A pesar de su inquietud pensativa y su expresión imponente, estaba satisfecho con el trabajo del día. Aún no era el mediodía de la primera jornada y ya había determinado el paradero de casi todos los líderes. En general, el CNA había planeado toda la campaña con extraordinaria precisión, exhibiendo una minuciosidad y una previsión desacostumbradas. Manfred no había esperado tanta eficiencia, considerando que los africanos eran notorios por su despreocupación y su descuido. Claro que contaban con el consejo y la ayuda de los camaradas blancos, los comunistas. Las protestas, las manifestaciones y las huelgas estaban muy extendidas y eran efectivas. El ministro soltó un gruñido potente y los oficiales sentados a la mesa levantaron la vista, aprensivos. Al verle fruncir el entrecejo, se apresuraron a bajarla de nuevo.
Manfred volvió a sus pensamientos. No, no estaba mal para un puñado de kaffires, aunque contaran con la ayuda de unos cuantos blancos. Sin embargo, se notaba la ingenuidad y la falta de profesionalidad en la carencia casi total de seguridad y secreto. Habían parloteado como borrachos, sintiéndose muy importantes; se habían jactado de sus planes, sin esforzarse por ocultar la identidad de los líderes ni por disimular sus movimientos. Los informantes de la Policía no habían tenido muchas dificultades para recoger la información.
Claro que había excepciones, y Manfred frunció el entrecejo al estudiar la lista de líderes de los que aún no se tenían noticias. Un nombre lo acicateaba como un aguijón: Moses Gama. Había estudiado sus antecedentes; después de Mandela, parecía ser el más peligroso.
«Necesitamos a ese tipo —se dijo—. Debemos detenerles a los dos, a Mandela y a Gama». Y ladró la pregunta en voz alta:
—¿Dónde está Mandela?
—En este momento, hablando en un mitin en el centro comunitario de Drake’s Farm —respondió el coronel, prontamente, mientras echaba un vistazo al marcador rojo puesto en el mapa—. Cuando salga, lo seguirán hasta que podamos hacer el arresto.
—¿Todavía no se sabe nada de Gama? —preguntó Manfred, impaciente.
El oficial sacudió la cabeza.
—Todavía no, ministro. Se lo vio por última vez aquí, en el Witwatersrand, hace nueve días. Puede haber pasado a la clandestinidad. Tal vez debamos actuar sin él.
—No —le espetó Manfred—. Lo necesito. Quiero a Moses Gama.
Volvió a callar, pensativo, tenso. Sabía que estaba atrapado en corrientes opuestas de la historia. Sentía los vientos favorables a su espalda, impulsándolo por su trayectoria. Sabía también que, en cualquier momento, esos vientos podían amainar; entonces, llegaría lo más bajo de su marea. Era peligroso, mortalmente peligroso… pero aún esperaba. Su padre y sus antepasados habían sido cazadores, cazadores de elefantes y leones; ellos le habían hablado de la paciencia y de la espera que formaba parte de la caza. Ahora, Manfred también era cazador, pero su presa, aunque igual de peligrosa, resultaba infinitamente más astuta.
Había tendido sus trampas con toda la habilidad de que era capaz. Las quinientas órdenes de proscripción ya estaban preparadas. Los hombres y mujeres afectados por ellas serían expulsados de la sociedad hacia el páramo. Se les prohibiría asistir a una reunión de más de tres personas, serían confinados físicamente a un solo distrito, se les impediría publicar una sola palabra escrita y hacer que otros publicaran sus palabras pronunciadas. Era un modo efectivo de amordazar aquellas voces traicioneras. Así, liquidaría a los enemigos menores, a las presas fáciles de su cacería.
En cuanto a los otros, los cincuenta de caza mayor, los peligrosos, tenía otras armas preparadas. Ya estaban libradas las órdenes de arresto y, preparados los cargos. Entre ellos: alta traición, colaboración con el comunismo internacional, conspiración para derrocar al Gobierno por medio de una revolución violenta, incitación a la violencia pública… Cualquiera de ellas, apoyadas con pruebas, les conducirían directamente a la horca. El éxito completo estaba allí, casi al alcance de su mano, pero, en cualquier momento, se lo podían arrebatar.
En ese instante, una voz tan alta sonó en la sala de operaciones, más allá de las ventanas de la habitación, que todos levantaron la vista. Hasta Manfred giró la cabeza en esa dirección, entornando los ojos. El oficial que había hablado se hallaba sentado de espaldas a la ventana, con el auricular del teléfono contra el oído y garabateaba algo en el bloc puesto sobre el escritorio. Por fin, puso el tubo en su horquilla, arrancó la primera hoja y corrió al cuarto de mapas.
—¿Qué pasa? —preguntó su superior.
—Lo tenemos, señor. —La voz del hombre vibraba de entusiasmo todavía—. Tenemos a Moses Gama. Está en Port Elizabeth. Hace menos de dos horas encabezó un disturbio ante la estación de New Brighton, los policías fueron atacados y se vieron forzados a abrir fuego en defensa propia. Hay siete muertos como mínimo; uno de ellos es una monja. Fue horriblemente mutilada (hasta existe un informe sin confirmación de que fue víctima de canibalismo) y su cadáver ha sido quemado.
—¿Están seguros de que se trata de él? —preguntó Manfred.
—Sin duda alguna, señor ministro. Ha sido identificado por un informante que lo conoce personalmente; el capitán de Policía también lo ha identificado por la fotografía de los archivos.
—Muy bien —dijo Manfred De La Rey—; ahora podemos actuar. —Miró al Jefe Superior de Policía, que ocupaba el otro extremo de la mesa—. Por favor, comisionado, actúe —indicó, mientras recogía su sombrero negro—. Avíseme en cuanto les tenga a todos encerrados.
Tomó el ascensor hasta la planta baja. Su limusina con chofer le esperaba para llevarle de nuevo a las oficinas ministeriales. Mientras se acomodaba en el asiento trasero, sonrió por primera vez en toda la mañana.
—¡Una monja! —dijo, en voz alta—. ¡Y se la han comido! —Meneó la cabeza con satisfacción—. Dejemos que los corazones dolientes del mundo lean eso; así sabrán con qué clase de salvajes tratamos.
Los vientos favorables de la fortuna volvían a soplar, llevándolo hacia lugares recientemente soñados.
Cuando llegaron a la misión, Moses ayudó a Tara a bajar del «Packard». Aún estaba pálida y temblaba como por efectos de la malaria. Tenía la ropa desgarrada y sucia de sangre y tierra; apenas podía mantenerse en pie sin ayuda.
Kitty Godolphin y sus ayudantes habían escapado a la ira de la multitud cruzando las vías del ferrocarril para ocultarse en una alcantarilla; luego, dieron un gran rodeo para volver a la misión.
—¡Tenemos que irnos de aquí! —chilló Kitty a Tara, saliendo a la galería, al ver que Moses la ayudaba a subir los peldaños—. Tengo la filmación más increíble de mi vida. No puedo confiársela a nadie. Quiero estar en Johannesburgo mañana por la mañana, para tomar el avión de la «Pan Am» y llevar personalmente las latas sin revelar a Nueva York.
Estaba tan excitada que la voz le temblaba. Como Tara, tenía los vaqueros desgarrados y sucios. Pero ya había preparado su equipaje y estaba lista para partir, con la bolsa de lona roja que constituía toda su carga.
—¿Han filmado lo de la monja? —preguntó Moses—. ¿Han filmado el asesinato de la hermana Nunziata?
—¡Por supuesto que sí, tesoro! —sonrió Hank, que estaba detrás de Kitty—. Lo tenemos completo.
—¿Cuántos rollos? —insistió Moses.
—Cuatro. —Hank estaba tan excitado que no podía quedarse quieto. Daba saltitos y castañeteaba los dedos.
—¿Han filmado los disparos de la Policía?
—Todo, queridito, todo.
—¿Dónde está lo de la monja? —quiso saber Moses.
—Todavía en la cámara. —Hank dio una palmada a la «Arriflex» que le colgaba al costado—. Todo está aquí, nene. Acababa de cambiar la película cuando agarraron a la monja y la abrieron de abajo a arriba.
Moses dejó a Tara apoyada contra la columna de la galería y se acercó a Hank. Fue tan natural que nadie se dio cuenta de lo que iba a hacer. Kitty seguía hablando.
—Si nos vamos en seguida, podemos estar en Johannesburgo mañana por la mañana. El vuelo sale a las once y treinta…
Moses había llegado junto a Hank. Agarró la pesada cámara, retorciendo la correa de modo tal que Hank se vio alzado de puntillas, y arrancó el magazine de película de su sitio, sobre el cuerpo de la cámara. Luego, giró en redondo y golpeó el objeto contra la columna de la galería. Kitty, al darse cuenta de lo que hacía, se arrojó contra él como una gata furiosa, buscándole los ojos con las uñas.
—¡Mi película! —chilló—. ¡Vete al infierno! ¡Ésa es mi película!
Moses la empujó con tanta violencia que la arrojó contra Hank; los dos cayeron juntos, despatarrados en el suelo de la galería. Mientras tanto, él había vuelto a golpear el rollo, que esa vez se abrió. La cinta de celuloide cayó en cascada sobre la pared.
—¡La has echado a perder! —aulló Kitty, lanzándose a la carga.
Moses tiró la lata vacía y sujetó las muñecas de la periodista, levantándola en vilo sin esfuerzo alguno, a pesar de sus patadas.
—Tienes filmada la brutalidad policial, el asesinato de negros inocentes —dijo—. El resto no era para que lo presenciaras. No permitiré que muestres eso al mundo. —La apartó—. Puedes llevarte el «Packard».
Kitty lo fulminó con la vista, masajeándose las muñecas enrojecidas.
—No me voy a olvidar de esto —prometió, siseando como un gato—. Algún día me lo pagarás, Moses Gama.
Su malignidad era escalofriante.
—Vete —ordenó Moses—. Tienes que coger el avión.
Corrió al «Packard» y subió de un salto al asiento del conductor. Hank, al pasar junto a Moses, susurró.
—Grandísimo hijo de puta. Esa filmación era la mejor de mi vida.
—Todavía tienes tres rollos —adujo Moses con suavidad—. Puedes estar agradecido.
Cuando les vio alejarse en el «Packard», se volvió hacia Tara.
—Ahora debemos actuar de prisa; la Policía se movilizará de inmediato. Necesitamos salir de la ciudad antes de que bloqueen las carreteras. Soy un hombre marcado. Tenemos que escapar.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Tara.
—Ven. Te lo explicaré después. —Moses la impulsó hacia el «Buick»—. Antes que nada, es preciso salir.
SIETE MUERTOS EN DISTURBIOS LOCALES
REVUELTA A NIVEL NACIONAL
QUINIENTOS ACTIVISTAS PROSCRITOS
MANDELA ARRESTADO
Casi todo el periódico estaba dedicado a la campaña de desafío y a sus consecuencias. Al pie de la primera plana, bajo los morbosos relatos del asesinato y el canibalismo practicado con la hermana Nunziata, había relatos de las medidas tomadas por el CNA en otros sectores del país. Había miles de detenidos. Se veían fotografías de manifestantes a los que se obligaba a subir a los camiones de la Policía; todos sonreían alegremente y hacían el saludo de pulgares en alto, que se había convertido en el saludo de los manifestantes.
La página interior daba la lista de casi quinientas personas proscritas y explicaba las consecuencias de las órdenes de proscripción, que terminaban, efectivamente, con la vida pública de la víctima.
También había una lista, mucho más breve, de personas que habían sido arrestadas por alta traición y por apoyar los objetivos del Partido Comunista. Tara se mordió los labios al ver el nombre de Moses Gama. El portavoz policial debía de haberse anticipado al arresto. Pero eso demostraba que las precauciones de Moses eran prudentes. La alta traición se consideraba delito capital. Tara imaginó a Moses con la cabeza encapuchada, pataleando en la horca. Estremecida, descartó la imagen y se concentró en el resto del periódico.
Tara entregó un cheque al vendedor y aguardó en el diminuto cubículo de la oficina, que hedía a cigarro barato, mientras él telefoneaba al Banco, en Ciudad del Cabo.
Sobre el atestado escritorio había un periódico arrugado. Ella lo recogió para leer con avidez.
Había fotografías, casi todas borrosas, de los líderes del CNA. Sonrió sin alegría al comprender que ésos eran los primeros frutos de la campaña. Hasta ese momento, ni siquiera uno entre cien sudafricanos blancos había oído hablar de Moses Gama, Nelson Mandela o cualquiera de los líderes, pero ahora estallaban en la conciencia nacional; el mundo descubría, de pronto, su existencia.
Las páginas centrales estaban dedicadas, sobre todo, a la reacción del público ante la campaña y a las medidas tomadas por el Gobierno. Todavía era demasiado pronto para conocer las reacciones en el extranjero, pero la opinión local parecía casi unánime: todos condenaban el bárbaro asesinato de la hermana Nunziata y alababan el valor de la Policía y la rápida acción del ministro al aplastar esa conspiración comunista.
El editorial rezaba:
No siempre hemos podido elogiar los actos y las manifestaciones del ministro del Interior. Sin embargo, la necesidad hace al hombre. Hoy debemos agradecer que un hombre dotado de fuerza y coraje se interponga entre nosotros y las fuerzas de la anarquía…
El vendedor de coches usados interrumpió su lectura al entrar otra vez en la oficina, lleno de halagos.
—Mi querida Mrs. Courtney —barbotó—, debe perdonarme. No tenía ni idea de quién era usted. De lo contrario, nunca la habría sometido a la humillación de dudar de su cheque.
La acompañó al patio, entre reverencias y sonrisas simpáticas, y le abrió la puerta del «Cadillac» negro, modelo 1951, a cambio del que Tara acababa de darle un cheque por casi mil libras.
Tara lo condujo colina abajo y estacionó frente al mar. Media manzana más allá estaba la sastrería militar; allí compró una gorra de chofer, con brillante visera de charol, y una chaquetilla gris, con botones de bronce, de la talla de Moses. El asistente lo metió todo en una bolsa de papel.
De nuevo en el «Cadillac», condujo lentamente hasta la estación de ferrocarril y se detuvo frente a la entrada. Dejó la llave en el contacto y pasó al asiento trasero. Moses salió cinco minutos después, vestido con un mugriento mono azul. El agente de la entrada ni siquiera lo miró. Gama caminó por la acera y cuando estuvo junto al «Cadillac», Tara le entregó el paquete por la ventanilla abierta.
A los diez minutos, él se hallaba de vuelta, ya sin el mono, llevando la gorra y la chaquetilla nueva sobre sus pantalones oscuros y sus zapatos negros. Subió al asiento del conductor y puso el motor en marcha.
—Tenías razón —dijo ella, con suavidad—. Hay una orden de arresto contra ti.
—¿Cómo lo sabes?
—En el asiento tienes un periódico.
Ella lo había dejado plegado por el informe de su arresto. Moses leyó con celeridad; luego, condujo el «Cadillac» hacia la corriente del tránsito.
—¿Qué piensas hacer, Moses? ¿Vas a entregarte y dejar que te juzguen?
—La sala del tribunal sería una plataforma desde la cual poder hablar al mundo —musitó él.
—Pero si te condenaran, el cadalso sería un púlpito más llamativo aún —señaló Tara con acritud.
Él le sonrió por el espejo retrovisor.
—Necesitamos mártires. Toda causa necesita mártires. —Por Dios, Moses, ¿cómo puedes hablar así? Toda causa necesita un líder. Hay muchos que podrían ser mártires, pero muy pocos que puedan ser líderes.
Él condujo en silencio durante un rato. Después, dijo con firmeza:
—Iremos a Johannesburgo. Necesito hablar con los otros antes de decidirme.
—Casi todos han sido arrestados —advirtió Tara.
—No todos —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Debo hablar con los que han escapado. ¿Cuánto dinero tienes?
