Shasa Courtney había decidido que sus hijos no crecieran con la idea de que los adinerados suburbios para blancos de Ciudad de El Cabo y Johannesburgo eran la totalidad de África. Ese safari serviría para mostrarles la antigua África, primitiva y eterna, y para que establecieran un firme lazo con su historia y sus antepasados, a fin de engendrar en ellos el orgullo por lo que eran y por aquellos que los habían precedido.
Para esa aventura había reservado dos semanas enteras, el tiempo que durarían las vacaciones escolares de los muchachitos.
Eso requirió una gran planificación y un considerable autoanálisis. Los asuntos de la empresa eran tan multifacéticos y complejos que no le gustaba dejarlos en otras manos, aunque fueran las del hábil David Abrahams. La perforación de «Silver River» marchaba a toda prisa; ya habían profundizado casi treinta metros, y las obras de la planta también estaban muy avanzadas. Además, tres semanas más tarde, llegarían los seis primeros barcos pesqueros a la fábrica de Walvis Bay y, desde el Reino Unido, ya se habían despachado los elementos para la planta enlatadora. Había demasiadas cosas en marcha, demasiados problemas que podían exigir una decisión inmediata.
Claro que Centaine estaba a mano por si David necesitaba consultar con alguien, pero, en los últimos tiempos, se había ido retirando cada vez más del manejo de la empresa. Por otra parte, existían muchos imprevistos que sólo podían ser atendidos por el mismo Shasa. Sopesó la posibilidad de que alguno de ellos se presentara contra lo que, a su modo de ver, era imprescindible para la educación de sus hijos, su comprensión del sitio que ocupaban en África y su visión de los deberes y responsabilidades heredados. Decidió que debía arriesgarse. Como último recurso, trazó un itinerario fijo y estricto, del que tanto Centaine como David tenían copia, a fin de que supieran dónde establecer contacto con él durante su ausencia. Se mantendría la comunicación radial con la mina «H’ani» a fin de que, en el plazo de cuatro o cinco horas, se pudiera enviar un avión a cualquiera de sus campamentos en la selva.
—Si van a buscarme, que sólo sea por motivos importantísimos —advirtió a David, sombrío—. Probablemente ésta sea la única oportunidad que tenga en toda mi vida de hacer esto con los chicos.
En la última semana de mayo partieron desde la mina «H’ani». Shasa había retirado a sus hijos de la escuela con algunos días de anticipación, y eso bastó para poner a todos de buen humor y garantizar un estupendo comienzo. También había confiscado cuatro camiones de la mina, en los que viajaría todo un equipo de ayudantes: conductores, sirvientes para el campamento, desolladores, rastreadores, portadores de armas y hasta el cocinero del «Club de H’ani». Por supuesto, el vehículo que Shasa usaba para cazar siempre estaba listo en los talleres de la mina, perfectamente afinado y en condiciones para partir en cualquier momento. Se trataba de un viejo jeep del Ejército, adaptado y reformado por los ingenieros de la mina, que no habían reparado en gastos. Lo tenía todo, desde tanques de combustible para largas distancias y portafusiles hasta un equipo de radio de onda corta. Los niños, orgullosos, sujetaron sus «Winchester» de calibre 22 junto a las grandes armas del padre y, vestidos con sus nuevas chaquetas de safari, subieron a sus lugares respectivos. Sean, como correspondía al mayor, ocupó el asiento junto a su padre. Michael y Garry, los de la parte trasera abierta.
—¿Hay alguien que haya cambiado de idea y quiera quedarse en casa? —preguntó Shasa, al poner el vehículo en marcha.
Ellos tomaron la pregunta en serio y sacudieron la cabeza al unísono, con los ojos brillantes y el rostro pálido de entusiasmo, demasiado excitados para hablar.
—Bueno, allá vamos —anunció Shasa.
Y bajaron la colina, alejándose de las oficinas de la «H’ani», seguidos por la caravana de cuatro camiones.
Los guardias uniformados abrieron el portón principal y les hicieron ostentosamente la venia, con amplias sonrisas. Detrás de ellos, los ayudantes comenzaron a cantar una de las canciones tradicionales de los safaris:
Llorad, oh, mujeres, que esta noche dormiréis solas. La larga ruta nos llama y debemos partir.
Sus voces subían y bajaban con el eterno ritmo de África, llenas de promesas y misterios, repitiendo su grandeza y su salvajismo, estableciendo el clima para la mágica aventura a la cual Shasa llevaba a sus hijos.
Aquellos dos primeros días viajaron a buen paso para alejarse de las zonas arruinadas por las frecuentes intrusiones del hombre y los vehículos. Allí, la pradera estaba casi desierta de caza mayor; los animales, aún visibles, formaban pequeños rebaños que huían al primer rumor de motores; cuando ellos lograban divisarlos eran ya apenas diminutas motas perdidas en su propia polvareda.
Shasa notó, entristecido, lo mucho que todo había cambiado desde sus primeros recuerdos de esos parajes, cuando él tenía la edad de Sean y los grupos de venados aparecían por todas partes, enormes, confiados. Por aquel entonces, había visto jirafas y leones, y también pequeños clanes de bosquimanos, esos fascinantes pigmeos amarillos del desierto. Ahora, en cambio, los hombres salvajes y las bestias habían retrocedido ante el inexorable avance de la civilización, adentrándose cada vez más en la espesura. Y Shasa ya imaginaba un día en que no habría más espesuras, más protección para los seres silvestres; un día en que las carreteras y el ferrocarril cruzaran toda la tierra, en que interminables aldeas y kraales se levantaran en la desolación por ellos creada. Un tiempo en que todos los árboles habrían sido talados para leña y el pasto comido hasta las raíces por las cabras; entonces, el humus se convertiría en polvo llevado por el viento. La visión lo llenó de tristeza y desesperación; tuvo que hacer un esfuerzo consciente para descartarla a fin de no arruinar la experiencia de sus hijos.
«Les debo este vistazo al pasado. Necesitan saber algo de África tal como fue en otros tiempos, antes de que haya desaparecido por completo, para que puedan comprender parte de su gloria». Sonriente, sacó de su memoria relatos para contarles, basados en sus propias experiencias, y retrocedió aún más, a lo que había sabido por su propia madre y por su abuelo, tratando de expresarles con claridad la profunda participación de su familia en esa tierra. Aquella primera noche los muchachitos permanecieron hasta tarde junto a la fogata del campamento, escuchando con avidez, hasta que los ojos se les cerraron y comenzaron a cabecear contra su voluntad.
Y siguieron la marcha, avanzando de prisa durante todo el día por caminos surcados de huellas, por desiertos y pastos; después, entre los bosques de mopanis, sin detenerse aun para cazar. Comían los alimentos que habían cargado en la mina. Esa noche, empero, los sirvientes protestaron por lo bajo, echando de menos la carne fresca.
Al tercer día abandonaron la rudimentaria carretera que habían seguido desde el amanecer. Sólo era un par de huellas cubiertas por las que no se transitaba desde hacía meses, pero Shasa la dejó perderse hacia el Este y continuó con rumbo Norte, abriendo camino en tierra virgen y zigzagueando por los bosques. Por fin, de repente, se encontraron a la orilla de un río. No era uno de los grandes ríos africanos, como el Kavango, sino uno de sus afluentes. Aun así, medía quince metros de anchura; era verde y profundo; constituía una formidable barrera que habría detenido a cualquier safari anterior.
Dos semanas atrás, Shasa había recorrido toda la zona desde el aire, pilotando el Mosquito a baja altura por encima de los árboles para poder contar los animales de cada rebaño y apreciar el tamaño de los colmillos de cada elefante. Había marcado ese brazo de río en su mapa a gran escala y conducido al convoy hasta allí. Reconocía el sitio por la inclinación de las riberas y los gigantescos makuyu que crecían en el lado opuesto. Un águila pescadora anidaba en las ramas superiores.
Pasaron otros dos días acampados en la orilla sur, mientras todos los miembros del safari, incluidos los tres niños y el gordo cocinero, ayudaban a construir el puente. Cortaron postes de mopani en el bosque, gruesos como el muslo de una mujer gorda, de doce metros de longitud, y los llevaron a rastras, atados al jeep. Shasa montaba guardia contra los cocodrilos, de pie en el barranco, con el «Magnum». 375 bajo el brazo, mientras sus desnudos ayudantes hacían flotar los postes hasta el centro del río y los clavaban en el lodo del fondo. Después, ataron los travesaños con sogas de corteza de mopani, de la que aún manaba savia, roja y espesa.
