La llegada a Ciudad del Cabo de Harold Macmillan y su cortejo engendró gran entusiasmo y expectativa, no sólo en esa ciudad, sino en todo el país.

El Primer Ministro británico cumplía así la última etapa de una larga gira por toda África, donde había visitado cada una de las colonias británicas y las naciones que componían la Commonwealth; de todas ellas, Sudáfrica era la más extensa, rica y próspera.

Su llegada representaba cosas diferentes para los distintos sectores de la población blanca. Para la comunidad angloparlante, era una afirmación de los fuertes lazos y el profundo compromiso que experimentaban para con la Metrópoli; eso venía a reforzar la tranquilizadora sensación de formar parte del amplio cuerpo de la Commonwealth y la certeza de que aún existía entre ambas naciones, tras el mutuo apoyo de un siglo y a través de terribles guerras y crisis económicas, un lazo de sangre y sufrimiento que jamás se rompería. Eso les daba la oportunidad de reafirmar su leal devoción a la reina.

Para los afrikaners nacionalistas, significaba algo muy diferente. Ellos habían librado dos guerras contra la Corona británica y, aunque muchos afrikaners se habían ofrecido voluntariamente para combatir junto a Gran Bretaña en otras dos (El Alamein y Delvill Wood eran sólo una parte de sus honores bélicos), muchos otros; incluidos casi todos los miembros del Gabinete, se habían opuesto con vehemencia a las declaraciones de guerra contra el kaiser Guillermo y Adolfo Hitler. El Gabinete nacionalista incluía a miembros que habían luchado activamente contra el apoyo bélico de Jan Smuts; muchos de los más poderosos, como Manfred De La Rey habían formado parte de la Ossewa Brandwag. Para estos hombres la visita del Primer Ministro británico era un reconocimiento de sus derechos soberanos y su importancia como gobernantes de la nación más avanzada y próspera de todo el continente africano.

Durante su estancia, Harold Macmillan se hospedó en «Groote Schuur», residencia oficial del Primer Ministro sudafricano. El momento culminante de su visita sería, un discurso ante ambas Cámaras de la legislatura: el Senado y la Cámara de Diputados reunidos. El primer día de su llegada, el visitante sería huésped de honor en una casa privada, donde conocería a los ministros del Gabinete del doctor Verwoerd, los líderes de la oposición y otros dignatarios.

Tara detestaba esas reuniones oficiales, pero Shasa insistió:

—Es parte de nuestro trato, querida. La invitación incluye específicamente a las esposas. Y tú prometiste no hacerme quedar mal en público.

Al final, ella hasta se puso los diamantes, después de varios años. Shasa se mostró agradecido, y la elogió.

—Cuando te molestas en arreglarte así, eres una verdadera belleza —le dijo.

Pero durante el viaje a «Groote Schuur», Tara se mostró silenciosa y distraída.

—Algo te tiene preocupada —observó Shasa, mientras conducía el «Rolls Royce» con una mano y encendía un cigarrillo con la otra.

—No —negó ella apresuradamente—. Es sólo la perspectiva de verme obligada a decir cosas adecuadas a un montón de desconocidos.

La verdadera razón de su actitud estaba muy lejos de ser ésa. Tres horas antes, mientras volvía de una reunión del Instituto de Mujeres, Moses le había dicho con toda tranquilidad:

—La fecha y la hora están decididas.

No hacía falta que diera detalles. Desde aquel lunes en que ella lo había recibido ante el edificio del Parlamento, a las diez de la mañana, Tara se sentía acosada día y noche por el terrible secreto.

—¿Cuándo? —susurró.

—Durante el discurso del inglés —respondió él, simplemente.

Tara hizo una mueca de dolor. La lógica de la decisión era diabólica.

—Estarán reunidas las dos Cámaras —prosiguió Moses—. Todos ellos: todos los esclavistas y el inglés, su cómplice y protector, morirán al mismo tiempo. Esa explosión será oída hasta el último rincón de nuestro mundo.

Shasa, junto a ella, bajó la tapa de su encendedor para apagar la llama.

—No será tan desagradable. Hablé con los de Protocolo para que te sienten junto a Lord Littleton. Te llevas bastante bien con él, ¿verdad?

—No sabía que estaba aquí —comentó ella, distraída.

Esa conversación parecía mezquina y fútil ante el holocausto que se aproximaba.

—Es asesor especial de Comercio y Finanzas del Gobierno británico.

Shasa aminoró la velocidad y bajó el vidrio de su ventanilla al cruzar los portones principales de «Groote Schuur». Una larga fila de limusinas avanzaba lentamente por la entrada. Mostró su invitación al capitán de la guardia y recibió su respetuosa venia.

—Buenas noches, ministro. Por favor, siga hasta la entrada principal.

«Groote Schuur» significaba «gran granero» en holandés. En otros tiempos, había sido el hogar de Cecil John Rhodes, aventurero y constructor de imperios; él la había utilizado como residencia en su época de Primer Ministro de la vieja colonia de El Cabo, antes de que la ley de 1910 unificara las provincias independientes en la actual Unión de Sudáfrica. La enorme mansión, restaurada tras un incendio, había sido legada a la nación. Era un edificio grande y sin gracia, que reflejaba el confesado gusto de Rhodes por lo bárbaro, mezclando diferentes estilos arquitectónicos que eran igualmente ofensivos, en opinión de Tara. Sin embargo, contaba con una vista espectacular de la planicie: un campo de luces que se extendía hasta la oscura silueta de las montañas, erguidas contra el cielo iluminado por la luna. Esa noche, el bullicio y el entusiasmo parecían rejuvenecer al voluminoso edificio.

Todas las ventanas estaban iluminadas. Los uniformados lacayos recibían a los invitados en cuanto bajaban de sus automóviles y les hacían pasar al vestíbulo, donde el Primer Ministro Verwoerd y Betsie, su esposa, saludaban a la prolongada fila de invitados. Tara prestó mucha más atención al huésped de honor.

Le sorprendió la estatura de Macmillan; era casi tan alto como Verwoerd. Y se parecía mucho a todas las caricaturas que de él había visto: mechones cayendo por encima de las orejas, dientes de caballo y bigote hirsuto. Su apretón de manos fue firme y seco; la voz con que la saludó, suave y sonora. Un momento después, ella y Shasa se hallaban en el salón principal, con los otros huéspedes.

Lord Littleton les salió al encuentro, siempre con su traje de etiqueta suavemente raído; la seda de las solapas mostraba el vezdún de la vejez, pero su sonrisa brillaba con auténtico placer.

—¡Bueno, querida mía, su presencia hace de esta velada una verdadera ocasión! —Dio un beso a Tara en la mejilla y se volvió hacia Shasa—. Tengo que hablarte de nuestros recientes viajes por África. ¡Fascinantes!

Y los tres se quedaron conversando animadamente. Tara olvidó por el momento, sus preocupaciones cuando exclamó:

—¡Caramba, Milord, no puede decir que el Congo sea típico del África que emerge! Librado a sus propios medios, Patrice Lumumba sería un ejemplo de lo que un líder negro puede hacer…

—Lumumba es un bandido y un traidor convicto. Tshombe, en cambio… —la interrumpió Shasa.

Y Tara contraatacó a su vez.

—Tshombe es un títere del colonialismo belga.

—Al menos, no se come a los de la oposición, como los muchachos de Lumumba interpuso Littleton, suavemente.

Tara se volvió hacia él con el fulgor de la batalla en los ojos.

—Eso no es digno de alguien que…

Se interrumpió con gran esfuerzo. Tenía órdenes de evitar las discusiones radicales y mantener su papel de abnegada esposa rica.

—Oh, todo esto es muy aburrido —comentó—. Hablemos del teatro londinense. ¿Qué hay en cartelera en estos momentos?

—Bueno, antes de partir vi The Caretaker, la última pieza de Pinter.

Littleton había aceptado el cambio de tema. Shasa echó un vistazo por el salón. Manfred De La Rey lo observaba con aquellos tensos ojos claros. Al cruzar su mirada con la de él, inclinó bruscamente la cabeza.

—Discúlpenme un momento —murmuró Shasa.

Pero Littleton y Tara estaban tan entretenidos en la conversación, que apenas le vieron alejarse para reunirse con Manfred y su escultural esposa alemana.

Manfred siempre parecía molesto cuando vestía el frac; el cuello almidonado de la camisa se le clavaba en el grueso cuello, dejándole una vívida marca roja.

—Y bien, amigo mío —dijo a Shasa, burlón—, parece que los morenitos de Sudamérica les dieron una paliza desde sus caballos, ¿no?

La sonrisa de Shasa vaciló un poco.

—Perdimos ocho a seis; no se puede decir que haya sido una masacre —protestó.

Pero a Manfred no le interesaba su defensa. Lo cogió del brazo y se inclinó hacia él, sin perder su sonrisa jovial.

—Aquí está pasando algo sucio —dijo.

—¿Sí? —Shasa, con una sonrisa desenvuelta, hizo una señal de aliento.

—Macmillan se ha negado a mostrar al doctor Henk una copia del discurso que va a pronunciar mañana.

—¡Ah! —Esta vez, a Shasa le costó mantener la sonrisa. Si era cierto, el Primer Ministro británico estaba cometiendo una flagrante falta de etiqueta. Era habitual, como muestra de cortesía, permitir que Verwoerd estudiara el texto para poder preparar una réplica.

—Va a ser un discurso importante —prosiguió Manfred.

—Sí —convino Shasa con él—. Maud volvió a Londres para consultar con él y ayudarle a redactarlo. Seguramente, lo han estado puliendo desde entonces.

Sir John Maud era el alto comisionado británico en Sudáfrica. El hecho de que hubiera sido llamado a Londres subrayaba la gravedad de la situación.

—Usted es amigo de Littleton —observó Manfred, en voz baja—. Trate de sonsacarle algo, siquiera una sugerencia de lo que Macmillan va a decir.

—Dudo de que sepa mucho. —Shasa seguía sonriendo por si alguien los observaba—. Si me entero de algo, se lo haré saber.

La cena se sirvió con la magnificencia de costumbre, pero se trataba de la habitual obra blanda y tibia de los cocineros oficiales; Shasa estaba seguro de que cumplían su aprendizaje en los ferrocarriles. Los vinos blancos eran dulces e insípidos, pero el tinto era un «Cabernet Sauvignon» de Weltevreden, cosecha 1951. Shasa había influido sobre la elección donando varias botellas de su propiedad para el banquete; lo apreció como comparable al mejor burdeos. Era una pena que el blanco fuera tan malo. No había motivos para ello, puesto que el clima y el suelo eran los adecuados. Weltevreden siempre se había dedicado al tinto, pero esa noche Shasa resolvió mejorar sus propios blancos, aunque para eso debiera contratar otro especialista en Alemania o Francia y hasta comprar otro viñedo en la zona de Stellenbosch.

Los discursos fueron misericordiosamente breves y ligeros: una corta bienvenida por parte de Verwoerd y el agradecimiento, igualmente corto, de Macmillan. En derredor de Shasa, la conversación no se apartó de temas tan candentes como la reciente derrota del equipo de polo frente a los argentinos, el estado de Denis Compton y la última victoria de Stirling Moss en las Mille Miglia. En cuanto el banquete terminó, Shasa buscó a Littleton, que seguía disfrutando a fondo el placer de la compañía de Tara.

—No veo la hora de llegar a mañana —comentó a Littleton, en tono desenvuelto—. Dicen que «Súper Mac» piensa lucirse.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Littleton.

Pero Shasa apreció el súbito cambio en su mirada y la cautela que le congeló la sonrisa.

—¿Puedo hablar contigo un momentito? —preguntó, serenamente. I Después de disculparse ante Tara, agarró a Littleton por el codo y, charlando amigablemente, lo llevó por las puertas de vidrio hasta la galería cubierta de parras.

—¿Qué está pasando, Peter? —preguntó, bajando la voz—. ¿No hay nada que puedas decirme?

La relación entre ambos era íntima y databa de tiempo. Una pregunta tan directa no podía ser pasada por alto.

—Te seré franco, Shasa —respondió Littleton—. Mac se guarda algo en la manga. No sé qué es, pero piensa causar sensación. La Prensa de nuestro país está alertada. Creo que será una importante declaración política.

—¿Alterará algo entre nosotros? El comercio preferencial, por ejemplo.

—¿El comercio? —Littleton rió entre dientes—. No, por supuesto; el comercio no se altera por nada. No puedo decirte más que eso. Tendremos que esperar a mañana.

En el trayecto de regreso, ni Tara ni Shasa dijeron una palabra hasta que el «Rolls Royce» cruzó los portones. Entonces, ella habló con voz tensa y vacilante:

—¿A qué hora será el discurso de Macmillan? —preguntó.

—La sesión especial, a las once —respondió Shasa, aunque estaba pensando en lo que Littleton le había dicho.

—Quería estar en la galería de visitantes. He pedido a Tricia que me consiga un pase.

—Ah, pero la sesión no se llevará a cabo en la Cámara. No alcanzan los asientos. Será en el comedor, y no creo que permitan la entrada a visitantes…

Se interrumpió para mirar a su mujer con atención. Ella había palidecido mortalmente a la luz de los faros.

—¿Qué pasa, Tara?

—En el comedor —repitió ella, sofocada—. ¿Estás seguro?

—Por supuesto. ¿Te ocurre algo, querida?

—Sí… ¡no! No me pasa nada. Sólo un poco de acidez. Esa maldita cena…

—Horrible —reconoció él, y volvió su atención a la carretera.

«El comedor —pensó ella, casi aterrorizada—. Tengo que advertir a Moses de que no puede hacerlo mañana. Todo su trabajo no serviría de nada. Debo avisarle».

Shasa la dejó ante la puerta de la casa y llevó el coche a los garajes. Cuando volvió, ella se encontraba en el saloncito azul. Los sirvientes, que los habían esperado sin acostarse, como siempre, estaban sirviendo chocolate caliente con bizcochos. El valet de Shasa le ayudó a ponerse un batín de terciopelo marrón. Las criadas revoloteaban alrededor, ansiosas, hasta que Shasa las despidió.