Ella abrió la cartera y contó los billetes que tenía.
—Más de cien libras.
—Basta y sobra. Prepárate para hacerte la gran dama cuando la Policía nos detenga.
En las afueras de la ciudad, en el puente de Swartkops, tropezaron con el primer bloqueo. Había una fila de coches y vehículos pesados que se adelantaba lentamente, entre frecuentes paradas. Por fin, dos agentes les indicaron por señales que se acercaran. Un oficial joven se puso junto a la ventanilla del pasajero.
—Buenas tardes, Mevrou —saludó, tocándose la gorra—. ¿Podemos revisar el maletero del coche?
—¿Qué problema hay, oficial?
—Estos disturbios, señora. Buscamos a los agitadores que mataron a la monja y se la comieron.
Tara se inclinó hacia delante y ordenó a Moses, con voz áspera:
—Abra el maletero al policía, Stephen.
Moses bajó para obedecer la orden, mientras los agentes efectuaban una inspección superficial. Nadie le miró el rostro; el uniforme de chofer le hacía invisible.
—Gracias, señora.
El oficial les indicó que siguieran viaje.
—Esto ha sido muy poco halagüeño —murmuró Moses—. Yo creía que, a estas horas, era toda una celebridad.
El viaje fue largo y duro, pero Moses conducía tranquilamente, cuidando de no dar a nadie motivos para detenerles e interrogarles con más atención. Mientras tanto, conectó la radio del «Cadillac» para escuchar los informativos que transmitían de hora en hora. La recepción era intermitente, según las variaciones del terreno, pero captaron una noticia estimulante.
La Unión Soviética, apoyada por sus aliados, había exigido un debate urgente en la Asamblea General de las Naciones Unidas, sobre la situación de Sudáfrica. Era la primera vez que la ONU mostraba algún interés por el país. Eso, de por sí, justificaba el sacrificio. Sin embargo, el resto de la información resultaba inquietante. Más de ocho mil manifestantes habían sido detenidos y todos los líderes estaban encarcelados o proscritos. Un portavoz del ministro del Interior aseguró que la situación estaba totalmente controlada.
Siguieron viaje hasta después del oscurecer y se detuvieron en uno de los hoteles instalados, sobre todo, para los viajantes de comercio. Cuando Tara pidió comida y alojamiento para su chofer, la petición fue recibida con indiferencia porque todos los viajantes empleaban a conductores de color. Moses fue enviado a los alojamientos para sirvientes, en el patio del hotel.
Después de una comida simple y poco apetitosa en el comedor, Tara telefoneó a Weltevreden. Atendió Sean, al segundo timbrazo. El día anterior habían vuelto del safari; el chico estaba charlatán y excitado. Cada uno de los niños habló con ella; por lo tanto, Tara debió escuchar tres relatos separados de cómo Garrick había matado a un león «comehombres». Después fue Isabella, y su dulce ceceo infantil carcomió el corazón de su madre, haciéndola sentir horriblemente culpable por su falta de responsabilidad maternal. Sin embargo, ninguno de los cuatro parecía echarle de menos en absoluto. Isabella fue tan prolija como sus hermanos al contarle todo lo que había hecho con su Nana y al describirle el nuevo vestido que Nana le había comprado y la muñeca que el abuelo Blaine le había traído especialmente de Inglaterra. Ninguno le preguntó cómo se encontraba ella ni cuándo volvería a Weltevreden.
Shasa fue el último, se lo oía distante, pero amistoso.
—Todos lo estamos pasando muy bien. Garry mató a un león…
—Oh, Dios, Shasa, no me lo cuentes tú también, que ya he oído tres versiones iguales de cómo murió ese pobre animal.
A los pocos minutos, las noticias para contarse habían acabado.
—Bueno, ten cuidado. Parece que las cosas están feas en Witwatersrand, pero De La Rey lo tiene todo dominado —concluyó él—. No te metas en nada desagradable.
—No lo haré —prometió ella—. Ahora, te dejo ir a cenar.
A Shasa le gustaba cenar a las ocho en punto; faltaban cuatro minutos. Tara lo imaginó ya vestido y consultando el reloj. Al cortar, se dio cuenta de que él no le había preguntado dónde estaba, qué hacía ni cuándo pensaba regresar.
«Me ha ahorrado una mentira», se consoló.
Desde el dormitorio se veía el patio del hotel; en el albergue de los sirvientes había luces encendidas. De pronto, se sintió abrumada por la soledad. Era tan escalofriante, que consideró seriamente la posibilidad de cruzar el patio a escondidas para estar con él. Le costó un gran esfuerzo de voluntad descartar esa locura. En cambio, levantó otra vez el auricular y pidió a la telefonista que le comunicara con el número de «Puck’s Hill».
Atendió un sirviente con marcado acento africano. El corazón de Tara dio un vuelco. Era vital averiguar si la casa era segura aún. Podían caer en una trampa.
—¿Está Nkosi Marcus? —preguntó.
—Nkosi Marcus no estar, señor, él lejos. ¿Usted Mrs. Tara?
—¡Sí, sí!
Tara no se acordaba de ningún sirviente, pero el hombre debía de haberle reconocido la voz. Iba a decir algo más cuando Marcus Archer habló con su voz de siempre.
—Perdóname por este teatro barato, querida, pero aquí se ha venido el mundo abajo. Todos están asustadísimos. Los cerdos han atacado mucho más rápido de lo que nadie esperaba. Sólo nos hemos salvado Joe y yo por lo que sé. ¿Cómo se encuentra nuestro buen amigo? ¿Lo han detenido?
—Está a salvo. ¿Podemos ir a «Puck’s Hill»?
—Al parecer, han pasado esta casa por alto, pero tener cuidado, ¿eh? Hay bloqueos por todas partes.
Tara durmió muy poco. Antes del amanecer, estaba de pie para iniciar la última etapa del viaje. El cocinero del hotel le había preparado un paquete con emparedados de carne en conserva y un termo de té caliente, de modo que desayunaron sin que él abandonara el volante. Cualquier parada aumentaría la posibilidad de que los descubrieran y arrestaran. Descontando una pausa para cargar combustible, continuaron la marcha hasta cruzar el río Vaal, antes del mediodía.
Tara había estado esperando el momento adecuado para hablar con Moses desde que volvió al Transvaal para estar cerca de él, pero comprendió que nunca habría un momento adecuado. Al cabo de unas horas estarían en «Puck’s Hill» y, a partir de entonces, nada era seguro, salvo que habría confusión y gran peligro para todos ellos.
—Moses —dijo, dirigiéndose a su nuca con una voz muy decidida—, no puedo seguir ocultándotelo. Debo decírtelo ahora. Voy a tener un hijo tuyo.
Vio que la cabeza se movía un poquito; un momento después, aquellos ojos oscuros e hipnóticos la fulminaban por el espejo retrovisor.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó él.
No le había preguntado si estaba segura ni puesto en duda la paternidad del niño. Eso era típico en él… aunque tampoco aceptaba ninguna responsabilidad.
—Todavía no estoy segura. Ya hallaré el modo de tenerlo. —Tienes que deshacerte de él.
—¡No! —exclamó ella con vehemencia—. Jamás. Es mío. Yo cuidaré de él.
Moses no cuestionó el pronombre masculino.
—La criatura será mulata —advirtió—. ¿Estás preparada para algo así?
—Ya hallaré una solución —repitió ella.
—Yo no puedo ayudarte… en nada —prosiguió él, implacable—. Espero que lo comprendas.
—Sí que puedes —replicó Tara—. Puedes decirme que estás complacido de que yo tenga un hijo tuyo… y que lo amarás como yo amo a su padre.
—¿Amar? Esa no es una palabra africana. En mi vocabulario no existe la palabra amor.
—Oh, Moses, eso no es cierto. Amas a tu pueblo.
—Los amo como pueblo, en conjunto, no de un modo individual. Sacrificaría a cualquiera de mi pueblo por el bien de la totalidad.
—Pero nuestro hijo, Moses, algo precioso que hemos hecho entre los dos… ¿no sientes nada por él?
Estaba observando sus ojos por el espejo y vio el dolor en ellos.
—Sí —admitió Moses—. Sí, por supuesto. Pero no me atrevo a aceptarle. Debo arrancarme esos sentimientos para que no debiliten mi resolución y nos destruyan a todos.
—Entonces, yo lo amaré por los dos —aseguró ella con suavidad.
Tal como Marcus Archer había advertido a Tara, encontraron otros bloqueos. Al acercarse al gran complejo industrial y minero de la Witwatersrand, los detuvieron tres veces; en cada ocasión, el uniforme de chofer y los modales altaneros de la mujer blanca fueron su protección.
Tara esperaba que Johannesburgo fuera como una ciudad sitiada, pero sólo los bloqueos y los nuevos letreros pegados en las esquinas indicaban algo desacostumbrado. Las máquinas de las minas por las que pasaban seguían operando sin descanso; más allá de los alambrados se veía a mineros negros con botas de goma y cascos de seguridad, acudiendo en rebaños a los pozos.
Cuando pasaron por el centro de Johannesburgo, notaron que las calles estaban tan transitadas como de costumbre; había compradores de todas las razas y parecían alegres y tranquilos. Tara se sintió desilusionada. Al menos, había esperado ver alguna señal evidente de que la gente estaba movilizada.
—No se puede esperar demasiado —le dijo Moses, cuando ella lamentó que no hubiera cambio alguno—. Las fuerzas contra las que nos enfrentamos son duras como el granito y cuentan con recursos ilimitados. Sin embargo, esto es un principio: nuestro primer paso vacilante en la senda de la liberación.
Pasaron lentamente junto a «Puck’s Hill». Parecía desierta. Al menos no había señales de actividad policial. Moses estacionó el «Cadillac» en la plantación de zarzas, detrás del club, y dejó allí a Tara sola para retroceder a pie, hasta asegurarse de que no había ninguna trampa.
Media hora después se hallaba de regreso.
—Todo está bien. Marcus se encuentra en la casa —dijo, mientras ponía el motor en marcha.
Marcus los esperaba en la galería. Se lo veía cansado y dramáticamente envejecido en poco tiempo.
Los condujo a la larga cocina y se dedicó a prepararles la comida. Mientras trabajaba, les contó todo lo ocurrido en ausencia de ambos.
—La reacción policial fue tan inmediata y poderosa que debe de haber estado cuidadosamente preparada. Esperábamos que se produjera una demora mientras ellos se hacían cargo de la situación y se reunían. Esperábamos poder aprovechar ese retraso y convocar a las masas a participar en la campaña de desafío, hasta que el movimiento cobrara impulso propio y se tornara irresistible, pero ellos estaban preparados. Ahora, ya no quedan más que diez o doce líderes. Moses es uno de los afortunados. Sin líderes, la campaña comienza a detenerse.
Echó una mirada vengativa hacia Tara antes de proseguir.
—Sin embargo, quedan algunos focos de resistencia. Nuestra pequeña Victoria está haciendo un trabajo valiosísimo. Ha organizado a las enfermeras de Baragwanath y las ha sacado a la calle como parte de la campaña. No podrá seguir con eso por mucho tiempo. La arrestarán o proscribirán muy pronto, seguro.
—Vicky es muy valiente —concordó Moses—. Conoce los riesgos y los acepta de buen grado.
Al decir eso miraba directamente a Tara, como desafiándola a expresar sus celos. Ella estaba enterada de su casamiento, por supuesto, pero nunca lo había mencionado. Conocía las consecuencias de hacerlo. Y bajó los ojos, sin poder enfrentarse al desafío.
—Hemos subestimado a ese tal De La Rey —advirtió Moses—. Se trata de un adversario formidable. Vamos logrando muy poco de lo que esperábamos.
—De cualquier modo, nuestra situación se está debatiendo en la ONU —apuntó Tara serenamente, sin levantar la vista.
—Se está debatiendo —repitió Moses, desdeñoso—, pero bastará el veto de Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia para que no se tomen medidas. Todo es hablar y hablar, mientras mi pueblo sufre.
—Nuestro pueblo —le corrigió Marcus—. Nuestro pueblo, Moses.
—Mi pueblo —lo contradijo Gama con voz áspera—. Los otros están todos en prisión. Soy el único líder que resta. Ellos son mi pueblo.
Hubo un silencio en la cocina, descontando el ruido de los cubiertos en los platos. Pero Marcus tenía el entrecejo fruncido. Fue él quien rompió aquella larga pausa.
—Y ahora, ¿qué se hace? —preguntó—. ¿Adónde irás? No puedes quedarte aquí; la Policía puede aparecer en cualquier momento. ¿Adónde irás?
—¿A Drake’s Farm? —musitó Moses.
—No. —Marcus sacudió la cabeza—. Allá te conocen demasiado. En cuanto llegues, se enterará toda la ciudad. Y por todas partes hay informadores de la Policía. Sería como entregarte en la comisaría más próxima.
Volvieron a guardar silencio hasta que Moses preguntó:
—¿Dónde está Joe Cicero? ¿Detenido?
—No. Ha pasado a la clandestinidad. —¿Puedes ponerte en contacto con él?
—Tenemos un acuerdo. El me llamará aquí, si no esta noche, mañana.
Moses miró a Tara por encima de la mesa.
—¿Puedo ir contigo a las excavaciones de las Cuevas Sundi? Es el único lugar seguro que se me ocurre, por el momento.
El ánimo de Tara dio un brinco. Lo tendría para ella sola por un tiempo más.
Tara explicó la situación a Marion Hurst, sin ocultarle la identidad de Moses ni su condición de fugitivo. La respuesta de la norteamericana no la cogió por sorpresa.
—Es como si Martin Luther King viniera a pedirme refugio —declaró—. Haré lo que esté a mi alcance, por supuesto.
Como tapadera, Marion asignó a Moses un puesto en el depósito, bajo el nombre de Stephen Khana; de inmediato quedó absorbido por el grupo. Los otros miembros, blancos y negros, se cerraron a su alrededor para protegerle sin hacer preguntas.
A pesar de las afirmaciones de Marcus Archer, pasó casi una semana antes de que él pudiera ponerse en contacto con Joe Cicero y un día más hasta poder combinar un encuentro. Habían aprendido, del modo más duro, a no subestimar la vigilancia policial. Joe Cicero, por su parte, siempre había sido discreto y profesional. Nadie sabía con seguridad dónde vivía ni con qué medios; sus idas y venidas eran imprevisibles.
—Siempre lo tomé por exagerado y teatral, pero ahora comprendo que eso era prudencia —confesó Moses a Tara, mientras conducía el coche hacia la ciudad, una vez más vestido de chofer—. De ahora en adelante, deberemos aprender de los profesionales, porque los que se oponen a nosotros tienen la más fogueada profesionalidad.
Joe Cicero salió de la estación de Johannesburgo en el momento en que Moses detenía el «Cadillac» ante el semáforo en rojo del cruce para peatones. Sin llamar la atención de nadie, subió al asiento trasero, junto a Tara. Moses condujo en dirección a Doornfontein.
—Te felicito por seguir en libertad, —dijo Joe a Moses, con ironía, mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior, y miraba a Tara de soslayo—, usted es Tara Courtney. —La sorpresa de la mujer le hizo sonreír—. ¿Qué papel juega en todo esto?
—Es una amiga —explicó Moses por ella—. Nos apoya por completo. Puedes hablar libremente en su presencia.
—Nunca hablo libremente —murmuró Joe—. Eso es cosa de idiotas.
Guardaron silencio hasta que Joe preguntó, de pronto:
—Y bien, amigo mío, ¿aún crees que la revolución se puede ganar sin sangre? ¿Aún estás con los pacifistas que quieren jugar a esto según las reglas del opresor, que las cambia a voluntad?
—Nunca he sido pacifista —rugió la voz de Moses—, sino guerrero.
