La confrontación se llevó a cabo en la cocina de «Puck’s Hill». Fuera, el cielo estaba preñado de plomizas nubes de tormenta, oscuras como cardenales, que lanzaban una penumbra sobrenatural en el cuarto. Marcus Archer encendió la luz eléctrica que pendía sobre la larga mesa, en apliques de bronce.

Los truenos resonaban como disparos de artillería y rodaban pesadamente por el cielo. Los relámpagos encendían brillantes luces blancas, resquebrajadas. Desde los aleros, la lluvia caía en una tremolante cortina de plata sobre las ventanas. Todos levantaban la voz para hacerse oír por encima de la tumultuosa naturaleza, de modo que terminaron gritándose mutuamente. Eran el alto mando de Umkhonto we Sizwe: doce hombres en total, todos negros, con excepción de Joe Cicero y Marcus Archer. Pero sólo dos de ellos contaban: Moses Gama y Nelson Mandela. Los otros guardaban silencio, relegados al papel de meros observadores, mientras ellos dos, como dominantes leones de melena negra, batallaban por el liderazgo de la manada.

—Si acepto lo que propones —pronunció Nelson Mandela, de pie e inclinado hacia delante, con los puños cerrados en la mesa—, perderemos la simpatía del mundo.

—Ya has aceptado el principio de la revuelta armada que te he incitado a adoptar durante todos estos años. —Moses se reclinó hacia atrás en la silla de madera, balanceándola en las dos patas traseras, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Has resistido a mi convocatoria a la batalla. En cambio, malgastaste nuestras fuerzas en débiles demostraciones de desafío, que los bóers aplastaron despectivamente.

—Nuestras campañas han unido al pueblo —gritó Mandela.

En el tiempo transcurrido, se había dejado crecer una barba corta, que le daba aires de verdadero revolucionario. Moses admitió para sus adentros que era un hombre hermoso, alto, fuerte, desbordante de confianza: un adversario formidable.

—También te han dado un buen panorama de las cárceles del blanco vistas por adentro —apuntó Moses, despectivo—. Ya ha pasado el tiempo de esos juegos infantiles. Es hora de atacar ferozmente al corazón del enemigo.

—Ya sabes lo que acordamos. —Mandela seguía de pie—. Sabes que, aún a desgana, hemos aceptado el uso de la fuerza.

Moses se levantó con tanta violencia que la silla salió disparada hacia atrás y se estrelló contra la pared.

—¡A desgana! —Se inclinó sobre la mesa hasta que sus ojos quedaron a pocos centímetros de los de Mandela—. Sí, eres tan remiso como una vieja y tan tímido como una virgen. ¿Qué clase de violencia es la que propones? ¿Dinamitar unos cuantos postes telegráficos, volar un centro telefónico? —Moses usaba un calcinante tono de desprecio—. Después, harás volar una letrina pública y esperarás que los bóers acudan arrastrándose a preguntar cuáles son tus condiciones. Eres un ingenuo, amigo mío; tienes los ojos llenos de estrellas y la cabeza plagada de sueños luminosos. Te enfrentas a hombres duros y hay un solo modo de llamarles la atención: hacerlos sangrar y frotarles las narices en la sangre.

—Sólo atacaremos a blancos inanimados —dijo Mandela—. Nada de tomar vidas humanas. No somos asesinos.

—¡Somos guerreros! —Moses bajó la voz, pero eso no redujo su potencia. Sus palabras parecían tener fulgor propio en el cuarto a oscuras—. Luchamos por la libertad de nuestro pueblo. No podemos permitirnos los escrúpulos con que tratan de maniatarnos.

Los más jóvenes se agitaron de ansiedad. Joe Cicero sonrió apenas, pero sus ojos se mantenían insondables; su sonrisa era fina y cruel.

—Los actos de violencia deben ser simbólicos —trató de explicar Mandela.

Pero Moses se le impuso.

—¡Símbolos! No tenemos paciencia para símbolos. En Kenia, los guerreros Mau Mau tomaron por los pies a los hijitos de los colonos blancos y cortaron entre las piernas con afiladísimas pangas, después arrojaron los trozos a las letrinas. Eso ha hecho que los blancos se sienten a la mesa de conferencias. Ése es el tipo de símbolo que los blancos entienden.

—Jamás nos rebajaremos a esa barbarie —dijo Nelson Mandela con firmeza.

Moses se inclinó aun más y sus ojos se encontraron fijamente. El más joven pensaba con celeridad. Había obligado a su adversario a tomar una posición, a comprometerse de manera irrevocable frente a los militantes del alto mando. La noticia de que se negaba a la guerra ilimitada correría pronto por entre los más jóvenes, entre los Búfalos y los que componían las bases del apoyo personal de Moses. Decidió no incitar a Mandela; con eso sólo conseguiría perder terreno. No daría al enemigo la oportunidad de explicar que podía estar dispuesto a emplear, en el futuro, medidas más severas. Había hecho que Mandela se presentara como pacifista a los ojos de los militantes. El contraste destacaba su propia fiereza.

Se retiró desdeñosamente de Nelson Mandela, emitiendo una risa despectiva, mientras echaba un vistazo a los jóvenes sentados en el otro extremo de la mesa, meneando la cabeza como si renunciara a explicarse ante un niño tonto y terco.

Luego, se sentó, con los brazos cruzados sobre el pecho y el mentón hundido en el torso. No volvió a participar de la discusión. Era una presencia corpulenta y, pensativa, en cuyo mismo silencio había una burla a las propuestas de Mandela, limitadas a actos de sabotaje contra propiedades del Estado.

A pesar de sus bellas palabras, Moses Gama sabía que harían falta hechos para que todos lo aceptaran como al verdadero líder.

«Y les daré un hecho, uno de tal magnitud que no dejará duda alguna en sus corazones», pensó. Su expresión era ceñuda y decidida.

La motocicleta era regalo de su padre: una enorme «Harley Davidson», cuyo asiento parecía una montura de vaquero; el cambio de marcha estaba al costado del tanque plateado. Sean no sabía bien porqué se la habían regalado. Sus notas finales en la Academia de Costello no justificaban semejante generosidad paterna. Tal vez para Shasa era un alivio que él hubiera logrado pasar, aunque muy justo, o quizá pensaba que él necesitaba aliento; también podía ser mera expresión de culpabilidad para con su hijo mayor. Sean no se molestaba en analizar demasiado la cuestión. La moto era magnífica: toda cromo, esmalte y reflectores de vidrio rojo adiamantado, lo bastante vistosa como para llamar la atención de cualquier damisela. En el tramo recto que había más allá del aeropuerto, Sean la había hecho alcanzar una buena velocidad.

En ese momento, en cambio, el motor gorgoteaba suavemente entre sus rodillas. Cuando llegaron a lo alto de la colina, apagó el faro delantero y el motor, dejando que la gravedad se encargara de llevar la pesada máquina. Rodaron silenciosamente en la oscuridad. En ese elegante suburbio no había alumbrado. Los terrenos que rodeaban a cada mansión tenían el tamaño de pequeñas fincas.

Al aproximarse al pie de la colina, Sean sacó la moto de la carretera. Avanzaron a tumbos por una zanja de poca profundidad, hasta un grupo de árboles. Allí, desmontaron y Sean plantó la motocicleta sobre su soporte.

—¿Listo? —preguntó a su acompañante.

Rufus no era de los amigos que él pudiera invitar a Weltevreden para presentar a sus padres. Lo había conocido sólo porque ambos amaban las motocicletas.

Era unos diez centímetros más bajo, y, a primera vista, parecía un muchachito flaco, de tez agrisada, como si la mugre de la carretera se le hubiera adentrado en la piel. Tenía varios tics nerviosos, como el de mantener la cabeza gacha y evitar el contacto visual. A Sean le había llevado un tiempo notar que su cuerpo flaco era fuerte y duro, que era rápido y ágil como un látigo y que su actitud furtiva ocultaba una aguda inteligencia callejera, además de un ingenio cáustico e irreverente. A partir de entonces no tardó en ascenderlo al rango de lugarteniente de su banda.

Desde su graduación, sin honores, en la Academia de Costello, su padre insistía en que Sean realizara un aprendizaje, con el fin de llegar a formar parte del Instituto de Contables Matriculados. Se había impuesto a los auditores de la empresa «Courtney», los señores Rifkin y Markovitch, para que aceptaran al muchacho como botones, aunque no sin reparos por parte de los profesionales. El empleo no era tan horrible como Sean había temido. Él no veía nada malo en utilizar el apellido y su inagotable encanto para conseguir las mejores autorías, sobre todo en aquellas empresas que contaban con abundante personal femenino, y ninguno de los socios principales se atrevió a informar a Shasa Courtney que su hijo predilecto hacía su antojo, pues la cuenta de «Courtney» les rendía casi doscientas cincuenta mil libras anuales.

Sean nunca llegaba más de una hora tarde por las mañanas; ocultaba la resaca o la falta de sueño tras las gafas de aviador y una brillante sonrisa. Un descanso juicioso durante la mañana y una conversación ligera con las mecanógrafas lo ponían en condiciones de disfrutar el almuerzo en el «Mount Nelson» o en «Kelvin Grove»; terminaba a tiempo para volver en seguida a la oficina para entregar al socio principal un informe imaginario. Después, quedaba en libertad para jugar a la paleta o para una hora de práctica de polo en Weltevreden.

Por lo general, cenaba en casa; era más barato que hacerlo fuera; aunque Shasa aumentaba considerablemente el miserable sueldo pagado por Rifkin y Markovitch, Sean vivía en estado de crisis financiera. Después de cenar se quitaba el traje de etiqueta para ponerse una chaqueta de cuero y botas claveteadas. Entonces, comenzaba su otra vida, tan diferente de la existencia diurna: una vida de exaltación y peligro, llena de seres fascinantes y colorido, de mujeres ardientes y compañeros satisfactorios, de riesgos deliberados y locas aventuras, como la de esa noche.

Rufus bajó el cierre de su chaqueta negra y le sonrió.

—Todo listo y bien dispuesto, como la actriz dijo al obispo. —Bajo la chaqueta llevaba una camisa negra, pantalones y gorra de tela del mismo color.

No necesitaban repetirse lo que iban a hacer. Era la quinta vez que trabajaban juntos en ese tipo de operaciones y toda la planificación había sido elaborada en detalle. Sin embargo, la sonrisa de Rufus era pálida y tensa bajo la luz de las estrellas. Ese era el más ambicioso de los proyectos que habían encarado hasta entonces. Sean sintió que la deliciosa mezcla de miedo y entusiasmo le corría por la sangre como alcohol puro, llenándolo de escozores.

Por eso lo hacía: por esa sensación, esa indescriptible euforia que el peligro le provocaba. Ese era el primer cosquilleo, pero iría cobrando fuerzas y apoderándose de él a medida que el peligro aumentara. Muchas veces se preguntaba hasta dónde podría llegar; debía existir un cenit más allá del cual no fuera posible elevarse, pero distinto del clímax sexual, tan intenso y tan fugaz. Sean sabía que ni siquiera se había aproximado a la emoción última del peligro y se preguntaba cómo sería matar a un hombre con las propias manos. O matar a una mujer, pero hacerlo cuando ella llegara a su propia culminación debajo de él. La sola idea siempre le provocaba una dolorosa erección, pero hasta que se presentaran esas oportunidades, saborearía aventuras menores, como la presente.

—¿Fumas? —preguntó Rufus, ofreciéndole su lata de cigarrillos.

Sean sacudió la cabeza. No quería que nada entorpeciera su goce: ni la nicotina ni el alcohol; quería experimentar al máximo cada instante.

—Fuma la mitad; luego me sigues —ordenó, deslizándose entre los árboles.

Siguió el sendero que corría junto a la ribera baja del arroyo y cruzó por un vado, pisando ligeramente las piedras expuestas. La alta alambrada de seguridad estaba del otro lado. Se agazapó junto a ella. No tuvo que esperar mucho, pues, a los pocos segundos, una silueta de lobo apareció en la oscuridad. Al verlo, el pastor alemán corrió hacia él, arrojándose contra el grueso alambraje tejido.

—Hola, Prince —saludó Sean, en voz baja, inclinándose hacia el animal sin señales de miedo—. Vamos, muchacho. Tú me conoces.

Por fin, el perro lo reconoció. Había ladrado una sola vez; no llegaría a alertar a los ocupantes de la casa. Sean pasó suavemente los dedos por la alambrada, hablando de modo tranquilizador. El perro le olfateó la mano y empezó a menear la cola en una salutación amistosa. Sean sabía conquistar a todos los seres vivos, no sólo a los humanos. Silbó con suavidad y Rufus se aproximó trepando por la ribera. De inmediato, el pastor alemán se puso rígido. Gruñó con energía, erecto el pelo del lomo.

—No seas tonto, Prince —susurró Sean—. Rufus es un amigo.

Sean tardó unos cinco minutos en presentarlos. Al fin, respondiendo a las órdenes de su amigo, Rufus pasó tímidamente los dedos por entre los alambres y el perro, después de olfatearlo con cautela, meneó la cola.

—Pasaré primero —dijo Sean, y comenzó a escalar.

Arriba había tres hilos de alambre de púas, pero él pasó el cuerpo con los pies hacia delante y la espalda arqueada, como un gimnasta, y se dejó caer a tierra con agilidad. El perro se alzó sobre las patas traseras y se apoyó contra su pecho, para que Sean le acariciara la cabeza. Mientras tanto, Rufus escaló la alambrada con mayor rapidez aún.

—Vamos —susurró.

Y, con el perro guardián caminando junto a ellos, subieron hacia la casa, corriendo agachados y a la sombra de los arbustos, hasta que les fue posible apretarse contra la pared, ocultándose entre las hojas de hiedra que cubrían los ladrillos.

La casa era una mansión de dos plantas, casi tan imponente como Weltevreden. Pertenecía a otra de las principales familias de El Cabo, que mantenía una estrecha amistad con los Courtney. Mark Weston había sido compañero de estudios de Shasa, en el bachillerato y en la universidad. Marjorie, su esposa, tenía la edad de Tara. De las dos hijas adolescentes, Sean había desflorado a la mayor el año anterior, para después abandonarla sin siquiera una llamada telefónica.

La chica, de diecisiete años, había sufrido un colapso nervioso; se negaba a comer, amenazaba con el suicidio y lloraba sin cesar. Por fin, hubo que sacarla de la escuela. Marjorie Weston había mandado buscar a Sean para tratar de convencerlo de que hiciera una ruptura más gradual. Convino una cita sin que su hija lo supiera, mientras su marido estaba en viaje de negocios por Johannesburgo.

Llevó a Sean a su cuarto de costura, en la planta baja, y cerró la puerta. Era jueves por la tarde; los sirvientes tenían el día libre y la hija menor estaba en la escuela. Verónica, la mayor, languidecía pálidamente en su dormitorio de la planta alta. Marjorie dio unas palmaditas al sofá.

—Por favor, ven a sentarte a mi lado, Sean.

Estaba decidida a mantener una conversación en un tono amistoso. Sólo cuando lo tuvo a su lado notó que era infernalmente atractivo. Más aún que el padre, por quien Marjorie había sentido un fuerte interés.

Mientras razonaba con él se notó algo falta de aliento, pero cuando le puso la mano en el brazo desnudo y sintió el músculo elástico bajo la piel joven comprendió, por fin, qué estaba ocurriendo.

Sean sentía el instinto del mujeriego, tal vez heredado de su padre. En realidad, nunca había mirado de ese modo a la madre de Verónica. ¡Por Dios!, tenía la edad de su propia madre. Sin embargo, desde su aventura con Clare East le gustaban las mujeres mayores. Marjorie Weston era delgada y atlética, gracias a la práctica del tenis y la natación; su minucioso bronceado disimulaba las patas de gallo y las primeras arrugas del cuello. Si Verónica era tonta y vacía, su madre tenía porte y madurez, pero también los mismos ojos color malva que lo atrajeron desde un principio, y la misma melena densa y rojiza, pero arreglada con más pulcritud.

Al captar la excitación de la mujer: el rubor bajo la piel bronceada, la respiración agitada y el cambio sutil en el olor de su cuerpo (que un hombre común no habría percibido, pero que era, para Sean, como una tarjeta de invitación), descubrió que su propia erección contaba con el sabor de la perversión.

«Doble golpe —se dijo—. Madre e hija. Eso es todo un cambio. No necesitaba planear más. Dejó que su infalible instinto lo guiara.

—Usted es mucho más atractiva de lo que sus hijas podrán ser jamás. Si rompí con Verónica, el motivo principal fue que no podía estar cerca de usted sin poder hacer esto.

Y se inclinó sobre ella para besarla con la boca abierta.

Hasta ese momento, Marjorie había considerado que tenía un absoluto control de la situación. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que él se arrodilló frente a ella, separándole las rodillas con las manos. Cuando se vio despatarrada en el sofá, con la falda plisada recogida hasta la cintura, jadeó entrecortadamente:

—Por Dios, no lo puedo creer. Debo de estar loca.

