Michael no jugaba. Se había lastimado la muñeca de un modo misterioso: si bien los dolores eran terribles, no presentaba moretones ni hinchazón. Asombraba la frecuencia con que la muñeca, el tobillo o la rodilla lo torturaban cuando se hablaba de exigirle al cuerpo ejercicio. Blaine lo miró con el entrecejo fruncido; estaba sentado junto a Tara ante la mesa del té, bajo los robles, y ambos tenían la cabeza inclinada sobre un libro de poesía. Ninguno de los dos había levantado siquiera la vista ante los gritos, los galopes y los diálogos zumbones que resonaban en la pista. Blaine creía firmemente en el viejo refrán: mente sana en cuerpo sano; todo jovencito debía estar en condiciones de participar robustamente en los forcejeos de la vida. Había hablado con Tara al respecto y ella había prometido fomentar la participación de Michael en los deportes y los juegos, pero no se notaba que así fuera.
A sus espaldas, sonó un coro de chillidos y risitas apagadas; Blaine miró por encima del hombro últimamente, dondequiera que Sean estuviese, había siempre una bandada de mujeres. Las atraía como un árbol lleno de fruta a los gorriones. Blaine no tenía idea de quiénes podrían ser todas esas muchachitas; algunas, seguramente, hijas de los administradores de la finca y del vitivinicultor de Shasa; también estaba allí la hija del cónsul norteamericano, una linda rubita; las dos pequeñas morenas eran las del embajador francés. A las otras no las conocía; quizá constituían la prole de los cinco o seis políticos y miembros del equipo diplomático, que jamás faltaban en Weltevreden los sábados a la hora del té.
«No tendría que entrometerme —gruñó Blaine para sus adentros—, pero necesito hablar con Shasa. De nada sirve llamar la atención de Tara, es demasiado blanda».
Blaine echó un vistazo alrededor y vio que su yerno se había separado del grupo reunido ante la mesa para acercarse a los caballos. Estaba sentado en cuclillas junto a uno de los palafreneros, examinando la pata delantera de su pony favorito, un poderoso potro al que llamaba Kenyatta, por ser negro y peligroso.
«Qué buena oportunidad», barbotó Blaine, acercándose.
Después de estudiar la posibilidad de vendar esa pata, único punto débil del pony, se incorporaron.
—¿Cómo anda Sean en Bishops? —preguntó Blaine, con aire indiferente.
Shasa levantó la vista, sorprendido.
—¿Tara ha hablado contigo? —Sean había ingresado en esa escuela al iniciarse el año, después de haber terminado el ciclo primario como abanderado y capitán del equipo deportivo.
—¿Por qué? ¿Hay problemas? —preguntó Blaine.
—Está atravesando una mala etapa. —Shasa se encogió de hombros—. Ya se le pasará. Tiene demasiado talento como para no salir bien de ésas.
—¿Qué pasó?
—Nada que merezca preocuparse. Se ha vuelto algo rebelde y sus notas andan por el suelo. Le di una buena con el látigo; es el único idioma que entiende a la perfección. Ya se le pasará, Blaine; no te aflijas.
—Para algunos todo es demasiado fácil —comentó su padrastro—. Se acostumbran a andar a la deriva por la vida. —Vio que Shasa se erizaba un poco y comprendió que se sentía aludido por el comentario. «Mejor así», se dijo. Y prosiguió—: Tú deberías saberlo, Shasa; tienes la misma debilidad.
—Supongo que tienes derecho a hablarme así. Eres el único hombre en el mundo que lo tiene —musitó Shasa—. Pero no por eso va a resultarme grato, Blaine.
—Creo que el joven Sean tampoco acepta la crítica —señaló Blaine—. Pero yo quería hablarte de él. ¿Cómo diablos hemos acabado hablando de ti? Sin embargo, ya que en eso estamos, deja que este perro viejo te haga un par de advertencias, para él y para ti. En primer lugar, no tomes demasiado a la ligera la conducta de Sean. Algún día vas a encontrarte con un problema grave si no lo dominas ahora. Hay quienes necesitan estímulo constante para no aburrirse. Creo que ése es el caso de Sean. Esa gente se vuelve adicta al peligro y a lo excitante. Vigílalo, Shasa.
—Gracias, Blaine. —Shasa hizo una señal afirmativa, pero no estaba agradecido.
En cuanto a ti, Shasa, estás viviendo la vida como si fuera un juego.
—Y no es otra cosa, por cierto.
—Si eso es lo que crees, no tienes derecho a aceptar la responsabilidad de un Ministerio —advirtió Blaine con suavidad—. No, Shasa. Te has hecho responsable por el bienestar de dieciséis millones de personas. Ya no es un juego, sino una misión sagrada.
Dejaron de caminar y se miraron frente a frente.
Piénsalo bien, Shasa —agregó Blaine—. Creo que nos esperan días oscuros y difíciles. Entonces, no será cuestión de aumentar las utilidades de una empresa, sino de lograr la supervivencia de una nación. Si fracasas, será el fin del mundo tal como lo conoces. No serás el único que sufra.
Blaine giró hacia Isabella, que corría hacia él gritando:
—¡Abuelo, abuelo! Quiero enseñarte el pony nuevo que papá me ha regalado.
Ambos miraron a la bella criatura.
—No, Shasa, no serás el único repitió Blaine, mientras cogía la mano de la niña.
Bueno, Bella, vamos a los establos.
Shasa descubrió que las palabras de Blaine eran como abrojos. Cuando se adherían a la ropa, comenzaban por picar; después, poco a poco, iban penetrando en la piel hasta provocar verdadero dolor. Aún las llevaba en los oídos al entrar en la sala ministerial, el lunes por la mañana, y ocupar su sitio en el extremo de la mesa, como correspondía al miembro más reciente del grupo.
Antes de la conversación con Blaine, Shasa había pensado que esas reuniones no se superaban en importancia a una gran reunión, la misma minuciosidad. Naturalmente, se preparaba notas informativas y exhaustivas; además, había reunido datos completos sobre todos los miembros del Gabinete, con la ayuda de Blaine; los resultados habían sido suministrados al ordenador de la compañía y se los mantenía actualizados al minuto. Blaine, con toda una vida dedicada a la política, era hábil analista y había podido rastrear los tenues y disimulados vínculos de lealtad y compromiso que ligaban a esos hombres importantes.
En el plano más amplio, todos ellos, descontando a Shasa, eran miembros de la Broederbond, la Hermandad, esa odiosa sociedad secreta de eminentes afrikaners, cuyo único objetivo era fomentar el progreso de los afrikaners por sobre los demás, en todos los aspectos, desde la política nacional a la economía, pasando por los negocios, la educación y los empleos públicos. Nadie que no formara parte del grupo tenía esperanzas de imaginar siquiera sus ramificaciones, pues estaba protegida por una cortina de silencio que ningún afrikaner se atrevía a quebrar. Los unía a todos, ya fueran miembros de la Iglesia holandesa calvinista reformada, o de la Hervormde, aún más extremada, que reservaba los cielos para uso exclusivo de la raza blanca en el artículo 3 de su carta. La Broederbond unía incluso a los del sur, los nacionalistas de El Cabo, con los duros hombres del norte.
Mientras colocaba bien su grueso fajo de notas, que no le harían falta pues ya estaban memorizadas, echó un vistazo a la mesa; las dos fuerzas opuestas del Gabinete se habían acomodado como los cuerpos de un ejército. Obviamente, Shasa estaba rodeado por gente del sur, al mando del doctor Theophilus Dónges, uno de los miembros más antiguos, que formaba parte del Gabinete desde que el doctor Malan llevara al partido al poder en 1948. Era líder del partido en El Cabo y Manfred De La Rey se contaba entre sus hombres. Sin embargo, formaban el más pequeño y menos influyente de ambos grupos. Los del norte abarcaban a los del Transvaal y a los del Estado Libre de Orange. Entre ellos se contaban los políticos más formidables del país.
Cosa extraña: en esa congregación de hombres poderosos, la atención de Shasa se concentró en alguien que había sido miembro del Senado el mismo tiempo que él en la Cámara Baja. Hasta su designación como senador, en 1948, Verwoerd era director de Die Transvaler; y, antes, profesor de la Universidad de Stellenbosch. Shasa sabía que Manfred De La Rey había sido alumno suyo y, por lo tanto, había experimentado su poderosa influencia. Sin embargo, ahora formaban parte de bandos diferentes, pues Verwoerd estaba con los del norte. Desde 1950 era ministro de Asuntos Bantúes; contaba con poderes divinos sobre la población negra y había hecho de su nombre un sinónimo de la segregación racial en todos los planos de la sociedad.
Su aspecto personal y sus modales resultaban una grata sorpresa si se consideraba su monumental reputación de intolerancia racial y de artífice del apartheid, cuyas intrincadas leyes gobernaban la vida de millones de negros en sus más ínfimos aspectos. Tenía una sonrisa amable, casi benigna; hablaba en voz baja, pero persuasiva. De pie, explicó al Gabinete, con la ayuda de un mapa de Sudáfrica especialmente preparado, cuáles eran sus planes para la reacomodación de las densidades de la población negra.
Alto, de hombros levemente redondeados, con un comienzo de plata en el rizado cabello, no dejaba dudas sobre su total sinceridad y su convicción con respecto a la absoluta bondad de sus conclusiones. Shasa descubrió que se estaba dejando llevar por su lógica. Aunque tenía la voz algo chillona y la nota tensa de su monólogo molestaba al oído, transmitía toda la fuerza, no sólo de su total convencimiento, sino también de su personalidad. Hasta sus adversarios respetaban, sobrecogidos, su capacidad para el debate.
Sólo un pequeño detalle preocupaba a Shasa: Verwoerd tenía los ojos entornados como si se pasara la vida frente al sol; si bien estaban rodeados por una compleja telaraña de arrugas de risa, eran fríos como los de un artillero que observa por encima de la mira de su ametralladora.
Las palabras de Blaine le volvieron a la mente: «No, Shasa, no es un juego. Te has hecho responsable por el bienestar de dieciocho millones de almas. Ya no es un juego, sino una misión sagrada».
Sin embargo, permaneció inexpresivo hasta que Verwoerd concluyó con su presentación.
—Aquí nadie duda, hoy en día, de que Sudáfrica es un país para blancos. Mi propuesta se encargará de que los nativos gocen de alguna autonomía dentro de las reservas. Sin embargo, en cuanto al país como totalidad, y en especial en las zonas habitadas por los europeos, nosotros, los blancos, somos y seguiremos siendo los amos.
Hubo un murmullo de acuerdo y aprobación general. Dos ministros pidieron aclaración de algún detalle. No se requería votación ni decisión conjunta, pues aquello había sido un simple informe.
—Creo que el doctor Henk ha desarrollado su tema en amplitud. Si nadie tiene nada que preguntar, pasaremos al próximo punto.
El Primer Ministro miró a Shasa, pues el orden del día rezaba:
PUNTO DOS: Proyección, por el Honorable Ministro de Minería e Industria, de los requerimientos de capital de la industria privada en los próximos diez años y propuesta de medios para satisfacerlos.
Esa mañana, Shasa hablaría por primera vez ante el Gabinete completo; rezó por conseguir siquiera una parte del aplomo y la persuasión demostrados por Verwoerd. Su nerviosismo desapareció en cuanto se puso de pie, pues estaba bien preparado. Comenzó con un cálculo de los capitales extranjeros que la conducción económica requería en la década siguiente, «para llegar hasta el fin de los años 60», y luego pasó a estimar las cantidades de que dispondrían con sus mercados tradicionales, dentro de la Commonwealth británica.
—Como ustedes ven, esto nos deja un considerable déficit, sobre todo en el sector minero, la nueva industria que extrae aceite del carbón y el sector de armamento. Ahora, propondré el modo de compensar ese déficit. En primer lugar, debemos tener en cuenta a los Estados Unidos de América. Ese país ofrece una fuente potencial de capitales que apenas han sido tocados…
Él consiguió la atención absoluta de todos cuando describió los planes de su departamento, que se proponía hacer publicidad del país como mercado próspero entre los principales empresarios norteamericanos y tentarles a visitar Sudáfrica, a expensas del Ministerio. También, pensaba establecer vínculos con Estados Unidos y Gran Bretaña, con políticos y comerciantes influyentes y solidarios, a fin de promocionar la imagen del país. Con ese fin, ya se había puesto en contacto con Lord Littleton, responsable de los Bancos mercantiles de Littleton, quien había aceptado actuar como presidente del Club Británico de Sudáfrica. Una asociación similar, el Club Norteamericano de Sudáfrica, podría ser formada en Estados Unidos.
La recepción de sus palabras, obviamente favorable, lo alentó a continuar con un tema que no había pensado tocar.
—Acabamos de escuchar la propuesta del doctor Verwoerd en cuanto a construir Estados negros independientes dentro del país. No quiero tocar los aspectos políticos de este plan, pero en mi papel de empresario me siento capacitado para llamar la atención de ustedes sobre el costo, no humano, sino financiero, de llevarlo a la práctica.
Shasa pasó a esbozar rápidamente los grandes obstáculos logísticos y la pérdida de productividad que causaría.
—Tendríamos que multiplicar varias veces las estructuras básicas del Estado en diversas partes del país, y eso costaría varios billones de libras. Ese dinero podría ser invertido con mucho más provecho en empresas que produjeran riqueza.
Al otro lado de la mesa, el gran encanto de Verwoerd se cubrió de un manto de hostilidad. Shasa comprendió que era un autócrata y que despreciaba la crítica; sin duda, era todo un riesgo echarse en contra a un hombre que algún día podía ejercer la suma del poder. Pero continuó, empecinado:
—La propuesta tiene otro fallo: al descentralizar la industria, la haremos menos efectiva y competitiva. En esta época moderna, cuando todos los países compiten económicamente entre sí, equivaldría a situarnos en desventaja.
Al sentarse, notó que, si los demás no estaban convencidos, al menos tenían mucho en qué pensar. Cuando la reunión terminó, uno o dos de los ministros se detuvieron a intercambiar algunas palabras con él. Shasa comprendió que había realzado su propia reputación con la obra de esa tarde, consolidando su puesto en el gabinete. Volvió a Weltevreden complacido.
Después de dejar su portafolio en el escritorio de su estudio, oyó voces en la terraza y salió al sol del atardecer. El visitante que Tara estaba atendiendo era el director de Bishops. Por lo habitual, este digno hombre citaba a los padres de sus alumnos recalcitrantes tan sumariamente como lo hacía con sus vástagos, pero eso no se aplicaba a la familia Courtney. Centaine Courtney Malcomess formaba parte de la dirección de la escuela desde hacía treinta años; era la única mujer del grupo. Su hijo había sido abanderado antes de la guerra y ahora participaba de la administración junto con su madre; ambos contribuían generosamente para llenar las arcas del colegio; entre sus donaciones figuraban el órgano, los vitrales de la capilla nueva y las cocinas para el comedor principal. El director había preferido visitar a Shasa en vez de citarlo. Sin embargo, Tara, que parecía inquieta, se levantó con alivio al ver entrar al marido.
—¿Qué tal, señor director?
Shasa tendió la mano, pero la lúgubre expresión de su visitante no resultaba muy alentadora.
—El señor quiere hablarte de Sean —explicó Tara—. Creo que lo mejor es una charla entre hombres, de modo que los dejaré solos e iré a buscar el té.
Y escapó velozmente, mientras Shasa preguntaba, diciendo:
—A estas horas sería mejor ofrecerle una copa. ¿Le sirvo un whisky, señor director?
—No, Mr. Courtney, gracias.
El hecho de que no llamara a Shasa por su nombre de pila resultaba ominoso. El dueño de la casa ajustó su propia expresión, otorgándole la debida solemnidad, y tomó asiento junto al visitante.
—Así que ha venido por Sean. ¿Qué ha hecho ese pequeño tunante ahora?
Tara abrió la puerta del comedor en silencio y cruzó el cuarto para detenerse tras las cortinas. Esperó a que las voces de la terraza se oyeran graves y concentradas. Eso significaba que Shasa no se movería de allí durante una hora más, como mínimo. Entonces, giró rápidamente y salió del comedor, cerrando la puerta a su espalda. Dejó atrás la biblioteca y el cuarto de armas. La puerta del estudio estaba abierta. La única puerta a la que se le echaba llave en toda Veltevreden era la de la bodega.