—Me alegra que lo digas, pues eso confirma lo que siempre he pensado. —Joe esbozó una astuta sonrisa, inescrutable, tras el fleco de su barba oscura—. De lo contrario, no estaría sentado aquí. —Su tono cambió al ordenar—: ¡Da la vuelta y coge la carretera de Krugersdorp!
Los tres se mantuvieron callados, mientras Joe se volvía para investigar el tránsito que los seguía. Al cabo de un minuto, pareció satisfecho y se relajó en el asiento trasero. Moses dejó atrás las zonas edificadas hasta salir a la pradera abierta. El tránsito fue mermando. Entonces, Joe Cicero se inclinó hacia delante y señaló una dársena desierta al borde de la carretera.
—Para ahí —indicó. En cuanto Moses detuvo el Cadillac, él abrió la puerta de su lado y bajó, haciéndole una señal con la cabeza—. ¡Baja!
Como Tara abriera su propia portezuela, Joe le espetó:
—No, usted no. ¡Quédese!
Acompañado por Moses, caminó por entre las zarzas hasta entrar en la pradera, oculto a la vista de quienes pasaran por la carretera.
—Te he dicho que esa mujer es de confianza —protestó Moses. Su compañero se encogió de hombros.
—Quizá, pero no corro riesgos cuando puedo evitarlos. —Entonces, cambió de dirección—. Una vez te pregunté qué pensabas de la madre Rusia.
—Y yo te dije que era amiga de los pueblos oprimidos del mundo.
—También desea ser amiga tuya —dijo Joe, simplemente.
—¿Mía, personalmente, de Moses Gama?
—Sí, personalmente, de Moses Gama.
—¿Cómo lo sabes?
—En Moscú hay quienes te observan atentamente desde hace muchos años. Lo que han visto merece su aprobación. Te ofrecen la mano de la amistad.
—Vuelvo a preguntarte: ¿Cómo lo sabes?
—Soy coronel de la KGB. Me han ordenado que te diga esto. Moses lo miró con fijeza. Todo avanzaba tan de prisa que él necesitaba un respiro para captarlo.
—¿Qué abarca ese ofrecimiento de amistad? —preguntó, cauteloso, mientras ganaba tiempo para pensar.
Joe Cicero hizo un gesto de aprobación.
—Haces bien en preguntar las condiciones de nuestra amistad. Eso confirma que te hemos juzgado bien, que eres hombre cuidadoso. A su debido tiempo, se te dará la respuesta. Mientras tanto, confórmate con saber que te hemos escogido entre todos los demás.
—Muy bien —dijo Moses—, pero dime por qué he sido elegido, si hay otros hombres valiosos. Uno de ellos es Mandela.
—Pensamos en Mandela, pero no creemos que sea el adecuado. Detectamos cierta blandura en él. Nuestros psicólogos están convencidos de que se acobardará ante el trabajo duro y sangriento de la revolución. También sabemos que no tiene tanto aprecio como tú por la madre Rusia. Hasta ha dicho que es la nueva opresora colonialista del siglo XX.
—¿Y los otros? —preguntó Moses.
—No hay otros —declaró Joe, secamente—. Había que elegir entre tú y Mandela. Te escogieron a ti. Esa es la decisión.
—¿Debo responder ahora mismo? —Moses miró aquellos ojos de alquitrán, pero en ellos había una opacidad extraña, carente de vida.
Joe Cicero sacudió la cabeza.
—Quieren conocerte, hablar contigo y asegurarse de que entiendes el trato. Después, serás adiestrado y preparado para la tarea que tienes por delante.
—¿Dónde se llevará a cabo esa reunión?
Joe sonrió, encogiéndose de hombros.
—En Moscú. ¿Dónde podría ser, si no?
Moses no dejó que su asombro se reflejara en su rostro, aunque tenía los puños apretados.
—¡En Moscú! ¿Y cómo llegaré allá?
—Todo está arreglado —le aseguró Joe.
Gama levantó la cabeza para observar los altos relámpagos que se elevaban, rojos, azules y plateados, a lo largo del horizonte. Pasó varios minutos perdido en sus pensamientos. Sintió que su espíritu se aliviaba y alzaba el vuelo hacia aquellas nubes tormentosas. Había llegado el momento que esperaba y buscaba durante toda su vida. El destino eliminaba a sus rivales y él resultaba elegido.
Como corona de laureles, le ofrecían una tierra y su dominio.
—Iré a verles —aceptó suavemente.
—Partirás dentro de dos días. Es el tiempo que tardaré en hacer los últimos preparativos. Mientras tanto, mantente fuera de la vista, no trates de despedirte de nadie, no digas a nadie adónde vas. Ni siquiera a la Courtney ni a tu nueva esposa. Te haré llegar un mensaje por medio de Marcus Archer. Si lo arrestan antes de entonces, me pondré en contacto contigo en las Cuevas Sundi. La profesora Hurst simpatiza con la causa. —Joe dejó caer la colilla y, mientras la trituraba con el tacón, encendió otro—. Ahora, regresemos al coche.
Victoria Gama estaba de pie en la parte más alta de los prados inclinados del alojamiento para enfermeras, en Baragwanath. Aún llevaba su uniforme y la insignia de enfermera, pero parecía muy joven y tímida al enfrentarse a las ciento y pico enfermeras reunidas en el prado. La jefa, una mujer blanca, les había negado el permiso para reunirse en el comedor; por eso estaban allí, bajo el cielo tormentoso.
—¡Hermanas mías! —exclamó, alargando la mano—. Tenemos una obligación para con nuestros pacientes, para con quienes sufren y están por morir, para con aquellos que nos entregan su confianza. Sin embargo, creo que tenemos una obligación aun más elevada y sagrada para con todo nuestro pueblo, que, desde hace trescientos años, lleva sufriendo una opresión fiera e implacable…
Victoria parecía ganar confianza a medida que hablaba. Su voz joven y dulce poseía un ritmo musical que atrapaba la atención de todas. Siempre había sido bien querida por las otras enfermeras; su simpática personalidad, su capacidad para el trabajo duro y su actitud generosa la habían destacado, no sólo como enfermera de rango elevado para su edad, sino también como ejemplo vivo entre las más jóvenes. Había allí mujeres que le llevaban diez o quince años, pero la escuchaban con atención y la aplaudían cuando hacía una pausa para respirar. Esa aprobación alentó a Victoria, dando a su voz un tono más áspero.
—En todo el país, nuestros líderes muestran a los opresores, con sus acciones más que con las pálidas palabras, que ya no permaneceremos pasivos y aquiescentes. Gritan al mundo, pidiendo justicia y humanidad. ¿Qué clase de mujeres seríamos si nos hiciéramos a un lado, negándonos a apoyarlos? ¿Cómo podemos ignorar el hecho de que nuestros líderes se vean arrestados y acosados por las leyes infernales que…?
Se produjo cierta inquietud en la multitud de enfermeras uniformadas. Los rostros que estaban elevados hacia Victoria se apartaron y la arrebatada concentración se convirtió en consternación. En los límites del grupo, una o dos enfermeras se escurrieron hacia el interior del alojamiento.
Tres camiones de la Policía se habían detenido ante los portones. La jefa blanca y dos miembros del personal superior estaban conferenciando con el capitán a cargo del contingente. El blanco de la falda contrastaba con el azul del uniforme policial. La jefa de enfermeras señalaba a Victoria, sin dejar de hablar animadamente con el recién llegado.
A Victoria le falló la voz. A pesar de su resolución, tenía miedo. Era un temor instintivo y quemante. Desde su niñez, los uniformes azules eran símbolo de poder y autoridad incuestionables. Desafiarlos iba contra las enseñanzas de su padre y de todos sus mayores.
«No desafíes al blanco —le habían dicho—, pues su ira es más terrible que los incendios de verano que consumen la pradera. Nada puede oponérsele».
Entonces, se acordó de Moses Gama; su voz cobró firmeza y derrotó al miedo.
—¡Miradme, hermanas mías! —gritó—. ¡Miraos temblar y bajar la vista ante el opresor! Aún no ha hablado ni levantado una mano, pero vosotras os convertís en niñitas.
El capitán de Policía se apartó del portón y se acercó al borde del prado, con un megáfono cerca de los labios.
—Esta es una reunión ilegal en propiedad del Estado. —Su voz sonaba distorsionada y fuerte—. Tienen cinco minutos para dispersarse y volver a sus alojamientos. —Levantó el brazo y miró ostensiblemente su reloj—. Si para entonces no se han retirado…
Las enfermeras ya estaban dispersándose a la carrera, sin esperar a que el oficial completara su advertencia; Victoria se encontró sola en el amplio prado. Ella hubiera querido correr y esconderse también, pero pensaba en Moses Gama y el orgullo no le permitía moverse.
El oficial bajó el megáfono y se volvió hacia la jefa de enfermeras. Conferenciaron de nuevo y el hombre le mostró una hoja de papel que sacó de su portafolios. La jefa blanca asintió y ambos miraron otra vez a Victoria. La muchacha, ya sola, permanecía inmóvil en la parte más alta del prado. El orgullo y el miedo la mantenían rígida. Tiesa, sin poder moverse, vio que el capitán se le acercaba.
—¿Victoria Dinizulu? —preguntó, en tono coloquial, muy diferente del trueno que había brotado del megáfono.
La muchacha asintió, pero, de inmediato, hizo un gesto negativo.
—No. Soy Victoria Gama.
El oficial parecía confuso. Era de piel muy clara y lucía un lindo bigote rubio.
—Me han dicho que usted es Victoria Dinizulu. Ha habido una confusión —murmuró, enrojeciendo de azoramiento.
De inmediato, Victoria le tuvo lástima.
—Es que me he casado —explicó—. Mi nombre era Victoria Dinizulu; ahora, mi apellido es Gama.
—Ah, comprendo. —El policía puso cara de alivio y echó un vistazo al documento que tenía en la mano—. Está extendido a nombre de Victoria Dinizulu, pero supongo que tiene validez. —Otra vez se mostraba inseguro.
—No es culpa suya —lo consoló Victoria—. Me refiero al nombre equivocado. No le pueden culpar a usted. No tenía por qué estar enterado.
—Tiene razón. —El capitán se animó visiblemente—. No es culpa mía. Y, de cualquier modo, tiene validez contra usted. En las oficinas arreglarán esto.
—¿Qué es? —preguntó Victoria, curiosa.
—Una orden de proscripción —explicó el muchacho, mostrándosela—, firmada por el ministro del Interior. Tengo que leérsela y hacérsela firmar —agregó, con aire contrito—. Lo siento, pero es mi obligación.
—Está bien. —Vicky sonreía—. Tiene que cumplir las órdenes.
Él bajó la vista al documento y comenzó a leer en voz alta:
—A Victoria Thandela Dinizulu: Notificación según la Ley de Seguridad Interna de 1950 (44150). Por cuanto yo, Manfred De La Rey, ministro del Interior, he comprobado que usted participa en actividades que ponen en peligro o tienen por objetivo poner en peligro el orden público…
El capitán tropezaba con la fraseología legal más complicada y pronunciaba mal algunas de las palabras inglesas. Vicky lo corregía, con ánimo de ayudar. El documento constaba de cuatro páginas escritas a máquina. Al llegar al fin, el alivio del joven fue evidente.
—Tiene que firmar aquí —dijo, tendiéndole los papeles.
—No tengo pluma.
—Tome la mía.
—Gracias —repuso Victoria—, muy amable.
Firmó en el espacio indicado y le devolvió la estilográfica. A partir de ese momento, había dejado de ser una persona completa. La orden de proscripción le impedía estar en compañía de más de dos personas en cualquier momento, descontando el transcurso de su trabajo diario; hablar ante cualquier congregación o preparar artículos escritos o hablados para su publicación. La confinaba físicamente a la zona de Johannesburgo y requería que permaneciera bajo arresto domiciliario durante doce horas al día. También, le obligaba a presentarse diariamente en la Comisaría de su zona.
—Lo siento —repitió el capitán, mientras tapaba su pluma estilográfica—. Usted parece una chica decente.
—Es su trabajo —reconoció Victoria, sonriéndole—; no se aflija.
En los días siguientes, Victoria se retiró al extraño semimundo del aislamiento. Durante las horas de trabajo, sus colegas y superiores la evitaban, como si fuera portadora de la peste. La jefa de enfermeras la sacó del cuarto que compartía con otras dos enfermeras y le asignó una pequeña habitación para una sola persona, en el detestado flanco sur, que nunca recibía el sol en invierno. Las comidas le eran servidas allí, pues tenía prohibido utilizar el comedor cuando había más de dos personas presentes. Todos los atardeceres, al terminar su turno, caminaba tres kilómetros hasta la Comisaría, para firmar el registro, pero eso se convirtió en un agradable paseo y no en un castigo: podía sonreír y saludar a quienes se cruzaban con ella en la calle, pues la gente no estaba enterada de que ella era una no-persona. Y aun ese breve contacto humano le era precioso.
A solas en su cuarto, escuchaba la radio portátil y leía los libros que Moses le había dado. También pensaba en él. Más de una vez, oía pronunciar su nombre por radio. Al parecer, un canal de televisión estadounidense había mostrado un controvertido material que provocaba furor en todo el continente. Era como si Sudáfrica, después de haber sido durante mucho tiempo, para casi todos los norteamericanos, un territorio tan remoto como la Luna y mil veces menos importante, se convirtiera, de repente, en un tema político. Moses Gama figuraba muchas veces en la película; su presencia y su porte eran tales que en el extranjero se le reconocía como la figura central de la lucha africana. En las Naciones Unidas, durante el debate provocado por aquel documental, casi todos los oradores habían hecho mención a Moses. Aunque la moción de la Asamblea General, que pedía la condena de la discriminación racial en Sudáfrica, había sido vetada por Gran Bretaña en el Consejo de Seguridad, el debate había provocado conmoción en el mundo y un escalofrío al Gobierno blanco del país.
Sudáfrica no tenía televisión, pero Victoria, por su radio portátil, escuchó una acerba edición de «Actualidades», emitida por una emisora estatal, donde se describía la campaña de desafío como la acción de una minoría radical, y se vilipendiaba a Moses Gama como criminal revolucionario, de inspiración comunista, que aún estaba en libertad, aunque se había librado una orden de arresto contra él por alta traición.
Aislada de todo contacto humano agradable, Victoria lo echaba de menos, con tan desesperada nostalgia, que todas las noches lloraba hasta quedarse dormida.
En el décimo día de su proscripción, cuando regresaba de su diaria presentación a la Comisaría, caminando junto al cordón de la acera con ese paso deslizante y sensual, practicado por las mujeres ngunis desde la infancia, un camión de reparto se aproximó a ella por detrás, aminoró la marcha, y comenzó a seguirla.
Victoria estaba habituada a despertar la atención masculina, pues era la esencia misma de la belleza femenina de su raza; cuando el conductor del vehículo le silbó con suavidad, no miró en su dirección, pero levantó un poquito el mentón y asumió una expresión altanera.
El camionero volvió a silbar, con más exigencia. Por el rabillo del ojo, la muchacha vio que el camión era azul y que tenía un letrero al costado: LIMPIEZA EN SECO AL INSTANTE. El chofer era un hombre corpulento y, aunque tenía la gorra encasquetada hasta los ojos, Victoria presintió que era atractivo y autoritario. A pesar de sí misma, sus caderas comenzaron a mecerse, haciendo oscilar sus perfectas nalgas como mejillas de mono comiendo nueces.
—¡Victoria!
Su nombre había sido pronunciado en un siseo y la voz fue inconfundible. Se detuvo en seco y giró sobre sus talones para mirarle de frente.
—¡Tú! —susurró. De inmediato, miró en derredor, frenética. Por el momento, la acera estaba despejada; el tránsito que recorría la autopista, entre altos eucaliptos azules, era escaso. Sus ojos volvieron a aquella cara, casi hambrientos—. ¡Oh, Moses, no esperaba que vinieras!
El se inclinó sobre el asiento delantero para abrir la portezuela del' otro lado. Victoria se apresuró a trepar al vehículo en movimiento.