Cuando el puente quedó terminado, descargaron los vehículos para reducir el peso y Shasa los condujo, uno a uno, por la endeble estructura, que se bamboleaba y crujía bajo el peso. Por fin, el jeep y los cuatro camiones quedaron al otro lado.
—Ahora es cuando el safari comienza de verdad —dijo a los niños.
Habían penetrado en un sector protegido por su distancia y las barreras naturales del río y el bosque. Desde el aire, Shasa había visto manadas de búfalos apretados como ganado doméstico y nubes de garzas revoloteando sobre ellos.
Esa noche contó a los muchachos relatos sobre antiguos cazadores de elefantes: Karamojo Bell, Frederick Selous y Sean Courtney, su propio antepasado, tío abuelo de Shasa, cuyo nombre llevaba el hijo mayor.
Todos ellos eran hombres duros, de increíble puntería y atletas natos. Tenían que sobrevivir a las privaciones y a las enfermedades tropicales. Sean Courtney, de joven, cazaba a pie en el cinturón de la mosca tsé-tsé, en el valle del Zambeze, donde la temperatura supera los cuarenta y cinco grados a mediodía; era capaz de correr sesenta kilómetros por día detrás de los elefantes más grandes. Tenía una vista tan aguda que hasta podía ver la trayectoria de su bala.
Los muchachos escuchaban con absoluta fascinación, suplicándole que continuara cada vez que él se detenía.
—Bueno, basta ya —les dijo—. Mañana tendréis que levantaros temprano, a las cinco de la mañana, porque vamos a cazar por primera vez.
En la oscuridad, viajaron lentamente a lo largo de la costa norte del río, en el jeep abierto, bien abrigados, pues había una gruesa escarcha en los claros abiertos y el suelo crujía bajo las ruedas del vehículo. En la primera y débil luz del alba, encontraron el lugar donde un rebaño de búfalos había abrevado durante la noche, antes de perderse entre los espesos matorrales.
Dejaron el jeep en la ribera y se quitaron los acolchados anoraks. Shasa puso a sus dos rastreadores ovambos sobre el rastro y todos siguieron a pie tras el rebaño. Mientras avanzaban por la densa espesura, silenciosa y rápidamente, Shasa iba explicando a los muchachos, en susurros y por medio de gestos, las diferentes huellas: la del macho viejo, la hembra, la cría; también les llamaba la atención hacia otros animales, pájaros e insectos igualmente fascinantes, que vivían en el bosque circundante.
Casi cerca del mediodía alcanzaron al rebaño. Eran más de cien bestias bovinas, de orejas en forma de trompeta y cuernos caídos, que les daban un aire lúgubre. Casi todos se habían tendido a la sombra de los mopanis, rumiando con toda tranquilidad; uno o dos machos dormitaban de pie; el único movimiento que se percibía era el perezoso bambolear de las olas.
Shasa indicó a los jovencitos cómo aproximarse, utilizando la brisa y todo lo que pudiera ofrecerles un escondrijo, petrificándose cada vez que alguno de aquellos cornúpetas giraba en su dirección. Los llevó hasta nueve metros de distancia con respecto al mayor de los machos. Hasta ellos llegaba su caliente olor bovino, oían la resoplante respiración del hocico mojado y oían el chirriar de sus dientes al masticar. Estaban tan cerca que hasta divisaban los parches calvos de la vejez en la grupa y las bolas de barro seco adheridas a los pelos tiesos del lomo y la panza.
Mientras ellos contenían el aliento, llenos de delicioso espanto y total fascinación, Shasa levantó poco a poco el pesado rifle y apuntó hacia el grueso cogote del macho, justo por delante de la gruesa paletilla.
—¡Bang! —gritó.
Y el gran animal se lanzó hacia delante, como enloquecido, rompiendo el telón de gruesos mopanis. Shasa reunió a sus hijos y los llevó hasta el refugio de un tronco grande, rodeándolos con sus brazos. Alrededor, por todas partes, los asustados búfalos partían al galope, entre el balar de los terneros y los gruñidos de los machos viejos.
Los atronadores ruidos de la huida se fueron perdiendo en el bosque, aunque el polvo levantado aún pendía en el aire, como neblina. Shasa, riendo de júbilo, dejó caer los brazos.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sean, furioso, volviendo la mirada hacia su padre—. Has podido matarlo con toda facilidad. ¿Por qué no lo has hecho?
—Porque no hemos venido a matar —explicó Shasa—, sino a cazar.
La indignación de Sean se convirtió en estupefacción.
—¿Y dónde está la diferencia?
—¡Ah, eso es lo que vosotros debéis aprender! Ese macho era grande, pero no tanto, y ya tenemos toda la carne que necesitamos. Por eso he dejado que huyera. Esa es la lección número uno. Ahora bien, en cuanto a la lección número dos: ninguno de vosotros matará nada mientras no lo sepa todo sobre el animal en cuestión; es preciso conocer sus hábitos y su ciclo de vida, aprender a respetarlo y tenerlo en alta estima. Entonces, hablaremos.
Esa noche, en el campamento, entregó dos libros a cada uno de sus hijos; estaban encuadernados en cuero y tenían en la cubierta el título de cada uno. Eran: Mamíferos de Sudáfrica y Pájaros de Sudáfrica, ambos de Roberts.
—He traído esto especialmente para vosotros. Quiero que los estudiéis —ordenó.
Sean pareció horrorizado: odiaba los libros y el estudio; Mickey y Garry, en cambio, corrieron a la tienda para iniciar la lectura.
En los días siguientes, su padre los interrogó sobre cada animal y cada pájaro que veían. Al principio, sus preguntas eran elementales, pero fue haciéndolas cada vez más difíciles. Pronto, los chicos podían citar los nombres científicos y dar detalles completos sobre el tamaño, el peso de los machos y las hembras, sus gorjeos y su conducta acostumbrada, el sitio en donde solían habitar y la época de cría. Hasta Sean, siguiendo el ejemplo de sus hermanos menores, dominó los difíciles nombres latinos.
Sin embargo, pasaron diez días antes de que se les permitiera disparar un tiro, y, aun entonces, fue sólo contra las aves. Bajo estricta supervisión pudieron cazar gordas perdices pardas y gallinas de Guinea, que se escondían entre las matas, a lo largo del río. Después, tuvieron que aprender a limpiarlas y adobarlas, y ayudar al cocinero a preparar la caza.
—Nunca he comido nada tan rico —declaró Sean.
Sus hermanos asintieron, entusiastas, con la boca llena. A la mañana siguiente, Shasa les dijo:
—Necesitamos carne fresca para los hombres. —En el campamento había treinta bocas que alimentar, todas con un enorme apetito por la carne fresca—. Veamos, Sean, ¿cuál es el nombre científico del impala?
—Aepyceros Melampus —parloteó Sean, ansioso—. Los afrikaners lo llaman rooibok; pesa entre cincuenta y ocho y setenta y dos kilos.
—Con eso basta —rió Shasa—. Ve a buscar tu rifle.
En una pequeña zona de espinos, cerca del río, encontraron a un viejo macho solitario, expulsado del rebaño. Había sido herido por un leopardo y renqueaba mucho de una pata delantera, pero tenía un bello par de cuernos en forma de lira. Sean acechó al encantador antílope rojizo, tal como Shasa le había enseñado, usando la ribera y el viento para acercarse a distancia de tiro, aun con su arma liviana. Sin embargo, cuando el niño se arrodilló y se llevó el «Winchester» al hombro, Shasa quitó el seguro de su propia arma, listo para dar el tiro de gracia si era necesario.
El impala cayó de forma instantánea, con el cuello perforado; había muerto antes de oír el disparo, y Shasa se acercó con su hijo.
Al estrecharle la mano, reconoció en el niño la intensa pasión atávica del cazador. En algunos hombres contemporáneos, ese instinto se ha enfriado o está suprimido; en otros, todavía arde con fuerza. Shasa y su hijo mayor eran de esa raza. El padre se inclinó para sumergir el índice en la sangre caliente que goteaba desde la pequeña herida y trazó una marca en la frente y en cada mejilla del muchachito.
—Ahora, ya has derramado sangre —dijo.
Y se preguntó cuándo se habría llevado a cabo esa ceremonia por primera vez. Supo, instintivamente, que había sido antes de los tiempos registrados, cuando el hombre aún vestía con pieles y vivía en cuevas.
—Ahora, eres un cazador —agregó.