En medio del escritorio estaba el portafolio de Shasa. Tara lo abrió y, en seguida, distinguió la carpeta azul, con el escudo de armas del Estado, que contenía el acta mecanografiada de la última reunión del Gabinete. Ella sabía que, al terminar cada reunión, se repartían copias numeradas entre los ministros; era lo que estaba buscando.
La sacó, poniendo cuidado para no desordenar el resto de los papeles, y la llevó a la mesa instalada junto a la puerta-ventana, donde la luz era mejor; además, si asomaba un poco la cabeza, podía vigilar a Shasa y al director de la escuela, quienes seguían enfrascados en su conversación bajo la parra.
Se apresuró a distribuir las hojas azules sobre la mesa y enfocó la diminuta cámara fotográfica que llevaba en su bolsillo; tenía el tamaño de un encendedor. Ella aún no estaba acostumbrada al mecanismo y le temblaban las manos de inquietud. Hacía aquello por primera vez.
Estaba tan nerviosa que sentía la vejiga a punto de estallar; tuvo que correr al baño de la planta baja y apenas sí llegó a tiempo. Cinco minutos después aparecía en la terraza, llevando la tetera de plata. Por lo general, eso habría fastidiado a Shasa, a quien disgustaba verla usurpar las tareas de los sirvientes, sobre todo delante de los invitados. Pero estaba tan enfrascado en la conversación con el director que ni siquiera se dio cuenta.
—Me cuesta pensar que se trate de algo peor que un espíritu juvenil robusto, señor director —decía, con el entrecejo fruncido y las manos en las rodillas.
—He tratado de pensarlo así. —El hombre sacudió tristemente la cabeza—. Considerando la relación especial que esta familia tiene con nuestra escuela, he sido tan flexible como he podido. —Hizo una pausa cargada de significado—, pero ya no se trata de un caso aislado, de una o dos travesuras de muchachito, sino de un estado mental, de todo un esquema de conducta, que me resulta muy alarmante. —El director se interrumpió para aceptar la taza de té que Tara le pasaba por encima de la mesa—. Perdóneme, Mrs. Courtney. A mí me resulta tan doloroso como a usted.
—Imagino que sí —repuso Tara en voz baja—. Sé que usted considera a cada uno de sus alumnos como si fuera su propio hijo. —Echó un vistazo a Shasa—. Mi esposo se ha mostrado reacio a aceptar que existe un problema.
Y ocultó su satisfacción tras una sonrisa triste y valiente. Sean siempre había sido hijo de Shasa; era terco y no tenía consideración para con los demás. Tara nunca había podido comprender ni aceptar esa vena de crueldad. Lo recordaba egoísta e ingrato, aun antes de aprender a hablar. De bebé, después de hartarse con su leche, le hacía saber que estaba ahíto apretándole el pezón entre las encías hasta el punto de magullárselo. Ella lo amaba, por supuesto, pero le costaba sentir simpatía por ese hijo. Apenas Sean aprendió a caminar, dio en marchar detrás de su padre como un cachorrito. Su primera palabra había sido «papá» para dolor de Tara, que lo había llevado, grandote y pesado, en su vientre y lo había alimentado de su pecho. «Papá». Bien, era hijo de Shasa, y ella se reclinó en el asiento para ver cómo se las arreglaba el padre con ese problema, rencorosamente satisfecha de verlo molesto.
—Es un deportista nato —estaba diciendo Shasa—, y líder por naturaleza. Estoy seguro de que acabará por corregirse. Después de ver el boletín, al terminar el período anterior, le di una buena azotaina. Esta noche le daré otra para hacerle entender.
—En algunos muchachos las palizas no dan resultado. Peor aún, producen el efecto contrario del que se busca. Para Sean, el castigo corporal es como las heridas de combate para el militar: una señal de su coraje y de su fortaleza.
—Siempre me he opuesto a que mi esposo castigue a los niños —dijo Tara.
Shasa le arrojó una mirada de advertencia, pero el director prosiguió:
—Yo también he intentado aplicar la vara a Sean, Mrs. Courtney. Parece recibir el castigo de buen grado, como si le otorgara una distinción especial.
—Pero es buen atleta por naturaleza —repitió Shasa, bastante decaído.
—Veo que usted, como yo, utiliza la palabra «atletas» antes que «deportistas». —El visitante hizo un gesto de asentimiento—. Sean es precoz y maduro para su edad; más fuerte que los otros muchachos de su grupo y no tiene reparos en usar esa fuerza para ganar, no siempre de acuerdo con las reglas del juego. —Miró a Shasa con intención—. En cuanto a que es inteligente, lo es, sí, pero sus calificaciones demuestran que no lo aprovecha en el aula. Por el contrario, aplica su mente a empresas mucho menos recomendables. —El director hizo una pausa, comprendiendo que no era momento adecuado para dar ejemplos concretos a un padre orgulloso. Y prosiguió—: También es líder por naturaleza, como usted me ha hecho notar. Por desgracia reúne a su alrededor a los elementos más indeseables de la escuela y ha formado una banda con la que aterroriza a otros alumnos. Incluso los mayores lo temen.
—Me cuesta aceptar eso. —Shasa estaba ceñudo.
—Para serle completamente franco, Mrs. Courtney: Sean parece tener una vena vengativa y cruel dentro de sí. Estoy buscando que mejore, por supuesto, pero si eso no ocurre, tendré que tomar una decisión muy seria sobre su futuro en Bishops.
—Yo tenía la esperanza de que fuera abanderado, como yo lo fui —admitió Shasa.
Su visitante sacudió la cabeza.
—Lejos de ser abanderado, Mr. Courtney, a menos que Sean se haya corregido al terminar el año, con todo mi dolor, tendré que pedir a usted que lo saque de Bishops.
—¡Dios mío! —exclamó Shasa—. ¡No lo dirá en serio! —Por desgracia, sí.
Resultaba bastante extraño que Clare East hubiera sido contratada por el director de Bishops. Claro que la designación era sólo temporaria: un contrato de seis meses, para cubrir el puesto del profesor de arte, que había renunciado inesperadamente por razones de salud. El sueldo ofrecido era tan bajo que sólo se presentaron tres candidatos, y los otros dos eran inadecuados a ojos vista.
Clare se presentó a la entrevista con el director luciendo ropas que no usaba desde hacía seis años, desde que llegó a la mayoría de edad. Las había exhumado para esa ocasión de un baúl olvidado; era un vestido abotonado hasta el cuello, de un verde triste, que se ajustaba a las ideas del director sobre la vestimenta apropiada para una profesora. Había trenzado y recogido severamente su larga cabellera negra. De su carpeta de pinturas había elegido paisajes y naturalezas muertas, para mostrarle temas que no le interesaban desde la época en que descartó ese aburrido vestido. En Bishops el arte no era material, sino un simple sustituto para los alumnos que demostraban poca aptitud para las ciencias.
Una vez que Clare se hizo cargo del taller artístico, situado a distancia suficiente de los edificios principales como para ofrecerle cierta libertad de conducta, volvió a su modo de vestir habitual: amplias faldas de colores vívidos y estampados llamativos, con blusas mexicanas al estilo de Jane Russell en The Outlaw. Había visto esa película cinco veces, mientras estudiaba en la Escuela de Arte de Londres, y copiaba a la actriz, aunque sabía, por supuesto, que tenía mejores pechos: de igual volumen, pero más altos y puntiagudos.
Se peinaba la cabellera de un modo diferente día a día; mientras daba clase solía quitarse las sandalias a puntapiés y pasearse descalza, fumando cigarrillos portugueses negros, que uno de sus amantes le compraba a millares.
Sean no tenía el menor interés por el arte. Si se había matriculado en ese curso era por un proceso de rechazo natural. La física y la química exigían demasiado esfuerzo; en cuanto a la geografía, lo aburrían aún más que los pinceles.
Se había enamorado de Clare East en cuanto la vio entrar en el salón de arte. La primera vez que ella se detuvo ante su caballete, para inspeccionar los colorines con que él había embadurnado su lámina, Sean se dio cuenta de que ella medía dos o tres centímetros menos. Cuando la maestra se estiró para corregir una línea temblorosa, pudo observar que no se había afeitado las axilas. Esa mata de grueso vello negro, reluciente de sudor, le provocó la erección más dura y dolorosa que experimentara en su vida.
Trató de impresionarla con una conducta varonil y pavoneante. Como eso no diese resultado, pronunció en presencia de ella un juramento que solía aplicar a uno de sus ponies. Clare East lo envió al despacho del director con una nota; el caballero le aplicó cuatro golpes con su pesado bastón, acompañando el castigo con unos cuantos consejos.
—Tendrá usted que aprender, jovencito, PLAF, que no le permitiré comportarse de un modo escandaloso, PLAF, ni utilizar lenguaje sucio, PLAF, mucho menos delante de una dama, PLAF.
—Muchas gracias, señor director.
Era tradición expresar gratitud por estos tratamientos y contenerse para no frotar la zona afectada en presencia del gran hombre. Cuando Sean volvió al salón de arte, su ardor, lejos de haberse enfriado por efecto de los bastonazos, estaba inflamado en proporciones insoportables. Comprendió que, de cualquier modo, era preciso cambiar de táctica. Lo discutió con su compañero Snotty Arbuthnot, pero el consejo que éste le dio no consiguió desalentarle:
—Olvídate del asunto, hombre; todos los chicos de la escuela están locos por Melones. —El apodo hacía referencia al busto de la profesora—. Pero Tug la vio en el cine con un tipo que tenía treinta años, como poco, de bigote y con coche propio. Estaban: en la última fila, agarrados como perros enardecidos. ¿Por qué no visitas a Poodle, que te conviene más?
Poodle era una muchacha de dieciséis años, alumna de Rustenberg, la escuela para señoritas que funcionaba frente a Bishops, cruzando las vías del ferrocarril. Se trataba de una jovencita que había encontrado la misión de su vida: cruzar de la mano a los muchachos que deseaban franquear los umbrales de la virilidad, a tantos como pudiera atender en sus atareadas tardes. Sean nunca había hablado con ella, pero Poodle había presenciado todos los partidos de críquet en que él había jugado últimamente. Y hasta le había enviado un mensaje por medio de un amigo común, sugiriéndole que se reuniera en el pinar de Rondebosch.
—Parece un caniche. —Sean descartó la sugerencia con desdén y se resignó a adorar desde lejos a Clare East.
Un día, mientras buscaba cigarrillos portugueses en el escritorio de la profesora (el hecho de amarla no le impedía robarle) encontró, en un cajón cerrado con llave, que cedió a su habilidad con el alambre, una carpeta de cartón duro atada con cintas verdes. La carpeta contenía más de veinte dibujos a lápiz de modelos masculinos desnudos, todos ellos firmados y fechados por Clare East. Después del primer impacto de celos, Sean comprendió que cada dibujo representaba a un modelo distinto, con sólo un rasgo en común: si bien los rostros eran meros esbozos, los genitales habían sido representados con minucioso y amante detalle, y todos ellos estaban plenamente tumescentes.
Lo que Sean había descubierto era la colección de cueros cabelludos de Clare, o su equivalente. La East gustaba de los sabores fuertes, pero su dieta requería más de hombres que de ajo y vino tinto. Eso resultaba tan evidente en la carpeta secreta, que revivieron las decaídas esperanzas en Sean. Esa noche, encargó a su hermano Michael, por la suma de cinco chelines, que pintara un retrato de Clare East en su cuaderno de arte.
Michael estudiaba primero, de modo que pudo hacer sus bocetos sin que la modelo se diera cuenta. El trabajo, una vez terminado, superó hasta las mayores expectativas de Sean. El día que entregó el retrato, al terminar la clase, Clare despidió a los alumnos, agregando después:
—Ah, Sean, ¿puedes quedarte un momento, por favor? Cuando el salón hubo quedado vacío, abrió el cuaderno de Sean por el retrato.
—¿Lo has hecho tú, Sean? Porque es muy bueno.
La pregunta era bastante inocente, pero la diferencia entre el retrato y las confusas composiciones de Sean eran tan obvias que hasta él se dio cuenta del peligro que representaba reclamar su autoría.
—Pensaba decirle que era obra mía —admitió, abiertamente—, pero no le puedo mentir, Miss East. Le pagué a mi hermano para que me lo hiciera.
—¿Por qué, Sean?
—Supongo que fue porque usted me gusta muchísimo —murmuró.
La maestra, sorprendida, vio que el chico se ruborizaba y se sintió conmovida. Hasta ese momento, el niño le había despertado una decidida antipatía. Era descarado, presumido y representaba una influencia perturbadora en su clase. Además, estaba segura de que él era quien le robaba los cigarrillos.
Por eso le sorprendió aquella insospechada sensibilidad. De pronto, comprendió que esa conducta bulliciosa había tenido como objetivo llamar su atención. Entonces, se ablandó. En los días y semanas siguientes demostró a Sean, con pequeñas generosidades, que lo había perdonado: desde una sonrisa especial hasta algunos minutos dedicados a mejorar los esfuerzos creativos del chico.
A modo de retribución, Sean comenzó a dejarle regalos en el escritorio, confirmando así las sospechas de la maestra de que había hurgado en él anteriormente. Sin embargo, el robo de cigarrillos cesó. Ella aceptaba los presentes de frutas y flores sin comentarios; se limitaba a sonreír y a hacerle un gesto con la cabeza cuando pasaba junto a su caballete.
Un viernes por la tarde, al abrir su cajón, encontró una caja esmaltada en azul; la tapa decía, con letras de oro: «Garrardsu». Clare la abrió de espaldas a la clase y tuvo un sobresalto incontrolable, que estuvo a punto de hacerle caer la cajita; contenía un prendedor de oro blanco. La pieza central era un gran zafiro; hasta Clare, que no entendía de piedras preciosas, comprendió que se trataba de una gema exquisita. Estaba rodeado de pequeños diamantes formando una estrella. La maestra experimentó una embriagadora oleada de avaricia. Esa alhaja debía de valer muchos cientos de libras; era más de lo que había tenido en la mano en toda su vida, suponía más de un año de su sueldo.
Sean había sacado la joya del tocador de su madre; la mantuvo escondida en el techo de paja de los establos hasta que se apagó el furor. Primero fue Shasa quien interrogó a todos los sirvientes de la casa, indignados por esa falta a su confianza. Hasta entonces sus empleados domésticos no habían robado nada, aparte de vinos. Cuando sus propias investigaciones se hallaron en un callejón sin salida, llamó a la Policía. Por suerte para Sean, se supo que una de las criadas había cumplido una condena de seis meses por robo en la casa donde trabajó antes. Lo cual significaba que era culpable, y el magistrado de Wynberg la condenó a dieciocho meses de prisión, considerando que el delito se agravaba ante la obstinada negativa de la mujer a devolver la joya robada. Como ya era mayor de edad, fue enviada a la prisión de mujeres de Pollsmoor. Sean había esperado diez días más para permitir que el incidente se olvidara antes de ofrecer el regalo a la destinataria de su pasión.
Clare East se sintió fuertemente tentada. Comprendió que el broche debía de ser robado, pero, como de costumbre, pasaba por serias dificultades financieras. Sólo por eso había aceptado ese empleo. Recordó con nostalgia y pena los días ociosos dedicados a comer, beber, pintar y hacer el amor, que le habían llevado a la embarazosa circunstancia en que estaba. El prendedor lo resolvería todo. No sintió escrúpulos de conciencia, pero sí miedo a que la acusaran de robo. Su alma libre y creativa se marchitaría tras las rejas.
Devolvió a escondidas el broche al cajón de su escritorio. Durante el resto de la clase estuvo distraída y reservada; fumaba un cigarrillo tras otro y se mantenía lejos de la parte trasera del salón, donde Sean, la imagen viva de la inocencia, se dedicaba con desacostumbrada laboriosidad a su caballete. Cuando el timbre señaló el fin de la clase, no hizo falta decirle que se quedara un momento más: acudió solo al escritorio, ante el cual ella se había sentado.
—¿Le ha gustado? —preguntó suavemente.
Ella abrió el cajón y puso la cajita esmaltada entre ambos.
—No puedo aceptarlo, Sean, bien lo sabes.
No quería preguntarle de dónde lo había sacado. Prefería no saberlo. De forma involuntaria, estiró la mano para tocarlo por última vez. La superficie esmaltada parecía un huevo recién puesto, suave y cálida al tacto.
—No hay peligro —dijo Sean en voz baja—. Nadie lo sabe. Creen que otra persona lo ha robado.