Ahora se hallaba sentada al pie de la escalera, vestida sólo con una bata de satén. Cada pocos segundos se estremecía con un breve espasmo. La noche era cálida y la oscuridad reinaba en la casa. Las niñas dormían arriba; Mark había salido para uno de sus habituales viajes de negocios. Era la primera vez que ambos se arriesgaban a una cita después de dos semanas, y la perspectiva la hacía temblar de entusiasmo. A las nueve en punto, como estaba dispuesto, ella había desconectado la alarma contra ladrones. Pero Sean ya llevaba media hora de retraso. Tal vez algo le había impedido acudir, después de todo. La idea la hizo temblar de angustia. En ese momento oyó el suave golpecito en el vidrio de las puertas-ventana que daban al patio de la piscina. Se levantó de un salto y corrió por el cuarto a oscuras, jadeante. Sus manos vacilaron ante la cerradura. Sean entró y la abrazó. Era tan alto y fuerte que ella se convirtió en masilla en sus brazos. Ningún hombre la había besado de ese modo, con tanto rigor y habilidad al mismo tiempo. A veces, se preguntaba quién le habría enseñado, y la idea la consumía de celos. Lo necesitaba tanto que sintió oleadas de vértigo; de no haber sido por el abrazo habría caído al suelo. Él tironeó del nudo que cerraba la bata y metió la mano por la abertura más abajo de la cintura. Marjorie cambió de posición, y separó las piernas para que él la encontrara con más facilidad. Luego, ahogó una exclamación ante la incursión de sus dedos.

—Divino —rió Sean a su oído—, como el río Zambeze cuando hay inundación.

—Chist —protestó ella—. Vas a despertar a las chicas. —Marjorie gustaba de considerarse una dama refinada, pero aquellas palabras crudas aumentaron su excitación hasta convertirla en fiebre—. Cierra con llave —le ordenó, con voz temblorosa—. Vamos arriba.

Él la soltó para acercarse a la puerta. Presionó hasta hacer funcionar el cerrojo e hizo girar la llave, pero, de inmediato, efectuó el movimiento contrario, y la dejó abierta.

—Listo.

Volvieron a besarse, mientras ella deslizaba, frenética, las manos por el cuerpo de Sean, buscando la dureza palpitante bajo la fina tela. Fue ella, por fin, quien se apartó.

—Oh, Dios —murmuró—, no puedo esperar más.

Lo cogió de la mano para arrastrarle por la escalinata de mármol. Los dormitorios de las chicas estaban en el ala este. Marjorie cerró con llave la pesada puerta de caoba que aseguraba la alcoba principal. Allí estaban a salvo. Por fin, pudo dejarse ir por completo.

Marjorie Weston llevaba más de veinte años casada; en ese tiempo había tomado el mismo número de amantes. Algunos habían sido simples locuras de una sola noche; otros, vínculos más permanentes. Uno de ellos se había prolongado por poco menos de esos veinte años en una relación errática, compuesta de interludios apasionados a los que seguían largos períodos de distanciamiento. Sin embargo, ninguno de esos amantes había podido igualar a ese muchachito en belleza, en habilidad, en resistencia física ni en su endemoniada inventiva; ni siquiera Shasa Courtney, aquel amante de larga duración. El hijo tenía la misma captación instintiva en cuanto a las necesidades de la pareja. Sabía cuándo ser duro y cruel, cuándo tierno y suave. En todo lo demás superaba al padre. A Marjorie le era imposible agotarle u obligarle a vacilar. Su veta de auténtica brutalidad, su malignidad innata, solían aterrorizarla. A eso se agregaba el deleite casi incestuoso de tomar al hijo después de haber gozado con el padre.

Esa noche, Sean no la desilusionó. Mientras ella avanzaba enérgicamente hacia el primer orgasmo de la noche, el chico estiró súbitamente la mano hacia el teléfono de la mesita de noche.

—Llama a tu esposo —le ordenó, poniéndole el auricular en la mano.

—¡Por Dios, estás loco! —jadeó ella—. ¿Qué le voy a decir? —¡Obedece!

Marjorie comprendió que, si se negaba, recibiría una bofetada en pleno rostro. No sería tampoco la primera vez.

Siempre reteniéndolo entre los muslos, giró torpemente el cuerpo para marcar el número del Carltonn, en Johannesburgo.

—Querría hablar con Mr. Mark Weston, suite 1750 —dijo a la telefonista del hotel.

—La comunico.

Mark atendió al tercer timbrado.

—Hola, querido —dijo Marjorie. Sean, sobre ella, comenzó a moverse otra vez—. Como no podía dormir, se me ocurrió llamarte. Disculpa si te he despertado.

Aquello se convirtió en una lucha. Sean trataba de obligarla a gritar o a soltar una exclamación; ella se esforzaba por mantener una conversación desenvuelta con su marido. Cuando Sean logró que lanzara un chillido involuntario, Mark preguntó ásperamente:

—¿Qué ha sido eso?

—Estoy tomando una taza de té, pero quema demasiado. Me he abrasado los labios.

Se dio cuenta de que eso estaba excitando también a Sean. Su cara ya no era hermosa; sus facciones, hinchadas y enrojecidas, habían tomado un aspecto rudo y tosco. Lo sentía duro y grueso dentro de ella; la llenaba casi hasta hacerla estallar. Por fin, no pudo dominarse más y acabó de repente con la conversación telefónica.

—Buenas noches, Mark, que duermas bien —dijo.

Y plantó el auricular en su horquilla, justo cuando el primer grito le estallaba en la garganta.

Después, permanecieron en absoluta inmovilidad para recobrar el aliento, pero cuando Sean trató de apartarse de ella lo encerró entre las piernas y lo retuvo con energía. Sabía que si lograba impedir que se deslizara hacia fuera, volvería a estar bien dispuesto a los pocos minutos.

Afuera, en el prado delantero, el perro ladró una sola vez.

—¿Hay alguien allí? —preguntó ella.

—No. Prince está travieso —murmuró Sean.

Pero escuchaba con atención, aun sabiendo que Rufus era demasiado diestro para hacerse oír y que todo estaba planeado con esmero. Tanto él como su amigo sabían con exactitud lo que buscaban.

Para conmemorar el primer mes de aquella relación, Marjorie le había comprado un par de gemelos victorianos de platino, ónix y diamantes. Un jueves por la tarde lo invitó a la casa y lo condujo al estudio de Mark Weston. Ante la vista de Sean verificó la combinación de la caja fuerte, discretamente grabada en la esquina de una fotografía enmarcada donde estaba ella con sus hijas. Luego, hizo girar una sección falsa de la estantería que ocultaba la caja fuerte y la abrió.

Al entregarle el regalo, dejó la caja entreabierta. Sean le demostró gratitud recogiéndole las faldas para hacerle el amor allí, sentada en el escritorio de su marido. Mientras tanto, por encima de su hombro, él evaluaba el contenido de la caja fuerte.

Había oído mencionar a su padre la colección de monedas de oro reunida por Mark Weston; al parecer, era una de las más importantes de la numismática privada mundial. Además de los doce álbumes de cuero que contenían la colección, en el estante del medio se veían libros de contabilidad de la finca y también un pequeño joyero masculino. El último estante estaba colmado de fajos de billetes que aún conservaban las envolturas del Banco, y una gran bolsa de lona con la leyenda " Standard Bank Ltd», obviamente llena de plata. No podía haber menos de cinco mil libras en billetes y monedas.

Sean había explicado a Rufus dónde buscar la combinación, cómo abrir la estantería falsa y qué hacer después.

Bastaba saber que Rufus estaba trabajando en la planta baja en posible peligro de ser descubierto, para estimular a Sean a tal punto que hizo exclamar a Marjorie:

—No eres humano. ¡Eres una máquina!

Por fin la dejó, tendida en la cama como una muñeca de cera medio fundida por el sol, con los miembros blandos y la gruesa melena oscurecida por el sudor. Las pasiones agotadas habían quitado toda forma nítida a su boca. Su sueño era catatónico.

Sean estaba nervioso y excitado.

Bajó al estudio de Mark Weston. La falsa estantería aún estaba fuera de sitio; la caja fuerte, abierta de par en par; los libros de contabilidad, desparramados por el suelo. La excitación volvió como una densa ola almizclada. Una vez más, se encontró tumescente.

Era peligroso permanecer en la casa un minuto más. Echó un vistazo hacia las escaleras de mármol. El cuarto de Verónica era el último pasillo del ala este; sólo entonces se le ocurrió la idea: Tal vez ella gritara si la despertaba con brusquedad, tanto que gritaría al reconocerlo. O quizá no. La sola idea hizo de su erección algo insoportable, tanto que el riesgo era demencial. Sean, con una enorme sonrisa, volvió a subir en la oscuridad.

Un filo de plata entraba por las cortinas y caía sobre el cabello de la muchacha, arremolinado en la almohada. Sean se inclinó hacia ella y le cubrió la boca con la mano. Ella despertó forcejeando, aterrorizada.

Los forcejeos cesaron. El miedo desapareció de sus enormes ojos malva y ambos brazos se alargaron hacia él. Sean le soltó la boca.

—Oh, querido, en el fondo lo sabía. Sabía que aún me amabas.

Rufus se puso furioso:

—¿Hombre? Pensé que te habían atrapado ¿Qué te ha pasado?

—Estaba haciendo el trabajo duro.

Sean pateó el pedal y la «Harley Davidson» surgió a la vida con un rugido. En el giro hacia la carretera casi le hizo perder el equilibrio por el peso de las mochilas.

—Despacio, hombre protestó Rufus Vas a despertar a todo el valle.

Sean soltó una carcajada al viento, ebrio de entusiasmo. Ascendieron la colina a ciento cincuenta por hora.

Estacionó la «Harley Davidson» en la carretera de Kraainfontein. Ambos descendieron hasta la orilla del agua y se sentaron en cuclillas en el parapeto, por debajo de la carretera. A la luz de una linterna eléctrica se repartieron el botín.

—Dijiste que habría cinco mil —se quejó Rufus, acusador—, y sólo he encontrado cien.

—El viejo Weston ha de haber pagado a sus esclavos. —Sean rió entre dientes, despreocupado, al dividir el pequeño fajo de billetes. Empujó la pila más alta hacia Rufus, diciendo—: A ti te hace más falta que a mí.

El joyero contenía alfileres de corbata y gemelos, medallas masónicas y las condecoraciones de Mark Weston, un reloj de lujo y un puñado de efectos personales. Rufus los estudió con ojo experimentado.

—El reloj está grabado y lo otro es demasiado peligroso, hombre. Tendremos que tirarlo.

Abrieron los álbumes. Cinco de ellos estaban llenos de soberanos.

—Bueno —gruñó Rufus—, esto puedo cambiarlo, pero lo otro no. Es demasiado. Nos quemaríamos los dedos.

Y descartó desdeñosamente las monedas pesadas de cinco libras y cinco guineas, que databan de los reinados de Victoria e Isabel, Carlos y los Jorges.

Después de dejar a Rufus ante la taberna ilícita del Distrito Seis para gente de color, donde el muchacho había estacionado su propia motocicleta, Sean se alejó solo por la alta carretera serpenteante que rodea la enorme masa del pico Chapman. Dejó la «Harley» al borde del acantilado. El verde Atlántico se estrellaba contra las rocas, quince metros más abajo. Sean arrojó las monedas de una a una, haciéndolas girar de modo tal que recibieran la incierta luz del alba antes de perderse en las sombras del acantilado; no se las veía golpear la superficie del agua, allá abajo. Cuando la última hubo desaparecido, arrojó los álbumes vacíos, que aletearon, atrapados por el viento. Después, le tocó el turno al reloj de oro y al alfiler de diamantes. Dejó las medallas para el final. Le proporcionaba una vengativa satisfacción haber gozado de la esposa y de la hija de Mark Weston antes de arrojar sus medallas al mar.

Cuando montó en la «Harley Davidson» para descender por la serpenteante carretera, se subió las antiparras a la frente y dejó que el viento le castigara la cara y los ojos, hasta que las lágrimas corrieron en ríos por sus mejillas. Exigió la máxima potencia al motor, tomando las curvas tan cerradas que el estribo arrancaba chispas a la superficie.

—No fue mucha ganancia para una noche de trabajo —se dijo. El viento le arrancó las palabras de los labios—. Pero la emoción… ¡oh, la emoción!

Cuando todos sus esfuerzos por interesar a Sean y a Michael en el sistema planetario de la empresa «Courtney» sólo el interés, un tibio y fingido entusiasmo o una franca falta de interés, Shasa pasó por una serie de emociones, la primera de las cuales fue el desconcierto.

No llegaba a comprender que nadie, mucho menos un joven de intelecto superior, más especialmente un hijo suyo, no supiera ver la fascinación de ese complejo entrelazarse de fortuna y oportunidades, desafíos y recompensas. Al principio, se atribuyó la culpa por no haberlo explicado bien, dando por segura la reacción de sus hijos y, mediante sus propias omisiones, haber fracasado en el intento de llamarles la atención.

Para Shasa, la empresa era la vida misma. Su primer pensamiento, al despertar cada mañana, y el último antes de dormirse, se referían a la dirección y el momento de la empresa. Por eso, lo intentó de nuevo, con más paciencia, más exhaustivamente. Era como explicar a un daltónico qué es el color rojo. Del desconcierto pasó al enojo.

—Qué diablos, Mater —estalló, a solas con Centaine en el lugar favorito de la colina, sobre el Atlántico—. Se diría que no les interesa.

—¿Y a Garry? —preguntó con serenidad.

—Oh, Garry. —Shasa rió entre dientes, desesperado Cada vez que me doy la vuelta, tropiezo con él. Es como un cachorrito.

—He visto que le has dado una oficina en el tercer piso —observó Centaine, sin alterarse.

—Es el armario de las escobas. En realidad, fue una broma, pero el pequeño idiota se lo tomó en serio. No tuve coraje de…

—Casi todo lo toma en serio, el joven Garrick —observó Centaine—. Y es el único. Es un muchacho profundo.

—¡Oh, Mater, vamos! ¿Garry?

—El otro día mantuve una larga conversación con él. Deberías hacer lo mismo. Te llevarías una sorpresa. ¿Sabes que figura entre los tres mejores de su clase?

—Sí, por supuesto que lo sé. Pero es sólo el primer año de administración comercial. No es cosa que se pueda tomar demasiado en serio.

—¿No? —preguntó la madre con aire inocente.

Shasa guardó un desacostumbrado silencio de varios minutos.

El viernes siguiente, Shasa echó un vistazo al cubículo que servía de oficina a Garry, empleado por la empresa «Courtney» durante las vacaciones universitarias. El muchacho se puso respetuosamente de pie al ver a su padre y se empujó las gafas hasta el puente de su nariz.

—Hola, campeón. ¿En qué andas? —preguntó Shasa, mirando los formularios que cubrían el escritorio.

—Estoy haciendo un control. —Garry se hallaba entre dos fuegos: el enorme respeto por el súbito interés paterno en su trabajo y la desesperación por retener su interés y obtener su aprobación. Estaba tan ansioso por impresionar a su padre que volvió a tartamudear. Sólo le ocurría eso cuando se excitaba—. ¿Sabes que gastamos más de cien libras en papel de membrete sólo durante el mes pasado?

—Respira hondo, campeón. —Shasa entró en el cuartito, donde había espacio apenas suficiente para los dos—. Habla poco a poco y cuéntamelo todo.

Una de las funciones oficiales de Garry era ordenar y distribuir la papelería de la empresa. Detrás de su escritorio, los estantes estaban llenos de resmas de papel y cajas de sobres.

—Según mis cálculos, podríamos reducir ese gasto a ochenta libras o menos. Sería un ahorro de veinte libras al mes.

—Dime cómo.

Shasa se sentó en la esquina del escritorio y aplicó su mente al problema. Lo trató con tanto respeto como si estuviera analizando la explotación de una nueva mina aurífera.

—Tienes mucha razón —manifestó, aprobando las cifras—. Te doy plena autoridad para poner en práctica tu nuevo sistema de control —agregó, levantándose—. Buen trabajo.

Garry relucía de gratificación. Shasa se volvió hacia la puerta para que el muchacho no viera su expresión divertida. Luego, hizo una pausa y miró hacia atrás.

—A propósito: mañana vuelo a Walvis Bay. Debo encontrarme allí con los arquitectos y los ingenieros para analizar las ampliaciones de la enlatadora. ¿No te gustaría acompañarme?

Garry, desconfiando de su voz por miedo a tartamudear otra vez, asintió enfáticamente con la cabeza.

Shasa cedió los controles del avión a Garry. El muchacho había recibido su licencia de piloto particular dos meses antes, pero aún necesitaba algunas horas de vuelo para llevar aparatos bimotores. Sean, un año mayor, había recibido su licencia apenas cumplida la edad mínima. Sean pilotaba del mismo modo que montaba y tiraba al blanco: con naturalidad con gracia, pero sin cuidado. Era uno de esos pilotos que vuelan por la gracia de Dios y su buena suerte. Garry, en contraste, se mostraba tesonero y meticuloso; por lo tanto, aunque Shasa lo admitiera de mala gana, era mejor piloto. Garry presentó su plan de vuelo como si estuviera presentando una tesis para doctorarse; sus verificaciones previas al despegue se prolongaron tanto que Shasa comenzó a retorcerse en el asiento, conteniendo a duras penas las ganas de gritar: «Por el amor de Dios, Garry, vamos de una vez».

Sin embargo, era una señal de confianza que cediera al muchacho los mandos del Mosquito. Aunque preparado para hacerse cargo a la menor señal de problemas, recibió una amplia recompensa por su tolerancia al ver la chispa de intenso placer tras las gafas de Garry, en el momento de elevar la encantadora máquina por entre el manto plateado de nubes, para llevarla al azul cielo africano, donde podría compartir con su padre una rara sensación de total entendimiento.