—Agáchate —ordenó él.
La joven se acurrucó debajo del tablero, mientras él cerraba la portezuela y aceleraba para alejarse.
—No podía creer que fueras tú. Todavía no lo creo. Este camión… ¿de dónde lo has sacado? Oh, Moses, nunca sabrás cuánto… He oído muchas veces tu nombre por la radio… han pasado tantas cosas…
Se dio cuenta de que farfullaba casi de manera histérica. Hacía mucho tiempo que no podía hablar con libertad; era como si se le hubiera reventado el doloroso acceso de la soledad y la nostalgia, dejando brotar todo el veneno en un torrente de palabras.
Comenzó a contarle lo_ de la huelga de las enfermeras y de la proscripción; que Albertina Sisulu se había puesto en contacto con ella; que habría una manifestación de cien mil mujeres hacia los edificios gubernamentales de Pretoria y que ella pensaba desafiar su orden de proscripción para tomar parte en la marcha.
—Quiero que estés orgulloso de mí. Quiero ser parte de la lucha, pues sólo de ese modo podré ser de verdad parte de ti.
Moses Gama conducía el camión en silencio, algo sonriente ante su cháchara. Llevaba el mono azul con la leyenda «LIMPIEZA EN SECO AL INSTANTE» en la espalda. La parte trasera del camión estaba llena de ropa que olía a detergente. Ella adivinó que el vehículo pertenecía a Hendrick Tabaka.
Al cabo de algunos minutos, Moses aminoró la velocidad y se desvió por una calle de tierra que se volvía más deteriorada, hasta reducirse a una senda marcada de huellas que pronto se perdió por completo. ÉL recorrió unos metros más, bamboleándose sobre las matas de pasto, y estacionó tras un edificio ruinoso y sin techo, cuyas ventanas habían sido arrancadas y parecían cuencas vacías en un cráneo. Victoria salió de bajo el tablero.
—He oído hablar de la huelga de enfermeras y de tu proscripción —dijo rápidamente, apagando el motor—. Y sí, estoy orgulloso de ti, muy orgulloso. Eres digna esposa de un jefe.
Ella bajó la cabeza con timidez. El placer que esas palabras le daban era casi insoportable. No se había dado cuenta de lo mucho que lo amaba durante la separación, pero, en ese momento, toda la fuerza de su amor se precipitó sobre ella.
—Tú eres un jefe —dijo—. No, más que eso: eres un rey.
—No tengo mucho tiempo, Victoria. No debería haber venido.
—Si no lo hubieras hecho, me hubiera marchitado. Mi alma estaba reseca —estalló la muchacha.
Pero Moses le puso una mano en el brazo para acallarla.
—Escúchame, Victoria, he venido a decirte que voy a viajar lejos. Quería recomendarte que fueras fuerte durante mi ausencia.
—¡Oh, esposo mío! —En su agitación, ella volvió a hablar en zulú—. ¿Adónde vas?
—Sólo puedo decirte que se trata de un país muy lejano.
—¿Y no puedo ir contigo? —rogó.
—No.
—Entonces, te enviaré mi corazón para que sea tu compañero de viaje, y mis restos quedarán aquí, esperando tu retorno. ¿Cuándo volverás, esposo mío?
—No lo sé, pero será dentro de mucho tiempo.
—Para mí, cada minuto que estés lejos será agotador —respondió ella, en voz baja.
Moses levantó la mano y le acarició el rostro con suavidad.
—Si necesitas algo, debes acudir a Hendrick Tabaka. Es hermano mío y te he puesto bajo su cuidado.
Ella asintió sin poder hablar.
—Por ahora, sólo puedo decirte una cosa: cuando regrese, tomaré al mundo que conocemos y lo pondré de cabeza. Nada volverá a ser igual.
—Te creo —manifestó ella simplemente.
—Debo irme. El tiempo de estar juntos ha pasado.
—Esposo mío —murmuró ella, bajando los ojos otra vez—, déjame ser tu mujer una vez más: las noches son muy largas y frías cuando no estás a mi lado.
Él sacó un rollo de lona de la parte trasera del camión y lo extendió en el pasto, junto al vehículo estacionado. La tela blanca hacía destacar el cuerpo desnudo que aparecía tendido en ella como una figura fundida en bronce oscuro que yaciera en la nieve.
Al final, cuando él quedó exhausto y débil como una criatura sobre ella, Victoria le sujetó la cabeza con ternura contra la curva cálida de su seno y le susurró:
—Por lejos que estés, por mucho que viajes, mi amor quemará el tiempo y la distancia y estaré junto a ti, esposo mío.
Tara lo esperaba con la lámpara encendida, despierta en la tienda. Al verle entrar, se incorporó. La sábana cayó hasta su cintura, descubriendo el torso desnudo. Tenía los senos grandes y blancos, surcados de diminutas venas azules alrededor de los pezones hinchados, tan diferentes de los de la mujer que él acababa de dejar.
—¿Adónde has ido? —interrogó.
El comenzó a desvestirse, pasando la pregunta por alto.
—Has estado con ella, ¿verdad? Joe te dijo que no lo hicieras.
Moses la miró, desdeñoso. Luego, con movimientos deliberados, volvió a abrocharse el mono y se acercó a la abertura de la tienda.
—Disculpa, Moses —exclamó ella, instantáneamente aterrorizada ante la posibilidad de que él se fuera—. No lo he dicho en serio. Quédate, por favor. No volveré a hablar así. Lo juro, querido. Perdóname, por favor. Estaba inquieta. He tenido un sueño terrible… —Apartó la ropa de cama y se incorporó sobre las rodillas, estirando ambas manos hacia él, al tiempo que suplicaba—: ¡Por favor, ven! Ven, por favor.
Él la miró con fijeza unos largos segundos. Después, volvió a desabrocharse. Tara se aferró a él, desesperada, en cuanto lo tuvo a su lado.
—Oh, Moses, he soñado algo tan horrible… He vuelto a soñar con la hermana Nunziata. Oh, Dios, aquellas caras, mientras comían su carne… Eran como lobos, con las bocas rojas y sanguinolentas. Fue algo espantoso, más allá de mi imaginación. Me hizo desesperar del mundo entero.
—No —dijo él. Su voz era grave, pero reverberó en el cuerpo de Tara como si fuera la caja de un violín, estremecida por el poder de las cuerdas—. No. Fue bello, terriblemente bello, despojado de todo lo que no fuera la verdad. Lo que presenciaste fue la furia de un pueblo, y fue algo sagrado. Hasta entonces, yo sólo tenía esperanzas; después de presenciar aquello, pude comenzar a creer. Fue la consagración de nuestra victoria. Comieron la carne y bebieron la sangre, como vosotros, los cristianos, hacéis para sellar un pacto con la historia. Cuando se ha visto esa furia sagrada, es preciso creer en que, tarde o temprano, se alcanzará el triunfo.
Suspiró; su gran pecho musculoso se ensanchó en el círculo de los brazos femeninos. Y se quedó dormido. Era algo a lo que Tara no podía acostumbrarse: a que él se durmiera como si hubiera cerrado una puerta dentro de su mente. La dejaba sola y acosada, pues ella sabía lo que le esperaba.
Joe Cicero fue a buscarle en medio de la noche. Moses se había vestido como uno más entre los miles de trabajadores mineros: con un capote sobrante del Ejército y un casco que le cubría la mayor parte del rostro. No llevaba equipaje, siguiendo instrucciones de Joe. Cuando el destartalado «Ford» se detuvo al otro lado de la carretera, frente a ellos, e hizo un guiño con los faros, Moses bajó del «Cadillac» y caminó de prisa hacia allí, sin despedirse de Tara. Se habían dicho adiós mucho antes, y él no volvió la vista hacia la desolada mujer, que permanecía sentada al volante del «Cadillac».
En cuanto Moses subió a la parte trasera, la camioneta se puso en marcha. Las luces traseras se perdieron en la primera curva de la carretera. Tara se sintió sofocada por una aplastante carga de desesperación. Parecía imposible sobrevivir a ese peso.
Francois Afrika, director de la escuela Mannenberg, para niños de color, en El Cabo, tenía algo más de cuarenta años; era un hombre regordete y serio, de tez parda y cabello espeso, muy rizado, que peinaba con raya al medio y aplastaba con brillantina.
Miriam, su esposa, también era regordeta, pero mucho más baja y más joven. Había sido profesora de Historia y de inglés en la escuela Mannenberg antes de casarse con el director, y le había dado a éste cuatro hijas. Era presidenta del Instituto de Mujeres de la zona, actividad que usaba como excusa para sus actividades políticas. Durante la campaña de desafío, la habían arrestado, pero al pasar el furor fue liberada sin acusaciones, bajo orden de proscripción. Tres meses más tarde, ya apagadas por completo las reverberaciones de la campaña, su orden de proscripción no fue renovada.
Molly Broadhurst la conocía desde su época de soltera; la pareja la visitaba con frecuencia. Miriam, tras sus gruesas gafas, lucía una sonrisa perpetua y carnosa. Tenía la casa, en los terrenos del colegio, limpia como un quirófano, encerada como un espejo y decorada con tapetitos tejidos a ganchillo. Las hijas estaban siempre muy bien vestidas, con cintas de color en el cabello; ellas también eran regordetas y tranquilas, consecuencias de la cocina de Miriam, antes que de sus genes.
Tara fue presentada a Miriam en casa de Molly, había llegado en tren desde las excavaciones de Sundi, dos semanas antes de la fecha calculada para el nacimiento del bebé, en un camarote privado. Mantuvo la puerta cerrada con llave durante todo el viaje, para evitar ser reconocida. Molly la estaba esperando en la estación de Paarl, pues Tara no quería correr el peligro de que la vieran en la terminal de Ciudad del Cabo. Shasa y su familia creían que seguía trabajando con la profesora Hurst.
Miriam era todo lo que Tara había deseado, todo lo que Molly le había prometido. Sin embargo, le sorprendió verla con un vestido de embarazada.
—¿También estás embarazada? —preguntó, al estrecharle la mano.
Miriam se dio una tímida palmadita en el vientre.
—Es un almohadón, Miss Tara. No podía sacar un bebé de la nada, ¿verdad? Comencé con un bulto pequeño en cuanto Molly me avisó; he ido aumentándolo poco a poco.
Tara, al darse cuenta de las incomodidades a las que la había sometido, la abrazó impulsivamente.
—Oh, no sé cómo decirte lo mucho que te lo agradezco. Pero no me trates con tanta formalidad. Somos amigas. Tutéame.
—Cuidaré de tu bebé como si fuera mío, te lo prometo —dijo Miriam. Al ver la expresión de Tara se apresuró a agregar—: Pero siempre será tuyo, Tara. Podrás venir a verle cuando quieras, y si algún día puedes tenerlo contigo… Bueno, Francois y yo no nos opondremos.
—¡Eres mejor aún de lo que Molly me había dicho! —Tara volvió a abrazarla—. Ven. Quiero mostrarte las ropas que he comprado para nuestro bebé.
—Oh, todas son azules —exclamó Miriam—. ¿Tan segura estás de que será varón?
—No hay duda alguna al respecto.
—Yo también estaba segura —rió Miriam, entre dientes—. Y aquí me tienes: ¡todas niñas! Pero no está mal; son buenas criaturas. Y todas esperan que éste sea varón —agregó, palmoteándose el acolchado abdomen—. Lo van a malcriar espantosamente.
El bebé de Tara nació en el cuarto de huéspedes de Molly Broadhurst. Atendió el parto el doctor Chetty Abralhamji, antiguo amigo de Molly y miembro secreto del Partido Comunista: uno de sus pocos miembros hindúes.
En cuanto Tara entró en trabajo de parto, Molly telefoneó a Miriam Afrika; la mujer llegó con su bolsa y su panza hinchada y fue a ver directamente a Tara.
—Me alegro de que al fin vayamos a parir —exclamó—. Debo admitir que, si bien el embarazo ha resultado difícil, será el más veloz y fácil de mis partos.
Metió la mano bajo la falda y, con un garboso ademán, extrajo el almohadón. Tara rió con ella, pero se interrumpió, sacudida por una contracción.
—¡Ah! —susurró—. Ojalá el mío fuera así de fácil. Este niño parece gigantesco.
Molly y Miriam se turnaron para sentarse junto a ella y sostenerle la mano en cada contracción. El médico, de pie ante la cama, la exhortaba:
—¡Haga fuerza! ¡Empuje!
Al mediodía siguiente, Tara estaba exhausta, jadeante y estremecida, con el cabello empapado de sudor como si se hubiera zambullido en el mar.
—No hay nada que hacer —dijo el doctor, con suavidad—. Tendremos que llevarla al hospital para practicarle la cesárea.
—¡No, no! —Tara se incorporó sobre un codo, llena de feroz decisión—. Déme una oportunidad más.
Cuando la contracción siguiente llegó, empujó con tal fuerza que todos los músculos del cuerpo se le atenazaron. Tuvo la sensación de que los tendones de sus ingles iban a estallar como bandas de goma. No ocurrió nada, El niño estaba atascado; Tara lo sentía como un gran tronco clavado en su interior.
—¡Más! —susurró Molly a su oído—. Con más fuerza. Una vez más. Hazlo por el bebé.
Tara empujó otra vez, con toda la fuerza de la desesperación, y lanzó un grito al sentir que su carne se desgarraba como papel de seda. Un torrente cálido y resbaladizo le corrió por sus muslos. Experimentó un alivio tan intenso, que su alarido se convirtió en una prolongada exclamación de júbilo, a la que se unió el primer llanto del bebé.
—¿Es varón? —jadeó, tratando de incorporarse—: Dime, dímelo en seguida.
—Sí —la tranquilizó Molly—. Es un varón. ¡Pero, mira ese pito, largo como mi dedo! Es varón, sin duda alguna.
Y Tara rió con ganas.
Pesaba cuatro kilos trescientos; su cabeza estaba cubierta de cabello negro como la pez, denso y rizado como el vellón de los corderos de Astrakán. Su piel tenía el color del caramelo caliente; sus facciones eran egipcias, como las de Moses Gama… Tara no había visto nunca nada tan bello. De sus otros hijos, ninguno había sido así.
—Quiero cogerle en brazos —graznó, ronca por el terrible esfuerzo del parto.
Le pusieron al niño en brazos, aún mojado y untuoso.
—Debo darle de mamar —susurró Tara—. Tengo que darle la primera mamada, y entonces será mío para siempre.
Se cogió el pezón y lo puso entre los labios del bebé; éste se prendió, resoplando y pataleando espasmódicamente de placer.
—¿Cómo se llamará, Tara? —preguntó Miriam Afrika.
—Lo llamaremos Benjamín. Benjamín Afrika. Eso me gusta. Es verdaderamente de África.
Tara pasó cinco días con el bebé. Cuando por fin se vio obligada a entregárselo a Miriam y ésta se lo llevó en su pequeño «Morris», la madre sintió que le cortaban parte del alma con la más cruel de las operaciones quirúrgicas. No habría podido soportarlo si no hubiera sido por la ayuda de Molly, quien tenía algo guardado para ella.
—La he guardado para este momento —dijo a Tara—. Sabía que te sentirías muy mal al separarte de tu bebé; esto te animará un poquito. —Y le entregó un sobre.
Tara examinó la dirección, escrita a mano.
—No reconozco esta letra —comentó, confundida.
—La recibí por correo especial. Anda, ¡ábrela! —ordenó su amiga, impaciente.
Y ella obedeció. Dentro, había cuatro hojas de papel barato. Buscó la última página y, al ver la firma, cambió de expresión.
—¡Moses! —gritó—. Oh, no puedo creerlo… después de tantos meses… Ya había perdido las esperanzas. Ni siquiera he reconocido su letra.
Y apretó la carta contra su pecho.