Tara siempre se había opuesto a esa costumbre.

—No me costaría nada calentar un poco de leche. Y tú podrías ponerte el batín sin necesidad de ayuda —se quejó, cuando los sirvientes se hubieron retirado—. Es feudal y cruel mantenerles en pie hasta estas horas.

—Tonterías, querida. —Shasa se sirvió un coñac para acompañar el chocolate—. Ellos dan tanto valor como nosotros a esta tradición. Así se sienten indispensables y parte de la familia. Además, al cocinero le daría un ataque si te entrometieras en su cocina.

Se dejó caer en su sillón favorito. En tono serio comenzó a hablarle como en los comienzos de la vida conyugal, cuando ambos aún se llevaban bien.

—Se está preparando algo que no me gusta. Estamos en el comienzo de la nueva década, la de los 60, y tenemos casi doce años de gobierno nacionalista a nuestras espaldas. Ninguna de mis peores predicciones se ha cumplido; sin embargo, experimento cierta intranquilidad. Tengo la sensación de que estábamos en el punto más alto de la marea y que, ahora, las aguas están descendiendo. Mañana bien puede ser el día en que se inicie la marea baja… —se interrumpió con una sonrisa avergonzada—. Perdona. Ya sabes que no suelo permitirme estas fantasías —agregó, sorbiendo su chocolate y su coñac en silencio.

Tara no sentía la menor solidaridad para con él. Habría querido decirle muchas cosas, lanzarle muchas recriminaciones, mas no se atrevía a hablar. Una vez que empezara, quizá perdiera el dominio de sí y dijera demasiado. Bien podía jactarse del horroroso castigo que les esperaba, a él y a todos cuantos se le parecían. Por otra parte, no convenía prolongar esa conversación íntima. Necesitaba quedar libre para ir en busca de Moses y advertirle que debían cambiar la fecha. Por lo tanto, se levantó.

—Ya sabes lo que pienso; no hace falta que lo discutamos. Me voy a la cama. Discúlpame.

—Sí, por supuesto. —Él se levantó en un gesto cortés—. Voy a pasar algunas horas trabajando. Tengo que revisar mis notas para la reunión de mañana por la tarde con Littleton y su equipo. No te preocupes por mí.

Tara se aseguró que Isabella estuviera durmiendo en su cuarto; luego, pasó a sus habitaciones y cerró la puerta. Cambió su vestido largo y sus joyas por un suéter oscuro y vaqueros, se preparó un cigarrillo de cáñamo indio y, mientras fumaba, esperó quince minutos, dando tiempo a Shasa para que se pusiera a trabajar. Por fin, apagó las luces. Dejó caer la colilla en el inodoro e hizo correr el agua antes de volver al pasillo, cerrando la puerta con llave por si a Shasa, por extraña casualidad, se le ocurría ir en su busca. Después, bajó por la escalera de atrás.

Mientras cruzaba la ancha galería, avanzando en silencio y pegada a las sombras de la pared, sonó un teléfono en el ala de la biblioteca. Ella quedó involuntariamente petrificada; el corazón le palpitaba contra las costillas. De inmediato se dio cuenta de que la llamada correspondía a la línea privada de Shasa. Iba a seguir su camino cuando oyó la voz del marido. Aunque las cortinas estaban corridas, las ventanas del estudio permanecían abiertas y, se veía la sombra de su cabeza contra la tela.

—¡Kitty! Kitty Godolphin, mi pequeña bruja. Debí haber imaginado que estarías aquí.

El nombre sobresaltó a Tara, llenándola de recuerdos asediantes, pero no resistió la tentación de aproximarse más a las cortinas.

—Tú siempre olfateas la sangre, ¿no? —continuó Shasa, y la réplica telefónica lo hizo reír entre dientes—. ¿Dónde estás? Ah, en el «Nelson». —(El «Mount Nelson» era el mejor hotel de Ciudad de El Cabo)—. ¿Y qué estás haciendo? Ahora mismo, claro. Sí, ya sé que son las dos de la mañana, pero cualquier hora es buena. Tú misma me lo dijiste hace tiempo. Tardaré una hora en llegar allí. Si vas a hacer algo, sea lo que fuere, no empieces sin mí.

Cortó, y Tara vio su sombra contra las cortinas cuando, él se levantó del escritorio. Entonces, corrió hasta el extremo de la larga galería y saltó al arriate de hortensias, donde se agazapó entre los arbustos. A los pocos minutos, Shasa apareció, por la puerta lateral, con una gabardina oscura sobre el batín. Fue directamente a las cocheras y se alejó en el Jaguar A pesar de la prisa que llevaba, condujo lentamente al cruzar los viñedos, para no llenar de polvo sus preciosas uvas. Tara, que seguía con la vista las luces traseras del coche, lo odió como nunca en su vida. Creía haberse acostumbrado a sus aventuras de mujeriego, pero era como un gato de albañal en celo: no había mujer que estuviera a salvo; resultaba ridículo que Shasa demostrara tanta indignación moralista por la conducta de Sean, su propio hijo, puesto que era idéntica a la de él.

Kitty Godolphin… Volvió mentalmente a su primer encuentro con la periodista y a la reacción que la mujer había tenido ante la mención del nombre de Shasa. Ahora comprendía el motivo.

—Oh, Dios, cómo lo odio. No tiene rastros de conciencia ni de piedad. ¡Merece morir! —Lo dijo en voz alta, y, de inmediato, se apretó la boca con la mano—, «no debí haberlo dicho, pero es verdad. Merece morir y yo merezco verme libre de él, para reunirme con Moses y con mi hijo».

Se levantó de entre las hortensias, sacudiéndose la tierra de los pantalones, y cruzó los prados a paso rápido. La luna estaba en cuarto creciente, mas su luz bastaba para arrojar sombras delante de ella. Fue un alivio entrar en el viñedo y escurrirse por entre los surcos de vides, densas de follaje y frutas. Rodeó el lagar y los establos hasta llegar a las cabañas de los sirvientes.

Había puesto a Moses en el último cuarto de la segunda hilera; su ventana daba al viñedo. Cuando ella golpeó con suavidad el cristal de la ventana, su respuesta fue inmediata: Moses tenía el sueño ligero como un gato salvaje.

—Soy yo —susurró.

—Espera —dijo él—. Ya te abro.

Apareció en el vano de la puerta, enorme y desnudo, con excepción de unos pantalones cortos; su cuerpo brillaba a la luz de la luna como alquitrán seco.

—Has hecho una tontería al venir —dijo. La tomó del brazo para arrastrarla a la única habitación—. Lo estás arriesgando todo.

—Escúchame, Moses, por favor. Tenía que decirte algo. No se puede hacer mañana.

Él la miró con desprecio.

—Nunca has sido una verdadera hija de la revolución.

—No, no, hablo en serio. Te amo y haría cualquier cosa por ti, pero han cambiado las cosas. La reunión no se celebrará en la sala en donde has puesto los explosivos, sino en el comedor del Parlamento.

Él la miró con fijeza durante un segundo más. Luego giró en redondo y se acercó al angosto armario empotrado para ponerse el uniforme.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.

—Debo avisar a los otros. Ellos también corren peligro.

—¿Qué otros? —preguntó Tara—. No sabía que hubiera otros.

—Tú sabes sólo lo que es preciso —cortó él con brusquedad—. Necesito el «Chevrolet». ¿Podré salir sin problemas?

—Sí. Shasa no está. Se ha ido. ¿Puedo acompañarte?

—¿Estás loca? Si la Policía encontrara a un negro con una blanca a esta hora de la noche… —No acabó la frase—. Tienes que volver a la casa y hacer una llamada telefónica. Aquí tienes el número. Atenderá una mujer y tú le dirás: «Chita va hacia allá; llegará dentro de treinta minutos. Eso será todo. Luego, cortarás».

Moses condujo el «Chevrolet» por el laberinto de callejuelas del Distrito Seis, el viejo barrio malayo. Durante el día era una colorida y próspera comunidad de pequeños negocios: almacenes generales, sastres, hojalateros y carniceros ocupaban las plantas bajas de los decrépitos edificios victorianos; de los hierros forjados de los balcones altos pendía un festival de ropa tendida. En las retorcidas calles resonaban los gritos de los vendedores callejeros, las luctuosas bocinas de los pescadores itinerantes y la risa de los chicos.

Al caer la noche, los comerciantes cerraban sus locales y abandonaban las calles a las pandillas, los rufianes y las prostitutas, Algunos juerguistas blancos, los más atrevidos iban por las noches para escuchar a los músicos de jazz que tocaban en las atestadas tabernas o para buscar alguna bonita compañera de color… por la emoción del peligro que por la satisfacción física.

Moses estacionó el «Chevrolet» en una oscura calle lateral. Las leyendas escritas en las paredes declaraban esa zona como territorio de los Chicos Rudos, una de las bandas callejeras más famosas. Llevaba apenas unos segundos esperando cuando el primer pandillero apareció entre las sombras: un chicuelo con cuerpo d niño y cara de viejo cruel.

—Cuídalo bien. —Moses le arrojó un chelín de plata—. Si al volver encuentro las cubiertas cortadas, te dejaré la espalda igual. El chico le sonrió perversamente.

Moses ascendió por la escalera oscura y estrecha hasta el «Club Torbellino». En el descansillo, una pareja hacía el amor furiosamente contra la pared. Cuando Moses pasó junto a ellos, casi rozándolos, el blanco volvió la cara hacia el lado opuesto, aunque le hizo perder el ritmo.

Ante la puerta del club, alguien lo estudió unos instantes por la mirilla antes de dejarle entrar. El salón, largo y atestado, estaba lleno de humo; allí se mezclaban el tabaco y el olor dulzón de la marihuana. La clientela incluía a todo espectro social, desde pandilleros que vestían túnicas vistosas y corbatas anchas, hasta blancos con traje de etiqueta. Sólo las mujeres eran de color en su totalidad.

Dollar Brand y su cuarteto estaban tocando un dulce jazz sentimental y todo el mundo escuchaba en silencio. Nadie levantó siquiera la vista cuando Moses se deslizó a lo largo de la pared, hasta la puerta del extremo opuesto. Pero los hombres que la custodiaban lo reconocieron y se hicieron a un lado para darle paso.

En la trastienda había un solo hombre, sentado ante una mesa de juego, bajo una lámpara de pantalla verde. Un cigarrillo se consumía entre sus dedos. Su rostro tenía la palidez de la masilla, sus ojos eran implacables fosos oscuros.

—Has sido un idiota al convocar una reunión en estos momentos, sin buenos motivos —dijo Joe Cicero—. Los preparativos están hechos. No hay nada que discutir.

—Pues tengo buenos motivos —aseguró Moses, y se sentó en la silla desocupada, frente a él, mirándolo por encima del paño verde.

Joe Cicero escuchó sin inmutarse. Cuando Moses hubo terminado, se apartó el lacio cabello de la frente, con el dorso de la mano. Moses había aprendido a interpretar ese gesto como señal de agitación.

—No podemos desmantelar la ruta de escape y volver a organizarla más adelante. Esas cosas llevan tiempo. El avión ya está en su puesto.

Era un «Aztec», alquilado a una empresa en Johannesburgo. El piloto, profesor de filosofía política en la Universidad de Witwatersrand, tenía licencia de aviador particular y era miembro secreto del Partido Comunista Sudafricano.

—¿Cuánto tiempo puede esperar allí? —preguntó Moses. Cicero hizo un rápido cálculo.

—Una semana, como máximo.

El sitio de encuentro era una pista no registrada, en una gran finca de Namaquanaland, abandonada por su desalentado propietario después de una gran sequía. Desde allí se podía llegar, en cuatro horas de vuelo, a Bechuanaland, el protectorado británico situado contra la frontera nororiental de la Unión Sudafricana. Allí se había conseguido asilo político para Moses; era el principio de la tubería que trasladaba a casi todos los fugitivos políticos hacia el Norte.

—Una semana ha de bastar —dijo Moses—. Con cada hora el peligro aumenta. Lo haré en cuanto esté seguro de que Verwoerd ocupará su sillón.

Eran las cuatro de la mañana cuando Moses salió del «Club Torbellino» y bajó hacia el «Chevrolet».

Kitty Godolphin estaba sentada en el centro de la cama, desnuda y cruzada de piernas, con el desvergonzado candor de una criatura.

Físicamente había cambiado muy poco desde los días en que Shasa la conociera. Su cuerpo había madurado un poco; los senos tenían más peso y los pezones se habían oscurecido. Ya no se veía el costillar bajo la piel clara y suave, pero seguía teniendo las nalgas tan delgadas como las de un muchacho y los mismos miembros largos y esbeltos de un potrillo. Tampoco había perdido el aire de franca inocencia, esa aura de juventud eterna que tanto contrastaba con la cínica dureza de su mirada. Le estaba hablando del Congo. Había pasado allí los últimos cinco meses, reuniendo un material que, sin duda alguna, la haría candidata a su tercer «Emmy», confirmando su éxito como periodista televisiva norteamericana. Hablaba con la voz sofocada de una ingenua.

—Atraparon a tres agentes simbas y los juzgaron bajo mangos, ante el hospital incendiado; por desgracia, cuando los sentenciaron a muerte ya había poca luz para filmar. Regalé al comandante mi reloj «Rolex» y él, a cambio, postergó las ejecuciones hasta que el sol saliera, para que Hank pudiera filmar. Resultan unas secuencias increíbles. A la mañana siguiente, hicieron desfilar desnudos a los condenados por el mercado; las mujeres de la zona regateaban por las diversas partes de sus cuerpos, porque los bahas siempre han sido caníbales. Cuando los tres estuvieron vendidos en su totalidad, los llevaron al río y les dispararon un solo tiro en la cabeza para no estropear su carne. Los descuartizaron allí mismo, en la ribera, mientras las mujeres hacían cola para reclamar sus porciones.