Una vez que llegaron a Walvis Bay, Shasa olvidó a medias que Garry iba con él. Se había acostumbrado a que su segundo hijo estuviera siempre disponible, listo para anticiparse a sus menores necesidades, ya fuera fuego para el cigarrillo o lápiz y papel para ilustrar una idea al arquitecto. Era reconfortante y cómodo tenerle cerca, siempre silencioso y discreto, jamás dado a preguntas tontas ni a comentarios rebeldes.

La enlatadora se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los grandes éxitos de la empresa «Courtney». Durante tres temporadas consecutivas habían capturado la cuota completa; además, se había producido una novedad inesperada: en una reunión privada, Manfred De La Rey había sugerido a Shasa que, si la compañía libraba diez mil acciones más a nombre de una persona de Pretoria, las consecuencias podían ser beneficiosas para todos. Confiando en Manfred, Shasa había hecho lo sugerido y, en el curso de dos meses, el Departamento de tierras y pesca había reconsiderado su cuota, duplicando las cien mil toneladas que se les autorizaba a capturar anualmente.

Shasa sonrió cínicamente al recibir la buena noticia.

—Durante trescientos años los afrikaners han sido dejados al margen de los negocios. Ahora, están poniéndose al día rápidamente. Se hallan en carrera y no son demasiado melindrosos en cuanto a los métodos que emplean para ganar. Los judíos y los ingleses harán bien en no dormirse sobre los laureles.

Y se dedicó a planear y financiar la ampliación de la enlatadora.

Empezaba a caer la tarde cuando Shasa terminó con los arquitectos, pero, dada la estación, aún quedaban un par de horas de luz.

—¿Qué te parece si vamos a nadar a Punta Pelícano? —sugirió Shasa a Garry.

Ambos utilizaron uno de los «Land-Rover» de la enlatadora para transitar por la arena mojada, en el borde de la bahía. Las aguas hedían a sulfuro y a vísceras de pescado; sin embargo, mas lejos, se elevaban las altas dunas doradas y las áridas montañas, en desolada grandeza; en las aguas de seda se veían bandadas de flamencos, tan rosados que parecían teatrales e imposibles. Shasa condujo el coche a buena velocidad, siguiendo la curva de la bahía, con el cabello agitado por el viento.

—¿Has aprendido algo hoy?

—Que si uno quiere que la gente hable con demasiada franqueza, debe guardar silencio y poner cara de escéptico —respondió Garry.

Shasa miró a su hijo con asombro. Siempre había empleado esa técnica, mas le resultaba extraño que un muchacho tan joven y falto de experiencia supiera descubrirla.

—Sin decir nada, has hecho admitir al arquitecto que, en realidad, no había hallado una buena solución para la instalación de la caldera —prosiguió Garry—. Y hasta yo me he dado cuenta de que su proyecto actual es demasiado costoso.

—¿De veras? —A Shasa le había llevado todo un día de discusiones llegar a esa conclusión, pero no estaba dispuesto a reconocerlo—. Y tú, ¿qué harías?

—No lo sé seguro, Pater. —Garry tenía una manera pedante de expresar sus opiniones; en un principio, había irritado a su padre, pero ahora lo divertía, sobre todo porque casi siempre valía la pena escucharlas—. Pero convendría, en vez de limitarnos a instalar otra caldera, explorar la posibilidad de adoptar el nuevo «Proceso Patterson».

—¿Qué sabes del «Proceso Patterson»? —inquirió Shasa ásperamente.

Por su parte, hacía muy poco que conocía su existencia. De pronto, se descubrió discutiendo como de igual a igual. Garry había leído todos los folletos de venta; conocía de memoria las especificaciones y las cifras del proceso y había analizado por su cuenta casi todas las ventajas e inconvenientes que tenía con respecto a los métodos convencionales de preparación y enlatado.

Aún estaban discutiendo cuando rodearon el cuerno arenoso de la bahía. Más allá del faro, se extendía la playa desierta, limpia y blanca, menguando en su perspectiva hacia el horizonte. Allí, las aguas del Atlántico eran verdes y salvajes, frías y limpias, espumosas y efervescentes por la fuerza del oleaje.

Se quitaron la ropa para nadar desnudos en el tumultuoso mar, sumergiéndose a profundidad bajo cada ola que se aproximaba siseando. Por fin, emergieron, azulados por el frío, pero riendo con entusiasmo.

Mientras se secaban, de pie junto al «Land-Rover», Shasa estudió francamente a su hijo. El cabello de Garry, aún empapado de agua salada, se erguía en picos desordenados; su rostro, sin las gafas, lucía un aspecto desconcertado y miope. Tenía el torso muy desarrollado; el pecho era como un barril y estaba cubierto por tanto vello oscuro que casi desaparecían los músculos del vientre, fino como cota de malla. «A primera vista, nadie sospecharía que es un Courtney. Si yo no conociera a Tara, pensaría que tuvo alguna aventura a escondidas». Shasa estaba seguro de que Tara era capaz de muchas cosas, pero nunca de infidelidad o promiscuidad. «No tiene nada de sus antepasados», pensó. Pero miró un poco mejor y esbozó una súbita sonrisa. Bueno, de los Courtney ha heredado algo. Hasta el viejo general Courtney ha de estar retorciéndose de envidia en la tumba por ese armatoste que tienes ahí.

Garry se apresuró a cubrirse con la toalla y buscó los calzoncillos en el «Land-Rover», pero, en el fondo, estaba complacido. Hasta ese momento había mirado siempre con suspicacia esa porción de su anatomía. Parecía ser una criatura extraña, con voluntad y existencia propias, decidido a abochornarle y humillarle en los momentos más inesperados e incorrectos, como aquella inolvidable ocasión en que había provocado risitas en la primera fila de muchachas, mientras daba su lección en frente de la clase; o cuando se veía obligado a huir de la sala de mecanógrafas, porque el extraño demostraba un súbito y bien visible interés en el panorama. Sin embargo, si su padre hablaba de él con respeto, Garry estaba dispuesto a reconsiderar sus relaciones con eso y hacer las paces con él, sobre todo si el espíritu del legendario general lo aprobaba.

A la mañana siguiente continuaron viaje hacia la mina «H’ani». Los tres muchachos habían cumplido con su aprendizaje en la «H’ani». Tal como Shasa hiciera, tantos años antes, habían tenido que trabajar en todos los sectores de operación, desde las perforaciones y las voladuras hasta los cuartos de separación, donde se recobraban los preciosos cristales.

Ese trabajo forzado había sido más que suficiente para Sean y Michael, que no demostraron el menor deseo de volver a la mina «H’ani». Garry era la excepción. Parecía haber adquirido el mismo amor por esas remotas colinas que Shasa y Centaine compartían. Pedía acompañar a su padre siempre que éste partía en gira de inspección, y en pocos años había adquirido el conocimiento de un experto sobre todas las operaciones. Por eso, en la última tarde que ambos pasaron en la mina, Shasa y Garry se detuvieron en el borde del gran pozo. Con el sol a la espalda, contemplaron sus sombreadas profundidades.

—Es extraño que todo haya salido de aquí —comentó Garry con suavidad—, todo lo que tú y Nana construisteis. Inspira cierta humildad, como si uno estuviera en una iglesia. —Guardó silencio por un largo instante—. Me encanta este lugar. Me gustaría que pudiéramos quedarnos más tiempo.

Aquel eco de sus propios sentimientos conmovió profundamente a Shasa. De sus tres hijos, éste era el único que comprendía, el único que parecía capaz de compartir con él el respeto casi religioso que evocaban en él esa gran excavación y la riqueza extraída de ella. Era la fuente de toda su fortuna, pero sólo Garry había sabido reconocerlo.

Rodeó con un brazo los hombros de Garry y trató de hallar las palabras adecuadas. Al cabo de un momento, se limitó a decir:

—Comprendo lo que sientes, campeón. Pero tenemos que volver a casa. El lunes debo presentar mi presupuesto a la Cámara.

No era eso lo que había querido decir, pero presintió que Garry comprendía. Mientras bajaban por el escarpado sendero, bajo el crepúsculo, se sintieron más unidos en espíritu que nunca.

Ese año, el presupuesto para el Ministerio de Minería e Industria, a cargo de Shasa, había sido casi duplicado; él sabía que la oposición planeaba hacerle pasar un mal rato. Nunca le habían perdonado el cambio de partido. Por lo tanto, cuando se levantó pidiendo la autorización del presidente, lo hizo dispuesto a mostrar todo su valer. Instintivamente, miró hacia la galería.

Centaine estaba en medio de la primera fila, en la galería para visitantes. Siempre se encontraba allí cuando sabía que Shasa o Blaine iban a hacer uso de la palabra. Llevaba un sombrerito pequeño y plano, inclinado sobre los ojos, con una sola pluma amarilla describiendo un ángulo audaz. Su mirada se cruzó con la de Shasa y le dedicó una sonrisa alentadora.

Junto a Centaine se hallaba Tara. Esto sí era extraño. Shasa no pudo recordar cuándo fue la última vez que la vio allí.

«Nuestro trato no incluye la tortura por aburrimiento», le había dicho ella. Pero allí estaba, asombrosamente elegante con su sombrero de paja y guantes blancos hasta el codo. Se tocó el ala en una venia burlona y Shasa arqueó una ceja. Luego, se volvió hacia la galería del periodismo, a buena altura por encima del sitial presidencial. Los corresponsales políticos de la Prensa angloparlante estaban todos allí, con los lápices listos. Shasa era de sus víctimas favoritas, pero todos sus ataques parecían no lograr sino consolidar su posición en el Partido Nacionalista; sus mezquindades y su subjetividad destacaban la eficiencia y la efectividad con que él manejaba su ministerio.

Shasa disfrutaba con el rudo debate parlamentario. Su único ojo chisporroteaba por las ansias de combate cuando adoptó su familiar postura, con las manos en los bolsillos, y comenzó su exposición.

Se lanzaron contra él inmediatamente, ladrando y mordisqueándole los talones, entre expresiones de incredulidad e indignación.

—¡Qué vergüenza, señor!

—¡Esto es un escándalo!

La sonrisa de Shasa los enfureció, llevándolos a excesos que él descartó con desenvuelto desprecio. Se defendió con facilidad, acallándolos gradualmente, y acabó por volver el ridículo contra ellos. Alrededor, sus colegas sonreían, admirados, y alentaban sus respuestas más devastadoras con gritos de:

—¡Hoor, hoor! ¡Oigan, oigan!

Cuando se llamó a votación, su partido lo respaldó sólidamente. El presupuesto fue aprobado por la mayoría, tal como se esperaba. Esa actuación había destacado su estatura política: ya no era el miembro más reciente del gabinete, y el doctor Verwoerd le pasó una nota:

No me equivoqué al conservarlo en el equipo. Buen trabajo.

En la galería de los visitantes, Centaine buscó su mirada y unió las manos en el gesto triunfal del boxeador, pero, al mismo tiempo, se las compuso para que el gesto pareciera a un tiempo majestuoso y muy femenino. Shasa perdió la sonrisa al darse cuenta de que el asiento de Tara estaba vacío. Ella se había retirado durante el debate, y la desilusión al descubrirlo fue toda una sorpresa: le habría gustado que ella presenciara su triunfo.

La Cámara había pasado a otro asunto que no le concernía. Siguiendo un impulso, Shasa se levantó para retirarse. Subió por la amplia escalinata y recorrió el largo pasillo que llevaba a su despacho. Al aproximarse a la entrada principal de la suite, se detuvo de pronto. Otra vez, guiado por un impulso, giró en el recodo del pasillo y se dirigió hacia una puerta discreta y sin rótulo. Era la entrada trasera a su despacho: una conveniente vía de escape por si se presentaban visitantes indeseables, que había sido encargada por el viejo Cecil John Rhodes en persona; también proporcionaba un medio para que los visitantes especiales pudieran entrevistarse con él y volver a marcharse sin que nadie los viera. El Primer Ministro la utilizaba ocasionalmente, al igual que Manfred De La Rey, pero era mucho más conocida entre ciertas mujeres que no acudían a Shasa por cuestiones políticas.

En vez de hacer ruido con la llave en la cerradura, Shasa la deslizó en silencio y la hizo girar con delicadeza; luego, empujó la puerta con brusquedad. En el interior, el acceso se confundía discretamente con los paneles de madera. Pocas personas sabían de su existencia.

Tara estaba de espaldas a él, inclinada ante el arcón-altar. Ella no conocía la existencia de esa puerta. Después de haberle regalado esa antigüedad, se había interesado muy poco en la decoración del despacho. Pasaron algunos segundos antes de que ella sintiera la otra presencia en la habitación; entonces, su reacción fue exagerada. Se apartó de un salto y giró para enfrentarse a él. Al reconocer a Shasa, en vez de mostrar alivio, palideció. Agitada, comenzó a explicarse, casi sin aliento.

—Estaba mirando… es un mueble magnífico… Tan magnífico… Tan hermoso… Había olvidado lo hermoso que era…

Shasa se dio cuenta de inmediato de algo: Tara se sentía culpable, como si la hubiera atrapado con las manos en la masa, ejecutando algún terrible delito. De cualquier modo, él no lograba imaginar de qué se trataba. Su mujer tenía todo el derecho del mundo de visitar su despacho; disponía de una llave de la puerta principal y ella misma le había regalado el arcón; podía admirarlo cuanto quisiera.

Guardó silencio y fijó su ojo acusador en ella, en la esperanza de que cayera en explicaciones excesivas, pero Tara se limitó a apartarse del mueble.

—Te estabas desenvolviendo muy bien allá abajo —dijo, aún algo agitada. Pero el color le había vuelto a la tez y estaba recobrando su compostura—. Siempre das un buen espectáculo.

—¿Por eso te has marchado? —inquirió él, mientras cerraba la puerta para avanzar deliberadamente hacia el arcón.

—Oh, ya sabes que soy una inútil para los números. Hacia el final, me perdí.

Shasa estudiaba cautelosamente el mueble con suma atención mientras se preguntaba qué se traería su mujer entre manos, pero nada había sido alterado. El bosquimano esculpido por Van Wouw seguía en su sitio. Por lo tanto, Tara no podía haberlo abierto.

—Es una antigüedad maravillosa —afirmó él, acariciando la efigie de San Lucas.

—No tenía idea de que hubiera una puerta en el panel. —Por lo visto, Tara trataba de distraerlo, pero sus esfuerzos no hicieron sino aumentar la curiosidad de Shasa—. Me has dado un buen susto.

Shasa, negándose a seguirle la corriente, deslizó los dedos sobre las incrustaciones de la tapa.

—Debería hacer que el doctor Findlay, de la National Gallery, lo estudiara —musitó—. Es un experto en arte religioso medieval y renacentista.

—Ah, prometí a Tricia avisarle cuando llegaras. —Tara parecía casi desesperada—. Tiene un mensaje importante para ti. —Se encaminó rápidamente a la puerta intermedia y la abrió—. Tricia, Mr. Courtney ha llegado ya.

La secretaria asomó la cabeza al despacho interior.

—¿Usted conoce a un tal coronel Louis Nel? —preguntó—. Se ha pasado toda la mañana tratando de comunicarse con usted.

—¿Nel? —Shasa seguía estudiando el arcón—, ¿Nel? No, no creo conocerle.

—El dice que sí, señor. Dice que ustedes trabajaron juntos durante la guerra.

—¡Oh, por Dios, sí! —Ahora concentraba toda su atención en la secretaria—. Fue hace mucho tiempo… Claro que por aquel entonces, él no era coronel. Sí, lo conozco bien.

—Ahora es jefe del Departamento Central de Inteligencia en el Cabo de Buena Esperanza, señor —informó Tricia—. Dejó dicho que le telefoneara en cuanto pudiera. Dijo que era por algo muy urgente. «De vida o muerte», fueron sus palabras.

—Con que de vida o muerte. —Shasa sonrió Es probable que quiera pedirme dinero prestado. Comuníqueme con él, Trish, por favor.

Se sentó ante su escritorio y se acercó el teléfono. Indicó a Tara que se instalara en el sofá, pero ella sacudió la cabeza.

—Voy a almorzar con Sally y Jenny.

Y se escurrió hacia la puerta con expresión de alivio. Pero él no la estaba mirando; había perdido la vista por encima de los robles, hasta las cuestas de Signal Hill. Ni siquiera le echó un vistazo cuando ella cerró silenciosamente la puerta.

La llamada de Louis Nel había transportado a Shasa casi veinte años atrás. «¿Tanto tiempo hace? —se extrañó—. Por Dios, cómo han volado los años».

Por aquel entonces, Shasa era un joven herido en la campaña de Abisinia, donde había perdido un ojo combatiendo contra el ejército del duque de Aosta en el avance hacia Addis Abeba. Sin saber qué hacer, seguro de que su vida estaba arruinada, que era un inválido y una carga para su familia y amigos, Shasa se había retirado del mundo para dedicarse a la bebida y dejarse caer en el abandono. Blaine Malcomess fue el encargado de ir en su busca y aplicarle un doloroso regaño; después, le había ofrecido un trabajo: rastrear y desmantelar la Ossewa Brandwag, los Centinelas del Tren, sociedad secreta compuesta por afrikaners nacionalistas militantes, que se oponían virulentamente al mariscal de campo Jan Christian Smuts y a sus esfuerzos bélicos en favor de Gran Bretaña.

Shasa había trabajado en cooperación con Louis Nel hasta establecer la identidad de los principales miembros de la conspiración pronazi y preparar las órdenes de arresto y prisión. Sus investigadores lo habían puesto en contacto con una misteriosa informadora, una mujer que sólo hablaba con él por teléfono y que tomaba todas las precauciones necesarias para ocultar su identidad. Hasta el presente, Shasa no había logrado descubrir quién era; no sabía siquiera si aún seguía con vida.