—No le permitían escribir, querida. Ha estado en un campamento de adiestramiento muy estricto. Para hacerte llegar esta nota desobedeció órdenes y corrió un gran peligro. —Molly se acercó a la puerta—. Te dejaré leerla en paz. Sé que esto compensará un poco lo que has perdido.
Aun después de que Molly se hubo retirado, Tara no se decidió a iniciar la lectura de inmediato. Quería saborear el placer de la expectativa. Por fin, no pudo seguir negándose.
Tara queridísima:
Desde aquí, pienso en ti todos los días, aunque el trabajo es muy duro y exigente, y me pregunto cómo estaréis tú y el bebé. Tal vez ya haya nacido, y yo no sé siquiera si es varón o niñita.
Aunque lo que estoy haciendo es de gran importancia para todos nosotros, para el pueblo de África, tanto como para ti y para mí, me siento lleno de nostalgias por tu presencia. Tu recuerdo me llega inesperadamente durante la noche y en el día es como un cuchillo en mi pecho.
Tara no pudo seguir leyendo; tenía los ojos inundados de lágrimas.
—Oh, Moses… —Se mordió los labios para no balbucear—. Nunca sospeché que sintieras esto por mí. —Y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
Cuando te dejé no sabía adónde iba ni qué me esperaba aquí. Ahora, todo está en claro y sé cuál es la difícil tarea que tengo por delante. También sé que necesitaré tu ayuda. No me la negarás, ¿verdad, esposa mía? Te llamo esposa porque así te considero, ahora que estás gestando un hijo nuestro.
Para Tara fue difícil aceptar todo aquello. No había esperado nunca ese reconocimiento y se sintió muy humilde.
—Jamás podré negarte nada —susurró, mientras recorría velozmente con la vista el resto de la página. En el dorso, Moses había escrito:
En una ocasión, te dije que me resultarías muy valiosa si utilizabas tus vínculos familiares para mantenernos informados sobre los asuntos de Estado. Tu esposo, Shasa Courtney, va a pasarse al bando de los opresores neofascistas. Aunque esto te colme de odio y desprecio hacia él, es una bonificación que no esperábamos ni hemos pedido. Tenemos información de que se le ha prometido un sitio en el Gabinete de ese bárbaro régimen. Si contaras con su confianza, eso nos permitiría disponer de información interna directa y conocer sus planes y sus intenciones. Sería tan valioso, que no puedo ponerle precio.
—No —susurró ella, sacudiendo la cabeza, pues presentía lo que seguía a aquellas palabras. Necesitó valor para seguir leyendo.
Te pido, por nuestra tierra y por nuestro amor, que en cuanto el niño haya nacido y te hayas recuperado del parto, vuelvas a Weltevreden, el hogar de tu esposo; debes pedirle perdón por tu ausencia y decirle que no puedes vivir sin él y sin sus hijos; después, harás cuanto esté a tu alcance para congraciarte con él y ganar su confianza una vez más.
—No puedo hacer eso —murmuró Tara. Al pensar en los niños, sobre todo en Michael, comenzó a vacilar—. Oh, Moses, no sabes lo que me pides. —Se cubrió los ojos con la mano—. No me obligues, por favor. Apenas me he ganado la libertad; no me obligues a tirarla otra vez.
Pero la carta proseguía, implacable:
A todos nosotros se nos exigirá que hagamos sacrificios en la lucha que se avecina. Algunos tendremos que renunciar a la vida misma, y bien puedo ser yo uno de ellos…
—¡No, tú no, querido mío, por favor, tú no!
Sin embargo, para los camaradas auténticos y leales habrá recompensas inmediatas, además de la definitiva victoria de la lucha y la liberación final. Si puedes hacer lo que te pido, mis amigos de acá harán arreglos para que tú y yo podamos estar juntos sin tener que esconder nuestro amor, en una tierra libre y extranjera, donde, por un feliz interludio, podremos disfrutar al máximo de nuestros sentimientos. ¿Te lo imaginas, amor mío? Poder pasar días y noches juntos, caminar por las calles de la mano, cenar juntos en público y reír abiertamente, erguirnos sin miedo y decir en voz alta lo que pensamos, besarnos y hacer todas esas cosas tontas y adorables que los amantes hacen, además de tener a nuestro lado al hijo de nuestro amor…
Era demasiado doloroso y ella no pudo seguir. Cuando Molly la encontró, llorando amargamente, se sentó en el lecho, a su lado, y la abrazó.
—¿Qué pasa, Tara querida? Cuéntame, cuéntale a la vieja Molly.
—Tengo que volver a Weltevreden —sollozó ella—. Oh, Molly, por Dios, yo creía haberme liberado de esa casa para siempre. Y ahora tengo que volver.
Cuando Tara pidió una reunión formal para discutir sus relaciones matrimoniales, Shasa cayó en una total consternación. Estaba muy satisfecho con el arreglo informal que regía entre ambos, por lo cual él disponía de libertad completa y de los niños, junto con la respetabilidad y la protección de su condición de casado. Se había sentido feliz de pagar sin protestas las facturas que le llegaban a nombre de Tara y se encargaba de que se le depositara una amplia asignación en el Banco, el primer día de cada mes. Hasta había cubierto ocasionales saldos en descubierto, cuando el Banco le informaba que ella había sobregirado. En una ocasión, el cheque estaba a la orden de un vendedor de autos usados y era por casi mil libras. Shasa no hizo averiguaciones; cualquiera que fuese la suma, para él era un buen negocio.
Y ahora, al parecer, todo eso se acercaba a su fin. Shasa se apresuró a convocar a sus principales asesores en la sala de juntas. La misma Centaine presidía la reunión; Abraham Abrahams había viajado desde Johannesburgo, llevando consigo al socio principal de una firma de abogados, renombrada y muy costosa, especializada en divorcios.
—Tengamos en cuenta la peor de las posibilidades —dijo Centaine—: Tara querrá a los chicos y pedirá una gran suma, mas una pensión para ella y para cada una de las criaturas.
Echó un vistazo a Abe, quien hizo un gesto afirmativo con su cabeza plateada; eso puso a los otros asesores legales a cabecear como marionetas, con aire grave y entendido, mientras contaban secretamente sus aranceles, según pensó Shasa, para sus adentros.
—¡Esa mujer me abandonó, qué joder! ¡Que me lleve el diablo si le entrego a mis hijos!
—Aducirá que tú le hiciste imposible la convivencia en el hogar conyugal —advirtió Abe. Viendo la expresión tormentosa de Shasa, trató de calmarlo—. Ten en cuenta, Shasa, que también ella buscará a muy buenos abogados, con toda seguridad.
—¡Malditos abogados, esos tramposos! —se quejó Shasa, amargamente. Su asesor puso cara de sufrimiento, pero él no pidió disculpas ni hizo excepciones—. Ya le he dicho que no le voy a dar el divorcio. Mi carrera política está en una etapa muy delicada. No puedo permitirme un escándalo. Muy pronto, me presentaré como candidato en elecciones generales.
—Quizá no puedas negarte —murmuró Abe—. Si ella tiene una buena base…
—No tiene nada —afirmó Shasa, virtuoso—. Siempre he sido un esposo atento y generoso.
—Tu generosidad es renombrada —reconoció Abe, secamente—. Hay muchas señoritas atractivas que podrían prestar testimonio sobre ese punto.
—Vamos; Abe —protestó Centaine—. Shasa no se ha metido nunca en problemas con mujeres.
—Mi querida Centaine, aquí tratamos con hechos reales, no con ilusiones maternales. Yo no soy detective privado, de modo que la vida personal de Shasa no es de mi incumbencia. Sin embargo, por poco que me interese la cuestión, puedo citarte cuanto menos seis oportunidades, en los últimos años; en que Shasa ha dado amplios motivos a Tara para que…
Shasa le estaba haciendo frenéticas señas para que se callara, pero Centaine se inclinó hacia delante con expresión interesada.
—Sigue, Abe —ordenó—. Comienza a citar.
—Hace dos años, en enero, fue la primera figura de una compañía que vino de gira con la comedia musical Oklahoma. —Shasa se hundió en la silla, cubriéndose los ojos como si rezara—. Algunas semanas después, una integrante del equipo británico de hockey femenino. —Hasta entonces, Abe no había mencionado nombres, pero prosiguió—: Luego, una productora de televisión norteamericana, una zorra descarada que tenía nombre de pescado o algo así, Kitty Godolphin. ¿Quieres que siga? Hay varias más, pero ya he dicho que no soy investigador privado. Eso sí, puedes estar segura de que Tara se conseguirá uno bueno; y Shasa se esfuerza muy poco en cubrir sus huellas.
—Basta ya, Abe —lo interrumpió Centaine, estudiando a su hijo con desaprobación y cierta admiración malhumorada. «Es la sangre de Thiry, pensó, la maldición de la familia, pobre Shasa». Pero dijo, severamente—: Parece que, después de todo, nos vemos frente a un problema. —Y se volvió hacia el abogado especialista en divorcios—. Aceptemos que Tara pueda aducir infidelidad. ¿Cuál es el peor dictamen que podemos esperar?
—Es muy difícil, Mrs. Courtney…
—No voy a echárselo en cara si se equivoca —le aseguró Centaine, bruscamente—. Dígame el peor de los casos.
—Podría conseguir la custodia de los niños, sobre todo de los dos menores, y una gran suma de dinero.
—¿Cuánto? —quiso saber Shasa.
—Considerando las circunstancias… —El abogado vaciló, con delicadeza—. Podrían ser un millón de libras, una casa, una pensión y algunas cosas de menor importancia.
Shasa se sentó muy erguido, silbando por lo bajo.
—Eso es tomar en serio algo que uno hizo a la ligera —murmuró. Nadie rió.
Por lo tanto, Shasa se preparó minuciosamente para la entrevista con Tara. Estudió el asesoramiento escrito de Abe y los otros abogados y estableció sus tácticas con firmeza. Sabía qué decir y qué evitar. No admitiría nada ni haría promesas, mucho menos con respecto a los niños.
Para la reunión eligió la piscina al pie de la cascada, con la esperanza de que Tara asociara ese sitio con las horas felices que habían pasado allí. Hizo que el cocinero le preparara una cesta con un almuerzo exquisito, que contenía los platos favoritos de Tara, y eligió seis botellas de sus mejores vinos.
Puso especial cuidado en su aspecto personal. Se hizo cortar el cabello y escogió un parche de seda nuevo para su ojo, entre los que guardaba a montones en un cajón. Se aplicó la loción para después de afeitarse que ella le había regalado y se puso el traje de seda salvaje, de color crema, que a ella le gustaba. En el cuello abierto de su camisa azul, el pañuelo de las Fuerzas Aéreas.
, Los niños fueron enviados a «Rhodes Hill», a casa de Centaine, para que pasaran allí el fin de semana. Shasa mandó al chofer en el «Rolls Royce» para que fuera a buscarla a casa de Molly Broadhurst, donde se había hospedado. El chofer la llevó directamente a la piscina y Shasa le abrió la portezuela. Se llevó la primera sorpresa cuando ella le presentó la mejilla para un beso.
—Qué bien estás, querida —saludó él, no del todo falto de sinceridad.
Tara había perdido peso, su cintura era otra vez de avispa y lucía un busto espléndido. A pesar de la gravedad del momento, Shasa sintió que las ingles se le estremecían al contemplar aquel escote. «¡Abajo, nene!», se ordenó a sí mismo, en silencio. Y apartó la vista, concentrándose en el rostro. El cutis se había aclarado, las ojeras eran apenas visibles e iba peinada de peluquería. Por lo visto, se había tomado tanto trabajo como él mismo con su aspecto personal.
—¿Dónde están los chicos? —preguntó Tara de inmediato.
—En casa de mamá. Los envié allá para poder hablar contigo sin interrupciones.
—¿Y cómo se encuentran, Shasa?
—Muy bien. No podrían estar mejor. —El marido no quería reclamos especiales en ese aspecto.
—Los echo mucho de menos.
El comentario era ominoso y él no respondió. En cambio, la condujo a la glorieta y la acomodó en el diván, frente a la cascada.
—Qué bello es esto —comentó ella, mirándolo alrededor—. Mi sitio favorito en todo Weltevreden.
Y tomó la copa que él le ofrecía.
—¡Por tiempos mejores! —brindó él.
Entrechocaron las copas y bebieron. Después, ella dejó la copa en la mesita de mármol y Shasa se preparó para recibir el primer disparo de la contienda.
—Quiero volver a casa —dijo ella.
Shasa volcó algo de vino blanco en la pechera de su traje. Se dedicó a limpiarlo con el pañuelo, a fin de darse tiempo para recobrar la compostura.
De alguna manera perversa, había estado esperando de buena gana el regateo. Era comerciante y tenía absoluta confianza en su capacidad de lograr ventaja. Más aún, comenzaba a hacerse a la idea de volver al estado de soltero, que tenía muchas cosas placenteras, aunque le costara un millón de libras. Sintió el escozor de la desilusión.
—No comprendo —dijo con cautela.
—Echo de menos a los niños y quiero estar con ellos, pero no quiero quitártelos. Necesitan tanto un padre como una madre.
Era demasiado fácil. Los instintos regateadores aseguraron a Shasa que allí no acababa la cosa.
—He tratado de vivir sola —prosiguió Tara—, y no me gusta. Quiero volver.
—¿Y retomaríamos las cosas desde donde las dejamos? —preguntó él, con cuidado.
Pero ella sacudió la cabeza.
—Eso es imposible; los dos lo sabemos. —Evitó más preguntas levantando la mano—. Si me permites, te diré qué pido. Quiero las comodidades de mi antigua vida, contacto con mis hijos, el prestigio que va asociado con el apellido Courtney y dinero para no verme obligada a hacer economías.
—Hasta ahora, siempre habías despreciado el dinero y la posición social —dijo él, sin poder evitar la pulla.
Ella no se dio por ofendida.
—Hasta ahora no había tenido que pasarme sin él —dijo simplemente—. Sin embargo, quiero tener posibilidades de alejarme por un tiempo cuando esto se me haga insoportable. Pero no te avergonzaré en lo político ni en ningún otro aspecto. —Hizo una pausa—. Eso es todo.
—¿Y qué me ofreces a cambio? —preguntó él.
—Una madre para tus hijos y una esposa para presentar en público. Me encargaré de todo cuando ofrezcas cenas o fiestas y me mostraré simpática con tus invitados; hasta puedo ayudarte en la campaña electoral. Antes, sabía mucho de eso.
—Tenía la impresión de que mis opiniones políticas te asqueaban.
—Y así es, pero no voy a demostrarlo.
—¿Y en cuanto a mis derechos maritales, como los llaman delicadamente los abogados?
—No. —Ella meneó la cabeza—. Eso no haría más que complicar nuestras relaciones. —Pensó en Moses; jamás podría serle infiel, aun cuando él se lo hubiera ordenado—. No, pero no pondré objeciones si buscas a otras. Siempre has sido razonablemente discreto y sé que seguirás siéndolo.
Él le miró el busto y sintió una punzada de pena, pero el trato que ella le ofrecía lo tenía sorprendido. Le dejaba todo lo que él deseaba y, por añadidura, le ahorraba un millón de libras.
—¿Es eso todo? —preguntó él—. ¿Estás segura?
—A menos que a ti se te ocurra otro punto a discutir. Shasa meneó la cabeza.
—Propongo que cerremos el trato con un apretón de manos… y abramos una botella de «Widow».
Ella le sonrió por encima del borde de la copa para ocultar lo que en verdad sentía por él y por su mundo. Mientras sorbía el amarillo vino, juró para sus adentros: «Ya pagarás por esto, Shasa Courtney; pagarás por tu trato mucho más de lo que nunca soñaste… »
Como Tara había sido la señora de Weltevreden por más de una década, no le resultó nada difícil volver a representar ese papel. Sin embargo, ahora sentía como nunca que lo estaba desempeñando en una obra tediosa y nada convincente.
