El Tribunal Supremo de la Provincia del Cabo, en Sudáfrica, se encuentra en un costado de los jardines que Jan van Riebeeck, el primer gobernador de ese territorio, en la década de 1650, diseñó para aprovisionar a los barcos de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. En el lado opuesto de los bellos jardines, se levantan las sedes del Parlamento; las mismas que Moses Gama había tratado de destruir. Por lo tanto, iba a ser juzgado a cuatrocientos metros del escenario de su delito.

El caso despertó intensísimo interés internacional. Una semana antes de que se iniciara el juicio, los equipos de filmación y los grupos de periodistas comenzaron a llegar a Ciudad del Cabo.

Vicky Gama lo hizo en tren, tras un viaje de mil quinientos kilómetros a través del continente, desde Witwatersrand. Iba acompañada por el abogado blanco que defendería a Moses y por más de cincuenta miembros del CNA, entre los más radicales; casi todos ellos tenían menos de treinta años, como ella misma, y muchos eran miembros secretos del Umkhonto we Sizwe, el ala militar del Partido. Entre ellos se contaba Joseph Dinizulu, medio hermano de Vicky; ya tenía casi veintiún años y estudiaba Derecho en Fort Hare, una universidad para negros. Los gastos de todos se cubrían con el dinero que Hendrick Tabaka había dado a Vicky.

Molly Broadhurst se encontró con ellos en la estación de Ciudad del Cabo. Vicky, Joseph y el abogado defensor se hospedarían en su casa de Pinelands durante el juicio; ella misma había conseguido alojamiento para los otros en las poblaciones negras de Langa y Guguletu.

Desmond Blake y Michael Courtney volaron juntos desde Johannesburgo en un vuelo comercial. Mientras el veterano periodista ponía en serios apuros al servicio del bar, Michael se concentraba en su libreta, donde estaba haciendo una lista de lo que debía investigar sobre la historia del CNA y los antecedentes de Moses Gama.

Centaine Courtney-Malcomess estaba esperando el vuelo en el aeropuerto. Para azoramiento de Michael, había ido con dos sirvientes para que cargaran la única maleta de su nieto y la llevaran al «Daimler» amarillo que, como de costumbre, conducía ella misma. Desde la partida de Tara, Centaine había vuelto a hacerse cargo del gobierno de Weltevreden.

—¡Pero el periódico nos ha reservado habitación en el hotel «Atlantic», Nana! —protestó Michael, después de abrazarla como correspondía—. Es muy cómodo: está cerca de los tribunales y de la Biblioteca Nacional.

—Tonterías —dijo Centaine, con firmeza—. El «Atlantic» está lleno de pulgas. Y Weltevreden es tu casa.

—Papá dijo que no se me recibiría más allí.

—Tu padre te echa de menos aun más que yo misma.

Shasa sentó a Michael a su lado, a la hora de cenar, y hasta Isabella quedó casi completamente excluida de la conversación El padre estaba tan impresionado con la súbita madurez del menor de sus varones que, a la mañana siguiente, dio instrucciones a su corredor de Bolsa para que comprara otras cien mil acciones de la empresa propietaria del Golden City Mail.

Manfred y Heidi cenaron en Weltevreden la noche antes de iniciarse el juicio. Mientras tomaban el aperitivo, Manfred expresó su preocupación, compartida por Shasa y Centaine.

—Lo que el departamento fiscal y el juez deben evitar es que los procedimientos degeneren en el juicio, no de un asesino terrorista, sino de nuestro sistema social y nuestro modo de vida. Los cuervos de la Prensa internacional ya se han reunido aquí y están ansiosos de mostrarnos desde el peor ángulo posible. Como de costumbre, querrán distorsionar y representar mal nuestra política del apartheid. ¡Cómo me gustaría tener algún control sobre los; tribunales y la Prensa!

—Ya sabe usted que, en ese punto, no puedo estar de acuerdo —dijo Shasa, cambiando de posición en la silla—. La independencia completa de la Prensa y la imparcialidad de nuestro sistema judicial nos da credibilidad a los ojos del mundo.

—No necesito la conferencia. Soy abogado —señaló Manfred seco.

Resultaba extraño que, a pesar de la relación forzosa y mutuamente beneficiosa, no hubieran podido entablar una verdadera amistad; siempre estaba el antagonismo bajo la superficie, listo para surgir. La tensión tardó un poco en aliviarse al punto de permitirles adoptar una actitud exteriormente cordial. Sólo entonces Manfred pudo decir a Shasa:

—Por fin hemos quedado de acuerdo con el fiscal para que no presente en el tribunal el asunto de la relación entre el acusado y su esposa, Courtney. Aparte de las dificultades que representaría una extradición acordada con Gran Bretaña (es casi seguro que ella pediría asilo político), existe el asunto de esa relación íntima entre un negro y una blanca… —La expresión de Manfred era de profundo asco—. Es repugnante ante todos los principios de la decencia. Si el departamento fiscal sacara a relucir el asunto, su posición no mejoraría; simplemente, daría más material a la Prensa amarilla. No, no nos beneficiaría en absoluto. —Manfred puso un énfasis especial en esta última frase. Era todo lo que necesitaba decir, pero Shasa no lo dejó pasar sin comentario.

—Estoy muy en deuda con usted. Primero, por mi hijo Sean; ahora, por mi esposa.

—Ja, está muy en deuda —asintió Manfred—. Tal vez le exija el pago algún día.

—Eso espero —dijo Shasa—. No me gusta tener deudas sin saldar.

Ante el Tribunal Supremo, ambas aceras estaban colmadas de gente. Los curiosos, apretados hombro contra hombro, desbordaban hacia la calzada, complicando los esfuerzos de los agentes de tráfico por reducir los embotellamientos.

HOY COMIENZA EL JUICIO AL ASESINO DEL PARLAMENTO, rezaba un letrero que colgaba de un poste de alumbrado; por fin, la multitud lo hizo caer.

El gentío se agolpaba más apretadamente ante las columnas de entrada al Tribunal Supremo. Cada vez que llegaba uno de los participantes del drama se producía una oleada de periodistas y fotógrafos. El fiscal del Estado sonreía, saludando con la mano como si fuera un astro cinematográfico; los otros, en cambio, intimidados por la multitud, los flases y las preguntas formuladas a gritos, se escurrían hacia la entrada, donde contaban con la protección policial.

Pocos minutos antes de que el tribunal entrara en sesión, un autobús de alquiler se mezcló en la lenta corriente del tránsito y avanzó hacia la entrada. A medida que se aproximaba, el sonido de las voces era más audible; el hermoso y espectral coro de voces africanas, que subían y bajaban, entretejiendo ese intrincado tapiz que conmueve el oído y estremece a quien lo escucha.

Por fin, cuando el autobús se detuvo frente al Tribunal Supremo, una joven zulú descendió de él. Lucía una túnica holgada, con los colores verde, amarillo y negro, los correspondientes al Congreso Nacional Africano, y llevaba la cabeza envuelta en un turbante de idénticos tonos.

El embarazo había dado a Vicky una plenitud física que destacaba su hermosura natural. Ya no quedaban en ella rastros de la tímida muchacha campesina. Llevaba la cabeza en alto y caminaba con la seguridad y el estilo de una Eva africana.

Los cámaras la reconocieron al instante. Era una oportunidad desacostumbrada, y corrieron con el equipo, a fin de captar la oscura belleza y el sonido de su voz, que entonaba el emocional himno a la libertad.

—Nkosi Sikele i Afrika —Dios salve a África.

Detrás de ella iban los demás, cogidos de la mano y cantando, algunos, blancos, como Molly Broadhurst; otros, indios o mulatos como Miriam y Ben Afrika. Pero casi todos eran de pura sangre africana. Ascendieron en tropel los escalones para llenar la sección de la galería reservada para la gente de color; los que no cupieron en ella inundaron los corredores.

El resto de la sala estaba atestado de periodistas y curiosos; se había separado un sector para los observadores de los cuerpos diplomáticos, y todas las embajadas estaban representadas.

En las entradas al Tribunal había guardias armados. Alrededor del estrado, cuatro oficiales de rango vigilaban. El prisionero era un asesino y un revolucionario peligroso. No era cuestión de correr riesgos.

Sin embargo, Moses Gama, al subir al estrado, no dio la impresión de justificar esos cargos. Durante su encarcelamiento, había perdido peso, pero eso no hacía sino realzar su gran estatura y la anchura de sus hombros. Tenía las mejillas huecas, con lo que los huesos de la cara y de la frente resultaban más salientes, pero se erguía con el orgullo de siempre, con el mentón en alto y aquel fulgor mesiánico en los ojos oscuros.

Su presencia era tan sobrecogedora que pareció tomar inmediata posesión de la sala; se apagaron las exclamaciones y los rumores de curiosidad, debido a un respeto casi tangible. En la parte trasera de la galería, Vicky Dinizulu se levantó de un salto comenzó a cantar; quienes la rodeaban hicieron lo mismo. Moses Gama, al oír aquella hermosa voz, inclinó un poquito la cabeza pero no sonrió ni dio señales de reconocerla.

El cántico de libertad fue interrumpido por un grito:

—¡Stilte in die hof! ¡Opstaan! —¡Silencio en la sala! ¡De pie!

El juez-presidente del Cabo, ataviado con la túnica escarlata como corresponde cuando se enjuicia a un criminal, tomó asiento bajo el dosel tallado.

El juez André Villiers era hombre corpulento, dotado de un elegante estilo judicial. Tenía fama de ser un experto en comidas, buenos vinos y muchachas bonitas. También era célebre por dictar severas sentencias en los casos de crímenes violentos.

Se dejó caer pesadamente en la silla y fulminó a los presentes con una ígnea mirada, mientras se leían los cargos. Sin embargo, sus ojos se detenían momentáneamente en cada mujer; la longitud de esa pausa era proporcional a la belleza de la destinataria. En Kitty Godolphin empleó dos segundos cuanto menos; como ella le obsequiara con su angelical sonrisa de niñita, él entornó apenas los ojos antes de continuar.

Los cargos principales contra Moses Gama eran cuatro: dos por intento de asesinato, uno por asesinato y otro por alta traición: Cada uno de ellos era castigado con la pena capital, pero el acusado escuchó la lectura sin mostrar emoción alguna.

El juez Villiers rompió el expectante silencio que siguió a la lectura.

—¿Cómo se declara ante estos cargos? —preguntó…

Moses se inclinó hacia delante, apoyando ambos puños apretados en la barandilla del estrado. Su voz, aunque baja y llena de desprecio, llegó a todos los rincones del atestado salón.

—Son Verwoerd y su brutal Gobierno quienes deberían hallarse en este estrado —manifestó—. Me declaro inocente.

Moses se sentó y no volvió a levantar los ojos. Mientras tanto, el juez preguntó quién representaba a la Corona y el fiscal se presentó ante el tribunal. Pero cuando Villiers preguntó:

¿Quién representa al acusado?

Antes de que el abogado contratado por Vicky y Hendrick Tabaka pudiera responder, Moses volvió a levantarse.

—Yo mismo —exclamó—. Se me juzga por las aspiraciones del pueblo africano. Nadie puede hablar por mí. Soy el líder de mi pueblo. Responderé por mí y por todos ellos.

Durante unos momentos, hubo gran confusión en la sala; el griterío fue tan ensordecedor que el juez golpeó en vano con su martillo, pidiendo silencio. Al fin, logró hacerse oír.

—Si se produce otra de estas demostraciones de falta de respeto a este tribunal, no vacilaré en hacer desocupar la sala —amenazó.

Se volvió hacia Moses Gama para intentar razonar con él y convencerle de que aceptara una representación legal, pero el acusado se lo impidió.

—Quiero proponer ahora mismo que usted, juez Villiers, se declare incompetente para intervenir en el caso —desafió.

El magistrado de túnica escarlata parpadeó, enmudecido un instante. Por fin, sonrió ante el descaro del prisionero.

—¿En qué se basa para hacer esa solicitud?

—En el hecho de que usted, por ser blanco, no puede ser imparcial y justo para conmigo, hombre negro sometido a las leyes intolerables de un Parlamento en el cual no estoy representado.

El juez sacudió la cabeza, entre exasperado y admirado.

—Voy a denegar su solicitud —dijo—. Y le insto a aceptar los buenos servicios del profesional designado para representarle.

—No acepto esos servicios ni la competencia de este tribunal para condenarme. El mundo entero sabe que eso es lo que ustedes se proponen. Sólo acepto el veredicto de mi pobre pueblo esclavizado y el de las naciones libres del mundo. Que ellos y la historia decidan mi culpabilidad o mi inocencia.

Los periodistas estaban electrizados; algunos representantes como hechizados, no intentaban siquiera anotar esas palabras Ninguno de ellos las olvidaría jamás. Para Michael Courtney, sentado en la última fila de la sección para la Prensa, aquello fue toda una revelación. Había pasado su vida entera entre africanos; su familia les daba empleo a millares; sin embargo, hasta ese momento, nunca había conocido a un negro dotado de tanta dignidad y dueño de una personalidad tan sobrecogedora.

El juez Villiers se hundió en el asiento. Siempre mantenía firme su posición de primera figura del tribunal, arrojando sombras sobre todos los demás, con la implacable autoridad del actor nato. Y ahora se daba cuenta de que acababa de encontrarse con la horma de su zapato. Moses Gama había cautivado toda la atención de los presentes.

—Muy bien —dijo, por fin—. El ministerio fiscal puede proceder a presentar el caso por la Corona.

El fiscal era un maestro en su profesión y tenía un caso infalible. Lo elaboró con minuciosa atención a los detalles, con lógica y habilidad. Fue presentando las pruebas al tribunal, una a una; el cable y el detonador eléctrico, la pistola «Tokarev» y las cargas no utilizadas. Como se consideraba demasiado peligroso permitir que los bloques de explosivos plásticos y los detonadores fueran presentados allí, se entregaron fotografías, que fueron aceptadas, También el arcón, por su tamaño, era imposible de llevar a la sala pero el juez Villiers aceptó igualmente las fotos. Después, mostró las horribles fotografías de la oficina de Shasa, con el cadáver cubierto de Blaine contra la biblioteca y su sangre vertida en la alfombra, los muebles rotos y los papeles dispersos. Centaine apartó la mirada cuando se entregaron las fotografías; Shasa la apretó el brazo, tratando de protegerla de las miradas curiosas.