Estaba tratando de espantarlo. A Shasa le irritó comprobar que lo había conseguido.

—¿De qué lado estás, amor mío? —le preguntó con amargura—. Hoy entrevistas a Martin Luther King, llena de solidaridad y mañana retratarás el peor salvajismo de África.

Ella soltó una risa grave que siempre lo excitaba.

—Y un día después filmo a los imperialistas británicos pactando con tu banda de matones, mientras tú apoyas el pie en el cuello de tus esclavos.

—Maldición, Kitty. ¿Qué estás… qué tratas de hacer?

—Captar la realidad —respondió ella con toda sencillez.

—Cuando la realidad no se ajusta con tu punto de vista sobornas a alguien con un «Rolex» para alterarla.

—Te he hecho enfadar —rió ella, encantada.

Él se levantó de la cama para ir en busca de la ropa que había dejado en el respaldo de una silla.

—Cuando te enojas pareces un niñito —agregó Kitty.

—Dentro de una hora será de día. Debo volver a casa para cambiarme. A las once tengo una cita con mis negreros imperiales.

—Claro, quieres estar presente para que «Súper Mac» te diga cuántos deseos tiene de comprarte oro y diamantes… y qué poco le importa si chorrean sangre y sudor.

—Está bien, queridita —la interrumpió él—. Por esta noche basta. —Se puso los pantalones. Mientras se ponía bien los faldones de la camisa, agregó, sonriente—: ¿Por qué será que siempre elijo a mujeres drásticas y vociferantes?

—Porque te gusta el estímulo —sugirió ella.

Shasa meneó la cabeza mientras tomaba el batín de terciopelo. Prefiero hacer el amor. Y hablando de eso, ¿cuándo volveremos a vernos?

—Caramba, a las once en el Parlamento, por supuesto. Trataré de captarte en la filmación, ya que eres muy fotogénico, cariño. El se acercó a la cama y se inclinó para besar aquella sonrisa angelical.

—Jamás entenderé qué es lo que veo en ti —aseguró.

Aún seguía pensando en ella cuando bajó al estacionamiento del hotel y limpió de rocío el parabrisas de su «Jaguar». Era asombroso que esa mujercita hubiera podido mantenerle interesado por ella durante tantos años. Eso no lo había logrado antes ninguna mujer, salvo Tara. Cuando pensaba en lo bien que se llevaba con Kitty, se sentía tonto. Aún podía llenarle de deseos eróticos, excitarle con sus triquiñuelas. Después del amor, lo dejaba jubiloso y maravillosamente vivo. Sí, le gustaba discutir con ella.

«Por Dios, no he pegado ojo en toda la noche, pero me siento como un campeón del Derby. ¿No estaré todavía enamorado de esa zorra?»

Condujo al «Jaguar» por el largo camino bordeado de palmeras, siempre pensando en ella, en aquella oportunidad en que él le había propuesto matrimonio y en su indiscutible rechazo. Cruzó los portones del hotel y tomó por la carretera principal que rodeaba el viejo distrito malayo. Al pie de la calle Roeland se resistió a la tentación de pasar con luz roja. Aunque era improbable que cruzara otro vehículo a esa hora de la mañana, frenó con toda responsabilidad. Se llevó una sorpresa al ver que otro coche salía a gran velocidad de la estrecha callejuela y giraba frente a su «Jaguar».

Era un «Chevrolet» verde mar. No le hizo falta mirar los números de la matrícula para saber que se trataba del de Tara. Los faros del «Jaguar» iluminaron el interior del «Chevrolet» y, por un instante, el rostro del conductor quedó bien a la vista. Era el nuevo chofer de Tara. Shasa sólo lo había visto dos veces: una, en Weltevreden; otra, en el Parlamento. Pero vio que el conductor iba sin gorra y vio que pudo fijarse con toda claridad en la forma de la cabeza.

Como había ocurrido en las dos ocasiones anteriores, Shasa tuvo la fuerte sensación de que ya lo conocía, pero el recuerdo estaba desdibujado por el tiempo y se borró ante el fastidio. Al chofer no se le permitía utilizar el «Chevrolet» con fines propios; sin embargo, allí estaba, en plena madrugada, conduciéndose como si el vehículo le perteneciera.

El «Chevrolet» se alejó a buena velocidad. Por lo visto, el chofer había reconocido a Shasa y así probaba su culpabilidad. Su primer impulso fue darle caza, pero el semáforo aún estaba en rojo de su lado y, mientras esperaba la luz verde, tuvo tiempo de reflexionar. Estaba de muy buen humor y no quería arruinar ese ánimo con cosas desagradables. Además, cualquier enfrentamiento y discusión a las cuatro de la mañana sería indigno, llevarían a inevitables preguntas sobre su propia presencia a esas horas en esa zona, famosa por sus burdeles. Ya habría mejor oportunidad para ajustar cuentas con aquel hombre. Shasa le dejó pero sin perdonarlo ni olvidar.

Dejó el «Jaguar» en la cochera de Weltevreden. El «Chevrolet» verde estaba en su sitio, al final de la línea de autos, entre el «MG» de Garry y el «Land-Rover» de Shasa. Al pasar, puso una mano sobre el capó del vehículo: aún estaba caliente y el metal crujía al enfriarse. Con un gesto de satisfacción, subió a la casa, divertido por la necesidad de escurrirse hasta sus habitaciones como si fuera un ladrón.

Aún se sentía alegre y despreocupado cuando se sentó a desayunar, tarareando una cancioncilla, y llenó su plato de huevos y tocino. Era el primero en bajar, pero Garry entró un minuto después apenas.

«El patrón debe ser siempre el primero en llegar y el último en irse», había enseñado a Garry, y el chico lo tomaba al pie de la letra. «No, ya no es un chico», se corrigió, estudiándolo. Su hijo medía un par de centímetros menos de estatura que él; más, lo superaba en anchura de hombros y en desarrollo pectoral. Con frecuencia, Shasa lo oía gruñir al levantar las pesas. El muchacho acababa de afeitarse, pero su mentón presentaba la sombra de una barba que, al atardecer, requeriría otra vez de la navaja. Su cabello, a pesar del fijador, ya se estaba levantando en rebeldes remolinos.

Se sentó junto a Shasa, tomó un bocado de tortilla y de inmediato, comenzó a hablar de negocios.

—Ese hombre ya no está a la altura de su puesto, Pater. Necesitamos un hombre más joven para ese trabajo, sobre todo ahora que la mina de «Silver River» va a aumentar las responsabilidades.

—Pero hace veinte años que está con nosotros, Garry —objetó Shasa con suavidad.

—No estoy sugiriendo que lo despidamos, papá, sino que le permitamos jubilarse. Ya tiene casi setenta años.

—La jubilación será su muerte.

—Y si no se jubila él será la muerte de la empresa.

—Está bien —suspiró el padre. Garry tenía razón, por supuesto—. Pero yo hablaré personalmente con él.

—Gracias, papá. —Las gafas de Garry relucieron en señal de victoria.

—Hablando de la mina de «Silver River»: tengo todo arreglado para que comiences tu aprendizaje allí en cuanto te examines. Garry pasaba más tiempo en la empresa que en la Escuela de Comercio. Por eso, aún le faltaba pasar un examen para obtener su título de Comercio. Iba a examinarse la semana siguiente, para trabajar después durante uno o dos años en la mina de «Silver River».

—Después de todo, ahora es más importante que la mina «H’ani».

Quiero que te acerques cada vez más al meollo de las cosas.

Las gafas de Garry dejaron traslucir un fulgor de expectativa.

—Oh, qué ganas tengo de trabajar de verdad, después de pasarme todos estos años entre libracos…

Michael irrumpió en el comedor sin aliento.

—Menos mal, Pater. Temía que ya te hubieras ido.

—Tranquilo, Mickey —le advirtió Sasha—, o te va a estallar algún vaso sanguíneo. Siéntate a desayunar.

—No tengo hambre. —Michael se sentó frente a su padre—. Quería hablar contigo.

—Bien, dispara —le invitó Shasa.

—Aquí no. ¿Podríamos hablar en la sala de armas?

Los tres se pusieron serios. La sala de armas sólo se usaba en las ocasiones más importantes. Una petición como ésa no podía ser tomada a la ligera.

Shasa echó un vistazo a su reloj.

—Ten en cuenta que Macmillan va a pronunciar un discurso ante las dos cámaras, Mickey.

—Lo sé, Pater, pero esto no llevará mucho tiempo. Por favor, señor.

El hecho de que lo llamara señor destacaba la seriedad de la solicitud, pero a Shasa no le gustó que su hijo hubiera elegido esa ocasión. Cada vez que deseaba presentarle un asunto discutible, lo hacía cuando él tenía muy poco tiempo para contestar. Ese chico era tan ladino como su madre, e hijo suyo de pies a cabeza, tanto en lo físico como en lo espiritual.

—Diez minutos, ni uno más —concedió, renuente—. ¿Nos disculpas, Garry?

Y abrió la marcha por el pasillo. En cuanto hubieron entrado a la sala de armas, echó la llave a la puerta.

—Muy bien —dijo, instalándose en su sitio habitual, frente al hogar—. ¿De qué se trata, hijo?

—He conseguido trabajo, papá. —Michael estaba otra vez sin aliento.

—Trabajo. Sí, sé que tienes trabajo de media jornada como corresponsal del Mail. Me gustó mucho tu informe sobre el partido de polo. Tú mismo me lo leíste. Y era muy bueno… —Shasa esbozó una abierta sonrisa—. Cinco líneas excelentes.

—No, señor. Ahora tengo un trabajo de jornada completa. Hablé con el director del Mail y me han ofrecido empleo como aspirante. Comienzo el primero del mes próximo.

La sonrisa de Shasa se disolvió en una mueca de disgusto.

—Estás bromeando, Mickey, ¡qué joder! ¿Y los estudios?, todavía te faltan dos años de universidad.

—Hablo en serio, señor. Trabajar en el periódico será mejor que estudiar.

—No. —Shasa levantó la voz—. No, te lo prohíbo. No quiero que dejes los estudios sin haberte doctorado.

—Lo siento, señor, pero es cosa decidida.

Michael estaba pálido y trémulo, pero tenía aquella expresión obstinada que tanto enfurecía a Shasa.

—Ya sabes cuáles son mis reglas —dijo, conteniéndose—. A todos vosotros os las he explicado con claridad. Mientras hagas las cosas a mi modo, te daré ayuda ilimitada. Si actúas por tu cuenta quedarás a tu suerte… —Tomó aliento para decir las últimas palabras, sorprendido ante el dolor que aún le causaban—: Como Sean.

Por Dios, cuánto echaba de menos a su hijo mayor.

—Sí, señor —asintió Michael—, conozco las reglas.

—¿Y bien?

—Tendré que hacerlo, señor. No hay otra cosa que yo desee hacer en mi vida. Quiero aprender a escribir. No quiero ir contra tu voluntad, Pater, pero será preciso.

—Esto es obra de tu madre —observó Shasa, fríamente—. Ella te ha metido en esto.

—Mamá lo sabe —respondió Michael con aire de timidez— mas la decisión es sólo mía, señor.

—¿Queda bien entendido que con esto renuncias a toda ayuda económica de mi parte? Una vez que abandones esta casa no recibirás un centavo de mí. Tendrás que vivir con tu sueldo de aspirante.

—Comprendo, señor.

—Muy bien, Michael, vete.

El muchacho puso cara de asombro.

—¿Eso es todo, señor?

A menos que tengas alguna otra noticia que darme.

—No, señor. —Michael se encogió de hombros—. Sólo me falta decirte que te quiero mucho, Pater, y agradecerte todo lo que has hecho por mí.

—Tienes un modo muy extraño de demostrar ese agradecimiento, si no te molesta que te lo diga —observó Shasa, encaminándose hacia la puerta.

Iba a medio camino hacia la ciudad, conduciendo el «Jaguar» a buena velocidad por la nueva autopista, cuando acabó de recobrarse de esa afrenta. La decisión de su hijo no le parecía otra cosa. De pronto, comenzó a pensar otra vez en periódicos. El público siempre había ridiculizado ese extraño impulso suicida que lleva a tantos triunfadores, en la madurez, a adquirir un periódico. Se sabía que era sumamente difícil sacar una ganancia razonable de ese tipo de empresas. En secreto, Shasa había sentido siempre la furtiva tentación de permitirse esa locura de rico.

—No darán muchos beneficios —musitó en voz alta—, pero, ¡qué poder! ¡Qué influencia sobre el pensamiento de la gente!

En Sudáfrica, la prensa angloparlante era histéricamente antioficialista; la de los afrikaans, aduladora y abyecta esclava del Partido Nacionalista. El hombre pensante no podía confiar en una ni en la otra.

—Un periódico angloparlante que estuviera dirigido a la comunidad empresarial, sin compromisos políticos —planteó, no por primera vez—. ¿Y si comprara uno de los periódicos más pequeños, más débiles, para levantarlo? Cuando se divulguen los dividendos que la mina de «Silver River» va a pagar este año nos encontraremos hundidos en dinero hasta las orejas. —De pronto, sonrió—. Debo de estar volviéndome senil, pero al menos podré asegurar el trabajo a mi hijo, el periodista sin diploma.

La idea de poner a Michael como director de un periódico importante e influyente le resultaba cada vez más atractiva.

—Sin embargo, me gustaría que ese pequeño tonto terminara primero sus estudios —gruñó.

Casi le había perdonado ya por la traición. Mientras estacionaba el «Jaguar» en la zona reservada para los ministros del Gabinete, se dijo: «Claro que le voy a pasar una mensualidad decente. La amenaza ha sido sólo para asustarle».

Entró en el edificio cargado de entusiasmo y expectativa: el vestíbulo estaba atestado de senadores y parlamentarios; los grupos de políticos se disolvían y volvían a formarse, en el intrincado juego de corrientes cruzadas que tanto fascinaba a Shasa. Él era experto en esas cosas y sabía apreciar la importancia de que determinada persona estuviera hablando con otra determinada persona Y porqué.