¿Era posible que ese muchachito le hubiera adivinado los pensamientos con tanta facilidad? Lo miró fijamente. ¿Acaso se trataba de un alma amoral que reconocía a otra de su género? El verse descubierta la enojó; no le gustaba que su codicia fuera tan clara. Retiró la mano de la caja y la puso en su regazo.
Tomó aliento y coraje para repetir su negativa, pero Sean la acalló abriendo su cuaderno de dibujo para sacar tres hojas sueltas. Cuando las puso junto a la caja azul, ella lanzó un hondo y brusco suspiro: eran sus propios dibujos, los de la carpeta divertida, firmados de su propia mano.
—He cogido esto… una especie de cambio —dijo Sean. Entonces, ella lo vio de verdad por primera vez.
Era joven sólo en edad. En el museo de Atenas, Clare había quedado encantada ante una estatua de mármol del gran dios Pan, representado como jovencito. Una criatura muy bella, pero con una antigua malignidad en él, tan apasionante como el pecado mismo. Clare East no era profesora por vocación; la corrupción de un niño no le despertaba ninguna repulsión innata. Simplemente, hasta entonces no se le había ocurrido. Dado su saludable apetito sexual, había experimentado con casi todo lo demás, incluyendo parejas de su mismo sexo, aunque se tratara de ensayos sin éxito, abandonados mucho tiempo atrás. En el sentido bíblico, conocía a hombres de todo tamaño, forma y color. Los tomaba y los descartaba con una especie de fervor compulsivo, buscando siempre la huidiza satisfacción completa que parecía bailar eternamente un poquito más allá de su alcance. Con frecuencia temía, hasta sentirse aterrorizada, haber llegado a ese punto de saciedad en que el placer queda agotado de manera irreparable y pierde su brillo.
Y ahora, se le ofrecía una nueva y deslumbrante perversión, capaz de despertar la lujuriosa respuesta que había creído perdida para siempre. El encanto de ese niño contenía una maldad que la dejaba sin aliento.
Además, nunca nadie la había pagado, y ese muñeco le ofrecía un salario de prostituta digno de una cortesana real. Tampoco la habían extorsionado antes, y él la amenazaba con sus imprudentes dibujos. Adivinó lo que pasaría si caían en manos del director; por otra parte, no dudaba de que el chico llevaría a cabo su encubierta amenaza, pues ya le había sugerido que había dejado caer la culpa del robo en una persona inocente.
Y lo más tentador era que ella nunca lo había hecho con un niño. Dejó que sus ojos lo recorrieran con curiosidad. Tenía la piel clara y firme, con el dulce brillo de la juventud. Los brazos estaban cubiertos de vello sedoso, pero las mejillas estaban limpias: ya usaba navaja de afeitar. Y era más alto que ella; la silueta del hombre emergía ya en los hombros y en las caderas estrechas. Tenía los miembros largos y bien formados. Clare se extrañó de no haber reparado nunca en lo musculoso de sus brazos. Sus ojos eran verdes como esmeraldas o como crema de menta en una copa de cristal, con diminutas pecas pardas y doradas rodeando las pupilas. Vio que esas pupilas se dilataban un poco al inclinarse ella hacia delante y dejar que el escote de su blusa se abriera, descubriendo la curva de sus senos. Por fin cogió, con sumo cuidado, la cajita esmaltada.
—Gracias, Sean —susurró, con voz ronca—. Es un regalo magnífico. Lo guardaré como a un tesoro.
Sean recogió los dibujos pornográficos y volvió a guardarlos en su cuaderno, rehenes de un pacto tácito.
—Gracias, Miss East. —Su voz sonó tan ronca como la de ella—. Me alegro mucho de que le guste.
Era tan excitante ver la agitación del chico, que a Clare se le fundieron las ingles y la familiar presión se acumuló en seguida en la parte inferior de su cuerpo. Se levantó con calculada crueldad, despidiendo a Sean para que sufriera la exquisita tortura de la expectativa. Instintivamente, supo que él lo había planeado todo. Ya no sería necesario que ella hiciese más esfuerzo: el genio del niño se encargaría de proporcionar los medios y la ocasión. Esperar para ver cómo lo resolvía era parte de la excitante aventura.
No tuvo que aguardar durante mucho tiempo. Aunque estaba preparada para algo original, la nota que encontró sobre su escritorio la cogió por sorpresa:
Estimada Miss East:
Mi hijo Sean dice que usted tiene dificultades para encontrar un alojamiento adecuado. Sé muy bien el problema que esto representa, sobre todo en verano, cuando medio mundo parece acudir a nuestra pequeña península.
Por casualidad, en los terrenos de casa tengo una cabaña amueblada que, en estos momentos, está desocupada. Si a usted le parece conveniente, me dará una alegría utilizándola. La renta será sólo simbólica; creo que una guinea por semana dejaría satisfecho al administrador de la propiedad. Verá que la cabaña está en un sitio aislado y que cuenta con una encantadora vista a Constantia Berg y a False Bay, muy atractiva para el artista.
Sean habla muy elogiosamente de su obra. Espero tener la oportunidad de ver algunas muestras de ella. Muy sinceramente suya,
Tara Courtney
Clare East estaba pagando cinco guineas por semana por un solo cuarto, bastante pobre, tras la estación del ferrocarril. Al vender el broche de zafiros por trescientas libras, sospechando que eso era apenas una fracción de su verdadero valor, lo había hecho con la intención de pagar sus deudas acumuladas. Sin embargo, como solía ocurrirle con tan buenas intenciones, cerró la mente al impulso y, en cambio, gastó la mayor parte del dinero en un «Morris Minoró» de segunda mano.
El sábado siguiente, por la mañana, viajó en el coche a Weltevreden. La intuición le aconsejó que no tratara de disimular sus inclinaciones bohemias. Al primer encuentro, Tara y ella se reconocieron como espíritus gemelos. Tara envió a uno de los camiones de la propiedad en busca de los pocos muebles y las telas sin terminar de la profesora. Además, le prestó ayuda personalmente en la mudanza a la cabaña.
Mientras trabajaban juntas, Clare le mostró algunas de sus pinturas, comenzando por los paisajes y las marinas. La respuesta de Tara fue muy discreta. Por lo tanto, dejándose guiar de nuevo por el instinto, la pintora descubrió una de sus obras abstractas: un diseño cubista de azules y rojos feroces.
—¡Oh, Dios, qué magnífico! —murmuró Tara—. Tan vigoroso, tan sin medias tintas… Me encanta.
Pocas semanas después, Tara bajó por el sendero entre los pinos y llevaba un cestito. Clare estaba en la galería de la cabaña, descalza y cruzada de piernas en un almohadón de cuero, con un bloc de dibujo en la falda. Levantó la vista con una gran sonrisa.
—Tenía la esperanza de que vinieras.
Tara se dejó caer junto a ella y sacó del cestito una botella del mejor vino de Shasa, elaborado en la propiedad quince años antes.
Conversaron tranquilamente mientras Clare dibujaba, bebiendo el vino y contemplando el crepúsculo en las montañas.
—Me alegro de haber encontrado una amiga —dijo Tara, impulsivamente—. No te imaginas lo sola que me siento aquí, algunas veces.
—¡Con tantas visitas! —se extrañó Clare, riendo entre dientes.
—No son personas de verdad. Sólo muñecos parlantes, rellenos de dinero y de importancia. —Sacó una pitillera del bolsillo de la falda y la abrió. Contenía papel de arroz y las hojas amarillas desmenuzadas—. ¿Quieres? —ofreció con timidez.
—Querida, es probable que me hayas salvado la vida —exclamó Clare—. Lía uno ahora mismo. No aguanto más.
Se pasaron el cigarrillo de marihuana y, en el curso de la ociosa conversación, Clare comentó:
—He estado explorando. Esto es bellísimo, como un pequeño paraíso terrenal.
—El paraíso puede resultar horriblemente aburrido —adujo Tara, sonriendo.
—Encontré una cascada con un pequeño cenador.
—Es el sitio para picnics. Allí no se permite entrar a ninguno de los sirvientes; si quieres nadar desnuda, puedes hacerlo con toda tranquilidad. Nadie te va a coger por sorpresa.
Clare no había visto a Sean en los terrenos desde que estaba en la cabaña. Había supuesto que acudiría jadeando a su puerta en cuanto la supiera allí, y la demora la ofendió un poco. Al cabo de algunos días, aquel autodominio le pareció divertido; el chico tenía un instinto muy superior a su edad: el toque de todo mujeriego. Con creciente expectación esperó que apareciera. Pero la demora comenzaba a molestarle. Estaba poco habituada a los celibatos prolongados; comenzó a dormir mal, inquieta y perturbada por sueños eróticos.
Las noches primaverales se alargaban, tibias, y Clare siguió la sugerencia de Tara en cuanto a aprovechar la piscina construida bajo la cascada. Todas las tardes, al terminar las clases del día, volvía apresuradamente a Weltevreden y, con un par de pantalones cortos y una blusa sin mangas sobre el bikini, tomaba el atajo entre viñedos hasta el pie de las colinas. Tara tenía razón: el sitio estaba siempre desierto, exceptuando los picaflores que rondaban las proteas de la ribera. Clare no tardó en descartar el bikini.
En su tercera visita, mientras dejaba que la cabellera oscura cayera sobre su cuerpo bajo la cascada, cobró súbita conciencia de que alguien la estaba observando. Se sentó apresuradamente, con el agua hasta la barbilla.
Sean se hallaba sentado en una de las mojadas piedras negras, en el extremo de la piscina, casi al alcance de su mano. El rugir del agua había silenciado su llegada. La observaba con solemnidad, en ese lugar salvaje y bello, que acentuaba su parecido con el dios Pan juvenil.
Iba descalzo, y vestía pantalones cortos y camisa de algodón. Tenía los labios algo entreabiertos, mostrando los dientes blancos y perfectos; un mechón de su oscuro cabello le caía sobre el ojo; él levantó la mano para apartárselo.
Clare se incorporó lentamente, hasta que el agua le descendió a la cintura; la espuma se arremolinaba a su alrededor y el cuerpo le brillaba, mojado. Vio que los ojos del chico se fijaban en sus senos y su lengua asomó entre los dientes; hizo una mueca, como de dolor. Clare, imitando su expresión solemne, curvó el dedo para llamarle por señas; el ruido de la cascada les impedía hablar.
Sean se levantó y empezó a desabrocharse la camisa; luego, una pausa. Ella notó que, por fin, se sentía inseguro, y esa divertida confusión la excitó. Le hizo una señal de aliento y volvió a llamarle por señas. La expresión del chico se hizo más firme; se quitó la camisa y la arrojó a un lado; después, desabrochó la hebilla del cinturón y dejó que los pantalones cortos cayeran alrededor de sus tobillos.
Clare aspiró bruscamente y sintió la tensión en la cara interior de los muslos. No hubiese podido decir qué esperaba ver, pero entre el humo del vello púbico asomaba algo blanco, largo y rígido. En eso, como en muchas otras cosas, estaba maduro casi por completo; los últimos rasgos infantiles de su cuerpo resultaban, en comparación, más llamativos todavía.
Sean se irguió desnudo por un segundo apenas; luego, se arrojó de cabeza en la piscina y emergió junto a ella. Clare lo esquivó y se dejó perseguir. El chico era mejor nadador que ella; se movía en el agua como una nutria joven; la atrapó en el centro de la piscina.
Hubo un forcejeo juguetón, risitas y jadeos; patalearon en el agua, se hundieron y volvieron a emerger. Ella quedó sorprendida ante la dureza y la fuerza de aquel cuerpo; aunque se exigía al máximo, él comenzaba a superarle. Clare empezaba a cansarse; sus movimientos se hicieron más lentos y dejó que Sean se frotara contra ella. El agua fría y el esfuerzo lo habían ablandado, pero ella sintió que crecía otra vez; el chico le deslizó la cadera sobre el vientre, buscándola por instinto. Clare le enlazó el cuello con un brazo para ponerle el rostro entre sus senos. Todo el cuerpo juvenil se arqueó en una convulsión. Por un momento, ella pensó que aquello iba muy rápido; alargó la mano hacia abajo y lo estrujó con fuerza, dolorosamente, para detenerle.
En el momento en que él se apartaba, sorprendido por ese ataque, Clare giró en redondo y nadó velozmente hacia la orilla. Salió de la piscina y echó a correr, desnuda y chorreando, hasta el cenador. Después de secarse con la toalla la sostuvo delante de ella y se volvió hacia el chico, que acababa de llegar a la puerta, enrojecido y furioso. Ambos se miraron, jadeando.
Entonces, poco a poco, ella bajó la toalla y la dejó caer en el sofá. Con un deliberado meneo de caderas, se acercó a Sean.
—Muy bien, Mr. Sean. Sabemos que usted es pésimo con los pinceles. Veamos si puedo enseñarle otro tipo de cosas.
Era como una tela en blanco sobre la cual ella podía trazar sus propios diseños, por extraños que fueran.
Había cosas que sus otros amantes nunca se habían animado a hacer; había actos que ella sólo había imaginado sin jamás reunir el coraje necesario para sugerírselos a su compañero. Por fin se sentía libre de toda restricción. Era como si él pudiera leerle las intenciones. Bastaba con que Clare iniciara un experimento nuevo, lo guiara sólo parte del camino, para que él lo continuara con un placer goloso que la dejaba atónita; llegaban a situaciones que ella no siempre había previsto del todo y que, a veces, la dejaban atónita.
El vigor y la confianza de Sean aumentaban en cada uno de sus encuentros. Por primera vez, Clare gozaba de algo que no perdía rápidamente el sabor. De manera gradual, su existencia pareció centrarse en el cenador de la piscina; le costaba un gran esfuerzo esperar la hora de llegar allí, al atardecer, y le hacía falta todo su dominio para no echar mano del chico en el aula. Ni siquiera podía estar cerca de él o mirarle directamente mientras daba la clase.
Después, Sean inició una nueva serie de juegos peligrosos. Al terminar la clase, permanecía en ella aunque sólo fuera pocos minutos. Todo tenía que ser muy rápido, pero el riesgo de ser descubiertos aumentaba la emoción para ambos.
En cierta ocasión el portero entró mientras ambos estaban atareados. Aquella fue una escapada tan estrecha, tan excitante, que ella creyó sufrir un paro cardíaco durante el clímax. Sean estaba detrás de su escritorio, de pie; ella arrodillada frente a él. El chico la mantenía sujeta por un puñado de pelo, reteniéndole la cara contra su ingle.
—Busco a Miss East —dijo el portero, desde la entrada. Era un veterano de casi treinta años, pero se negaba a usar anteojos por vanidad—. ¿Está aquí? —preguntó, mirando a Sean con ojos miopes.
—Hola, Mr. Brownlee. Miss East se ha ido ya a la sala de profesores —le informó Sean con toda tranquilidad, mientras la sujetaba por el pelo para que ella no pudiera apartarse.
Cuando el portero, murmurando algo ininteligible, se volvió para salir del aula, Sean lo llamó, para horror de Clare.
—Mr. Brownlee, ¿quiere que le dé algún mensaje de su parte?
Conversó con el portero un minuto, o poco menos. Pareció una eternidad; mientras tanto, ella, oculta tras el escritorio, se veía obligada a continuar.
Más tarde, al recordarlo, Clare comprendió que estaba metida en aquello hasta las narices. Había visto destellos de crueldad y violencia en el chico. Con el correr de los meses, su fuerza física aumentó con la misma brusquedad del desierto al florecer tras la lluvia. Las últimas guirnaldas de grasa infantil que le rodeaban el torso cedieron paso a duros músculos. Su pecho parecía expandirse a ojos vista, y adquiría una cobertura de vello oscuro y rizado.
Aunque a veces ella seguía desafiándolo y resistiéndose, en cada ocasión, él la sometía con mayor facilidad. Luego, la obligaba a realizar alguna de las fantasías que ella le había enseñado, pero aderezada con pequeñas modificaciones sádicas inventadas por él.
Clare terminó aficionándose a esas humillaciones y comenzó a provocarle deliberadamente. Un día, logró un éxito que superaba sus expectativas. Fue en su cabaña. Era la primera vez que se encontraban allí, pues existía el peligro de que Tara se presentara de improviso. Pero, para entonces, ambos habían perdido toda prudencia.
Clare esperó a verle totalmente maduro, con los ojos vidriosos y los labios retirados en un rictus de éxtasis; entonces, se retorció e hizo un movimiento brusco, despidiéndolo fuera de ella. Después, se arrodilló ante el chico con una risa burlona.