Una vez presentadas todas las pruebas, el fiscal llamó a su primer testigo:

—Convoco a Mr. Shasa Courtney, honorable ministro de Minería e Industria.

Shasa pasó el resto de ese día y toda la mañana siguiente en el estrado de los testigos, describiendo con todo detalle cómo había descubierto e impedido el plan para hacer estallar el Parlamento.

El fiscal lo llevó a su primer encuentro con Moses Gama, durante su niñez; y mientras Shasa hablaba de aquella relación, Moses levantó la cabeza y, por primera vez desde que le viera subir al estrado, le miró directamente a los ojos. Shasa buscó en vano alguna remota huella de la simpatía que los había unido en otros tiempos. La mirada de Moses Gama era implacable y siniestra.

Cuando el fiscal hubo terminado con Shasa se volvió al acusado.

—Su turno —dijo.

El juez Villiers entró en acción.

—¿Desea interrogar al testigo?

Moses sacudió la cabeza y apartó la vista, pero el juez insistió.

—Esta será su última oportunidad para desafiar o refutar la evidencia presentada por el testigo. Le insto a aprovecharla prontamente.

Moses cruzó los brazos contra el pecho y cerró los ojos, como si durmiera. En el sector de la gente de color se oyeron risas y golpes de pies.

El juez Villiers levantó la voz:

—No haré más advertencias.

Y se hizo silencio ante esa observación.

Durante los cuatro días siguientes, el fiscal fue poniendo a sus testigos en el estrado. Tricia, la secretaria de Shasa, explicó que Moses había entrado en las oficinas disfrazado de chofer y que, el día del asesinato, la había atado de pies y manos. También dijo que le había visto disparar la bala fatídica que mató al coronel Malcomess.

—¿Desea interrogar al testigo? —preguntó el juez Villiers. Esa vez, Moses no se dignó siquiera levantar la vista.

Un ingeniero en electricidad describió el equipo incautado e identificó el transmisor, estableciendo su origen ruso. Un experto en explosivos explicó al tribunal el poder destructivo de los explosivos plásticos puestos bajo los bancos oficialistas.

—En mi opinión, esa carga habría bastado para destruir totalmente la sala de sesiones y los cuartos adyacentes. Habría asesinado a todos los presentes en la cámara principal, sin duda alguna, y a casi todos los que estuvieran en el vestíbulo y en las oficinas circundantes.

Cuando cada testigo hubo concluido su declaración, Moses se negó a interrogarle. Al terminar el cuarto día, la Corona había presentado su caso. El juez Villiers ordenó un descanso, con una última apelación al prisionero:

El lunes, cuando la Corte vuelva a reunirse, se le pedirá que conteste a los cargos establecidos contra usted. Debo insistir una vez más sobre la gravedad de esas acusaciones y señalarle, Mr. Gama, que su vida está en juego. Una vez más, le insto a aceptar los servicios de un asesor legal.

Moses Gama sonrió con desdén.

Aquella noche, la cena en Weltevreden fue un episodio sombrío. El único que no se dejaba afectar por los acontecimientos del día era Garry, quien había viajado en el Mosquito desde la mina de «Silver River» para pasar allí el fin de semana.

Mientras el resto de la familia permanecía en silencio, cada uno meditando sobre lo ocurrido en esos últimos días y el papel desempeñado en ellos, Garry se dedicaba a presentar, entusiasta, a Centaine y a Shasa su último proyecto para reducir los costos de explotación.

—Los accidentes nos cuestan mucho dinero en producción perdida. Admito que, en los dos últimos años, nuestro nivel de seguridad ha estado por encima de lo normal en esta industria, pero si reducimos los accidentes a uno cada cien mil turnos, reduciremos nuestro costo total de producción en más de un doce por ciento. Eso equivale a veinte millones de libras anuales. Por añadidura, podríamos obtener mayores ventajas al contar con la satisfacción y la cooperación del trabajador. He procesado todas estas cifras con la computadora.

Los ojos de Garry centellearon tras los cristales al mencionar esa parte de los equipos. Dave Abrahams y el gerente general de la mina habían informado que Garry solía pasarse noches enteras en alguna terminal de la nueva «IBM», instalada, al fin, por la empresa.

«Ese muchacho maneja la máquina tan bien como cualquiera de nuestros operadores o mejor aún. Es capaz de hacer que dé 194 patadas y silbe el himno nacional». David Abrahams no había tratado de ocultar su admiración. Shasa, en un intento de disimular su orgullo paternal, había comentado: «Pues veremos qué himno le enseña el año que viene, cuando nos convirtamos en república».

—Oh, Garry, qué aburrido te has puesto —lo interrumpió Isabella—. Tanto hablar de toneladas y centavos… y durante la cena para colmo. No me extraña que no consigas novia.

—Por primera vez en la vida, Bella tiene razón —observó Centaine, serenamente, desde el otro extremo de la mesa—. Bastante por esta noche, Garry. Ahora, no puedo concentrarme. Creo que ésta ha sido una de las peores semanas de toda mi vida: tener que observar a ese monstruo, con la sangre de Blaine en las manos, desafiándonos y burlándose de nuestra justicia. Amenaza con desgarrar toda la estructura del Gobierno, con hundirnos a todos en la anarquía, en el mismo salvajismo que reinaba en África antes de que los blancos llegaran. Y ahora se ríe de nosotros desde el estrado. Lo odio. Nunca he odiado a nadie en mi vida como odio a ese hombre. Todas las noches pido a Dios que lo ahorquen.

De pronto, fue Michael quien respondió:

—Sí, lo odiamos, Nana. Lo odiamos porque le tenemos miedo, y le tenemos miedo porque no lo comprendemos, ni tampoco a su pueblo.

Todos lo miraron, estupefactos.

—¡Cómo que no lo entendemos! —se extrañó Centaine—. Hemos pasado toda la vida en África. Los entendemos mejor que nadie.

—No lo creo, Nana. Me parece que, si realmente lo comprendiéramos, si hubiéramos escuchado lo que ese hombre quería decir, hoy Blaine estaría con nosotros. Creo que podría haber sido nuestro aliado, en vez de convertirse en nuestro enemigo mortal. Creo que Moses Gama podría haber sido un ciudadano útil y altamente respetado, no un prisionero sobre quien pesa una condena a muerte.

—¡Qué ideas tan extrañas has recogido en ese periódico! ¡Ese hombre asesinó a tu abuelo! —dijo Centaine, echando una mirada a Shasa.

Su hijo la interpretó con facilidad; significaba: «Tenemos otro problema entre manos. Pero Michael proseguía, sin prestar atención:

—Moses Gama morirá en la horca; creo que todos lo sabemos. Pero sus palabras y sus ideas seguirán vivas. Ahora sé porqué quise ser periodista. Sé qué debo hacer. Tengo que explicar esas ideas a la gente de esta tierra, enseñarles que son justas, dignas, no peligrosas. En esas ideas hay esperanzas de que sobrevivamos como nación.

—Me alegro de haber despedido a los sirvientes —lo interrumpió Centaine—. Nunca pensé que oiría palabras como éstas en el comedor de Weltevreden.

Vicky Gama esperó más de una hora en la sala de visitas de la prisión; en tanto los guardias examinaban el contenido del Paquete que había llevado consigo, tratando de decidir si se le permitía o no entregarlo al prisionero.

—Son sólo ropas —señaló Vicky, razonablemente.

—Pero no ropas comunes —protestó el oficial de guardia.

—Es el atuendo tradicional en la tribu de mi esposo. Tiene derecho a usarlo.

Por fin, se llamó al alcaide de la prisión para que sirviera de árbitro. Cuando él dio el esperado permiso, Vicky se quejó:

—Sus hombres se han mostrado deliberadamente rudos conmigo.

El sonrió, sarcástico.

—Me gustaría saber cómo nos tratarán ustedes, señora, si los del CNA toman algún día el poder. No creo que tengan siquiera la cortesía de juzgarnos antes de masacrarnos en las calles, como su esposo trató de hacer.

Al recibir el paquete, bajo la mirada atenta de cuatro guardianes, Moses preguntó:

—¿De quién ha sido la idea?

—Mía, pero Hendrick ha pagado las pieles y sus esposas lo han cosido.

—Eres una mujer inteligente y esposa abnegada —la elogió Moses.

—Tú eres un gran jefe, mi señor, y es adecuado que te presentes con las ropas correspondientes a tu cargo.

Moses desplegó el manto de leopardo, pesado y lustroso, sembrado con rosetas de marta.

—Has comprendido —asintió—. Has sabido ver la necesidad de usar los tribunales del blanco como escenario desde el que gritar al mundo nuestras ansias de libertad.

Vicky bajó los ojos y la voz.

—No debes morir, mi señor. Si mueres, la mayor parte de nuestro sueño de libertad morirá contigo. ¿No vas a defenderte por mí, por nuestro pueblo?

—No, no moriré —le aseguró él—. Las grandes naciones del mundo no permitirán que así sea. Gran Bretaña ya ha puesto claro su posición y Estados Unidos no puede permitir que me ejecuten, pues también allá existe la lucha de la gente de color.

—No creo en el altruismo de las grandes naciones —dijo Vicky, suavemente.

—Confía, entonces, en que cada una defienda sus propios intereses. Y confía en mí.

Cuando Moses Gama se irguió ante el tribunal, con el manto dorado y negro hecho con pieles de leopardo, fue como si se alzara una reencarnación de algún antiguo rey negro. Él concentró la atención de todos.

—No llamaré a ningún testigo —dijo, con gravedad—. Sólo pronunciaré una declaración desde el estrado. Es todo lo que pienso hacer para cooperar con este remedo de justicia.

El fiscal se levantó inmediatamente.

—Su Señoría, debo señalar…

—Gracias —le interrumpió el juez Villiers, en tono helado—. No necesito que se me diga cómo manejar este juicio.

El fiscal se hundió otra vez en el asiento, sin dejar de balbucear protestas inarticuladas. Pesadamente, el juez de túnica escarlata volvió su atención a Moses Gama.

—Lo que el ministerio fiscal trata de decirme es que debo aclarar algo ante usted; si no toma el asiento del testigo y presta juramento, si no se somete a interrogatorio, lo que usted diga tendrá muy poca importancia en los procedimientos.

—¿Un juramento ante el Dios del blanco, en esta sala, con un juez blanco y un fiscal blanco, con testigos blancos por parte de la acusación y policías blancos ante la puerta? No me someteré a ese tipo de justicia.

El juez Villiers meneó la cabeza con expresión melancólica y extendió las manos con las palmas hacia arriba.

—Muy bien, ya se le había advertido sobre las consecuencias. Proceda con su declaración.

Moses Gama guardó silencio durante un largo rato. Luego, comenzó suavemente:

—Había una vez un muchachito que vagaba alegre por una tierra hermosa; bebía de claros y dulces ríos, escuchaba con placer el trinar de los pájaros y estudiaba los brincos del venado, los movimientos de todos los seres silvestres. Ese pequeño cuidaba los rebaños de su padre y, por la noche, se sentaba junto al fuego para escuchar las leyendas de los grandes héroes de su pueblo: Bambata, Sekhukhuni y el poderoso Chaka.

»Este chiquillo creía ser miembro de un pueblo apacible, dueño de la tierra en donde vivía, libre de mudarse a donde deseara, con regocijo y confianza. Un día, cuando tenía nueve años, un ser extraño llegó al kraal en donde él vivía: una criatura de cara rojiza y modales señoriales. El niño notó que su pueblo tenía miedo; hasta su padre y su abuelo tenían miedo, aunque eran jefes de la tribu. El pequeño nunca los había visto tan asustados.

No se oía ruido alguno en la sala atestada. Moses Gama describió la pérdida de su inocencia y el modo en cómo había aprendido las amargas verdades de su existencia. Describió su aturdimiento al comprender que el universo por él conocido era una ilusión. Les habló de su primer viaje al mundo exterior, donde había aprendido que, por tener la piel negra, había sitios a los que su existencia estaba limitada.

Cuando fue a las ciudades del blanco descubrió que no podía caminar por las calles después del toque de queda sin un pase; que no podía vivir fuera de las áreas que habían sido fijadas para su pueblo, en las afueras de la ciudad; y, lo más importante: descubrió que no podía asistir a las escuelas del blanco. Aprendió que, en casi todos los edificios públicos, había otra entrada distinta para él, que existían ciertos oficios a los cuales no tenía acceso y que, en casi todos los sentidos, se lo consideraba diferente e inferior, condenado por la pigmentación de su piel a permanecer siempre en el último peldaño de la existencia.

Sin embargo, sabía que él era un hombre como todos, con las mismas esperanzas y los mismos deseos. Sabía que su corazón latía con idéntica fiereza, que su cuerpo tenía la misma fuerza, que su cerebro era tan brillante y rápido como el de cualquiera. Decidió que, para elevarse por encima del puesto que le había sido asignado en la vida, debía usar el cerebro en vez de emplear el cuerpo a la manera de las bestias de carga, como casi todo su pueblo se veía forzado a hacer.'

Buscó los libros del hombre blanco y descubrió, atónito, que los héroes de su pueblo eran descritos en ellos como salvajes," ladrones de ganado y rebeldes traidores. Hasta los más comprensivos y caritativos de los autores por él consultados se referían a su pueblo considerándolo como un grupo de niños, incapaces de pensar por sí mismos y necesitados de severa protección, a quienes debía impedírseles que tomaran parte en las decisiones que gobernaban sus vidas.

Describió cómo había comprendido, por fin, que todo eso era una monstruosa mentira. Que él no era diferente, que no estaba sucio ni contaminado ni era infantil por el hecho de tener la piel negra. Comprendió entonces con qué propósito había sido puesto en esta tierra.

—Terminé por comprender que mi vida era la lucha contra la injusticia —dijo, simplemente—. Comprendí que debía llevar la comprensión a los blancos que me gobernaban.

Narró el fracaso de todos sus intentos por hacerse escuchar. Señaló que todos los intentos de su pueblo habían provocado leyes más salvajes y draconianas, opresiones más feroces.

—Por fin, debí aceptar que sólo me quedaba un camino: tomar las armas y golpear en la cabeza de la serpiente cuya ponzoña estaba envenenando y destruyendo a mi pueblo.

