que el sol para llegar a tiempo a los distantes trabajos. Después, también le contaron sus problemas mayores: los desalojos y el acoso de la Policía, siempre en la búsqueda de infracciones a la ley de licores, pases y prostitución. Pero siempre se terminaba hablando de los pases, esos pequeños libritos que gobernaban la vida de todos. Los policías se pasaban el tiempo preguntando: «¿Dónde está tu pase? Muéstrame tu pase». Dompas, los llamaban, por desfiguración de la expresión inglesa damned Pass, maldito pase; allí figuraban todos los detalles de nacimiento, domicilio y derecho a la residencia; ningún negro podía conseguir trabajo sin presentar el maldito pase.

De todos los que entraban en los negocios, Raleigh elegía a los jóvenes y vitales, a los valientes con el corazón colmado de furia.

En un principio, se reunían con gran sigilo en el depósito de la panadería, sentados sobre los cestos de pan y las bolsas de harina, Allí, conversaban toda la noche.

Después, comenzaron a moverse más abiertamente; apalabraban a la gente de más edad y a los escolares, como discípulos que enseñaban y explicaban. Raleigh usó los fondos de la carnicería para comprar una multicopista de segunda mano. Él mismo mecanografiaba los panfletos en las hojas enceradas y los reproducía en la máquina.

Eran volantes toscos, con errores de mecanografía y obvias correcciones. Todos comenzaban con el saludo: «He aquí Pogo del que se dice…», y concluían con una severa admonición: «Pogo ha hablado. Escucha y obedece». Los jóvenes a quienes Raleigh había reclutado se encargaban de distribuirlos y de leerlos a los que no habían aprendido las letras.

Al principio, Raleigh sólo permitió la participación de hombres en las reuniones de la trastienda, pues eran puristas y, según la tradición, a los hombres les correspondía cuidar del ganado, cazar y defender a la tribu, mientras que las mujeres techaban las chozas, araban la tierra para plantar el maíz y el sorgo y llevaban niños en la espalda.

Después, el alto mando de Pogo y CPA mandó decir que las mujeres también formaban parte de la lucha. Entonces, Ralei habló con sus jóvenes y, una noche, en la reunión de la panadería se presentó una muchacha.

Era xhosa; alta, fuerte, de bellas nalgas henchidas y duras; rostro redondo, como las flores silvestres de la pradera. Escuchó a Raleigh en silencio, sin moverse ni interrumpir, sin apartar sus grandes ojos oscuros del rostro del líder.

Esa noche, Raleigh se sentía inspirado. Aunque no la miraba directamente y parecía dirigirse a los jóvenes guerreros, hablaba para ella, con voz profunda y segura; sus propias palabras reverberaban dentro de su cráneo y ella las escuchaba tan maravillado como los otros.

Cuando acabó, todos permanecieron en silencio largo rato. Por fin, uno de los jóvenes se volvió hacia la muchacha.

—Amelia… —dijo.

Era la primera vez que Raleigh oía su nombre.

—Amelia, ¿quieres cantar para nosotros?

Ella no hizo gestos de falsa modestia. Se limitó a abrir la boca y el sonido brotó de ella, un sonido glorioso, que erizó la piel de Raleigh.

Mientras cantaba, él le observaba la boca. Los labios eran suaves y anchos, con la forma de dos hojas de duraznero silvestre; una oscura iridiscencia los llevaba a un suave rosado en el interior de la boca. Cuando ella se estiró hacia una nota imposiblemente alta y dulce, Raleigh descubrió que los dientes eran de una blancura perfecta, como huesos dejados' durante toda una estación en el desierto, pulidos por el viento y blanqueados por el sol africano.

La letra de la canción le era extraña, pero electrizó al joven tanto como la voz que la entonaba:

Cuando la lista de los héroes sea leída ¿Estará mi nombre en ella?

Sueño con el día en que estaré Sentada con Moses Gama Y comentaremos la desaparición de los bóers.

Se marchó con los jóvenes que la habían traído. Esa noche, Raleigh soñó con ella. Estaba junto al estanque del gran río Fish, en donde él se había lavado la arcilla blanca de la iniciación; lucía una breve falda de cuentas; sus piernas desnudas eran largas; sus descubiertos senos, redondos y duros como mármol negro. Le sonreía con esos dientes blancos e iguales. Cuando Raleigh despertó, su simiente manchaba la manta con que se cubría.

Tres días después, ella fue a la panadería a comprar pan; Raleigh la vio a través de la mirilla instalada por encima de su escritorio para que él pudiera observar cuanto ocurría en el local. Se acercó al mostrador y la saludó con aire grave.

—Te veo, Amelia.

Ella sonrió al responder.

—Yo también te veo, Raleigh Tabaka.

Era como si dijera su nombre cantando, pues le otorgaba un son melodioso que él nunca lo había percibido. Compró dos hogazas de pan blanco, pero Raleigh se demoró en la operación, envolviendo cada pieza por separado, cuidadosamente; después, contó los centavos del cambio como si fueran soberanos de oro.

—¿Cuál es tu nombre completo? —preguntó.

—Me llamo Amelia Sigela.

—¿Dónde está el kraal de tu padre, Amelia Sigela?

—Mi padre ha muerto. Vivo con la hermana de mi padre.

Era maestra en la escuela primaria de Sharpeville; tenía veinte años. Cuando se marchó, con el pan envuelto en papel de diario, balanceando las nalgas bajo la falda amarilla de estilo europeo, Raleigh volvió al escritorio y pasó largo tiempo con la vista perdida en la pared.

El viernes, Amelia Sigela volvió a la reunión de la trastienda; al terminar cantó otra vez para ellos. En esa ocasión, Raleigh ya conocía la letra y cantó con ella. Tenía buena voz de barítono, pero ella se la doraba, la envolvía en la gloria de su sorprendente voz de soprano. Cuando se levantó la reunión, Raleigh la acompañó por las calles oscuras hasta la casa de su tía, en la avenida que pasaba por detrás de la escuela.

Se detuvieron ante la puerta y él la cogió del brazo, cálido y sedoso bajo sus dedos. El domingo, cuando tomó el tren para volver a Drake’s Farm, donde presentaría el informe semanal a su padre, habló con su madre de Amelia Sigela y la acompañó al cuarto sagrado, donde guardaba los dioses familiares.

Ella sacrificó un pollo negro y habló con los ídolos tallados, especialmente con el tótem del bisabuelo materno; éste respondió una voz que sólo la madre de Raleigh podía oír. Después de charlar con seriedad, entre gestos afirmativos, preparó el pote del sacrificio con arroz y hierbas.

—Hablaré por ti con tu padre —le prometió durante la cena.

El viernes siguiente, después de la reunión, Raleigh acompañó otra vez a Amelia hasta su casa. Esa vez, al pasar frente a la escuela, la llevó a la sombra del edificio y la estrechó contra sí, sin que ella intentara desasirse. El joven le acarició la mejilla.

—Mi padre enviará un emisario a tu tía para acordar el precio nupcial —dijo. Como Amelia guardara silencio, prosiguió—: Pero si tú no lo deseas, le pediré que no lo haga.

—Lo deseo muchísimo —susurró ella.

Lenta, voluptuosa, se frotó contra él como si fuera una gata. La lobola se acordó en veinte cabezas de ganado, que valían mucho dinero.

—Tendrás que trabajar para ganarlo, como tantos otros mozos —dijo Hendrick Tabaka a su hijo.

Raleigh tardaría tres años en acumular lo suficiente para comprar el ganado, pero Amelia, al enterarse, se limitó a sonreír.

—Cada día hará que te quiera más —le dijo—. Piensa en lo grande que será mi deseo después de tres años y la dulzura del momento en que el deseo sea saciado.

Cada tarde, al terminar las clases, Amelia iba a la panadería con toda naturalidad, se instalaba tras el mostrador para vender pan y bollos bronceados. Luego, cuando Raleigh cerraba el negocio, ella le preparaba la cena. Después de comer, volvían juntos a la casa de su tía.

Amelia dormía en un cuarto diminuto, poco más grande que el ropero, frente a la habitación de su tía. Dejaban abiertas las puertas intermedias y Raleigh se tendía en la cama de Amelia, con ella bajo la manta gozaban de los dulces juegos que la costumbre y la ley de la tribu autorizaba a toda pareja comprometida. A Raleigh se le permitía explorar con delicadeza, buscar con la punta de los dedos, el botoncito rosado de carne oculta bajo los labios velludos, tal como el viejo Ndlame le había enseñado en el campamento de iniciación. A las muchachas xhosas no se las circuncida como a las mujeres de otras tribus, pero se_ les enseña el arte de complacer a los hombres; cuando él ya no soportaba más, ella lo recibía entre sus muslos cruzados, evitando sólo la penetración final, reservada por la tradición tribal para la noche de bodas y le ordeñaba la simiente con habilidad. Cosa extraña: se habría dicho que, en vez de vaciarlo, colmaba nuevamente el foso de su amor por ella, hasta dejarlo desbordante.

Por fin, llegó el momento en que a Raleigh le pareció urgente iniciar la infiltración de los Búfalos en la ciudad. Con la bendición de Hendrick Tabaka, y bajo la supervisión del muchacho, abrieron la primera taberna clandestina en una cabaña situada en el costado de la ciudad, contra la alambrada.

La taberna estaba bajo el mando de dos Búfalos provenientes de Drake’s Farm, quienes ya tenían experiencia en este tipo de trabajo. Conocían todas las triquiñuelas para que el licor «trepara» más de prisa y tenían una o dos muchachas en la trastienda para los hombres a quienes el alcohol volvía amorosos.