Tardó casi veinte minutos en llegar al pie de la escalinata; siendo uno de los primeros actores, se sentía inexorablemente atraído hacia el teatro sutil del poder y los favores. Escapó con el tiempo justo para correr a su despacho, donde Tricia lo esperaba, preocupada.

—Oh, Mr. Courtney, todo el mundo lo está buscando. Telefoneó Lord Littleton y la secretaria del Primer Ministro le dejó un mensaje —dijo, siguiéndolo al despacho interior, mientras leía las anotaciones de su bloc.

—Trate de comunicarme primero con la secretaria del Primer Ministro. Después, con Lord Littleton —indicó él, sentándose a su escritorio.

De pronto, frunció el entrecejo; acababa de ver algunas motas blancas sobre el secante, como si fueran de tiza. Las barrió con la mano, irritado. Iba a ordenar a Tricia que hablara con el personal de limpieza, pero ella seguía leyéndole compromisos y contaba con una hora para liquidar los asuntos principales de esa lista antes de que se iniciara la sesión conjunta.

En seguida, respondió a las preguntas que la secretaria de Verwoerd quería hacerle. Tenía las respuestas en la cabeza y no necesitaba recurrir a su personal. De inmediato, lo comunicaron con Littleton, quien deseaba proponerle otro tema para la reunión de la tarde. Una vez que estuvieron de acuerdo, Shasa preguntó lleno de tacto:

—¿Averiguaste algo sobre los discursos de esta mañana? —Por desgracia, no, amigo mío. Estoy tan a oscuras como tu. Al inclinarse sobre el escritorio para colgar el auricular, Shasa reparó en otro trocito de tiza sobre el secante. Iba a barrerlo con la mano, pero se detuvo y levantó la vista, tratando de averiguar de dónde había caído. Había un pequeño agujero en el techo rodeado de finísimas grietas. Con el ceño tormentoso, oprimió la llave del intercomunicador.

—Por favor, Tricia, venga un momento. —Cuando la vio aparecer en el vano de la puerta le indicó el techo—. ¿Qué sabe de eso?

La muchacha, desconcertada, se detuvo junto a su silla y ambos levantaron la nariz para inspeccionar el daño.

—Ah, ya sé. —Tricia parecía aliviada—. Aunque se supone que no debo decirle nada.

—¡Hable, mujer! —exigió Shasa.

—Su esposa dijo que estaba planeando hacer ciertos cambios en el despacho para darle una sorpresa, Mr. Courtney. Supongo que pidió a Mantenimiento que hicieran el trabajo.

—¡Maldición! —A Shasa no le gustaban las sorpresas que alteraban su cómoda existencia. Le gustaba su despacho tal como estaba y no quería que nadie se entrometiera en él; mucho menos una persona con el detestable gusto vanguardista de Tara.

—Creo que también piensa cambiar las cortinas —agregó Tricia, con aire inocente.

Tara Courtney no le inspiraba ninguna simpatía; la consideraba hueca, falsa y ladina. No le gustaba su actitud irrespetuosa para con Shasa. ¿Por qué no sembrar algunas semillas de discordia? Si Shasa quedaba libre, existía una remota posibilidad de que se fijara en ella y comprendiera lo que Tricia sentía por él.

—También dijo algo de cambiar la iluminación —agregó.

Shasa se levantó de un salto y fue a tocar sus cortinas. Había estudiado cuanto menos cien muestras de tela, ayudado por su madre, antes de decidirse por ésa. Reacomodó protectoramente los drapeados, y eso le llevó a descubrir el segundo agujero, con el fino cable aislado que surgía de él. Le fue difícil contener su ira delante de la secretaria.

—Comuníqueme con Mantenimiento —indicó—. Hable personalmente con Odendaal, no con uno de sus obreros, y dígale que quiero saber con exactitud a qué se debe esto. Dígale que, de un modo u otro, han trabajado con muchísimo descuido y que tengo todo el escritorio lleno de yeso.

—Lo haré antes de mediodía —prometió Tricia. Y luego, para aplacarle—. Son las once menos diez, Mr. Courtney. No conviene que se retrase.

Cuando Shasa echó a andar por el pasillo, Manfred De La Rey estaba saliendo de su despacho. Caminaron juntos.

—¿Ha averiguado algo?

—No. ¿Y usted?

Manfred sacudió la cabeza.

—De cualquier modo, ya es demasiado tarde. No se puede hacer nada.

Shasa vio a Blaine Malcomess a la puerta del comedor y se acercó para saludarle. Entraron juntos en el gran comedor enmaderado.

—¿Cómo está mamá?

—Centaine está muy bien. Espera verte en casa para la cena de mañana. —Centaine había organizado una cena en honor de Littleton, a celebrarse en «Rhodes Hill». La he dejado a punto de provocar un colapso nervioso al cocinero.

Riendo ambos, tomaron asiento en la primera fila de sillas; como ministro y líder de la oposición, ambos tenían sitios reservados.

Shasa giró en la silla para estudiar el fondo de la gran sala, donde se habían instalado las cámaras de la Prensa. Allí estaba Kitty Godolphin, diminuta y juvenil, junto a su equipo; ella le guiñó un ojo con aire travieso. Un momento después, los dos Primeros Ministros ocuparon sus sitiales ante la mesa principal. Shasa se inclinó hacia Manfred De La Rey para murmurarle:

—Espero que todo esto no sea mucha bulla por nada… y que «Súper Macb» tenga algo realmente interesante que decirnos.

Manfred se encogió de hombros.

—Yo espero que tampoco sea demasiado interesante —dijo—. A veces, es menos peligroso aburrirse…

Pero se interrumpió, pues el presidente de la Cámara había Pedido silencio y se levantaba ya para presentar al Primer Ministro de Gran Bretaña. La sala atestada, en donde se encontraban los hombres más poderosos del país, cayó en un silencio atento cargado de expectativa.

Ni siquiera cuando Macmillan, alto, cortés y extrañamente benigno en su expresión, se puso de pie, tuvo Shasa alguna sensación de encontrarse en el yunque en donde se estaba forjando la historia. Cruzó los brazos contra el pecho y bajó el mentón, la actitud de concentración con que seguía todos los debates y la discusión.

Macmillan elevó una voz nada emotiva, pero cargada de lucidez. Su texto parecía, por cierto, haber sido preparado; pulido y ensayado con sumo cuidado.

—Desde que salí de Londres, hace un mes —dijo—, la más poderosa de las impresiones que he recibido es la fuerza de esta conciencia nacional africana. Puede tomar diferentes formas en distintos lugares, pero está presente por doquier; por todo el continente soplan los vientos del cambio. Nos guste o no, este crecimiento de conciencia nacional es un hecho político y como tal debemos aceptarlo. Nuestra política nacional debe tenerlo en cuenta.

Shasa irguió la espalda y descruzó los brazos; a su alrededor se produjo un movimiento similar de incredulidad. Sólo entonces comprendió, en un destello de clarividencia, que el mundo por todos conocido había cambiado de forma. La trama vital, gracias a lo cual aquella nación diversa se había mantenido íntegra durante casi trescientos años, acababa de sufrir su primera desgarradura por obra de unas pocas palabras, y esa desgarradura jamás podría se reparada. Mientras trataba de apreciar toda la gravedad del daño Macmillan proseguía, con su tono pastoso y mesurado:

—Ustedes, por supuesto, lo comprenden mejor que nadie. Ustedes han brotado de Europa, la patria del nacionalismo. —Macmillan, muy astuto, los incluía en su nueva visión del África—. En realidad, en la historia de nuestra época, este Gobierno será recordado como el primero de los nacionalistas africanos.

Shasa echó un vistazo a Verwoerd, que estaba sentado junto al británico, y lo notó agitado, lleno de alarma. La estratagema de Macmillan, que le había ocultado su texto, lo cogía por sorpresa.

—Como a miembros de la Commonwealth, nuestro mayor deseo es dar apoyo y aliento a Sudáfrica, pero espero no molestarlos sí` digo, con toda franqueza, que algunos aspectos de esta política nos imposibilitan cumplir con esa voluntad sin faltar a nuestras convicciones sobre el destino político de los hombres libres.

Macmillan estaba anunciando, nada menos, que una separación de rumbos, Shasa, devastado por la idea, habría querido levantarse de un salto para gritar:

«¡Pero yo también soy británico! ¡Ustedes no pueden hacernos esto!» Miró a su alrededor, casi suplicante, y vio su propia aflicción reflejada en el rostro de Blaine y en el de casi todos los miembros ingleses de la Cámara. Las palabras de Macmillan los habían destrozado:

El estado de ánimo de Shasa se prolongó todo el resto de ese día y del siguiente. El clima de sus reuniones con Littleton y sus asesores fue luctuoso. Tuvo la impresión de que su amigo se mostraba conciliatorio, como si quisiera pedirle disculpas. De todos modos, ellos sabían que el daño era real e irreparable. No se podía negar el hecho de que Gran Bretaña los abandonaba. Podía seguir negociando con ellos, pero también se distanciaba. Gran Bretaña había tomado partido.

Ya avanzado el viernes, se anunció una sesión especial de la Cámara, a celebrarse el lunes siguiente, para que Verwoerd se dirigiera al Parlamento y a su pueblo. Tenían todo el fin de semana para preocuparse por aquella fatalidad. El discurso de Macmillan llegó a ensombrecer la cena organizada por Centaine, aquella noche, y ella lo tomó como un insulto personal.

—Ese hombre eligió la ocasión de un modo atroz —confesó a Shasa—. ¡Mira que decir eso el día de mi fiesta! ¡Oh, la pérfida Albión!

—Vosotros, los franceses, nunca confiasteis en los británicos —bromeó Shasa. Era su primer intento de bromear en cuarenta y ocho horas.

—Y ahora comprendo por qué —contraatacó Centaine—. Fíjate en ese hombre: típicamente inglés. Disimula su conveniencia bajo el manto de la indignación moral. Hace aquello que más beneficia a Inglaterra y, al mismo tiempo, quiere pasar por santo.

Cuando las mujeres se retiraron, dejando a los hombres con el oporto y los cigarros en el magnífico comedor de «Rhodes Hilln», a Blaine Malcomess le correspondió hacer el resumen.

—¿A qué viene nuestra incredulidad? —preguntó—. ¿Por qué nos parece tan imposible que Gran Bretaña nos rechace, sólo porque combatimos en dos guerras a su lado? —Meneó la cabeza—. No, la caravana sigue andando, y nosotros debemos hacer otro tanto. Los nacionalistas y la oposición debemos pasar por alto la jactancia de la Prensa londinense, no prestar atención a su alegría por este desprecio, por este repudio del que todos somos objeto. De ahora en adelante, estaremos cada vez más solos y tendremos que aprender a bastarnos por nosotros mismos.

Shasa asintió.

—El discurso de Macmillan fue un inmenso logro político para Verwoerd. Caballeros, sólo nos queda un camino: nos han quemado el puente a las espaldas y no hay retirada posible. Tenemos que seguir el tren de Verwoerd. Recuerden lo que les digo: Sudáfrica será república antes de que el año termine. Y después de eso… —Shasa dio una profunda chupada a su cigarro mientras pensaba—. Después de eso, sólo Dios y el diablo saben con seguridad qué pasará.

—A veces se diría que Dios y el destino meten mano personalmente en nuestros mezquinos asuntos —observó Tara, con severidad—. Si no hubiera sido por un pequeño detalle, el hecho que la sesión se llevara a cabo en el comedor, habríamos aniquilado al hombre que nos traía un mensaje de esperanza.

—Por esta vez parece que tu Dios cristiano nos favorece. —Moses le echó un vistazo por el espejo retrovisor, en tanto conducía el «Chevrolet» por el tránsito más denso del lunes—. Nuestra sincronización ha sido perfecta. En el momento en que el Gobierno británico, con el apoyo de la Prensa y de la nación, reconoce nuestros derechos, los destinos políticos de hombres libres, como lo expresó Macmillan, nosotros aplicamos nuestro primer golpe violento en favor de la prometida libertad.

—Tengo miedo, Moses. Por ti y por todos nosotros.

—Ya ha pasado el tiempo del miedo —indicó él—. Ahora, comienza el tiempo del coraje y la resolución, pues no es la opresión ni la esclavitud lo que gesta la revolución. La lección es evidente. La revolución nace de la promesa de cosas mejores. Durante trescientos años hemos soportado la opresión resignados y tristes, pero ahora este inglés nos ha mostrado un poquito del futuro, que viene dorado de promesas. Ha dado esperanza a nuestro pueblo. A partir de hoy, a partir del momento en que hayamos derribado al hombre más perverso de toda la oscura y atormentada historia de África, cuando Verwoerd haya muerto, entonces, el futuro será nuestro, por fin.

Había hablado con suavidad, pero con esa intensidad peculiar que hacía cantar la sangre de Tara, latiéndole en los tímpanos. Sintió el regocijo, pero también el dolor y el miedo.

—Con él morirán muchos hombres —susurró—. Mi padre. ¿No hay modo en que se le pueda salvar, Moses?

El no respondió, pero Tara vio sus ojos en el espejo y no pudo soportar su desdén. Bajó la vista.

—Disculpa —murmuró—. Debo ser fuerte. No volveré a hablar de eso.

Pero su mente funcionaba a toda velocidad. Tenía que haber un modo de hacer que su padre no estuviera en la Cámara en el momento fatídico. Como jefe de la oposición, él tenía que estar presente en ocasiones tan solemnes de la Cámara, como el discurso de Verwoerd. Moses interrumpió sus pensamientos.

—Quiero que me repitas tus obligaciones —dijo.

—Pero si las hemos repasado muchas veces —protestó ella, débilmente.

—No puede haber ningún malentendido. —El tono del hombre era feroz—. Haz lo que te digo.