Y su corazón ardió ante la expresión orgullosa y solemne de su hijo. No era ocasión para risas y parloteos, sino algo profundo y significativo, algo que sobrepasaba las meras palabras. Sean lo había presentido así, y Shasa estaba orgulloso de él.
Al día siguiente, echaron suertes y le tocó el turno a Michael. Shasa quería que la víctima fuera otro macho solitario para no alarmar al rebaño, que estaba en época de cría, pero debía tener un buen par de cuernos para que el chico los guardara como trofeo. Tuvieron que perder casi toda la jornada hasta hallar uno adecuado.
Shasa y los otros dos chicos observaban desde lejos a Michael, que estaba al acecho. La situación era más difícil que la de Sean, pues se trataba de praderas cubiertas, con algunas acacias diseminadas, pero Michael se acercó sigilosamente y gateó hasta llegar a un montículo de hormiguero, desde donde podía disparar.
Se incorporó poco a poco y levantó el rifle. El antílope aún no lo había advertido; seguía pastando con la cabeza gacha, a treinta pasos de distancia; ofrecía un blanco perfecto para recibir el disparo en la columna o en el corazón. Shasa estaba listo con su propia arma para respaldar al niño si no hacía más que herir al animal. Michael mantuvo el rifle apuntado. Los segundos se alargaban. El macho levantó la cabeza y paseó una mirada cautelosa en derredor, pero el muchachito seguía absolutamente inmóvil, con el rifle apoyado contra el hombro, y el animal no lo vio. Por fin, echó a andar, sin prisa, deteniéndose para comer algunos bocados más, y desapareció entre los pastos altos. Michael, sin haber disparado, bajó el arma lentamente.
Sean se levantó de un salto, dispuesto a salir corriendo y provocar a su hermano, pero su padre lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Tú y Garry me esperaréis en el jeep —dijo.
Se acercó a Michael, que permanecía sentado en el montículo del hormiguero, con el «Winchester» frío en el regazo, y se sentó junto a él para encender un cigarrillo. Ninguno de los dos pronunció una palabra durante casi diez minutos. Por fin, Michael rompió el silencio.
—Me miró a la cara… y tenía ojos bellísimos —murmuró.
Shasa dejó caer la colilla de su cigarrillo y la aplastó con el tacón. Ambos volvieron a guardar silencio, hasta que el niño barbotó:
—¿Es forzoso que yo mate a un animal, papá? Por favor, no me obligues.
—No, Mickey. —Shasa le rodeó los hombros con un brazo—. No estás obligado a matar. Y, aunque de otro modo, estoy tan orgulloso de ti como de Sean.
Por fin, le llegó el turno a Garrick. Una vez más, fue un impala solitario, de bellos cuernos curvos. La espera se llevó a cabo entre matas dispersas y pasto alto.
Garry inició su acechanza bajo la paciente supervisión del padre; sus gafas centelleaban con decisión. Sin embargo, todavía se hallaba muy lejos del animal cuando se oyó un chillido y Garry desapareció bajo tierra. Sólo una pequeña nube de polvo marcaba el sitio en donde había estado el momento anterior. El impala se internó en el bosque, mientras Shasa y los dos hermanos corrían hacia aquel sitio, guiados por sofocados gritos de aflicción y marcas en el pasto. Por la superficie del suelo sólo asomaban las piernas del chico, que pataleaba inútilmente. Shasa lo cogió de ellas y tiró para sacarle del profundo agujero redondo en donde estaba metido hasta la cintura.
Era la entrada a una madriguera de oso hormiguero, Atento a la presa, Garry había tropezado con los cordones de sus propias botas y caído de cabeza en el hoyo. Los cristales de sus gafas aparecían cubiertos de polvo; se había despellejado la mejilla y tenía un desgarrón en la chaqueta, pero esas heridas eran insignificantes comparadas con el daño sufrido por su orgullo. En los tres días siguientes, Garry hizo otros tantos intentos de cazar; todos fueron detectados por la víctima elegida mucho antes de que estuviera a distancia de tiro. En cada oportunidad, al escapar el antílope, el abatimiento del chico fue más profundo y más ruidosa la burla de Sean.
—La próxima vez lo haremos juntos —lo consoló Shasa.
Al día siguiente guió a Garry en silencio, llevándole el rifle, señalando los obstáculos con los que se podía tropezar; a lo largo de los últimos diez metros, lo cogió de la mano hasta que estuvieron en un buen sitio para disparar.
—En el cuello —susurró—. No puedes fallar.
El impala tenía los mejores cuernos que hubieran visto hasta entonces y estaba a veinticinco metros de distancia. Garry levantó el rifle y apuntó, con las gafas empañadas por el calor del entusiasmo y las manos indominablemente estremecidas.
Al ver la carita fruncida por la tensión, y los círculos erráticos que el cañón del arma describía, Shasa reconoció los síntomas clásicos de la «fiebre del novato» y alargó una mano para evitar que Garry disparara. Era demasiado tarde. El animal brincó ante el estallido y miró a su alrededor, con expresión aturdida. Ni Shasa ni el animal, mucho menos Garry, pudieron descubrir el sitio adonde la bala había ido a parar.
—¡Garry! —gritó Shasa, tratando de detenerlo.
Pero el chico volvió a disparar con el mismo descuido. A medio camino entre ellos y el impala se levantó una nubecilla de polvo.
El animal brincó en el aire, en un salto fluido y gracioso, con un destello de sedosa piel canela y de curva ornamenta; un momento después, se alejaba a saltos tan ligeros que parecía no tocar la tierra.
Volvieron al jeep en silencio; Garry caminaba algunos pasos por detrás de su padre. El hermano mayor lo saludó con una alegre carcajada.
—La próxima vez, arrójale tus gafas, Garry.
—Creo que necesitas un poco más de práctica antes del próximo intento —dijo Shasa, con tacto—. Pero no te preocupes. La fiebre del novato ataca a cualquiera; a veces, hasta al más viejo y más experimentado.
Levantaron el campamento y avanzaron un poco más hacia el interior del pequeño Edén que habían descubierto. Ahora, encontraban diariamente excrementos de elefantes: grandes montones, que les llegaban a la rodilla, compuestos por fibrosos grumos amarillos del tamaño de pelotas de tenis, llenas de corteza, ramitas y fruta silvestre; los mandriles y perdices escarbaban en ellos con deleite, buscando bocados.
Shasa enseñó a los chicos a hundir un dedo en el estiércol para probar la temperatura y calcular el tiempo transcurrido desde que había sido depositado; también les enseñó a interpretar las enormes huellas redondas en el polvo, a diferenciar entre macho y hembra, entre pata trasera y pata delantera, a adivinar la dirección de la marcha y a estimar la edad del animal.
—Las marcas dejadas por los viejos son lisas, como cubiertas viejas.
Por fin, detectaron el rastro de un macho viejo, cuyas huellas tenían el tamaño de palanganas. Dejaron el jeep y lo siguieron a pie durante dos días, durmiendo sobre el rastro, y consumiendo las raciones secas que llevaban. Ya avanzada la tarde del segundo día, alcanzaron al elefante. Se hallaba en un matorral casi impenetrable, por donde ellos tuvieron que avanzar a gatas. Estaban casi a punto de tocarlo cuando distinguieron el cuerpo colosal entre las ramas entrelazadas. Medía tres metros treinta de alzada; era gris como una nube de tormenta y su vientre tronaba como una tormenta lejana. Shasa llevó a sus hijos, de uno en uno, para que echaran un buen vistazo. Luego, retrocedieron hasta salir del matorral y dejaron al descastado con sus eternos vagabundeos.
—¿Por qué no has disparado, papá? —tartamudeó Garry—. Después de seguirlo hasta tan lejos…
—¿No has observado una cosa? Tiene un colmillo roto en la punta y el otro bastante pequeño, a pesar de su tamaño.
Desanduvieron, rengueando, los kilómetros cubiertos, con los pies llenos de ampollas; los niños tuvieron que descansar dos días en el campamento para reponerse de aquella marcha, superior a sus fuerzas.
Con frecuencia, durante la noche, los despertaban los gritos agudos de las hienas que asaltaban los desperdicios arrojados junto a la cocina. Los acompañaba el ladrido de soprano de los pequeños chacales, parecidos a perros. Los chicos aprendieron a reconocer todos los ruidos de la noche: los de pájaros, animales pequeños, monos nocturnos, insectos y reptiles que chillaban, zumbaban o croaban entre los juncos.