Sin embargo, Raleigh les advirtió que la Policía local tenía una fea reputación, en especial uno de los oficiales blancos, hombre de ojos feroces y pálidos, por los que había recibido el apodo de Ngwi, el leopardo. Era duro y cruel; había matado a cuatro hombres desde que estaba en Sharpeville; dos de los muertos habían sido miembros de los Búfalos, dedicados a suministrar dagga a la ciudad.

Al principio, actuaron con cautela y desconfianza, eligiendo a los parroquianos con cuidado y apostando vigías en todos los accesos a la taberna. Con el correr de las semanas, como el negocio mejoraba noche a noche, relajaron un poquito la atención. Tenían muy poca competencia. Las otras tabernas habían sido clausuradas de inmediato; los clientes estaban tan sedientos que los Búfalos podían cobrar precios triples y cuádruples.

Raleigh suministraba el licor en su pequeña pickup «Ford», escondiendo los cajones bajo bolsas de harina y reses de oveja. Pasaba en la taberna el menor tiempo posible, pues en cada minuto había peligro. Dejaba las provisiones, retiraba las botellas vacías y el efectivo y, media hora después había desaparecido. Nunca llegaba directamente hasta la puerta con la camioneta: estacionaba en la pradera oscura, más allá de la alambrada; los dos Búfalos cruzaban el agujero de la cerca y le ayudaban a pasar los cajones de brandy barato.

Al cabo de cierto tiempo, Raleigh se dio cuenta de que la taberna ofrecía buenas posibilidades para distribuir los panfletos de Pogo que él reproducía en la multicopista. Solía tener una buena cantidad en la cabaña, pues los dos Búfalos encargados de administrarla y las muchachas que trabajaban en la trastienda tenían órdenes de entregar uno a cada parroquiano.

A principios de marzo, poco después de la alegría causada por la conmutación de la pena a Moses Gama, Sobukwe mandó llamar a Raleigh. La reunión se llevó a cabo en una casa de Soweto, aquella vasta población negra. No era una de las clásicas cabañas de techo plano, parecidas a cajas, sino un bungalow bastante grande y moderno, situado en el sector escogido de la ciudad al que se conocía con el nombre de «Beverly Hills». La cubierta era de tejas y disponía de piscina, cochera para dos vehículos y grandes ventanas que daban al jardín.

Cuando Raleigh llegó en su furgoneta azul descubrió que no era el único invitado. A lo largo del cordón se veían diez o doce vehículos más. Sobukwe había invitado a todos sus oficiales de rango intermedio; más de cuarenta personas se apretaban en la sala del bungalow.

—Camaradas —les dijo Sobukwe—, estamos listos para mover los músculos: Vosotros habéis trabajado mucho y ha llegado la hora de recoger algunos frutos del esfuerzo. En todos los lugares donde el Congreso Panafricanista es fuerte (no sólo aquí, en la Witwatersrand, sino en todo el país) haremos que la Policía blanca tema a nuestro poder. Realizaremos una manifestación masiva en protesta contra las leyes de pases…

Mientras escuchaba a Sobukwe, Raleigh recordó la poderosa personalidad de su tío encarcelado, Moses Gama; y sintió orgullo por formar parte de esa magnífica empresa. En tanto Sobukwe desarrollaba sus planes, Raleigh tomó una resolución, no menos ferviente por silenciosa: en Sharpeville, la zona de la que él era responsable, la manifestación sería numerosa e impresionante.

Relató a Amelia todos los detalles de la reunión y todas las palabras pronunciadas por Sobukwe. El adorable rostro de la joven parecía arder de entusiasmo. Ella le ayudó a imprimir las hojas donde se anunciaba la manifestación y a guardarlas en las viejas cajas de licor, en lotes de quinientas.

El viernes anterior a la manifestación planeada, Raleigh llevó un cargamento de licor a la taberna de los Búfalos e incluyó una de panfletos. Los encargados estaban esperando en la oscuridad junto al camino; uno de ellos encendió una linterna para guiar la camioneta por el desigual camino entre las zarzas negras. Descargaron el licor y lo llevaron hasta la alambrada.

Ya en la cabaña, Raleigh contó las botellas vacías y las llenas; Las cifras coincidían con el efectivo guardado en la bolsa de lona. Después de elogiar brevemente a los dos Búfalos, echó un vistazo al salón, atestado de ruidosos y alegres bebedores.

Cuando se abrió la puerta del dormitorio más próximo y un enorme obrero basuto salió de él, muy sonriente, abotonándose el mono azul, Raleigh pasó por su lado. La muchacha estaba estirando las sábanas, inclinada sobre la cama, de espaldas a la puerta, completamente desnuda. Miró por encima del hombro y sonrió al reconocerlo. Raleigh era muy agraciado entre las muchachas. Ella le tenía el dinero preparado y Raleigh lo contó frente a ella. No había modo de verificar la suma, pero Hendrick Tabaka había adquirido cierta intuición para darse cuenta de cuándo una muchacha lo engañaba. Cuando recibiera el dinero, sabría si ella se había quedado con algo.

Raleigh le entregó una caja de panfletos y le leyó uno. La muchacha lo escuchó sentada a su lado, en el borde de la cama.

—El lunes estaré allí —prometió—. Y diré a todos mis hombres que vayan también. Y les daré un papel a cada uno. —Guardó la caja en el fondo del armario y luego se acercó otra vez a él para cogerle la mano—. Quédate un rato —propuso—. Yo te enderezaré la espalda.

Era una chiquilla bonita y tentadora. Amelia, como toda doncella nguni tradicional, no padecía la maldición de los celos occidentales. Por el contrario, le había instado a aceptar los servicios de las otras muchachas. «Ya que no me está permitido afilar tu espada, deja que las mujeres festivas la mantengan reluciente para cuando yo pueda, al fin sentir su beso».

—Ven —le urgió la muchacha, acariciándolo a través de los pantalones—, mira cómo despierta la cobra. ¡Quiero retorcerle el cuello!

Raleigh dio un paso hacia la cama, riendo con ella. De pronto, quedó petrificado y su risa se cortó en seco. En la oscuridad, había sonado el silbido de los vigías.

—La Policía —pronunció—. El leopardo.

De inmediato, se oyó el rumor súbito y característico de un «Land-Rover» a toda velocidad. La luz de los faros centelleó por entre las cortinas baratas que cubrían la ventana.

Raleigh se levantó de un salto. En la sala delantera, los bebedores luchaban por escapar por la puerta y las ventanas. La mesa, cubierta de vasos y botellas vacíos, había sido volcada. Todo estaba lleno de cristales rotos. Raleigh se abrió paso a golpes de hombro hasta la puerta de la cocina. Estaba cerrada, pero él abrió con su Propia llave y entró.

Después de cerrar otra vez a su espalda, encendió las luces y corrió sigilosamente a la puerta trasera. Esperó con la mano en el picaporte. No cometería el error de salir corriendo al patio. El leopardo era famoso por su celeridad con la pistola. Raleigh aguardó en la oscuridad, oyendo los gritos y los forcejeos, golpes de cachiporra sobre carne y hueso, gruñidos de hombres. Se preparó.

Al otro lado de la puerta sonaron pasos ligeros y precipitados Un momento después alguien hacía girar el pomo con violencia, Cuando el hombre del patio trató de abrir, Raleigh sujetó la puerta un instante, mientras el otro tiraba con fuerza, entre juramentos, aplicando todo su peso hacia atrás.

Raleigh soltó el pomo e invirtió su resistencia, arrojando el cuerpo contra la puerta de pino barato, para que se abriera de pronto y con fuerza. La sintió estrellarse en la carne humana y vio, por un instante, la silueta del uniforme pardo que salía disparado hacia atrás por los escalones. Entonces, utilizó su propio impulso para saltar hacia afuera, pasando por encima del policía caído como si fuera una valla, y huyó a grandes saltos hacia el agujero de la alambrada.

Al pasar bajo el tejido de alambre, echó un vistazo atrás y vio que el oficial estaba de rodillas. Aunque tenía las facciones hinchadas y contraídas por el dolor y el enojo, Raleigh lo reconoció. Era Ngwi, el matador de hombres; el revólver reglamentario azul centelleó en su mano al salir de la pistolera.

El miedo aceleró los pies de Raleigh, que se convirtió en un dardo en la oscuridad, pero siguiendo un rumbo zigzagueante. Algo pasó cerca de su cabeza con un estallido seco que le hizo doler los tímpanos. Agachó la cabeza y volvió a desviarse. Detrás de él sonó otro estallido seco, pero la segunda bala no silbó. Allá adelante se veía ya la silueta oscura de la «Ford».

Cayó en el asiento delantero y puso el motor en marcha. Sin encender las luces, salió a la carretera dando tumbos y aceleró para perderse en la oscuridad.

Su alivio fue muy intenso al descubrir que aún tenía la bolsa con el dinero apretada en la mano izquierda. Su padre se pondría furioso por la pérdida del licor, pero esa furia Se habría multiplicado si también se hubiera perdido el dinero.

Solomon Nduli telefoneó a Michael Courtney a la sala de redacción.

—Tengo algo para ti —dijo a Michael—. ¿Puedes venir ahora mismo a las oficinas de Assegai?

—Ya son más de las cinco —protestó Michael— y es viernes por la noche. No podré conseguir un pase para entrar en la población.

—Ven —insistió Solomon—. Yo te esperaré en el portón principal.

Su silueta, alta y desgarbada, con gafas de montura metálica, esperaba bajo la lámpara, cerca de los portones principales. En cuanto se deslizó hasta el asiento delantero del auto, Michael le pasó la cajetilla de cigarrillos.

—Enciende uno también para mí —dijo a Solomon—. He traído algunos sándwiches de sardina y cebollas y dos botellas de cerveza. Están en el asiento trasero.