—Una vez que la Cámara esté en sesión, para estar seguros de que Shasa no pueda interceptarnos, subiremos a su despacho como de costumbre —comenzó ella. Como él hiciera una señal afirmativa, continuó con el plan, corrigiendo sus propias omisiones—. Saldré de la oficina exactamente a las diez y media para ir a la galería de los visitantes. Debemos asegurarnos de que Verwoerd esté allí.

—¿Has traído el pase?

—Sí. —Tara abrió su cartera y se lo mostró—. En cuanto Verwoerd se levante para iniciar su discurso, volveré al despacho por la entrada secreta. A esa altura, tú ya tendrás…

Le falló la voz.

—Continúa —ordenó, áspero, Moses.

—Tendrás conectado el detonador. Te confirmaré que Verwoerd esté en su lugar y entonces tú…

Su voz quedó seca otra vez.

—Yo haré lo que corresponde hacer —concluyó Moses por ella—. Después de la explosión, habrá un período de pánico y confusión absolutos, con enormes daños en la planta baja. No habrá control, ni policías organizados que intenten montar guardia. Ese lapso bastará para que tú y yo bajemos a la calle y salgamos sin ser molestados, tal como estarán haciendo casi todos los supervivientes.

—Cuando abandones el país, ¿puedo ir contigo, Moses? —suplicó ella.

—No. —Él sacudió firmemente la cabeza—. Debo viajar de prisa y tú no harías sino estorbar y aumentar el peligro. Aquí estarás más segura. Será por poco tiempo. Tras el magnicidio de los esclavistas blancos, nuestro pueblo se alzará en revolución. Los jóvenes camaradas de Umkhonto we Sizwe están listos para convocar al pueblo. Millones de personas llenarán espontáneamente las calles. Cuando ellos hayan tomado el poder, entonces, retornaré y tú tendrás un puesto de honor a mi lado.

Era asombroso que ella aceptara esas afirmaciones con tanta ingenuidad. Sólo una mujer cegada por el amor podía ignorar que la policía de seguridad la detendría inmediatamente para someterla a brutales interrogatorios. Eso no importaba. No importaba que la juzgaran y la ahorcaran. Su esposo habría muerto junto con Verwoerd y Tara Courtney ya no sería útil al movimiento, Algún día, cuando el gobierno popular y democrático del Congreso Nacional Africano gobernara el país, darían su nombre a una calle o a una plaza, en homenaje a la blanca convertida en mártir, Pero ahora se podía prescindir de ella.

—¿Me das tu palabra, Moses? —suplicó ella.

La voz del chofer fue un trueno profundo y tranquilizador.

—Te has desempeñado bien en todo lo que he solicitado de ti. Tú y tu hijo tendréis un sitio a mi lado en cuanto sea posible. Te doy mi palabra.

—Oh, Moses, te amo —susurró ella—. Te amaré siempre.

Luego se reclinó en el asiento y adoptó el papel de serena señora blanca, pues Moses se dirigía ya al estacionamiento para los parlamentarios. El agente del portón, al ver la credencial pegada en el parabrisas, les hizo respetuosamente la venia.

Moses estacionó en el sitio reservado y apagó el motor. Aún deberían esperar quince minutos, hasta que la Cámara entrara en sesión.

—Faltan diez minutos, Mr. Courtney —anunció Tricia por el intercomunicador—. Si no quiere perderse el comienzo del discurso, será mejor que baje ya.

—Gracias, Tricia.

Shasa había pasado un rato muy concentrado en su trabajo. Verwoerd le había pedido que redactara un informe completo de la capacidad nacional para reaccionar a un embargo de venta de equipamientos militares a Sudáfrica, por parte de sus exaliados occidentales. Al parecer, Macmillan le había sugerido que ésa era una posibilidad; fue una velada amenaza deslizada en una conversación privada, justo antes de su partida. Verwoerd deseaba recibir ese informe antes de fin de mes, cosa típica en él, y a Shasa se le estaba haciendo difícil cumplir con el plazo.

—A propósito, Mr. Courtney… —Tricia le impidió cortar la comunicación—, he hablado con Odendaal.

—¿Qué Odendaal? —Shasa tardó un momento en apartarse del tema que lo ocupaba.

—El de Mantenimiento, por el agujero de su techo.

—Ah, espero que le haya dicho unas cuantas cosas. ¿Qué respondió? —Dice que no se ha hecho ningún trabajo en su oficina y que no tiene ninguna orden de cambiar la instalación eléctrica, ni de su esposa ni de nadie.

—Caramba, qué extraño —comentó Shasa, levantando la vista al techo—. Es obvio que alguien ha estado metiéndose aquí. Si no fue Odendaal, ¿tiene usted idea de quién pudo haber sido, Tricia?

—No, Mr. Courtney.

—¿No recuerda a nadie que haya entrado aquí?

—A nadie, señor, salvo su esposa, y su chofer, por supuesto. —Está bien, Tricia. Gracias.

Shasa se levantó para coger su chaqueta de la percha instalada en el rincón. Mientras se la ponía, estudió el agujero practicado por encima de su escritorio y el trozo de cable escondido tras las enciclopedias. Hasta la mención de Tricia, había olvidado su irritación, preocupado por cosas más importantes, pero en ese momento dedicó toda su atención al pequeño misterio.

Mientras se rehacía el nudo de la corbata y se colocaba bien el parche ocular frente al espejo, estudió el otro enigma: ese nuevo chofer de Tara. El comentario de Tricia se lo había traído a la memoria. Aún no había llamado la atención al hombre por haber utilizado el «Chevrolet» sin permiso.

«Maldición, ¿dónde he visto a ese hombre antes?», se preguntó.

Después de echar una última mirada al techo, salió de la oficina. Aún estaba pensando en el chofer cuando se encontró con Manfred De La Rey, que lo esperaba en lo alto de la escalinata. Sonreía con aire de sereno triunfo. Shasa se dio cuenta entonces de que no habían hablado a solas desde aquel discurso sorpresa de Macmillan.

—Bueno —fue el primer comentario de Manfred—, por fin Britania ha apartado sus maternales manos, amigo mío.

—¿Recuerda que una vez me trató de soutpiel? —preguntó Shasa.

—Ja. —Manfred rió entre dientes Pito salado: un pie en Ciudad del Cabo y el otro en Londres, con la mejor parte de su persona hundida en el Océano Atlántico. Ja, lo recuerdo.

—Bueno, de ahora en adelante, tendré ambos pies en Ciudad del Cabo.

Sólo en ese instante, al aceptar plenamente el rechazo de Gran Bretaña, comprendió Shasa por primera vez que, por encima de todas las cosas, era sudafricano.

—Me alegro —convino Manfred—. Por fin comprende que, aunque usted y yo no estemos muy de acuerdo ni nos tengamos mucha simpatía, las circunstancias nos han hecho hermanos en esta tierra. Ninguno puede sobrevivir sin el otro. Y, en último término, sólo nos tenemos mutuamente.

Bajaron a la Cámara y tomaron asiento en los bancos de cuero verde, uno junto al otro.

Cuando los presentes se levantaron para solicitar la bendición de Dios sobre sus deliberaciones, Shasa buscó a Blaine Malcomes con la vista y experimentó un familiar arrebato de cariño por Blaine, ese hombre de cabello plateado, bronceado y buen mozo a pesar de las orejas salientes y la nariz grande, había sido gran pilar en su vida, desde que él tenía memoria. En su actitud de nuevo patriotismo (y también, por cierto, en su actitud desafiante contra el rechazo de Gran Bretaña) se alegró de que eso; acercara aún más, reduciendo las diferencias políticas entre ambos, tal como había acercado a los afrikaners y a los angloparlantes.

Al terminar la plegaria, se sentó y dedicó toda su atención al doctor Hendrick Frensch Verwoerd, que se levantaba para pronunciar su discurso. Verwoerd era fuerte y claro como orador además de brillante en los debates. Su pieza oratoria no dejó de ser larga y muy lógica. Shasa, seguro de que pasaría un rato entretenido, se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra el respaldo, cerrando los ojos con expectación.

En ese momento, antes de que el Primer Ministro pronunciara la primera palabra, Shasa abrió los ojos y se irguió en el asiento Al despejar su mente de las preocupaciones recientes, mientras permanecía relajado y receptivo, el antiguo recuerdo había vuelto a él, con toda su fuerza. Ahora, sabía dónde y cuándo había visto al nuevo chofer de Tara.

—¡Moses Gama! —dijo en voz alta.

Pero sus palabras se perdieron en el aplauso que saludó al Primer Ministro.

Tara dedicó una alegre sonrisa al portero que montaba ante la entrada principal del Parlamento, sorprendida de su propia actitud. Se sentía abrigada por un manto de irrealidad, como si estuviera viendo a una actriz que representara el papel de heroína. Oyó los aplausos apagados que surgían de la Cámara. Moses siguió por la escalinata a respetuosa distancia, con uniforme de chofer, cargado de paquetes. Lo habían hecho con mucha frecuencia. Tara volvió a sonreír al cruzarse con una de las secretarias en el corredor y llamó a la puerta del antedespacho de su marido. Sin esperar respuesta, entró con rapidez.

Tricia se levantó de su escritorio.

—Oh, buenos días, Mrs. Courtney. Llegará tarde para el discurso del Primer Ministro. Será mejor que se dé prisa.

—Puedes dejar los paquetes, Stephen. —Tara se detuvo frente a la secretaria, mientras Moses cerraba la puerta exterior.

—A propósito, alguien ha estado trabajando en el techo del despacho. —Tricia dejó su escritorio, como para acompañarles al despacho interior—. Se nos ocurrió que usted tal vez supiera algo. Moses dejó los paquetes en una silla y se volvió hacia Tricia, que estaba en ese momento a su lado. Le echó un brazo al cuello y le cubrió la boca con la otra mano, inmovilizándola. Tricia dilató los ojos de espanto.

—En el primer paquete hay cuerdas y una mordaza —indicó suavemente—. Tráelas.

Tara estaba paralizada.

—Pero no me habías dicho nada de esto —barbotó.

—Trae eso. —Él seguía hablando en voz baja, pero cargada de impaciencia, y Tara se precipitó a obedecer—. Átale las manos a la espalda.

Mientras ella luchaba con los nudos, Moses introdujo un paño blanco, limpio y plegado, en la boca de la aterrorizada muchacha; por fin, lo sujetó con esparadrapo.

—Quédate aquí por si entra alguien —ordenó a Tara.

Cogió a Tricia en brazos para llevarla al despacho y la tendió de bruces tras el escritorio. Luego, revisó apresuradamente los nudos, que estaban flojos y mal hechos. Después de asegurarlos, ligó los tobillos con idéntica firmeza.

—Ven —llamó.

Tara apareció, arrebatada y vacilante.

—No le has hecho daño, ¿verdad, Moses?

—¡Basta ya! —indicó él—. Tienes algo importante que hacer y te comportas como una niña histérica.

Ella cerró los ojos y aspiró hondo, con los puños apretados.

—Lo siento —dijo, abriendo los ojos otra vez—. Comprendo que era necesario. No me daba cuenta. Ya ha pasado.

Moses estaba junto a la biblioteca. Alargó la mano hacia arriba Y sacó el rollo de cable oculto tras la enciclopedia. Mientras retrocedía hasta el escritorio, lo fue desenrollando sobre la alfombra.

—Bien. Ahora ve a ocupar tu asiento en la galería. Cuando Verwoerd comience a hablar, espera cinco minutos y vuelve aquí. No corras ni te apresures. Hazlo todo con calma.

—Comprendo.

Tara se aproximó al espejo y abrió su bolso para peinarse y retocarse los labios, todo apresuradamente. Moses se había acercado al arcón. Puso el bosquimano de bronce en la alfombra y levantó la tapa. Tara vacilaba, observándolo con ansiedad.

—¿Qué esperas? —preguntó él—. Anda, mujer, cumple con tu deber.

—Sí, Moses.

Mientras ella corría a la puerta exterior, él ordenó:

—Cierra con llave las dos puertas cuando salgas.

—Sí, Moses. —Su voz era un susurro.

Tara caminó por el corredor, buscando algo en el interior de su cartera. Por fin, sacó un diminuto bloc de notas de cuero con lápiz en miniatura. Se detuvo en lo alto de la escalinata y, apoyándose en el pasamanos, garabateó con rapidez en una hoja blanca:

Papá: Centaine ha resultado gravemente herida en un accidente de tráfico. Pregunta por ti. Por favor, ven de inmediato.

Arrancó la página de la libreta y la plegó. Era la única llamada a la que su padre no dejaría de responder. Escribió el nombre de él en la nota plegada y, en vez de ir directamente a la galería de visitantes, corrió al vestíbulo en busca de uno de los mensajeros uniformados que montaban guardia junto a las puertas principales de la sala.

—Tiene que entregar este mensaje al coronel Malcomess —dijo.

—No me gustaría entrar ahora, mientras el doctor Verwoer esté hablando —se resistió el mensajero.

Pero ella le puso la nota en la mano.

—Es urgentísimo. —Su aflicción era evidente—. Su esposa está agonizando. Por favor, por favor…

—Haré lo que pueda.

El mensajero aceptó la nota y Tara volvió a subir a toda carrera. Mostró su pase al portero apostado ante la entrada de la galería de visitantes y pasó junto a él.

La galería estaba atestada. Alguien había ocupado el asiento de Tara, pero ella se abrió paso hacia delante y estiró el cuello para mirar hacia abajo. El doctor Verwoerd, de pie, pronunciaba el discurso en afrikaans; Tara reparó en la pulcritud de sus rizos plateados; con los ojos reducidos a hendijas por la concentración, usaba ambas manos para subrayar sus palabras.

—La pregunta que este enviado de Gran Bretaña nos planteaba no estaba dirigida a los monárquicos de Sudáfrica ni a los republicanos de Sudáfrica, sino a todos nosotros. —Verwoerd hizo una pausa—. La pregunta que planteó fue ésta, simplemente: el hombre blanco de Sudáfrica, ¿sobrevive o perece?