Estaba furioso, pero ella lo calmó. Pocos minutos más tarde, volvió a repetir el truco y, además, lo estrujó cruelmente, tal como había hecho la primera vez, en la piscina.
Segundos después, yacía aturdida, apenas consciente, despatarrada en el borde de la cama. Los ojos se le estaban cerrando de manera vertiginosa por obra de una hinchazón color ciruela; le brotaba sangre de la nariz. Sean, erguido ante ella, blanco como la nieve, con los nudillos despellejados, aún temblaba de furia. La aferró por los largos mechones oscuros y se arrodilló sobre ella, obligándola a tomarle con los labios partidos y sangrantes.
A partir de entonces, no quedaron dudas de que él era su amo.
Clare faltó tres días a clase, hasta que la hinchazón y los moretones cedieron. Aun entonces tuvo que ir con gafas oscuras. Cuando pasó junto al caballete de Sean, se frotó contra él como un gato. Una vez terminada la hora, él volvió a quedarse.
Sean había pasado ya demasiado tiempo sin jactarse de su conquista. De cualquier modo, cuando lo hizo, Snotty Arbuthnot se negó a creerle.
—Si piensas que me voy a tragar eso, tienes un tornillo flojo —lo desafió—. ¿O me tomas por imbécil, hombre? Tú y Melones… ¡ni en sueños!
Aparte de liarse a golpes con él, Sean vio una sola alternativa.
—Está bien. Te lo voy a demostrar.
—Te va a costar mucho convencerme.
—Ya lo verás —le aseguró Sean, ceñudo.
El sábado siguiente, por la tarde, puso a Snotty entre los arbustos que rodeaban el tope de la cascada y, para mayor seguridad, le prestó los gemelos que la abuela le había regalado al cumplir los catorce años. Cuando Clare acudió a la glorieta, él sugirió:
—Saquemos los almohadones del diván y pongámoslos en el césped. Hará más calor al sol.
Ella aceptó con presteza.
Cuando Sean se encontró con su amigo, a la puerta de la escuela, Snotty Arbuthnot estaba casi petrificado.
—Al diablo… nunca imaginé que la gente hiciera eso. Es decir, ¡increíble, hombre! Cuando ella, ya me entiendes… cuando la vi… Bueno, creí que iba a caerme muerto allí mismo.
—¿Te había dicho yo la verdad o no? —acusó Sean.
—Eso fue supertitánico, hombre. Caramba, mira, me he pasado la noche pintando mapas de África en las sábanas. ¿Me dejarás mirar otra vez? ¡Por favor, Sean, por favor!
—La próxima vez tendrás que pagar —dijo Sean.
—¿Cuánto, Sean? ¡Dime, lo que sea!
Sean lo miró con aire calculador. La política de Shasa era dar a sus hijos una asignación muy modesta, criterio heredado de su propia madre. «Los niños deben aprender a valorar el dinero», era la máxima familiar. Hasta Snotty, hijo de un simple cirujano, recibía cuatro veces más que Sean. Este duplicaba sus ingresos mediante la venta de protección a los alumnos más pequeños, idea que había sacado de una película de George Raft. De cualquier modo, siempre estaba lamentablemente escaso de dinero. Y Snotty bien podía permitirse el gasto.
—Dos libras —sugirió.
Sabía que era cuanto su amigo recibía a la semana, mas Snotty sonrió, radiante.
—¡Trato hecho, hombre!
Sólo cuando el chico le puso los dos billetes arrugados en la mano, el siguiente sábado por la mañana, Sean comprendió plenamente el potencial de aquel negocio.
Era muy poco el riesgo de que Clare se diera cuenta. Los arbustos, tan densos, y el ruido de la cascada cubrían cualquier exclamación involuntaria. De todos modos, una vez que el juego empezaba, Clare quedaba sorda y ciega a todo lo demás. Sean designó a Snotty como organizador y cobrador, a cambio de una comisión que le aseguraba el espectáculo gratuito todos los sábados. Contra su voluntad, decidieron restringir la admisión a diez espectadores por sesión, pero, aun así, el ingreso era de dieciocho libras por semana. Aquello duró casi tres meses, lo cual fue un milagro en sí, pues toda la escuela quedó en ascuas después de la primera función a sala llena.
La publicidad de boca en boca era tan efectiva que Snotty comenzó a exigir el pago por adelantado; a pesar de eso, tenía todos los turnos reservados hasta el comienzo de las vacaciones. Eran tantos los chicos que ahorraban frenéticamente para conseguir esas dos libras que las ventas de la cafetería escolar descendieron de manera dramática. Snotty quiso convencer a Sean de que organizaran otra representación a mitad de semana o, por lo menos, que aumentaran las admisiones del sábado. Y fue entonces cuando el primer rumor llegó a la sala de profesores.
Mientras pasaba junto a las ventanas de los vestuarios, el profesor de Historia oyó que dos espectadores satisfechos analizaban la función del sábado anterior. El director no pudo creer aquella información. La idea resultaba ridícula de pies a cabeza. Aun así, sabía que su deber era hablar discretamente con Miss East, siquiera para advertirle de la repugnante comidilla que estaba circulando.
El viernes por la tarde, ya cerca de oscurecer, fue personalmente al salón de arte en un momento muy inoportuno. Para aquel entonces, Clare había abandonado todo intento de discreción; para ella, eso se había convertido en un frenesí autodestructivo. Estaba con Sean en el depósito de pinturas de la parte trasera. Pasaron algunos segundos antes de que ambos notaran la presencia del director.
Para Shasa, todo pareció ocurrir al mismo tiempo. La expulsión de Sean fue una bomba que sacudió Weltevreden. Cuando lo echaron de Bishops, él estaba en Johannesburgo; hubo de sacarle de una reunión con los representantes de la Cámara de los Mineros para que atendiera la llamada telefónica del director. El hombre se negó a darle detalles por teléfono, de modo que Shasa volvió inmediatamente a Ciudad de El Cabo por avión, y desde el aeropuerto, fue a la escuela.
Espantado y ardiendo de furia ante los crudos detalles proporcionados por el director, Shasa cruzó con su rugiente «Jaguar» las cuestas inferiores de Table Mountain, hacia Weltevreden. Desde un principio, le había disgustado la mujer que Tara, tenía instalada en la cabaña. Era todo lo que él despreciaba: grandes senos flojos y pretensiones tontas, que ella tomaba por artísticas y avanzadas. Sus cuadros resultaban atroces: colores primarios aplicados sin destreza, perspectivas infantiles; trataba de disimular su falta de gusto y talento tras los cigarrillos portugueses, las sandalias y las faldas de estampados chillones. Decidió tratar primero con ella.
Sin embargo, al llegar, descubrió que la mujer había huido, dejando la cabaña en mugriento desorden. Shasa, frustrado, se llevó el enojo íntegro a la casa y entró en el vestíbulo a grito pelado:
—¿Dónde está ese cabrón de tu hijo? ¡Le voy a despellejar!
Los otros tres niños espiaban desde la barandilla de la planta alta, afiebrados por el terror solidario. Los ojos de Isabella eran enormes como los de un cervatillo de Walt Disney.
Shasa los vio y rugió por el hueco de la escalera:
—¡Cada uno a su cuarto, de inmediato! ¡Y eso va también para usted, señorita! —Todos agacharon la cabeza y salieron de estampida. Shasa aulló como despedida—: ¡Y digan a su hermano que quiero verle en la sala de armas en el acto!
Los tres corretearon por el pasillo del ala infantil, cada uno de ellos decidido a ser el portador de la terrible convocatoria. La sala de armas era el equivalente familiar de la Torre de Londres, donde se llevaban a cabo las ejecuciones. Garrick fue el primero en llegar y golpeó la puerta de Sean con los puños.
—¡Pater quiere verte ahora mismo…! —chilló.
—… en la sala de armas… —agregó Michael.
Isabella, que había quedado muy atrás en un principio, gorjeó, sin aliento:
—¡Dice que te, va a despellejar! —Estaba enrojecida y temblaba de ansiedad, con la loca esperanza de que Sean le mostrara el trasero después de que papá llevara a cabo su amenaza. No lograba imaginarse cómo le quedaría; se preguntó si papá haría una alfombra con el pellejo, como se hacía con las pieles de cebras y leones. Nunca en su vida le había pasado nada tan interesante.
En el vestíbulo, Tara trataba de calmar a Shasa. Sólo dos o tres veces había visto a su marido tan enfurecido, y siempre era cuando consideraba que el honor o la reputación de la familia estaba en peligro. Todos sus esfuerzos resultaron vanos, pues él se desquitó con ella, haciendo refulgir su único ojo.
—Déjate de joder, mujer, que en gran medida esto es culpa tuya. Tú fuiste quien insistió en traer a esa puta a Weltevreden.
Mientras Shasa marchaba al cuarto de armas, su voz subió claramente por la escalera hasta Sean, que estaba reuniendo coraje para bajar y enfrentarse al castigo. Hasta ese momento, la celeridad de los acontecimientos no le había permitido pensar con claridad. Bajó la escalera preparando con rapidez su propia defensa. Pasó junto a su madre, que seguía de pie en el tablero de ajedrez compuesto por los mosaicos blancos y negros del vestíbulo. Ella le dedicó una nerviosa sonrisa de aliento.
—Hice lo posible, querido —le susurró.
Nunca se habían entendido bien, pero, por una vez, la ira de Shasa les convertía en aliados.
—Gracias, Mater.
Llamó a la puerta de la sala de armas y la abrió con cautela ante el rugido de su padre. La cerró a sus espaldas y avanzó hasta el centro de la piel de león. Allí se detuvo en posición de firme.
En Weltevreden, los castigos seguían un rito establecido. Sobre la mesa había cinco látigos de montar, de distintas longitudes y pesos. Sabía que su padre elegiría el más adecuado para la ocasión. Casi con seguridad, en esa oportunidad, sería el largo y flexible hueso de ballena. Echó un vistazo involuntario al sillón de cuero situado junto al hogar, donde tendría que ponerse de bruces, agarrado a las patas del lado opuesto. Su padre era polista internacional y sus muñecas eran resortes de acero; comparados con sus golpes, los del director parecerían toques de cisne para polvos.
Deliberadamente, cerró la mente al miedo y miró a su padre con toda tranquilidad, levantando la barbilla. Shasa, de pie frente al hogar, con las manos entrelazadas a la espalda, se mecía sobre la punta de los pies.
—Te han expulsado de Bishops —dijo.
Aunque el director no le había comunicado esa decisión a Sean a lo largo de su extensa diatriba, la noticia no le sorprendió.
—Sí, señor —reconoció.
—Me cuesta creer lo que me han dicho de ti. ¿Es verdad que estabas exhibiéndote con… con esa mujer?
—Sí, señor.
—¿Dejabas que tus amigos te vieran?
—Sí, señor.
—¿Y cobrabas por eso?
—Sí, señor.
—¿Una libra por cabeza?
—No, señor.
—¿Cómo que «no señor»?
—Dos libras por cabeza, señor.
—Eres uno de los Courtney. Lo que haces afecta directamente a todos los miembros de la familia. ¿Te das cuenta de eso? —Sí, señor.
—Deja de responder así. En el nombre de Dios, ¿cómo pudiste hacer eso?
—Ella empezó, señor. A mí no se me habría ocurrido sin ella.
Shasa lo miró fijamente, y, de pronto, su rabia se evaporó. Se acordó a sí mismo más o menos a esa edad, de pie y penitente frente a Centaine. Ella, en vez de castigarlo, le había hecho darse un baño de desinfectante y pasar por un humillante examen médico. Se acordó también de la muchacha: una putita descarada, apenas uno o dos años mayor que él, de melena desteñida por el sol y sonrisa astuta. Estuvo a punto de sonreír. Ella lo había provocado, burlona, llevándolo a hacer tonterías. Sin embargo, experimentaba un extraño fulgor nostálgico. Su primera mujer de verdad… Bien podía olvidar a otras cien, pero nunca a ésa.
Sean había visto que el enojo se evaporaba de la mirada de su padre y comprendió que había llegado el momento de aprovechar ese cambio de actitud.
—Comprendo que he desatado el escándalo sobre la familia y sé que debo tomar mi remedio. —A su padre le gustaría eso; era una de sus expresiones: «Toma tu remedio como hombre». Vio que el semblante de su padre se suavizaba aun más—. Comprendo que he sido un estúpido y, antes de recibir mi castigo, quisiera decir que lamento haber hecho que te avergonzaras de mí.
Eso no era del todo exacto y Sean lo sabía por instinto. Su padre estaba furioso porque él se había dejado sorprender, pero, en el fondo, se enorgullecía de la ya comprobada virilidad de su hijo mayor.
—Tengo una sola excusa, y es que no pude resistirme. Ella me volvió loco, señor. No podía pensar en otra cosa que… bueno, en lo que ella deseaba hacer conmigo.
Shasa comprendió a la perfección. Ya en el umbral de los cuarenta, él seguía teniendo el mismo tipo de problemas. Como decía Centaine: «Es la sangre de Thiry; hay que sobrellevarla». Emitió una tos suave, conmovido por la franqueza de su hijo. Era un muchacho estupendo: erguido, alto, fuerte, apuesto y valiente. No era de extrañar que la mujer se hubiera encaprichado con él. No podía ser malo, en el fondo; algo travieso, tal vez, y excesivamente seguro de sí, demasiado ansioso de vivir. Pero malo no, en el fondo no. «Si revolcarse con una muchacha bonita fuera pecado mortal, no habría salvación para nadie», pensó.
—Tendré que castigarte, Sean —dijo en voz alta.
—Sí, señor. Lo sé.
Ni pizca de miedo, ni un gemido. No, qué caramba, era un buen chico; cualquier padre debía sentirse orgulloso de él.
Shasa fue a la mesa y tomó el largo látigo de hueso de ballena: el arma más formidable de su arsenal. Sin que nadie se lo ordenara, Sean se acercó al sillón y adoptó la posición descrita. El primer golpe siseó en el aire y restalló en su carne. De pronto, Shasa gruñó con asco y arrojó el látigo sobre la mesa.
—Estos castigos son para niños, y tú ya no eres un niño —dijo—. Levántate, hombre.
Sean apenas podía creer en su buena suerte. Aunque ese único golpe había picado como todo un nido de escorpiones, mantuvo la expresión impasible y no se frotó las nalgas.
—¿Qué vamos a hacer contigo? —preguntó el padre. Sean tuvo el buen criterio de guardar silencio.
—Tienes que terminar el bachillerato —apuntó Shasa, secamente—. Habrá que buscar otra escuela.
Eso no fue tan sencillo como Shasa esperaba. Probó en tres buenas escuelas. En los tres casos, el director había oído hablar de Sean Courtney. Durante un tiempo fue el colegial más renombrado del Cabo de Buena Esperanza.
Por fin fue aceptado en la «Academia de Costello», que funcionaba en una derrengada mansión victoriana y no era muy selectiva con sus alumnos. Al llegar, Sean descubrió que ya era una celebridad. Allí, a diferencia de las escuelas exclusivas para varones en las que había estudiado siempre, las clases incluían a niñas: la excelencia académica y la rectitud moral no eran requisitos indispensables para el ingreso.
Sean había descubierto su hogar espiritual. Se dedicó a estudiar a sus compañeros, buscando los más prometedores para organizar una banda con la cual, en el curso de un año, sería virtualmente el jefe supremo de la escuela. Su selección definitiva incluyó a cinco o seis señoritas, entre las más lindas y complacientes del plantel estudiantil. Tal como su padre y el director de su escuela anterior habían hecho notar, Sean había nacido para líder.
Manfred De La Rey se irguió en el estrado, en posición de firme. Lucía un severo traje oscuro, a rayas finas, y sombrero negro hongo, con un ramillete de claveles y helechos en el ojal. Era el uniforme del ministro nacionalista.
La banda de la Policía estaba tocando un aire popular tradicional: Die Kaapse Nooi, «La niña de El Cabo», marcando un vigoroso ritmo de marcha. Las filas de cadetes de la Policía desfilaban ante el palco, con los fusiles al hombro. Cuando cada pelotón llegaba a la altura del estrado, volvían la mirada a la derecha y dedicaban una venia a Manfred, quien les devolvía el saludo.
Con sus elegantes uniformes azules y sus relucientes adornos de bronce, que lanzaban destellos bajo el sol de la pradera, componían un espectáculo grandioso. Manfred De La Rey experimentaba un inmenso orgullo ante esos jóvenes atléticos, llenos de buena voluntad y patriotismo, en perfecta formación.