No había en Johannesburgo ni en el país entero un sitio público donde dos hombres de diferente color pudieran sentarse a comer o beber juntos. Michael condujo el automóvil del periódico con lentitud, sin rumbo fijo, mientras comían y conversaban.

—El CPA está planeando su primera acción importante desde que se separó del CNA —dijo Solomon, con la boca llena de sardina y cebolla—. En algunas zonas, han conseguido fuerte apoyo: en El Cabo y en las zonas rurales, donde están las tribus; también en algunos sectores del Transvaal. Han atraído a todos los militantes jóvenes, a quienes desagrada el pacifismo de los viejos. Ellos quieren seguir el ejemplo de Moses Gama y atacar a los nacionalistas en una lucha frente a frente.

—Es una locura —dijo Michael—. No se puede luchar contra fusiles y carros blindados con trozos de ladrillo.

—Sí, es una locura, pero algunos de los jóvenes preferirían morir de pie antes de vivir de rodillas.

Pasaron una hora juntos, siempre conversando. Por fin, Michael' lo llevó de vuelta hasta los portones principales de Drake’s Farm.

—Así son las cosas, amigo mío. —Solomon abrió la portezuela del coche—. Si quieres publicar el mejor artículo del lunes, te sugiero que vayas a la zona de Vereeniging. El CPA y Pogo la han convertido en su fortaleza dentro de la Witwatersrand.

—¿Evaton? —preguntó Michael.

—Sí, Evaton será una de las poblaciones a observar —concordó Solomon Nduli—. Pero el CPA tiene un hombre nuevo en Sharpeville.

—¿En Sharpeville? —repitió Michael—. ¿Dónde queda eso? Nunca lo he oído nombrar.

—A sólo dieciocho kilómetros de Evaton.

—Lo buscaré en mi mapa de carreteras.

—Descubrirás que vale la pena llegar hasta allá —lo alentó Solomon—. Este organizador del CPA en Sharpeville es uno de los jóvenes leones del partido. Puedes estar seguro de que dará un buen espectáculo.

Manfred De La Rey preguntó con serenidad:

—Entonces, ¿cuántos refuerzos podemos reservar para las estaciones de la zona del Vaal?

El general Danie Leroux meneó la cabeza y se alisó el cabello plateado de las sienes.

—Sólo contamos con tres días para trasladar los refuerzos desde las zonas apartadas, y la mayoría de ellos serán necesarios en El Cabo. No podemos despojar a las estaciones alejadas al punto de dejarlas muy vulnerables.

—¿Cuántos? —insistió Manfred.

—Quinientos o seiscientos hombres para el Vaal —respondió Danie Leroux, con obvia renuencia.

—Eso no basta —gruñó Manfred—. Bueno, reforzaremos ligeramente todas las estaciones; pero retendremos la mayor parte de las fuerzas en reserva móvil, para reaccionar velozmente al primer indicio de problema. —Volvió toda su atención al mapa que cubría la mesa de operaciones—. ¿Cuáles son los principales centros de peligro en el Vaal?

—Evaton —replicó Danie Leroux sin vacilar—. Siempre es uno de los puntos problemáticos. Y también Van Der Bijl Park.

—¿Y Sharpeville? —preguntó Manfred, mostrando el tosco panfleto que había arrollado en la mano derecha—. ¿Qué me dices de esa población?

El general, en vez de responder de inmediato, fingió estudiar el mapa de operaciones mientras componía su respuesta. Sabía perfectamente que los panfletos habían sido descubiertos por el capitán Lothar De La Rey y conocía los sentimientos del ministro por su hijo. En realidad, él compartía la alta opinión que todos tenían por Lothar y no era su intención disminuirle ni ofender a su ministro.

—Bien puede haber disturbios en la zona de Sharpeville —reconoció—. Pero es una población pequeña, que hasta el momento ha sido muy apacible. Podemos estar seguros de que nuestro personal de esa estación sabrá comportarse; no veo peligro inmediato. Sugiero que enviemos a veinte o treinta hombres para reforzar Sharpeville y concentremos los esfuerzos principales en las poblaciones más grandes, donde haya más antecedentes de boicots y huelgas violentas.

—Muy bien —acordó Manfred, por fin—. Pero quiero que mantengas en reserva cuanto menos el cuarenta por ciento de nuestros refuerzos, para que puedan trasladarse de inmediato a cualquier zona que entre en actividad inesperadamente.

—¿Y en cuanto a las armas? —preguntó Danie Leroux—. Pensaba autorizar la entrega de armas automáticas a todas las unidades.

Convirtió su declaración en una pregunta. Manfred asintió.

—Si, debemos estar preparados para lo peor. Entre nuestros enemigos existe la idea de que estamos al borde de la capitulación. Hasta nuestro propio pueblo comienza a sentirse atemorizado y confuso. —Bajó el volumen de su voz, pero su tono se volvió más fiero y decidido—. Tenemos que cambiar eso. Es preciso aplastar a esa gente, que desea destruir todo lo que defendemos y entregar esta tierra a la matanza y la anarquía.

Los centros logísticos del CPA estaban ampliamente diseminados por todo el territorio, desde las zonas tribales del este, en el Ciskei y el Transkei, hasta la parte sur del gran triángulo industrial, a lo largo del río Vaal, y mil quinientos kilómetros más al sur de él, en la ciudad negra de Langa y Nyanga, que albergaban a la mayor parte de los trabajadores migratorios ocupados en Ciudad del Cabo.

En todas esas zonas, el domingo, 20 de marzo de 1960 fue un día de febriles esfuerzos y planificación, cargada de peculiar expectativa. Era como si todo el mundo se hubiera convencido de que' esa nueva década traería cambios inmensos.

Los radicales estaban llenos de infinita esperanza, por irracional que fuera, seguros de que el gobierno nacionalista estaba al borde del colapso. Sentían que el mundo estaba con ellos, que la época colonial se había volado en los vientos del cambio y que, tras una década de movilización política masiva por parte de los líderes negros, el momento de la liberación estaba finalmente al alcance de la mano. Ahora sólo hacía falta un último empeño para que los muros del apartheid se derrumbaran a tierra, aplastando con ellos a Verwoerd, su maligno arquitecto y a quienes lo habían ayudado.

Raleigh Tabaka experimentaba una maravillosa euforia al caminar con sus hombres por la ciudad, de cabaña en cabaña, llevando el mismo mensaje: «Mañana seremos como un solo pueblo. Nadie irá a trabajar. No habrá autobuses, y quienes traten de ir caminando a la ciudad se encontrarán con Pogo en la ruta. Se tomarán los nombres de todos los que desafían al CPA y se los castigará. Mañana haremos que la Policía blanca nos tema».

Trabajaron todo ese día; al atardecer, todos los hombres y mujeres de la población habían sido advertidos de que debían faltar al trabajo y reunirse en el espacio abierto, cerca de la nueva comisaría, el lunes por la mañana temprano.

—Haremos que la Policía blanca nos tema. Queremos que todos estén allí. Al que no vaya iremos a buscarlo.

Amelia había trabajado tanto como Raleigh; sin embargo, igual que él, aún estaba fresca y excitada. Comieron una cena rápida y sencilla en la trastienda de la panadería.

—Mañana veremos elevarse el sol de la libertad —le dijo Raleigh, mientras limpiaba su escudilla con una costra de pan—. Pero no podemos dormir. Hay demasiado trabajo para esta noche. —Le tomó la mano—. Nuestros hijos nacerán libres; viviremos juntos como hombres, no como animales.

Y la condujo a las calles de la oscura ciudad, para confirmar los preparativos de la gran jornada.

Se reunieron en grupos en las esquinas: todos eran jóvenes ansiosos; Raleigh y Amelia caminaban entre ellos, repartiendo tareas para el día siguiente y seleccionando a quienes formarían los piquetes para vigilar la carretera que iba de Sharpeville a Vereeniging.

—No se dejará pasar a nadie. Nadie debe abandonar la ciudad —les dijo Raleigh—. Todos deben ser como una sola persona cuando marchemos contra la Comisaría, mañana por la mañana.

—Decid a la gente que no tenga miedo —les instaba Raleigh—. Decidles a todos que la Policía blanca no puede tocarles, que el Gobierno blanco pronunciará un discurso muy importante referida a la abolición de las leyes de pase. Decidles a todos que estén contentos y que no teman, que canten los himnos de libertad enseñados por el CPA.

Después de medianoche, Raleigh reunió a sus hombres más leales y de más confianza incluyendo a los dos Búfalos de la taberna, para ir a los hogares de todos los conductores de autobús y taxistas de raza negra. A todos los sacaron de la cama.

—Mañana nadie saldrá de Sharpeville —les dijeron—. Pero no confiamos en que vosotros desobedezcáis a los patrones blancos; de modo que os tendremos bajo custodia hasta que se inicie la marcha. Mañana, en vez de conducir autobuses y taxis para llevar a nuestro pueblo, todos vosotros marcharéis también a la comisaría. Nosotros nos encargaremos de que así sea. Y ahora, venid con nosotros.

Cuando la falsa aurora encendía el cielo por el este, Ralei en persona escaló un poste telefónico instalado en la alambrada y cortó los cables. Al deslizarse a tierra dijo a Amelia, riendo.

—Así a nuestro amigo, el leopardo, no le será tan fácil pedir ayuda a los otros policías.

El capitán Lothar De La Rey estacionó su “Land-Rover en una calle trasera, fuera de la luz, y avanzó en silencio hasta la esquina.

Allí se detuvo, solo, para escuchar en medio de la noche. En los años que llevaba en Sharpeville había aprendido a apreciar el pulso y el humor de la ciudad. Dejó que su razón cediera paso a los sentimientos y al instinto; casi de inmediato, captó la excitación, la sensación de expectativa que apresaba a la población. Todo estaba en silencio hasta que uno prestaba atención, como Lothar en ese momento. Oyó a los perros, que estaban inquietos; algunos cerca; otros, en la distancia; gimoteaban y ladraban con una especie de ansiedad. Estaban viendo y olfateando a grupos de personas o individuos solitarios que andaban entre las sombras, con recados secretos.