Había electrizado a los presentes. Nadie se movía, nadie apartaba los ojos de él. Por fin, el mensajero uniformado se deslizó discretamente hasta la primera fila de los bancos de la oposición; se detuvo junto a Blaine. Aun así, tuvo que tocar al parlamentario en el hombro para llamar su atención. Blaine tomó la nota como si no se diera cuenta de lo que hacía y saludó al mensajero con la cabeza. Luego, con la página aún plegada entre los dedos, volvió a centrar toda su atención en Verwoerd.

¡Léela, papá! —susurró Tara, en voz alta—. Por favor, léela…

En medio de esa multitud, sólo Sasha no se dejaba hipnotizar por la oratoria de Verwoerd. Sus pensamientos eran un torrente confuso; corrían uno tras el otro, alcanzándolo y mezclándose con él sin secuencia lógica.

¡Moses Gama! Parecía increíble que el recuerdo hubiera tardado tanto en llegar a él, aun a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios que ambos hubieran podido sufrir. En otro tiempo, habían sido buenos amigos, y ese hombre había provocado una profunda impresión en Shasa en un período formativo de su vida.

Por otra parte, Shasa había oído el nombre en tiempos mucho más recientes: estaba en la lista de revolucionarios buscados durante los disturbios de 1952. Los otros, Mandela y Sobukwe entre ellos, habían sido juzgados, pero Moses Gama había desaparecido y la orden de arresto contra él seguía vigente. Era un criminal fugado y un revolucionario peligroso.

¡Tara!

Su mente se disparó por otro desvío. Ella había elegido a Gama como chofer. Dadas sus inclinaciones políticas, era imposible que ignorara de quién se trataba. De pronto, Shasa comprendió que el dócil repudio que Tara había hecho de sus antiguas amistades izquierdistas y su reciente conducta conciliatoria habían sido un truco. Ella no había cambiado en absoluto. Ese hombre, Moses Gama, era más peligroso que cualquiera de sus antiguos amigos afeminados. Y Shasa se había dejado vendar los ojos. En realidad, su mujer debía de haber pasado aún más a la izquierda, cruzando la delicada frontera entre oposición política legal y actividad delictiva. Shasa iba a levantarse cuando recordó en dónde se encontraba. Verwoerd ya estaba en uso de la palabra.

—La necesidad de hacer justicia a todos no significa sólo que los negros deban ser alimentados y protegidos. Significa también justicia y protección para los blancos de África.

Shasa echó una mirada a la galería de visitantes. En el asiento de Tara había una persona extraña. Y ella, ¿dónde se hallaba? En su despacho, probablemente… Y aquella asociación de ideas lo llevó más allá.

Moses Gama había estado en su despacho. Shasa lo había visto en el corredor. Tricia le había dicho: Sólo Mrs. Courtney y s chofer. Moses Gama había estado en su despacho y alguien había perforado el techo para tender cables eléctricos. No habían sido ni Odendaal ni los empleados de Mantenimiento, ni nadie que tuviera autoridad para hacerlo.

—No somos recién llegados a África. Nuestros antepasados estuvieron aquí antes que el primer hombre negro —estaba diciendo Verwoerd—. Hace trescientos años, cuando nuestros ancestros se adentraron hacia el interior de esta tierra, todo era páramo desierto. Las tribus negras aún se hallaban muy al Norte, avanzando poco a poco hacia el Sur. La tierra permanecía desierta; nuestros antepasados la reclamaron y trabajaron en ella. Más tarde, construyeron las ciudades, tendieron las vías de ferrocarril, perforaron las minas. El negro, solo, era incapaz de hacer nada de todo eso Nosotros somos los hombres de África, aun más que las tribus negras, y nuestro derecho a estar aquí es tan divino e inalienable como el de ellos.

Shasa oyó las palabras, pero no les encontró sentido. Moses Gama, probablemente con la ayuda y la connivencia de Tara, había tendido cables eléctricos en su despacho y… De pronto, soltó una exclamación ahogada. El arcón-altar. Tara había puesto el arcón allí, como un caballo de Troya.

Enloquecido ya por la preocupación, giró todo el cuerpo hacia la galería de visitantes. Esa vez vio a Tara. Estaba apoyada contra una pared; aun desde tan lejos se la veía pálida y distraída. Miraba a alguien en el lado opuesto de la Cámara. Shasa siguió esa dirección.

Blaine Malcomess escuchaba el discurso del Primer Ministro, ajeno a todo eso. Shasa vio que el mensajero llegaba hacia él y le entregaba una nota. Volvió a mirar la galería, donde Tara seguía concentrada en su padre. Después de tantos años, Shasa conocía bien sus expresiones: jamás la había visto tan preocupada y afligida, ni siquiera ante una grave enfermedad de cualquiera de sus hijos.

De pronto, el rostro se le aclaró con patente alivio. Shasa vio que Blaine había desplegado la nota y la estaba leyendo; después, se levantaba de un salto y caminaba con rapidez hacia las puertas principales.

Tara había hecho llamar a su padre: eso era obvio. Shasa la miraba fijamente, tratando de descubrir sus propósitos. Ella, casi como si percibiera la potencia de su mirada, se volvió hacia él. Su alivio se convirtió en horror y descabellada culpabilidad. Giró en redondo y huyó de la galería de visitantes, empujando a todo el que se interpuso en su camino.

Shasa se demoró un momento más en seguirla con la vista. Tara había hecho salir a su padre de la sala de sesiones. No podía estar tan preocupada a menos que lo creyera en peligro. Al darse cuenta de que Shasa la observaba, había puesto expresión de culpabilidad y horror. Con toda claridad, algo terrible iba a ocurrir. Moses Gama y Tara. Había peligro, un peligro mortal, y Tara estaba tratando de salvar a su padre. El peligro era grave e inminente: los cables de su oficina, el arcón, Blaine, Tara, Moses Gama. Comprendió que todo estaba entrecruzado y que tenía muy poco tiempo para actuar.

Shasa se levantó de un salto y marchó a grandes zancadas por el pasillo. Verwoerd frunció el entrecejo e hizo una pausa en su discurso para mirarle. Todas las cabezas giraron en su dirección. Shasa apretó el paso. Manfred De La Rey alargó la mano para tocarle, pero Shasa pasó sin mirarlo y siguió hacia la salida.

Al llegar al vestíbulo, vio a Blaine Malcomess cerca de la entrada. Hablaba agitadamente con el portero.

—¡Gracias a Dios! —exclamó en cuanto vio a Shasa.

Y fue hacia él cruzando el vestíbulo de mármol. Shasa le volvió la espalda para mirar hacia lo alto de la escalinata. Desde allá arriba, Tara tenía la vista clavada en él. Estaba muy pálida y aterrorizada, como presa de alguna pasión sobrenatural.

—¡Tara! —llamó Shasa, echando a andar hacia la escalera.

Ella giró en redondo y desapareció por la esquina del corredor.

Shasa voló por la escalinata, subiendo los peldaños de tres en tres.

—¿Qué pasa, Shasa? —preguntó Blaine en voz alta.

Él no contestó. Siguió por el pasillo siempre corriendo; al girar en el recodo, vio que Tara iba por el medio del corredor, más adelante. No perdió tiempo en gritarle; se limitó a correr tras ella. Tara, sin dejar de huir, echó un vistazo por encima del hombro y vio que le daba alcance.

—¡Moses! —aulló—. ¡Cuidado, Moses!

Inútil. Las paredes del despacho eran demasiado gruesas para dejar pasar su advertencia. Y el grito confirmó las peores sospechas de Sasha.

En vez de entrar directamente por la puerta frontal de la suite, tal como Shasa esperaba, Tara se desvió de repente por el pasillo lateral, pasando bajo su brazo extendido. Él trató de hacer lo mismo, pero le costó recobrar el equilibrio. Tara desapareció en su lado ciego. Shasa se estrelló de cabeza contra el filo de la esquina Y recibió el golpe en la ceja de su ojo vacío. El parche de seda amortiguó ligeramente el impacto, pero aun así brotó sangre de la herida y le chorreó por la mejilla. Aunque aturdido, logró mantenerse en pie. Describió un gran círculo, a trompicones, todavía mareado. Blaine que lo seguía, enrojecido por el esfuerzo y preocupación, rugió:

—¿Qué diablos está pasando?

Shasa se apartó de él. Tara se encontraba ante la puerta trasera de su despacho. Tenía una llave, pero las manos le temblaban tanto que no podía meterla en la cerradura.

Shasa reunió fuerzas, sacudiéndose la oscuridad que le llenaba la cabeza. La pared, a su lado, se llenó de salpicaduras de sangre. Por fin, se lanzó hacia Tara. Ella, al verlo, dejó caer la llave, que tintineó a sus pies, y golpeó la puerta con sus puños apretados gritando:

—¡Moses! ¡Moses!

En el momento en que Shasa la alcanzaba, la puerta fue abierta desde dentro, bruscamente. En el umbral apareció Moses Gama. Los dos hombres se enfrentaron por encima de la cabeza de Tara hasta que ella se adelantó precipitadamente y arrojó los brazos al cuello del negro, gritando:

—¡He tratado de avisarte, Moses!

En ese momento, Shasa miró más allá y vio que el arcón estaba abierto; su contenido yacía amontonado en la alfombra. El rollo de cable que había encontrado tras la enciclopedia aparecía desenrollado por el suelo hasta su escritorio y conectado a cierto tipo de aparato eléctrico. Aunque Shasa nunca había visto ninguno como ése, supo, de manera instintiva, que se trataba de un detonador, listo para ser operado. En el escritorio, junto a ese dispositivo, había una pistola automática. Como entusiasta coleccionista de armas, la identificó con la «Tokarev 7,62mm», arma común en el Ejército ruso. En el suelo, tras el escritorio, yacía Tricia, tendida de costado, amordazada y atada de manos y pies, pero se retorcía desesperadamente, emitiendo grititos ahogados.

Shasa se arrojó hacia delante para derribar a Moses Gama. éste empujó a Tara contra él. Los dos cayeron hacia atrás, contra el marco de la puerta, mientras Moses giraba en redondo y saltaba hacia el escritorio. Shasa trató de liberarse de su mujer, mas ella se aferraba a él, gimiendo:

—¡No, no! Él tiene que hacer esto.

Shasa logró desasirse y la arrojó a un lado, pero Moses ya estaba junto al transmisor eléctrico. Oprimió una llave y una luz roja se encendió en la cajita.

Shasa comprendió que no podría alcanzarle antes de que operara el artefacto, pero su mente iba más rápida que sus miembros. Vio el cable tendido sobre la alfombra, casi a sus pies, y se inclinó' para cogerlo con la mano derecha; se lo enroscó en ella y tiró con todas sus fuerzas.

El extremo del cable estaba conectado al transmisor. El tirón de Shasa arrancó el dispositivo de las manos de Moses y lo hizo volar desde el escritorio al suelo, entre ambos.

Los dos saltaron hacia él en el mismo instante, pero Moses fue más veloz por una fracción de segundo. Sus manos se cerraron sobre el transmisor. Shasa, que iba a toda marcha, no se detuvo. Se inclinó hacia delante y transfirió todo el peso y toda la potencia de su cuerpo a las caderas, para balancear la pierna derecha en un puntapié apuntado a la cabeza de su adversario.

El golpe dio contra la sien de Moses, echándole bruscamente la cabeza hacia atrás. El transmisor escapó de su mano, en tanto él caía de espaldas y rodaba hasta estrellarse contra el escritorio.

Shasa, que lo seguía, apuntó otro puntapié a su cabeza, pero Moses paró el golpe con el brazo levantado y le sujetó el tobillo. Se retorció con violencia, levantando el pie apresado. Shasa intentó mantener el equilibrio sobre un solo pie, con el peso echado hacia atrás, pero cayó pesadamente.

Moses se levantó por un lado del escritorio y alargó la mano hacia la pistola. Shasa se arrastró tras él, gateando, y en el momento que su enemigo giraba con la pistola, se arrojó nuevamente contra él y le agarró la muñeca con las dos manos. Lucharon en el suelo, rodando, entre patadas y gruñidos, forcejeando ambos por apoderarse de la «Tokarev».

Tara, que se había recobrado, corrió a coger el transmisor caído y lo sostuvo en las manos, desorientada.

—¡Moses! ¿Qué hago? —exclamó.

El negro, en un esfuerzo supremo, rodó hasta quedar sobre Shasa.

—El botón amarillo. ¡Oprime el botón amarillo!

En ese instante, Blaine Malcomess entró corriendo por la puerta.

—¡Detenla, Blaine! —chilló Shasa—. Quieren hacer volar…

Moses le clavó un codo en la boca, cortando su advertencia. Mientras los dos seguían debatiéndose en el suelo, Blaine alargó las manos hacia su hija.

—A ver, Tara, dame eso.

—No me toques, papá. —Ella retrocedió, tratando de localizar a tientas el botón amarillo sin apartar la vista de su padre—. No trates de impedírmelo, papá.

—Blaine —jadeó Shasa.

Pero se interrumpió, pues Moses trataba nuevamente de liberar su brazo armado. Los músculos acordonados del brazo negro se abultaban y se retorcían con el esfuerzo. Shasa emitió un ruido ahogado, tratando de retenerlo.

El fogonazo de la pistola iluminó el cuarto como un flash fotográfico. De inmediato, se olió el hedor áspero de la pólvora quemada.

Blaine Malcomess, con los brazos extendidos hacia Tara, giró sobre sus talones, alcanzado por la bala, y cayó contra la biblioteca. Allí permaneció un momento, mientras la sangre iba extendiéndose como una marea roja por la pechera de su camisa blanca. Luego se deslizó lentamente de rodillas.

—¡Papá!

Tara dejó caer el transmisor y corrió hacia él, para arrodillarse a su lado.