Había algunas diferencias, empero. La lista de invitados, alterada con gran sutileza, incluía ahora a casi todos los figurones del Partido Nacionalista y los organizadores del grupo. Con demasiada frecuencia, la conversación se llevaba a cabo en afrikaans y no en inglés. Tara tenía un adecuado conocimiento de ese idioma, que, después de todo, era muy simple: una gramática tan poco complicada que los verbos ni siquiera se conjugaban y con un vocabulario cuya mayor parte estaba tomada directamente del inglés. No obstante, tenía cierta dificultad con las inflexiones guturales; por eso, muchas veces se limitaba a sonreír dulcemente y a guardar silencio. Descubrió que, cuando actuaba de ese modo, la gente no tardaba en olvidar su presencia; entonces, oía mucho más que si hubiera participado en la conversación.
Manfred De La Rey era ahora visitante frecuente de Weltevreden. A Tara le resultaba irónico verse en la necesidad de alimentar y entretener a quien, a su modo de ver, representaba todo lo malo y cruel del opresivo régimen que ella tanto detestaba. Era como sentarse a comer con un leopardo devorador de hombres; hasta sus ojos, pálidos y crueles, se parecían a los de un gran felino carnicero.
Cosa extraña: descubrió que, a pesar de su odio, el hombre la fascinaba. Una vez que hubo superado el impacto inicial de su presencia, pudo reconocer que esa persona era muy inteligente. Se sabía, claro está, que había sido un alumno brillante en la Universidad de Stellenbosch y que, antes de participar en el Parlamento, había ejercido la carrera de abogado con gran éxito. Tara sabía también que no hubiera sido incluido en el Gabinete nacionalista de no ser brillante, pero su inteligencia era siniestra y ominosa. Descubrió que ella misma escuchaba conceptos atroces expresados con tanta lógica y elocuente convicción que caía bajo su magnética influencia; era como un pájaro que tratara de romper el hechizo de la danza ondulante de una cobra.
La relación de Manfred De La Rey con la familia Courtney era otro enigma. Entre las tradiciones familiares, se contaba que el padre había robado a la mina «H’ani» un millón de libras en diamantes y que Blaine, su propio padre, había ido con Centaine al desierto, cuando aún no estaban casados, para perseguirle y capturarle, tras una feroz lucha. El padre de Manfred había cumplido quince años de una condena a cadena perpetua antes de ser liberado, beneficiado por la amnistía que los nacionalistas habían otorgado a tantos prisioneros afrikaners al asumir el poder, en 1948. Las dos familias deberían haber sido enemigas acérrimas. En realidad, Tara detectaba definidas señales de odio en el tono ocasional de algún comentario o de alguna mirada intercambiados entre Manfred y Shasa; había algo seco y artificial en la fachada abiertamente amistosa que ellos presentaban, como si en cualquier momento pudiera desaparecer y se los viera enredándose como dos perros de pelea.
Por otra parte, Tara sabía que era Manfred quien había convencido a Shasa para que abandonara al moribundo Partido Unificado y se uniera a los nacionalistas, prometiéndole rango ministerial, y que Shasa había hecho de los De La Rey, padre e hijo, accionistas mayoritarios y directores de la nueva compañía pesquera de Walvis Bay, empresa que, al parecer, iba a rendir un beneficio de medio millón de libras en ese primer año de operaciones.
El misterio de estas relaciones se tornaba más intrigante por obra de Centaine. En la segunda ocasión en que Shasa invitó a Manfred De La Rey y a su esposa a cenar en Weltevreden, Centaine le telefoneó con algunos días de antelación para preguntarle, directamente, si ella y Blaine podían asistir.
Tara estaba decidida a ver a su suegra lo menos posible y a reducir su influencia sobre los niños y sobre el manejo general de la casa, pero se vio tan cogida de improviso por esa pregunta franca, que no se le ocurrió ninguna excusa.
—Por supuesto, Mater —concordó, con falso entusiasmo—. Yo iba a invitarle a usted y a papá, pero pensé que la velada les resultaría tediosa y sé que él no aguanta a De La Rey.
—¿De dónde has sacado esa idea, Tara? —preguntó Centaine, agria—. Están en bandos políticos opuestos, pero Blaine tiene un saludable respeto por ese hombre. Reconoce que De La Rey manejó muy bien el problema de los disturbios; su Policía hizo un trabajo magnífico cuando hubo que silenciar a los líderes, evitando disturbios peores y más pérdidas de vidas.
La boca de Tara se llenó de palabras furiosas que hubiera querido arrojar contra su suegra, pero apretó los dientes y aspiró hondo antes de hablar.
—Muy bien, Mater; Shasa y yo los esperamos de muy buen grado el viernes por la noche. Siete y media u ocho. Los hombres, por supuesto, con traje de etiqueta.
—Por supuesto —dijo Centaine.
La velada resultó sorprendentemente tranquila, considerando los explosivos elementos sentados a la mesa, pero Shasa mantenía una regla estricta: nunca se hablaba de política partidaria en el palaciego comedor de Weltevreden. La conversación de los hombres fue pasando desde la gira del equipo de rugby a la reciente captura de un atún de doscientos setenta kilos en False Bay; el primero en su especie. Manfred De La Rey y Blaine, ambos aficionados a la pesca, estaban entusiasmados por la perspectiva de semejante presa.
Centaine, en contra de su costumbre, se mantuvo silenciosa durante la comida. Aunque Tara la había sentado junto a Manfred, escuchaba atentamente cuanto él decía y, cuando pasaron al salón, ya terminada la cena, se mantuvo cerca de Manfred. Pronto, los dos se olvidaron de todos, perdidos en una conversación acalorada, aunque hablaban en voz baja.
Heidi, la escultural esposa alemana de Manfred, no logró apasionar a Tara con sus prolongadas quejas sobre la pereza y la deshonestidad de sus sirvientes de color. La dueña de la casa escapó en cuanto pudo. Llevó otro coñac a su padre, que estaba sentado en el largo sofá de terciopelo azul, y se acomodó a su lado.
—Centaine dice que admiras a De La Rey —observó en voz baja.
Y ambos miraron a la otra pareja, sentada en el extremo opuesto de la habitación.
—Es un fulano formidable —gruñó Blaine—, duro como el acero y cortante como un hacha. ¿Sabes que sus mismos colegas le llaman el «hombre-panga»?
—¿Por qué fascina tanto a Centaine? Me llamó para exigirme que la invitara en cuanto supo que él estaría aquí. Parece tener cierta obsesión con él. ¿Sabes a qué se debe, papá?
Blaine bajó la vista para estudiar la firme ceniza gris de su cigarro. No sabía qué decirle. Probablemente, sólo él y otras tres personas, en el mundo entero, sabían que Manfred De La Rey era el hijo bastardo de Centaine. Recordó su propio error al saberlo de labios de ella misma. Ni siquiera Shasa se había enterado de que él y Manfred eran medio hermanos. Este último sí lo sabía, por supuesto; la misma Centaine se lo había dicho, usando la noticia para extorsionarle y evitar que destruyera la carrera política de Shasa, en 1948.
Todo era demasiado complejo, y Blaine se sintió perturbado, como solía ocurrirle cuando le llegaban los ecos de las tonterías y las indiscreciones cometidas por Centaine antes de que él la conociera. Por fin, sonrió con melancolía. Ella seguía siendo una mujer fiera e impetuosa; de lo contrario, él no la habría amado.
—Creo que a Centaine le interesa cuanto afecte a la carrera de Shasa. Y es natural que hable con De La Rey, porque este apadrina a Shasa. A eso se reduce todo, querida.
—Sí, De La Rey lo patrocina —reconoció Tara—, pero, ¿qué piensas tú, papá, sobre la conversión política de Shasa?
Aunque estaba decidida a mantener la calma, la agitación había elevado su voz. Shasa, enfrascado en una íntima conversación con una joven, segunda esposa del embajador francés, mujer elegante y de mirada audaz, oyó su nombre a través del cuarto y levantó la vista hacia ella. Tara se apresuró a bajar la voz.
—¿Qué piensas de eso, papá? ¿No te horrorizaste?
—Al principio, sí —admitió Blaine—. Pero después lo discutí con Centaine y hablé con Shasa. Le dije lo que pensaba; fue una conversación dura, aunque, finalmente, comprendí su punto de vista. No lo comparto, pero lo respeto. Él cree poder ser más útil…
Tara oyó a su propio padre repetir las falsas justificaciones de Shasa; la indignación la invadió de nuevo. Temblaba de pasión reprimida; habría querido gritarles, a Shasa, a Centaine, a su propio padre. Entonces, pensó en Moses y en la lucha. Con esfuerzo, logró dominarse.
«Debo recordarlo todo —se dijo—. Cualquier cosa que digan o hagan. Hasta el menor detalle puede ser de inestimable valor para la lucha».
Por eso, informaba de todo fielmente a Molly Broadhurst. Escapaba de Weltevreden una vez por semana, cuanto menos, con la excusa de visitar a su modista o a su peluquera. Ella y Molly se encontraban después de haber tomado complicadas precauciones, pues Tara quería asegurarse de que nadie la siguiera. Las instrucciones que ella tenía le indicaban cortar todos sus vínculos con los izquierdistas y evitar en todo momento los comentarios políticos o socialistas en presencia de los demás. Molly era su único contacto con el mundo de la lucha; por eso, cada minuto pasado con ella le era precioso.
Durante esos interludios, Miriam Afrika siempre le llevaba el bebé. Tara lo tenía en brazos y le daba el biberón mientras proporcionaba su informe a Molly. Todo le fascinaba en el pequeño Benjamín; desde los apretados rizos de su cabello negro, hasta la exquisita suavidad y color de su piel, marfil antiguo y miel, y el clarísimo rosado coral de sus diminutos pies.
En una de sus visitas, Molly le entregó otra carta de Moses. Hasta la alegría de tener en brazos al bebé palideció ante las palabras escritas.
La carta estaba fechada en Addis Abeba, capital de Etiopía; Moses se hallaba allí para hablar en una reunión de jefes de Estado africanos negros, por invitación especial del emperador Haile Selassie. Le describía la cálida bienvenida que se le había brindado y el ofrecimiento de apoyo moral, financiero y militar que se le ofrecía a la lucha en Anzanie; tal era el nuevo nombre dado a Sudáfrica. Tara lo oía por primera vez; al repetirlo en voz alta, su sonido agitó en ella una honda respuesta patriótica que nunca antes había sentido… Leyó el resto de la carta:
Desde aquí, viajaré a Argelia, donde me reuniré con el coronel Boumedienne, quien está luchando contra el imperialismo francés, y cuyo gran valor no dejará de dar libertad y felicidad a esa tierra trágicamente oprimida.
Después, volveré a Nueva York, y parece seguro que se me permitirá presentar nuestro caso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. Todo esto es excitante, pero tengo noticias aún mejores, que se refieren a ti y a nuestro hijito Benjamín.
Si continúas haciendo tan importante trabajo para la causa, nuestros poderosos amigos te darán una recompensa especial. Algún día, tú y yo, con Benjamín, estaremos juntos en Londres. No puedo expresarte los enormes deseos que tengo de abrazar a mi hijo y de volver a saludarte.
Te escribiré en cuanto tenga noticias más definidas. Mientras tanto, te insto a continuar con tu valiosa labor en pro de la causa; en especial, debes hacer todo lo posible para que tu esposo sea elegido para formar parte del Gobierno en las elecciones del mes próximo. Eso te colocará en una posición única y valiosísima para la lucha.
Durante varios días, después de recibir esta carta, Tara estuvo tan alegre y animosa que su actitud llamó la atención de Shasa y de Centaine; ambos la tomaron como señal de que, por fin, al parecer, estaba dispuesta a cumplir el trato que había hecho con Shasa.
Cuando el Primer Ministro anunció la fecha de las elecciones generales, de inmediato, el país se vio atacado por ese frenesí peculiar e intrigante que acompaña a toda gran actividad política en Sudáfrica. Los periódicos iniciaron sus estridentes pronunciamientos partidarios.
La renuncia de Shasa al Partido Unificado y su candidatura a la representación de South Boland por el Nacionalista fue uno de los puntos más salientes de la campaña. El periodismo inglés lo castigaba, tildándolo de cobarde y traidor. El Burger y el Transvaler, dos baluartes de la causa nacionalista, lo magnificaron como a iluminado del futuro y predecían un tiempo en que todos los sudafricanos blancos, bajo la mano firme del Partido Nacional, marcharían juntos hacia la dorada República que era el sueño de todos los verdaderos patriotas sudafricanos.
Kitty Godolphin había viajado desde Nueva York para cubrir las elecciones y actualizar su famosa serie Enfoque de África, con la que había ganado otro «Emmy»; gracias a ella era una de las comentaristas televisivas mejor pagadas de la nueva generación.
La deserción política de Shasa era titular de primera plana cuando ella llegó al aeropuerto Jan Smuts. Desde allí, le telefoneó a su número privado. Lo encontró en su oficina, apenas terminada la reunión de directorio que él había presidido, un momento antes de que volara a la mina «H’ani» para la inspección anual.
—¡Hola! —dijo ella alegremente—. Soy yo.
—Grandísima zorra —saludó él, reconociendo su voz en seguida. Después de lo que me hiciste debería patearte el trasero con botas claveteadas.
—Ah, ¿lo viste? ¿No fue estupendo? Creo que te capté a la perfección.
—Sí, lo vi el mes pasado en la «BBC», estando en Londres. Me presentaste como el resultado de un cruce entre el capitán Bligh y Simon Legree, aunque más pomposo que cualquiera de los dos y mucho menos simpático.
—Es lo que digo: te capté a la perfección.
—No sé por qué estoy hablando contigo —replicó él, riendo entre dientes muy a su pesar.
—Porque codicias mi bello y milagroso cuerpo —sugirió ella.
—Sería más prudente hacer proposiciones deshonestas a un nido de avispas.
—Aquí no estamos hablando de prudencia, querido, sino de lujuria. Ambas cosas no son compatibles.
Shasa tuvo una melancólica visión de aquel cuerpo delgado, de pequeños senos perfectos, y se sintió algo sofocado.
—¿Desde dónde me telefoneas? —preguntó.
—Desde el aeropuerto de Johannesburgo.
—¿Qué planes tienes para esta noche? —Estaba haciendo un rápido cálculo. Podía postergar la inspección a la “H’ani”; en cuatro horas, el Mosquito lo llevaría a Johannesburgo.
—Acepto sugerencias —dijo ella—, siempre que incluyan una entrevista exclusiva para la «NABS» sobre tu cambio de apetencia política, tu opinión de las próximas elecciones y lo que significan para el pueblo de este país.
—No debería meterme en éstas —reconoció él—, pero me tendrás ahí dentro de cinco horas. No te vayas.
Shasa colgó el receptor y pasó algunos segundos cavilando. Ese cambio de planes provocaría consternación en toda la compañía, pues tenía muchísimos compromisos para las semanas siguientes, incluyendo la inauguración de la campaña electoral. Pero esa mujer había tejido una especie de hechizo a su alrededor. Como un duende maligno, bailaba en los márgenes de su mente desde hacía meses. La sola idea de estar con ella lo llenaba de una estremecida expectativa que no experimentaba desde sus primeras experiencias sexuales.
El Mosquito ya tenía combustible y estaba en la pista, preparado para el vuelo a la mina «H’ani». Le llevó diez minutos planificar su nuevo plan de vuelo y presentarlo al control de tránsito aéreo. Por fin, subió a la cabina y, sonriente como un muchachito que estuviera haciendo «novillos» puso los motores en marcha.
Aterrizó al oscurecer, pero un coche de la empresa lo estaba esperando. Fue directamente al «Carlton», en el centro de Johannesburgo. Kitty lo esperaba en el vestíbulo, fresca como una adolescente, toda piernas largas y caderas estrechas enfundadas en vaqueros. Se acercó a él con infantil entusiasmo y le echó ambos brazos al cuello para darle un beso. Los que estaban en el vestíbulo debieron imaginar que Shasa era un padre encontrándose con su hija estudiante, pues sonrieron con indulgencia.