Después, percibió los otros ruidos, suaves como insectos en la noche. El silbido de los vigías que anunciaban el paso de sus patrullas; las señales de identificación de las bandas callejeras. En una cabaña cercana, un hombre tosió con nerviosismo, sin poder dormir. En otra, un niño se quejó, inquieto, instantáneamente acallado por la voz suave de una mujer.

Lothar avanzó sigiloso por entre las sombras, escuchando y observando. Aun sin contar con la advertencia de los panfletos sabía que esa noche la ciudad estaba despierta y tensa.

El joven no era imaginativo ni romántico, pero al recorrer las calles oscuras tuvo una súbita y clara imagen mental: la de sus antepasados ejecutando la misma tarea. Los vio, barbudos, vestidos con toscas telas caseras, armados con escopetas antiguas; dejaban la seguridad de las carretas para salir a la noche africana, solos, en busca del enemigo, el swartgevaar[6]. Espiaban alrededor de los campamentos, hacia donde los impis negros descansaban sobre los escudos de guerra, a la espera de que amaneciera para arrojarse contra las carretas. Le hormiguearon los nervios ante esos recuerdos atávicos; creyó oír en la noche el canto de batalla de las tribus y el tamborileo de las assegai sobre los escudos de cuero crudo, el golpeteo de los pies descalzos, el repiqueteo de los cascabeles de guerra en muñecas y tobillos.

En su imaginación, el llanto de un niño inquieto en la cabaña cercana se convirtió en el grito agónico de los pequeños bóers de Weenen, donde los impis habían bajado desde las colinas para masacrar a todo el campamento.

Se estremeció al darse cuenta de que, a pesar de los cambios, muchas cosas seguían igual. El peligro negro estaba aún allí, cada vez más poderoso y amenazador. Había visto la mirada desafiante y confiada de los jóvenes machos, que se bamboleaban por las calles, llamándose por nombres guerreros; la Espada de la Nación, los Puros. Esa noche, como nunca, tenía conciencia del peligro y sabía cuál era su deber.

Volvió al «Land-Rover» y prosiguió su lento trayecto por las calles. De vez en cuando, divisaba pequeños grupos de siluetas oscuras; sin embargo, en cuanto giraba los reflectores hacia ellos, se fundían en la oscuridad. Por dondequiera que fuese, iba escuchando los silbidos de advertencia, que le hacían cosquillear los nervios. Cuando se cruzaba con sus propias patrullas de a pie, notaba que también sus hombres estaban nerviosos e intranquilos.

Al amarillear el cielo por el Este, amortiguando las luces públicas, Lothar desanduvo su camino. A esa hora de la mañana, las calles siempre estaban colmadas de gente que acudía apresuradamente a las paradas de los autobuses para ir al trabajo. Ese amanecer, permanecían desiertas y silenciosas.

Lothar llegó a la terminal de autobuses. También estaba casi desierta. Sólo vio a unos pocos jóvenes, que formaban grupitos junto a las barandillas. No había autobuses; los piquetes miraron al «Land-Rover» policial con abierta insolencia.

Mientras rodeaba la alambrada limítrofe, pasando cerca de los portones principales, lanzó una súbita exclamación y pisó el freno. Desde uno de los postes telefónicos, los cables pendían a tierra, laxos. Lothar abandonó el vehículo para examinar el daño. Al recoger el extremo suelto del cable de cobre vio de inmediato que se trataba de un corte limpio. Lo dejó caer y volvió lentamente al «Land-Rover».

Antes de ocupar otra vez el asiento detrás del volante, echó un vistazo a su reloj. Eran las cinco y diez. Oficialmente, su guardia terminaba a las seis, pero ese día no abandonaría su puesto. Conocía su deber. Sabía que les esperaba una jornada larga y peligrosa, y se preparó para enfrentarse a ella.

Esa mañana de lunes, 21 de marzo de 1960, a mil quinientos kilómetros de distancia, las multitudes comenzaron a reunirse en las ciudades de Langa y Nyanga. Llovía. Era esa fría llovizna que el viento del noroeste lleva a El Cabo desde el mar y que suele aplacar los ardores. Sin embargo, a las seis de la mañana, había más de diez mil personas reunidas ante los alojamientos de solteros de Langa, todas dispuestas a iniciar la marcha hacia la Comisaría.

La Policía los estaba esperando. Durante el fin de semana, habían recibido refuerzos; todos los oficiales y el personal de más antigüedad tenía armas de fuego. Un vehículo blindado, pintado de verde militar, apareció por la ancha ruta en donde se había reunido la muchedumbre. Un oficial de policía apostrofó a la multitud por el sistema de altavoces. Les dijo que todas las reuniones públicas habían sido prohibidas y que la Policía consideraría cualquier manifestación ante su sede como un verdadero ataque.

Los líderes negros se adelantaron para negociar; por fin, acordaron dispersar a la multitud, pero aclarando que nadie iría a trabajar y que, a las seis de la tarde, se llamaría a otra manifestación. Al atardecer, cuando la gente comenzó a acudir, llegaron con vehículos blindados policiales y se ordenó la dispersión. Como todos se mantuvieron firmes, los agentes atacaron a golpes de cachiporra. La multitud tomó represalias atacándolos a pedradas y se adelantó en masa contra ellos. El comandante dio órdenes de disparar y se abrió fuego con armas automáticas. La muchedumbre huyó, dejando a dos muertos en el suelo.

A partir de ese día, semanas enteras, los disturbios, las pedradas y las manifestaciones asolaron la península de El Cabo, hasta culminar en una marcha compuesta por miles y miles de negros. Esa vez llegaron a la sede policial de Caledon Square, pero se dispersaron tranquilamente ante la promesa de que sus líderes podrían entrevistarse con el ministro de Justicia. Cuando los líderes se presentaron a la entrevista, fueron arrestados por orden de Manfred De La Rey, ministro del Interior. Como las reservas policiales estaban ya sobrexigidas, se envió precipitadamente a soldados y marineros de las fuerzas defensivas, para complementar a las unidades de la Policía local. En el curso de tres días, las poblaciones negras estaban acordonadas a conciencia.

En El Cabo, la lucha había terminado.

En Van Der Bijl Park, a quince kilómetros de Vereeniging, en la ciudad de Evaton, centros notorios de resistencia negra radical y violenta, las multitudes comenzaron a reunirse al rayar el alba del 21 de marzo. A las nueve en punto, los manifestantes, que sumaban varios miles, iniciaron la marcha hacia las comisarías locales. Sin embargo, no llegaron muy lejos. También allí la Policía había recibido refuerzos, como en El Cabo, y los coches blindados les salieron al encuentro y, por medio de altavoces, les mandaron que se dispersaran. Las ordenadas columnas se atascaron en los pantanos de la incertidumbre y la conducción inefectiva; los vehículos policiales avanzaron pesadamente contra ellas, obligándolas a retroceder, y acabaron por romper las formaciones a golpes de cachiporra.

De pronto, el cielo se llenó de un ruido terrible, atronador. Todos los rostros negros giraron hacia arriba. Una escuadrilla de aviones de combate, pilotados por la Fuerza Aérea sudafricana, pasaron a toda velocidad, apenas treinta metros por encima de la multitud. La gente nunca había visto aviones tan modernos a tan baja altura; tanto el espectáculo como el ruido les infundió pavor.

La manifestación comenzó a disolverse y los líderes perdieron el valor.

Las demostraciones habían terminado casi antes de iniciarse.

Robert Sobukwe marchó personalmente hasta la Comisaría de Orlando, en el gran Soweto. Quedaba a siete kilómetros y medio de su casa, situada en Mofolo. Aunque pequeños grupos de hombres se le fueron agregando por el camino, cuando llegaron a su destino eran menos de cien. Todos ellos se ofrecieron al arresto por no haber obedecido las leyes de pases.

En la mayor parte de los otros centros no hubo marchas ni arrestos. En la Comisaría de Hércules, dentro del distrito de Pretoria, seis hombres llegaron sin pases y pidieron ser arrestados. Un jocoso oficial de Policía, por darles el gusto, les tomó los nombres y los envió a su casa.

En casi todo el Transvaal, los actos fueron poco dramáticos y casi desilusionantes. Pero allí estaba Sharpeville.

Raleigh Tabaka no había dormido en toda la noche; ni siquiera se había tendido a descansar. De pie en todo momento, pasó esas horas exhortando, alentando y organizando a los suyos.

A las seis de la mañana se hallaba en la terminal de autobuses. Los portones seguían cerrados. En el patio, los largos y feos vehículos formaban silenciosas filas. Un grupo de tres preocupados supervisores esperaba junto a ellos la llegada de los conductores. Como la primera vuelta habría debido iniciarse a las cuatro y media, ya no cabían posibilidades de respetar los horarios.

En dirección a la ciudad apareció una sola silueta que caminaba por la carretera desierta. Los supervisores de la empresa, animados, se adelantaron para abrirle el portón. El hombre que corría hacia ellos lucía la gorra parda de los chóferes, con la insignia de bronce de la compañía.

—¡Ja! —exclamó Raleigh, sombrío—. Se nos ha escapado uno.

E indicó a sus hombres que interceptaran al «carnero».

El hombre, al ver a los jóvenes delante, se detuvo en seco. Raleigh avanzó tranquilamente hacia él, sonriente.

—¿Adónde vas, tío? —preguntó.