El horror había debilitado las manos de Shasa por un instante. Moses se liberó con una torsión y se levantó de un salto, cuando trató de alcanzar el transmisor, Shasa se lanzó tras él. Sujetó a Moses desde atrás y, ciñéndole un brazo al cuello, tiró para apartarle del aparato. Moses, en su esfuerzo por no dejarse acogotar, dejó caer la pistola para agarrar aquel brazo con las dos manos. Mientras forcejeaban salvajemente, retorciéndose y gruñendo, el transmisor quedó entre los pies de ambos.

Shasa equilibró su peso y clavó el tacón en la caja del transmisor. Aunque el panel se quebró, hundido, la luz roja siguió encendida.

Moses se vio impulsado a nuevos esfuerzos por el daño causado al transmisor y estuvo a punto de liberarse. En el momento en que; giraba para enfrentarse a su adversario, Shasa reunió todas sus fuerzas. Quedaron pecho contra pecho, jadeantes; el sudor, la saliva y la sangre que manaba de la frente de Shasa manchaban los rostros de ambos.

Una vez más, Shasa lo tuvo desequilibrado por un instante, que' aprovechó para apuntar otro puntapié al transmisor. Dio justo en el blanco y lo arrojó al otro lado del cuarto, hasta que se’; estrelló contra la pared, detrás del escritorio. La cubierta de plástico se abrió por el impacto; el cable se desprendió de su terminal y la lucecita roja se apagó con un parpadeo.

Moses soltó un grito desesperado y salvaje; entonces, arrojó a Shasa contra el escritorio, haciendo que cayera despatarrado sobre el mueble. Después, recogió la pistola caída en la alfombra y se dirigió, tambaleándose, hacia la puerta abierta.

Desde allí se volvió hacia Shasa, con la «Tokarev» apuntada hacia él.

—¡Tú! ¡Tú! —jadeó.

Pero las manos le temblaban y la pistola vacilaba. Cuando disparó, la bala se hundió en la madera del escritorio, junto a la cabeza de Shasa, levantando una nube de astillas.

Antes de que Moses pudiera volver a disparar, la corpulenta silueta de Manfred De La Rey apareció en el vano de la puerta, a su espalda. Había visto la agitación de Shasa y acababa de seguirlo desde la Cámara.

Le bastó un vistazo para apreciar la situación. Reaccionó de manera instantánea y balanceó el puño, grande y duro, que le había hecho ganar una medalla olímpica, para estrellarlo en el cuello de Moses Gama, bajo la oreja.

La pistola cayó al suelo y Moses se derrumbó sobre ella, inconsciente.

Shasa bajó del escritorio y se acercó a Blaine, vacilante.

—A ver —susurró, dejándose caer de rodillas a su lado—. Déjame ver.

—Lo siento, papá —balbuceaba Tara, incoherente—. Yo no quería que pasara esto. Sólo hice lo que me pareció mejor.

Shasa trató de apartarla, pero ella seguía aferrada a Blaine. Tenía sangre en las manos y en la pechera del vestido.

—Déjalo en paz —dijo Shasa.

Estaba histérica. Tironeó de su padre de tal modo que la cabeza del herido se sacudió de un lado a otro.

—Papá, dime algo, papá.

Shasa irguió la espalda y la abofeteó con fuerza.

—Déjalo, puta asesina —siseó.

Ella se apartó, arrastrándose; el rostro ya comenzaba a enrojecer y a hincharse por el golpe. Shasa, sin prestarle atención, abrió suavemente la chaqueta oscura de Blaine.

Él era cazador, y reconoció el claro color brillante de la sangre arterial, que burbujeaba por el aire de los pulmones perforados.

—No —susurró—. ¡No, por favor!

Sólo entonces se dio cuenta de que Blaine le estaba observando, leyendo en su rostro su propia muerte.

—Tu madre… —dijo. El aire de sus pulmones brotó por el agujero de bala que tenía en el pecho—. Di a Centaine…

—No hables —pidió Shasa—. Conseguiremos un médico. —Y gritó por encima del hombro a Manfred, que ya estaba al aparato—: ¡Apúrese, hombre, apúrese!

Pero Blaine le tironeó de la manga.

—Amo… —balbuceó, ahogándose con su propia sangre—. Dile… amo… dile que la amo.

Por fin lo había dicho. La sangre le gorgoteaba en el pecho con los jadeos. Reunió coraje para un último e inmenso esfuerzo.

—Shasa —dijo—. Shasa, mi hijo… mi único hijo.

La noble cabeza plateada cayó hacia delante. Shasa la apretó contra su pecho, abrazándolo como nunca había podido abrazarle hasta entonces.

Lloró por el hombre que había sido su amigo y su padre. Las lágrimas brotaban de su cuenca vacía, goteando por debajo del parche negro, mezcladas con la sangre de su frente, hasta caer desde su mentón. Cuando Tara gateó hasta él y alargó la mano para tocar el cadáver de su padre, Shasa levantó la cabeza para mirar su rostro con fijeza.

—No lo toques —dijo, suavemente—. ¡No te atrevas a ensuciarle y mancillarle con tu contacto!

Había tanto odio, tanto desprecio en su expresión y en su único ojo que ella retrocedió, cubriéndose el rostro con las manos. Y comenzó a sollozar, histérica, siempre de rodillas. Ese ruido hizo reaccionar a Shasa, que depositó a Blaine en el suelo con toda ternura y le cerró los ojos con la punta de los dedos.

En el vano de la puerta, Moses lanzó un quejido y se estremeció. Manfred plantó el auricular en su horquilla y se acercó a él, con los enormes puños apretados.

—¿Quién es? —preguntó.

—Moses Gama —respondió Shasa, levantándose. Manfred soltó un gruñido.

—Ah. Hace años que lo buscamos. ¿Qué estaba haciendo?

—No estoy seguro. —Shasa se acercó a Tricia y se inclinó hacia ella—. Creo que ha puesto explosivos en algún lugar del Parlamento. Ese es el transmisor. Será mejor desalojar el edificio y llamar a la brigada de explosivos.

No tuvo que agregar más porque, en ese momento, se oyeron pasos precipitados en el corredor. Tres guardias de seguridad irrumpieron en la suite.

Manfred se hizo cargo de inmediato y les espetó varias órdenes breves.

—Esposen a ese negro hijo de puta. —Señaló a Moses—. Y quiero que hagan desalojar el edificio.

Shasa liberó a Tricia, pero dejó la mordaza para el final. En cuanto tuvo la boca libre, la muchacha señaló a Tara, que seguía sollozando, arrodillada junto al cadáver de Blaine.

—Ella…

Shasa, sin dejarla terminar, la aferró por la muñeca y la levantó de un tirón.

—¡Silencio! —graznó.

Su misma furia acalló a la muchacha por un momento. La llevó casi a rastras al despacho exterior y cerró la puerta.

—Escúcheme, Tricia. —La miró de frente, sin soltarle las muñecas.

—Pero ella estaba con ese hombre —explicó Tricia, temblando—. Fue ella…

—Escúcheme —prosiguió Shasa, silenciándola con una sacudida—; lo sé todo. Pero quiero que usted haga algo por mí. Algo que le voy a agradecer eternamente. ¿Lo hará?

Tricia se calmó. Lo miró fijamente, reparando en la sangre y las lágrimas que le manchaban el rostro; tuvo la sensación de que se le partía el corazón por él. Shasa sacó un pañuelo y se limpió.

—Hágalo por mí, Tricia. Por favor —repitió.

Ella tragó saliva e hizo una señal de asentimiento.

—Si puedo…

—No diga nada sobre la participación de mi mujer hasta que la Policía le tome declaración formal. Eso será mucho después. Entonces, puede decirles todo.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Por mí, y por mis hijos. Se lo ruego, Tricia.

Como ella volviera a asentir, Shasa le dio un beso en la frente.

—Es una buena muchacha, Tricia. Y muy valiente.

Volvió al despacho interior, donde la policía de seguridad había rodeado a Moses Gama. Aunque estaba esposado, levantó la cabeza y miró fijamente a Shasa un instante. Fue una mirada oscura, en donde ardía la indignación. Un momento después, se lo llevaron.

El despacho estaba atestado y había mucho ruido. Unos enfermeros de uniforme blanco entraron con una camilla. El médico, un miembro del Parlamento a quien habían hecho venir desde la sala de sesiones, examinaba a Blaine. Un momento después, irguió la espalda y meneó la cabeza, haciendo una seña a los camilleros para que se lo llevaran. Los guardias, bajo la supervisión de Manfred, habían comenzado a juntar pedazos del transmisor destrozado y a seguir el cable hasta su origen.

Tara, sentada tras el escritorio, lloraba en silencio, con el rostro entre las manos. Shasa fue a la caja fuerte oculta tras un cuadro.

Hizo girar la combinación y abrió la puerta de acero, ocultándola con su propio cuerpo. Allí guardaba siempre dos o tres mil libras en billetes, para cubrir cualquier emergencia. Se guardó los fajos en los bolsillos y revisó apresuradamente la pila de pasaportes de su familia hasta encontrar el de Tara. Entonces, volvió a cerrar la caja fuerte y se acercó a ella para levantarla a viva fuerza del suelo.

—Shasa, yo no quería…

—Cállate —susurró él.

Manfred De La Rey lo miró desde el otro lado del despacho.

—Ha sufrido un golpe terrible —dijo Shasa—. La llevaré a casa.

—Vuelva en cuanto pueda —pidió Manfred—. Vamos a necesitar su declaración.

Shasa la llevó al corredor, apretándole el brazo con firmeza. En todo el edificio estaban sonando las alarmas de incendio. Parlamentarios, visitantes y empleados salían en tropel por las puertas principales. Shasa se unió al torrente y, en cuanto estuvieron al aire libre, condujo a Tara hasta el «Jaguar».

—¿Adónde vamos? —preguntó Tara, acurrucada en el asiento.

—Si vuelvo a oírte decir una sola palabra más, puedo perder el control —la advirtió él, tenso—. Puedo no ser capaz de dominar los deseos que siento de estrangularte.

Ella no volvió a hablar hasta que llegaron al aeropuerto Youngsfield y Shasa la hizo subir a la cabina del Mosquito.

—¿Adónde vamos? —repitió entonces.

Pero él, sin prestarle atención, puso los motores en marcha y avanzó hasta el extremo de la pista. Siguió en silencio hasta que alcanzaron altitud de crucero.

—El vuelo nocturno sale de Johannesburgo hacia Londres a las siete en punto. En cuanto establezcamos contacto por radio, te reservaré un pasaje —le dijo—. Llegaremos con una hora de anticipación.

—No comprendo —susurró ella, bajo la máscara de oxígeno—, ¿me ayudas a escapar? No comprendo porqué.

—En primer lugar, por mi madre. Ella no debe saber que asesinaste a su esposo. Eso la destrozaría.

—Shasa, yo no…

Tara lloraba otra vez, pero él no sintió la menor compasión.

—Cállate. No quiero tener que escuchar tus gimoteos. Jamás sabrás la profundidad de mis sentimientos por ti. Odio y desprecio son palabras demasiado suaves para expresarlos. —Tomó aliento y continuó—: No sólo por mi madre: lo hago también por mis hijos. Para que no vivan sabiendo lo que era la suya. Es una carga demasiado pesada para sus edades.

A partir de entonces, ambos guardaron silencio. Por fin, Shasa se dejó devorar por el terrible dolor de aquella muerte, contenido hasta el momento. Tara, junto a él, también lloraba por su padre. Los sollozos le sacudían los hombros; por encima de la máscara, su piel parecía de tiza; los ojos, dos heridas.

Tan fuerte como el dolor era el odio de Shasa. Al cabo de una hora de viaje, volvió a hablar.

—Si alguna vez vuelves a este país haré que te ahorquen —la advirtió—. Es una solemne promesa. Me divorciaré de ti por abandono del hogar en cuanto sea posible. Ni hablar de pensión, arreglos financieros o custodia de los hijos. No tendrás derechos ni privilegios de ninguna clase. En lo que a nosotros concierne, será como si nunca hubieras existido. Supongo que podrás pedir asilo político en algún país, aunque sea en la madre Rusia.

Durante un rato, volvió a guardar silencio hasta que se dominó por completo.

—Tampoco asistirás al funeral de tu padre, pero cada minuto de cada día de tu vida su recuerdo te acosará. Ese es el único castigo que puedo aplicarte. Quiera Dios que sea bastante. Si Eles justo, los remordimientos te volverán loca poco a poco. Y yo estaré rezando porque así sea.

Ella, sin replicar, apartó el rostro. Más tarde, cuando descendían hacia Johannesburgo, cuyos rascacielos y cúpulas blancas relucían bajo el sol poniente, Shasa preguntó:

—Te acostabas con él, ¿no?

Ella comprendió, por instinto, que era su última oportunidad de hacerlo sufrir. Giró en el asiento para mirarle al rostro.

—Sí. Lo amo… y somos amantes. —Le vio hacer una mueca de dolor, pero eso no le bastó—. No hay nada de lo que tenga que arrepentirme. Sólo lamento la muerte de mi padre. De todo lo que he hecho, nada me avergüenza. Por el contrario, estoy orgullosa de haber conocido y amado a un hombre como Moses Gama… Estoy orgullosa de lo que he hecho por él y por mi país.

—Imagínatelo pataleando en el extremo de la soga y enorgullécete también de eso —repuso Shasa, en voz baja, e inició el aterrizaje.

El Mosquito carreteó hasta la terminal. Ellos descendieron a la pista y se enfrentaron. Tara tenía un hematoma en la mejilla causado por la bofetada de Shasa. El viento helado de la estepa les sacudía las ropas y el cabello. Él le entregó un fajo de billetes y su pasaporte.

—Tu pasaje a Londres está reservado. Aquí tienes suficiente para pagarlo y para llegar adonde quieras ir. —La ira y el dolor le quebraron la voz—. Al infierno o al patíbulo, si mis deseos se cumplen. Espero no volver a verte ni saber de ti nunca más.

Le volvió la espalda, pero ella levantó la voz para hacerse oír:

—Siempre hemos sido enemigos, Shasa Courtney, incluso en los mejores tiempos. Y seremos enemigos hasta el mismo fin. A pesar de tus deseos, volverás a saber de mí. Te lo juro.