Guardó silencio; el público, que le había escuchado en total y rígido mutismo la mayor parte de la mañana, lanzó un suspiro y se agitó en sus asientos. En cuanto Moses Gama extendió los brazos, la atención fue otra vez absoluta.

—Todo hombre tiene el deber sagrado y justo de proteger del tirano a su familia y a su nación, de luchar contra la injusticia y la esclavitud. Cuando lo hace, se convierte en guerrero, no en criminal. Desafío al juez y a este tribunal de justicia de blancos a que me traten como soldado y prisionero de guerra. Pues como tal me considero.

Moses Gama se envolvió en sus pieles de leopardo y tomó asiento, dejando a todos estremecidos y en silencio.

El juez Villiers había escuchado todo el discurso con el mentón apoyado en la mano y los ojos entornados por la concentración. Por fin, dejó caer la mano y se inclinó para clavar en el prisionero una mirada ardorosa.

—Usted asegura ser el líder de su pueblo.

—Sí —respondió Moses Gama.

—Todo líder es elegido. ¿Cómo fue elegido usted?

—Cuando un pueblo oprimido no tiene voz, los líderes se adelantan por propia voluntad para hablar en su nombre —contestó Moses.

—En ese caso, usted es una persona que se ha proclamado líder a sí mismo —manifestó el juez, serenamente—. Y su decisión de declarar la guerra a nuestra sociedad ha sido tomada por cuenta propia. ¿Correcto?

—Estamos dedicados a una guerra colonial de liberación —respondió Moses—. Como nuestros hermanos de Argelia y Kenia.

—Entonces, ¿usted aprueba los métodos de los mau mau?

—Su causa era justa; por lo tanto, sus métodos, cualesquiera que hayan sido, fueron justos.

—¿El fin justifica los medios… cualquier medio?

—La lucha por la liberación lo es todo; en el nombre de la libertad, todo acto queda sacrificado.

—La matanza y la mutilación de inocentes, de mujeres y niños, ¿también están justificadas?

—Si un inocente debe morir para que otros mil obtengan la libertad, está justificado.

—Dígame, Moses Gama: ¿cree usted en la democracia, en el concepto de que a cada hombre le corresponde un voto?

—Creo que todo hombre debe tener un voto para elegir a los líderes de la nación.

—Y una vez que los líderes hayan sido elegidos, ¿qué debe pasar?

—Creo que el pueblo debe someterse a la sabiduría de los líderes elegidos.

—Un Estado unipartidario, con un presidente de por vida.

—Ese es el sistema africano —concordó Moses Gama.

—También el sistema de los marxistas —observó el juez Villiers con sequedad—. Dígame, Moses Gama: ¿por qué un gobierno totalitario negro ha de ser superior a un gobierno totalitario blanco? —Por voluntad de la mayoría.

¿Y la sanción de su pueblo, de la cual solo usted tiene noticia, lo convierte en un santo cruzado, por encima de las leyes del hombre civilizado?

—En esta tierra no hay tales leyes, pues los hombres que hacen las leyes son bárbaros —declaró suavemente Moses Gama.

El juez Villiers no tenía más preguntas que hacer.

Veinticuatro horas después, el presidente de la Corte Suprema André Villiers, pronunció su sentencia ante una corte acallada y expectante.

—El caso presentado por la Corona contra el acusado descansa en la consideración de cómo reacciona el individuo ante lo que percibe como injusto. Eso lleva a la cuestión del derecho o el deber del individuo en cuanto a resistirse a las leyes que considera injustas o malas. He debido tener en cuenta qué lealtad debe una persona a un Gobierno elegido por un procedimiento del que se lo excluyó por completo; más aún: un Gobierno que se ha embarcado en un programa legislativo que apartará deliberadamente a esa persona de casi todos los derechos, privilegios y beneficios de la sociedad de la que forma parte…

El juez Villiers pasó casi una hora analizando esa proposición, para resumir finalmente:

—Por lo tanto, he llegado a la conclusión de que no existe+ obligación de lealtad hacia un Estado que le niega al individuo el derecho democrático básico de la representación. En consecuencia, considero al acusado inocente del cargo de alta traición.

Se oyó un vigoroso bramido de todos los presentes. En el sector para la gente de color había bailes y cantos. El juez los observó durante casi un minuto, y aquéllos que lo conocían bien se asombraron de esa tolerancia. Pero las facciones del juez estaban contraídas por una compasión desacostumbrada. Con tremenda tristeza, tomó su martillo para silenciarles.

Después siguió hablando:

—Paso ahora a las otras acusaciones —siguió el juez— las de asesinato e intento de asesinato. Con la ayuda de los testigos más eminentes y dignos de confianza, la Corona ha presentado un caso que el acusado no trató de desmentir. Acepto que el acusado colocó una gran cantidad de explosivos en la sala de sesiones del Parlamento sudafricano, con intenciones de hacer estallar esa carga durante el discurso del Primer Ministro, infligiendo así el mayor daño posible y causando un gran número de muertes. Acepto también que, al descubrirse ese plan, asesinó al coronel Blaine Malcomess e, inmediatamente, trató de hacer lo mismo con el ministro Courtney.

El juez hizo una pausa y volvió la mirada hacia Moses Gama, que permanecía impasible en el estrado, siempre con sus pieles de jefe.

—El acusado ha dicho, a manera de defensa, que es soldado de una guerra de liberación y que, por lo tanto, no está sujeto a la ley civil. Aunque ya he expresado mi comprensión de las aspiraciones del acusado y del pueblo negro a quien asegura representar, no puedo aceptar su exigencia de ser tratado como prisionero de guerra. Es un ente particular que, a plena conciencia de las consecuencias de sus actos, inició la oscura senda de la violencia, decidido a infligir la destrucción más grande que fuera posible y de la manera más indiscriminada. Por lo tanto, y sin la menor vacilación: encuentro al acusado culpable de asesinato y de dos intentos de asesinato.

No había ruido alguno en la sala.

—Que el prisionero se ponga de pie para escuchar la sentencia —continuó el juez Villiers con suavidad.

Moses Gama, lentamente, se irguió en toda su estatura y miró al juez con aire imperial.

—¿Desea usted decir algo antes de que se dicte sentencia? —preguntó el juez.

—Esto no es justicia. Ambos lo sabemos… y así lo registrará la historia.

—¿Desea decir algo más?

Como él sacudiera la cabeza, el juez entonó:

—Habiéndolo declarado culpable de los tres cargos principales, he estudiado detenidamente si existían en su caso circunstancias atenuantes… y he acabado por determinar que no hay ninguna. No tengo más alternativa que imponerle la pena máxima fijada por la ley. Por los cargos restantes, tomados en conjunto y por separado, Moses Gama, queda sentenciado a la muerte por ahorcamiento.

El silencio se prolongó por un momento más. De pronto, desde la parte trasera de la sala se elevó una voz de mujer, en penetrante ulular: el desolador gemido del duelo africano. Fue imitado de inmediato por todas las negras presentes, sin que el juez Villiers intentara silenciarlo.

Moses Gama, desde el estrado, elevó un puño cerrado por sobre su cabeza.

—¡Amandla! —rugió.

Y su pueblo le respondió en una sola voz:

—¡Ngawethu! ¡Mayibuye! ¡Afrika!

Manfred De La Rey ocupaba un alto asiento en el palco reservado para los espectadores más importantes. Cada asiento había sido vendido con varias semanas de anticipación. En derredor del campo, el espacio para presenciar de pie el espectáculo estaba de bote en bote.

Toda esa gente se había reunido para uno de los principales acontecimientos del calendario deportivo: el enfrentamiento entre los equipos de rugby de la provincia del Sudoeste y el Transvaal del norte. Estaba en juego la «Copa Currie», trofeo por el cual todas las provincias de Sudáfrica competían anualmente en un torneo selectivo. El fanatismo que provocaba el certamen entre sus aficionados iba mucho más allá de la mera competencia deportiva.

Manfred miró alrededor con una sonrisa sardónica. El inglés Macmillan había dicho que el de su pueblo era el primero de los nacionalismos africanos. Si eso era correcto, aquel juego era uno de los principales ritos tribales, el que unía y reafirmaba a los afrikaners como entidad cohesiva. Ningún foráneo podría apreciar la importancia del rugby en su cultura. Aunque hubiera sido creado en una escuela privada inglesa, casi ciento cincuenta años antes, era demasiado bueno para los rooinekk; hacía falta un afrikaner para comprenderlo y jugarlo desarrollando todo su potencial.

Por otra parte, considerarlo juego era como considerar un juego a la política o a la guerra. Era más, mil veces más. Sentarse entre los suyos, formar parte del inmenso espíritu del pueblo afrikaner, le inspiraba el mismo respeto religioso que sentía en medio de la grey reunida en la Iglesia Holandesa Reformada, cuando desfilaba con la multitud ante el gran monumento a Voortrekker, levantado en las colinas, por encima de la ciudad de Pretoria. En el aniversario de la Alianza con Dios, todos los años su pueblo se reunía allí para celebrar la victoria que el Todopoderoso les había otorgado contra Dingaan, el rey zulú, en la batalla del Río de Sangre.

Como correspondía a una ocasión como ésa, Manfred lucía blazer verde con ribetes dorados y el emblema del corzo bordado en el bolsillo, con la leyenda: «Boxeo 1936». No importaba que los botones ya no cerraran sobre su digna panza; de cualquier modo, lo vestía con orgullo.

Y ese orgullo aumentaba infinitamente al mirar hacia el terreno de juego. El césped estaba quemado por las heladas del invierno, pero el sol de la pradera daba a todo una cualidad lúcida, permitiendo que Manfred distinguiera todos los detalles de las facciones de su amado hijo, que ocupaba el centro del campo.

El suéter de lana azul no llegaba a ensombrecer el magnífico torso de Lothar De La Rey; antes bien, lo destacaba, revelando los duros músculos del pecho y el vientre. Sus piernas desnudas eran fuertes, pero también largas y bien torneadas. El cabello, corto y rubio, ardía como fuego bajo el sol de la pradera.

Lothar inclinó lentamente la cabeza, como en oración; en el atestado palco se hizo el silencio. No se oía ni un suspiro de aquellas cuarenta mil gargantas. Las cejas oscuras de Lothar se fruncieron en total concentración.

Levantó los brazos poco apoco, extendiéndolos como alas de halcón en el momento de alzar el vuelo, hasta que quedaron a la altura de sus hombros, en un gesto extrañamente gracioso. Levantó todo el peso del cuerpo en la punta de los pies, haciendo que los grandes músculos de sus muslos se endurecieran y cambiaran de forma… y echó a correr.

Corría con los saltos del chita, levantando mucho las rodillas para impulsar todo el cuerpo hacia delante. Detrás de él, el césped iba quedando herido por el poder de los tacones de sus botas. En el inmenso silencio, su fuerte respiración, sincronizada con aquellos largos pasos elásticos, llegaba hasta el asiento de Manfred:

La pelota de cuero, marrón y ovalada, se balanceaba sobre un extremo. Lothar aceleró el paso, al acercarse, sin que su cuerpo perdiera el perfecto equilibrio. El puntapié fue una continuación de aquella marcha larga y poderosa; su pierna derecha salió disparada en el momento justo en que la punta de su pie tocaba la pelota. El peso del cuerpo estaba tan echado hacia delante que la pierna giró hacia arriba en una parábola hasta que la bota, con la punta extendida como la de un bailarín, quedó más alta que su cabeza, con los dos brazos extendidos hacia delante para mantener el gracioso equilibrio. La pelota se deformó toscamente ante el brutal impacto de la patada, aunque volvió a recobrar su forma en el vuelo y se elevó en una trayectoria plana hacia los dos altos postes de meta que marcaban el extremo del campo. Sin girar ni moverse, voló con un movimiento estable como el de una flecha.

Sin embargo, los espectadores lanzaron un hondo suspiro al comprender que había apuntado demasiado a la derecha. Aunque la potencia de aquel enérgico puntapié la había elevado por encima del palo transversal, no iba a pasar por entre los dos verticales. Manfred se puso de pie y exclamó su tormento, junto con otros cuarenta mil aficionados.

Si fallaba, la derrota sería ignominiosa; si la pelota pasaba entre los postes blancos habrían ganado una victoria, dulce y famosa por un solo punto.

El balón se elevó aún más, fuera de la protección del terreno de juego, y, entonces, el viento intervino. Lothar había estudiado las banderas del palco antes de iniciar la carrera. El viento hizo girar la pelota hacia adentro, con suavidad, pero no bastaría, oh buen Dios, no alcanzaría. Sin embargo, la pelota fue perdiendo gradualmente ímpetu y potencia al llegar al cenit de su trayectoria. A medida que su velocidad era menor, el viento la tomó a su cargo, desviándola cada vez más a la izquierda. El gruñido de Manfred se convirtió en un rugido de deleite al ver que caía por el centro mismo de los postes, rozando el horizontal blanco. El agudo silbato del árbitro señaló el fin del partido.

Junto a Manfred, Roelf Stander, su amigo de la niñez, le palmoteaba la espalda en un gesto de felicitación.

—¿No te dije, hombre? ¡Es candidato seguro a la selección nacional, como su padre!

En el campo, los del equipo habían rodeado a Lothar, rivalizando por abrazarlo; desde los palcos, llegaba una ola de espectadores dispuestos a llevarlo a hombros.

—Ven, vayamos a los vestuarios.

Manfred tomó a su compañero del brazo, pero no fue tan fácil. Cada pocos pasos les detenían quienes deseaban felicitarle por su hijo. Manfred, sonriente, les estrechaba la mano. Todo eso era parte de su vida; hasta su alma se alimentaba de la adulación y del enorme respeto que todos le mostraban, incluso los más ricos y famosos. Ese día, sin embargo, le fastidiaba que lo mantuvieran apartado de su hijo.

Por fin, cuando llegaron a los vestuarios, la multitud que colmaba el corredor exterior se abrió como por milagro ante ellos. Aunque a otros les estaba prohibida la entrada, a ellos les hicieron pasar respetuosamente a una sala ruidosa y llena de vapor, que olía a ropa sudada, a orina rancia y a cuerpos masculinos acalorados.