Permaneció en posición de firme mientras los cadetes desfilaban ante él, para formarse luego en el campo de desfiles, frente al palco. La banda tocó un redoble de tambores y luego hizo silencio. El comisario general, resplandeciente por su uniforme de gala y sus condecoraciones, se adelantó hacia el micrófono y, con algunas frases secas, presentó al ministro. Después, dio un paso atrás, dejando el aparato a disposición de Manfred.
De La Rey había preparado su discurso con especial cuidado, pero antes de comenzar no pudo dejar de echar un vistazo a Heidi, que estaba sentada en la primera fila; parecía una rubia valquiria; el sombrero de ala ancha destacaba sus bellas facciones teutónicas con su alto adorno de rosas artificiales. Pocas mujeres habrían tenido el porte necesario para lucirlo sin parecer ridículas, pero en Heidi resultaba magnífico. Sorprendió la mirada de Manfred y le sonrió.
«Qué mujer —se dijo él—. Merecería ser la primera dama de este país. Y yo me encargaré de que algún día lo sea. Tal vez antes de lo que ella imagina».
—Ustedes han elegido dedicar la vida al sacrificio de su Volk y de su país —comenzó.
Como hablaba en afrikaans, su referencia al Volk era bastante natural. Los candidatos se reclutaban casi exclusivamente entre los afrikaners de la comunidad blanca. Manfred De La Rey no habría aceptado ninguna otra cosa. Era de desear que el control de las fuerzas de seguridad recayera sólidamente en los elementos más responsables de la nación, en quienes comprendían con más claridad los peligros y las amenazas a los que se enfrentarían en años venideros. Entonces, comenzó a advertir sobre esos peligros a aquel abnegado cuerpo de muchachos.
—Hará falta todo el valor y toda la fortaleza para resistir a las fuerzas oscuras que se organizan contra nosotros. Debemos agradecer a nuestro Hacedor, el Dios de nuestros padres, que nos haya asegurado su protección y su guía en la alianza que hizo con nuestros antepasados en los campos de batalla del río de Sangre. Sólo debemos permanecer constantes y veraces, confiar en él, adorarlo, para que el camino siempre esté despejado ante nuestros pies.
Concluyó su discurso con el acto de fe que había sacado a los afrikaners de la pobreza y la opresión, para elevarles al sitio que les correspondía por derecho en esa tierra:
Cree en tu Dios. Cree en tu Volk. Cree en ti mismo.
Su voz, centuplicada, tronaba por encima de los campos del desfile, y él experimentaba la presencia divina y benévola muy cerca de sí, en tanto contemplaba aquellos rostros relucientes.
Por fin, llegó la presentación. Hubo órdenes a voces y las filas de uniformes azules se pusieron firmes. Dos oficiales se adelantaron para situarse a ambos lados de Manfred. Uno de ellos llevaba una bandeja cubierta de terciopelo, con medallas y condecoraciones. El segundo, con una lista en la mano, leía los nombres de los cadetes distinguidos. Los nombrados se adelantaban, a paso enérgico, y se detenían ante la imponente figura de Manfred De La Rey. Él les estrechaba la mano y les prendía las medallas al pecho.
Por fin, el momento llegó, y el ministro sintió que el orgullo lo sofocaba. El último de los condecorados marchaba ya hacia él, y era el más alto, el más erguido, el más elegante de todos. En la fila de invitados, Heidi lloraba en silencio llena de alegría y se secaba las lágrimas, sin avergonzarse, con un pañuelo de encaje.
Lothar De La Rey se detuvo frente a su padre, en posición de firme. Ninguno de los dos sonrió. Se miraron a los ojos con expresión severa, pero entre ellos fluía tal corriente de sentimientos que las palabras o las sonrisas habrían sido redundantes.
Manfred quebró con esfuerzo aquella silenciosa comunicación y se volvió hacia el coronel de policía que lo acompañaba. Éste le ofreció la espada, cuya vaina lanzó destellos de plata y oro cuando Manfred la tomó para volverse hacia su hijo.
—La espada del honor —dijo—. Quiera Dios que usted la use con distinción.
Se adelantó hacia Lothar y sujetó la hermosa arma a la cintura de su hijo. Se estrecharon la mano, siempre solemnes, pero expresando en cada gesto toda una vida de amor, orgullo y deber filial.
Mantuvieron la venia mientras la banda tocaba el himno nacional. Por fin, el desfile se dispersó y los jóvenes se adelantaron en busca de sus familias; por doquier había gritos femeninos de entusiasmo, risas y largos abrazos fervorosos.
Lothar De La Rey, entre el padre y la madre, ciñendo la espada, estrechaba la mano a una interminable sucesión de personas que lo felicitaban, y a quienes él respondía con modestia. Ni Manfred ni Heidi podían ya contener sus orgullosas sonrisas.
—¡Muy bien, Lothie! —Uno de los otros cadetes logró llegar a él. Los dos sonrieron al estrecharse la mano—. No cabe duda sobre quién fue el mejor.
—Pura suerte —rió Lothar—. ¿Sabes ya cuál será tu próximo destino, Hannes?
—Ja, hombre. Me envían a Natal, en la costa. ¿Y tú? Quizás estemos juntos.
—No tendremos esa suerte. —Lothar meneó la cabeza—. Voy a una pequeña estación perdida entre las ciudades negras, cerca de Vereeniging. Se llama Sharpeville.
—¿Sharpeville? Mala suerte, hombre. —Hannes sacudió la cabeza, _ con fingida compasión—. Nunca la oí nombrar.
—Tampoco yo. Nadie la ha oído nombrar —observó Lothar, con resignación—. Ni jamás será nombrada.
El 24 de agosto de 1958, Johannes Gerhardus Strijdom, el Primer Ministro a quien llamaban «el león del Waterberg», sucumbió a una dolencia cardiaca. Había estado sólo cuatro años al frente del Gobierno, pero su muerte dejaba una amplia grieta en los barrancos graníticos del pueblo afrikaner. Como termitas que vieran dañado el hormiguero, corrieron a repararlo.
Apenas unas horas después de anunciada la muerte del Primer Ministro, Manfred De La Rey estaba en el despacho de Shasa, acompañado por dos de los miembros principales del partido nacionalista.
—Tenemos que impedir que los del Norte manejen esto —anunció, secamente—. Necesitamos en ese puesto a un hombre nuestro.
Shasa asintió con cierta cautela. La mayor parte de sus colegas aún lo consideraban un advenedizo dentro del Gabinete. Su influencia no sería decisiva en la elección del nuevo líder, pero estaba dispuesto a observar y aprender. Manfred le planteó su estrategia.
—Ya han elegido a Verwoerd como candidato de su grupo —advirtió éste—. Por cierto, ha hecho casi toda su carrera en el Senado y tiene poca experiencia como ministro, pero se ha conseguido una reputación de hombre fuerte y sagaz. A la gente le gusta el modo en que ha manejado a los negros. El apellido Verwoerd y la palabra apartheid han llegado a ser sinónimos. La gente sabe que, bajo su mando, no habrá mezcla de razas y Sudáfrica pertenecerá siempre al blanco.
—Ja —asintió uno de los otros—, pero es muy brutal. Hay modos de hacer una misma cosa; hay maneras de expresarse sin ofender. Nuestro candidato es fuerte también. Dónges introdujo el proyecto de Zonas Grupales y el de Representación Separada de Votantes; nadie puede acusarlo de ser «kaf ferboeti», amante de los negros. Pero tiene más estilo, más elegancia.
—Los del Norte no quieren elegancia. No quieren un Primer Ministro suave y de palabras dulces, sino un hombre poderoso. Verwoerd sabe hablar, ¡qué diablos!, y no le teme al trabajo. Además, todos sabemos que cuando el periodismo inglés odia tanto a una persona, ésta no puede ser tan mala.
Rieron, observando a Shasa para ver cómo tomaba él la broma. Seguía siendo un advenedizo, un rooinek domesticado. El, por no darles la satisfacción de mostrarse afectado, sonrió con facilidad.
—Verwoerd es astuto como un mandril viejo y rápido como una serpiente —concordó—. Tendremos que esforzarnos mucho para mantenerle alejado.
Se esforzaron mucho, todos ellos. Shasa estaba convencido de que, aunque Dónges también había presentado proyectos de legislación racista, era el más moderado y altruista de los tres hombres que se habían dejado convencer para presentarse como candidatos a la primera magistratura del país.
Tal como el mismo doctor Hendrik Verwoerd había dicho al aceptar la candidatura: «Cuando un hombre recibe una llamada desesperada de su pueblo, no tiene derecho a rehusarse…».
El 2 de septiembre de 1958 la camarilla del Partido Nacional se reunió para elegir al nuevo líder. Esa camarilla estaba compuesta por ciento setenta y ocho nacionalistas miembros del Parlamento o del Senado, que votaban juntos. El breve período pasado por Verwoerd en el Parlamento, que parecía ser su punto débil, resultó una ventaja. Durante años, Hendrik Verwoerd había sido líder del Senado; había dominado la Cámara alta con la potencia de su personalidad y los poderes de la oratoria. Los senadores, dóciles y fáciles de manejar, hombres que habían visto aumentado su número para permitir al partido gobernante introducir leyes resistidas, votaron en bloque, por Verwoerd.
Dónges sobrevivió al primer ballotage, en el cual Swart, el candidato del Estado Libre, fue eliminado; en el segundo, donde sólo se enfrentaron a Verwoerd y él, los del Norte cerraron filas y llevaron a Verwoerd a la primera magistratura por noventa y ocho votos contra setenta y cinco.
Esa noche, cuando Hendrik Frensch Verwoerd habló ante la nación en su papel de Primer Ministro, no trató de disimular el hecho de que su elección había sido voluntad de Dios Todopoderoso. «Es Él quien ha ordenado que yo gobierne al pueblo de Sudáfrica en este nuevo período de su vida…».
Blaine y Centaine habían viajado desde «Rhodes Hill». pues era tradición familiar reunirse en Weltevreden para escuchar las transmisiones importantes. Allí habían oído discursos y anuncios que sacudieron al mundo conocido: declaraciones de guerra o de paz, la noticia del hongo maligno plantado en los cielos de dos ciudades japonesas, la muerte de reyes y gobernantes amados, la coronación de una reina. Todo eso y muchas cosas más habían escuchado juntos, en la sala azul de Weltevreden.
Sentados y en silencio, escuchaban la voz tensa y aguda, pero articulada, que llegaba hasta ellos; les fastidiaba la repetición de lugares comunes y temas manidos.
—Nadie debe dudar, ni por un momento, que siempre será mi meta apoyar las instituciones democráticas de nuestro país, pues son las posesiones más preciosas de la civilización occidental —decía Verwoerd—; se mantendrá el derecho de quienes tienen otras convicciones a expresar libremente sus puntos de vista.
—Siempre que esos puntos de vista sean aprobados por el cuerpo gubernamental de censores, el sínodo de la Iglesia Holandesa Reformada y la camarilla del Partido Nacional —murmuró Blaine.
En él, era un comentario sarcástico. Centaine le dio un codazo.
—Silencio, Blaine; quiero escuchar.
Verwoerd había pasado a otro tema familiar: la interpretación, deliberadamente errónea, que los enemigos del país hacían de su política racial. No era él quien había acuñado la palabra apartheid; otras mentes, brillantes y abnegadas, habían previsto la necesidad de permitir que todas las razas de la sociedad, compleja y fragmentada, desarrollaran sus propios potenciales.
—Como ministro de Asuntos Bantúes desde 1950, ha sido mi deber dar cohesión y sustancia a esta política, la única que ofrecerá plenas oportunidades a todos los grupos dentro de su propia comunidad racial. En los años venideros, no nos desviaremos un centímetro de este curso de acción.
Tara, que escuchaba golpeteando su pie contra el suelo, se levantó de un salto.
—Disculpen —barbotó—, pero me siento mareada. Necesito aire fresco.
Y abandonó la habitación. Centaine echó una mirada penetrante a Shasa, pero él se encogió de hombros con una sonrisa. Iba a hacer un comentario ligero cuando la voz de la radio volvió a captar la atención de todos.
—Llego ahora a uno de los ideales más sagrados de nuestro pueblo, si no el más sagrado de todos. —La aguda voz llenó la habitación—. Éste es la formación de la República. Sé que muchos de los sudafricanos angloparlantes que me escuchan esta noche experimentan una gran lealtad hacia la Corona británica. Sé también que esta lealtad escindida les ha impedido a veces encarar los asuntos reales como era debido. El ideal de la Monarquía ha sido, con demasiada frecuencia, un factor de división entre nosotros; separa a los afrikaners de los angloparlantes, cuando deberían estar unidos. En un mundo descolonizado, el negro y sus naciones incipientes comienzan a emerger como amenaza a la Sudáfrica que conocemos y amamos. El afrikaner y el inglés no pueden permitirse mantener la separación; ahora, deben darse la mano como aliados, seguros y fuertes, en el ideal de una nueva República blanca.
—Dios mío —susurró Blaine—, esto es nuevo. Antes siempre se hablaba de la República Afrikaner con exclusividad y nadie la tomaba en serio; los afrikaners menos que nadie. Pero esta vez habla en serio; está comenzando algo que va a ser maloliente. Recuerdo demasiado bien la controversia por la bandera, en la década de 1920. Eso parecerá una luna de miel comparado con la idea de una República…
Se interrumpió, pues Verwoerd terminaba ya:
—Por lo tanto, deben creer todos ustedes que, de ahora en adelante, buscaremos apasionadamente el sagrado ideal de la República.
Cuando el Primer Ministro acabó su discurso, Shasa cruzó el salón para apagar la radio. Luego, se volvió hacia el grupo, con las manos hundidas en los bolsillos y los hombros caídos. Los demás se encontraban también estremecidos y callados. Durante ciento cincuenta años, el país había sido británico, lo cual les daba orgullo y una gran seguridad. En ese momento, todo cambiaría. Hasta Shasa se sentía extrañamente acosado e inseguro.
—No habla en serio. Es sólo un modo de alegrar a su pueblo, que se lo pasa vociferando por la República —expresó Centaine, esperanzada.
Pero Blaine sacudió la cabeza.
—Todavía no conocemos bien a este hombre. Sólo sabemos lo que escribió cuando era director del Transvaler y la vigorosa decisión que ha puesto en segregar a nuestra sociedad. Hay otra cosa que hemos descubierto en él: dice textualmente lo que piensa y no permite que nada se le interponga. —Estiró la mano para coger la de Centaine—. No, mi corazón. Te equivocas: habla en serio.
Ambos miraron a Shasa. Centaine preguntó por los dos:
—¿Qué piensas hacer, chéri?
—No sé si tendré alguna alternativa. Dicen que él no tolera la oposición y yo me he opuesto a él. Apoyé a Dónges. Cuando anuncie su Gabinete, el lunes, tal vez yo no figure en la lista.
—Será difícil volver a los bancos traseros —apuntó Blaine.
—Demasiado difícil —asintió Shasa—. Y no lo haré.
—Oh, chéri —gritó Centaine—, no vas a renunciar a tu escaño después de todo lo que nos hemos sacrificado, después de tanto trabajar y esperar.
—Lo sabremos el lunes.
Shasa se encogió de hombros, tratando de no dejarles ver su profunda y amarga desilusión. Había ejercido el poder auténtico por un tiempo demasiado breve, apenas el suficiente para tomarle el gusto. Más aún, estaba seguro de tener mucho que ofrecer a su país: muchos de sus esfuerzos ya estaban por rendir frutos. Sería difícil ver cómo se marchitaban y morían con sus propias ambiciones, antes de haber podido saborear siquiera los primeros dulces. Pero Verwoerd lo despediría del Gabinete. De eso no le quedaba la menor duda.
—Si puedes enfrentarte al triunfo y al desastre —citó Centaine, y se echó a reír alegremente; su risa apenas vacilaba—. Bueno, chéri, abramos una botella de champaña. Es el único modo de tratar a esos dos impostores de Kipling.
Shasa entró en su oficina del Parlamento y miró alrededor, entristecido. Había sido suya durante cinco años; tendría entonces que empaquetar libros, pinturas y muebles; dejaría los paneles de madera y las alfombras como regalo para la nación. Había albergado la esperanza de hacer una donación más grande. Hizo una mueca y fue a sentarse ante el escritorio por última vez, tratando de calcular cuáles habían sido sus errores y qué habría hecho si hubiera sido posible. Cuando sonó el teléfono de su escritorio, él atendió antes de que pudiera hacerlo su secretaria, en la oficina exterior.