Esta informadora le había revelado que la OB estaba robando armas en la fábrica de armamento y municiones instaladas por el Gobierno de Pretoria; eso le permitió asestar un golpe importante a la organización subversiva. Más adelante, la misma mujer avisó a Shasa que estaba en marcha la conspiración de la «Espada Blanca», cuyo propósito era el de asesinar a Smuts; en la consiguiente confusión, esperaban apoderarse del mando de las Fuerzas Armadas, declarar república a África del Sur y unirse a Adolfo Hitler y a las potencias del Eje.

Shasa había podido desbaratar el complot en el último momento, pero sólo con los esfuerzos más desesperados y al precio de la vida de su propio abuelo. Sir Garrick Courtney había recibido el disparo homicida en una confusión de identidades, pues el anciano se parecía físicamente a su querido amigo, el mariscal de campo Smuts.

Hacía muchos años que Shasa no pensaba en aquellos peligrosos días. Ahora, todos los detalles volvían a él. Los revivió otra vez, vívidamente, mientras esperaba que el teléfono de su escritorio sonara: el audaz ascenso por la empinada ladera de Table Mountain, tratando de alcanzar a su abuelo y a Smuts antes de que ellos llegaran a la cima, donde les esperaba el asesino. Recordó su horrible sensación de impotencia al oír el disparo de fusil, que levantaba ecos contra los acantilados rocosos, al comprender que era demasiado tarde; el espanto de hallar a su abuelo tendido en el sendero, con la horrenda herida de bala que le había abierto el pecho, y al viejo mariscal de campo arrodillado junto a su amigo, alelado por el dolor.

Shasa había perseguido al asesino, utilizando su íntimo conocimiento de la montaña, para cerrarle la retirada contra la cumbre del acantilado. Habían luchado pecho contra pecho, defendiendo la propia vida. Espada Blanca había aprovechado la superioridad de sus fuerzas para escapar, pero no sin que Shasa le metiera una bala de su «Beretta» en el pecho. El conspirador desapareció, con lo cual todo el plan para derrocar al Gobierno de Smuts quedó en la nada, pero el asesino jamás había sido llevado ante la justicia. Shasa volvió a sentir el tormento de aquel asesinato. Había amado mucho a su abuelo, cuyo nombre llevaba su segundo hijo.

Por fin, el teléfono sonó y Shasa levantó el auricular rápidamente.

—¿Louis? —preguntó.

—¡Shasa! ¡Tanto tiempo!

Courtney reconoció su voz al momento.

—Es un placer volver a escucharte.

—Sí, pero ojalá fuera para darte mejores noticias. Lo siento.

—¿Qué pasa? —Shasa se puso serio de inmediato.

—Por teléfono, no. ¿Podrías venir a Caledon Square cuanto antes?

—En diez minutos estoy allí —dijo Shasa, y colgó.

Los cuarteles de Inteligencia estaban a muy poca distancia del Congreso; caminó enérgicamente hacia allí. El episodio de Tara y el arcón quedó completamente olvidado, en tanto trataba de adivinar la mala noticia que Louis Nel le tenía reservada.

El sargento de recepción estaba avisado y reconoció a Shasa de inmediato.

—El coronel le está esperando, ministro. Enviaré a alguien para que lo acompañe hasta la oficina. —E hizo señas a uno de los agentes uniformados.

Louis Nel se encontraba en mangas de camisa. Se acercó a la puerta para dar la bienvenida a Shasa y lo acompañó hasta uno de los cómodos sillones.

—¿Te sirvo algo?

—Todavía es demasiado temprano para mí —rehusó Shasa, meneando la cabeza. En cambio, aceptó el cigarrillo que Louis le ofrecía.

El policía estaba tan delgado como siempre; había perdido casi todo el cabello, y el poco que conservaba estaba blanco como la nieve. Tenía bolsas oscuras bajo los ojos. Su sonrisa, después de la bienvenida, volvió a ser una línea fina y nerviosa de hombre muy preocupado, que trabajaba en exceso y dormía mal.

Parecía un enfermo.

Shasa calculó que ya había superado, con creces, la edad de jubilarse.

—¿Cómo está la familia? ¿Tu esposa? —preguntó Shasa, que sólo había visto un par de veces a la mujer y no recordaba ni siquiera el nombre.

—Nos divorciamos hace cinco años.

—Lo siento —dijo Shasa.

Louis se encogió de hombros.

—Las cosas andaban mal. —Se inclinó hacia delante—. Tú tienes tres varones y una niña, ¿me equivoco?

—Parece que me has estado investigando.

Shasa sonreía, pero Louis no respondió. Su expresión seguía seria.

—Tu hijo mayor se llama Sean. ¿Estoy en lo cierto?

Shasa asintió, pero él también había dejado de sonreír, asaltado por un súbito presentimiento.

—Quieres hablarme de Sean, ¿verdad? —preguntó suavemente. Su amigo se levantó con brusquedad para acercarse a la ventana. Respondió, mirando hacia la calle.

—Esto es entre nosotros dos, Shasa. Por lo general, no trabajamos así, pero en este caso hay factores extraordinarios. Nuestra amistad de otros tiempos, tu cargo actual… —Se apartó de la ventana—. En otras circunstancias, esto no habría pasado a mis manos, al menos a esta altura de la investigación.

La palabra «investigación» sobresaltó a Shasa. Deseaba que Louis le diera la mala noticia para acabar de una vez, pero dominó su agitación y su impaciencia, esperando con serenidad.

—Desde hace algún tiempo, hemos tenido problemas con unos ladrones que entran en los mejores suburbios. Seguramente has leído algo. Los periodistas empiezan a llamarlos «los Rififíes de El Cabo».

—Por supuesto —asintió Shasa—. Algunos íntimos amigos míos han sido víctimas de esos asaltos: los Simpson, los Weston… Mark Weston perdió su colección de numismática.

—Y Mrs. Simpson, sus esmeraldas —completó Louis Nel—. Algunas de esas joyas, los aros, fueron recobrados cuando allanamos una tienda en el Distrito Sexto. Nos guiamos por un dato, y, gracias a eso, recobramos una enorme cantidad de artículos robados. Arrestamos al perista, un tipo de color que tenía un negocio de artículos eléctricos como fachada y recibía mercadería robada por la puerta trasera. Ya lleva dos semanas detenido y comienza a cooperar. Nos dio una lista de nombres, y en ella figuraba cierto pilluelo encantador llamado Rufus Constantine. ¿Alguna vez lo has oído nombrar?

Shasa meneó la cabeza.

—¿En qué se relaciona con mi hijo?

—A eso voy. Al parecer, este Constantine fue el que entregó las esmeraldas y otros artículos del botín. Lo detuvimos para interrogarle. Es duro, el mocoso, pero hallamos el modo de hacerle cantar. Por desgracia, la canción no fue muy bonita.

—¿Sean?

Louis asintió.

—Temo que sí. Al parecer, es el jefe de una banda organizada.

—No tiene sentido. No puede tratarse de Sean.

—Tu hijo se ha hecho una verdadera reputación.

—Era algo alocado —admitió Sean—, pero ahora se dedica a su aprendizaje y está trabajando mucho. ¿Y qué interés podría tener en algo como esto, si no necesita dinero?

—A los aprendices no se les paga una fortuna.

—Yo le paso una asignación. —Shasa volvió a menear la cabeza—. No, no lo creo. ¿Qué puede él saber de asaltos?

—No, él no hace esa parte. Sean prepara la faena. Rufus y su cómplice se encargan del trabajo sucio.

—¿Cómo que prepara la faena?

—Siendo hijo tuyo, es bien recibido en cualquier casa de la ciudad, ¿cierto?

—Supongo que sí. —Shasa se mostraba cauteloso.

—Según el pequeño Rufus, tu hijo estudia cada una de las casas a asaltar, averigua qué objetos de valor hay y dónde están guardados: bóvedas, cajones ocultos, cajas fuertes, ese tipo de cosas. Después, inicia una relación amorosa con alguien de la familia, madre o hija, y utiliza sus encuentros para introducir al cómplice en la casa, mientras él distrae a la dama elegida en la alcoba.

Shasa lo miraba sin pronunciar palabra.

—Según lo que se puede ver, funciona muy bien. En varios casos, el robo no nos ha sido denunciado; las señoras involucradas, prefieren perder las joyas a arriesgar su reputación y provocar la ira del marido.

—¿Esa mujer es Weston? —preguntó Shasa—. ¿Ha sido ella una de las víctimas?

—Según nuestra información, sí.

—Ese pequeño degenerado… —susurró Shasa. Estaba horrorizado, pero también totalmente convencido. La cosa tenía demasiada lógica como para que no fuera cierto. Marge y Sean: su hijo y una de sus amantes. Era intolerable—. Esta vez ha llegado demasiado lejos —agregó.

—Ya lo creo —apuntó Louis—. Aun sin tener antecedentes, lo más probable es que le echen de cinco a seis años.

Toda la atención de Shasa se volvió hacia él. Aquel golpe a su orgullo y a su sentido de la honradez le había impedido tener en cuenta las consecuencias legales, pero su ira desapareció ante la sugerencia de que su hijo mayor podía ser sometido a juicio y sentenciado a varios años.

—¿Ya has extendido la orden de arresto? —preguntó.

—Todavía no. —Louis hablaba con el mismo cuidado—. La información nos llegó hace apenas unas horas.

Fue a su escritorio y recogió la carpeta del interrogatorio.

—¿Qué puedo hacer? —inquirió Shasa, en voz baja—. ¿Hay algo que podamos hacer?

—Yo he hecho todo lo posible, y ya es demasiado. No podría justificar el haber retenido esta información sin darte detalles de una investigación en marcha. He puesto el cuello en el lazo, Shasa. Hace mucho tiempo que nos conocemos y jamás olvidaré el modo en que trabajaste con lo de Espada Blanca. Sólo por eso me he arriesgado. —Hizo una pausa para aspirar profundamente. Shasa, percibiendo que iba a seguir hablando, guardó silencio—. No hay nada más que yo pueda hacer… a este nivel. —Puso peculiar énfasis en las tres últimas palabras. Después, agregó de un modo casi incongruente—: El mes que viene me jubilo. A partir de entonces, habrá otra persona en mi puesto.

—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó Shasa.

No hubo necesidad de que explicara nada. Ambos se comprendían.

—Puedo retener este informe durante algunas horas más, hasta las cinco de esta tarde. Desde esa hora, la investigación tendrá que seguir su curso.

Shasa se levantó.

—Eres un buen amigo.

—Te acompaño —dijo Louis.

No volvieron a hablar hasta que estuvieron en el ascensor, solos. Shasa había necesitado de esos segundos para dominar su perturbación. Entonces, cambió de tema con facilidad.

—Hacía años que no pensaba en Espada Blanca. Hoy he vuelto a recordar todo aquello. Parece muy lejano, como si hubiera ocurrido hace mucho tiempo, aunque la víctima fue mi propio abuelo.

—Yo no he podido olvidarlo —comentó Louis Nel, en voz baja—. Ese hombre era un asesino. Si hubiera triunfado, si no hubieras evitado aquello, en este momento estaríamos mucho peor que ahora.

—Me gustaría saber qué fue de Espada Blanca: quién era, dónde se encuentra ahora. Tal vez haya muerto.

—No lo creo. Hay un motivo que me induce a dudarlo. Hace algunos años, quise repasar el expediente de Espada Blanca…

El ascensor se detuvo en la planta baja y Louis se interrumpió. Guardó silencio mientras cruzaban el vestíbulo y salían a la luz del sol. En los peldaños frontales del edificio Shasa insistió.

—¿Sí? ¿Y qué pasó con el expediente de Espada Blanca?

—No existe —dijo Louis, sin levantar la voz.

—No comprendo.

—No hay ningún expediente. Ni en los archivos policiales, ni en los centrales ni el Departamento de Justicia. Oficialmente, Espada Blanca nunca existió.

Shasa lo miraba con fijeza.

—Tiene que haber un expediente. Tú y yo trabajamos en el caso… La carpeta era así de gruesa. —Shasa indicó un espacio de varios centímetros entre el pulgar y el índice—. No puede haber desaparecido.

—Créeme que sí. —Louis le tendió la mano—. Hasta las cinco. Después, no; pero estaré en mi oficina todo el día hasta las cinco. Shasa le estrechó la mano.

—Jamás olvidaré esto.

Mientras se alejaba, echó un vistazo a su reloj. Faltaban unos minutos para el mediodía. Por la más afortunada de las casualidades, debía almorzar con Manfred De La Rey. En el momento que entraba en el Parlamento, el cañón hizo el disparo del mediodía. Automáticamente; todo el mundo verificó su propia hora, incluyendo los ujieres.

Shasa se volvió hacia el comedor de los parlamentarios, pero era demasiado temprano. Descontando a los camareros de uniforme blanco, estaba desierto. Pidió una copa en el bar y esperó, impaciente, consultando el reloj cada pocos minutos. De cualquier modo, su cita con Manfred era a las doce y media y de nada serviría buscarle. Podía estar en cualquier parte de ese enorme edificio. Por lo tanto, Shasa empleó el tiempo sobrante en cultivar su enojo.

«¡Qué hijo de puta! —pensó—. Me he dejado engañar por él todos estos años». El problema estaba a la vista, pero yo me negaba a verlo. Está podrido, podrido hasta la médula… Su indignación tomó otro rumbo entonces. «Marge Weston tiene edad suficiente para ser su madre. ¿De cuántas otras de mis mujeres se ha estado aprovechando? ¿No hay nada sagrado para ese demonio?»

Manfred De La Rey llegó con algunos minutos de anticipación. Entró en el bar con la sonrisa en los labios, saludando con la cabeza y estrechando manos, como cualquier político simpático, de modo que tardó un ratito en cruzar el salón. Shasa apenas podía contener su impaciencia, mas no quería que nadie sospechara su agitación.

Manfred pidió cerveza. Shasa nunca lo había visto tomar licores. Sólo después del primer trago pudo decirle, en voz baja:

—Estoy en dificultades. Dificultades graves.

La sonrisa de Manfred no cambió. Era demasiado astuto como para revelar sus emociones en un salón lleno de adversarios y rivales en potencia. Pero sus ojos se tornaron fríos y pálidos como los de un basilisco.

—Aquí no —dijo.

Condujo a Shasa hasta el servicio de caballeros. Se pusieron de pie contra los mingitorios, hombro con hombro, y Shasa le contó todo en voz muy baja, aunque ansiosa. Cuando hubo terminado, Manfred mantuvo la vista fija en el cuenco de cerámica por algunos minutos más.

—¿Cuál es el número? —preguntó por fin.

Shasa le deslizó una tarjeta con el número telefónico de Louis Nel en los cuarteles de Inteligencia.

—Tendré que usar una línea verificada de mi oficina. Déme quince minutos. Nos reuniremos de nuevo en el bar. —Manfred subió la cremallera de su bragueta y salió a grandes pasos.

Diez minutos después se hallaba de nuevo en el bar. A esas horas, Shasa estaba conversando ya con los otros cuatro miembros invitados a almorzar, todos ellos personajes influyentes. Cuando acabaron con los aperitivos, Shasa sugirió:

—¿Pasamos al comedor?

Mientras caminaban, Manfred lo cogió del antebrazo con firmeza y se inclinó hacia él, sonriendo como si le hiciera algún comentario agradable.

—He parado el caso, pero el muchacho tendrá que salir del país en veinticuatro horas. Y no quiero que vuelva. ¿Trato hecho?

—Se lo agradezco —asintió Shasa.

La furia contra su hijo aumentó por el hecho de haber contraído esa obligación. Tarde o temprano, tendría que pagar esa deuda con intereses.

La «Harley» de Sean estaba estacionada ante el salón de deportes que Shasa había hecho construir dos años antes, como regalo de Navidad para sus tres hijos. Contenía un gimnasio, una pista de squash, vestuarios y una piscina cubierta semiolímpica. Shasa, al aproximarse, oyó el eco explosivo de la pelota de goma y subió a la galería de espectadores.

Sean estaba jugando con uno de sus amigos; vestía shorts de seda blancos y llevaba el pecho desnudo. El cuerpo le brillaba de sudor y lucía un bronceado de oro. Era imposiblemente bello, como una pintura romántica de sí mismo, y se movía con la desenvuelta gracia del leopardo cazador, impulsando la diminuta pelota de goma negra con fuerza tan engañosa que rebotaba como un disparo de fusil. Al ver a Shasa en la galería, le dedicó un destello de dientes blancos y ojos verdes. A pesar de su enojo, Shasa sufrió un súbito dolor por verse obligado a separarle de su lado.

Ya en los vestuarios, Shasa despidió secamente al amigo.

—Quiero hablar con Sean… a solas —dijo. En cuanto el muchacho se retiró, se volvió hacia su hijo—. La Policía te está buscando. Saben todo lo que hiciste. —Esperó una reacción, pero no la hubo. Sean se pasó la toalla por el rostro y el cuello.

—Disculpa, Pater, pero no te entiendo. ¿Qué es lo que saben?

Se mostraba sereno y desenvuelto. Shasa estalló.

—No quieras jugar conmigo, jovencito. Con lo que saben pueden meterte en la cárcel por diez años.

Sean bajó la toalla y se levantó. Por fin estaba serio.

—¿Cómo lo han descubierto?