Lothar se hallaba en el centro de una muchedumbre de hombres desnudos, que cantaban y forcejeaban en ruda camaradería. Al ver a su padre, se apartó de todos para ir de inmediato hacia él, vestido sólo con un par de shorts manchados de hierba, reluciente de sudor. En la mano llevaba una botella de cerveza. Su rostro estaba arrebatado de orgullo triunfal.

—Hijo mío… —Manfred alargó la mano derecha y Lothar se la estrechó con júbilo—. Hijo mío.

Pero la voz le falló y la vista se le nubló de orgullo. Sacudió la mano de su hijo, atrayéndolo de un tirón contra su pecho, y lo estrechó con fuerza, sin vergüenza, aunque el sudor de Lothar le manchaba la camisa y sus compañeros de equipo bramaban de placer.

Manfred, Roelf Stander y Lothar volvieron a casa en el nuevo «Cadillac» del ministerio, felices como colegiales. Sonreían y se abrazaban, cantando viejas estrofas subidas de tono, características del rugby. Cuando un semáforo los detuvo, antes de entrar en la corriente principal del paseo Jan Smuts, que los llevaría a Pretoria a lo largo de cuarenta y cinco kilómetros de praderas, dos pilluelos negros corrieron peligrosamente entre los vehículos. Uno de ellos echó un vistazo por la ventanilla del «Cadillac», con una sonrisa descarada, y mostró a Manfred un ejemplar del Mail, extraído de entre los que llevaba bajo el brazo.

Manfred iba a despedirle con un gesto de impaciencia, pues el Mail era basura inglesa, pero vio los titulares: «Apelación denegada: el asesino del Congreso será ahorcado». Entonces, bajó el cristal de la ventanilla y arrojó una moneda al niño.

Pasó el periódico a Roelf Stander sin soltar el volante, con una orden seca:

—Léemelo.

Esta mañana, el Tribunal de Apelaciones de Bloemfontein rechazó la petición de apelación de Moses Gama por su condena por asesinato e intento de asesinato. Ha sido confirmada la fecha para la ejecución.

—Ja, goed.

Aunque Manfred escuchaba con el entrecejo fruncido por la concentración, su alivio era intenso. A lo largo de aquellos meses, los periódicos, y el público en general, habían llegado a aceptar el caso de Gama como algo vinculado con Manfred De La Rey. El hecho de que él hubiera efectuado el arresto personalmente y su puesto de ministro del Interior se habían combinado, haciendo que el caso se convirtiera, en la imaginación pública, en medida de la fortaleza y eficiencia de la fuerza policial y del poder personal de Manfred.

El «Volk afrikaner» exigía de sus líderes, por sobre todas las cosas, fuerza y decisión. Ese caso con su aterrador mensaje de peligro negro y revolución sanguinaria, había invocado intensísimos sentimientos de inseguridad en todo el país. La gente quería tranquilizarse, comprobar que estaba en buenas manos. Manfred, con su certero instinto político, se había dado cuenta de que ello haría rodar el dado de su futuro.

Por desgracia, habían surgido complicaciones en lo que debió haber sido un asunto de justicia y veloz castigo. El hecho de que el juez del Tribunal Supremo hubiera rechazado el cargo de alta traición, con ciertos comentarios controvertidos y mal pensados sobre el deber de lealtad individual en un Estado en donde no se tiene representación directa, había sido tomado muy en cuenta por la Prensa extranjera. Aquello atrajo la atención de los liberales izquierdistas y los bolcheviques del mundo occidental. En América, los barbados hippies y los universitarios comunistas habían formado comisiones para salvar a Moses Gama; se organizaban manifestaciones ante la Casa Blanca y la Embajada de Sudáfrica. En Inglaterra, se habían producido actos parecidos ante la Embajada de Sudáfrica, organizados por bandas de inspiración y financiación comunista, compuestos por negros expatriados y algunos revoltosos blancos. El Primer Ministro británico había convocado al alto comisionado sudafricano para consulta con él. El presidente Eisenhower había dado instrucciones a su embajador en Pretoria para que hablara con Hendrik Verwoerd y solicitara clemencia para el condenado.

El Gobierno sudafricano se había mantenido firme en el rechazo de estas apelaciones. El asunto correspondía a la justicia; el poder ejecutivo no debía interferir. Sin embargo, se sabía que el Tribunal de Apelaciones solía permitirse ocasionales demostraciones de compasión o caer en oscuras dialécticas leguleyas, que equivalían a accesos de pensamiento independiente, mal ajustados a la dura tarea de la Policía y a las aspiraciones del «Volk afrikaner».

Misericordiosamente, por esa vez, Sus Señorías no habían tomado decisiones extrañas. En aquel pequeño cuarto verde de la cárcel de Pretoria, un nudo corredizo esperaba a Moses Gama, que pasaría a la eternidad, el sitio hacia el cual había deseado despachar a los jefes de la nación.

—Ja goedl ¡Ahora lee el editorial! —ordenó Manfred a su amigo.

El Golden City Mail era uno de los periódicos angloparlantes, liberal hasta para ese sector de Prensa. Manfred no lo habría comprado nunca de obedecer a sus preferencias, pero estaba dispuesto a diluir su ceñuda satisfacción por el veredicto, con la irritación de escuchar la erudición izquierdista del diario.

Roelf Stander hizo crujir las páginas y carraspeó.

—«Nace un mártir» —leyó.

Manfred soltó un gruñido colérico.

Cuando Moses Gama muera en la horca del verdugo, se convertirá en el mártir más importante de la historia del pueblo negro en su lucha por la liberación.

La elevación de Moses Gama no se deberá a su elocuencia ni al sobrecogedor poder de su presencia; Antes bien, será por la simple razón de haber planteado una pregunta tan grave y fatídica que, por su misma naturaleza, no puede ser respondida por un solo tribunal legal. La respuesta yace, antes bien; en el corazón de la humanidad misma. Pues esa pregunta apunta a la base misma de la' existencia humana sobre la tierra. Simplemente, planteada, es ésta: ¿está justificado que el hombre a quien se priva de medios pacíficos y legales para afirmar sus derechos humanos básicos, recurra, en último término, a la violencia?

Manfred resopló:

—Basta ya. No sé para qué te he pedido que me la leyeras. Es tan previsible… Si los salvajes negros degüellan a nuestros hijos y les comen los hígados crudos; siempre habrá rooinekk que nos castigarán por no haberles dado sal para el festín. No escucharemos más de eso. Busca la página de deportes. A ver qué dicen sobre Lothie y sus mannen, aunque dudo que estos souties conozcan la diferencia entre una boñiga y un balón de rugby.

Cuando el «Cadillac» entró por el largo camino que llevaba a la residencia oficial de Manfred, en el elitista suburbio de Waterkloof, había una muchedumbre de familiares y amigos ante la piscina, en el extremo de los amplios prados. Los más jóvenes acudieron a la carrera para abrazar a Lothar.

—¡Lo escuchamos por la radio! —exclamaban, reclamando un turno para darle un beso y un abrazo—. Oh, Lothie, has estado maravilloso.

Cada una de sus hermanas lo tomó de un brazo, mientras las amigas y las muchachas Stander se apretaban en derredor para escoltarle a la piscina, donde las mujeres mayores esperaban para felicitarle.

Lothar se acercó primero a su madre. Mientras se abrazaban, Manfred los observó, con indulgente orgullo. ¡Qué bella era su familia! Heidi seguía siendo una mujer magnífica; nadie habría podido pedir esposa más abnegada. Ni una sola vez, en tantos años, se había lamentado de su elección.

—Amigos míos, familia, todos vosotros, mis seres queridos —pronunció, levantando la voz.

Se volvieron hacia él, cayendo en silenciosa expectación. Manfred era muy buen orador y ellos, como nación, eran susceptibles a la oratoria y a las bellas palabras, pues estaban constantemente expuestos a ellas, desde el púlpito a la plataforma política; desde la cuna a la tumba.

—Cuando contemplo a este joven, que es mi hijo, a este estupendo sudafricano y a nuestros otros jóvenes, entonces sé que no necesito preocuparme por el futuro de nuestro Volk —proclamó, con voz sonora.

Sus gentes respondieron instintivamente con aplausos y gritos de ¡Hoor, hoor! Entre ellos, había una, por lo menos, a quien su arte no cautivaba por completo: Sarah Stander. Aunque sonreía y asentía, el estómago le daba vueltas y la garganta le ardía con el ácido del amor rechazado.

Allí, sentada en ese jardín encantador, observaba al hombre al que había amado más allá de la vida misma, al que hubiera dedicado cada momento de su existencia; el hombre a quien había entregado su cuerpo aniñado y el tierno capullo de su virginidad, el hombre cuya simiente había recibido gozosa en su vientre. Aquella antigua pasión, ya rancia, cambió de forma y textura para convertirse en duro y amargo odio. Escuchó a Manfred, que alababa a su esposa, y comprendió que ella tendría que haber estado en ese lugar, que esas alabanzas habrían debido ser sólo para ella. Era ella quien debería acompañarle, para compartir triunfos y logros.

Vio que Manfred abrazaba a Lothar y, con el brazo echado sobre sus hombros, elogiaba a su primogénito ante todos ellos, sonriente de orgullo al recitar sus virtudes. Y Sarah Stander les odió a ambos, al padre y al hijo, porque Lothar De La Rey no era el primogénito.

Volvió la cabeza hacia Jakobus, que permanecía de pie en los márgenes del grupo, tímido y discreto, pero tan apuesto como el dorado atleta. Jakobus, el hijo de los dos, tenía las cejas oscuras y los pálidos ojos topacio de todos los De La Rey, y Manfred hubiera debido darse cuenta, de no ser ciego. Jakobus, tan alto como Lothar, no poseía la fuerte estructura ósea de su medio hermano, ni sus capas de músculos ondulantes. Su cuerpo era atractivamente frágil; sus facciones no tenían la misma virilidad deslumbrante; era un rostro de poeta, sensible y dulce.

La expresión de Sarah se tornó soñadora y suave al recordar su concepción. Ella había sido entonces más niña que mujer, pero dotada del amor de una joven madura. Se había deslizado, por la vieja y silenciosa casa hasta el cuarto donde Manfred dormía, porque lo amaba desde siempre. Pero, por la mañana, él marcharía a una tierra lejana, Alemania, como miembro del equipo olímpico, y ella tenía desde hacía varias semanas una oscura premonición de que lo perdería para siempre. Por ello había querido asegurarse, de algún modo, contra esa pérdida insoportable, y le había dado cuanto tenía: su corazón, su alma y su cuerpo apenas florecido, confiando en que así volvería a ella.

Pero Manfred había conocido a la alemana y se había casado con ella. Sarah podía recordar aún el telegrama con que él, desde Alemania, les había anunciado su horrible traición, y la propia devastación de ella al leer aquellas fatídicas palabras. Aquel día, parte de su ser se había marchitado y muerto para siempre; desde entonces, le faltaba parte del alma.

Manfred De La Rey seguía hablando; ahora, les hacía reír con algún chiste tonto. Pero lanzó una mirada hacia ella y la notó seria. Tal vez leyó algunos de sus pensamientos, pues desvió la vista hacia Jakobus y la volvió hacia ella. Por un instante, Sarah percibió en él una emoción desacostumbrada: pena o culpa.

Se preguntó, no por primera vez, si sabría lo de Jakobus. Al menos, debería sospecharlo. Su boda con Roelf había sido apresurada, sin previo aviso, y seguida muy de cerca por el nacimiento de Kobus. Además, el parecido físico resultaba demasiado evidente. Sin duda, Manfred lo sabía.

Roelf estaba bien enterado, por supuesto. La había amado sin esperanzas hasta el rechazo de Manfred; el embarazo le sirvió para conseguir su mano. Era un esposo bueno y abnegado, que nunca vacilaba en su amor y preocupación por ella… pero no era Manfred De La Rey. No era ni sería jamás un hombre como Manfred De La Rey. No tenía su fuerza ni su poder, su impulso, su personalidad inexorable. Y ella jamás podría amarle como amaba a Manfred.

«Sí —admitió para sus adentros—, siempre he amado a Manfred y lo amaré hasta el fin de mi vida, pero mi odio por él es tan fuerte como mi amor, y con el tiempo crecerá aún más. Sólo eso tengo para sostenerme».

Manfred estaba poniendo fin a su discurso con una referencia al ascenso de Lothar. Sarah se dijo, amargada, que no habría ascendido con tanta prontitud si no hubiera sido hijo del ministro del Interior y tan diestro para el rugby. Su propio Kobus no gozaría de tales preferencias; cuanto alcanzara lo debería a su esfuerzo y a su propio talento, porque ella y Roelf poco podían hacer por él.

La influencia de Roelf era mínima, y hasta las matrículas y los gastos universitarios de Kobus constituían una grave carga para las finanzas familiares. Sarah se había visto obligada a aceptar el hecho de que Roelf jamás progresaría mucho más. Su ingreso en la práctica legal había sido un error y un fracaso. Cuando él aceptó esa realidad y volvió a su cátedra, había perdido tanta antigüedad que tardaría varios años en conseguir la dirección del departamento. Tampoco se podía hacer mucho para ayudar a Kobus. Claro que nadie de la familia, incluido el mismo Kobus, sabía qué deseaba de la vida. El chico era un excelente alumno, pero carecía de dirección y propósito; además, siempre había sido demasiado introvertido. Resultaba difícil sonsacarle algo. Una o dos veces, Sarah había logrado que se abriera, pero sus extrañas ideas radicales la asustaban. Tal vez era mejor no explorar demasiado la mente de su hijo. Y le sonrió en el momento en que, por fin, Manfred dejaba de entonar las alabanzas de su hijo.

Jakobus se acercó a ella.

—¿Te traigo más jugo de naranja, mamá? Tienes la copa vacía.

—No, gracias, Kobus. Quédate un rato conmigo. Nos vemos tan poco últimamente…

Los hombres habían llenado sus jarritas de cerveza y, con Manfred a la cabeza, se encaminaban hacia las parrillas, instaladas al otro lado de la piscina. Entre risas y bromas, Manfred y Lothar se estaban atando delantales rayados a la cintura y empuñaban tenedores de mango largo.