El hombre, sin responder, echó una mirada nerviosa en derredor suyo. Insistió Ralei:

—No irías a conducir tu autobús, ¿verdad?—. Ya has oído las órdenes del CPA, que todo el mundo ha obedecido, ¿no?

—Tengo hijos que alimentar —murmuró el hombre, disgustado—. Y llevo veinticinco años trabajando sin faltar un solo día. Raleigh meneó tristemente la cabeza.

—Eres un viejo tonto. Te perdono por eso; no tienes la culpa si un gusano te ha devorado el cerebro. Pero también eres un traidor a tu pueblo, y eso no puedo perdonártelo.

Hizo una señal a sus jóvenes, que agarraron al conductor y lo arrastraron a los arbustos, junto a la carretera.

El chofer se resistió, pero ellos eran jóvenes y fuertes; además, formaban un grupo numeroso. Cayó; gritando bajo los golpes. Al cabo de un rato, cuando quedó callado, lo dejaron tendido en el pasto seco y polvoriento. Raleigh se alejó sin sentir piedad ni remordimiento. Ese hombre era un traidor. Podía considerarse afortunado si sobrevivía al castigo, para contarles a sus hijos su traición.

En la terminal de autobuses, los piquetes aseguraron a Raleigh que unos pocos trabajadores habían tratado de desafiar el boicot, sólo para huir sigilosamente al ver a los rebeldes.

—Además —dijo uno de ellos—, no ha llegado un solo autobús. —Hemos iniciado bien la jornada. Ahora vamos a saludar al sol de nuestra libertad, que ya amanece.

Mientras marchaban, se les fueron agregando los otros piquetes; Amelia esperaba con sus alumnos y con el personal de la escuela en la esquina del establecimiento. Al ver a Raleigh, le salió al encuentro, riendo. Los niños reían y chillaban de entusiasmo, encantados por verse inesperadamente libres de la aburrida aula; todos marcharon tras el grupo de Raleigh y los suyos.

De cada cabaña por la que pasaban salían los habitantes; al ver a los niños tan alegres se sentían contagiados por el entusiasmo y las risas. Entre el grupo se veían ya cabezas grises, madres jóvenes con los bebés cargados a la espalda, ancianas de delantal que llevaban a niños de la mano y hombres vestidos con mono o traje de calle. Pronto, la carretera fue un río humano tras Raleigh y sus camaradas.

Al acercarse a la plaza abierta, vieron que ya había muchas personas reunidas allí. Desde cada calle que conducía a aquel lugar surgían más enjambres, minuto a minuto.

—¿Cinco mil? —preguntó Raleigh a Amelia.

Ella le estrechó la mano, bailando de entusiasmo.

—Más —dijo—. Han de ser más. Diez, quizá quince mil. Oh, Raleigh, qué orgullosa estoy, qué feliz. Observa a nuestro pueblo. ¿No es hermoso encontrarnos todos aquí? —Se volvió para mirarlo con adoración—. Y qué orgullosa estoy de ti, Raleigh. Sin tu guía, esta pobre gente nunca se habría dado cuenta de su miseria, no habría tenido voluntad para tratar de cambiar su suerte. Y ahora… míralos.

La gente reconocía a Raleigh y se apartaba para dejarle paso. Lo llamaban a gritos por su nombre, con los apelativos de «hermano» y «camarada».

En un extremo de la plaza, había un montón de ladrillos viejos y escombros dejados por los constructores. Raleigh avanzó hacia el montículo y, después de trepar a él, levantó los brazos para pedir silencio.

—Pueblo mío: traigo la palabra de Robert Sobukwe, que es el padre del CPA y que manda decir esto: ¡Recordad a Moses Gama! ¡Recordad el dolor y las privaciones de esta vida vacía! ¡Recordad la pobreza y la opresión!

De la multitud surgió un rugido. Todos levantaron los puños cerrados y el pulgar en alto, gritando Amandla y «Gama». Pasó un minuto antes de que Raleigh pudiera seguir hablando.

—Vamos a quemar nuestros pases —dijo, blandiendo su propia libreta—. Vamos a encender fogatas para quemar los dompas. Después, marcharemos unidos hasta la Comisaría, para pedir que nos arresten. Y entonces vendrá Robert Sobukwe para hablar con nosotros. —Eso había sido una inspiración del momento. Raleigh prosiguió, feliz—: La Policía verá así que somos hombres y nos tendrá miedo. Nunca más se nos obligará a presentar los dompas. Seremos hombres libres, como nuestros antepasados eran libres antes de que el blanco llegara a esta tierra.

Casi estaba convencido de lo que decía. Todo parecía tan lógico y simple…

Encendieron las fogatas por docenas en derredor de la plaza, comenzando con pasto seco y periódicos arrugados. Se amontonaron en torno de ellas y arrojaron sus pases a las llamas. Las mujeres comenzaron a menear las caderas y a mover los pies. Los hombres bailaron con ellas, mientras los niños correteaban entre sus piernas y todos entonaban cantos de libertad.

Se hicieron las ocho antes de que los alguaciles pudieran obligarles a circular. Entonces, la masa humana comenzó a alargarse como una inmensa serpiente, arrastrándose hacia la Comisaría.

Michael Courtney había visto cómo se apagaba ignominiosamente la manifestación de Evaton. Desde la cabina telefónica, llamó a la Comisaría vecina para pedir noticias; allí le dijeron que; después de una carga a cachiporrazos contra los manifestantes, todo estaba tranquilo también en Van Der Bijl.

Cuando trató de llamar a Sharpeville, no pudo comunicarse.

Gastó casi diez chelines y cuarenta minutos frustrantes en la cabina telefónica. Al fin, renunció disgustado, y volvió al pequeño «Morris» que Nana le había regalado para su cumpleaños.

Se puso en marcha hacia Johannesburgo; preparándose para el sarcasmo de Leon Herbstein: «Conque tienes un buen artículo sobre los disturbios que no se produjeron. Felicitaciones, Mickey.

Ya sabía yo que no me fallarías».

Hizo una mueca y encendió otro cigarrillo para consolarse.

Al llegar a la intersección con la carretera principal vio el cartel que decía: «Vereeniging 15 km.», abajo, en letras más pequeñas: «Sharpeville».

En vez de girar hacia Johannesburgo, viró hacia el Sur. El «Morris» zumbó alegremente por la carretera, extrañamente despejada.

Lothar De La Rey tenía en su escritorio un cepillo de dientes y un equipo de afeitar. Cuando llegó a la Comisaría se lavó y rasuró en el servicio. Eso lo hizo sentir más fresco, aunque no borró la sensación de ominosa inquietud que había experimentado durante la patrulla nocturna.

El sargento lo saludó al entrar.

—Buenos días, señor. ¿Se va? —Lothar sacudió la cabeza.

—¿Llegó ya el comandante?

—Hace diez minutos.

—¿Se ha recibido alguna llamada telefónica desde medianoche, sargento?

—Ahora que lo menciona, no, señor. Es extraño, ¿no?

—En absoluto… porque han cortado las líneas. Debería haberlo leído en los registros de la estación —le espetó Lothar. Y pasó a la oficina del comandante.

Éste escuchó gravemente el informe de Lothar.

—Sí, Lothie. Has hecho un buen trabajo. Esto no me hace nada feliz. He tenido malos presentimientos desde que encontraste esos malditos panfletos. Deberían habernos enviado más hombres, no sólo a veinte reclutas inexpertos. En vez de enviarnos a los experimentados, los asignaron a Evaton y a las otras secciones.

—He convocado a todas las patrullas —le informó Lothar con sequedad. No quería quejas sobre las decisiones de sus superiores. Sabía que, cuando se tomaba una decisión, había buenas causas.

Sugiero que mantengamos a los hombres acuartelados, señor, para concentrar nuestras fuerzas.

—Sí, me parece bien —dijo el comandante.

—¿Y en cuanto a las armas? ¿Abro la armería? —Sí, Lothie, creo que puedes hacerlo.

—También me gustaría hablar con los hombres antes de volver a salir en patrulla.

—Está bien, Lothie. Diles que tenemos todo bajo control. Si obedecen las órdenes, no habrá problemas.

Lothar le hizo la venia y volvió a la primera oficina.

—Sargento, quiero que se entreguen armas a todos los agentes blancos.

—¿Las carabinas de repetición, señor? —El hombre parecía sorprendido.

—Y cuatro cargas de reserva a cada hombre —asintió Lothar—. Yo anotaré la orden en los registros.

El sargento le entregó las llaves y fueron juntos a la bóveda. Al abrir la pesada puerta de acero, aparecieron las carabinas, alineadas contra la pared lateral; eran pequeñas y baratas, fabricadas con acero prensado. Parecían de juguete, pero sus cartuchos de nueve milímetros mataban con tanta eficacia como el mejor de los «Purdey» o de los «Mauser».

Casi todos los refuerzos eran muchachitos de la escuela de Policía, de rostro fresco y ansioso. Miraron con mucho respeto a aquel capitán condecorado, que les decía:

—Esperamos disturbios. Por eso han sido enviados aquí. Y por eso les estamos entregando estas armas; se trata de una responsabilidad que es preciso tomar muy seriamente. Esperen órdenes; no actúen por cuenta propia. Pero una vez que la orden haya sido dada, respondan con celeridad.

Acompañado por uno de sus agentes se dirigió hacia los portones principales de la ciudad, con la carabina en el asiento, a su lado. Para entonces, ya eran las seis pasadas, pero en las calles nadie se movía. Se cruzaron con cincuenta personas a lo sumo; todas ellas caminaban deprisa, en la misma dirección. El camión de reparaciones enviado por Correos esperaba ante el portón.