—Por Rufus Constantine.

—Qué cabrón. Le voy a romper el alma.

No intentaba negar nada. Las últimas esperanzas de Shasa, en cuanto a que el chico fuera inocente, desaparecieron.

—Yo me encargo de romper todas las almas que hagan falta —le espetó el padre.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sean.

Shasa quedó desconcertado ante esa tranquila salida.

—¿Cómo «vamos»? —inquirió—. ¿De dónde sacas que voy a sacarte de apuros, ladrón?

—Por el honor de la familia —apuntó Sean, como si tal cosa—. No puedes dejar que me lleven a juicio. La familia entera sería acusada conmigo, y tú no lo permitirás.

—¿Eso fue parte de tus cálculos? —preguntó Shasa. Como Sean se encogiera de hombros, agregó—: Tú no sabes lo que es el honor ni la decencia.

—Palabras —replicó Sean—. Sólo palabras. Yo prefiero la acción.

—Por Dios, cómo me gustaría demostrarte que te equivocas —susurró el padre. Estaba tan furioso que sentía deseos de emplear la violencia física para desahogarse—. Ojalá pudiera dejar que te pudrieses en alguna celda mugrienta.

Tenía los puños apretados. Sin darse cuenta, se colocó en posición para dar un primer golpe. De inmediato, Sean estuvo en guardia, convertidas las manos en espadas cruzadas ante el pecho. Sus ojos eran feroces. Shasa había pagado cientos de libras para que se adiestrara con los mejores instructores de África, y todos ellos habían admitido que Sean era pugilista por naturaleza, superior a sus maestros. Encantado al ver que su hijo se interesaba por algo, Shasa lo envió tres meses a Japón, antes de que iniciara su aprendizaje, para que aprendiera artes marciales.

En ese momento, al enfrentarse a su hijo, Shasa tuvo súbita conciencia de sus cuarenta y un años, de que Sean era ya un hombre en plenitud física, un pugilista entrenado y un atleta en perfectas condiciones. Se dio cuenta también de que Sean podría jugar con él, humillándolo. Hasta le leía en el rostro que esperaba con ansia la oportunidad. Dio un paso atrás y abrió los puños.

—Prepara tu equipaje —dijo, sin levantar la voz—. Te irás para no volver.

Volaron en el Mosquito hacia el Norte; después de aterrizar en Johannesburgo el tiempo justo para cargar combustible, continuaron hasta Messina, en la frontera con Rhodesia. Shasa poseía el treinta por ciento de las acciones de cierta mina de cobre en Messina, y como había comunicado anticipadamente su llegada por radio, le estaban esperando en la pista de aterrizaje con una camioneta «Ford».

Sean arrojó su maleta en la parte trasera y Shasa se hizo cargo del volante. Hubiera podido seguir en avión hasta Salisbury o Lourengo Marques, al otro lado de la frontera, pero deseaba que la ruptura fuera clara y definitiva. El hecho de que Sean cruzara la frontera a pie sería algo simbólico y saludable. Mientras recorrían esos últimos kilómetros, a través de los matorrales calientes, hasta el puente sobre el río Limpopo, Sean permanecía encorvado en el asiento, con las manos en los bolsillos y un pie apoyado en el tablero.

—Estaba pensando… —dijo en un placentero tono coloquial—. Estaba pensando en lo que debo hacer ahora. He decidido incorporarme a una de las empresas que organizan safaris por Rhodesia, Kenia y Mozambique. Cuando haya terminado mi aprendizaje, pediré una concesión de caza propia. En eso se puede ganar una fortuna y ha de ser la mejor vida del mundo. ¡Imagínate! ¡Cazar todos los días!

Shasa había decidido permanecer severo y en silencio. Hasta ese momento lo había logrado, pero al fin se vio obligado a abandonar sus buenas intenciones por la falta absoluta de remordimientos de Sean y su visión del futuro, tan alegre y egoísta.

—Por lo que tengo entendido, no aguantarías una semana sin mujer —le espetó.

Sean sonrió.

—No te preocupes por mí, Pater. Echaré polvos a montones. Es parte del negocio, porque los clientes son ricachones viejos que traen a sus hijas o a sus esposas jóvenes.

—Por Dios, Sean, eres un completo amoral.

—¿Puedo tomar eso como un cumplido?

—En cuanto a eso de conseguir concesiones propias para safaris, ¿qué piensas usar en vez de dinero?

Sean pareció desconcertado.

—Tú eres uno de los hombres más ricos del África, Pater. Piensa: poder cazar gratis cuando se te antoje. Ése sería parte de nuestro trato.

Shasa, a su pesar, experimentó un cosquilleo de tentación. En realidad, había pensado ya en fundar una empresa de safaris, sus cálculos demostraban que Sean estaba en lo cierto: se podía ganar una fortuna comercializando la vida salvaje de África. Si algo le había impedido poner manos a la obra era no haber hallado un hombre de confianza, que conociera las necesidades de una compañía de ese tipo, para que la dirigiera en su nombre.

«Maldición… —pensó, interrumpiendo sus propios pensamientos—, he engendrado un cachorro de diablo. Sería capaz de vender un coche de segunda mano al juez que le estuviera condenando a muerte». Sintió que la admiración renuente suavizaba su enojo, mas habló en tono severo:

—Me parece que no lo has entendido, Sean. Hasta aquí hemos llegado tú y yo.

En el momento en que lo decía, llegaron a lo más alto de la cuesta. Hacia delante se extendía el río Limpopo; a pesar de lo que Rudyard Kipling dijera, no era verde grisáceo ni grasiento y no había una sola acacia africana en sus riberas. Corría la estación seca y el río, aunque medía más de ochocientos metros de anchura, estaba reducido a un hilo que se deslizaba por el centro del lecho. El largo puente de cemento se estiraba hacia el Norte, cruzando la arena anaranjada y algunos juncales dispersos.

Cruzaron el puente en silencio. Shasa detuvo la camioneta ante la cerca. El puesto fronterizo era un pequeño edificio cuadrado; con tejado de metal ondulado. Shasa mantuvo el motor en marcha, mientras Sean descendía y retiraba su maleta. Por fin, cruzó por delante y se acercó a la ventanilla abierta de Shasa.

—No, papá —dijo, asomando la cabeza por la ventanilla—. Tú y yo jamás llegaremos al fin del camino. Soy parte de ti y te amo demasiado para que eso ocurra. Eres la única persona, el único ser al que yo he amado en mi vida.

Shasa estudió su rostro, buscando huellas de falsedad. Como no las hallara, estiró los brazos en un abrazo impulsivo. No había sido ésa su intención, pero no pudo evitar el hundir la mano en el bolsillo para sacar un grueso fajo de billetes y cartas que había llevado consigo, a pesar de sus intenciones de abandonar a Sean sin un centavo.

—Aquí tienes un par de libras para que te arregles —dijo gruñón—, y tres cartas de presentación para unas personas de Salysbury que pueden ayudarte.

Sean, como al descuido, guardó todo en su bolsillo y levantó la maleta.

—Gracias, Pater. No lo merezco.

—No —concordó Shasa Pero no te preocupes por eso. No recibirás ni un centavo más. Eso es todo, Sean. Se acabó. La primera y última cuota de tu herencia.

Como de costumbre, la sonrisa de Sean fue un pequeño milagro. Hizo dudar a Shasa, a pesar de todas las pruebas, de que su hijo fuera realmente malo.

—Te escribiré, Pater. Ya verás que algún día nos reiremos de esto, cuando volvamos a estar juntos.

Y cruzó la barrera, balanceando su maleta. Cuando hubo desaparecido en la choza de Aduanas, Shasa sintió que todo eso era insoportablemente fútil. ¿Cómo podían terminar así las cosas, después de tantos cuidados y tanto amor?

Shasa reparó, divertido, en que Isabella había superado su ceceo con mucha facilidad. A las dos semanas de ingresar en la escuela secundaria para señoritas de Rustenberg, hablaba como una damisela y tenía aspecto de tal. Al parecer, a sus profesores y a sus compañeras no les impresionaba su actitud de bebé.

Sólo cuando trataba de conseguir algo de su padre volvía al ceceo y a los mohines. Ese día, sentada en el brazo del sillón, acarició los mechones plateados de sus sienes.

—Mi papito es el más lindo del mundo —canturreó. Por cierto, aquellos destellos de plata contrastaban con la densa oscuridad del cabello y con la piel bronceada, casi sin arrugas—. Tengo el papá más bueno y más amoroso del mundo.

—Y mi hija es la zorrita más pícara del mundo —apuntó él. La chica rió, encantada, y ese sonido le contrajo el corazón. Su aliento olía a leche dulce, como el de un gatito recién nacido, pero Shasa apuntaló sus vacilantes defensas—. Tengo una hija que cuenta sólo catorce años…

—Quince —corrigió ella.

—Catorce y medio —contraatacó él—. Una hija que aún no ha cumplido los quince años y me es demasiado preciosa como para que salga de mi casa después de las diez de la noche.

—Oh, mi oso grandote y gruñón —le susurró ella al oído, abrazándolo con fuerza y frotándole la mejilla, mientras le apretaba los senos contra el brazo.

Los pechos de Tara siempre habían sido grandes y bien formados; Shasa aún los encontraba inmensamente atractivos, e Isabella los había heredado de su madre. En los últimos meses, Shasa había observado, con interés y orgullo, su fenomenal desarrollo. Ahora los sentía contra el brazo, firmes y cálidos.

—¿Habrá chicos? —preguntó él.

La niña percibió la primera brecha de las defensas.

—Oh, los chicos no me interesan, papá.

Cerró los ojos con fuerza por si algún rayo se precipitaba sobre ella ante semejante mentira. En esos tiempos, Isabella no podía Pensar más que en muchachos; ocupaban todos sus sueños, y su interés por la anatomía masculina era tan intenso que tanto Michael como Garry le habían prohibido entrar en sus habitaciones cuando ellos se estaban cambiando, pues su examen, franco y fascinado, los desconcertaba.

—¿Cómo piensas ir y volver? No pretenderás que tu madre te espere levantada hasta medianoche, ¿verdad? Y yo estaré en Johannesburgo esa noche.

Ella abrió los ojos.

—Stephen puede llevarme y recogerme después.

—¿Stephen? —preguntó Shasa, áspero.

—El nuevo chofer de mamá. Es tan simpático y digno de confianza… Eso dice mami.

Shasa ignoraba que Tara hubiera contratado un chofer. Acostumbraba a conducir ella misma, pero ese reprochable «Packard», que se obstinaba en conservar, había reventado, finalmente, mientras ella estaba en Sundi. Shasa la había convencido de que aceptara un «Chevrolet». Probablemente, el chofer formaba parte del coche. Ella habría debido consultarle… claro que, en esos últimos años, se habían ido alejando más y más y rara vez mencionaban las rutinas domésticas.

—No —dijo, con firmeza—. No quiero que andes sola por la noche.

—Pero, ¡si estaré con Stephen! —rogó ella.

Shasa ignoró la protesta. Nada sabía de Stephen, salvo que era varón y negro.

—Te propongo una cosa: si consigues un compromiso escrito, firmado por los padres de alguna compañera tuya, alguien a quien yo conozca, asegurando que te traerán a casa antes de medianoche… sólo en ese caso podrás ir.

—¡Oh, papi, papi! —exclamó ella.

Le cubrió el rostro de besos cálidos. Después, se levantó de un salto e hizo una pequeña pirueta victoriosa por el estudio. Tenía las piernas largas y ágiles bajo la falda acampanada y un traserito duro enfundado en encaje.

«Ha de ser… —pensó Shasa, y se corrigió de inmediato—: Es, sin duda, la niña más bonita del mundo entero».

Isabella se detuvo de súbito, con expresión entristecida.

—Oh, papá… —fue su exclamación angustiada.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Shasa, reclinándose en su silla giratoria para disimular la sonrisa.

—Patty y Lenora irán con vestidos nuevos. Yo voy a parecer un espantajo.

—¡Un espantajo! ¡Qué horror! Eso no puede ser, ¿verdad? La chica corrió hacia él.

—Entonces, ¿puedo comprar un vestido nuevo, papaíto?

Le había echado los brazos al cuello otra vez. El ruido de un motor que subía por el camino interrumpió el idilio.

—¡Aquí viene mami! —Isabella abandonó su regazo y lo arrastró hasta la ventana—. Ahora podemos contarle lo de la fiesta y el vestido nuevo, ¿verdad, papaíto querido?

El nuevo «Chevrolet» de aletas altas en la parte trasera y gran parrilla de cromo, se detuvo ante la entrada. El nuevo chofer era un hombre imponente, alto y de hombros anchos; vestía librea gris y gorra con visera de charol. Abrió la portezuela trasera y Tara se deslizó fuera del asiento. Al pasar junto al hombre, le dio una palmadita en el brazo: un gesto de amistad excesiva, típico del tratamiento que Tara daba a los sirvientes, y que irritó a Shasa tanto como de costumbre.

Tara subió los escalones de entrada y desapareció de su vista, mientras el chofer volvía al asiento del conductor y se alejaba hacia las cocheras. Al pasar bajo las ventanas del estudio, levantó la vista. Aunque la visera le oscurecía el rostro a medias, Shasa vio algo vagamente familiar en la línea de la mandíbula y en el porte de la cabeza sobre el cuello poderoso. Frunció el entrecejo, tratando de identificarlo, pero el recuerdo era muy antiguo o errado. Además, Isabella le estaba reclamando con su voz especialmente meliflua.

—Oh, mamaíta, papi y yo tenemos que darte una noticia.

Shasa se apartó de la ventana, dispuesto a soportar otra vez la habitual acusación de Tara por su favoritismo y su indulgencia.

La puerta oculta que llevaba al despacho de Shasa proporcionó la solución al problema que los mantenía ocupados desde que Moses Gama llegó a Ciudad del Cabo.

Para Moses, era cosa sencilla entrar en el edificio del Parlamento, vestido con librea de chofer y cargado de cajas: sombrereras y paquetes de los establecimientos más elegantes. Se limitó a seguir a Tara, que pasó junto al portero de la entrada principal. No había, de hecho, medidas de seguridad: no se obligaba a los visitantes a firmar un registro ni a llevar una tarjeta de identificación en la solapa. A un desconocido se le podía pedir que exhibiera su pase de visitante, pero Tara, como esposa de un ministro del Gabinete, merecía un respetuoso saludo; además, ella se encargó de adquirir cierta familiaridad con los porteros. A veces, se detenía a preguntar por un hijo enfermo o por la artritis de un empleado; su alegre personalidad y sus condescendientes atenciones pronto la convirtieron en favorita del personal uniformado que custodiaba la entrada.

No en todas las ocasiones llevaba a Moses consigo. Sólo cuando estaba segura de que no corría el peligro de cruzarse con Shasa. Se hizo acompañar por él lo suficiente para establecer su presencia y su derecho a estar allí. Cuando llegaban a las oficinas de Shasa Tara le ordenaba que dejara los paquetes en el despacho de su marido, mientras ella conversaba con la secretaria. Después, al salir Moses con las manos vacías, lo despedía despreocupadamente.

—Gracias, Stephen. Ya puedes bajar. Necesito el coche a las once. Por favor, tráelo a esa hora hasta la entrada y espérame allí.

Entonces, Moses bajaba por la escalinata principal, haciéndose respetuosamente a un lado para dejar pasar a los mensajeros, a los congresistas y a los ministros del Gabinete. Una vez, hasta se cruzó en las escaleras con el Primer Ministro y tuvo que bajar la vista, temeroso de que Verwoerd observara el odio de su mirada. Le dio una extraña sensación de irrealidad tener al alcance de la mano a ese hombre, autor de las angustias de su pueblo y representante como ningún otro de todas las fuerzas de la injusticia y la opresión, el hombre que había hecho de la discriminación racial una filosofía casi religiosa.

Moses bajó las escaleras casi temblando, pero pasó junto a los porteros sin mirarlos. El hombre que ocupaba la caseta de vigilancia apenas levantó la vista antes de concentrarse, una vez más, en su periódico. En los planes de Moses era vital poder salir del edificio sin compañía, y la constante repetición le había posibilitado hacerlo. Para los porteros era casi invisible.

Sin embargo, aún no habían solucionado el problema del acceso al despacho interior de Shasa. Moses podía entrar el tiempo suficiente para depositar su brazada de paquetes, pero no podía arriesgarse a permanecer allí, mucho menos con la puerta cerrada o a solas con Tara. Tricia, la secretaria de Shasa, era alerta y observadora, además, de obsesivamente leal a Shasa. Como todas sus empleadas, estaba medio enamorada de él.

El descubrimiento de la puerta trasera fue una verdadera bendición, cuando ya comenzaba a pensar que los preparativos finales deberían quedar a cargo de Tara.

—¡Por Dios, qué simple era, después de tanto preocuparnos! —rió ella, aliviada.

Cuando Shasa partió en su siguiente gira de inspección a la mina «H’ani», llevando a Garry consigo, como de costumbre, ella y Moses hicieron una de sus visitas al Parlamento para poner a prueba el plan.

Una vez Moses hubo dejado los paquetes en la oficina interior, delante de Tricia, Tara lo despidió.

—No voy a necesitar el coche hasta mucho más tarde, Stephen. Almorzaré en el comedor del edificio, con mi padre.

En cuanto él cerró la puerta exterior tras de sí, Tara se volvió hacia Tricia.

—Tengo que escribir algunas cartas. Voy a usar el despacho de mi esposo. Por favor, cuida de que nadie me moleste.