En una mesa lateral había enormes bandejas llenas de carne cruda, costillas de cordero y «sosaties», embutidos alemanes; grandes y gruesos filetes; aquello bastaría para alimentar a un ejército: de gigantes hambrientos. Sarah calculó, agria, que el sueldo de su esposo habría alcanzado apenas a pagarlo.

Desde que Manfred y su padre, aquel manco demente, habían adquirido misteriosamente acciones de cierta compañía pesquera en África del Sudeste, el ministro era, no sólo célebre y poderoso, sino también enormemente rico. Heidi tenía ahora un abrigo d visón; Manfred había comprado una gran finca en el fértil cinturón maicero del Estado libre de Orange. El sueño de todo afrikaner era poseer una finca, y Sarah se sintió arder de envidia de sólo pensarlo. Todo eso habría debido ser de ella. Había sido privada de lo que le correspondía por derecho, por culpa de esa puta alemana. La palabra la escandalizó, pero la repitió para sus adentros. ¡Puta! «Era mío, puta, y me lo robaste».

Jakobus le estaba hablando, pero a ella le costaba captar el sentido de lo que decía. Su atención se desviaba sin cesar hacia Manfred De La Rey. Cada vez que oía su risotada, el corazón se le encogía y tenía que observarle por el rabillo del ojo.

Manfred estaba en medio de su corte. Aun vestido con ese tonto delantal y con el tenedor en la mano, seguía siendo el centro de toda la atención, de todo el respeto. Cada pocos minutos, llegaban más invitados para agregarse al festejo. Casi todos eran hombres importantes y poderosos, pero todos se reunían como esclavos alrededor del ministro, tratándolo con deferencia.

—Deberíamos comprender por qué lo hizo —estaba diciendo Jakobus.

Sarah se obligó a concentrarse en él.

—¿Quién hizo qué, tesoro? —preguntó, distraída.

—No has escuchado una sola palabra, mamá. —Jakobus sonrió suavemente—. A veces, tienes la cabeza de un pajarito.

Sarah siempre se sentía incómoda cuando él le hablaba con tanta familiaridad. De los hijos de sus amigos, ninguno habría sido capaz de tal falta de respeto, ni siquiera en broma.

—Hablaba de Moses Gama —prosiguió el muchacho.

Ante la mención de ese nombre, todos los que se encontraban al alcance de su voz se volvieron hacia ellos.

—Por fin van a ahorcar a ese maldito negro —dijo alguien. Todos se mostraron inmediatamente de acuerdo.

—Sí, ya era hora.

—Hay que darles una lección. Si se le muestra compasión a un kaffir, él lo toma como debilidad.

—Sólo entienden una cosa…

—Creo que ahorcarle será un error —dijo Jakobus con toda claridad.

Se produjo un aturdido silencio.

—¡Kobie, Kobie! —Sarah le tironeó del brazo—. Ahora no, querido. A la gente no le gusta oír esas cosas.

—Por eso no las oyen nunca… y no las comprenden —explicó— Jakobus, sé razonable.

Algunos de los presentes le volvieron deliberadamente la espalda, mientras un primo de Manfred, de edad madura, decía en tono truculento:

—Vamos, Sarie, ¿no puedes evitar que tu mocoso hable como un comunista?

—Kobie, por favor —exclamó ella, utilizando el diminutivo como apelación especial—, hazlo por mí.

Manfred De La Rey se había percatado de la perturbación y la oleada de hostilidad que corría por entre sus invitados. Levantó la vista desde las parrillas en que crepitaba la carne y frunció el entrecejo.

—¿No te das cuenta, mamá? Tenemos que hablar de eso. De lo contrario, la gente jamás escuchará otro punto de vista. Nadie entre ellos lee los periódicos ingleses.

—Kobie, harás enojar a tu tío Manie —rogó Sarah—. Por favor, basta ya.

—Nosotros, los afrikaners, estamos encerrados en este mundito nuestro de mentirijillas. Creemos que, con el suficiente número de leyes, los negros dejarán de existir, como no sea en condición de sirvientes nuestros…

Manfred se acercó desde las parrillas, con el rostro oscurecido por el enojo.

—Jakobus Stander —rugió suavemente—, tu padre y tu madre son mis amigos más antiguos y queridos, pero eso no te autoriza a abusar de mi hospitalidad. No quiero que se enarbolen ideas descabelladas y traicioneras delante de mi familia y de mis amigos. Si no sabes comportarte, márchate de inmediato.

Por un momento, pareció que el muchacho iba a desafiarle, pero, al fin, bajó la mirada.

—Disculpa, oom Manie murmuró.

Pero en cuanto Manfred le hubo vuelto la espalda para volver a las fogatas dijo, casi al oído de su madre:

—Ya ves, no escuchan. No quieren escuchar. Tienen miedo a la verdad. ¿Cómo se puede hacer que los ciegos vean?

Manfred De La Rey sentía todavía una rabia interior por los malos modales del joven, pero, exteriormente, reanudó sus tareas de cocinero con su habitual actitud bromista, encabezando la cháchara jovial de la concurrencia masculina. Su irritación fue cediendo poco a poco. Cuando casi había logrado olvidar a Moses Gama y la larga sombra que arrojara sobre la reunión, su hija menor vino corriendo desde la casa.

—Papá, papá, te llaman por teléfono.

—Ahora no puedo atender, skatjie —gritó Manfred—. No es cuestión de matar de hambre a los invitados.

—Es oom Danie —insistió la muchachita—, y dice que debe hablar contigo ahora mismo. Que es muy importante.

Manfred, suspirando, se quitó el delantal con un gruñido d buen humor y entregó el tenedor a Roelf Stander.

—¡No lo dejes quemar! —recomendó, mientras marchaba hacia la casa.

—Ja —ladró al teléfono.

—Lamento molestarte, Manie.

—Entonces, ¿por qué lo haces? —inquirió. Danie Leroux era comisario general y uno de sus oficiales más capaces.

—Es por este hombre, Gama.

—Que lo cuelguen. Es lo que desea.

—¡No! Quiere hacer un trato.

—Envía a otro para que hable con él. No quiero perder tiempo. —Se niega a hacer trato alguno si no es contigo, y creemos que puede decirte algo de gran importancia.

Manfred lo pensó un momento. El instinto le indicaba desechar la petición de inmediato, pero se dejó guiar por la razón.

—Está bien —aceptó, pesadamente—. Iré a verlo. —Además, había cierto placer perverso en enfrentarse con un enemigo vencido—. Pero se le va a ahorcar: eso es cosa segura —advirtió con voz serena.

Las autoridades de la cárcel habían confiscado el manto de leopardo que correspondía a todo jefe. Moses Gama vestía las ropas de la prisión, de áspera indiana sin blanquear.

La prolongada y tensa espera de respuesta a su apelación había dejado fuertes huellas en él. Por primera vez, Vicky notó escarchas blancas en su oscuro y crespo cabello; sus facciones estaban demacradas; los ojos, hundidos en oscuros huecos violáceos. La compasión amenazó con abrumarla; habría querido alargar la mano para tocarle, pero un fino enrejado de acero los separaba.

—Esta es la última vez que se me permite visitarte —susurró—, y sólo puedo quedarme quince minutos.

—Bastará con eso; ahora que la sentencia ha sido confirmada, no hay mucho que decir.

—Oh, Moses, nos equivocamos al pensar que los británicos y los norteamericanos te salvarían.

—Lo han intentado —observó él serenamente.

—Pero no mucho. Y ahora, ¿qué haré sin ti? ¿Qué hará sin padre el niño que estoy gestando?

—Eres hija de zulú. Serás fuerte.

—Haré lo posible, Moses, esposo mío —susurró ella—. Pero, ¿y tu pueblo? También son niños sin padre. ¿Qué será de ellos?

Vio arder el antiguo fuego feroz en aquellos ojos. Había temido que estuviera extinguido para siempre, pero el saberlo con vida le dio una alegría breve y amarga.

—Ahora, los otros intentarán tomar tu lugar. Los del Congreso, que te odian y te envidian. Cuando mueras, usarán tu sacrificio para sus propias ambiciones.

Notó que nuevamente había llegado a él de nuevo, que lo había enfurecido, y trató de inflamar esa cólera para darle motivos y fortaleza, a fin de hacerlo vivir.

—Si mueres, tus enemigos usarán tu cadáver como peldaño para ascender al puesto que dejes vacío.

—¿Por qué me atormentas, mujer? —preguntó Moses.

—Porque no quiero que mueras. Quiero que vivas… por mí, por nuestro hijo y por nuestro pueblo.

—Eso no puede ser —dijo él—. Los duros bóers no cederán, ni siquiera ante la exigencia de las grandes potencias. A menos que me consigas alas para que alce vuelo por sobre estos muros, tengo que obedecer al destino. No hay salida.

—Hay una —manifestó Vicky—. Hay una salida para que sobrevivas… y para que derribes a los enemigos que tratan de usurpar tu sitio como líder de las naciones negras.

Continuó hablando. Moses la miraba fijamente.

—Cuando llegue el día en que barramos a los bóers hasta el mar y abramos las puertas de las prisiones, tú emergerás para tomar el sitio que te corresponde como jefe de la revolución.

—¿Cuál es la salida, mujer? ¿Qué esperanza es la que me ofreces?

La escuchó, inexpresivo. Cuando ella hubo terminado, dijo con gravedad:

—Es cierto: la leona es más feroz y más cruel que el león. —¿Lo harás, mi señor? No por tu propio bien, sino por ti; nosotros, los débiles, que tanto te necesitamos.

—Lo pensaré —concedió él.

—Es que hay muy poco tiempo —le advirtió Vicky.

El «Cadillac» negro del Ministerio se detuvo apenas unos segundos ante las puertas de la prisión, pues ya estaban esperando a Manfred De La Rey. Al abrirse los portones de acero, el conductor aceleró para cruzar el patio principal y ocupó el estacionamiento que se le había reservado. El alcaide de la prisión esperaba con dos de sus auxiliares principales; se adelantaron apresuradamente en cuanto Manfred abrió la portezuela.

El ministro estrechó brevemente la mano al alcaide, diciendo:

—Quiero ver al prisionero ahora mismo.

—Por supuesto, ministro. Ya está todo arreglado. Lo está esperando.

—Lo sigo, señor.

Los pesados pasos de Manfred levantaron ecos a lo largo de los oscuros corredores verdes, en tanto los guardias de más antigüedad se adelantaban para abrir las puertas intermedias de cada sector; en cuanto el ministro y el alcaide de la prisión cruzaban cada una de ellas, a sus espaldas volvían a echar la llave. La caminata fue larga, pero al fin llegaron al sector de los condenados.

—¿Cuántos hay esperando ejecución? —preguntó Manfred.

—Once —respondió el alcaide.

La cifra no resultaba demasiado alta, según se dijo Manfred. África es una tierra de violencia y el patíbulo desempeña un papel central en la administración de justicia.

—No quiero que nadie nos oiga. Ni siquiera los que pronto van a morir.

—Está todo solucionado —le aseguró el alcaide—. A Gama se lo mantiene separado de los otros.

Los guardias abrieron una última puerta de acero. Al final de un breve pasillo había una celda con barrotes. Manfred pasó, pero detuvo al alcaide, que iba a seguirle.

—¡Espere aquí! —ordenó—. Cierre la puerta detrás de mí y no vuelva a abrirla hasta que yo toque el timbre.

En cuanto la puerta se hubo cerrado, Manfred se dirigió al extremo del pasillo. La celda medía poco más de dos metros de lado y estaba casi vacía. Contra la pared lateral había un inodoro; en el muro opuesto, un camastro de hierro fijo a la pared. Moses Gama, sentado en el borde de la litera, levantó la vista hacia el visitante. Luego, se puso de pie lentamente y cruzó la celda para enfrentarse a él a través de la reja pintada de verde.

Se observaron sin hablarse. Aunque sólo los barrotes los separaban, había una eternidad y un universo enteros de distancia entre ambos. Sus miradas podían encontrarse, pero no había contacto alguno entre las mentes; la hostilidad era entre ellos una barrera aun más terca e invencible que la reja.

—¿Sí? —preguntó Manfred, al fin. La tentación de jactarse ante el enemigo vencido era fuerte, pero la resistió—. ¿Has pedido verme?

—Quiero hacerle una proposición —dijo Moses Gama.

—Quieres negociar por tu vida —corrigió Manfred. Como el condenado guardara silencio, sonrió—. Parece que no eres diferente de los otros hombres, Moses Gama. No eres un santo; ni siquiera el noble mártir que algunos pintan. No eres mejor que los demás, que cualquiera de nosotros. A fin de cuentas, sólo te muestras leal a ti mismo. Tienes la debilidad de cualquier hombre y también el mismo miedo.

—¿Quiere escuchar mi proposición? —preguntó Moses, sin dar señales de haber escuchado las pullas.

—La escucharé —acordó Manfred—. Para eso he venido.

—Voy a entregarlos —dijo Moses.

Manfred comprendió inmediatamente:

—¿Te estás refiriendo a los que también aseguran ser líderes de tu pueblo? ¿A los que compiten contigo por el mismo puesto?

Moses asintió. Manfred, riendo entre dientes, meneó la cabeza en señal de admiración.

—Le daré los nombres y las pruebas. Le daré el momento y el lugar. —Moses se mantenía inexpresivo—. Ustedes han subestimado la amenaza que representan y el apoyo que pueden conseguir, aquí y en el extranjero. Yo les proporcionaré esos conocimientos.

—¿Y a cambio?

—Mi libertad —dijo Moses, simplemente.

—¡Magtig! —La blasfemia era indicación del asombro de Manfred—. Tienes el descaro de un blanco.

Le volvió la espalda para que el prisionero no viera su expresión mientras estudiaba la magnitud del ofrecimiento.

Moses Gama se equivocaba: él tenía perfecta conciencia de la amenaza y conocía la amplitud y las ramificaciones de la conspiración. Sabía que el mundo, tal como él lo conocía, estaba bajo un terrible sitio. Los ingleses habían hablado de vientos de cambio. Soplaban, no sólo sobre el continente africano, sino en el mundo entero. Todo cuanto le era querido, desde la existencia de su familia hasta la de su Volk y la seguridad de la patria que Dios había entregado, todo estaba sometido al ataque de las fuerzas oscuras.

Allí se le ofrecía la oportunidad de asestar a esas fuerzas el golpe decisivo. Y él comprendió de inmediato cuál era su obligación.