—Vamos a tus habitaciones —dijo ella, mientras lo conducía hacia el ascensor, aferrada a su brazo en una pantomima de adoración—. Hank tiene la cámara y las luces ya preparadas.
—No me has dado tiempo de ir al baño —protestó Shasa.
Ella puso cara de sorna.
—Terminemos con esto, así tendremos más tiempo para lo que quieras hacer después.
Le dedicó una sonrisa diabólica y él meneó la cabeza con desgana.
Todo era deliberado, por supuesto. Kitty era demasiado profesional para darle tiempo y permitirle concentrarse. Parte de su técnica consistía en coger desprevenidos a sus entrevistados; ella, por el contrario, había estudiado sus propias notas y preparado cuidadosamente sus preguntas en las cinco horas transcurridas desde la conversación telefónica.
La periodista había colocado el mobiliario de la suite formando un rincón íntimo. Hank lo tenía iluminado con sus reflectores y estaba allí, con su cámara lista. Shasa le estrechó la mano e intercambió un saludo amistoso con él mientras Kitty le servía una buena medida de whisky.
—Quítate la chaqueta —le indicó, al entregárselo—. Quiero mostrarte tranquilo y despreocupado.
Lo condujo a los dos sillones enfrentados y, mientras él sorbía su whisky, lo adormeció con un divertido relato del vuelo, detenido en Londres durante ocho horas debido al mal tiempo. Cuando Hank le dio la señal, dijo dulcemente:
—Shasa Courtney: desde el comienzo de este siglo, su familia ha sido tradicionalmente aliada del general Smuts. El era amigo personal de su abuelo y de su madre e invitado frecuente en su casa. Él patrocinó su ingreso a las arenas políticas. Ahora, usted ha vuelto la espalda al Partido Unificado que él condujo, abandonando los principios fundamentales de la decencia y el juego limpio para con los ciudadanos de color de este país, que, en gran medida, formaban parte de la filosofía del general Smuts. Se le ha llamado desertor, vendido… y cosas peores. ¿Cree que es una buena definición? Y, si no, ¿por qué?
El ataque fue tan salvaje y veloz, que lo desconcertó por un momento, pero estaba preparado para algo así. Sonrió. Eso iba a ser divertido.
—El general Smuts era un gran hombre, pero no tan santo para con los nativos como usted supone. Mientras él estuvo en el poder, la situación política de los negros permaneció sin cambios; cuando se desmandaron, él no vaciló en enviarles las tropas con órdenes de disparar. ¿Tiene usted noticias de la rebelión de Bondelswart y la masacre de Bulhoek?
—¿Sugiere usted que también Smuts oprimía a los nativos de este país?
—No más de lo que un rector estricto oprime a sus pupilos. En general, nunca enfocó en serio la cuestión de la gente de color: la dejó a cargo de la generación futura. Y nosotros somos esa generación futura.
—Bien, ¿y qué van a hacer ustedes por los pueblos negros de este país, que superan a los blancos casi por cuatro a uno y no tienen ningún derecho político en su tierra natal?
—En primer lugar, trataremos de evitar la trampa del pensamiento simplista.
—¿Puede explicar eso? —Kitty frunció el entrecejo. No quería que él se le escapara con terminologías vagas—. Dénos un ejemplo concreto de pensamiento simplista.
Él asintió.
—Usted usa a la ligera los términos pueblos negros y pueblos blancos, dividiendo a la población en dos partes distintas y desiguales. Eso es peligroso. En Estados Unidos podría dar resultado; si a todos los negros norteamericanos se les diera una cara blanca, serían simplemente norteamericanos y se considerarían como tales…
—¿Insinúa que no es el caso en África?
—Desde luego —aseguró Shasa—. Si todos los negros de este país recibieran un rostro blanco, seguirían considerándose zulúes, xhosas y vendas. Nosotros seguiríamos siendo ingleses y afrikaners. Las cosas cambiarían muy poco.
A Kitty no le gustó eso; no era lo que deseaba decir a su público.
—Entonces, naturalmente, usted descarta la idea de una democracia en este país. Jamás aceptará la política de que a cada hombre debe corresponderle un voto, porque siempre aspirará a la dominación blanca…
Shasa intervino rápidamente.
—Si a cada hombre le correspondiese un voto, eso no nos llevaría a un Gobierno negro, como usted parece prever, sino a un Gobierno zulú, pues los zulúes superan en número a los otros grupos. Tendríamos un dictador zulú, como el viejo rey Chaka, y la experiencia sería emocionante.
—¿Y cuál es la solución, entonces? —preguntó ella, disimulando su irritación tras una sonrisa aniñada—. ¿Es la baaskap, la dominación de los blancos y una opresión salvaje, respaldada por un Ejército y una fuerza policial completamente blancos…?
—No conozco la solución —la interrumpió él—. Es algo que deberemos buscar, pero espero que sea un sistema en el cual cada grupo tribal, sea blanco, pardo o negro, pueda mantener su identidad y su integridad territorial.
—Qué noble concepto —reconoció ella—. Entonces, dígame cuándo, en la historia de la Humanidad, se ha dado el caso de que un grupo dotado del poder político supremo sobre los otros grupos, entregara ese poder sin una lucha armada. ¿Cree, de verdad, que los sudafricanos blancos serán los primeros?
Tenemos que hacer nuestra propia historia —dijo Shasa, imitando la meliflua sonrisa de ella—. Mientras tanto, la existencia material de los pueblos negros de este país es cinco o seis veces mejor que la que llevan el resto de este continente africano. Se gasta más en educación, hospitales y viviendas para los negros, por cabeza, que en ningún otro país africano.
—¿Y en qué relación está la inversión en educación para los negros comparada con la educación para los blancos? —le espetó Kitty—, según mis informaciones, se invierte cinco veces más en la educación de un niño blanco que en la de uno negro.
—Trataremos de corregir ese desnivel, a medida que aumentemos la riqueza de nuestra nación, según los campesinos negros se vayan volviendo más productivos y hagan mayores contribuciones al aporte impositivo que sirve para costear la educación. En este momento, el sector blanco de la población paga el noventa y cinco por ciento de los impuestos…
La entrevista no estaba saliendo como Kitty quería. Ella la desvió suavemente.
—¿Cómo y cuándo se consultarán al pueblo negro esos cambios? ¿Es correcto decir que casi todos los negros (por cierto, todos los negros instruidos, líderes naturales) rechazan por completo el sistema político actual, que permite a una sexta parte de la población decidir el destino de todos?
Aún estaban cruzando espadas cuando Hank apartó la cabeza de la lente, con los ojos en blanco.
—No tengo más película, Kitty. Me dijiste que serían veinte minutos, como mucho. Hay cuarenta y cinco minutos en la lata.
—Está bien, Hank, es culpa mía. No me di cuenta de que teníamos a un intolerante tan parlanchín ante el objetivo. —Sonrió ácidamente a su entrevistado—. Puedes levantar todo esto, Hank. Nos veremos por la mañana, en el estudio, a las nueve en punto.
Y se volvió hacia Shasa. Ni siquiera levantó la vista cuando Hank salió.
—Bueno, ¿qué decidimos? —preguntó ella.
—Que el problema es más complejo de lo que nadie sospecha, incluyendo al Gobierno.
—¿Insoluble?
—Desde luego… si no se cuenta con delicadeza y con la total buena voluntad de todos los habitantes del país, y de nuestros amigos extranjeros.
—¿Rusia? —bromeó ella.
El se estremeció.
—Gran Bretaña.
—¿Y Estados Unidos?
—No. Gran Bretaña comprende. Estados Unidos está demasiado enredado en sus propios problemas raciales. No les interesa la disolución del Imperio Británico. Sin embargo, nosotros hemos respaldado a Gran Bretaña siempre y, ahora, ella nos respaldará.
—Tu confianza en la gratitud de las grandes potencias resulta reconfortante. Sin embargo, es probable que, en la próxima década, habrá una enorme oleada de preocupación por los derechos humanos que emanará de Estados Unidos. Al menos, eso espero… y la «NABS» hará cuanto esté en su mano para convertirla en una verdadera marea.
—Tu misión consiste en informar sobre la realidad, no en tratar de reestructurarla —le dijo Shasa—. Eres periodista, no el Dios del Juicio.
—Si crees eso, eres un ingenuo. Nosotros coronamos y destronamos a los reyes.
Shasa la miró fijamente, como si la viera por primera vez.
—Dios mío, estás en el juego del poder, como todo el mundo.
—Es el único juego disponible, amigo mío.
—Eres amoral.
—No más que tú.
—Oh, sí que lo eres. Nosotros estamos dispuestos a tomar decisiones y a soportar las consecuencias. Tú creas tu destrucción, como un niño con un juguete roto, y sigues adelante sin un solo remordimiento, buscando una nueva causa que sea más publicitaria.
El la había enfurecido. Kitty entornó los ojos, convirtiéndolos en dos flechas brillantes. Las pecas de la nariz y las mejillas relucían como motas de oro en polvo. A Shasa le excitó verla salir detrás de la pantalla, dura y formidable como el peor de los adversarios. Quiso pincharle un poco más, obligarla a rendirse por completo.
—Te has convertido en el gurú de Sudáfrica para la Televisión norteamericana, pero sólo por un motivo: no porque te preocupe el destino de las masas negras, sino, simplemente, porque hueles la sangre y la violencia en el aire. Presientes que aquí se desarrollará la acción en los próximos tiempos y quieres ser la persona que lo capte con la cámara…
—Hijo de puta —murmuró ella—, quiero paz y justicia.
—La paz y la justicia no hacen grandes reportajes, Kitty querida. Estás aquí para registrar las matanzas y los gritos. Si eso no ocurre con suficiente prontitud, se arregla con mucha facilidad: le das un empujoncito.
Ella saltó de la silla, con los labios crispados de cólera.
—Llevas una hora esparciendo el veneno racial más asqueroso y ahora me acusas de injusticia. Me tratas de agente provocador de la violencia que se aproxima.
Él arqueó una ceja, dedicándole aquella sonrisa provocativa que tanto enfurecía a sus adversarios en el Parlamento. Eso fue demasiado para Kitty, que saltó contra él, blancos los labios, estremecida de furia, y buscó aquel único ojo burlón con las uñas de ambas manos.
Shasa la sujetó por las muñecas y la elevó en el aire. Ella quedó espantada ante esa demostración de fuerza, pero levantó la rodilla con fuerza, apuntando hacia la ingle. Shasa giró un poco y recibió el rodillazo en el duro músculo del muslo.
—¿Cómo es posible que una niñita buena haya aprendido esta treta tan sucia? —preguntó, torciéndole los brazos tras la espalda.
Le sujetó las muñecas con la mano izquierda y se inclinó hacia ella. Kitty apretó los labios y trató de esquivarlo, pero él le buscó la boca. Mientras la besaba, le abrió la blusa y le acarició los senos con la mano libre. Tenía los pezones erguidos, como fresas maduras; estaba tan excitada como él, pero pataleando y siseando de ira.
Shasa la hizo girar en redondo, la arrojó de bruces sobre el grueso brazo acolchado del sillón y la sujetó con una mano entre los omóplatos, con el trasero al aire. Así era como se aplicaban los azotes en la escuela. Mientras ella gritaba y pataleaba, retiró el cinturón de las presillas del vaquero y le bajó hasta los tobillos los pantalones y las bragas. Aquellas nalgas blancas y redondas lo enloquecían.
Aunque Kitty forcejeaba y se debatía sin pausa, al mismo tiempo, levantó las caderas y arqueó la espalda para facilitarle las cosas. Sólo cuando ocurrió lo planeado ella dejó de luchar y empujó con fuerza contra él, sollozando por el esfuerzo de seguirle el ritmo.
Todo terminó muy pronto para ambos. Kitty giró en el asiento y tiró de Shasa hacia ella.
—Vaya modo endiablado de arreglar una disputa —susurró sobre su boca—. Tengo que reconocer que eres original.
Shasa ordenó que sirvieran la cena en la suite: platos delicados y buenos vinos. Despidió al camarero y sirvió personalmente, pues Kitty sólo llevaba uno de los albornoces provistos por el hotel.
—He reservado cuatro días para nosotros —dijo él, mientras descorchaba la botella de «Chambertin»—. En las últimas semanas, he tenido la suerte de conseguir veinte mil hectáreas al otro lado del río Sabi, del Parque Nacional Kruger. Hace quince años que estoy tras ellas; pertenecían a la viuda de uno de los viejos terratenientes, y he tenido que esperar a que la vieja se fuera al otro mundo. Son tierras salvajes, maravillosamente vírgenes, que bullen de animales de caza: el sitio perfecto para un secreto fin de semana. Iremos en avión mañana, después del desayuno. Nadie sabrá dónde estamos.
Ella se le rió en la cara.
—Estás chiflado, amante. Soy mujer de trabajo. Mañana, a las once en punto, tengo una entrevista con el líder de la oposición, De Viliiers Graff, y no pienso huir contigo a esas tierras salvajes para contemplar tigres y leones.
—En África no hay tigres. ¿Y tú eres la experta en cuestiones africanas? —Shasa se había enfurecido otra vez—. Aquí hay engaño. Me has traído aquí para nada —la acusó.
—¿Nada? —protestó ella, riendo entre dientes—. ¿Te parece que esto ha sido nada?
—Esperaba disponer de esto durante cuatro días.
—Pues calculaste un precio excesivo por una entrevista. Sólo puedes contar con el resto de la noche. Mañana, de vuelta al trabajo… los dos.
Shasa comprendió que lo estaba pescando desprevenido con demasiada frecuencia. La última vez hasta le había pedido que se casara con él, y la idea todavía tenía su atractivo. Ella lo conmovía como ninguna mujer lo había conseguido después de Tara. En parte, el hecho de que fuera inalcanzable la hacía tan deseable. Shasa estaba habituado a conseguir lo que deseaba, aunque se tratara de una zorra dura y sin corazón, con cara y cuerpo de niña.
La observó comer el jugoso filete con tanto placer sensual como el que delataba al hacer el amor. Estaba cruzada de piernas en el borde del sillón; el ruedo del albornoz se le había subido hasta lo alto del muslo. Ella vio la dirección que la mirada de Shasa tomaba, pero no hizo nada por cubrirse.
—Come —dijo, muy sonriente—. Una cosa cada vez, amante.
Shasa había tomado con pinzas el ofrecimiento de Tara de ayudarlo en la campaña electoral; en ocasión de los dos primeros mítines, la dejó en Weltevreden y cruzó solo el paso de las montañas.
South Boland, su nuevo distrito, era una zona de tierras ricas entre las montañas y el mar, en el litoral este. Los votantes, casi enteramente de extracción africana, pertenecían a familias que habían poseído esas tierras durante trescientos años. Eran adinerados cultivadores de trigo y criadores de ovejas, calvinistas y conservadores, pero no tan rabiosamente republicanos y antibritánicos como sus primos del interior, los del Estado Libre y los de Transvaal.
Recibieron los primeros discursos de Shasa con cautela y lo aplaudieron cortésmente al terminar. Su adversario, el candidato del Partido Unificado, era hombre de Smuts, como Blaine, y había ocupado ese puesto hasta 1948, para perderlo entonces frente a los nacionalistas. Sin embargo, aún contaba con cierto apoyo en el distrito, entre los hombres que habían conocido a Smuts y que habían ido «arriba, al Norte», para luchar contra el Eje.
Tras el segundo mitin de Shasa, los organizadores nacionalistas de la zona se mostraron asustados y llenos de preocupación.
—Estamos perdiendo terreno —dijo uno de ellos a Shasa—. Las mujeres desconfían del hombre que hace su campaña sin la esposa. Quieren echar un vistazo a la mujer.