Lothar lo acompañó hasta el sitio en donde se habían cortado los cables telefónicos y se quedó aguardando, mientras un obrero trepaba al poste y unía los cables. Luego, volvió a escoltar al vehículo hasta el portón. Antes de llegar a la ancha avenida que llevaba a los portones del destacamento, Lothar se detuvo a un lado de la carretera y apagó el motor.

En el asiento trasero, el agente se movió, inquieto, y comenzó a decir algo, pero Lothar lo acalló con una orden seca:

—¡Silencio!

El hombre quedó petrificado. Así permanecieron varios segundos, hasta que Lothar frunció el entrecejo.

Desde delante les llegaba un ruido como de mar, un susurro suave. Abrió la portezuela del «Land-Rover» y bajó. El susurro era como viento entre pastos altos; se percibía una leve vibración que parecía subirle por las suelas de los zapatos.

Lothar subió de un salto al «Land-Rover» y condujo a toda velocidad hasta el cruce siguiente, para girar hacia la plaza abierta y la escuela. El ruido creció y superó al producido por el motor. Al girar en la esquina siguiente, pisó el freno con tanta fuerza que el «Land-Rover» se detuvo patinando estremecido.

La carretera, delante suyo, estaba bloqueada de lado a lado por personas apretadas: hilera tras hilera, miles y miles. Cuando vieron el vehículo policial, todos lanzaron un grito enorme:

—¡Amandla! —Y siguieron avanzando.

Por un momento, Lothar quedó paralizado por el espanto.

No era una de esas extrañas criaturas que no conocen el miedo. Lo conocía íntimamente: lo sentía ante el campo de juego clamoroso, cuando se erguía para enfrentarse al salto de cuerpos musculosos, y en las calles silenciosas de la ciudad, cuando perseguía a criminales faltos de escrúpulos. Había dominado esos miedos, en una hazaña que le provocaba una extraña exaltación. Pero eso era algo nuevo.

Eso no era humano. Lo que tenía ante sí era un monstruo.

Una bestia con diez mil gargantas y veinte mil piernas, un monstruo extenso e insensato, que rugía una palabra sin sentido, sin oídos para escuchar ni mente para razonar. Era la turba, y Lothar tuvo miedo. El instinto le indicaba que pusiera al «Land-Rover» en dirección contraria para volver de prisa a la seguridad de la Comisaría. En realidad, ya había metido la marcha atrás, pero se contuvo.

Dejó el motor en marcha y abrió la portezuela lateral. El agente, en el asiento trasero, pronunció una blasfemia con voz densa de terror.

—¡Me cago en Dios! ¡Salgamos de aquí!

Eso sirvió para que Lothar, enfurecido, despreciara su propia debilidad. Como tantas otras veces, estranguló su miedo y subió al capó del «Land-Rover».

Con toda deliberación, había dejado la carabina en el asiento delantero. Ni siquiera desabotonó su pistolera. Una sola arma de fuego sería inútil contra ese inmenso monstruo.

—¡Alto! —gritó con los brazos en alto—. Todos ustedes deben volver atrás. Es una orden policial.

Pero sus palabras se perdieron en la voz multitudinaria del monstruo, que siguió avanzando. Los hombres de vanguardia echaron a correr hacia él; los de más atrás, gritando, empujaron más de prisa.

—Retrocedan —rugió Lothar.

Pero eso no produjo efecto alguno en el gentío, que se encontraba muy cerca. Ya eran visibles las expresiones de los primeros que se le acercaban: estaban sonriendo. Pero Lothar sabía que el humor africano cambia con celeridad, que bajo la sonrisa se agazapa la violencia. Comprendió que no podía detenerles; estaban demasiado cerca, demasiado excitados. Comprendió, también, que su presencia, su mismo uniforme, los había exacerbado.

Bajó de un brinco al asiento del conductor, metió la marcha atrás y salió acelerando, con el volante girado hasta donde la dirección le permitía. Se apartó cuando la vanguardia estaba ya al alcance de su mano.

Pisó el acelerador a fondo. Había casi tres kilómetros de distancia hasta el destacamento. Mientras calculaba rápidamente cuánto tardaría la manifestación en llegar hasta allí, iba ensayando ya las órdenes que daría e ideando precauciones adicionales para asegurar la Comisaría.

De pronto, vio otro vehículo en la carretera, delante de él. No lo esperaba; al desviarse para esquivarlo vio que era un «Morris», conducido por un joven blanco.

Lothar redujo la velocidad y bajó la ventanilla.

—¿Adónde diablos va? —inquirió, gritando.

El conductor sacó la cabeza por la ventanilla, con una sonrisa cortés.

—Buenos días, capitán.

—¿Tiene autorización para estar aquí?

—Sí. ¿Se la muestro?

—No, qué diablos. La autorización queda cancelada. Se le ordena abandonar la ciudad de inmediato, ¿me ha oído? —Sí, capitán. Lo he oído.

—Puede haber dificultades —insistió Lothar—. Está en peligro. Le ordeno que se marche ahora mismo, por su propia seguridad.

—En seguida —convino Michael Courtney.

Lothar aceleró su vehículo y se alejó.

Michael lo observó por el espejito retrovisor hasta que lo perdió de vista. Luego, encendió un cigarrillo y continuó tranquilamente la marcha hacia el sitio por donde el vehículo policial había aparecido a tan desesperada velocidad. La agitación del capitán le confirmaba que llevaba la dirección correcta. Sonrió con satisfacción cuando oyó el rumor de muchas voces distantes.

Al terminar la avenida, viró hacia el ruido y se detuvo al costado de la carretera, con el motor apagado. Sentado tras el volante, contempló a la enorme muchedumbre que llenaba las calles, caminando hacia él. Permanecía tranquilo y objetivo, como observador, no como participante, estudiando con avidez a la multitud para no perder detalle. Su mente ya componía las frases con que describiría la marcha pacífica; garabateó en su libreta: «Jóvenes a la vanguardia; entre ellos, muchos niños, todos sonriendo, cantando, a carcajadas… »

Cuando vieron a Michael en el «Morris» estacionado, lo llamaron a gritos y levantaron los pulgares.

«Me asombra la buena voluntad de esta gente», escribió él. «Su alegría y la falta de antipatía personal hacia nosotros, los blancos gobernantes… »

En la primera fila iba un joven apuesto, que se había adelantado algunos pasos con su andar largo y confiado; la muchacha que lo acompañaba iba casi corriendo para no distanciarse, cogida de su mano; tenía dientes parejos y muy blancos en su encantador rostro de luna oscura. Al pasar junto a Michael, lo saludó con la mano, sonriendo.

La multitud se dividió para pasar a ambos lados del «Morris» estacionado. Algunos niños se detuvieron para apretar su carita contra las ventanillas; como Michael les sonreía, haciendo muecas, estallaban en carcajadas y seguían corriendo. Uno o dos de los manifestantes dieron una palmada al techo del vehículo, pero más como saludo animoso que como acto de hostilidad. Casi sin detenerse, seguían marchando tras los jóvenes líderes.

La muchedumbre pasó durante varios minutos; por fin, sólo se vio a los retrasados, los ancianos y los lisiados, que avanzaban con pasos dificultosos. Michael puso el motor en marcha y describió un giro en U.

Siguió a la manifestación a paso de hombre, conduciendo con una sola mano mientras garabateaba notas en la libreta abierta sobre su regazo.

«Calculo que hay seis o siete mil personas, aunque continúan llegando sin cesar. Un viejo pasa con sus muletas, apoyándose en su mujer; un niñito, que apenas camina, vestido con un corto chaleco y con el traserito al aire. Una mujer con una radio portátil en equilibrio sobre la cabeza va bailando al compás del “rock and roll”. Se ven muchos campesinos, que quizás han ingresado ilegalmente, envueltos en mantas y descalzos. Los cánticos se armonizan con gran belleza. También muchos hombres bien vestidos y obviamente educados; algunos, con uniforme del Gobierno: carteros, 3 conductores de autobús, trabajadores en mono, de las empresa del acero y el carbón. Por una vez, se ha emitido una llamada que le ha llegado a todos, no sólo a la minoría politizada. Se palpa el entusiasmo y una expectativa ingenua. Ahora, cambian las canciones; comienza en la vanguardia, pero los otros repiten la melodía nueva con prontitud. Cantan todos, algo doliente y trágico; no es necesario comprender la letra: es un lamento… »

En la primera fila de la marcha, Amelia cantaba con tanto fervor que las lágrimas brotaban espontáneas de sus grandes ojos oscuros, centelleando en sus mejillas:

El camino es largo Pesada nuestra carga ¿Cuánto falta aún…?

El humor alegre cambió. La música de millares de voces se elevó en un grito angustioso:

¿Cuánto más debemos sufrir?

¿Cuánto más, cuánto más? Amelia estrechó con fuerza la mano de Raleigh, cantando con toda el alma. Por fin, viraron en la última esquina. Allá adelante, en el extremo de la larga avenida, estaba la alambrada que rodeaba a la Comisaría.

De pronto, en el duro cielo de porcelana que coronaba su tejado metálico apareció un manojo de pecas oscuras. Al principio, parecían una simple bandada de pájaros, pero fueron creciendo en tamaño con milagrosa velocidad, brillando con los rayos del sol tempranero, portadora de una silenciosa amenaza.

La vanguardia se detuvo; quienes la seguían se apretaron detrás y acabaron por hacer lo mismo. Todos los rostros se volvieron a las amenazadoras máquinas que avanzaban hacia ellos, con grandes bocas de tiburón y alas extendidas, a tal velocidad que se adelantaban al ruido mismo de sus motores.