—No puedo darte la libertad —dijo, en voz baja—. Es demasiado… pero ya lo sabías cuando lo pediste, ¿verdad?

Moses no respondió.

—Este es el trato que yo te ofrezco: te concedo la vida, pero no volverás a salir de la prisión. Es lo más que puedo hacer.

El silencio se prolongó tanto que Manfred lo tomó como una negativa. Iba a volverle la espalda cuando Moses volvió a hablar.

—Acepto.

El ministro volvió a mirarle sin dejar traslucir su aire de triunfo.

—Quiero todos los nombres y todas las pruebas —insistió.

—Las tendrá —le aseguró Moses—, cuando me llegue la conmutación de la pena.

—No —dijo Manfred—; los términos los pongo yo. Tendrás la conmutación cuando te la hayas ganado. Hasta entonces, obtendrás sólo una postergación de la ejecución. Aun para eso tendrás que darme un nombre, a fin de que yo pueda convencer a mis compatriotas sobre la conveniencia del trato.

Moses guardó silencio, fulminándolo con la mirada a través de los barrotes.

—Dame un nombre —insistió Manfred—. Dame algo que yo pueda transmitir al Primer Ministro.

—Haré algo mejor —concedió Moses—. Le daré dos nombres. Reténgalos bien. Son: Mandela y Rivonia.

Michael Courtney estaba en la sala de redacción del Mail cuando llegó la noticia de que el Tribunal de Apelaciones había desestimado el recurso de Moses Gama y confirmado la fecha de la ejecución. Dejó correr la cinta de papel entre los dedos para leerla con total concentración. Al terminar el mensaje, fue a su escritorio y se sentó frente a la máquina de escribir.

Encendió un cigarrillo y permaneció en silencio, con la vista perdida por la ventana. Tenía un montón de trabajo y diez o doce libros de referencia sobre el escritorio. Desmond Blake había escapado de la oficina para ir al George, a llenar el tanque de ginebra, le había encargado que terminara el artículo sobre las elecciones norteamericanas. Eisenhower se acercaba al final de su período y el director quería una semblanza de los otros candidatos.

Michael estaba trabajando sobre las notas biográficas de John Kénnedy, pero le costaba elegir los hechos importantes entre todo lo que se había escrito sobre el joven candidato demócrata, aparte de lo que todos sabían: que era Católico, participante del Nuevo Pacto y que había nacido en 1917.

Esa mañana, Norteamérica parecía estar muy lejos; la elección de un presidente estadounidense carecía de importancia junto a lo que acababa de leer en el teletipo.

Como parte de su adiestramiento y de su autocrítica, Michael acostumbraba seleccionar todos los días una noticia importante para escribir una especie de editorial de dos mil palabras. Estos ejercicios eran sólo para él; custodiaba celosamente sus resultados, sin mostrarlos a nadie; mucho menos, a Desmond Blake, de quien había aprendido, a temer el sarcasmo mordaz y la tendencia a plagiarle.

Por lo general, Michael realizaba esos ejercicios en su tiempo libre; se quedaba un par de horas más, terminado su horario" de trabajo, o permanecía levantado hasta tarde en su pequeño estudio alquilado, matraqueando con su destartalada «Remington» de segunda mano.

Esa mañana, sin embargo, le conmovió tanto el rechazo de la apelación de Moses Gama que no pudo concentrarse en el asunto Kénnedy. A su memoria volvía, una y otra vez, la imagen de aquel negro imperial, con sus pieles de leopardo. Sus palabras no dejaban de resonarle en los oídos.

De pronto, se inclinó hacia delante, arrancó de la máquina la hoja a medio llenar y la remplazó por otra en blanco. No necesitó pensar; sus dedos volaban sobre el teclado y las palabras iban surgiendo ante sus ojos: NACE UN MÁRTIR.

Hizo rodar el cigarrillo hasta la comisura de la boca, entre cerrando los ojos para evitar la espiral de humo azul. Las palabras surgieron en breves ráfagas de ametralladora. No le hacía falta buscar datos, fechas ni cifras. Todo estaba allí, en su cabeza, nítido y brillante. No hizo una sola pausa, no tuvo que sopesar una palabra con otra. El vocablo exacto aparecía en la hoja casi como por propia voluntad.

Media hora después, cuando hubo terminado, supo que era el mejor de sus artículos hasta el momento. Lo leyó una sola vez, sacudido por la potencia de sus propias frases. Luego, se levantó. Se sentía inquieto y nervioso. El esfuerzo de creación, en vez de calmarlo o agotarlo, lo había excitado. Necesitaba salir.

Dejó la hoja en la máquina y recogió su chaqueta, que estaba colgada en el respaldo de su silla. El subdirector le echó una mirada interrogante.

—Voy en busca de Des —aclaró Michael.

En la sala de redacción había una conspiración para proteger a Desmond Blake de sí mismo y de la ginebra. El subdirector hizo una señal de asentimiento y volvió a su trabajo.

Una vez fuera del edificio, Michael apretó el paso, abriéndose camino por entre el gentío de las aceras; pisaba con fuerza, las manos hundidas en los bolsillos. No sabía adónde iba, pero le sorprendió encontrarse finalmente, en la estación ferroviaria de Johannesburgo.

Compró un vasito de café en el quiosco instalado cerca de la taquilla y ocupó su asiento habitual en uno de los bancos. Encendió un cigarrillo, levantando los ojos hacia la cúpula de vidrio. Los murales de Pierneef estaban tan altos que, entre los miles de pasajeros que cruzaban el andén todos los días, muy pocos reparaban en ellos.

Para Michael, eran la esencia misma del continente, una destilación de toda África, con su inmensidad y su infinita belleza. Como un coro celestial, cantaban a todo pulmón aquello que él trataba de transmitir con frases torpes y vacilantes. Cuando por fin abandonó el gran edificio de piedra, lo hizo sintiéndose en paz.

Encontró a Des Blake en su banquillo de costumbre, ante el mostrador del «George».

—¿Eres el guardián de tu hermano? —inquirió Des Blake, altanero.

Pero sus palabras sonaban gangosas. Hacía falta mucha ginebra para que Des Blake se pusiera gangoso.

—El subdirector le espera a usted —mintió Michael.

Se preguntó por qué se preocupaba por ese hombre, qué motivo tenían los otros para protegerle. Uno de los periodistas veteranos le había dado la respuesta, cierta vez: «En otros tiempos, fue el gran profesional, y nosotros tenemos que cuidar de los nuestros».

A Des le estaba resultando difícil poner un cigarrillo en su boquilla de plata. Michael lo hizo por él y le acercó un fósforo encendido.

—Vamos, Mr. Blake —dijo Michael, cansado.

—Mira, Courtney, me parece mejor decírtelo ahora. Creo que no tienes pasta. Nunca llegarás a destacarte. Eres sólo el hijito de un tipo rico.

—Vamos, Mr. Blake —dijo Michael, cansado.

Y lo cogió del brazo para ayudarle a bajar de la banqueta.

Lo primero que notó, al llegar a su escritorio, fue que la hoja de papel no estaba en la máquina de escribir. Sólo en los últimos meses, desde que se le había ordenado trabajar con Des Blake, se le habían otorgado escritorio y máquina propias; por eso, los protegía con un celo feroz.

La idea de que alguien hubiera toqueteado su máquina de escribir lo enfureció; peor aún, le habían cogido el trabajo. Echó una mirada colérica a su alrededor, buscando un blanco para descargar su indignación, pero en esa enorme sala ruidosa, todos eran superiores a él. El esfuerzo de dominarse lo dejó trémulo. Encendió otro cigarrillo, el último del paquete; a pesar de su agitación, notó que había consumido los veinte de la cajetilla desde el desayuno.

¡Courtney! —llamó el subdirector, levantando la voz para hacerse oír entre el ruido de las máquinas de escribir—. Mira que has tardado. Mr. Herbstein quiere que vayas a su oficina de inmediato.

La ira de Michael desapareció como por encanto. Hasta entonces, nunca había pisado la dirección. Una vez, Mr. Herbstein le había dado los buenos días en el ascensor, pero eso era todo.

La caminata por la sala le pareció la más larga de su vida. Aunque nadie levantaba la vista a su paso, Michael estaba seguro de que todos se burlaban secretamente de él, regodeándose en su aprieto.

Cuando golpeó en el vidrio opaco de la dirección, un aullido le ordenó entrar.

Michael, tímidamente, empujó la puerta y echó un vistazo.

Leon Herbstein estaba hablando por teléfono; era un hombre corpulento, de gruesos anteojos y densa melena rizada con vetas grises; vestía un cardigan flojo, tejido a mano. Le hizo un ademán impaciente para que entrara y, sin prestarle la menor atención, concluyó su conversación telefónica.

Por fin, puso el auricular en la horquilla e hizo girar su sillón para mirar al joven que esperaba frente al escritorio, de pie y con aire tranquilo.

Diez días antes, Leon Herbstein había recibido una inesperada invitación para almorzar en el comedor para ejecutivos de la empresa «Courtney». Otros diez invitados se encontraban allí; todos ellos eran grandes figuras del comercio y la industria, pero Herbstein se vio sentado a la derecha del anfitrión Shasa Courtney. Las grandes fortunas despertaban su suspicacia, además, los dos Courtney (madre e hijo) tenían una formidable reputación de practicar el comercio con astucia y de ser implacables. Por otra parte, Shasa Courtney había abandonado el Partido Unificado, del que Leon Herbstein era ardiente partidario, para pasarse a los nacionalistas. Leon Herbstein nunca había olvidado el violento antisemitismo que acompañaba al Partido Nacionalista en su nacimiento; la política del apartheid le parecía, simplemente, otra manifestación del mismo prejuicio racial grotesco:

Por lo que a él concernía, Shasa Courtney era uno de sus enemigos. Sin embargo, no estaba preparado para encontrarse con su insidioso encanto, con su mente rápida y sutil. Shasa le dedicó la mayor parte de su atención y, al terminar el almuerzo el editor había moderado considerablemente sus sentimientos para con los Courtney. Al menos, estaba convencido de que S Courtney, en el fondo, pensaba en el interés general, y que se expresaba, sobre todo, en mejorar la suerte de los sectores negros menos privilegiados; además, parecía estar ejerciendo una importante influencia moderadora en los altos planos del Partido Nacionalista.

Abandonó el «Edificio Courtney» con un gran respeto por la sutileza de ese hombre, quien ni una sola vez había mencionado el hecho de que él y sus empresas poseyeran ya el cuarenta por ciento de las acciones de «Periódicos Asociados de Sudáfrica», ni que su hijo trabajara como aprendiz en el Mail. No había sido necesario, pues ambos eran muy conscientes de esos hechos mientras dialogaban.

Hasta ese momento, Leon Herbstein había sentido un natural antagonismo hacia Michael Courtney; su única muestra de favor había sido ponerle bajo el cuidado de Des Blake. A partir de aquel almuerzo, comenzó a estudiarle con más atención. A un veterano como él, no le hizo falta mucho tiempo para atribuir a la colaboración de Michael Courtney la mejor calidad de los últimos artículos de Des. Desde entonces, no dejó de echar un vistazo a escondidas a las hojas puestas en la máquina de Michael, cada vez que pasaba por su escritorio.

Herbstein tenía la habilidad periodística de saber asimilar el contenido de una página con una sola mirada. Le causó una sombría diversión comprobar que, con frecuencia, el artículo de Des Blake se basaba en el borrador de su joven ayudante, muchas veces superior al resultado final.

Estudió con atención al joven que permanecía de pie, incómodo, ante su escritorio. Era un muchacho atractivo, de mandíbula fuerte y decidida, dotado de ojos límpidos e inteligentes, aunque llevase uno de esos horribles cortes de pelo que la juventud había adoptado últimamente y luciese una corbata de diseños chillones. Tal vez fuera demasiado flaco para su estatura y algo torpe en sus movimientos, pero había adquirido madurez y seguridad en sí mismo de un modo notable en el corto tiempo que llevaba trabajando en el Mail.

De pronto, Leon se dio cuenta de que se estaba mostrando cruel; ese escrutinio sometía al muchacho a un tormento innecesario. Recogió la hoja escrita a máquina que tenía ante sí y la hizo deslizar hacia el chico por el escritorio desordenado.

—¿Lo has escrito tú? —inquirió, gruñón.

Michael le arrebató, protectoramente, la hoja.

—No era para ser leído —susurró. Al recordar a quién se dirigía agregó, mansamente… señor.

—Qué extraño. —Herbstein meneó la cabeza—. Siempre había pensado que si uno se dedicaba a escribir, era para que otros pudieran leerlo.

—Pero esto era sólo una práctica. —Michael escondió el artículo tras la espalda.

—Le he hecho algunas correcciones —indicó el director. Michael puso bruscamente la página ante él para revisarla ansiosamente.

—El tercer párrafo es redundante; «dominio» es una palabra más adecuada que «control». Por lo demás, se publicará tal como lo has redactado.

—No comprendo, señor —balbuceó el muchacho.

—Me has ahorrado el trabajo de escribir el editorial para mañana.

Herbstein alargó la mano para coger la hoja de entre los laxos dedos de Michael, la arrojó en su bandeja y luego concentró toda su atención en su propio trabajo.

Michael permanecía con la vista clavada en aquella cabeza gacha. Tardó diez segundos en darse cuenta de que debía retirarse; entonces, retrocedió hasta la puerta y salió, cerrando con cuidado. Las piernas lo llevaron hasta el escritorio y se doblaron bajo su peso. Cayó pesadamente en la silla giratoria y tendió la mano hacia la cajetilla de cigarrillos. Como estaba vacía, hizo una bola con ella para arrojarla a la papelera.

Sólo entonces captó en toda su importancia lo que había ocurrido. Sintió frío y algo de náusea.

—El editorial —susurró, y le temblaron las manos.

Desmond Blake, sentado al' otro lado del escritorio, emitió un suave eructo.

—¿Dónde están las notas sobre Cómo-se-llama, el norteamericano? —preguntó.

—Todavía no las he terminado, Mr. Blake.

—Escucha, hijo: te lo he advertido muchas veces: si quieres llegar a ser alguien en esto, tienes que dejar de pasarte las uñas por los órganos genitales.