—Escuche, Meneer Courtney, usted es un poquito demasiado apuesto. Eso está bien para las más jóvenes, que lo comparan con Errol Flynn, pero a las de más edad no les gusta. Y a los hombres no les gusta el modo en que las muchachas lo miran. Tenemos que mostrarle como hombre de familia.
—Traeré a mi esposa —prometió Shasa.
Pero el corazón le cayó a los pies. ¿Qué clase de impresión crearía Tara en esa agria comunidad temerosa de Dios, donde muchas de las mujeres aún usaban los sombreros de las voortrekker y los hombres estaban convencidos de que el sitio de la mujer era la cama o la cocina?
—Otra cosa —apuntó el principal organizador, con tacto—, necesitamos que uno de los hombres principales, uno de los ministros del Gabinete, se presente en la plataforma con usted. Vea, Meneer Courtney: a la gente le cuesta verle como verdadero nacionalista, con su apellido inglés y su historia familiar.
—Necesitamos que alguien me dé un aspecto respetable, ¿no? —Shasa ocultó su sonrisa.
Todos se mostraron aliviados.
—¡Ja, hombre! ¡Eso es!
—¿Y si consiguiera que el ministro De La Rey viniera al mitin del viernes? Y también mi esposa, por supuesto.
—¡Caramba, hombre! —se entusiasmaron—. El ministro De La Rey sería perfecto. A la gente le gusta el modo en que manejó los disturbios. Es de los buenos, es fuerte. Si él le acompaña para hablar con la gente, no habrá más problemas.
Tara aceptó la invitación sin comentarios. Con un esfuerzo de autodominio, Shasa se contuvo para no aconsejarle cómo vestirse ni cómo comportarse. Quedó encantado y agradecido al verla aparecer, en el estrado del centro municipal de Caledon, con un sobrio vestido azul oscuro y la densa cabellera rojiza bien recogida en un moño.
Aunque bonita y sonriente, era la imagen de la buena esposa. Isabella se sentó junto a ella, con medias blancas hasta la rodilla y cintas en el pelo; como actriz nata que era, respondió a la ocasión comportándose como una monjita. Shasa vio que los organizadores intercambiaban gestos de aprobación y sonrisas de alivio.
El ministro De La Rey, apoyado por su rubia esposa y su numerosa familia, presentó a Shasa con un enérgico discurso, dejando bien claro que el Gobierno nacionalista no consentiría ser manejado por Gobiernos extranjeros ni por agitadores comunistas, sobre todo si esos agitadores eran negros, además de comunistas.
Su estilo de oratoria estaba bien afinado; sacaba el mentón, hacía brillar sus ojos de topacio y sacudía el dedo ante ellos; recibió la ovación final con los brazos en jarras, desafiante.
El estilo de Shasa era diferente: relajado y amistoso. Cuando intentó el primer chiste, el público respondió con sincera diversión. Lo acompañó con aseveraciones de que el Gobierno aumentaría el subsidio, ya generoso, a los productos de granja, sobre todo a la lana y el trigo, y que fomentaría las industrias locales, explorando nuevos mercados de ultramar para la materia prima. Concluyó diciendo que muchos angloparlantes comenzaban a Comprender que la salvación del país residía en un Gobierno fuerte e implacable, y predijo un notable aumento en la mayoría nacionalista.
Esa vez hubo reservas en el tumultuoso aplauso que siguió a su discurso. Hubo unánimes votos de confianza en el Gobierno, en el Partido Nacional y en el candidato nacionalista por South Boland. Todo el distrito, incluidos los del Partido Unificado, se presentó a la parrillada gratuita que Shasa organizó en el campo de rugby. Dos bueyes enteros ardían en el asador y había ríos de cerveza y de Mampoer para tragarlos bien.
Tara se sentó entre las mujeres, dócil, recatada y silenciosa; dejó que las mujeres de más edad la miraran con aire maternal, mientras Shasa circulaba entre los maridos, conversando con sapiencia de cosas tan importantes como las plagas del trigo y los parásitos de las ovejas. En general, la atmósfera resultaba cómoda y tranquilizadora; Shasa pudo apreciar por primera vez el buen planeamiento de los organizadores y su dedicación a la causa nacionalista, que daba como resultado esa movilización de todos los recursos. El Partido Unificado jamás podría igualarlo, pues los angloparlantes eran complacientes y letárgicos cuando de Política se trataba. Era el viejo defecto inglés de negarse a demostrar que uno se esforzaba demasiado. La política era una especie de deporte y cualquier caballero sabía que el deporte era sólo cosa de aficionados.
«No me extraña que hayamos perdido el poder —pensó Shasa—. Estos tipos son profesionales; no estábamos a su altura… ». Pero se contuvo. Ahora ellos eran sus propios organizadores, no ya el enemigo. Se había convertido en parte de esa maquinaria política lustrosa y bien afinada. El saberlo le provocó cierta inquietud.
Por fin, con Tara a su lado, Shasa hizo la ronda de despedidas en compañía de un organizador, que lo encaminaba discretamente hacia los dignatarios locales más importantes, verificando que no dejara de saludar a ninguno de ellos. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que la familia era encantadora.
Pasaron la noche en casa del granjero más próspero de la zona. A la mañana siguiente, como era domingo, asistieron a los servicios de la iglesia holandesa reformada de la pequeña ciudad. Shasa no había pisado una iglesia desde el bautismo de Isabella y no esperaba esa oportunidad con muchas ansias. Pero aquello fue otro gran espectáculo, pues Manfred De La Rey había convencido al reverendo Tromp Bierman, moderador de la iglesia, para que pronunciara el sermón. Los sermones de tío Tromp eran famosos en todo El Cabo; muchas familias viajaban cientos de kilómetros para escucharlos.
—Nunca pensé que hablaría para un maldito rooinek —dijo el predicador a Manfred—. O es senilidad avanzada, o demuestra lo mucho que te amo.
Después, subió al púlpito y, haciendo destellar su gran barba de plata como el oleaje de un mar tormentoso, castigó a la feligresía con tanta fuerza, con tal furia, que todos se estremecieron de delicioso terror por el destino de sus respectivas almas.
Al terminar el sermón, tío Tromp redujo el volumen para recordarles que se aproximaban las elecciones y que votar por el Partido Unificado era votar por el mismo Satanás. Poco importaba lo que cada uno pensara de los ingleses; en este caso, no se trataba de votar por un hombre, sino por el partido al que el Todopoderoso había otorgado su bendición y en cuyas manos estaba el destino del Volk. Poco faltó para que cerrara las puertas del Cielo a cualquiera que no pusiera su voto a favor de Courtney. Cuando miró a todos, amenazador, muy pocos se sentían dispuestos a arriesgarse.
Mientras los Courtney volvían al hogar por los altos pasos montañosos, Shasa dijo:
—Bueno, querida mía, no sé cómo agradecerte la ayuda. De aquí en adelante, todo será pan comido.
—Fue interesante observar a nuestro sistema político en acción —murmuró Tara—. Los otros jinetes abandonaron sus cabalgaduras para hacerte pasar.
El día de las elecciones, en South Boland, fue sólo la confirmación de una victoria segura. Cuando se realizó el recuento, resultó que Shasa había aportado cuanto menos quinientos votos de dignos partidarios del Partido Unificado. Eso, para deleite de la jerarquía nacionalista, aumentó gratamente la mayoría. A medida que los resultados del resto del país iban llegando, fue visible que la tendencia era general. Por primera vez en la Historia, considerables números de angloparlantes abandonaban al partido de Smuts. Los nacionalistas ocuparon ciento tres escaños contra los cincuenta y tres del Partido Unificado. La promesa de un Gobierno fuerte e inflexible, estaba rindiendo buenos frutos.
En «Rhodes Hill», Centaine dio una gran fiesta, con cena y baile para ciento cincuenta invitados, a fin de celebrar la designación de Shasa para el nuevo Gabinete. Mientras madre e hijo giraban en la pista al compás de El Danubio azul, ella dijo:
—Una vez más, hemos hecho lo correcto en el momento correcto, chéri. Todavía puede tornarse realidad… todo.
Y cantó suavemente las alabanzas que el viejo bosquimano había compuesto al nacer Shasa:
Sus dardos volarán a las estrellas.
Y cuando los hombres digan su nombre.
Hasta en ellas se oirá.
Y dondequiera que vaya, hallará agua buena.
Los repiqueteantes sonidos del lenguaje bosquimano, que eran como ramitas rotas y pasos en el barro, despertaron recuerdos nostálgicos del lejano tiempo en que ambos habían estado juntos en el Kalahari.
A Shasa le gustaba el edificio del Parlamento porque era como un club de caballeros exclusivo. Le gustaba la grandeza de aquellas columnas blancas y los altos salones, los mosaicos exóticos del suelo, los paneles y los bancos cubiertos de cuero verde. Con frecuencia, se detenía en el laberinto de corredores para admirar las pinturas y los bustos de hombres famosos: Merriman y Louis Botha, Cecil Rhodes y Leander Starr Jameson, héroes y pícaros, estadistas y aventureros. Ellos habían escrito la historia del país. Y entonces recordaba:
«La Historia es un río que nunca termina. Hoy es historia, y yo estoy aquí, en el nacimiento mismo de la corriente». Imaginaba su propio retrato colgado entre los otros, algún día. «Debo hacerlo pintar ahora, mientras aún estoy en la flor de la edad. Por el momento, colgaré en Weltevreden, pero pondré una cláusula en mi testamento».
Como correspondía a todo ministro, ahora tenía oficinas propias en el Congreso; eran las mismas habitaciones que Cecil Rhodes había utilizado en sus tiempos de Primer Ministro, antes de que la casa fuese ampliada. Shasa las volvió a decorar y las amuebló pagando los gastos de su propio bolsillo. El enmaderado era de olivo silvestre autóctono, con maravillosas vetas y satinado lustre. Sobre él, colgó cuatro de sus mejores paisajes de Pierneef y puso sobre la mesa de trabajo un bronce de Van Wouw, que representaba a un cazador bosquimano. Aunque estaba decidido a que las obras de arte fueran auténticamente africanas, la alfombra era una especialísima «Wilton» verde y el escritorio, una pieza Luís XIV.
Le resultó extraño entrar en la Cámara por primera vez para ocupar su sitio en el banco frontal del Gobierno; era la imagen inversa de lo que estaba habituado a ver. Pasó por alto las miradas hostiles de sus antiguos colegas, sonriendo sólo ante el inexpresivo guiño de Blaine. Mientras el presidente de la Cámara leía la plegaria, él estudió a los hombres a quienes había transferido su apoyo.
El final de la plegaria interrumpió sus reflexiones; al otro lado de la sala, De Villiers Graaff, alto y grueso líder de la oposición, se levantó para proponer el tradicional voto de no-confianza, mientras los miembros del Gobierno, muy satisfechos y seguros de sí mismos, disfrutando aún del embriagador triunfo electoral, se burlaban ruidosamente de él con gritos de: «Skandel» ¡Escándalo!, y ¡«Siestog», hombre! ¡Qué vergüenza!
Dos días después, Shasa se puso de pie para pronunciar su primer discurso desde los primeros escaños oficiales. El pandemonio se adueñó de la Cámara. Sus antiguos camaradas aullaban su desprecio y agitaban papeles, golpeaban el suelo con los pies y silbaban de indignación; mientras tanto, su nuevo partido bramaba palabras de apoyo y aliento.
Alto y elegante, sonriendo con desdén, pasando fácilmente del inglés al afrikaans, Shasa fue acallando gradualmente a los adversarios con su estilo oratorio, sereno, pero cautivador. Una vez que contó con su atención, les hizo retorcerse de inquietud con una disección del partido, efectuada con la habilidad quirúrgica de quien lo conocía desde dentro; les puso a la vista sus debilidades y sus faltas.
Cuando se sentó, los otros quedaron sumamente incómodos; el Primer Ministro se inclinó hacia delante para hacerle una señal de aprobación, elogio público sin precedentes, mientras la mayor parte de los otros ministros, aun los del norte, que eran más hostiles a su designación, le enviaban notas de felicitación. Manfred De La Rey le garabateó una invitación a participar en un almuerzo con los ministros principales en el comedor de la Cámara. Era un comienzo con buenos auspicios.
Blaine Malcomess y Centaine fueron a pasar el fin de semana a Weltevreden. Como de costumbre, la familia estuvo toda la tarde del sábado en el campo de polo. Blaine había renunciado, pocos días antes, a su puesto de capitán del equipo sudafricano.
—Es obsceno que un sesentón siga jugando —dijo, al explicar a Shasa su decisión.
—Juegas mejor que la mayoría de nosotros, los jovencitos de cuarenta, Blaine, y lo sabes.
—¿No sería lindo mantener la capitanía dentro de la familia? —sugirió su padrastro.
—Tengo un solo ojo.
—Oh, déjate de tonterías, hombre. Juegas con la perfección de siempre. Sólo es cuestión de practicar mucho.
—Y yo no tengo tiempo para eso —apuntó Shasa.
—En la vida, hay tiempo para todo lo que se desea de verdad.
Así, Blaine le obligó a practicar; en el fondo, empero, sabía que Shasa había perdido interés por los deportes y que jamás capitanearía el equipo nacional. Claro que montaba como un centauro, que su brazo seguía siendo fuerte y certero y que tenía el coraje de un león cuando se entusiasmaba; pero, por entonces, se necesitaba de un remedio más fuerte para acelerarle la sangre.
«Es una extraña paradoja que un hombre tan dotado pueda desperdiciar sus talentos sin desarrollar ninguno a plena capacidad». Así pensando, Blaine pasó la vista de Shasa a los hijos de éste.
Como siempre, Sean y Garrick participaban de la práctica sin haber sido invitados; aunque no podían siquiera acercarse al ritmo furioso y a la habilidad de sus mayores, les servían de buen apoyo.
Sean montaba como su padre lo había hecho a la misma edad, y Blaine sintió una punzada de nostalgia al recordarlo. El caballo formaba parte de él; el entendimiento entre animal y jinete era absoluto y el chico manejaba el taco con facilidad innata; pero perdía muy pronto el interés y cometía pequeños errores por descuido; más que perfeccionar su estilo, le interesaba fastidiar a su hermano, exhibirse y llamar la atención de las jovencitas que ocupaban el palco.
Garrick era el polo opuesto. La luz que dejaba pasar entre la montura y su trasero hubiera deslumbrado a un ciego. Sin embargo, su concentración era absoluta; mantenía la vista ceñudamente fija en la bola, usando el taco con toda la gracia de un peón al excavar una zanja. Pero con asombrosa frecuencia asestaba golpes tan fuertes que hacían volar a la pelota de raíz de bambú. Blaine notó, sorprendido, el brusco cambio de su físico. Si bien poco tiempo antes había sido un pequeño alfeñique, ahora tenía el pecho amplio, los hombros y los bíceps hiperdesarrollados para su edad. Sin embargo, cuando desmontó para ir a tomar el té, se vio que las piernas flacas le daban un desdichado aspecto de antropoide. En cuanto se quitó la gorra, el pelo se le irguió en rebeldes mechones oscuros. Se mantuvo cerca de su padre, aunque Sean se había acercado a las muchachitas para hacerles reír y ruborizar. Una vez más, Blaine se sorprendió al ver que Shasa hablaba directamente con su hijo y hasta le daba indicaciones personales para que mejorara el manejo del taco; cuando el chico perfeccionó el movimiento, el padre le dio un ligero golpe en el brazo.
—Eso es, campeón —le dijo—. Algún día lucirás la camiseta del equipo nacional.
El fulgor de gratitud que iluminó el rostro de Garrick resultó conmovedor. Blaine intercambió una mirada con Centaine. No mucho tiempo antes, habían estado conversando sobre la completa falta de interés de Shasa por ese niño y sobre el efecto pernicioso que eso podía tener sobre él. Era preciso reconocer que no había bases para preocuparse por Garrick. Por el contrario, eran los otros dos quienes deberían haberles preocupado más.