El primero de los aviones «Sabre» descendió aún más, hasta casi rozar el techo de la Comisaría; el resto de la escuadrilla lo siguió. La canción vaciló hasta acallarse, cediendo paso a los primeros gemidos de terror e incertidumbre. Una tras otra, las grandes máquinas volantes pasaron por encima de sus cabezas. Parecía posible tocarlas con sólo estirar la mano, y el fragor ensordecedor de sus motores era un ataque físico que hizo caer a la gente de rodillas. Algunos se acurrucaron en la polvorienta carretera; otros se arrojaron sobre el vientre y se cubrieron la cabeza; hubo quienes giraron en redondo y trataron de correr hacia atrás, pero se vieron bloqueados por las últimas filas. La marcha se desintegró en una masa confusa y forcejeante. Los hombres gritaban; las mujeres gemían; algunos de los niños chillaban y lloraban de pánico.

Los aviones plateados describieron un giro cerrado y se formaron para otra pasada; con los motores aullantes; la onda de impacto retumbó en todo el cielo.

Raleigh y Amelia figuraban entre los pocos que no habían cedido terreno.

—No temáis, amigos —gritó el joven—. No pueden hacernos daño.

Amelia, imitándolo, llamó a sus niños.

—No os harán nada, pequeños. Son bonitos, como los pájaros.

¡Mirad cómo brillan al sol!

Y los niños ahogaron el terror. Algunos de ellos rieron, inseguros.

—¡Ya vuelven! —gritó Raleigh—. Saludémoslos así…

Y dio una voltereta en el aire, riendo. Los otros jóvenes se apresuraron a imitarle; la gente comenzó a reír con ellos. Esa vez, cuando las máquinas pasaron tronando sobre ellos, sólo unas pocas ancianas cayeron al suelo. La mayor parte se limitó a agachar la cabeza y a soltar una ruidosa carcajada de alivio en cuanto los aviones hubieron pasado.

A instancias de Raleigh y sus mariscales, la marcha comenzó lentamente a desenredarse para volver a avanzar. Cuando los pilotos de combate efectuaron la tercera pasada, todos levantaron la vista y los saludaron con la mano. En esa oportunidad, los aviones no volvieron a girar: se alejaron en el azul hasta que el horrible estruendo de sus motores se perdió a la distancia. La muchedumbre volvió a cantar y a intercambiar abrazos, celebrando su valor y su victoria.

—Hoy todos seremos libres —gritó Raleigh.

Allá adelante, los portones de la Comisaría permanecían cerrados con candados, pero los hombres estaban formándose detrás de la alambrada. Los uniformes eran de color caqui oscuro; el sol matinal centelleaba sobre las insignias y las feas armas azules que portaban.

Lothar De La Rey estaba de pie en los peldaños que llevaban a la oficina grande, bajo la lámpara que iluminaba el letrero: «Policía – Polisie» grabado sobre vidrio azul. Tuvo que reunir todo su aplomo para no agachar la cabeza cuando los aviones de combate volaron rozando el techo de la Comisaría.

Contempló a la multitud distante, que palpitaba y se contraía como una negra ameba gigantesca, acosada por los aviones, para recuperar luego su forma y continuar avanzando. Los oía cantar a coro. Ya distinguía las facciones de quienes formaban las primeras filas.

El sargento que estaba a su lado juró suavemente:

—Por Dios; mire a esos negros hijos de puta. Debe haber miles de ellos.

Y Lothar reconoció en el tono del hombre su propio horror, ,su vacilación.

Lo que contemplaban era la pesadilla del pueblo afrikaner, repetida a lo largo de casi dos siglos, desde que sus antepasados avanzaron lentamente del Sur, por una tierra encantadora, poblada sólo por animales salvajes, para encontrarse de pronto, en las riberas del gran río Fish, con una cohorte de guerreros negros.

Sintió que los nervios le escocían como insectos venenosos sobre la piel, atacada por los recuerdos tribales de su pueblo. Una vez más, era un puñado de hombres tras la barricada, ante la muchedumbre negra y bárbara. Todo era como siempre, pero el hecho de que hubiera ocurrido con anterioridad no disminuía el horror de la situación. Antes bien, lo tornaba más patético, haciendo más urgente la reacción defensiva natural.

Sin embargo, el miedo y el odio que surgía de la voz del sargento hicieron que Lothar dominara su propia debilidad. Apartó la mirada de las hordas que se aproximaban para fijarla en sus propios hombres. Reparó en la palidez de todos, en su silencio mortal, en la extremada juventud de tantos de ellos. Pero la tradición afrikaner indicaba que los jovencitos debían ocupar siempre sus sitios ante la barricada, aun en los tiempos en que las armas antiguas eran más altas que ellos mismos.

Lothar se obligó a caminar lentamente frente a sus hombres, cuidando de que su expresión no reflejara temor alguno.

—No quieren provocar problemas —dijo—. Vienen con sus mujeres y sus niños. Los bantúes siempre esconden a sus mujeres cuando van a luchar. —Su voz era serena y nada emotiva—. Los refuerzos vienen en camino —les dijo—. En el curso de una hora, tendremos trescientos hombres aquí. Ustedes deben mantener la calma y obedecer las órdenes.

Sonrió alentador a un cadete de ojos demasiado grandes para su cara blanquecina; las orejas le sobresalían bajo la gorra y se mordía el labio inferior, sin apartar la vista de la muchedumbre.

—No se le han dado órdenes de cargar, Jong. Quite esos proyectiles de su arma —ordenó en voz baja.

El muchacho retiró el cargador largo y recto, sin apartar la vista ni por un momento de la horda que bailaba y cantaba delante de ellos.

Lothar siguió caminando frente a sus hombres con paso decidido, sin echar un solo vistazo a la multitud, dedicando un gesto de aliento a cada uno de ellos a medida que iba pasando, o distrayéndolos con una palabra serena. Empero, cuando hubo llegado a su puesto, en los peldaños del edificio, ya no pudo contenerse más y se volvió hacia el portón. Sólo con un gran esfuerzo pudo contener su exclamación.

Los negros cubrían toda la carretera, de lado a lado y de extremo a extremo. Y seguían llegando. Cada vez eran más los que aparecían por los laterales, como un río en pleno desbordamiento.

—Permanezcan en sus puestos, agentes —ordenó—. ¡No actúen sin recibir órdenes!

Y todos permanecieron impasibles bajo el sol de la mañana, mientras los líderes de la manifestación llegaban hasta los portones cerrados y se apretaban contra ellos, aferrados a los alambres para mirar a través de ellos, entre cánticos y sonrisas; detrás de los caudillos, el resto de la enorme columna desordenada se extendía a lo largo de todo el perímetro. Como agua contenida por un dique, comprimidos por la misma multitud, fueron acumulando filas y más filas, hasta rodear por completo el patio del destacamento, encerrando al pequeño grupo de hombres uniformados.

Y aún seguían llegando; quienes lo hacían por el fondo se unían a la densa muchedumbre agrupada ante los portones principales.

Por fin la Comisaría quedó convertida en una diminuta isla rectangular, en medio de un mar negro, ruidoso e inquieto.

Los hombres que estaban ante los portones pidieron silencio; charlas y risas se apagaron gradualmente.

—Queremos hablar con los oficiales —gritó un joven negro de la vanguardia. Tenía los dedos enganchados a la alambrada; la multitud lo empujaba tanto desde atrás que los portones se estremecían.

El comandante salió de la oficina grande y bajó los peldaños; Lothar lo siguió un paso más atrás. Cruzaron juntos el patio y se detuvieron frente a la entrada. El oficial superior se dirigió al joven que los había llamado.

—Esta reunión es ilegal. Deben dispersarse inmediatamente —dijo, hablando en afrikaans.

—Es mucho peor que eso, oficial. —El joven le sonrió alegremente, hablando en inglés para provocarle deliberadamente—. Ya ve que ninguno de nosotros lleva su pase. Los hemos quemado.

—¿Cómo te llamas? —inquirió el comandante, siempre en afrikaans.

—Soy Raleigh Tabaka, secretario de una rama del Congreso Panafricanista. Exijo que me arreste junto con toda esta gente. —El joven se expresaba fluidamente en inglés—. Abra los portones, policía, y llévenos a sus celdas.

—Voy a darle cinco minutos para dispersarse —informó el comandante, amenazador.

—¿Y si no? —inquirió Raleigh Tabaka—. ¿Qué hará si no obedecemos?

Detrás de él, la muchedumbre comenzó a cantar.

—¡Arréstenos! ¡Hemos quemado los dompas! ¡Arréstenos!

Se produjo una interrupción y un estallido de risas e irónicos vítores en la retaguardia. Lothar subió de un salto al capó del «Land-Rover» más cercano, para mirar por encima de las cabezas de todos.

Un pequeño convoy de tres transportes de tropas, cargados de agentes uniformados, había llegado por la carretera lateral y se abría paso lentamente por entre el gentío. Las filas apretadas cedieron sitio a desgana, pero Lothar sintió un arrebato de alivio.

Bajó del «Land-Rover» y ordenó que un grupo de sus hombres se aproximara a los portones. La gente golpeaba con los puños los lados de los vehículos, riéndose y bromeando, mientras hacían el saludo del CNA. El paso de los camiones y los miles de pies que se movían en la carretera levantaban una fina niebla de polvo.

Los hombres de Lothar abrieron los portones, presionando contra los cuerpos negros; para que los transportes pudieran pasar. Luego, cerraron y echaron el candado apresuradamente, pues la multitud ya se lanzaba contra ellos.

Lothar dejó que el comandante se entendiera con los líderes y fue a hacerse cargo de los refuerzos, distribuyéndolos por el perímetro del patio. Los recién llegados estaban armados. El joven, colocó sobre los camiones a los de más edad y a los que le parecieron más tranquilos; desde allí, podrían abrir fuego hacia los cuatro costados de la alambrada.

—Mantengan la calma —repetía, una y otra vez—. Todo está bajo control. Limítense a obedecer las órdenes.