Tricia puso cara de duda. Sabía que Shasa era melindroso en cuanto al contenido de sus cajones, pero no se le ocurrió ninguna excusa para evitar que Tara utilizara el escritorio. Mientras ella vacilaba, la otra marchó al interior del despacho, cerró la puerta y echó la llave con firmeza. Acababa de establecer otro precedente.

En el exterior, se oyó un golpecito ligero. Ella tardó un momento en encontrar la cerradura interior; que aparentaba ser un interruptor. En cuanto abrió la rendija, Moses se deslizó en la oficina. Ella contuvo el aliento, esperando el chasquido de la cerradura, y se volvió, ansiosa, hacia él.

—Las dos puertas están cerradas —susurró, abrazándolo—. Oh, Moses, Moses, tanto tiempo sin…

Aunque pasaban mucho tiempo en mutua compañía, los momentos de intimidad total eran raros y preciosos. Tara se aferró a él.

—Ahora, no —susurró Moses—. Tenemos mucho que hacer.

Contra su voluntad, ella abrió sus brazos y le dejó ir. Él fue primero a la ventana y se puso a un lado para correr las cortinas, de modo que nadie los viera desde fuera. Luego, encendió la lámpara del escritorio, se quitó la chaqueta del uniforme y la colgó en el respaldo de la silla de Shasa antes de acercarse al arcón-altar. Allí, se detuvo. Tara lo comparó mentalmente con un feligrés, pues mantenía la cabeza gacha y las manos cruzadas ante el pecho, en actitud de reverencia. Por fin, levantó la pesada escultura de bronce y la dejó sobre el escritorio. Abrió cuidadosamente la tapa del arcón, y esbozó un gesto penoso ante los crujidos de ciertas bisagras.

El interior del arcón estaba lleno a medias con cosas que no entraban en las estanterías de Shasa: montones de ejemplares viejos de Hansard, papeles en blanco y viejos informes parlamentarios. Moses quedó fastidiado ante ese obstáculo.

—Tienes que ayudarme —susurró a Tara.

Entre los dos, comenzaron a vaciar el arcón.

—Guarda el mismo orden en todo —le advirtió Moses, mientras le pasaba las pilas de revistas—. Tendremos que dejarlo exactamente igual que está.

El mueble era tan profundo, que Moses acabó por meterse dentro para pasar las últimas cosas a Tara. La alfombra había quedado cubierta de montones de papel, pero el arcón estaba vacío.

—Dame las herramientas —ordenó Moses.

Estaban en uno de los paquetes que él había subido desde el coche. Ella se las entregó.

—No hagas ruido —rogó.

En el interior del mueble, Moses podía esconderse con facilidad. Ella se acercó a la puerta para escuchar un momento. La máquina de escribir de Tricia repiqueteaba de manera tranquilizadora. Volvió al arcón y espió en su interior.

Moses, de rodillas, trabajaba en el fondo con un destornillador. Los tornillos habían sido quitados a otro mueble antiguo, para que no se notara que eran un añadido reciente. El fondo del cajón estaba hecho de roble igualmente envejecido. De ese modo, el examen de un experto no habría revelado nada que no fuera original. Una vez quitados los tornillos, Moses levantó los paneles para descubrir el compartimiento interior. Estaba lleno de estopa, que Moses fue retirando con suavidad y metiendo en el paquete donde había transportado las herramientas.

Tara lo observaba con horrorizada fascinación. El contenido del primer compartimiento secreto se hallaba ya a la vista. Eran pequeños bloques rectangulares de cierto material oscuro y amorfo, parecido a caramelos de leche o a masilla de carpintero; cada uno estaba cubierto con una envoltura translúcida e impermeable, cuya etiqueta aparecía escrita en alfabeto cirílico.

En la capa superior, había diez bloques, pero Tara sabía que aún había otras dos capas más abajo. Eran treinta bloques en total, cada uno de un kilo. Eso completaba treinta kilos de explosivo plástico. Parecía tan mundano e inocente como un artículo de cocina, pero Moses le había dicho que su potencia era mortífera.

—Bastaría un bloque de un kilo para destruir un puente de acero; cinco kilos derribarían una casa común; treinta… —Se encogió de hombros—. Para lo que vamos a hacer, sería suficiente la décima parte.

Una vez que hubo retirado la estopa para asegurarse de que el contenido estaba intacto, Moses volvió a poner el panel y lo atornilló. Luego, quitó el panel del centro. También estaba lleno de estopa. Mientras la retiraba, explicó en un susurro:

—Hay cuatro tipos de detonadores diferentes, para cubrir todas las necesidades posibles… —Levantó cautelosamente una latita plana, del tamaño de un paquete de cigarrillos—. Estos son los detonadores eléctricos que se pueden conectar a una serie de baterías o a la instalación de un edificio. —Devolvió la latita a su ranura y puso al descubierto otra, más grande—. Éstos son detonadores activados por ondas de radio; se operan con este transmisor de alta frecuencia en miniatura.

A Tara le pareció que aquello era una de esas radios portátiles modernas, pero Moses siguió explicando:

—Bastan seis pilas de linterna para activarlo. Y éstos son simples detonadores ácidos de tiempo, primitivos, cuya demora no es muy exacta. Éste, en cambio, es un detonador de vibración. Cuando está instalado, basta el menor movimiento o vibración para que estalle. Sólo un experto sería capaz de desactivar la carga una vez emplazada en su lugar.

Hasta ese momento, Tara había pensado sólo en la dialéctica abstracta de lo que estaba haciendo, pero se estaba viendo frente a frente con la realidad. Ante ella tenía la materia misma de la muerte violenta y la destrucción; su apariencia inocente no era menos amenazadora que las curvas de una serpiente dormida. Sin querer, vaciló.

—Moses —susurró—, no habrá heridos. No se perderán vidas humanas. Tú me lo dijiste, ¿verdad?

—Ya hemos hablado de eso. —Su expresión era fría y desdeñosa.

Tara sintió vergüenza.

—Perdóname, por favor.

Moses, sin prestarle atención, destornilló el tercer y último panel. Ese compartimiento contenía una pistola automática y cuatro cargadores. Ocupaban poco espacio; el resto del compartimiento estaba lleno de estopa, que Moses sacó.

—Dame el otro paquete —ordenó. En cuanto Tara se lo hubo dado, empezó a trasladar su contenido al espacio libre.

Había allí, ante todo, un equipo compacto de herramientas que contenía una sierra fina y un taladro manual, mechas, una caja de baterías para audífono para el detonador y pilas de linterna para el transmisor, una linterna de bolsillo, quince metros de fino cable eléctrico, cortavidrios de diamante, masilla, grapas y diminutas latas de pintura para retocar. Por último, una caja de raciones secas, compuestas por galletas y latas de carnes y verduras.

—Lástima que no me dejaras prepararte algo más apetitoso.

—Es para poco tiempo —dijo Moses.

Y ella recordó lo poco que le interesaban las comodidades personales.

Moses volvió a guardar el panel, pero no enroscó los tornillos del todo, a fin de poder aflojarlos a mano.

—Bien. Ahora, pásame los libros.

Fue poniendo los bultos en el mismo orden en que los había encontrado. A primera vista, nadie se habría dado cuenta de que el contenido del arcón había sido tocado. Con mucho cuidado, cerró el mueble y volvió a colocar la estatua de bronce sobre la tapa. Luego, se puso frente al escritorio para estudiar el conjunto con atención.

—Necesitaré un lugar para esconderme.

—Las cortinas —sugirió Tara.

El asintió.

—No es muy original, pero sí efectivo. —Las cortinas eran de brocado bordado, muy anchas, y llegaban al suelo—. Y una llave de esa puerta —agregó Moses, señalando la puerta disimulada en los paneles.

—Trataré…

La interrumpió un golpecito en la puerta intermedia. Por un momento, Moses la vio caer en el pánico y le apretó un brazo para tranquilizarla.

—¿Quién es? —preguntó Tara, con voz serena.

—Soy yo, Mrs. Courtney —dijo Tricia, respetuosamente—. Ya es la una. Voy a salir a almorzar.

—Vaya, Tricia. Yo me quedo un ratito más. Ya cerraré con llave cuando salga.

Oyeron que se cerraba la puerta exterior. Por fin, Moses le soltó el brazo.

—Regístrale el escritorio. Es probable que tenga una llave de la puerta trasera.

Tara volvió a los pocos minutos con un llavero fino. Las probó una a una en la cerradura. La tercera correspondía a la puerta de los paneles.

—Tiene el número de serie. —Tara garabateó los números en el bloc de apuntes de su marido y arrancó la hoja—. Devolveré las llaves al escritorio de Tricia.

Cuando volvió, Moses se estaba abotonando la chaqueta del uniforme, pero ella cerró la puerta con llave.

—Ahora, necesito un plano del edificio. Tiene que haber uno en el departamento de Obras Públicas. Tú me conseguirás una copia. Dile a Tricia que se encargue de hacerlo.

—¿Cómo? —preguntó ella—. ¿Con qué excusa?

—Explícale que quieres cambiar la iluminación —indicó él, señalando la araña del techo—. Dile que necesitas los planos de la instalación eléctrica de esta sección, con indicación de los circuitos y artefactos empotrados.

—Sí, puedo hacerlo —respondió ella.

—Bien. Por el momento, hemos terminado. Ahora, podemos salir.

—No hay prisa, Moses. Tricia no volverá hasta dentro de una hora.

Por un momento, Tara creyó ver un destello despectivo, hasta disgustado, en aquellos ojos oscuros y pensativos, pero no se permitió pensar en eso. Se apretó contra él, escondiendo el rostro en el pecho. A los pocos segundos, lo sintió endurecerse bajo la tela que los separaba y sus dudas se esfumaron. Estaba segura de que él la amaba, a su modo extraño de africano; bajó la mano para abrirle las ropas y sacarle el pene.

Estaba tan grueso que apenas pudo abarcarlo en el círculo formado por el pulgar y el índice; duro y caliente como una barra de hierro negro que se hubiera dejado bajo el sol del mediodía.

Tara se acostó en la espesa y suave alfombra y lo atrajo encima de sí.

Día a día aumentaba el peligro de ser descubiertos, y los dos lo sabían.

—¿Crees que Shasa te reconocerá? —había preguntado Tara en más de una ocasión—. Cada vez se me hace más difícil evitar que te encuentres con él cara a cara. Hace algunos días me preguntó por mi nuevo chofer.

Al parecer, había sido Isabella quien llamó la atención de Shasa sobre el nuevo empleado, por motivos personales y egoístas; Tara la habría azotado con gusto, pero había optado por dejar pasar el tema sin comentarios, para que la importancia de ese nuevo chofer no se grabara con más claridad en la mente retorcida de esa criatura.

—¿Te reconocerá? —insistió.

Moses estudió cuidadosamente el tema.

—Nos conocimos hace mucho tiempo, antes de la guerra, cuando él era sólo un chico. —Sacudió la cabeza—. Las circunstancias eran muy diferentes; el lugar, muy remoto. Sin embargo, por un tiempo fuimos amigos. Creo que cada uno causó una profunda impresión en el otro, aunque sólo fuera por lo extraño de la relación: un hombre negro y un muchachito blanco intimando y estableciendo una estrecha amistad. —Suspiró—. Sin embargo, por la época del juicio ha de haber leído los informes de Inteligencia y la orden de arresto contra mí, que aún está en vigor. No sé si podría relacionar al revolucionario buscado con su amigo de la infancia, pero no podemos correr ese riesgo. Es preciso actuar cuanto antes.

—Parece que Shasa ha pasado fuera de la ciudad todos los fines de semana de los últimos cinco años. —Tara se mordió los labios de frustración—. Ahora que lo necesito lejos, no abandona Weltevreden ni un solo día. Primero será ese maldito campeonato de polo. —El equipo argentino de polo estaba recorriendo el país y Shasa lo hospedaría mientras permaneciera en Ciudad del Cabo; los campos de polo de Weltevreden serían la sede del primer partido de la visita—. Inmediatamente después, la visita de Harold Macmillan, el Primer Ministro de Gran Bretaña. Shasa no saldrá de la ciudad antes de fin de mes, como muy pronto.

—El riesgo existe, de un modo u otro —dijo Moses, suavemente—. Demorarse es tan peligroso como actuar con apresuramiento. Es preciso elegir el momento exacto.

Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegaron a la parada del autobús. Moses estacionó el «Chevrolet» en el lado opuesto de la calle. Luego, apagó el motor.

—¿Cuándo se llevará a cabo ese partido de polo? —preguntó.

—El viernes por la tarde —respondió Tara.

—¿Participará tu esposo?

—Anunciarán el equipo sudafricano a mediados de semana, Pero es casi seguro que Shasa esté en el equipo. Hasta es posible que lo elijan capitán.

—Aunque no sea así, él es el anfitrión. Tiene que estar presente.

—Sí.

—El viernes. Entonces, tengo todo el fin de semana. —Moses tomó una decisión—. Lo haremos en esa ocasión.

Por un momento, Tara experimentó la sofocante desesperación de quien está atrapado en arena movediza y se va hundiendo poco a poco; sin embargo, su situación era tan inevitable que hacía del miedo algo superfluo. No había salida. Eso le inspiró una aceptación enervante.

—Aquí viene el autobús —dijo Moses.

Ella percibió en su voz un levísimo estremecimiento de excitación: aquélla era una de las escasas oportunidades en que se dejaba traicionar por sus sentimientos personales.

Al detenerse el autobús, vio a la mujer y al niño que estaban en la parte trasera, mirando ansiosamente al «Chevrolet». Ante el saludo de Tara, el niño bajó de un salto y cruzó la calle. El vehículo se alejó. Miriam Afrika seguía de pie en la plataforma, en la parte trasera; mantuvo la vista fija en ellos hasta que el autobús giró en la esquina siguiente.

Benjamín les salió al encuentro, con el rostro brillante de expectativa. Se estaba convirtiendo en un muchachito simpático y Miriam siempre lo vestía de un modo impecable: camisa blanca, pantaloncitos cortos grises y zapatos negros bien lustrados. Su piel, del color del caramelo blando, parecía bien limpia; sus rizos oscuros estaban recortados hasta formar una pulcra gorra.

—¿No es precioso? —suspiró Tara—. Nuestro hijo, Moses, nuestro lindo hijo.

El niño abrió la portezuela y subió de un salto, acomodándose junto a Moses. Lo miró con una sonrisa radiante y su padre le dio un breve abrazo. Tara se inclinó por encima del respaldo y lo besó, estrechándolo fugazmente, pero con fuerza. En público tenía que limitar sus muestras de afecto; a medida que el niño crecía, su relación con él se tornaba más difícil y oscura.

La criatura estaba convencida aún de que Miriam Afrika era su madre, pero ya tenía casi seis años; era dueño de una inteligencia brillante y de una gran sensibilidad. Tara sabía que él sospechaba alguna relación especial con ellos dos. Esos encuentros clandestinos eran demasiado regulares, demasiado emotivos como para que no sospechara algo no del todo explicado.

A Benjamín se le había dicho, simplemente, que eran buenos amigos de la familia, pero, aún a esa tierna edad, él tenía conciencia de los tabúes sociales que ellos desafiaban, pues su existencia misma debía estar impregnada de la diferencia entre blancos y negros, ambos distintos de su propia piel oscura. A veces, miraba a Tara maravillado, como si la creyera alguna fabulosa criatura salida de un cuento de hadas.

Para ella nada habría sido más satisfactorio que cogerle en sus brazos y decirle: «Tú eres mi hijito, y te amo tanto como amo a tu padre. Pero ni siquiera podía permitir que se sentara a su lado, por miedo a que los vieran juntos».

Cruzaron las planicies de El Cabo hacia Somerset West; sin embargo, antes de llegar a la aldea, Moses tomó un camino lateral, bajo densos sauces, hasta llegar a la larga curva de la playa desierta. Ante ellos tenían las aguas verdes de la bahía y, a cada lado, los baluartes montañosos que formaban los cuernos de la amplia ensenada.

Moses estacionó el «Chevrolet» y sacó la cesta de la merienda que llevaban en el portaequipajes. Los tres ascendieron por el sendero hasta llegar a su lugar favorito. Desde allí, verían a cualquiera que se aproximase a más de quinientos metros; la exótica vegetación formaba una selva casi impenetrable. Las únicas personas que solían aventurarse hasta allí eran los pescadores y los amantes que buscaban intimidad. En aquel rincón se sentían seguros.

Tara ayudó a Benjamín a ponerse el traje de baño. Luego, los tres bajaron de la mano hasta la laguna entre rocas, donde el niño chapoteó y jugó como un cachorro de spaniel. Por fin, cuando quedó cansado y con frío, Tara frotó su cuerpo tembloroso con una toalla y volvió a vestirlo. Después, ayudó a Moses a encender fuego entre las dunas para asar las salchichas y las chuletas que habían llevado.

Nada más acabar de comer, Benjamín quiso nadar otra vez, pero Tara se lo prohibió con suavidad.

—Con el estómago lleno no, querido.

Por lo tanto, el niño bajó hasta la marca de la marea en busca de conchitas. Tara y Moses lo vigilaban desde lo alto de la duna. Ella no recordaba haberse sentido nunca tan feliz y satisfecha. Por fin Moses rompió el silencio.

—Por esto trabajamos —dijo—. Por lograr dignidad y una oportunidad de ser feliz para cada habitante de esta tierra.

—Sí, Moses —susurró ella.

—Eso vale cualquier precio.