Se bañaban con poca frecuencia; en cuestiones de higiene, Shasa era más despreocupado que la madre y mil veces más que la abuela. Comían deliciosos platos que el cocinero inventaba para ellos, con abundancia de azúcar y leche condensada. La escuela estaba muy lejos. Eran felices como nunca hasta entonces, pues contaban con la total atención de su padre, con sus maravillosos relatos y sus enseñanzas.
—Aún no hemos visto señales de leones —comentó Shasa durante el desayuno, una mañana—. Eso es raro. Hay muchos búfalos por aquí, y los grandes felinos suelen mantenerse cerca de los rebaños.
La sola mención de los leones provocó deliciosos escalofríos en los niños. Fue como si las palabras de Shasa hubieran conjurado a la bestia.
Esa tarde, mientras el jeep daba tumbos y zigzagueaba lentamente entre grandes cuevas de osos hormigueros y troncos caídos, se encontraron en el borde de un largo vlei seco: una de esas depresiones cubiertas de hierba, que durante la estación de las lluvias se convierten en lagunas poco profundas y, en otras ocasiones, en traicioneros pantanos donde un vehículo puede hundirse con facilidad; en los meses más secos, son extensiones lisas y sin vegetación alguna, parecen campos de polo bien conservados. Shasa detuvo el jeep en la línea de los árboles y estudió el lado opuesto, paseando lentamente sus gemelos para detectar cualquier pieza de caza que pudiera ocultarse entre las sombras de los grandes mopanis.
—Hay un solo par de zorritos —comentó.
Y pasó los gemelos a los niños para que se divirtieran con las volteretas de aquellos pequeños animales de orejas redondeadas, que cazaban saltamontes en el pasto corto del centro.
—¡Oye, papá! —exclamó Sean, cambiando de tono—. En lo alto de aquel árbol hay un mandril grande y viejo.
Pasó los gemelos a su padre.
—No —dijo Shasa, sin bajar el aparato—, no es un mandril. ¡Es un ser humano!
Habló en idioma vernáculo a los dos rastreadores ovambos que ocupaban la parte trasera del jeep. Hubo una discusión rápida y acalorada. Todo el mundo tenía opiniones diferentes.
—Bueno, iremos a echar un vistazo.
Condujo el vehículo por el vlei abierto; antes de llegar a la mitad del trayecto, ya no quedaban dudas: en las ramas superiores de un alto mopani se agazapaba una criatura, una negrita vestida sólo con un taparrabos de algodón barato.
—¡Está sola! —exclamó Shasa—. Sola aquí, a sesenta y cinco kilómetros de la aldea más próxima.
Hizo que el jeep cruzara rugiendo los últimos cien metros y se detuvo con una nube de polvo para correr hasta el pie del árbol.
—¡Baja! —gritó hacia arriba, a la niña casi desnuda.
Seguro de que ella no lo entendería, reforzó la orden con gestos. La pequeña no se movió ni levantó la cabeza de la rama en la que yacía.
Shasa miró rápidamente alrededor. Al pie del árbol se veía un rollo de ropa desgarrada; las raídas mantas estaban destrozadas, al igual que una bolsa de cuero, cuyo maíz seco se había desparramado en el polvo. También había una cacerola de tres patas, tumbada; un hacha tosca, con la hoja forjada con un trozo de acero blando; y la hoja de una espada, rota a la altura de la empuñadura, le faltaba la punta.
Un poco más allá, encontró unos harapos manchados de sangre, seca y negra como alquitrán, y algunos objetos cubiertos por un manto viviente de grandes moscas irisadas. Al aproximarse Shasa, las moscas se elevaron en una nube zumbante, y dejaron al descubierto los patéticos restos con los que habían estado dándose un festín: eran dos pares de manos y pies, roídos en las muñecas y los tobillos; más allá, horribles, las cabezas. Un hombre y una mujer, cuyas vértebras mascadas parecían trituradas por grandes colmillos. Ambas estaban intactas, aunque las bocas, las fosas nasales y las vacías cuencas de los ojos se estaban llenando del arroz blanco de los huevos depositados por las moscas. El pasto aparecía pisoteado en un amplio radio, manchado de sangre seca. En el polvo se veían las inconfundibles huellas de un león macho ya adulto.
—El león siempre deja la cabeza, las manos y los pies —dijo el rastreador ovambo, con voz indiferente.
Shasa, asintiendo, se volvió para advertir a los niños que debían quedarse en el jeep, pero ya era tarde. Lo habían seguido y estaban observando las horrendas reliquias con expresiones diversas: Sean, con macabro placer; Michael, con asco y horror; Garry, con intenso interés clínico.
Shasa se apresuró a cubrir aquellas cabezas con las mantas. A juzgar por el olor, ya estaban en un avanzado estado de descomposición; probablemente, yacían allí desde hacía varios días. Una vez más, volvió su atención a la niña encaramada en las ramas, y la llamó con urgencia.
—Está muerta —dijo el rastreador—. Esta gente murió hace cuatro días, por lo menos. La pequeña ha estado en el árbol todo este tiempo. Tiene que haber muerto.
Shasa no quiso aceptar aquella afirmación. Después de quitarse las botas y la chaqueta de safari, trepó al mopani cautelosamente, probando cada una de las ramas antes de confiarle su peso. A tres metros de altura, la corteza estaba lacerada por obra de unas garras. Cuando tuvo a la niña directamente sobre él, casi a su alcance, la llamó con suavidad en ovambo y en zulú.
—Eh, pequeña, ¿me oyes?
No hubo movimiento alguno. Entonces, vio que sus miembros estaban flacos como palillos; la piel grisácea tenía ese peculiar aspecto polvoriento que en los africanos presagia la muerte. Shasa se elevó un par de metros más y estiró una mano para tocarle la pierna. Al sentirla caliente, experimentó un inexplicable alivio: había temido encontrarse con el suave frío de la muerte. Sin embargo, la niña estaba inconsciente. Shasa desprendió suavemente sus manos aferradas a la rama y la recogió contra el pecho; su cuerpo deshidratado pesaba lo mismo que un pájaro. Descendió con lentitud, protegiéndola de cualquier sacudida o roce; al llegar al suelo, la llevó al vehículo y la puso a la sombra.
El botiquín de primeros auxilios contenía una amplia variedad de elementos médicos. Mucho tiempo antes, Shasa se había visto obligado a atender a uno de sus ayudantes de caza, atacado por un búfalo herido; desde entonces, nunca salía de caza sin su equipo, y había aprendido bien el modo de emplearlo.
Se apresuró a preparar un goteo de suero y buscó la vena en el brazo de la pequeña. La vena se había hundido; su pulso era débil y vacilante; tuvo que probar otra vez en el pie. Esta vez, logró aplicar la goma y le administró todo un frasco de suero con glucosa. Sólo entonces, trató de hacer que la niña tomara agua por vía bucal. Aún tragaba merced a un movimiento reflejo. Dándole pocas gotas cada vez, logró hacerle beber toda una taza. La pequeña comenzó a dar las primeras señales de vida: gemía y se agitaba, inquieta.
Mientras trabajaba con ella, Shasa dio varias órdenes a sus rastreadores, por encima del hombro.
—Tomad las palas y enterrad profundamente esos restos. Es extraño que las hienas no los hayan encontrado todavía. Aseguraos de que no los hallen después.
Durante el viaje de regreso al campamento, uno de los rastreadores sostuvo a la niña en su regazo, protegiéndola de las sacudidas y los tumbos. En cuanto llegaron, Shasa tendió la antena del equipo de onda corta sobre el árbol más alto del bosque. Al cabo de una hora de frustraciones, logró establecer contacto, no con la «H’ani», sino con una de las unidades de exploración geológica que operaban por cuenta de la empresa, a ciento cincuenta kilómetros de la mina en dirección a ellos. Aunque la comunicación fue débil y ruidosa, tras muchas repeticiones, logró que transmitieran un mensaje a la mina. Debían enviar un avión con el médico de la empresa hasta la pista de aterrizaje más próxima, el puesto policial de Rundu, en cuanto les fuera posible.
Por entonces, la niñita estaba ya consciente y hablaba con los rastreadores ovambos con una voz débil y quejumbrosa, parecida al gorjeo de un gorrión sin acabar de emplumar. Hablaba un oscuro dialecto, correspondiente a un pueblo de Angola, pero el ovambo estaba casado con una mujer de la misma tribu y pudo oficiar de intérprete. El relato era terrible.