—Habla la secretaria del Primer Ministro —anunció una voz.
Por un momento, Shasa pensó en el hombre fallecido y no en el sucesor.
—El Primer Ministro querría verlo cuanto antes.
—Iré de inmediato, por supuesto —replicó él. Mientras cortaba, pensó: «Con que quiere tener el placer de derribarme personalmente».
Verwoerd le hizo esperar sólo diez minutos. Después, al verlo entrar, se levantó para disculparse.
—Perdóneme, pero he tenido un día de mucho trabajo.
Shasa sonrió ante lo discreto de su expresión. Su sonrisa no era forzada, pues Verwoerd estaba desplegando su enorme encanto. Hablaba con voz suave y cantarina, muy diferente del tono agudo y áspero de sus discursos públicos. Hasta abandonó su escritorio para coger a Shasa del brazo, como si fuera un viejo amigo.
—Pero necesitaba hablar con usted, por supuesto, como he hablado con todos los miembros de mi nuevo Gabinete.
Shasa dio tal respingo, que retiró el brazo de la mano del Primer Ministro. Ambos se miraron frente a frente.
—Voy a conservar la cartera de Minería e Industria abierta. Desde luego, no hay para ese puesto un hombre mejor dotado que usted. Me gustaron sus exposiciones ante el Gabinete anterior. Usted sabe lo que dice.
—No voy a fingir que esto no me coge por sorpresa, señor Primer Ministro —dijo Shasa, en voz baja.
Verwoerd rió entre dientes.
—A veces, conviene ser imprevisible.
—¿Por qué? —preguntó Shasa—. ¿Por qué yo?
Verwoerd inclinó la cabeza hacia un lado, en su característico gesto interrogatorio.
—Sé que a usted le gusta hablar claro, señor —insistió Shasa—, de modo que lo diré directamente… Usted no tiene motivos para mirarme con buenos ojos ni para considerarme aliado suyo.
—Es cierto —reconoció el hombre—. Pero no necesito detractores. De eso ya estoy harto. He pensado que su trabajo es vital para el bienestar de nuestra tierra y que nadie podría hacerlo mejor. Estoy seguro de que aprenderemos a trabajar juntos.
—¿Eso es todo, Primer Ministro?
—Usted ha observado que me gusta hablar claro. Muy bien, eso no es todo. Probablemente, usted me oyó asumir la primera magistratura con un llamamiento a la unión de los dos sectores de nuestra población blanca, una apelación a los bóers y a los británicos para que olviden esa vieja antipatía y construyan juntos la República. ¿Qué opinaría la gente si un momento después despidiera al único británico de mi equipo?
Ambos se echaron a reír. Shasa sacudió la cabeza.
—En ese asunto de la República, me tendrá de adversario —advirtió. Por un momento, creyó ver, como a través de una grieta, el frío, y monolítico ego de un hombre que jamás se inclinaría ante una opinión contraria. Luego, la grieta se cerró y Verwoerd dejó escapar otra risa sorda.
—Entonces, tendré que convencerlo de su error. Mientras tanto, usted será mi conciencia, como… ¿Cómo se llamaba el personaje de ese cuento de Disney?
—¿Cuál?
—El de la marioneta… Pinocho, no. ¿Cómo se llamaba el grillo?
—Pepito Grillo —informó Shasa.
—Eso es. Mientras tanto, usted será mi Pepito Grillo. ¿Acepta el papel?
—Los dos sabemos que es mi deber, Primer Ministro.
Mientras así respondía, Shasa pensó: «¿No es notable que, cuando la ambición dicta algo, el deber se apresure a mostrarse de acuerdo?»
Esa noche cenarían fuera, pero Shasa fue al cuarto de Tara, apenas terminó de vestirse, para darle la noticia. Mientras él le explicaba los motivos por los cuales había aceptado el nombramiento, su mujer lo miraba por el espejo, con expresión solemne. Sin embargo, su voz tenía un espinoso dejo de desprecio cuando le respondió.
—Me alegro mucho por ti —dijo ella—. Sé que es lo que deseabas. Además, así estarás tan ocupado que ni siquiera notarás mi ausencia.
—¿Te vas? —inquirió él.
—Recuerda nuestro trato, Shasa. Acordamos que yo podría alejarme por un tiempo cuando sintiera necesidad de hacerlo. Volveré, por supuesto. Eso también es parte de nuestro acuerdo.
Él pareció aliviado.
—¿Adónde irás… y por cuánto tiempo?
—Voy a Londres —explicó ella—, por varios meses. Quiero seguir un curso de arqueología en la Universidad de Londres.
Trataba de disimularlo, pero estaba excitada hasta la locura, hasta el delirio. Esa tarde había recibido noticias de Molly, apenas anunciada la composición del nuevo Gabinete. Molly le tenía un mensaje. Por fin, Moses había mandado por ella; ya tenía reservados los pasajes para Benjamín, para Miriam y para ella misma en el Pendennis Castle, con destino a Southampton. Llevaría al niño para que conociera a su padre.
La partida del buque-correo era un acontecimiento del que los ciudadanos participaban alegremente, cualquiera que fuese su edad. La cubierta aparecía atestada. El alto buque estaba unido al muelle por cintas de color, que formaban una telaraña de colores agitada por el viento del sudeste. La banda del muelle rivalizaba con la del barco respondiendo con Alabama, la vieja favorita de El Cabo, a Dios os guarde hasta que volvamos a vernos.
Shasa no estaba allí. Había volado a Walvis Bay para solucionar un imprevisto problema de la compañía envasadora. También faltaba Sean, que estaba en época de exámenes en la Academia de Costello. Pero Blaine y Centaine fueron al puerto con los otros tres hijos, para despedir a Tara.
Formaban un pequeño grupo familiar rodeado por la multitud; cada uno de ellos agitaba una cinta de papel en dirección a Tara, que se hallaba en la cubierta de primera clase. A medida que el vacío entre el muelle y el barco se agrandaba, las cintas de papel se rompían y quedaban flotando en las aguas oscuras. Sonó la sirena. Los remolcadores hicieron girar la proa y pusieron al barco frente a la entrada del puerto. Bajo la popa, la gigantesca hélice batió el agua hasta convertirla en espuma, e impulsó el barco hacia Table Bay.
Tara corrió por el pasillo hasta su camarote. Había protestado con mucha convicción cuando Shasa insistió en que cancelara su reserva en clase turista para viajar en primera clase.
—Querida mía, sin duda habrá conocidos nuestros a bordo. ¿Qué pensarán si ven a mi esposa viajando en segunda?
—En segunda no, Shasa: en clase turista.
—Cualquier clase que esté por debajo de la primera es segunda —había respondido él.
Era para alegrarse el hecho de que su marido fuera tan esnob, pues el camarote era un sitio privado donde podría tener a Ben sólo para sí. Si se hubiera presentado en cubierta con un niño negro, habría despertado curiosidad. Tal como Shasa señalara, había ojos vigilantes a bordo y los informes podían volar hacia el marido como palomas mensajeras al nido. Sin embargo, Miriam Afrika había aceptado alegremente ponerse uniforme de criada y presentarse como doncella de Tara durante el viaje. Su esposo le había permitido, aunque a desgana, acompañar a Tara a Inglaterra, a pesar de que eso conmocionaba su propio hogar, pero Tara le había recompensado con generosidad para que Miriam subiera a bordo con el niño, registrándolo como hijo suyo.
Tara apenas salió de su camarote durante el viaje; rechazó la invitación del capitán a sentarse a su mesa; despreció los cócteles y los bailes de disfraces. No se cansaba de estar con el hijo de Moses. Su amor era un hambre que no se aplacaba nunca. Hasta cuando Benjamín dormía en su litera, agotado por tantas atenciones, Tara lo rondaba, incesante.
—Te amo como a nadie en el mundo después de a tu papá —le susurraba. Y no pensaba en sus otros hijos, ni siquiera en Michael. Ordenó que le sirvieran todas las comidas en sus habitaciones, donde comía con Benjamín. Se había hecho cargo de él, casi celosa de Miriam. Sólo tarde, por la noche, y con muy poca voluntad, dejaba que ella se llevara al niño a la cubierta inferior.
Los días pasaron rápidamente. Por fin, llevando a Benjamín de la mano, bajó de la planchada a los muelles de Southampton para viajar a Londres.
También por insistencia de Shasa, había ocupado las habitaciones del «Dorchester» que daban al parque, reservadas siempre para la familia; había un cuarto individual en la parte trasera para Miriam y el bebé, por el cual Tara quiso una cuenta separada. La pagó en efectivo, de su propio bolsillo, para que los extractos bancarios de Shasa no registraran el gasto.
Cuando se inscribió, un mensaje de Moses la esperaba en la portería. Reconoció la letra de inmediato y abrió el sobre en cuanto entró en sus habitaciones. El frío de la desilusión se deslizó por ella. Moses escribía, muy formalmente:
Querida Tara:
Lamento no haber podido ir a tu encuentro. Sin embargo, es necesario que asista a importantes conversaciones en Amsterdamcon nuestros amigos. Me pondré en contacto contigo en cuanto regrese.
Sinceramente tuyo,
Moses Gama
El tono de aquella carta y la caída de todas sus expectativas la arrojaron a una negra desesperación. Sin Miriam y la criatura se hubiera deprimido. Sin embargo, pasaron los días de la espera en parques y zoológicos, caminando por la orilla del río y paseando por los fascinantes callejones de Londres. Hizo compras para Benjamín en «Marks & Spencer» y en «C&A», sin asomar por «Harrods» ni por «Selfridges», que eran reductos de Shasa.
Se matriculó en la Universidad para estudiar el curso de arqueología africana. Era posible que Shasa lo verificara. Respetando los otros requisitos de su marido, hasta vistió su traje más casto y, adornada con sus perlas, tomó un taxi para hacer una visita de cortesía al alto comisionado de la Casa de Sudáfrica. No pudo rechazar su invitación a almorzar y tuvo que mantener una brillante sonrisa durante una comida que se parecía a todas las de Weltevreden, por el menú, la carta de vinos y los invitados. Escuchaba al director del Daily Telegraph, sentado junto a ella, pero no dejaba de mirar por las ventanas, ansiosa por verse tan libre como la nube de palomas que volaban alrededor de la columna de Nelson. Cumplido el deber, escapó justo a tiempo para volver al «Dorchester» y bañar a Ben.
Le había comprado un remolcador de plástico que fue todo un éxito. Ben, sentado en la bañera, reía de placer en tanto el remolcador navegaba en círculos en torno de él. Tara también reía. Estaba secándose las manos cuando entró Miriam desde la salita.
—Alguien quiere verte, Tara.
—¿Quién es? —preguntó ella, arrodillada junto a la bañera.
—No quiso decir su nombre. —Miriam estaba muy seria—. Yo terminaré de bañar a Ben.
Tara vaciló; no deseaba perder un minuto lejos de su hijo.
—Oh, está bien —concedió.
Y cruzó la salita con la toalla en la mano. Ante la puerta, se detuvo de repente. La impresión fue tan fuerte que palideció de súbito y se tambaleó, mareada. Tuvo que aferrarse al marco de la puerta.
—Moses —susurró, mirándolo.
Él llevaba un largo gabán de color tostado. Los hombros estaban salpicados de lluvia. El abrigo parecía acentuar su estatura y la amplitud de sus hombros. Tara había olvidado la grandiosidad de su porte. El la miró sin sonreír, con esa mirada fija que llegaba hasta el corazón.
—Moses —repitió ella. Dio un paso vacilante en dirección a él—. Oh, Dios mío, no sabes con cuánta lentitud ha pasado el tiempo desde la última vez que te vi.
—Tara. —Su voz le sacudía hasta la última fibra—. Esposa mía. Y le tendió los brazos.
Ella voló hacia Moses y se dejó abrazar, con el rostro apretado contra su pecho, inhalando el fuerte olor masculino de ese cuerpo, cálido y excitante como el olor vegetal de los mediodías africanos… Por varios segundos, ninguno de los dos se movió ni dijo palabra, exceptuando los involuntarios estremecimientos que sacudían a Tara y sus imperceptibles gemidos. Luego, poco a poco, él la apartó de sí y le sujetó de la barbilla entre las manos para mirarle a los ojos.
—He pensado en ti todos estos días —dijo.
De pronto, Tara se echó a llorar. Las lágrimas le corrían en torrentes por las mejillas, hundiéndose en las comisuras de sus labios. Cuando él la besó, el sabor metálico se mezcló con el gusto de su propia saliva.
Miriam les llevó a Benjamín, limpio, seco y vestido con su nuevo pijama azul. El niño miró a su padre con solemnidad.
—Te saludo, hijo mío —susurró Moses—. Ojalá crezcas fuerte y hermoso como tu tierra natal.
Y Tara sintió que el corazón iba a detenérsele por el orgullo y el júbilo de verlos juntos por primera vez.
Aunque el color de la piel difería (la de Benjamín era caramelo y crema de chocolate; la de Moses, ámbar y bronce africano), Tara detectó el parecido en la forma de la cabeza, la mandíbula y las cejas. Tenían los mismos ojos separados, la misma nariz, la misma boca. Para ella, eran los dos seres más hermosos de su vida.
Tara conservó la suite del «Dorchester», pues sabía que Shasa la llamaría allí y que cualquier invitación de la Casa de Sudáfrica, así como la correspondencia de la Universidad, le serían dirigidas al hotel. Pero se mudó al apartamento de Moses, cerca de Bayswater Road.
Ese apartamento pertenecía al emperador de Etiopía y estaba reservado para uso de su cuerpo diplomático. Sin embargo, Haile Selassie lo había puesto a disposición de Moses Gama por tanto tiempo como lo necesitara. Era un apartamento grande y laberíntico, de habitaciones oscuras y extraña mezcla de muebles: gastados sillones y sofás occidentales, alfombras etíopes, tejidas a mano, adornos africanos, escudos somalíes e iconos coptos.
Dormían en el suelo, a la manera africana, sobre colchones finos y duros llenos de crin. Moses hasta usaba como almohada un pequeño banquillo de madera, pero Tara no podía acostumbrarse a él. Benjamín dormía con Miriam en otra habitación, al final del pasillo.
El acto de hacer el amor era en la vida de Moses algo tan natural como comer, beber o dormir; empero, su habilidad y su consideración eran fuente de interminables deleites para ella. Más que nada en el mundo deseaba darle otro hijo. Trataba a conciencia de abrir la boca de su vientre, intentando que se expandiera como un capullo para aceptar su semilla. Mucho después de que él se quedara dormido, ella seguía con los muslos apretados y las rodillas en alto, para no perder una sola gota.
Sin embargo, el tiempo que pasaban solos, era demasiado breve para ella. Le fastidiaba el hecho de que el apartamento pareciera estar siempre colmado de desconocidos. Detestaba compartir a Moses con ellos, pues lo quería sólo para sí. Él comprendía eso; cierta vez, viéndola disgustada y nerviosa en presencia de otros, le recordó con severidad:
—Yo soy la lucha, Tara. Nada ni nadie puede estar por delante de eso. Ni siquiera mis propias ansias, ni siquiera mi vida misma se antepone a mi deber para con la causa: Si me tomas, debes hacer los mismos sacrificios.
Para moderar la severidad de sus palabras, la cogió en brazos y la llevó al colchón para hacerle el amor hasta que ella, sollozando, sacudió la cabeza de lado a lado, delirante de tanto poder y maravilla.
—Tienes de mí todo, lo que una persona puede tener —le dijo él entonces—. Acéptalo sin quejarte y con agradecimiento, pues nunca sabemos cuándo uno de nosotros se verá obligado a sacrificarlo todo. Vive el ahora, Tara, vive por nuestro amor en el día de hoy, que quizá nunca haya un mañana.
—Perdóname, Moses —susurró ella—. He sido tan mezquina y tonta… No volveré a desilusionarte.