—¡Oh, sí! —admitió ella con fervor—. ¡Oh, sí!

—Parte del precio a pagar es la ejecución del arquitecto de nuestra angustia —continuó él, áspero. Hasta ahora no te lo había dicho, pero Verwoerd debe morir, y con él todos sus secuaces.

El destino me ha designado para que sea su verdugo… y su sucesor.

Tara palideció ante esas palabras, pero el mismo golpe la dejó sin habla. Moses la cogió de la mano con extraña y desacostumbrada suavidad.

—Por ti, por mí y por el niño, para que él pueda vivir con nosotros bajo el sol de la libertad.

Tara trató de decir algo, mas la voz le falló. Su compañero tuvo que esperar con paciencia a que ella pudiera expresarse:

—¡Moses, no es eso lo que me prometiste!

Él sacudió la cabeza.

—Tú quisiste creer que yo prometía algo, y no había llegado el momento de sacarte del error.

—¡Oh, Moses, por Dios! —La enormidad del plan cayó de forma brusca sobre Tara—. Yo estaba convencida de que ibas a hacer volar el edificio vacío, como un gesto simbólico, pero lo que tú planeabas…

Se interrumpió, sin poder completar la frase. Él no negó nada.

—Mi esposo, Moses. Shasa estará en su escaño, junto a Verwoerd.

—¿Es tu esposo, acaso? —preguntó Moses—. ¿No es uno de ellos, uno de los enemigos?

Ella bajó la vista, reconociendo esa verdad. De pronto, volvió a agitarse.

—Mi padre… también estará en la Cámara.

—Tu padre y tu marido son parte de tu vida anterior, la que has dejado atrás, Tara. Ahora yo soy tu padre y tu marido; la lucha es tu nueva vida.

—¿No hay modo de que se les pueda salvar? —rogó ella.

Él no dijo nada, pero la respuesta se leía en sus ojos. Tara se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Lo hacía en silencio, pero los espasmos del dolor le sacudían el cuerpo entero. Desde la playa, el viento le llevaba los alegres gritos del niño. A su lado, Moses permanecía inmóvil e inexpresivo. Al cabo de un rato, ella levantó la cabeza y se limpió las lágrimas con la palma de las manos.

—Lo siento, Moses —susurró—. He sido débil. Perdóname, por favor. Lloraba por mi padre, mas ahora vuelvo a sentirme fuerte y dispuesta a todo lo que pidas de mí.

El partido de polo contra el equipo argentino fue el acontecimiento más importante que ocurría en Weltevreden en más de una década.

La planificación del acontecimiento hubiera debido corresponder a Tara, señora de la finca, pero su falta de interés en el deporte y su escasa capacidad organizativa resultaron demasiado para Centaine Courtney-Malcomess. Comenzó por darle un discreto asesoramiento; por fin, exasperada, tomó en sus manos toda la responsabilidad. Como consecuencia, la ocasión fue un éxito memorable.

Cuando Centaine acabó de acosar al jardinero, y con el experto consejo de Blaine, el césped del campo de juego estaba verde y aterciopelado; no tan duro que dañara las patas de los ponis ni tan blando que les hiciera perder velocidad. Los mimbres estaban pintados con los colores de los equipos: el celeste y blanco Argentina y el naranja, azul y blanco de Sudáfrica. Del palco pendían dos banderas con los mismos colores.

El palco en sí había sido repintado, al igual que las cercas y los establos. Se levantó una cerca nueva para evitar que el público invadiera los terrenos privados de la finca, pero las instalaciones agregadas por Centaine incluían baños públicos y un restaurante al aire libre, con capacidad para doscientas personas. La ampliación de los establos bastaba para albergar a cincuenta caballos y había nuevos alojamientos para sus cuidadores. Los argentinos habían llevado a sus peones, vestidos con los tradicionales atuendos de gaucho, sombreros anchos y zahones decorados con monedas de plata.

Garry, aunque renuente, abandonó su nueva oficina, en la última planta del edificio «Centaine», a tres puertas de Shasa, y pasó dos días en los establos, observando a esos maestros de la equitación y el polo para aprender de ellos.

Michael había logrado, por fin, una asignación oficial. Estaba felizmente convencido de que el Golden City Mail de Johannesburgo lo había designado corresponsal encargado del partido por sus propios méritos como aprendiz de periodista. Centaine, que había hecho una discreta llamada telefónica al presidente de la Asociación de Periódicos de Sudáfrica, dueña del Mail, no hizo nada por desilusionarlo. El muchacho recibiría cinco guineas diarias, más un chelín por palabra sobre todo lo que el periódico le publicara. Entrevistó a todos los miembros de ambos equipos, incluyendo a los reservas, los peones, el umpire y los referees. Compaginó la historia de todos los partidos que se hubieran jugado con anterioridad entre los dos países, a partir de las Olimpiadas de 1936, y averiguó los pedigrees de todos los caballos, pero en ese caso se limitó a solo dos generaciones… El día anterior al partido, ya había escrito tanto, que Lo que el viento se llevó quedaba reducido a un panfleto. Luego insistió en transmitir por teléfono ese importante artículo al sufrido subdirector del periódico; la cuenta del teléfono sobrepasó con mucho, su salario de cinco guineas.

—De cualquier modo, Mickey —lo consoló Shasa—, si publica todo lo que has escrito a un chelín por palabra, serás millonario.

La gran desilusión para la familia tuvo lugar el miércoles, cuando se anunció la composición del equipo sudafricano. Shasa debía jugar en su puesto habitual, como número dos, pero no se le otorgó la capitanía. Esta fue encomendada a Max Theunissen, un garboso y esforzado millonario de Natal, que era rival de Shasa desde hacía tiempo: desde la primera vez en que se habían enfrentado en ese mismo campo, siendo ambos principiantes.

Shasa ocultó su desilusión tras una sonrisa melancólica.

—Para Max es mucho más importante que para mí —dijo a Blaine, que era uno de los seleccionadores. Su padrastro asintió.

—Sí, y por eso se la dimos, Shasa. Max le da mucho valor. Isabella se enamoró desesperadamente del número cuatro argentino, un parangón de virilidad, de piel olivácea, centelleantes ojos negros, abundante cabello ondulado y dientes muy blancos. Se cambiaba de vestido tres o cuatro veces al día, eligiendo lo más sofisticado entre la ropa con que Shasa había llenado sus armarios. Hasta se aplicó un toque muy breve de colorete y lápiz labial, no tanto como para llamar la atención de Shasa, pero sí lo suficiente (al menos, eso esperaba) para despertar el interés de José Jesús Gongalves De Santos. Ejercitó su mejor ingenio para acecharle sin descanso por los establos y adoptó sus posturas más lánguidas cuando lo tenía a la vista.

El objeto de esa adoración era un hombre de treinta y dos o treinta y tres años, quien estaba convencido de que el hombre argentino era el mejor amante del mundo y él, personalmente, el campeón nacional. En cualquier momento, tenía diez o doce mujeres, maduras y bien dispuestas, rivalizando por sus atenciones. Por lo tanto, ni siquiera reparó en la chiquilla de catorce años.

A Centaine, en cambio, aquello no le pasó inadvertido.

—Estás haciendo el ridículo ante todo el mundo, Bella —la reprochó—. De ahora en adelante, se te prohíbe acercarte a los establos. Y si llego a verte otra vez con la menor huella de maquillaje en la cara, tu padre no dejará de enterarse.

Nadie desobedecía jamás las órdenes de Nana, ni siquiera el ser más audaz o más enamorado; por lo tanto, Isabella se vio obligada a abandonar su fantasía de arrinconar a José en el pajar de los establos para ofrecerle su virginidad. Isabella no estaba muy segura de lo que eso significaba, pero Lenora le había prestado un libro prohibido en donde se la llamaba «perla inapreciable». Fuera lo que fuese, José Jesús podía quedarse con su perla y con todo lo que deseara. Sin embargo, la prohibición de su abuela la obligó a caminar tras él a discreta distancia, arrojándole miradas ardorosas, pero de muy largo alcance, cada vez que él echaba un vistazo en su dirección.

Garry, que interceptó una de esas miradas de pasión, quedó tan alarmado, que preguntó en voz alta, audible para el bienamado:

—¿Te sientes mal, Bella? Tienes cara de estar a punto de vomitar.

Por primera vez en su vida, la niña odió francamente a su segundo hermano.

Centaine había previsto que habría dos mil espectadores, pues el polo era un deporte de élite y las entradas, a dos libras cada una, resultaban costosas. Sin embargo, la taquilla vendió las cinco mil entradas. Eso otorgaba una saludable ganancia al club, aunque puso en considerable tensión la logística de Centaine, que echó mano de todas sus reservas, incluyendo a Tara. Era preciso atender el exceso de asistentes, organizar la preparación de comida y bebidas adicionales. Sólo cuando los equipos salieron al campo, Tara pudo escapar de la vista omnipotente de su suegra para subir al palco.

En ese primer chukker Shasa montaba un bayo de pelaje brillante como espejo al sol. Tara tuvo que admitir que Shasa estaba magnífico con su camiseta verde de vivos dorados, los pantalones níveos y las negras botas lustradas. El parche negro del ojo confería un matiz siniestro e intrigante a su gesto juvenil y encantador. Tara no pudo dejar de responder a su saludo, hasta que se dio cuenta de que Shasa no le sonreía a ella, sino a alguien sentado más abajo. Se puso de puntillas, sintiéndose algo tonta, para ver de quién se trataba. Era una mujer alta y de cintura estrecha; el rostro quedaba oculto bajo el ala del sombrero, decorado con rosas, pero la mano que se levantaba para saludar a Shasa era fina y bronceada; lucía anillo de compromiso y una alianza de oro.

Tara le volvió la espalda y se quitó el sombrero, para que Centaine no pudiera distinguirla con facilidad entre la multitud. Luego, caminó a paso rápido y discreto hasta la salida lateral del palco. Mientras cruzaba el estacionamiento y rodeaba los establos, oyó el primer aplauso atronador. Nadie la buscaría durante un par de horas. Moses tenía el «Chevrolet» estacionado entre los pinos, cerca de las cabañas para huéspedes. Tara abrió la portezuela trasera y se dejó caer en el asiento.

—Nadie me ha visto salir —jadeó.

Él puso el motor en marcha y condujo tranquilamente por el largo camino, hasta cruzar el portón.

Tara consultó su reloj. Pasaban unos pocos minutos de las tres," pero necesitarían cuarenta para rodear la montaña y llegar a la ciudad. Estarían frente al edificio parlamentario a las cuatro en punto, cuando los porteros comenzaran a pensar en la pausa para el té. Era viernes por la tarde y la Cámara estaba en Comisión de Presupuesto, una de esas reuniones aburridas en que los miembros cabeceaban en sus escaños. En realidad, Blaine y Shasa habían organizado las cosas con mucho tacto, para que los parlamentarios pudieran escaparse a presenciar el partido sin perder nada de importancia. Muchos de los otros miembros debían de haberse retirado para iniciar temprano el fin de semana, pues el edificio estaba silencioso y no había casi nadie en el vestíbulo.

Moses dejó el coche en el estacionamiento reservado a los parlamentarios y se acercó a la parte trasera del vehículo para sacar los paquetes. Luego, siguió a Tara a respetuosa distancia por los peldaños de entrada. Nadie los detuvo; fue todo tan fácil que casi los desilusionó. Subieron a la planta alta, pasando junto a la galería para la Prensa, donde tres jóvenes periodistas escuchaban de mala gana, encorvados en sus asientos, mientras el honorable ministro de Comunicaciones se deshacía en autoelogios por el modo ejemplar en que había manejado su departamento durante el año fiscal previo.

Tricia estaba sentada a su escritorio, en el despacho exterior, pintándose las uñas. Cuando Tara entró, puso cara de culpabilidad.

—Oh, Tricia, qué bonito color —exclamó ella con voz suave.

La muchacha trató de fingir que los dedos no le pertenecían, pero el esmalte aún estaba fresco y no supo qué hacer con ellos.

—Ya he terminado de pasar todas las cartas que Mr. Courtney me ha dictado —explicó, a manera de excusa—, y en todo el día no hemos tenido trabajo, y como esta noche voy a salir… se me ocurrió…

La frase quedó mansamente inconclusa.

—Traigo algunas muestras de telas para las cortinas —dijo Tara—. Tuve la idea de cambiarlas, ya que vamos a instalar lámparas nuevas. Me gustaría que fuera una sorpresa para Shasa, así que no se lo menciones, si puedes evitarlo.

—Por supuesto, Mrs. Courtney.

—Voy a probar una nueva combinación de colores para las cortinas y creo que me llevará más de una hora. Si ya has terminado tu trabajo, ¿por qué no te retiras? Cualquier llamada que haya, yo la recibiré.

—Oh, sería una irresponsabilidad por mi parte —protestó Tricia, sin mucha convicción.

—¡Vamos, vete! —ordenó Tara con firmeza. Yo me encargo de todo. Que disfrutes de tu salida esta noche.

—Qué amable, Mrs. Courtney, de veras. Por favor, Stephen, lleva esas muestras y ponlas en el sofá, —ordenó Tara, sin mirar a Moses. Ella permaneció en la oficina mientras Tricia dejaba apresuradamente su mesa y se encaminaba hacia la puerta exterior.

—Que pase un feliz fin de semana, Mrs. Courtney… muchísimas gracias.

Tara cerró con llave tras ella y corrió al despacho interior.

—Esto sí que ha sido suerte —susurró.

—Démosle un rato para que salga del edificio y se aleje —indicó Moses.

Ambos se sentaron en el sofá. Tara estaba nerviosa y triste, pero guardó silencio varios minutos antes de barbotar:

—Moses… mi padre… y Shasa…

—¿Qué? —preguntó él, con voz fría.

Ella vaciló, retorciéndose los dedos.

—¿Sí? —insistió él.

—No, tienes razón —suspiró Tara—. Debe ser así. Tengo que ser fuerte.

—Sí, tienes que ser fuerte —repitió él—. Ahora, vete y déjame trabajar.

Ella se levantó.

—Dame un beso, Moses, por favor —susurró. Al cabo de un momento se apartó del abrazo y dijo, suavemente—: Buena suerte.

Cerró la puerta exterior con llave y bajó la escalinata hasta el vestíbulo principal. A medio camino, una sensación de fatalidad tan profunda la asaltó que palideció intensamente; la frente y el labio superior se le cubrieron de sudor frío. Por un momento, mareada, tuvo que aferrarse a la barandilla para no caer. Por fin, se obligó a seguir bajando y a cruzar el vestíbulo.

El portero la miró de una manera extraña. Tara siguió caminando.

El hombre abandonó su cubículo y se le puso delante. Ella llena de pánico, sintió el impulso de girar en redondo y subir a toda prisa para advertir a Moses que los habían descubierto.

—Mrs. Courtney. —El portero se detuvo frente a ella, bloqueándole el paso.

—¿Qué pasa? —tartamudeó Tara, tratando de inventar una respuesta aceptable a sus preguntas.

—Hice una pequeña apuesta por el partido de polo. ¿Sabe cómo van?

Ella lo miró fijamente. Por un momento, no encontró ningún sentido a aquello. Estaba a punto de balbucear: «¿polo? ¿Qué polo?» Pero se contuvo y, con un enorme esfuerzo de voluntad y concentración, pasó casi un minuto charlando con el hombre antes de poder escapar.

Ya en la playa de estacionamiento, sin poder dominar más su pánico, se arrojó tras el volante del «Chevrolet», sofocada por los sollozos.

Al oír que la llave giraba en la cerradura de la puerta exterior, Moses volvió a la oficina de Shasa y descorrió las cortinas.

Luego, se aproximó a las estanterías para estudiar los títulos. No desocuparía el arcón hasta el último momento. Tricia podía volver en busca de algo olvidado o quizás el personal revisara rutinariamente las oficinas. Hasta era posible que el sábado por la mañana se presentara Shasa. Aunque Tara le había asegurado de que él estaría ocupado en Weltevreden por todo el fin de semana con tantos visitantes, Moses prefería no correr riesgos. No tocar nada mientras no fuera absolutamente necesario.

Sonrió al ver en el estante la Historia de Inglaterra de Macaulay. Era una costosa edición encuadernada en cuero, que le devolvió vívidos recuerdos de otros tiempos; él había sido amigo del hombre que estaba a punto de matar. En aquellos lejanos días aún había esperanzas.

Recorrió los estantes hasta llegar a un sector en donde Shasa obviamente, ponía las obras con cuyos principios no estaba de acuerdo; iban de Mi lucha hasta Karl Marx, pasando por el socialismo. Moses eligió un volumen de obras escogidas de Lenin y se lo: llevó al escritorio, donde se sentó a leer, seguro de que cualquier visitante indeseable le daría tiempo más que suficiente para llegar a su escondrijo detrás de las cortinas.

Leyó hasta que se puso el sol y la luz se tornó escasa. Entonces, sacó la manta del paquete que había llevado y se acomodó en el sofá.

El sábado despertó temprano, en cuanto las palomas empezaron a arrullar en el alero, ante la ventana, y salió por la puerta secreta.

Usó los servicios del corredor, sabiendo que la jornada sería larga le daba un cínico placer desafiar el cartel de la puerta, que rezaba: «Sólo para blancos».