Él subió al Mosquito. Pasaron varios minutos antes de que lograra serenarse lo suficiente como para poner los motores en marcha. Cuando volvió a mirar por el parabrisas, Tara había desaparecido.

Centaine no permitió que sepultaran a Blaine. No soportaba la idea de que yaciera en tierra, hinchándose y pudriéndose.

Mathilda Janine, la hija menor de Blaine, viajó a Johannesburgo con David Abrahams, su marido, en el «Dove» de la compañía; toda la familia ocupó el primer banco en la capilla del crematorio. Más de mil deudos asistieron a los servicios religiosos, incluidos el doctor Verwoerd y Sir De Villiers Graaff, líderes de la oposición.

Centaine conservó la pequeña urna con las cenizas de Blaine en una mesita, junto a su cama, durante más de un mes. Cuando pudo reunir el coraje suficiente, llamó a Shasa y ambos ascendieron la colina hasta el sitio preferido de Centaine.

Ella se acercaba ya a los sesenta años. Al estudiarla, compasivo, Shasa vio que, por primera vez, representaba esa edad. Se estaba dejando crecer el cabello gris; en su densa melena, pronto habría más blanco que negro. El dolor había apagado su mirada, haciendo caer las comisuras de la boca. Esa piel limpia y, joven, que. Tanto atesoraba y protegía antes, se había llenado de arrugas y bolsas de la noche a la mañana.

—Hazlo por mí, Shasa, por favor —pidió, entregándole la urna a Shasa, después de abrirla, se puso al socaire de la roca. El viento del sudeste le sacudía la camisa, asemejándola a un pájaro enjaulado. Se volvió hacia su madre. Ella le hizo un gesto de aliento. Entonces, él levantó la urna en alto y la puso boca abajo. Las cenizas corrieron como polvo en el viento. Cuando la urna quedó vacía, Shasa miró a su madre una vez más.

—¡Rómpela! —ordenó ella.

Su hijo estrelló la caja contra la superficie rocosa, donde Se hizo trizas. Ella ahogó una exclamación y se tambaleó por un instante.

—La muerte es el único adversario que jamás podré vencer, lo sé. Tal vez la odie tanto por eso —susurró ella. Shasa la llevó al asiento de la roca. Ambos guardaron silencio durante largo rato, contemplando el Atlántico moteado por el viento. Por fin, Centaine dijo:

—Sé que me has estado protegiendo —dijo Centaine, al fin Ahora, cuéntame lo de Tara. ¿Qué papel jugó ella en todo esto?

Entonces, él le contó todo. Cuando hubo terminado, Centaine comentó:

—Te has convertido en cómplice de asesinato. ¿Valía la pena?

—Sí, creo que sí —respondió él, sin vacilar—. ¿Piensas que habríamos podido sobrevivir al juicio si yo hubiera dejado que la arrestaran y acusaran?

—¿No habrá consecuencias?

Shasa meneó la cabeza.

—Manfred nos protegerá otra vez, como lo hizo con Sean. Shasa notó el dolor de su madre al oír el nombre de Sean. Tampoco ella se había recobrado nunca de aquello.

—Lo de Sean era otra cosa —repuso ella, serena—. Aquí se trata de asesinato, traición e intento de magnicidio. Se trata de fomentar una revolución sangrienta y el derrocamiento forzoso de un Gobierno. ¿Podría Manfred protegernos de tanto? Y aun si puede, ¿con qué fin?

—No conozco las respuestas, Mater. —Shasa la miró, inquisitivo—. Pensé que acaso tú me las darías.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella.

El hijo tuvo la impresión de haberla tomado por sorpresa, pues, por un instante, hubo miedo y confusión en sus ojos. La muerte de Blaine la había vuelto más lerda, más débil. Antes, no se habría traicionado con tanta facilidad.

—Al protegernos, a mí en especial, Manfred se protege a sí mismo y a sus ambiciones políticas —razonó Shasa, cauteloso—. Si yo caigo en desgracia, siendo su protegido, él vería empañada su propia carrera. Pero hay algo más, algo que no llego a captar.

Centaine no respondió, pero apartó el rostro y miró hacia el mar.

—Es como si Manfred De La Rey tuviera una extraña lealtad para con nosotros, como si se sintiera obligado a pagar una deuda… o hasta fuera extrañamente culpable ante nuestra familia. ¿Es posible, Mater? ¿Existe algo que yo no sepa y que le haga estar en deuda con nosotros? ¿Me has ocultado algo en todos estos años?

La vio luchar consigo misma; por un momento, pareció a punto de estallar ante una verdad por mucho tiempo oculta, ante un terrible secreto soportado a solas demasiado tiempo. De inmediato, su expresión se tornó firme; casi fue posible ver cómo la fortaleza que había perdido desde la muerte de Blaine volvía a ella. Fue un pequeño milagro. Los años parecieron apartarse de ella. Su mirada recuperó el brillo; el porte de la cabeza y de los hombros volvió a ser erguido y vivaz. Hasta las arrugas que rodeaban sus ojos y su boca se esfumaron de algún modo.

—¿De dónde has sacado esa idea? —preguntó secamente, mientras se levantaba—. He pasado ya demasiado tiempo llorando y lamentándome. Blaine no lo hubiera aprobado. —Tomó a su hijo del brazo—. Vamos. Aún me queda una vida por vivir y mucho trabajo por hacer.

A mitad del descenso de la colina, preguntó de pronto:

—¿Cuándo se inicia el juicio a Moses Gama?

—El diez del mes próximo.

—¿Sabes que ese hombre fue empleado nuestro en otros tiempos?

—Sí, madre. Lo recordé. Por eso pude detenerle.

—Aun en aquellos tiempos, era un agitador tremendo. Debemos hacer todo lo posible para que le sea aplicada la pena máxima. Es lo menos que podemos hacer por la memoria de Blaine.

—No comprendo porqué me cargas con ese pequeño cagatintas —protestó Desmond Blake agriamente.

Llevaba veintidós años trabajando en el periódico. Antes de que la ginebra se apoderara por completo de él, había sido el mejor periodista especializado en temas judiciales y políticos con que el Golden City Mail contaba. Las cantidades de licor absorbido no sólo habían puesto límite a su carrera, sino que también agrisaba y arrugaban su cara prematuramente, arruinándole el hígado y agriándole el carácter. Sin embargo, eso no nublaba su penetración psicológica de la mente criminal ni su buen juicio político.

—Bueno, el chico es inteligente —explicó el director, razonable.

—Se trata del juicio más grande y sensacional de nuestro siglo —apuntó Desmond Blake—, y tú quieres que lleve conmigo a un cachorro de periodista, a un niñito que no podría cubrir siquiera " una exposición floral o un té de las damas de caridad.

—Creo que tiene mucho potencial. Sólo quiero que te ocupes de él y le enseñes las tretas del oficio.

—¡Tonterías! —aseguró Desmond Blake—. Anda, dime el verdadero motivo.

—Está bien. —El director dejó su exasperación—. El verdadero motivo es que tiene por abuela a Centaine Courtney y por' padre a Shasa Courtney. La empresa «Courtney» ha adquirido el treinta y cinco por ciento de las acciones de nuestra empresa en estos últimos meses. Y tú has de saber que nadie desobedece a Centaine Courtney si quiere conservar su empleo. Llévate al niño y deja de rezongar. No tengo tiempo para discutir. El periódico debe salir a la calle.

Desmond Blake alzó las manos en ademán de desesperación Antes de abandonar la oficina, recibió del director una última amenaza, nada sutil.

—Puedes considerarlo como un seguro de trabajo, Des. Después de todo, eres un caza-noticias ya envejecido, que necesita poder pagarse una botella de ginebra al día. Simplemente, haz como si el niño fuera hijo del patrón.

Desmond se alejó lúgubremente por la sala de redacción. Conocía al muchacho de vista. Alguien se lo había señalado, diciendo que era un vástago del imperio Courtney. Se preguntó en voz alta qué diablos estaría haciendo allí, en vez de dedicarse al polo.

Se detuvo ante el escritorio que Michael compartía con otros dos novatos.

—¿Te llamas Michael Courtney? —preguntó.

El chico se levantó de un salto.

—Sí, señor. —Michael se sintió abrumado al verse frente a frente con alguien que tenía columna propia y publicaba artículos firmados.

—¡Qué porquería! —protestó Desmond, con amargo acento—. Nada me deprime tanto como el reluciente rostro de la juventud y el entusiasmo. Vamos, hijo.

—¿Adónde? —preguntó el muchacho, recogiendo ansiosamente su chaqueta.

—Al «George», hijo. Necesito un doble para reunir fuerzas con que afrontar este trabajo.

Ya ante el bar del «George», estudió a Michael por encima de sus gafas.

—La primera lección, jovencito —tomó un trago de ginebra con agua tónica—, es que nada es lo que parece. Nadie es nunca lo que dice ser. Grábatelo en el corazón. La segunda lección: limítate al jugo de naranja. Por algo llaman a esta porquería «la perdición de las madres». La tercera lección: paga siempre las cosas con una sonrisa. —Tomó otro sorbo—. Con que eres de Ciudad del Cabo, ¿no? Bueno, me alegro, porque hacia allá vamos, tú y yo. Vamos a ver cómo condenan a muerte a un hombre.

Vicky Gama tomó el autobús desde el hospital de Baragwanath hasta Drake’s Farm. Llegaba sólo hasta el edificio de administración y la nueva escuela pública. Tuvo que caminar un kilómetro y medio más por estrechas callejuelas polvorientas, entre filas de cabañas de ladrillo crudo. Caminaba lentamente, pues comenzaba a cansarse con facilidad, aunque sólo llevaba cuatro meses de embarazo.

Hendrick Tabaka estaba en el atestado negocio, vigilando las cajas registradoras, pero al ver a Vicky se acercó de inmediato a saludarle; ella respondió con el respeto debido al hermano mayor de su esposo. Hendrick la llevó a su oficina y pidió a uno de sus hijos que le trajera una silla cómoda.

Vicky reconoció en el muchacho a Raleigh Tabaka y le agradeció la silla con una sonrisa.

—Te has convertido en un joven apuesto, Raleigh. ¿Ya has terminado tus estudios?

—Yebo, sissie. —El muchacho devolvió su cortesía con reserva cortés. Ella era esposa de su tío, sí, pero también una zulú. El padre le había enseñado a desconfiar de todos los zulúes—. Ahora, ayudo a mi padre, sissie. Él me enseña a manejar el negocio. Pronto estaré solo al frente de un local.

Hendrick Tabaka sonrió con orgullo a su hijo favorito.

—Aprende con rapidez; tengo mucha fe en él. —Y respaldó lo que Raleigh acababa de decir—. Le voy a enviar muy pronto a nuestra panadería de Sharpeville, cerca de Vereeniging, para que conozca ese tipo de negocios.

—¿Y dónde está Wellington, tu gemelo? —preguntó Vicky.

Hendrick Tabaka frunció el entrecejo e hizo señas a Raleigh para que abandonara la oficina. En cuanto estuvieron solos, respondió a la pregunta con aire furioso.

—Los sacerdotes blancos han capturado el corazón de Wellington. Lo han seducido, lo han apartado de los dioses de su tribu y de sus antepasados, y lo han puesto al servicio del Dios de los blancos, ese extraño Dios Jesús con tres cabezas. Me duele profundamente, pues yo había esperado que Wellington fuera, como Raleigh, el hijo de mi vejez. Ahora, estudia para cura, y yo lo he perdido.

Se sentó ante la diminuta mesa atestada que le servía de escritorio y se estudió las manos un momento. Luego, levantó aquella cabeza calva, como bala de cañón, cruzada de cicatrices provenientes de viejas batallas.

—Por eso, esposa de mi hermano, vivimos en tiempos de grandes penas. Moses Gama ha sido apresado por la Policía del blanco y no caben dudas sobre lo que harán con él. Aún en mi dolor, debo recordar que le advertí que sucedería esto. El hombre sabio no arroja piedras al león dormido.

—Moses Gama hizo lo que consideraba su deber. Llevó a cabo el acto para el cual había nacido —dijo Vicky, serenamente— dio el golpe por todos nosotros: por ti, por mí y por nuestros hijos. —Se tocó el vientre, que empezaba a abultarse bajo el uniforme blanco de enfermera—. Y ahora necesita nuestra ayuda.

—Dime en qué puedo ayudar. —Hendrick inclinó la cabeza—. No sólo era mi hermano, sino también mi jefe.

—Necesitamos dinero para contratar a un abogado que lo defienda en el tribunal del blanco. He visitado a Marcus Archer y a los otros del CNA, en la casa de Rivonia. Ellos no nos ayudarán. Dicen que Moses actuó sin conocimiento ni aprobación de ellos. Dicen que se había acordado no amenazar vidas humanas. Dicen muchas otras cosas; todas, salvo la verdad.

—¿Cuál es la verdad, hermana mía?

De pronto, la voz de Vicky se estremeció de furia.

—La verdad es que lo odian. La verdad es que lo temen. La verdad es que lo envidian. Moses ha hecho lo que ninguno de ello se hubiera atrevido a hacer. Ha apuntado una espada al corazón del tirano blanco y, aunque el golpe haya fallado, todo el mundo sabe ahora que ha sido asestado. No sólo en esta tierra, sino más allá del mar, todo el mundo sabe quién es el líder de nuestro pueblo.

—Eso es cierto —asintió Hendrick—. Su nombre está en labios de todos.

—Debemos salvarle, Hendrick, hermano mío. Debemos hacer todo lo posible para salvarle.

Hendrick se levantó para acercarse al pequeño armario del rincón. Lo corrió a rastras para dejar al descubierto la puerta de una antigua caja fuerte, empotrada en la pared. Cuando hubo abierto la puerta de acero, se vio que el interior estaba lleno de billetes.

—Esto pertenece a Moses. Es su parte. Toma lo que necesites —dijo Hendrick Tabaka.