La niña y sus padres habían partido de viaje para visitar a los abuelos, en la aldea ribereña de Shakawe, al sur; debían recorrer a pie cientos de kilómetros, llevando todas sus pertenencias. Mientras tomaban un atajo por esa zona remota y desierta, se habían dado cuenta de que un león los seguía. Al principio, el animal se mantuvo a distancia, pero después se acercó.
El padre, cazador intrépido, se dio cuenta de que era inútil detenerse y tratar de construir un refugio o trepar a los árboles, donde la bestia los sitiaría. Por lo tanto, trató de alejar al león con gritos y palmadas, mientras corría hacia el río, en busca de la protección de alguna aldea pescadora.
La criatura describió el ataque final, diciendo que el animal, erizada la gruesa melena negra, se había precipitado contra la familia, entre gruñidos y rugidos. La madre tuvo apenas tiempo para empujar a la niña hacia las ramas inferiores del mopani antes de que los alcanzara. El padre se enfrentó al león con gallardía y le clavó la espada en el pecho, pero el arma se rompió. Entonces, la fiera saltó sobre él y lo destripó con un solo zarpazo. Después, saltó sobre la madre, que estaba tratando de trepar al mopani; le clavó las garras en la espalda y tiró de ella hacia abajo.
Con su vocecita de pájaro, la niña describió el modo en que el león se había comido los cadáveres de sus padres, dejando las cabezas, las manos y los pies, mientras ella lo veía todo desde las ramas superiores. El horrible festín duró dos días; a intervalos, el león se detenía a lamerse la herida de espada que tenía en la paletilla. Al tercer día, trató de llegar hasta la niña, entre horribles rugidos, desgarrando el tronco del mopani. Por fin, renunció a ella y se alejó por el bosque, rengueando pronunciadamente. Aun entonces, la niña, demasiado aterrorizada, no se atrevió a bajar del árbol y permaneció aferrada a su rama, hasta perder el conocimiento por el agotamiento, el miedo y el dolor.
Mientras relataba todo esto, los sirvientes del campamento cargaron el jeep de combustible y prepararon provisiones para el viaje a Rundu. Shasa partió en cuanto todo estuvo terminado, llevando consigo a los niños. No los dejaría en el campamento mientras hubiera un león herido y asesino vagando por las cercanías.
Viajaron toda la noche; volvieron a cruzar el improvisado puente y desanduvieron todo el trayecto, siguiendo sus propias huellas. Por fin, a la mañana siguiente, cruzaron la carretera principal a Rundu. Esa misma tarde, llegaron a la pista, exhaustos y cubiertos de polvo. El Mosquito que Shasa había dejado en la mina «H’ani» estaba a la sombra de los árboles, al borde de la pista. Bajo el ala, sentados en cuclillas, el piloto de la empresa y el médico esperaban con paciencia.
Shasa entregó a la niña al cuidado del médico y revisó con celeridad el montón de documentos y mensajes urgentes llevados por el piloto. Garabateó órdenes, respuestas y una larga carta de instrucciones a David Abrahams. Cuando el Mosquito volvió a despegar, la niña enferma iba en él. En el hospital de la mina recibiría excelente atención médica. Una vez que la pequeña huérfana estuviera completamente recuperada, Shasa decidiría qué hacer con ella.
El regreso al campamento fue más tranquilo y menos apresurado. En los días siguientes, el entusiasmo de la aventura con el león se perdió ante otros requerimientos del safari, entre los cuales se contaba la primera presa a cazar por Garry. Por entonces, la mala suerte se combinaba con su falta de coordinación y su mala puntería para privarle de la experiencia que ansiaba como ninguna otra cosa. Sean, por su parte, no dejaba de proporcionar carne al campamento con cada uno de sus intentos.
—Lo que haremos será practicar un poco más con las palomas —decidió Shasa, tras una de las salidas menos triunfales de Garry. Al anochecer, grandes bandadas de gordas palomas verdes, que se daban un festín de higos silvestres, llegaban al bosquecillo al lado de la laguna.
Hasta allí llevó Shasa a los niños, en cuanto el sol perdió su ardor, y los acomodó en los escondites que habían construido con ramitas y pasto seco, bastante separados entre sí y cuidadosamente dispuestos, de modo que no hubiera accidentes con disparos mal hechos. Esa tarde, Shasa dejó a Sean en un escondite situado en el extremo más próximo del bosquecillo, en compañía de Michael, quien tampoco esa vez quería participar activamente, para que le recogiera las aves derribadas. Él se puso en marcha hacia el otro extremo del montecillo, seguido por Garry, en el zigzagueante sendero abierto por los animales entre los gruesos troncos de las higueras. La corteza era amarilla y escamosa como la piel de un reptil gigantesco; los higos crecían directamente en los troncos, en vez de hacerlo en la punta de las ramas. Bajo los árboles, la maleza era densa y enredada. La senda serpenteaba de tal modo que apenas se podía ver a poca distancia hacia delante. A esa hora avanzada de la tarde, la luz comenzaba a escasear, sobre todo bajo las entrecruzadas ramas.
Shasa viró en otro recodo y se encontró con el león, que caminaba por el mismo sendero en dirección opuesta, a cincuenta pasos de distancia. En el instante en que lo vio, supo que se trataba del devorador de hombres. Era una bestia enorme, la más grande que él había visto en toda su vida de cazador. Le llegaba más arriba de la cintura; la melena, desaliñada y negra como el carbón, tomaba un tono azul grisáceo en los flancos y la espalda.
El león era viejo; su cara plana estaba llena de cicatrices. Tenía las fauces abiertas, pues jadeaba de dolor al renguear hacia él. Shasa vio que la herida de espada se le había infectado. La carne carmesí era como un pétalo de rosa y el pelaje de alrededor estaba mojado por repetidos lengüetazos. Las moscas acudían a la herida, irritándola y picando, y el león estaba de muy mal humor; descompuesto de vejez y sufrimiento. Levantó la oscura cabeza y Shasa vio en sus ojos amarillos el tormento y la ira ciega.
—¡Ve hacia atrás, Garry! —ordenó apresuradamente—. No corras, pero sal de aquí cuanto antes.
Sin volverse a mirar, se descolgó el fusil del hombro.
El león se agazapó; el largo rabo, con su mechón negro en la punta, iba y venía como un metrónomo en tanto la fiera se preparaba para el ataque. Sus ojos amarillos, fijos en Shasa, centralizaban toda su furia.
Shasa comprendió que sólo tendría tiempo para un disparo, pues el animal cubriría en un instante la distancia que los separaba. La luz era demasiado escasa y estaba demasiado lejos como para que ese único disparo fuese definitivo. Apuntaría hacia un punto seguro; la bala del «Holland & Holland» haría pedazos el cráneo del animal, reduciendo los sesos a puré.
El león se lanzó a la carga, siempre agachado, reptando y gruñendo. Shasa, ya preparado, levantó el fusil. Antes de que pudiera disparar se oyó el leve estallido del pequeño «Winchester», a su lado, y el león se derrumbó en medio de su ataque; cayó de cabeza y dio una voltereta hasta quedar de espalda, mostrando la piel amarillenta del vientre. Sus patas se estiraron y volvieron a relajarse, mientras las grandes garras se retiraban lentamente; la lengua rosada asomó por las fauces abiertas y la ira murió en aquellos ojos pálidos. Desde el diminuto agujero de bala abierto entre los ojos, una fina serpiente de sangre descendió hasta el polvo.
Shasa, atónito, bajó el fusil y miró hacia atrás. A su lado estaba Garry, con el «Winchester» aún apoyado contra el hombro, serio y mortalmente pálido. Los cristales de sus gafas centelleaban en la penumbra.
—Lo has matado —dijo Shasa, con expresión estúpida No has retrocedido ni un paso y lo has matado.
Se adelantó a paso lento para inclinarse sobre el cadáver del devorador de hombres. Meneando la cabeza, asombrado, volvió a mirar a su hijo. Garry aún no había bajado el arma, pero comenzaba a temblar de tardío terror. Shasa hundió el dedo en la sangre que había brotado de la herida y volvió junto a su hijo. Entonces, pintó las rayas rituales en su frente y en sus mejillas.
—Ahora, eres un hombre y estoy orgulloso de ti —dijo.
El color volvió lentamente a las mejillas de Garry; sus labios dejaron de temblar y su rostro se tornó reluciente. Había en él una expresión de tanto orgullo, de tan inefable alegría, que Shasa sintió un nudo en la garganta y un escozor de lágrimas en los ojos.