Esa noche, Michael puso el despertador para que sonara a las cinco. Con el impermeable sobre el pijama, corrió a la calle y esperó en la esquina, con los vendedores de periódicos, a que el camión de repartos del Mail arrojara los fajos recién impresos a la acera.

Volvió corriendo a su vivienda, aferrando un ejemplar, y cerró la puerta del apartamento con llave. Necesitó de todo su coraje para buscar la página del editorial. Temblaba de miedo, pensando que Mr. Herbstein podía haber cambiado de idea o que todo e era una monstruosa broma pesada.

Allí, bajo el nombre mismo del periódico, en lo más alto de la sección editorial, estaba su título: NACE UN MÁRTIR. Lo leyó apresuradamente. Luego, volvió a leerlo, saboreándolo como si fuera un vino precioso. Plegó el diario en esa página y lo mantuvo contra el espejo mientras se afeitaba. Después, lo llevó al bar griego en donde desayunaba y se lo mostró a Mr. Costa, que hizo acudir a su esposa desde la cocina.

—Caramba, Michael, ahora eres de los grandes. —Mrs. Costa lo abrazó; olía a ajo y tocino frito—. Ahora, eres un gran periodista; Le prestó el teléfono de la trastienda y él dio a la telefonista el número de Weltevreden. Centaine atendió al segundo timbrazo.

—¡Mickey! —exclamó, encantada ¿Dónde estás? ¿En Ciudad del Cabo?

Él la tranquilizó y luego le leyó el artículo. Hubo un largo silencio.

—El editorial, Mickey… No será una invención tuya, ¿verdad? Si me estás mintiendo, nunca te lo perdonaré. —Cuando él le hubo asegurado que era verdad, agregó—: Hacía años que no me alegraba tanto como hoy. Tengo que llamar a tu padre para que se lo digas.

Shasa cogió el auricular y Michael le leyó el editorial.

—¿Lo has escrito tú? —preguntó Shasa—. Muy bueno, Mickey. Aunque _yo no estoy de acuerdo con tus conclusiones, Gama debe ser ajusticiado. Sin embargo, casi me has convencido de lo contrario. Ya lo debatiremos cuando volvamos a vernos. Mientras tanto, hijo, te felicito. Tal vez tu decisión del periodismo fue la correcta, después de todo.

Michael descubrió que se había convertido en una pequeña celebridad dentro de la sala de redacción. Hasta el subdirector se detuvo ante su escritorio para felicitarle y analizar el artículo unos momentos. La rubita de la recepción, que hasta entonces no se había dado por enterada de su existencia, le sonrió y lo saludó por su nombre.

—Oye, hijo —advirtió Desmond Blake—: un pedo no hace cloaca. En el futuro, no quiero que pases artículos saltando por encima de mí. Todo lo que escribas tiene que venir a mi escritorio. ¿Entendido?

—Disculpe, Mr. Blake, pero yo no…

—¡Sí, sí! Ya sé: no lo hiciste a propósito. Pero que esto no se te suba a la cabeza. Recuerda que eres mi ayudante.

La noticia de que a Moses Gama se le había conmutado la pena arrojó al periódico en un pandemonio que no cedió en toda una semana. Michael tuvo que montar guardia; a veces terminaba la jornada a medianoche, cuando las rotativas comenzaban a funcionar, y empezaba cuando los primeros periódicos caían a las aceras, a la mañana siguiente.

Sin embargo, descubrió que el entusiasmo parecía liberar en él ilimitadas reservas de energía. Nunca se sentía cansado. Aprendió a trabajar con celeridad y eficacia; su estilo fue tomando destreza y precisión, rasgos visibles hasta para él.

Dos semanas después de la conmutación de la pena, el director volvió a llamarle a su despacho. Michael había aprendido a entrar sin llamar, pues la menor pérdida de tiempo irritaba a Leon Herbstein, haciéndole responder con bramidos agresivos. Entró directamente, pero aún no dominaba por completo la postura del cínico cansado del mundo, marca de todo periodista veterano.

—¿Sí, Mr. Herbstein? —preguntó, radiante de ansiedad.

—Tengo algo para ti, Mickey. —Cada vez que Herbstein lo llamaba por su apodo familiar, el muchacho se estremecía de placer—. Estamos recibiendo un montón de solicitudes de lectores y correspondencia de ultramar. Con todo el interés despertado por el caso Gama, la gente quiere conocer más datos sobre los movimientos políticos de los negros. Quieren saber la diferencia entre el Congreso Panafricanista y el Congreso Nacional Africano; quieren saber quién es quién: quién diablos es Tambo; quiénes Sisusu, Mandela y Moses Gama, y qué defiende cada uno. Todas esas cosas. Ya que tú pareces interesarte por la política de los negros y disfrutar escarbando en los archivos, pon manos a la obra: Además, no puedo distraer a ninguna de mis figuras principales para este tipo de investigaciones.

Herbstein volvió a fijar su atención en el trabajo que tenía en el escritorio, pero para entonces, Michael había ganado suficiente confianza en sí mismo como para mantenerse firme.

—¿Todavía sigo trabajando a las órdenes de Mr. Blake? —preguntó.

Había aprendido, a esa altura, a no llamar «señor» a Leon Herbstein; eso lo ponía furioso.

El director sacudió la cabeza, pero ni siquiera levantó la vista.

—Ahora trabajas por tu cuenta. Envíame todo lo que escribas. Sin prisa: puedes tomarte cinco minutos para tenerlo todo listo.

Michael no tardó en descubrir que los archivos del Mail eran insuficientes; sirvieron sólo para iniciarle en la complejidad y en el terrible volumen del proyecto a realizar. Sin embargo, a partir de esa información, pudo redactar una lista de los diversos grupos políticos negros y las asociaciones correlacionadas, como los sindicatos de negros, nunca reconocidos oficialmente, así como recopiló una lista de los líderes y funcionarios.

Despejó una pared de su único ambiente y puso en ella un tablero, en el cual clavó toda esa información, utilizando tarjetas de diferentes colores para cada grupo y fotografías de los principales líderes negros. Todo eso sirvió apenas para demostrar cuán poco se sabía sobre los movimientos negros, aun entre los sectores blancos mejor informados.

La biblioteca pública agregó muy poco a esos conocimientos. Casi todos los libros sobre el tema habían sido escritos diez años antes, o más, y se limitaban a rastrear al Congreso Nacional Africano hasta los lejanos días de su creación, en 1912; los hombres mencionados habían muerto o estaban ya en una edad muy avanzada.

Fue entonces cuando tuvo la primera inspiración. Una de las publicaciones que, como el Mail, pertenecía a «Periódicos Asociados de Sudáfrica», era una revista semanal llamada Assegai, como la ancha espada de guerra que en otros tiempos habían blandido los impis de Chaka, el zulú conquistador. La publicación estaba dirigida al sector educado y más pudiente de la comunidad negra. Su política editorial respondía a los dictados de los directores blancos de la empresa, pero entre los artículos y las fotografías de futbolistas africanos y de cantantes sentimentales, solía filtrarse de vez en cuando, algún escrito de fiera tendencia radical.

Michael pidió prestado un coche de la empresa y fue a visitar al director de Assegai, en la vasta población negra de Drake’s Farm El director era un xhosa graduado en la universidad negra de Fort Hare; se llamaba Solomon Nduli. Se mostró cortés, aunque frío; conversaron media hora antes de que Michael se diera cuenta por un comentario punzante, que había sido tomado por un miembro de la Policía de seguridad; así, no averiguaría nada importante.

Una semana después, el Mail publicó el primero de los artículos de Michael, en su edición del sábado. Establecía una comparación entre las dos organizaciones políticas africanas principales; el Congreso Panafricanista, cuerpo celosamente exclusivo, en el que sólo se admitían negros africanos de pura sangre y cuya posición era extremadamente radical, y el Congreso Nacional Africano, mucho más numeroso, en el cual predominaban los negros pero que también incluía a blancos, asiáticos y mestizos, con objetivos esencialmente conciliatorios.

El artículo era exacto y se basaba, obviamente en una investigación minuciosa. Lo más importante era su tono simpático y el hecho de que estuviera firmado por Michael Courtney.

Al día siguiente, Solomon Nduli llamó a Michael a las oficinas del Mail y le sugirió que volvieran a reunirse. Sus primeras palabras, al estrecharle la mano, fueron:

—Discúlpeme por haberlo juzgado mal. ¿Qué desea saber? Solomon llevó a Michael a un extraño mundo cuya existencia él había ignorado siempre: el mundo de las poblaciones negras. Le presentó a Robert Sobukwe, y Michael quedó horrorizado ante la intensidad del resentimiento que el líder de los panafricanistas expresaba (sobre todo hacia los países), por su enorme deseo de provocar un alzamiento en toda la sociedad y por su violencia apenas velada.

—Trataré de presentarle a Mandela —prometió Solomon—, aunque, como usted sabrá, ha pasado a la clandestinidad y la Policía lo busca. Pero hay otros con quienes usted debería hablar.

Llevó a Michael al hospital de Baragwanath para que conociera a la esposa de Moses Gama, la encantadora zulú a quien él había visto en el juicio de Ciudad del Cabo. Victoria estaba en una etapa muy avanzada del embarazo, pero su tranquila dignidad impresionó a Michael profundamente; sin embargo, en ella, percibió el mismo resentimiento, la misma violencia latente que había observado en Robert Sobukwe.

Al día siguiente, Solomon lo llevó otra vez a Drake’s Farm, donde conoció a un hombre llamado Hendrick Tabaka; parecía ser el dueño de casi todos los negocios pequeños de la población y tenía aspecto de pugilista de peso pesado; su cabeza era una bala de cañón entrecruzada de cicatrices.

A Michael le pareció que representaba el lado opuesto de la protesta negra.

—Tengo familia y negocios —dijo a Michael— y los protegeré de todo el mundo: de los blancos y de los negros.

Michael recordó entonces la opinión que su padre había expresado muchas veces sin que él la tuviera muy en cuenta: «Hay que dar un trozo de pastel a los negros, algo que sea de ellos. El hombre verdaderamente peligroso es aquél que no tiene nada que perder».

Michael tituló «Furia» al segundo artículo de la serie; en él trataba de describir el profundo y amargo resentimiento que había descubierto en sus viajes por el semimundo de las poblaciones negras. Lo concluyó con estas palabras.

A pesar de su profunda indignación, no he descubierto la menor señal de odio hacia el blanco como individuo en ninguno de los líderes negros con quienes he podido hablar. Según me ha parecido, el resentimiento se vuelca sólo contra la política del apartheid; en cambio, el vasto tesoro de la mutua buena voluntad acumulada a lo largo de trescientos años entre ambas razas parece no disminuir por eso.

Entregó el artículo a Leon Herbstein el jueves. Inmediatamente, se vio envuelto en una revisión editorial de lo escrito que duró casi hasta las ocho de esa noche. Leon llamó a su ayudante y subdirector. Las opiniones se dividían entre publicar el artículo con pequeñas alteraciones y no publicarlo en absoluto, por miedo a provocar la ira de la censura gubernamental, que tenía la facultad de prohibir el Mail y sacarlo de circulación.

—Pero todo eso es cierto —protestó Michael—. He proporcionado pruebas de todos los datos que doy. Es cierto e importante. Además, es lo único que cuenta.

Los tres periodistas de más edad lo miraron con lástima.

—Está bien, Mickey —dijo Leon Herbstein, por fin—, puedes irte a casa. A su debido tiempo te diré cuál ha sido la decisión.

Mientras el muchacho se dirigía hacia la puerta, descorazonado, el subdirector lo saludó con la cabeza:

—Aunque no se publique, Mickey, es un trabajo condenadamente excelente. Puedes estar orgulloso.

Al llegar a su apartamento, Michael encontró a alguien sentado en una bolsa de lona, junto a su puerta. Sólo cuando esa persona se puso de pie pudo él reconocer los hombros desarrollados, los remolinos del cabello y las gafas con montura de acero.

—¡Garry! —exclamó, feliz, mientras corría a abrazar a su hermano.

Se sentaron en la cama y conversaron con entusiasmo, interrumpiéndose mutuamente con risas y exclamaciones de sorpresa ante las noticias de cada uno.

—¿Qué estás haciendo en Johannesburgo? —preguntó Michael, por fin.

—He venido desde «Silver River» sólo para este fin de semana. Quiero visitar la casa central de las computadoras y verificar unas cuantas cosas en el Catastro. Y pensé: «¿por qué diablos voy a gastar en un hotel si Mickey tiene un apartamento?» Así que traje mi bolsa de dormir. ¿Puedo acostarme en el suelo?

—Esta cama, desplegada, es de dos plazas —aclaró Mickey, alegre—. No tienes porqué dormir en el suelo.

Fueron al restaurante de la Costa, donde Garry pagó por una fuente de pollo al curry y seis «Coca-Colas». Comieron de la fuente misma, compartiendo la cuchara para no tener que lavar utensilios, y conversaron hasta mucho después de medianoche. Siempre se habían llevado muy bien. Michael, aun siendo menor, siempre había sido fiel aliado de Garry en aquellos horribles años de tartamudeos, camas mojadas y agresiones por parte de Sean. Y sólo ahora se daba cuenta de lo solitario que se encontraba en esa extraña ciudad. Había tantos recuerdos nostálgicos, tanta necesidad de afecto que calmar, tantos temas de abrumadora importancia a discutir… Se quedaron levantados hasta la madrugada, hablando de dinero, trabajo, sexo y todos esos temas.

Garry se quedó atónito al enterarse de que su hermano ganaba treinta y siete libras con diez chelines al mes.

—¿Y cuánto pagas al mes por esta pocilga? —preguntó.

—Veinte libras.

—Entonces, te quedan diecisiete libras con diez chelines al mes para subsistir. A tus patronos deberían arrestarles por explotadores.

—No es tan grave. Pater me pasa una asignación para ayudarme.

Y tú, ¿cuánto ganas, Garry?

—Tengo casa y comida en la mina y me pagan cien libras al mes, como aprendiz de ejecutivo.

—¡Qué hijo de…! —exclamó Michael, profundamente impresionado—. ¿Qué haces con tanto?

A Garry le tocó el turno de asombrarse.

—Ahorro, por supuesto. Ya tengo más de dos mil libras en el Banco.