Por lo tanto, puso a un lado sus celos y lo ayudó con su trabajo. Comenzó a mirar a los visitantes de Bayswater Road no ya como a desconocidos e intrusos, sino como a camaradas, como a una parte de la vida y de la lucha que compartía con él. Más adelante, llegó a comprender que representaban una fascinante parte de la Humanidad. Casi todos eran africanos: altos kikuyus de Kenia, jóvenes de lomo Kenyatta, guerreros de Mau Mau y hasta Hastings Banda, hombrecito de gran corazón y mente especial, que pasó una velada con ellos. Había xhonas y shanganes de Rodesia, xhosas y zulúes de su propia Sudáfrica y hasta algunos ovambos de la tribu de Moses. Habían formado una incipiente sociedad libertadora a la que llamaban Organización de los Pueblos de África del Sur y del Oeste; deseaban contar con el patrocinio de Moses, que les fue otorgado de buen grado. A Tara le costaba creer que Moses pudiera pertenecer a una única tribu; toda África era su feudo; hablaba casi todos los idiomas tribales y comprendía los miedos y las aspiraciones de cada pueblo. Si alguna vez se había podido aplicar la palabra «africano» a un solo hombre, ése no era otro que Moses Gama.
Al apartamento de Bayswater Road acudían también hindúes, musulmanes y hombres de las tierras del norte, de Etiopía, Sudán y el África Mediterránea; algunos vivían aún bajo la tiranía colonial; otros, recientemente liberados, se mostraban ansiosos por ayudar a sus desgraciados camaradas africanos.
También había hombres y mujeres blancos, que hablaban con los acentos de Liverpool y de la parte norte, donde estaban las minas de carbón o las moliendas; otros en inglés entrecortado y dificultoso, pero de corazón fiero, venidos de Polonia, Alemania Oriental y el bloque soviético, y hasta de la misma madre Rusia. Todos tenían en común el amor a la libertad y el odio hacia el opresor.
De la ilimitada carta de crédito que Shasa le había dado contra su Banco londinense, Tara llenó el apartamento de licores y ricas comidas; le brindaba un vengativo placer el hecho de pagar con el dinero de Shasa las mejores carnes de ternera y cordero, langostas, lenguados y mariscos.
Por primera vez, disfrutaba pidiendo borgoñas y claretes de las mejores marcas de las cosechas más excelentes, recordando las conferencias pomposas que Shasa solía dar a sus invitados. Reía de gusto cuando los enemigos de todo aquello que Shasa representaba, aquellos a quienes se acusaba de «traer la oscuridad», tragaban sus vinos como si fueran gaseosas.
Hacía mucho tiempo que no preparaba una comida, pues el cocinero de Weltevreden se hubiera sentido ofendido si ella hubiese hecho el intento. Ahora, disfrutaba trabajando en la cocina con algunas de las otras mujeres. Las hindúes le enseñaron a preparar curries muy extraños; las árabes sabían preparar el cordero de mil formas excitantes; así, cada comida era un festín y una aventura. Tanto los estudiantes paupérrimos como los jefes de Gobiernos revolucionarios o líderes exiliados de naciones cautivas, todos acudían a conversar y hacer planes, a comer, a beber e intercambiar ideas aún más embriagadoras que los vinos que Tara les escanciaba.
Moses Gama se hallaba siempre en el centro de la actividad. Su vasta e imponente presencia parecía inspirar y dirigir las energías de todos. Tara se dio cuenta de que él estaba creando vínculos, forjando lealtades y amistades para llevar la lucha hacia delante, hacia la próxima meta. Se sentía inmensamente orgullosa de él y humildemente contenta con su propio papel en la gran empresa, por pequeño que fuera. Por primera vez, se sentía útil e importante. Hasta entonces, había pasado la vida en actividades triviales y carentes de sentido. Al hacerla participar de su obra, Moses la había convertido en una persona de verdad. Por imposible que pareciera, en esos meses encantados su amor por él se centuplicó.
A veces viajaban juntos, si Moses estaba invitado a hablar ante algún grupo importante o a entrevistarse con representantes de alguna potencia extranjera. Fueron a Sheffield y a Oxford para hablar ante elementos de ambos extremos del espectro político: el Partido Comunista Británico y la Asociación de Estudiantes Conservadores. Un fin de semana, volaron a París para reunirse con funcionarios del Directorio francés de Relaciones Exteriores. Un mes después, estaban juntos en Moscú. Tara viajó con su pasaporte británico y pasó días enteros recorriendo paisajes con su guía de turismo ruso, mientras Moses se encerraba para conversaciones secretas en las oficinas del cuarto directorio, que daba a la Gorky Prospekt.
Cuando volvieron a Londres, Moses y algunos de los sudafricanos exiliados organizaron un acto de protesta en Trafalgar Square, directamente frente al imponente edificio de la Casa de Sudáfrica, con su friso de esculturas de animales y su porche rodeado de columnas. Tara no pudo participar de la manifestación, pues Moses le advirtió que serían fotografiados con cámaras telescópicas desde el edificio. Por lo tanto, le prohibió descubrirse ante los agentes racistas; era demasiado valiosa para la causa. A Tara se le ocurrió una variante deliciosamente irónica: telefoneó al alto comisionado, quien la invitó de nuevo a almorzar, y ella lo vio todo desde las ventanas de la oficina principal, sentada en uno de esos magníficos sillones. En la plaza, Moses pronunció un discurso ante quinientos manifestantes, de pie, bajo un letrero que rezaba: «El apartheid es un crimen contra la Humanidad». Tara sólo lamentó que el viento y el tránsito le impidieran oír sus palabras. Él se las repitió por la noche, mientras yacían juntos en el duro colchón de su dormitorio, y cada una de sus palabras le produjo una intensa emoción.
Una encantadora mañana de la primavera inglesa caminaron del brazo por Hyde Park. Benjamín arrojaba pedacitos de pan a los patos de la Serpentina.
Contemplaron a los jinetes de Rotten Row y admiraron el espectáculo de los capullos en los jardines, mientras iban hacia la Esquina de los Oradores.
La gente aprovechaba el sol, en los prados; muchos de los hombres se habían quitado las camisas y las muchachas recogían sus faldas, jugando en el césped. Los amantes se abrazaban sin recato, acto que hizo fruncir el entrecejo de Moses. Ese tipo de demostraciones públicas ofendía su sentido africano de la moralidad.
Cuando llegaron a la Esquina de los Oradores, pasaron junto a homosexuales militantes y republicanos irlandeses, que discurseaban subidos sobre sus cajones invertidos. En cuanto se agregaron al grupo de oradores negros, Moses fue reconocido de inmediato; se había convertido en una figura muy conocida en esos círculos. Cinco o seis hombres y mujeres corrieron a su encuentro; todos eran expatriados sudafricanos de color y todos estaban ansiosos por hacerle saber la noticia.
—Los han declarado inocentes.
—Están todos libres…
—Nokwe, Makgatho, Nelson Mandela. ¡Están todos libres!
—El juez Rumpff declaró a cada uno de ellos inocente del cargo de alta traición…
Moses Gama se detuvo en seco y los fulminó con la mirada. Aquellos hijos de África bailaban gozosamente alrededor y reían bajo el pálido sol inglés.
—¡No lo puedo creer! —bramó Moses, furioso.
Alguien le plantó un arrugado ejemplar del Observer ante los ojos.
—¡Mira! ¡Lee! ¡Aquí lo tienes!
Moses arrebató el periódico de aquella mano y leyó de prisa, pasando la mirada por los artículos de primera plana; su rostro estaba descolorido y duro. Por fin, metió el diario en su bolsillo y se apartó del grupo a golpes de hombro, para alejarse a grandes zancadas por el sendero. Tara tuvo que correr con Benjamín para alcanzarle.
—¡Espéranos, Moses!
Él ni siquiera la miraba. Su furia era visible en la postura de sus hombros y en el rictus de sus labios.
—¿Por qué te has puesto tan furioso, Moses? Deberíamos alegrarnos de que nuestros amigos estén libres. Háblame, Moses, por favor.
—¿No lo comprendes? —acusó él—. ¿Eres tan estúpida que no te das cuenta de lo que ha pasado?
—No… lo siento…
—Todos han salido de esto con enorme prestigio, sobre todo Mandela. Yo esperaba que pasara el resto de su vida en prisión, o, mejor aún, que lo ahorcaran.
—¡Moses! —exclamó Tara, horrorizada—. ¿Cómo puedes hablar así? Nelson Mandela es tu camarada.
—Nelson Mandela es mi rival a muerte —la corrigió él, secamente—. En Sudáfrica sólo puede haber un gobernante: él o yo. —No me había dado cuenta.
—Tú no te das cuenta de nada, mujer. Pero no es necesario que comprendas. Bastará con que aprendas a obedecerme.
Ella lo fastidiaba y lo irritaba con sus perpetuos celos y cambios de humor. A Moses, cada vez le resultaba más difícil aceptar esa sofocante adoración. Su carne pálida había comenzado a darle asco; de día en día, le costaba más fingir pasión. Nada habría deseado tanto como liberarse de ella… pero ese día aún, no había llegado.
—Lo siento, Moses. Discúlpame por ser estúpida y por hacerte enojar.
Caminaron en silencio. Cuando llegaron otra vez a la Serpentina, Tara preguntó tímidamente:
—¿Qué piensas hacer?
—Debo reclamar el lugar que me corresponde como líder del pueblo. No puedo dejar el campo libre a Nelson Mandela. —¿Y qué harás?
—Debo volver… volver a Sudáfrica.
—Oh, no —exclamó ella—, no puedes hacer eso. Es demasiado peligroso, Moses. Te encarcelarán en cuanto pises suelo sudafricano.
—No. —Él sacudió la cabeza—. Si cuento con tu ayuda, no será así. Me mantendré oculto, pero necesitaré de ti.
—Por supuesto, lo que quieras… Pero, ¿qué buscas obtener corriendo semejante peligro, querido mío?
Con gran esfuerzo, Moses descartó su ira para mirarla.
—¿Recuerdas la primera vez que nos vimos, la primera vez que intercambiamos una palabra?
—En los corredores del Parlamento —respondió ella, de inmediato—. Jamás lo olvidaré.
Él asintió.
—Me preguntaste qué estaba haciendo allí y yo te respondí que algún día te lo diría. El día ha llegado.
Le habló durante una hora, con suavidad, con persuasión. Las emociones de Tara fluctuaban, pasando del júbilo feroz al miedo penetrante.
—¿Me ayudarás? —preguntó él, por fin.
—Oh, temo tanto por ti…
—¿Lo harás?
—No puedo negarte nada —susurró Tara—. Nada.
Una semana después, Tara telefoneó a Centaine a su casa de «Rhodes Hill». Sorprendida por la claridad de la comunicación, habló por turno con sus cuatro hijos. Sean respondió con monosílabos y pareció aliviado al entregar el auricular a Garry, que se mostró solemne y pedante; estaba cursando el primer año de la escuela comercial. Aquello fue como hablar con un viejecito; su única noticia original era que el padre le había permitido, por fin, comenzar a trabajar como botones media jornada en la empresa «Courtney».
—Pater me paga dos libras y diez chelines por día —anunció, orgulloso—. Pronto tendré oficina propia con mi nombre pintado en la puerta.
Cuando le llegó el turno a Michael, el chico le leyó un poema propio sobre el mar y las gaviotas. Tara no necesitó fingir entusiasmo porque era muy bueno.
—Te quiero muchísimo —le susurró él—. Por favor, vuelve pronto a casa.
Isabella se mostró petulante.
—¿Qué me vas a traer de regalo? —preguntó—. Papi me compró un guardapelo de oro con un diamante de verdad.
Tara se sintió culpablemente aliviada cuando la niña devolvió el teléfono a Centaine.
—No te preocupes por Bella —la tranquilizó Centaine—. Hemos tenido una pequeña discusión y Mademoiselle aún está un poquito enfadada.
—Quiero comprar un regalo para Shasa —le dijo Tara—. He encontrado un altar medieval maravilloso, convertido en arcón, que sería perfecto para su despacho del Parlamento. ¿Me harías el favor de medir la longitud de la pared a la derecha de su escritorio, bajo los cuadros de Pierneef? Quiero estar segura de que entre bien allí.
Centaine parecía algo desconcertada. No era habitual que Tara se interesara por muebles antiguos.
—Sí, la mediré, por supuesto —acordó, dubitativa—. Pero recuerda que Shasa es muy conservador en sus gustos. Yo no le compraría nada que fuera demasiado… eh… —Vaciló delicadamente, por no denigrar los gustos de su nuera—. Demasiado llamativo ni recargado.
—Te llamaré mañana por la noche —replicó Tara, sin acusar recibo del consejo— para que me des las medidas.
Dos días después, volvió a la tienda de antigüedades acompañada por Moses. Juntos midieron minuciosamente el altar, por dentro y por fuera. Era, en verdad, una obra espléndida. La tapa tenía incrustaciones de piedras semipreciosas; las cuatro esquinas estaban custodiadas por efigies de los apóstoles, talladas en marfil y maderas raras y decoradas de oro. Los paneles representaban escenas de la agonía de Cristo. Sólo después de un minucioso examen, Moses esbozó un gesto de satisfacción.
—Sí, quedará perfecto. —Tara entregó al comerciante un giro bancario por seis mil libras.
—Shasa mide el valor artístico por los precios —explicó a Moses, mientras esperaban a que sus amigos fueran a retirar la pieza—. Jamás se negará a tener en su oficina un regalo de seis mil libras.
El comerciante se mostró reacio a entregar el arcón a los tres jóvenes negros que llegaron en un viejo camión, en respuesta a la llamada de Moses.
—Es una artesanía muy frágil —protestó—. Me sentiría mucho más tranquilo si usted confiara el embalaje y el embarque a una empresa de expertos. Puedo recomendarle…
—No se preocupe, por favor —lo tranquilizó Tara—. Acepto toda la responsabilidad desde este momento.
—Es tan bello… —agregó el comerciante—. Si sufriera un solo rasguño, me dolería en el alma.
Y se retorció penosamente las manos en tanto ellos lo cargaban en el camión.
Una semana después, Tara volvió en avión a Ciudad del Cabo.
El día después de que el cajón saliera de la Aduana, Tara ofreció una pequeña y selecta fiesta sorpresa en el despacho de Shasa, en el Parlamento, para entregarle su regalo. El Primer Ministro no pudo asistir, pero se presentaron tres ministros del Gabinete, que se amontonaron en la oficina, con Blaine, Centaine y diez o doce personas más, para beber champaña y admirar el presente.
Tara había retirado la mesa que hasta entonces había ocupado ese sitio para remplazarla con el arcón. Shasa tenía alguna idea de lo que se estaba preparando, pues Centaine había dejado caer una discreta advertencia. Además, la suma pagada había aparecido en el último estado de cuentas del «Lloyd Bank».
—¡Seis mil libras! —había exclamado él, horrorizado—. ¡Pero si es lo que vale un «Rolls Royce» nuevo!
¿En qué diablos había estado pensando esa maldita mujer? Era ridículo comprarle regalos carísimos con dinero de él. Conocedor de los gustos de Tara, tenía miedo de verlo.
Cuando Shasa entró en la oficina, el mueble estaba cubierto por un paño de encaje veneciano. Él le echó una mirada aprensiva, mientras Tara decía algunas frases bonitas sobre lo mucho que le debía, lo generoso que era como esposo y como padre.
Por fin, con mucha ceremonia, levantó el encaje. Todos los presentes lanzaron una exclamación involuntaria. Las figurillas de marfil habían tomado un suave color de manteca; las incrustaciones de oro tenían la pátina real de la antigüedad. Todos se amontonaron para examinarlo de cerca, mientras la irracional antipatía de Shasa hacia el presente se evaporaba con celeridad. Nunca había sospechado tan buen gusto en su mujer. En vez de la monstruosidad carnavalesca que esperaba, se encontraba con una verdadera obra de arte. Además, si su instinto no se equivocaba, se trataba de una inversión de primera.
—Espero que te guste —observó Tara, con desacostumbrada timidez.
—Es magnífico —aseguró él, de corazón.
—¿No te parece que debería estar bajo la ventana?
—Creo que está muy bien donde lo has puesto. —Y Shasa bajó la voz para que los otros no le oyeran—. A veces me sorprendes, querida.
—Este es un gesto de consideración que me conmueve.
—Tú también fuiste considerado y bondadoso al permitirme viajar a Londres —respondió ella.
—Podría faltar a la reunión de esta tarde y llegar a casa temprano —sugirió él, echando un vistazo a sus senos.
—Oh, no me gustaría —fue la apresurada réplica. A Tara le sorprendió su propio asco ante la idea—. Esta tarde voy a sentirme agotada, sin duda. Esto es un esfuerzo tan grande…
—Con que nuestro trato sigue vigente. ¿Al pie de la letra?
—Me parece que así es más prudente —manifestó ella—. ¿Tú no piensas igual?