Todos los sirvientes llegaron desde el campamento para ver al «comehombres» y para oír el relato de la cacería hecho por Shasa. Después, a la luz de las lámparas, cargaron con el cadáver. Mientras los desolladores hacían su trabajo, los hombres cantaron la canción del cazador en honor a Garry.
Sean experimentaba una mezcla de incrédula admiración y profunda envidia hacia su hermano. Michael estaba lleno de alabanzas. Garry se negó a lavarse la sangre del león aun cuando su padre los envió a la cama, ya bien pasada la medianoche. A la hora del desayuno, aún mostraba las rayas de sangre seca en su sucio y refulgente rostro. Michael leyó en voz alta el heroico poema, de rimas complicadísimas, que había escrito en honor de Garry.
Shasa lo escuchó disimulando una sonrisa y, al final, aplaudió con tanto entusiasmo como cualquiera de ellos. Después de desayunar, todos salieron a ver cómo se curtía la piel del león, clavada entre estacas a la sombra con el pelo hacia abajo y frotada con sal y alumbre.
—Bueno, sigo creyendo que murió de un ataque al corazón —dijo Sean, que no podía contener su envidia por más tiempo. Garry se volvió hacia él, furioso.
—Ya sabemos que tú eres muy gran tipo. Pero cuando hayas matado un león podrás venir a hablar conmigo, calzonazos. ¡Al fin y al cabo, sólo sirves para matar a unos cuantos impalas viejos!
Fue un largo discurso, pronunciado con gran calor y sin el menor tartamudeo. Era la primera vez que Shasa veía a Garry defenderse ante la indiferente prepotencia de su hermano mayor. Supuso que Sean afirmaría su autoridad y, durante algunos segundos, todo estuvo en el aire. Notó que Sean sopesaba la situación, como si no se decidiera entre retorcer las patillas de su hermano o darle un golpe en las costillas. También notó que Garry estaba preparado, con los puños apretados y los labios reducidos a una línea pálida y decidida. De pronto, Sean sonrió con su encanto de costumbre.
—Era sólo una broma —anunció, tranquilamente, y se volvió para admirar el diminuto agujero de bala en el cráneo—. ¡Caramba, justo entre los ojos!
Era un ofrecimiento de paz. Garry pareció extrañado y estupefacto. Por primera vez, Sean retrocedía ante él y, por el momento, no sabía cómo manejar su triunfo.
Shasa se adelantó para rodearle los hombros con un brazo.
—¿Sabes lo que he pensado, campeón? Haré que pongan la cabeza en la pared de tu cuarto, con ojos y todo —dijo.
Por primera vez en su vida, Shasa notó que Garry había echado pequeños músculos duros en los hombros y los brazos. Siempre lo había tenido por un alfeñique. Tal vez hasta entonces no lo había mirado con atención ante ellos. Shasa trató de mantenerles el buen humor con relatos y canciones, pero con cada kilómetro recorrido en dirección a la mina «H’ani», los chicos parecían más deprimidos.
El último día, cuando las colinas que los bosquimanos llamaban «El sitio de toda la vida» flotaban en el horizonte, hacia delante, separadas de la tierra por la reverberación del calor, Shasa preguntó:
—Bien, caballeros, ¿habéis decidido qué vais a hacer cuando la escuela termine?
Era un intento de animarlos más que una pregunta seria.
—¿Qué dices tú, Sean?
—Quiero dedicarme a lo que hemos estado haciendo. Quiero ser cazador, cazador de elefantes, como el tío-bisabuelo Sean.
—¡Estupendo! —concordó Shasa—. Pero hay un pequeño problema: llegas con sesenta años de retraso.
—Entonces, seré militar. Me gusta disparar contra las cosas. Por los ojos de Shasa pasó una sombra. Luego, los volvió hacia Michael.
—¿Y tú, Mickey?
—Quiero ser escritor. Trabajaré como periodista y, en el tiempo libre, escribiré poesía y grandes libros.
—Te morirás de hambre, Mickey —rió Shasa. Luego, giró hacia Garry, quien se inclinaba hacia él desde el asiento trasero—. ¿Y tú, campeón?
—Voy a hacer lo mismo que tú, papá.
—¿Y qué hago yo? —preguntó Shasa, interesado.
—Eres presidente de la empresa «Courtney» y dices a todos lo que es preciso hacer. Eso es lo que yo quiero ser un día: presidente de la empresa «Courtney».
Shasa dejó de sonreír y guardó silencio durante un momento, mientras estudiaba la expresión decidida de su hijo.
—Bueno —dijo luego, en un tono ligero—, parece que a ti y a mí nos tocará mantener al cazador de elefantes y al poeta.
Deslizó una mano por el pelo rebelde de Garry. Ya no requería de esfuerzo alguno para hacer un gesto afectuoso hacia el patito feo.
Y de pronto, todo terminó. Los sirvientes levantaron el campamento y cargaron tiendas y camastros en los camiones. La horrible perspectiva de volver a Weltevreden y a la escuela se levantó.
Llegaron cantando por las grandes praderas de Zululandia, y eran más de cien, todos los miembros de los Búfalos. Hendrick Tabaka los había seleccionado cuidadosamente para esa guardia de honor especial. Eran los mejores, y todos ellos lucían las galas de su tribu: plumas, pieles y capas de piel de mono, con falda de rabos de vaca. Llevaban palos de pelea, pues la más estricta de las tradiciones prohibía las armas de metal en un día semejante.
Moses Gama y Hendrick Tabaka trotaban a la cabeza de la columna. También habían descartado sus ropas europeas para esa ocasión; sólo ellos, entre todos los hombres, lucían mantos de piel de leopardo, como les correspondía por derecho de nobleza. Un kilómetro más atrás, se elevaba el polvo del rebaño. Era la lobola, el precio del casamiento: doscientas cabezas de excelente ganado, tal como se había acordado. Los pastores eran hijos de los principales guerreros, habían viajado en vagones para ganado con los animales que estaban a su cargo, a lo largo de cuatrocientos kilómetros, desde la Witeatersrand. Al mando de los pastores iban: Wellington y Raleigh Tabaka, que se habían encargado de desembarcar el ganado en la estación de Ladyburg. También ellos, como su padre, lucían sólo taparrabos y estaban armados con palos de pelea. No dejaban de bailar, llamando a las vacas para mantenerlas bien unidas. Ambos desbordaban de entusiasmo y se sentían muy importantes por la tarea asignada.
Delante, se alzaba el alto terraplén, tras la pequeña ciudad de Ladyburg. Las cuestas aparecían cubiertas de oscuros bosques. Todo aquello era propiedad de los Courtney, desde donde la catarata ahumaba de rocío la luz del sol, siguiendo la gran curva de las colinas. Eran cuatro mil hectáreas pertenecientes a Lady Anna Courtney, la viuda de Sir Garrick, y a Storm Anders, hija del general Sean Courtney. Sin embargo, más allá de la cascada, había cuarenta hectáreas de tierras escogidas que habían sido entregadas a Sangane Dinizulu, según el testamento del general, por haber sido un fiel sirviente de los Courtney, tal como antes su padre, Mbejane Dinizulu.
La carretera descendía por el terraplén en una serie de curvas cerradas. Cuando Moses Gama hizo sombra sobre sus ojos para mirar hacia delante, vio que otra banda de guerreros les salía al encuentro. Eran bastante más numerosos; tal vez, quinientos. Tal como ellos, vestían las galas militares tribales: pieles y plumas en la cabeza y cascabeles guerreros en muñecas y tobillos. Los dos grupos se detuvieron al pie de la montaña y se enfrentaron a cien pasos de distancia, aunque todavía cantaban y blandían sus armas.
Los escudos de los zulúes combinaban entre sí; habían sido hechos con cuero de vaca blanca y marrón achocolatado; unas tiras del mismo cuero vendaban la frente de los guerreros; sus faldas y sus adornos eran rabos de vaca, inmaculadamente blancos. Constituían una imagen muy belicosa, pues todos eran corpulentos y relucían de sudor bajo el sol; sus ojos estaban inyectados en sangre por el polvo, el entusiasmo y las jarras de cerveza ya consumidas.
Al enfrentarse a ellos, Moses sintió que los nervios se le estremecían con un dejo del terror que esos hombres habían inspirado, durante doscientos años, a todas las tribus de África. Para dominarlo, golpeó el suelo con los pies y cantó en voz tan alta como la de los Búfalos que se apretaban a su alrededor. En ese día, el de su boda, Moses Gama había descartado los modales y costumbres de Occidente para volver con facilidad a sus orígenes africanos. Su corazón palpitaba al ritmo de ese duro continente.