—Pero, ¿qué vas a hacer con todo eso? —insistió el hermano—. ¿En qué lo vas a gastar?

—El dinero no es para gastar —explicó Garry—. El dinero es para ahorrar… siempre que quieras ser rico.

—¿Y tú quieres ser rico? —preguntó Michael.

—¿Y qué otra cosa se puede querer? —inquirió Garry, sinceramente desconcertado.

—Realizar un trabajo importante del mejor modo posible, por ejemplo. ¿No vale la pena esforzarse por eso? ¿Aun más que por ser rico?

—Oh, claro —respondió Garry, muy aliviado—. Pero nadie se hace rico a menos que se esfuerce justamente en eso.

Eran casi las dos de la mañana cuando Michael apagó la luz. Se acomodaron espalda con espalda, hasta que Garry preguntó en la oscuridad lo que no se había atrevido a plantear hasta entonces:

—¿Has tenido alguna noticia de Mater, Mickey?

Michael guardó silencio tanto rato que él prosiguió, impetuoso:

—He tratado de hablar de ella con papá, pero cierra el pico Y no pronuncia palabra. Lo mismo pasa con Nana, aunque ella fue un poco más allá. Dijo: «No vuelvas a mencionar el nombre de esa mujer en Weltevreden. Ella fue responsable del asesinato de Blaine». Se me ocurrió que tú podrías saber dónde está.

—En Londres —respondió Michael con suavidad—. Me escribe todas las semanas.

—¿Cuándo volverá, Mickey?

—Nunca. Ella y Pater están tramitando el divorcio.

—¿Por qué, Mickey? ¿Qué pasó para que se fuera así, sin despedirse siquiera?

—No lo sé. No dice nada. Le escribí preguntándoselo, pero no me respondió a eso.

Garry pensó que su hermano se había dormido, pero, tras largo silencio, le oyó decir, en voz tan baja que apenas pudo entenderle:

—La echo de menos, Garry. Oh, Dios, cómo la echo de menos.

—Yo también —dijo Garry, con gran respeto. Sin embargo, cada semana transcurría tan cargada de entusiasmo y experiencias nuevas que el recuerdo de su madre se diluía cada vez más.

A la mañana siguiente, Leon Herbstein llamó a Mickey a su despacho.

—Bueno, Mickey —dijo— vamos a publicar «Furia» tal como lo escribiste.

Sólo entonces comprendió Michael la importancia que esa decisión tenía para él. Durante el resto de ese día, su júbilo se vio atemperado por las reflexiones. ¿Por qué experimentaba tanto alivio? ¿Era acaso por el logro personal de ver su nombre impreso de nuevo? Si debía ser franco consigo mismo, había algo de eso pero también algo más profundo y sustancioso: la verdad. Había, escrito la verdad, y ésta se imponía. Había sido exonerado.

A la mañana siguiente, Michael bajó temprano para comprar un ejemplar del Mail. Despertó a su hermano y le leyó su artículo. Garry había llegado pocas horas antes del amanecer, tras pasar' la mayor parte de la noche en la sala de computadoras del nuevo edificio de la empresa «Courtney». Por discreta sugerencia de Shasa, David Abrahams había dispuesto que el muchacho pudiera usar el equipo con toda libertad cuando la empresa no lo necesitara. Esa mañana, Garry tenía los ojos irritados por el cansancio y la barba crecida le cubría la mandíbula. Sin embargo, se incorporó en pijama y escuchó la lectura con atención. Cuando Michael hubo terminado, se puso las gafas y volvió a leerlo con solemnidad, mientras su hermano preparaba café en el hornillo del rincón.

—Qué curioso, ¿no? —comentó Garry, al fin, No les prestamos atención. Están allí, cubriendo los turnos en una mina de «Silver River» o cosechando las uvas de Weltevreden, o sirviendo las mesas. Uno nunca piensa que tienen sentimientos, deseos, ideas, lo mismo que nosotros… hasta que se publica algo como esto.

—Gracias, Garry —dijo Michael con suavidad.

—¿Por qué?

—Porque ése es el mejor y más grande cumplido que nadie me haya hecho hasta ahora.

Ese fin de semana apenas se vieron. Garry pasó la mañana del sábado en Catastro, hasta que la oficina cerró. Luego, fue al edificio «Courtney» para ocupar la computadora en cuanto los programadores se retiraran.

Volvió al apartamento a las tres de la mañana y se metió trabajosamente en la cama. El domingo, ya avanzada la mañana, Michael le sugirió:

—Vayamos al lago del zoológico. Hace calor. Habrá muchachas tomando el sol.

Ofrecía deliberadamente el señuelo, pues ansiaba la compañía de su hermano; se sentía solo y sufría una especie de desencanto tras la ansiedad y la incertidumbre previas a la publicación del artículo; al parecer, no había provocado reacciones.

—Mira, Mickey, me encantaría ir contigo, pero quiero hacer algo con la computadora. Es domingo. La tendré todo el día a mi disposición. —Garry parecía misterioso y muy satisfecho de sí—. Es que estoy planeando algo, Mickey. Algo increíble. Ahora no puedo interrumpir ese trabajo.

Michael, solo, tomó el autobús para ir al zoológico. Pasó el día sentado en el césped, leyendo y contemplando a las chicas. Sólo consiguió sentirse más solo e insignificante. Cuando volvió a su horrible apartamento descubrió que la bolsa de Garry había desaparecido. En el espejo había un mensaje escrito con jabón: «Vuelvo a “Silver River”. Tal vez nos veamos el próximo fin de semana».

El lunes por la mañana, al entrar en las oficinas del Mail, Michael encontró al personal reunido en el medio de la sala, en nervioso silencio. Seis desconocidos revisaban los archivadores y revolvían los papeles de todos los escritorios. Ya habían llenado diez o doce grandes cajas de cartón con papeles.

—¿Qué pasa? —preguntó Michael, con inocencia.

El subdirector le echó una mirada de advertencia.

—Los señores son oficiales de Policía de Seguridad.

El oficial de civil que estaba a cargo del grupo se acercó a Michael.

—¿Quién es usted?

Cuando el muchacho dio su nombre, el policía consultó su lista.

—Ah, sí, es el que buscamos. Acompáñeme.

Condujo a Michael hasta la oficina de Leon Herbstein y entró sin llamar. El director estaba en compañía de otro desconocido, que preguntó secamente:

—Sí, ¿qué pasa?

—Llegó el que buscábamos, capitán —respondió el de Seguridad con timidez.

El extraño miró a Michael con el entrecejo fruncido, mas antes de que pudiera decir nada, Leon Herbstein intervino apresuradamente:

—No pasa nada, Michael. La Policía ha venido con una orden de incautación de la edición en la que publicamos «Furia». Traen una orden de registro para revisar las oficinas. Además, desean hablar contigo, pero no tienes porqué preocuparte.

—Yo no diría tanto —aclaró pesadamente el capitán de Policía—. ¿Fue usted el que escribió ese artículo de propaganda comunista?

—Yo escribí el artículo «Furia» —estableció Michael, con claridad.

Leon Herbstein intervino de nuevo:

—Sin embargo, fue mi decisión, como editor responsable, publicar ese artículo, por el que acepto toda la responsabilidad.

El policía, sin prestarle atención, estudió a Michael un momento antes de proseguir.

—Pero hombre, si eres apenas un chico. ¿Qué sabes tú, al fin y al cabo?

—No estoy de acuerdo con eso, capitán —protestó Herbstein, furioso—. Mr. Courtney es un periodista acreditado.

—Ja —asintió el capitán—, eso espero. —Pero siguió dirigiéndose a Michael—. ¿Qué opinas tú? ¿Te niegas a acompañarnos a la Comisaría para ayudarnos en nuestra investigación?

Michael consultó con la mirada a su director, quien se apresuró a apuntar:

—No estás obligado, Michael. No traen una orden de arresto contra ti.

—¿Para qué me necesita, capitán? —preguntó Michael, esquivando el bulto.

—Queremos saber quién te dio todo ese material subversivo que publicaste.

—No puedo revelar mis fuentes de información —dijo el muchacho, sereno.

—Si te niegas a cooperar, puedo conseguir esa orden de arresto ` —le advirtió el capitán con acento amenazador.

—Lo acompañaré —aclaró Michael—, pero no revelaré mis fuentes. Eso no es ético.

—Iré de inmediato con un abogado, Michael —prometió Herbstein—. No te preocupes, que el Mail te respaldará en todo.

—Bueno, vamos —ordenó el capitán de Policía.

Leon Herbstein acompañó a Michael a través de la sala de redacción. Al pasar junto a las cajas llenas de la literatura confiscada, el capitán observó, jactancioso:

—Vaya, qué cantidad de cosas prohibidas tienen aquí. Hasta Karl Marx y Trotsky… Eso es una porquería venenosa.

—Es material de investigación —corrigió Leon Herbstein.

—Ja, cuéntele eso al juez —rió el capitán.

En cuanto las puertas del ascensor se cerraron tras el policía y Michael, el director trotó pesadamente hasta su oficina y se apoderó del teléfono.

—Quiero una llamada urgente con Mr. Shasa Courtney, en Ciudad del Cabo. Intente comunicarse con su casa, en Weltevreden; con su oficina en el «Edificio Centaine» o con su despacho ministerial, en el Parlamento.

Shasa se encontraba en el despacho. Lo escuchó en silencio y, al terminar Herbstein su relato de lo ocurrido, dijo secamente:

—Muy bien, comuníquese de inmediato con los abogados de «Periódicos Asociados» para que vayan a la Comisaría. Luego, llame a David Abrahams, de «Courtney», y cuéntele lo ocurrido. Dígale que quiero una reacción masiva, con todo el apoyo que tengamos. Dígale también que ahora salgo en el avión de la empresa. Debe enviar una limusina al aeropuerto para que yo vaya a ver al ministro del Interior en cuanto aterrice.

Hasta Leon Herbstein, que había visto cosas así muchas veces, se dejó impresionar por esa movilización de vastos recursos.

A las diez en punto de la noche, Michael Courtney fue puesto en libertad, por orden directa del ministro del Interior. Cuando salió por la entrada principal de la Comisaría, lo hizo rodeado por seis abogados de formidable reputación, contratados por «Courtney» y «Periódicos Asociados».

Shasa Courtney esperaba en el asiento trasero de la limusina.

En cuanto Michael se acomodó a su lado, dijo, ceñudo:

—A veces, Mickey, uno se muestra demasiado sagaz para su propia conveniencia. ¿Qué diablos estás buscando? ¿Arruinar todo lo que tanto nos ha costado conseguir?

—Lo que escribí es la verdad. Pensé que tú lo comprenderías mejor que nadie, Pater.

—Lo que escribiste, hijo, es incitación. Tomado por cierta gente y utilizado con personas simples e ignorantes, tus palabras podrían servir para abrir una horrible caja de Pandora. No quiero más aventuras como ésta. ¿Entiendes, Michael?

—Entiendo, Pater —dijo el muchacho, suavemente—, pero no puedo prometerte obediencia. Lo siento, pero tengo que vivir según mi propia conciencia.

—Eres tan terco como tu condenada madre —murmuró Shasa.

Había jurado dos veces en otros tantos minutos. Michael no recordaba haberle oído hablar así en su vida. También era la primera vez que Shasa mencionaba a su madre desde la separación, y eso acalló al joven por completo. Llegaron al «Carlton» sin decir palabra. Shasa sólo volvió a hablar cuando entraron en la suite. —Bueno, Mickey —dijo, resignado—, retiro mis palabras de antes. No puedo exigirte que vivas según mis condiciones. Sigue el dictado de tu conciencia, si es preciso, pero no pretendas que corra a salvarte siempre de las consecuencias de tus actos. —Nunca esperé eso, señor —aseguró Michael, prudente—, ni lo esperaré en el futuro. —Hizo una pausa y tragó saliva con dificultad—. De todos modos, quiero agradecerte lo que acabas de hacer. Siempre has sido muy bueno conmigo.

—Oh, Mickey, Mickey —exclamó el padre, meneando la cabeza con pena—. Si pudiera transmitirte la experiencia que tanto me ha costado acumular… Si no tuvieras que cometer los mismos errores que yo cometí a tu edad…

—Siempre te he agradecido tus consejos, Pater —observó Michael, tratando de aplacarlo.

—Entonces, te regalo uno más —dijo Shasa—. Cuando te enfrentes a un enemigo invencible, no te arrojes de cabeza contra él, agitando los puños. De ese modo, sólo conseguirás romperte el cráneo. Lo que debes hacer es filtrarte por atrás y patearlo en el trasero. Luego, corre como si te llevara el diablo. —Lo tendré en cuenta, señor.

Michael sonrió y le puso un brazo sobre los hombros.

—Sé que fumas como una chimenea, hijo, pero, ¿puedo invitarte a una copa?

—Una cerveza, señor.

Al día siguiente, Michael fue a Drake’s Farm para visitar a Solomon Nduli. Quería conocer su opinión sobre el artículo y contarle las consecuencias padecidas en la Comisaría.

No fue necesario. Nduli conocía todos los detalles de su arresto e interrogatorio. Michael descubrió que era toda una celebridad en las oficinas del Assegai. Casi todo el personal negro quiso estrecharle la mano y lo felicitó por el artículo.

En cuanto quedaron solos en la oficina del director, Solomon le habló, lleno de entusiasmo.

—Nelson Mandela ha leído tu artículo y quiere conocerte —dijo.

—Pero si lo busca la Policía… Está oculto.

—Después de lo que has escrito, confía en ti —dijo Solomon—. Y lo mismo piensa Robert Sobukwe. Él también quiere volver a verte. —Al ver la reacción de Michael, perdió el entusiasmo—. A menos que te parezca demasiado peligroso para ti. Michael vaciló un instante. Luego, se decidió.

—No, por supuesto que no. Quiero hablar con ellos. Tengo muchos deseos de verlos.

Solomon Nduli no dijo nada. Se limitó a estirar el brazo por encima del escritorio para apretar el hombro de Michael. Ese gesto dio al muchacho una sensación extrañamente placentera. Era la primera señal de camaradería que recibía de un hombre negro.

Shasa ladeó el bimotor a chorro «H:S 125» para ver mejor la mina de «Silver River», trescientos metros por debajo de él.