Aunque en sábado no había asambleas, las puertas principales estaban abiertas y en el edificio habría cierta actividad del personal de limpieza y el administrativo; tal vez los ministros acudieran a sus despachos. Moses no podría hacer nada hasta el domingo, día en que los principios calvinistas prohibían cualquier trabajo o actividad innecesaria fuera de la iglesia. Una vez más, pasó el día leyendo. Al caer la noche, comió parte de las provisiones que había llevado consigo y arrojó las latas vacías y las envolturas en el recipiente de los baños.

Durmió inquieto. El domingo lo encontró bien despierto antes del amanecer. Desayunó con frugalidad y, vestido con el mono de obrero y las zapatillas que había llevado en su paquete, inició un cauteloso reconocimiento del edificio. Estaba completamente desierto y silencioso. Al mirar escaleras abajo, vio que las puertas principales estaban cerradas y todas las luces apagadas. Empezó a caminar con más confianza; por fin, probó la puerta que daba a la galería de la Prensa, que estaba sin llave. De pie ante la barandilla, Contempló aquella sala en donde se habían promulgado todas las leyes que cercaban y esclavizaban a su pueblo. Sintió en el pecho una rabia de animal cautivo que clama por la liberación.

Al abandonar la galería, bajó la escalinata hasta el vestíbulo de entrada y se acercó a las altas puertas principales del Parlamento. Sus pasos retumbaban en las lajas de mármol. Tal como había esperado, las puertas estaban cerradas con llave, pero sus cerraduras eran grandes antigüedades. Arrodillado frente a ellas, sacó del bolsillo el sobre plegadizo con herramientas de cerrajero. En Rusia había recibido un adiestramiento completo: la puerta se le resistió apenas un minuto. Abrió un poco una de las hojas y se deslizó por la rendija, cerrándola tras de sí.

Ahora, se hallaba en la catedral misma del apartheid. Tuvo la sensación de que su malignidad era algo palpable, algo que presionaba sobre él con peso físico, acortándole el aliento. Se movió con lentitud por el pasillo, hacia el sillón del presidente, que lucía arriba su gran escudo de armas. Luego, giró a la izquierda, esquivando la mesa con el martillo y la cartera, hasta detenerse frente a los bancos del Gobierno, exactamente junto a la del Primer Ministro, el doctor Hendrick Frensch Verwoerd. Sus grandes fosas nasales se dilataron como si percibiera el olor de la gran bestia.

Reaccionó con esfuerzo, apartando sus sentimientos y sus pasiones para quedarse con la objetividad de un trabajador. Primero, examinó con cuidado el banco, tendido de bruces para mirar por abajo. Había estudiado todas las fotografías de la sala que había podido obtener, pero eran patéticamente inadecuadas. Deslizó la mano por el cuero verde, hundido por el peso del hombre que se sentaba allí, resquebrajado por el uso de años. La estructura era de caoba maciza; cuando tanteó bajo el asiento, descubrió los gruesos travesaños que le prestaban resistencia. Allí no había sorpresas. Moses gruñó con satisfacción.

Volvió al despacho de Shasa por la entrada secreta y se puso de inmediato a desocupar el altar-arcón. También esa vez puso cuidado en retirar el contenido ordenadamente, para poder volver a su lugar sin alteraciones. Luego, se metió dentro y retiró los paneles del fondo.

Apartó la comida que le serviría de cena y amontonó los bloques de plástico en la manta. Una de las ventajas de ese explosivo, era que, por ser inerte, soportaba el manejo más descuidado: sin detonador, resultaba inofensivo.

Recogió las cuatro esquinas de la manta y se la echó al hombro a manera de morral, para volver apresuradamente a la sala de sesiones. Ocultó la manta y su contenido bajo un asiento, donde pasara inadvertida para cualquiera que entrara por casualidad, y volvió a la oficina en busca de las herramientas. Al entrar en la sala por tercera vez, echó la llave a las puertas, para trabajar con total seguridad.

No podía correr el riesgo de usar un taladro eléctrico. Por lo tanto, se tendió de espaldas bajo el asiento del Primer Ministro comenzó a hundir trabajosamente las mechas en la caoba, practicando los agujeros con el taladro de mano. Luego, atornilló las grapas. Trabajaba con minuciosidad, tomándose tiempo para medir y marcar cada agujero, y pasó casi una hora antes de que pudiera colocar los bloques de plástico explosivo. Los dispuso en pilas de a cinco; cinco kilos de plástico en cada montón; luego, los conectó con cables. Pasó cada extremo por el aro de una grapa y lo retorció bien; entonces, buscó otra pila de bloques y la acomodó contra el lado anterior, hasta que todo el lado inferior del asiento estuvo lleno de explosivo.

Por fin, se apartó para estudiar su obra. Bajo el asiento acolchado había un reborde de caoba que ocultaba los explosivos por completo. Aun inclinándose como para recoger un papel o un bolígrafo caídos, no se veía rastro de lo que acababa de hacer.

—Así estará bien —murmuró, mientras empezaba a limpiar. Cepilló minuciosamente hasta la última mota de serrín caída del taladro y los recortes de cable. Luego, recogió sus herramientas. «Ahora, podemos probar el transmisor», se dijo, y subió apresuradamente al despacho de Shasa.

Insertó las pilas de linterna con el transmisor y verificó. La lamparilla de prueba se encendió con potencia. Apagó. Después, cogió el detonador de radio y puso la batería de audífono en su compartimiento. El detonador tenía el tamaño de una caja de cerillas; era de baquelita negra y tenía una palanquita en un extremo, con tres posiciones: «apagado», «prueba» y «recepción». Un fino alambre impedía que la llave pasara accidentalmente a la posición de «recepción». Moses la puso en «prueba» y la dejó en el sofá. Luego, se acercó al transmisor y lo encendió. De inmediato, la diminuta lamparilla instalada en un extremo del detonador se encendió y se oyó un fuerte zumbido, como si hubiera una abeja encerrada en el estuche. Había recibido la señal del transmisor. Moses apagó el aparato y el zumbido cesó al tiempo que la lamparilla se apagaba.

«Ahora, debo comprobar si transmite desde aquí a la sala de sesiones».

Dejó el transmisor encendido y descendió una vez más a la Cámara. Arrodillado junto al asiento del Primer Ministro, sostuvo el detonador en la palma de la mano y, conteniendo el aliento, puso la palanquita en «prueba».

No ocurrió nada. Lo intentó tres veces más, pero no recibía la señal enviada desde el despacho del piso alto. Por lo visto, había demasiado ladrillo y cemento reforzado entre los dos artefactos.

«Estaba saliendo con demasiada facilidad —se dijo, melancólico—. Tenía que surgir algún inconveniente».

Con un suspiro, tomó el rollo de cable que tenía en el maletín de las herramientas. Habría preferido no tender cables desde la sala hasta el despacho; aun cuando el cable era delgado como hilo de gasa y su cubierta aislante tenía un tono pardo mate, incrementaría infinitamente el riesgo de que el plan fuera descubierto.

«No hay otro remedio», se consoló.

Ya había estudiado el plano de la instalación eléctrica del edificio, que Tara había conseguido en el departamento de Obras Públicas, pero lo desplegó para refrescarse la memoria.

Había una toma de corriente en la pared, tras los bancos posteriores del oficialismo. En el plano se veía que el conducto estaba tendido por detrás del enmaderado y ascendía por la pared hasta el techo. El diagrama mostraba también la caja de fusibles en la portería, frente a la puerta principal. La portería estaba cerrada con llave, pero no resultó difícil violar la cerradura para desconectar la llave maestra.

Luego, regresó a la sala, localizó la toma de corriente y quitó la cubierta para dejar los cables al descubierto. Por suerte, estaban codificados por colores. Eso facilitaría mucho el trabajo.

Volvió a la planta alta. El servicio de caballeros tenía un armario para artículos de limpieza en donde había visto una escalera portátil. También allí estaba la trampilla que daba acceso a la techumbre. Puso la escalerilla debajo de ella para retirar la puerta y pasó a duras penas por la estrecha abertura.

Entre el tejado y el cielo raso, el espacio era oscuro y olía a ratas. Encendió su linterna de bolsillo y comenzó a avanzar por entre una selva de postes y vigas. El polvo, acumulado durante años, se elevó en lánguidas nubes alrededor de sus pies, haciéndolo estornudar. Con la nariz cubierta con un pañuelo, fue pasando de viga en viga, sin dejar de contar los pasos para no perder la orientación. Encontró los conductos eléctricos por encima de la sección de pared que correspondía al muro lateral de la Cámara. Eran uno junto a otro. Algunos llevaban mucho tiempo allí. Otros se veían que habían sido añadidos.

Le llevó un rato aislar el conducto que llevaba a la sala de sesiones, pero reconoció los colores codificados al desenroscar la tapa Su alivio fue intenso: había anticipado varios problemas para esa parte del trabajo; sin embargo, así sería fácil llevar su propio cable hasta el techo.

Desenroscó el largo flexible que había llevado consigo e introdujo el extremo en el conducto abierto hasta que encontró resistencia. Entonces, reinició el tedioso viaje a través del techo, la escalerilla, el corredor, la escalinata y la sala de sesiones.

Halló el extremo del flexible asomando por la entrada de corriente abierta y, después de sujetarlo con el extremo del fino cable del detonador, extendió el resto para que pasara fácilmente por el conducto cuando él recogiera el flexible.

Ya de nuevo arriba, retiró el flexible y el extremo del cable salió con él. Recogió suavemente el resto, mano sobre mano, como el pescador recoge su línea, hasta sentir la firme resistencia del nudo que sujetaba el extremo opuesto al asiento, allá abajo. Una vez enrollado pulcramente el cable, volvió a la Cámara. Para entonces, tenía el mono sucio de polvo y telarañas.

Desató el extremo suelto del cable y lo tendió por el suelo para llevarlo hasta la carga de explosivo plástico que había puesto bajo el asiento, sin dejar de comprobar que estuviera lo bastante flojo. Trabajó con cuidado para disimular el cable expuesto, a fin de que nadie lo descubriera por casualidad, pasándolo por debajo del alfombrado verde, hasta asegurarlo a la parte inferior de los bancos oficialistas. Por fin, escondió en la toma de corriente el sobrante de cable y volvió a atornillar la cubierta.

Cuando recorrió la alfombra quedó seguro de que no había dejado huellas de su trabajo. Sólo quedaban unos pocos centímetros de discreto cable saliendo de la toma de corriente, en la pared, ; pero nada delataba sus preparativos. Entonces, se sentó en el sitial del doctor Verwoerd para descansar algunos minutos antes de iniciar la fase final. Para eso debía volver al piso alto.

La parte más difícil y frustrante de todo aquello fue meterse en el sector del techo que correspondía al despacho de Shasa. Por tres veces tuvo que bajar a medir en pasos los ángulos de los pasillos y la situación exacta de aquellas oficinas; después, debía volver arriba para tratar de seguir la misma ruta entre el polvo y las vigas del techo.

Cuando estuvo seguro de haber alcanzado la posición correcta, perforó con mucho cuidado el cielo raso, entre sus pies. Por el agujero entraba la luz, pero la abertura era demasiado pequeña para ver lo que había abajo, aun aplicando el ojo a ella. Aunque la agrandó un poco, no tuvo más remedio que repetir el viaje hasta la oficina de Shasa.

En cuanto entró en el despacho vio que había calculado mal. El agujero perforado en el cielo raso caía directamente sobre el escritorio; al agrandarlo había resquebrajado el yeso, desprendiendo algunos fragmentos que yacían sobre la mesa. Comprendió que el error podía ser grave. Aunque el agujero no era grande, la red de diminutas grietas sería visible a quien lanzara un vistazo hacia arriba.

Decidió que, si trataba de cubrir o reparar el daño, no haría sino agravarlo. Cepilló los fragmentos blancos del escritorio, pero eso sería todo. Se consoló con la improbabilidad de que alguien mirara al techo; de cualquier modo, nadie daría importancia a ese diminuto desperfecto. Furioso consigo mismo por el error, hizo lo que habría debido hacer desde el principio: perforar el agujero correcto desde abajo, trepando al último estante de la biblioteca para llegar al cielo raso. Practicado entre la cortina y el filo de la biblioteca, era casi invisible a quien no mirara con mucha minuciosidad. Subió' al techo de nuevo y pasó el extremo del cable por el segundo agujero. Cuando volvió a la oficina lo encontró colgando junto a la pared; el extremo formaba una enredada madeja en el rincón, sobre la alfombra.

Recogió el extremo y lo escondió tras la Enciclopedia Británica, que ocupaba el último estante; luego, acomodó las cortinas para que cubrieran los seis o siete centímetros que asomaban por el agujero perforado. Una vez más, se dedicó a limpiarlo todo, revisando el estante y el suelo para recoger hasta la menor mota de yeso. No satisfecho aún, volvió al escritorio. Acababa de caer otro diminuto fragmento de cielo raso; para recogerlo se mojó el índice con saliva; después, lustró el escritorio con la manga.

Salió de la oficina por la puerta oculta y revisó todo cuanto había hecho. Después de cerrar la trampilla del servicio de caballeros, barrió el polvo caído, puso la escalerilla en el armario y regresó por última vez a la sala de sesiones.

Por fin podía conectar el detonador. Retiró el artefacto de seguridad y conectó el detonador. Luego, hizo un agujero en el blando explosivo y escondió el adminículo allí, bien sujeto en su sitio. Finalmente, retiró el aislante del hilo de cobre y lo atornilló al extremo del detonador cilíndrico.

Al salir de debajo, reunió sus herramientas, echó un último vistazo en busca de cualquier huella delatora y, por fin, satisfecho, abandonó la sala. Una vez que hubo operado la cerradura para cerrar las puertas principales, limpió cuidadosamente las sudorosas huellas que había dejado en el reluciente bronce. Después, entró en la oficina del portero para conectar la corriente eléctrica.

Subió la escalinata por última vez y se encerró en el despacho de Shasa. Eran casi las cuatro y media. Aquello le había llevado todo el día, pero el trabajo estaba bien ejecutado. Satisfecho, se dejó caer en el sofá. La tensión nerviosa y la implacable necesidad de concentración total lo habían cansado más que cualquier esfuerzo físico.

Descansó un rato antes de poner en su sitio el contenido del arcón. Puso su mono sucio en el compartimiento del explosivo, ahora vacío, y dejó el transmisor sobre la prenda, donde pudiera alcanzarlo con facilidad. Aun así, le llevaría algunos minutos recuperarlo y conectarlo al cable suelto tras la enciclopedia, cerrar el circuito y operar el detonador escondido en la Cámara. Había calculado que la oficina de Shasa estaba bastante lejos del sitio en donde se produciría la explosión. Los muros y el cemento reforzado interpuesto amortiguarían los efectos del estallido, asegurando su propia supervivencia, pero la sala de sesiones quedaría totalmente en ruinas Había sido un buen trabajo, en verdad. Cuando la luz se tornó escasa, se acomodó en el sofá y se cubrió con la manta hasta los hombros.

Al amanecer, efectuó una última inspección de la oficina, echando una mirada melancólica a la insignificante telaraña de grietas dibujada en el techo. Recogió sus paquetes y usó la puerta secreta para ir al servicio.

Se lavó y afeitó, usando la navaja y la toalla que Tara le había puesto con los alimentos. Ya con la chaqueta y la gorra de chofer puestas, se encerró en uno de los cubículos. No podía esperar en el despacho de Shasa, pues Tricia llegaría a las nueve en punto. Tampoco podía salir del edificio hasta que la actividad fuera intensa, para así cruzar las puertas principales sin llamar la atención. A las nueve en punto, oyó pasos en el corredor. Alguien entró y utilizó el cubículo vecino. En el curso de una hora entraron y salieron varios hombres, solos o en grupo, para usar los lavabos y los mingitorios. Sin embargo, al promediar la mañana, se produjo una pausa. Moses se levantó y recogió sus paquetes. Reuniendo coraje, salió del cubículo y caminó enérgicamente hasta la puerta que daba al pasillo.

El corredor estaba desierto. Iba ya a medio camino hacia la escalinata cuando quedó paralizado de espanto.

Dos hombres subían la escalinata. Echaron a andar por el corredor, directamente en dirección a Moses. Conversaban seriamente; el más bajo de los dos gesticulaba y hacía muecas por la vehemencia de su explicación. El más joven lo escuchaba con atención; su único ojo centelleaba de diversión disimulada.

Moses se obligó a seguir caminando, con la expresión convertida en esa opaca paciencia con que el africano disimula toda emoción en presencia del amo blanco. En el momento en que iban a encontrarse, Moses dio un respetuoso paso al costado para ceder el paso a los otros dos. En vez de mirar a Shasa Courtney a la cara, dejó resbalar la mirada sin establecer contacto.

Al pasar junto a él, Shasa estalló en una carcajada por lo que su compañero acababa de decirle.

—¡Que viejo tonto! —exclamó.

En ese momento, echó una mirada de soslayo a Moses. Su risa se enfrió y una arruga le cruzó la frente. Moses pensó que iba a detenerse, pero su compañero lo agarró de la manga, diciendo:

—Espera a que te cuente lo mejor: la fulana no quiso devolverle los pantalones hasta que él…

Y se llevó a Shasa hacia su propia oficina. Moses, sin volver la cabeza ni apretar el paso, bajó la escalinata y salió del edificio.

El «Chevrolet» estaba en el estacionamiento, en un extremo, donde él esperaba encontrarlo. Dejó sus paquetes en la parte trasera y se acercó a la portezuela del conductor. En el momento en que se acomodaba tras el volante, Tara se inclinó hacia él desde el asiento trasero, susurrando:

—¡Oh, gracias a Dios! Estaba muy preocupada_ por ti.