De las filas zulúes, frente a él, se separó un campeón: un hombre magnífico, con la frente cubierta por una banda de piel de leopardo, que indicaba su origen real. Era uno de los hermanos mayores de Victoria. Moses sabía que trabajaba como experto abogado en Eshowe, la capital de Zululandia. Mas ese día, era puramente africano. Fiero y amenazador, giraba bailando la giya, la danza del desafío.
Saltó, giró y cantó sus propias alabanzas junto con las de su familia, desafiando al mundo y a los hombres del bando opuesto. Detrás de él, sus camaradas golpeaban con los palos sobre los escudos de cuero crudo, y el ruido era como el trueno lejano: el último sonido que jamás oyeron un millón de víctimas, el toque mortal de los swazis y los xhosas, de los bóers y los británicos, en los tiempos en que los guerreros de Chaka, Dingaan y Cetewayo asolaban la tierra entera desde Isandhlawana (la colina de la Mano Pequeña), donde setecientos soldados británicos habían caído en uno de los peores reveses militares que Inglaterra había sufrido en África, hasta Weenen, el sitio que los bóers llamaron «de los sollozos»; por las mujeres y los niños muertos ante ese mismo redoble.
Por fin, el campeón zulú retrocedió hacia sus filas, manchado de polvo y sudor, con el pecho palpitante y espuma en los labios. Le tocaba a Moses bailar la giya. Se adelantó, separándose de sus Búfalos, y saltó hasta la altura del hombro, haciendo volar sus pieles de leopardo. Sus miembros brillaban como carbón recién cortado; sus ojos y sus dientes lucían blancos como espejos a la luz del sol. Su voz resonó en la montaña, magnificada por el eco; aunque los del bando opuesto no entendieran sus palabras, la fuerza y el significado resultaban tan evidentes como el altanero desdén de cada gesto. Todos gruñeron y se adelantaron, mientras los Búfalos se dejaban tentar por el ejemplo, con la sangre hirviendo, listos para trabar batalla con el enemigo tradicional, listos para perpetuarla sangrienta venganza que ya se prolongaba desde hacía cien años.
En el último instante, cuando la violencia y la muerte inevitable estaban muy cercanas, cuando la ira pendía densa en el aire, como electricidad estática de la peor tormenta estival, Moses Gama dejó de repente de bailar, y quedó como una heroica estatua ante ellos.
Tan grande era la fuerza de su personalidad, tan llamativa su presencia, que logró acallar el redoble de los escudos y el rugir de furia bélica.
En medio del silencio, Moses Gama anunció, en el idioma de los zulúes:
—¡Traigo el precio del casamiento!
Y sostuvo su palo en alto, como señal a los pastores que guían al grupo.
El rebaño, con las cabezas bajas y balando, agregó su polvareda a la de los bailarines. Ello alteró de inmediato la actitud de los zulúes. Desde hacía mil años, desde que bajaron del lejano norte, siguiendo los corredores libres de moscas tsé-tsé con sus rebaños, los pueblos ngunis de los que surgiría la tribu zulú, bajo el mandato del emperador Chaka, habían sido pastores. Los animales eran su riqueza y su tesoro. Amaban el ganado como otros hombres aman a las mujeres y a los niños. Casi desde el día en que podían tenerse en pie sin ayuda, los varones atendían a los animales, y vivían con ellos en la pradera desde el amanecer hasta el ocaso, llegando a establecer con ellos un vínculo y una comunión casi mística; los protegían de las fieras a costa de su propia vida, les hablaban y los acariciaban hasta llegar a conocerlos por completo. Se decía que el rey Chaka había conocido a cada una de las bestias de sus rebaños y que, si faltaban una entre cien mil cabezas, lo detectaba de inmediato y preguntaba por el animal desaparecido, tampoco vacilaba en ordenar la ejecución del pastor, aun del más pequeño, si existían sospechas de negligencia.
Por lo tanto, fue una comisión de jueces estrictos y expertos la que abandonó las danzas y la jactancia para aplicarse a la evaluación del precio del casamiento. Se apartó a cada animal del rebaño para examinarlo con toda minuciosidad, entre zumbido de comentarios, especulaciones y discusiones. Docenas de manos palparon simultáneamente los miembros y el tronco, abrieron las mandíbulas para exponer los dientes y la lengua, torcieron la cabeza para espiar dentro de las orejas y los hocicos. Acariciaron las ubres y apartaron los rabos para calcular las preñeces anteriores y su capacidad. Por fin, casi contra su voluntad, el viejo Sangane Dinizulu, el padre de la novia, en persona, declaró que todos los animales eran aceptados. Por mucho que se esforzaran, no podían hallar excusa para rechazar a uno solo de los animales. Los ovambos y los xhosas amaban a su ganado tanto como los zulúes y eran igualmente expertos en su evaluación. Moses y Hendrick habían puesto en juego toda su habilidad al efectuar la selección, pues el orgullo y el honor estaban en juego.
Pasaron varias horas antes de que cada uno de los doscientos animales fuera examinado; mientras tanto, el grupo del novio, que seguía altaneramente aislado de los zulúes, se sentó en cuclillas en el corto pasto, a la vera del camino, fingiendo contemplar los procedimientos con indiferencia. El sol quemaba, y el polvo aumentaba la sed de los hombres, pero el escrutinio proseguía sin que se ofrecieran refrescos.
Por fin, Sangane Dinizulu, brillante bajo el sol la plateada calva, pero siempre erguido y majestuoso, llamó a sus pastores. Joseph Dinizulu se adelantó y el anciano entregó el rebaño a sus cuidados, tal como le correspondía por ser jefe de pastores. Aunque sus exhortaciones fueron severas, pronunciadas con un feroz arqueo de cejas, al viejo le costaba disimular su afecto por el menor de sus hijos varones, así como su placer por la calidad del ganado que componía el precio de la boda. Por lo tanto, cuando se volvió a saludar por primera vez a su futuro yerno, le costaba mucho contener las sonrisas, que insistían en aparecer como rayos de sol entre las nubes y eran extinguidas con la misma celeridad.
Abrazó a Moses Gama con gran dignidad. A pesar de ser alto, tuvo que estirarse para hacerlo. Luego, dio un paso atrás y dio una palmada, llamando al grupito de muchachas que se mantenía a cierta distancia.
Las jovencitas se levantaron y se ayudaron mutuamente a acomodar sobre la cabeza las enormes jarras de arcilla. Después, se pusieron en fila, una tras otra, y se adelantaron, cantando y ondulando las caderas; sin embargo, la cabeza permanecía inmóvil; ni una sola gota rebasó el borde de las jarras. Todas eran jóvenes solteras, pues ninguna de ellas usaba el alto tocado de arcilla ni el manto de cuero de la mujer casada; llevaban una breve falda de cuentas y el resto del cuerpo totalmente desnudo y aceitado; sus impertinentes senos saltaban y se bamboleaban al ritmo de la canción de bienvenida, y los invitados a la boda sonrieron entre murmullos de apreciación. Aunque Sangane Dinizulu, en el fondo, no gustaba de los casamientos con gente que no fuera de la tribu zulú, la lobola había sido buena y su futuro yerno era, según todas las opiniones, hombre de importancia e influencia. Nadie podía presentar objeciones razonables a un candidato de ese calibre. Y como bien podía haber otros semejantes en el grupo que lo acompañaba, a Sangane no le disgustaba exhibir su mercancía.
Las muchachas se arrodillaron frente a los invitados, con la cabeza gacha y evitando tímidamente mirarles a los ojos. Entre risitas aniñadas, provocadas por las miradas encendidas y los astutos comentarios de los hombres, ofrecieron las desbordantes jarras de cerveza y se retiraron, con exagerados movimientos de caderas, para hacer que las faldas se arremolinaran y las tiernas nalgas asomaran provocativas, por debajo.
Las jarras eran tan pesadas, que hacían falta ambas manos para levantarlas. Cuando las bajaron, había gruesos bigotes blancos en los labios superiores de todos los invitados. Ellos se los lamieron ruidosamente. Entonces, la risa se tornó más suelta y amistosa.