Volvió apresuradamente a los portones en cuanto hubo terminado con esa tarea. El comandante seguía discutiendo con los líderes negros a través de la alambrada.

—No saldremos de aquí hasta que nos detenga o hasta que los pases sean abolidos.

—No seas estúpido, hombre —le espetó el comandante—. Ya sabes que ninguna de esas cosas es posible.

—Entonces nos quedaremos —le dijo Raleigh Tabaka. La muchedumbre, detrás de él, cantó:

—¡Arréstennos, arréstennos! ¡Ahora!

—He puesto los refuerzos en posición —informó Lothar, en voz baja—. Ahora tenemos casi doscientos.

—Quiera Dios que sea suficiente, si esto se pone feo —murmuró el comandante, echando una mirada inquieta a las líneas de uniformados. Parecían insignificantes en comparación con la masa a la que se enfrentaban.

—Ya he discutido demasiado con ustedes —dijo, volviéndose a los hombres que estaban detrás del portón—. Deben llevarse a toda esta gente de inmediato. Es una orden policial.

—Nos quedamos —repuso Raleigh Tabaka, con simpatía.

Con el correr de la mañana, el calor iba en aumento. Lothar sentía que la tensión y el miedo se incrementaban en sus hombres junto con el calor, la sed, el polvo y los cánticos. Durante breves lapsos, algo perturbaba a la multitud, haciéndola empujar como un remolino en la corriente de un río; en cada una de esas ocasiones, la cerca se estremecía y los hombres blancos tocaban sus armas, inquietos bajo el sol abrasador. Por dos veces más, durante el curso de la mañana, llegaron refuerzos; la multitud no les dejaba pasar. Por fin, hubo casi trescientos policías armados en el recinto, pero la muchedumbre, en vez de dispersarse, continuó aumentando: las pocas personas que se habían escondido en las cabañas de la población, pensando que habría disturbios, sucumbían a la curiosidad y salían para sumarse a la multitud.

Después de cada nueva llegada de camiones, se producía otra ronda de discusiones e inútiles órdenes de dispersión. Bajo el calor y en la impaciencia de la espera, el ánimo de la manifestación fue cambiando de forma gradual. Ya no había sonrisas; los cánticos cobraron un tono diferente y se convirtieron en feroces himnos de lucha. Entre la gente circulaban rumores: Robert Sobukwe vendría a hablar con ellos. Verwoerd había ordenado que los pases fueran abolidos y que Moses Gama fuera puesto en libertad. Todos daban vítores y cantaban, para vociferar y agitarse cuando los rumores eran desmentidos.

El sol llegó al cenit, ardoroso. El olor de la muchedumbre era el olor almizclado de los africanos, extraño, pero temiblemente familiar.

Los agentes blancos, que habían permanecido alertas toda la mañana, estaban llegando al agotamiento nervioso. Cada vez que la muchedumbre empujaba la frágil alambrada había pequeños sobresaltos entre las filas. Uno o dos de ellos cargaron las carabinas de repetición y las apuntaron sin esperar órdenes. Lothar, al darse cuenta, recorrió las filas ordenándoles descargar.

—Tendremos que hacer algo pronto, señor —dijo a su comandante—. No podemos seguir así. Algo va a estallar.

Estaba en el aire, fuerte como el olor de los cuerpos africanos calientes. Lothar lo sentía en sí mismo. No había dormido en toda la noche; lucía ojeras, quebradizo y mellado como filo de obsidiana.

—¿Qué sugieres, De La Rey? —ladró el comandante irritado, igualmente nervioso y tenso—. Tenemos que hacer algo, dices. Sí, estoy de acuerdo, pero, ¿qué?

—Deberíamos separar a los cabecillas de la multitud —señaló el joven, indicando a Raleigh Tabaka, que aún estaba en el portón, después de casi cinco horas—. Ese cerdo negro los mantiene unidos. Si lo separamos, junto con los otros líderes, el resto perderá interés pronto.

—¿Qué hora es? —preguntó el comandante.

Aunque no parecía tener importancia, Lothar miró su reloj.

—Casi la una.

—Tiene que haber más refuerzos en camino —dijo el comandante—. Esperaremos quince minutos más y luego haremos lo que sugieres.

—Mire eso —le espetó Lothar, señalando hacia la izquierda.

Algunos de los hombres más jóvenes de la muchedumbre se habían armado con piedras y ladrillos. Desde la retaguardia les estaban alcanzando otros proyectiles: trozos de pavimento y rocas.

—Sí, tenemos que interrumpir esto cuanto antes —convino el comandante—, si no queremos que haya problemas graves.

Lothar giró en redondo y dio una seca orden a los agentes que estaban más cerca de él.

—Ustedes: carguen sus armas y acompáñenme al portón.

Vio que algunos de los otros habían tomado sus palabras como orden general de cargar armas. Se oyó el ruido metálico de las cargas colocadas en las carabinas. Lothar se preguntó, por un momento, si debía dar una contraorden, pero el tiempo era vital. Tenía que separar a los líderes de la multitud, pues la violencia estaba a pocos segundos. Algunos de los jóvenes de la vanguardia ya estaban sacudiendo la alambrada y empujando contra ella.

Seguido por sus hombres, marchó hasta el portón y señaló a Raleigh Tabaka.

—A ver, tú —gritó—. Quiero hablar contigo. —Estiró la mano por la abertura cuadrada de junto al candado y aferró al joven por la pechera de la camisa—. Te quiero fuera de ahí —graznó.

Raleigh se echó atrás, atropellando a quienes lo seguían. Amelia dio un grito y asestó un manotazo a la muñeca de Lothar.

—¡Déjelo! ¡No puede hacerle daño!

Los jóvenes que los rodeaban, al ver lo que ocurría, se arrojaron contra la alambrada.

—¡Yii! —gritaban.

Era el grito de guerra; largo, grave, intenso, que ningún guerrero nguni puede resistir. Hizo que la sangre hirviera con la locura del combate y fue repetido por otros.

—¡Yii!

Aquella parte de la multitud que estaba detrás de Raleigh se lanzó hacia delante, cantando el grito de lucha. La cerca se curvó y comenzó a doblarse.

—¡Atrás! —gritó Lothar a sus hombres.

Pero la retaguardia de la muchedumbre ya se adelantaba para ver qué estaba ocurriendo allá delante… y la cerca cedió. Cayó con estruendo. Aunque Lothar dio un salto atrás, uno' de los postes metálicos lo alcanzó de soslayo, derribándolo de rodillas. Ya no había nada que contuviera a la multitud. Las filas de atrás empujaron a las de delante, y éstas, en el patio, pisotearon a Lothar, que forcejeaba para ponerse de pie.

Desde un lado alguien arrojó un ladrillo; el proyectil describió una gran parábola, golpeó el parabrisas de uno de los camiones y lo hizo volar en una lluvia de fragmentos brillantes.

Las mujeres gritaban, a los pies de aquéllos que eran empujados hacia delante por las presiones de la retaguardia. Los hombres forcejeaban para retroceder, en tanto otros les impulsaban a seguir, emitiendo el asesino grito de ¡Yii!, que llevaba a la locura.

Lothar quedó tendido bajo la precipitada marea. Mientras luchaba por levantarse, una lluvia de piedras y cascotes pasó por encima de la alambrada. El joven se puso de pie y logró conservar el equilibrio sólo gracias a su estupenda forma física de atleta, en tanto el torrente de cuerpos frenéticos le obligaba a retroceder. Un poco más atrás, se oyó un sonido fuerte y chirriante, que Lothar no reconoció en un principio. Parecía una vara de acero pasada rápidamente por una hoja de hierro acanalado. Luego, percibió otros sonidos horribles: el múltiple impacto de las balas en la carne viva, como melones maduros que estallan ante los golpes de un garrote pesado.

—¡No! ¡Oh, buen Dios, no! —gritó.

Pero las carabinas de repetición siguieron desgarrando el aire como si fuera seda hecha jirones, ahogando su desesperada protesta. Quiso gritar otra vez:

—¡Alto el fuego!

Pero su garganta se había cerrado. Se ahogaba de espanto.

Hizo otro esfuerzo para dar la orden, por pronunciar las palabras, mas no logró emitir sonido alguno. Sus manos se movieron sin intervención de su voluntad, levantando el arma y retirando el cerrojo del arma para poner la carga. Frente a él, la multitud se abría y giraba. La presión de aquellos cuerpos humanos contra el suyo disminuyó, permitiéndole levantar la carabina hasta la cintura.

Trató de detenerse, pero todo era una pesadilla sobre la cual no tenía control. El arma, en sus manos, se estremeció y zumbó como una sierra sinfín. En fugaces segundos, el cargador de treinta balas quedó vacío, pero Lothar había movido la mira como si fuera una guadaña: la sangrienta cosecha yacía ante él, en el polvo, entre gemidos y patadas.

Sólo entonces se dio cuenta plena de lo que había hecho y recobró el uso de la voz.

—¡Alto el fuego! —aulló, golpeando a los hombres que lo rodeaban para subrayar la orden—. ¡Alto el fuego! ¡Basta, basta!

Algunos de los reclutas más jóvenes estaban volviendo a cargar. Lothar corrió entre ellos asestando golpes con la carabina para impedirlo. Uno de los hombres apostados en uno de los transportes de tropas levantó el arma y disparó otra ráfaga; Lothar subió de un salto al techo de la cabina y le golpeó el cañón del arma hacia arriba haciendo que la última lluvia de balas se disparara al aire polvoriento.

Desde ese sitio, miró por encima la cerca vencida hacia la plaza, donde yacían los muertos y los heridos, y su espíritu se derrumbó.

—Oh, que Dios me perdone. ¿Qué hemos hecho? —sollozó—. Oh, ¿qué hemos hecho?