Moses voló directamente desde Londres a Delhi, donde mantuvo una serie de reuniones amistosas con Indira Gandhi, presidente del Partido del Congreso.
En Bombay, subió a bordo de un vapor de bandera libanesa, cuyo capitán era polaco. Firmó contrato como marinero de cubierta por el viaje a Lourengo Marques, en el Mozambique portugués; el vapor amarró en Victoria, islas Seychelles, para desembarcar un cargamento de arroz. Luego, puso rumbo directo hacia África.
En el puerto de Lourengo Marques, Moses se despidió del jovial capitán polaco y bajó a tierra en compañía de cinco miembros de la tripulación, que se dirigían a la notoria zona de los prostíbulos portuarios. Su contacto le estaba esperando en un mugriento cabaret; era miembro importante de la organización clandestina por la libertad, que apenas comenzaba su lucha armada contra el imperio colonial portugués.
Comieron los enormes y jugosos camarones de Mozambique, que habían dado fama al establecimiento, y bebieron el agrio vino verde de Portugal, mientras discutían los progresos de la lucha y se prometían el apoyo mutuo de los camaradas. Cuando terminaron de comer, el agente hizo una señal a una de las muchachas del bar, que se acercó a la mesa. Tras algunos minutos de conversación, la muchacha tomó a Moses de la mano y lo condujo por la puerta trasera del bar hasta su cuarto, situado en el extremo del patio.
A los pocos minutos, el agente se les unió. Mientras la chica vigilaba desde la puerta, para advertirles sobre cualquier operativo inesperado de la Policía colonial, el hombre entregó a Moses los documentos de viaje que le había preparado, junto con ropas y escudos suficientes como para que pudiera cruzar la frontera y llegar hasta las minas auríferas de la Witwatersrand.
A la tarde siguiente, Moses se reunió con un grupo de más de cien trabajadores en la estación de ferrocarril. Mozambique era una importante fuente de mano de obra para las minas de oro, y los salarios de sus ciudadanos constituían una gran contribución a la economía del país. Vestido como correspondía y en posesión de documentos legítimos, era imposible distinguir a Moses de cuantos trabajadores componían la lenta fila. Subió al coche de tercera clase sin que el indiferente funcionario portugués le echara siquiera un vistazo.
Al caer la tarde, abandonaron la costa y ascendieron fuera del húmedo calor tropical, hasta entrar en las colinas boscosas de las planicies; apenas comenzada la mañana siguiente se aproximaron al puesto fronterizo de Komatipoort. Mientras el coche bramaba lentamente sobre el puente de hierro, Moses tuvo la sensación de que no estaban cruzando un río, sino un gran océano. Una extraña mezcla de horror y júbilo, de miedo y expectativa lo colmaba. Volvía a la patria; sin embargo, para él y para su pueblo la patria era una prisión.
Le resultó extraño oír otra vez el afrikaans, gutural y áspero, más feo aún a los oídos de Moses porque era el lenguaje de la opresión. Los funcionarios, al otro lado del puente, no eran los indolentes y descuidados portugueses. Enérgicos y eficientes, examinaron sus documentos con mirada atenta y lo interrogaron con brusquedad en ese odioso idioma. Sin embargo, Moses ya se había enmascarado con el semblante protector del africano: su rostro permaneció inexpresivo; sus ojos, en blanco. Era sólo un rostro negro entre millones de rostros negros, y le dejaron pasar.
Cuando entró en el almacén de Drake’s Farm, Swart Hendrick no lo reconoció. Vestía ropas de segunda mano que no le iban bien y usaba una vieja gorra de golf encasquetada hasta los ojos. Sólo cuando se irguió en toda su estatura y levantó la visera se oyó a Swart Hendrick lanzar una exclamación asombrada. Luego, lo cogió del brazo y, echando miradas nerviosas por encima de su hombro, impulsó a su hermano hasta el pequeño cuarto de la parte trasera, que usaba como oficina.
—Están vigilando este lugar —susurró, agitado—. ¿Tienes la cabeza llena de fiebre para entrar aquí a plena luz del día?
Sólo cuando estuvieron a salvo en la oficina, bajo llave, y se hubo repuesto de la impresión, abrazó a Moses.
—Me faltaba una parte del corazón, pero acabo de recobrarla. —Y gritó, por sobre el mamparo de tablas—: ¡Raleigh, ven inmediatamente, muchacho!
Su hijo echó una mirada atónita a su famoso tío y se arrodilló ante él; tomó uno de sus pies y se lo puso sobre la cabeza, en señal de obediencia a un gran jefe. Moses, sonriendo, le hizo levantar para abrazarle; después de interrogarlo sobre sus estudios, le dejó cumplir con la orden de Swart Hendrick.
—Ve a decir a tu madre que prepare comida. Un pollo entero y mucho guiso de maíz. Y dos litros de té fuerte con bastante azúcar. Tu tío tiene hambre.
Esa noche, permanecieron encerrados en la oficina de Swart Hendrick hasta muy tarde, pues había mucho que discutir. El mayor de los hermanos presentó un informe completo de todas las empresas comerciales, el estado del sindicato secreto de los mineros y la organización de los Búfalos. También le dio noticias de la familia y los amigos íntimos.
Por fin, cuando salieron de la oficina para cruzar la casa de Swart Hendrick, cogió a Moses del brazo y lo condujo al pequeño dormitorio que siempre mantenía preparado para esas visitas. Al abrir ellos la puerta, Victoria se levantó de la cama en donde había estado sentada pacientemente. Se acercó a él y se prosternó tal como lo había hecho el muchachito.
—Eres mi sol —murmuró—. Desde que te fuiste he estado en la oscuridad.
—Mandé a uno de los Búfalos que la trajera desde el hospital —explicó Swart Hendrick.
—Hiciste bien. —Moses se inclinó para levantar a la muchacha zulú. Ella permaneció con la cabeza tímidamente gacha.
—Por la mañana volveremos a hablar. —Swart Hendrick cerró la puerta sin ruido.
Moses puso un dedo bajo la barbilla de Vicky y le levantó el rostro para mirarle a los ojos.
Era aún más bella de lo que él recordaba: una virgen africana con rostro de luna oscura. Por un momento, pensó en la mujer que había dejado en Londres y sus sentidos se estremecieron al comparar aquella piel blanca, húmeda, blanda como masilla, con la brillante y firme de esa muchacha, que parecía ónix pulido. Dilató la nariz ante ese especioso almizcle africano, tan diferente del olor leve y agrio de la otra, que ella intentaba disimular con perfumes florales. Cuando Vicky levantó la vista y sonrió, el blanco de sus ojos y sus dientes perfectos lucieron luminosos y brillantes como el marfil en su encantadora cara oscura.
Después de purgar la primera pasión, permanecieron acostados bajo el grueso kaross de pieles de conejo y pasaron el resto de la noche conversando. Ella se jactó de las proezas que había realizado durante la ausencia de Moses. Había marchado hasta Pretoria con las otras mujeres, para presentar una petición al nuevo ministro de Asuntos Bantúes, que había remplazado al doctor Verwoerd al asumir éste la primera magistratura.
La marcha jamás había llegado a su destino. La Policía la había interceptado, arrestando a los organizadores. Ella pasó tres días con sus noches en prisión. Relataba sus humillaciones con tanto humor, riendo al repetir los diálogos con el magistrado, dignos de Alicia en el país de las maravillas, que Moses acabó riendo con ella. Al fin, se habían retirado los cargos de alteración del orden público e incitación a la violencia. Vicky y las otras mujeres habían sido liberadas.
—Pero ya soy un guerrero adiestrado —rió ella—. He ensangrentado mi espada, como los zulúes del viejo rey Chaka.
—Estoy orgulloso de ti —le dijo él—. Pero la verdadera batalla apenas ha comenzado.
Entonces, le contó una pequeña parte de lo que les esperaba. Ella lo observaba con avidez, los ojos brillantes a la vacilante luz de la lámpara.
Cuando al fin se quedaron dormidos, la falsa aurora enmarcaba la única ventanita. Vicky murmuró, con los labios contra el pecho desnudo de Moses:
—¿Cuánto tiempo te quedarás esta vez, mi señor?
—No tanto como me gustaría.
Permaneció tres días más en Drake’s Farm. Vicky estuvo con él todas las noches.
Fueron muchos los visitantes que acudieron al saber que Moses Gama había retornado. Casi todos ellos eran los feroces jóvenes de Umkhonto we Sizwe, la espada de la nación, guerreros deseosos de acción.
Algunos de los más ancianos del Congreso se marcharon, perturbados por lo que le habían oído decir. Hasta Swart Hendrick estaba preocupado. Su hermano había cambiado; él no podía especificar con exactitud en qué, pero la diferencia existía. Moses estaba más impaciente, más inquieto. Ya no parecía fijar su atención en asuntos mundanos, como los negocios, la dirección diaria de los Búfalos y las comisiones sindicales.
—Es como si hubiera puesto los ojos en una colina distante y no viera nada de lo que hay en el camino. Sólo habla de hombres extraños de tierras lejanas. Y de cuanto ellos piensen o digan, ¿qué puede interesarnos? —protestó ante la madre de los gemelos, su única confidente—. Desdeña el dinero que hemos ganado y ahorrado. Dice que, después de la revolución, el dinero no tendrá valor, que todo pertenecerá al pueblo.
Swart Hendrick se interrumpió, para pensar en sus negocios y sus tabernas, en las panaderías y los rebaños que le pertenecían, en el dinero que tenía en las Cajas de Ahorro y en el Banco del hombre blanco, en el efectivo que había ocultado en muchos lugares secretos, hasta sepultado bajo la silla en la que estaba sentado, bebiendo la buena cerveza fermentada por su esposa favorita.
—No sé si quiero que todo pertenezca al pueblo —murmuró, pensativo—. La gente es como el ganado: perezosa y estúpida. ¿Qué han hecho los demás para merecer las cosas por las que tanto he trabajado?
—Tal vez sea una fiebre. Tal vez tu gran hermano tenga un gusano en las tripas —sugirió su favorita—. Prepararé un muti que le despejará la panza y el cráneo.
Swart Hendrick meneó la cabeza con expresión triste. No estaba en absoluto seguro de que aun los devastadores laxantes de su mujer pudieran alejar esos planes oscuros de la cabeza de su hermano. Mucho tiempo antes, él también había dicho y soñado cosas extrañas y descabelladas con su hermano. Pero, por aquel entonces, Moses era joven y así eran todos los jóvenes; ahora, en la cabeza de Hendrick se veían las escarchas de la sabiduría; su panza estaba redonda y llena; tenía muchos hijos varones y muchas cabezas de ganado. Hasta entonces no había pensado seriamente en eso, pero estaba satisfecho. No era libre, en verdad, pero no estaba muy seguro de lo que significaba ser libre. Amaba y temía grandemente a su hermano, pero tampoco estaba seguro de querer arriesgar cuanto tenía por una palabra de significado incierto.
—Debemos quemar y destruir este monstruoso sistema —decía Moses.
Pero a Swart Hendrick se le ocurrió que la destrucción también podía incluir sus almacenes y sus panaderías.
—Debemos aguijonear al país, tornarlo salvaje e ingobernable, como un gran potro, para que arroje al opresor de su lomo —añadía su hermano.
Pero Hendrick veía una inquietante imagen de sí mismo y su cómoda existencia sufriendo la misma dolorosa caída.
—La ira de los pueblos es algo bello y sagrado. Debemos dejarla correr en libertad —sentenciaba Moses.
Y Hendrick pensaba en la gente corriendo libremente por sus bien provistos locales. Él también había presenciado la ira de los pueblos en Durban, durante los disturbios zulúes, y el primer objetivo de todos había sido proveerse de un traje nuevo y una radio en los negocios de indios asaltados.
—La Policía es enemiga del pueblo. También perecerá en las llamas —decía Moses.
Y Hendrick recordaba que, cuando la lucha tribal entre zulúes y xhosas había invadido Drake’s Farm, en noviembre, había sido la Policía la que los había separado, impidiendo que la cifra de cuarenta muertos ascendiera a más. También habían salvado sus negocios del saqueo. Y ahora Hendrick se preguntaba quién les impediría matarse mutuamente cuando la Policía hubiera desaparecido y cómo sería la existencia cotidiana en las ciudades, cuando cada uno creara sus propias leyes.
Sin embargo, Swart Hendrick se avergonzó de sentir alivio cuando Moses abandonó Drake’s Farm, tres días después, para mudarse a la casa de Rivonia. En realidad, había sido él mismo quien le señaló suavemente el peligro de permanecer allí, ya que casi toda la ciudad sabía de su retorno y debían considerar que había una multitud de ociosos durante todo el día en la calle, esperando echar un vistazo a Moses Gama, el bienamado líder. No pasaría mucho tiempo sin que la Policía se enterara por medio de sus informadores.
En las semanas siguientes, los jóvenes guerreros de Umkhonto we Sizwe actuaron como exploradores en beneficio de Moses. Ellos disponían las reuniones, las pequeñas reuniones clandestinas de los más feroces y sanguinarios entre sus filas. Cuando Moses les hubo hablado, los sordos resentimientos que sentían por el liderazgo conservador y pacífico del Congreso quedaron listos para estallar en abierta rebelión.
Moses buscó a algunos de los miembros más ancianos del Congreso que, a pesar de su edad, eran radicales e impacientes. Se reunió secretamente con los jefes de célula de sus propios Búfalos, sin que Hendrick Tabaka lo supiera, pues había percibido el cambio de su hermano: el enfriamiento de la pasión política, que nunca había sido tan ardorosa como la suya. Por primera vez en tantos años, ya no confiaba del todo en él. Hendrick, como un hacha utilizada demasiado tiempo, había perdido su filo brillante, y Moses comprendió que necesitaba otra arma con la cual remplazarle.
—Los jóvenes deben ser quienes lleven la batalla a cabo —dijo a Vicky Dinizulu—. Raleigh y tú. Sí, tú también, Vicky. La lucha pasa a tus manos.
En cada reunión escuchaba, tanto como hablaba, detectando los sutiles cambios en el equilibrio del poder que se habían producido en sus años de ausencia. Sólo entonces comprendió cuánto terreno había perdido, hasta qué punto Mandela le llevaba ventaja en los concejos del Congreso Nacional Africano y en la imaginación del pueblo.
—Fue un grave error de mi parte pasar a la clandestinidad y abandonar el país —musitó—. Si me hubiera quedado para ocupar mi sitio, junto a Mandela y los otros, en el estrado…
—El riesgo era demasiado grande —adujo Vicky—. Si el juicio hubiera sido otro, si los hubiera juzgado otro de los bóers que no fuera Rumpff, habrían ido al patíbulo, y tú con ellos. Entonces, la causa habría muerto contigo en la soga. No puedes morir, esposo mío, pues somos niños sin padre sin ti.
—Sin embargo —gruñó Moses, furioso—, Mandela se irguió en el estrado y lo convirtió en escenario de su propia personalidad. Millones de personas que no lo habían oído nombrar vieron diariamente su cara en los periódicos; sus palabras se convirtieron en parte del lenguaje. —Moses meneó la cabeza—. Palabras sencillas: Amandla y Ngawethu —dijo—. Y todo el país escuchó.
—También conocen tu nombre y tus palabras, mi señor.
Moses la fulminó con la mirada.
—No quiero que trates de calmarme, mujer. Los dos sabemos que, mientras ellos estaban en prisión, durante el juicio, y yo en el exilio, entregaron formalmente el liderazgo a Mandela. Hasta el viejo Luthuli dio su bendición. Y Mandela, desde su liberación, se ha embarcado en una nueva iniciativa. Sé que ha estado viajando por todo el país, bajo cincuenta disfraces diferentes, para consolidar su liderazgo. Debo enfrentarme a él y arrancarle ese liderazgo pronto. De lo contrario, será muy tarde; quedaré olvidado y retrasado.
—¿Qué harás, mi señor? ¿Cómo lo derrocarás? Ahora tiene mucho peso. ¿Qué podemos hacer?
—Mandela tiene una debilidad: es demasiado blando, demasiado complaciente con los bóers. Debo explotar esa flaqueza.
Lo dijo en voz baja, pero en sus ojos había una luz tan feroz que Victoria se estremeció involuntariamente. Con un esfuerzo, cerró la mente a las imágenes oscuras que esas palabras habían conjurado.
«Es mi esposo —se dijo con fervor—. Es mi señor. Cuanto él diga o haga es la verdad, lo correcto».