Cuando los jarros de cerveza quedaron vacíos, Sangane Dinizulu se irguió ante ellos y pronunció un breve discurso de bienvenida. Luego, todos volvieron a formarse y echaron a andar por la ruta que ascendía la escarpa, pero ahora los zulúes corrían hombro a hombro con ovambos y xhosas. Moses Gama había temido no ver nunca algo así. Era un comienzo, se dijo, un buen comienzo, pero aún quedaba por escalar una cordillera tan alta como los picos de las montañas Drakensberg, que se elevaban en la distancia.
Sangane Dinizulu había marcado el paso cuesta arriba, aunque debía contar más de setenta años. Una vez en la cima, condujo el cortejo de hombres y animales hacia abajo, a su kraal. Estaba situado en una pendiente cubierta de pasto que bajaba hasta el río. Las cabañas de sus muchas esposas formaban un círculo de colmenas de paja suave, con entradas tan bajas que cualquier hombre debía agachar la cabeza para entrar. En el centro del círculo, estaba la choza del anciano. También formaba una colmena perfecta, pero mucho más grande que las otras, y la paja había sido trenzada siguiendo diseños complejos. Era el hogar de un jefe zulú, un hijo de los cielos.
En la pradera inclinada se había reunido una multitud; eran más de mil, entre los que se contaban los hombres más importantes de la tribu, acompañados por sus principales esposas. Muchos de ellos habían viajado por días enteros para estar presentes. Cada jefe estaba sentado en cuclillas, rodeado por sus propios sirvientes.
Cuando el grupo del novio franqueó la cima, todos se levantaron como una sola persona, saludándolos a gritos y haciendo sonar sus escudos. Sangane Dinizulu los guió hasta la entrada del kraal, donde se detuvo y extendió los brazos, pidiendo silencio. Los invitados a la boda se acomodaron en el pasto. Sólo los jefes se sentaban en los banquillos tallados correspondientes a su rango. Mientras repartían jarros de cerveza, Sangane Dinizulu pronunció su discurso de bodas.
Primero, relató la historia de la tribu; en especial, la de su propio clan de Dinizulu. Recitó los honores de las batallas y las valientes hazañas de sus antepasados. Eran muchos y llevaron largo rato, pero los invitados las escucharon con gusto, pues los jarros de cerveza volvían a llenarse en cuanto quedaban vacíos y, aunque los ancianos conocían la historia de la tribu tan íntimamente como Sangane Dinizulu, esa repetición les brindaba satisfacciones interminables, como si fueran un ancla en el inquieto mar de la vida.
En tanto la historia y las costumbres persistieran, la tribu estaba segura.
Por fin, Sangane Dinizulu dio por terminado su discurso, diciendo, con voz ronca y carrasposa:
—Hay entre vosotros algunos que han puesto en duda la prudencia de permitir que una hija de Zulú se casara con un hombre de otra tribu. Respeto esos puntos de vista, pues yo también me he sentido consumido por las dudas y he cavilado sobre esto larga y seriamente.
Las cabezas más blancas de la congregación comenzaron a asentir, y algunas miradas hostiles se dirigieron hacia el grupo del novio. Pero Sangane Dinizulu prosiguió:
—Yo tuve las mismas dudas cuando mi hija me pidió permiso para abandonar la choza de su madre y viajar a Goldi, el lugar del oro, para trabajar en el gran hospital de Baragwanath. Ahora, estoy convencido de que ha hecho lo correcto y lo decente. Tengo una hija de la que cualquier anciano puede estar orgulloso. Es una mujer del futuro.
Se enfrentó a sus pares con calma y decisión, ignorando las dudas que veía en sus ojos.
—El hombre que será su esposo no pertenece a Zulú, pero también es hombre del futuro. Casi todos vosotros habéis oído su nombre. Lo conocemos como hombre dotado de fuerza y poder. Estoy persuadido de que, al darle a mi hija como esposa, estoy haciendo una vez más lo que conviene… a mi hija y a la tribu.
Cuando el anciano se sentó en su banquillo, los demás guardaron silencio, serios y reservados; todos miraban con inquietud al novio, que estaba sentado en cuclillas a la cabeza de su grupo.
Moses Gama se puso de pie y ascendió por la cuesta, para poder mirarles desde arriba. Se recortó contra el cielo, destacada su estatura por la piel de leopardo real que atestiguaba su linaje.
—Oh, pueblo de Zulú, te saludo.
Esa voz profunda y conmovedora llegó a todos ellos, corriendo claramente en el silencio. La concurrencia se agitó entre murmullos de sorpresa, al comprobar que les hablaba fluidamente en zulú.
—He venido a llevarme a una de las más bellas hijas de vuestra tribu, pero, como parte del precio de la boda, traigo un sueño y una promesa —comenzó.
Todos escuchaban, atentos, aunque bastante desconcertados. El estado de ánimo cambió poco a poco, a medida que él les iba presentando su visión: la unificación de las tribus y el desprendimiento de la dominación blanca, bajo la cual estaban desde hacía trescientos años. Los demás ancianos iban poniéndose cada vez más inquietos; meneaban la cabeza e intercambiaban miradas de enfado; algunos murmuraban en voz alta, desusada descortesía hacia un huésped importante, porque lo que él sugería era la destrucción de las costumbres antiguas, el rechazo de los hábitos y el orden social que mantenía la trama de la vida. A cambio, les ofrecía algo extraño, nunca sometido a prueba: un mundo patas arriba, un caos en donde los valores antiguos y los códigos probados quedarían descartados, sin otra cosa para remplazarlos que palabras descabelladas… y, como todos los ancianos, temían al cambio.
Los más jóvenes eran diferentes. Escuchaban, y las palabras los iban encendiendo como las hogueras de un campamento en una noche de escarcha. Uno de ellos escuchaba con más atención que los otros. Aunque Joseph Dinizulu no tenía catorce años aún, por sus venas corría la sangre del gran Chaka, que inflamaba su corazón. Aquellas palabras, extrañas en un principio, comenzaron a cantar en su cabeza como uno de los antiguos himnos de pelea. Su respiración se aceleró al oír el final de aquel discurso:
—Así, pueblo de Zulú, vengo a devolveros la tierra de vuestros padres. Vengo a haceros la promesa de que, una vez más, un hombre negro gobernará en África, porque el futuro nos pertenece, con tanta seguridad como que mañana saldrá el sol.
De pronto, Joseph Dinizulu experimentó la sensación del destino: «Un hombre negro gobernará en África».
Para Joseph Dinizulu, como para muchos otros aquel día, el mundo jamás sería como antes.
Victoria Dinizulu esperaba en la choza de su madre, sentada en el suelo de tierra, sobre una piel de damán tostado. Llevaba el vestido tradicional de la novia zulú. Las cuentas habían sido cosidas por su madre y sus hermanas, en intrincados y hermosos diseños que portaban un mensaje oculto. Había sartas de coloridas cuentas en sus muñecas y en sus tobillos, así como en los collares; también su falda corta de tiras de cuero estaba sembrada de cuentas, y las trenzas de su cabellera, y su cintura. Sólo en un aspecto difería su atuendo del que correspondía a la tradición: llevaba los senos cubiertos, tal como había hecho desde la pubertad, cuando fuera bautizada en la iglesia anglicana. Lucía una blusa de seda a rayas de colores, que armonizaba con el resto de su vestido.
Sentada en el centro de la choza, escuchaba con atención la voz de su novio, que hablaba fuera. Sus palabras llegaban hasta ella con claridad, aunque le era necesario acallar a las otras muchachas, que susurraban y reían. Cada vocablo se le clavaba con la fuerza de un dardo; sintió que su amor y su abnegación hacia el hombre que las pronunciaba se henchían en ella hasta casi sofocarla.
El interior de la choza permanecía en penumbra, como si de una antigua catedral se tratara, pues no había ventanas; el aire estaba lleno de humo de leña, que se desenrollaba perezosamente desde la fogata central, elevándose hasta el pequeño agujero abierto en lo más alto del techo de campana. Esa atmósfera de iglesia aumentaba su reverencia. Al cesar la voz de Moses Gama, el silencio pareció llegarle al corazón. No se oyeron vítores ni gritos de asentimiento. Los hombres de Zulú habían quedado silenciosos y perturbados por el discurso. Victoria se dio cuenta de ello, incluso desde la oscuridad de la choza.
—Ha llegado la hora —susurró la madre, y la puso de pie—. Ve con Dios —susurró, pues era cristiana y había enseñado esa religión a su hija—. Sé buena esposa para ese hombre —fue su última indicación, mientras la conducía a la entrada de la choza.
Ella salió a la cegadora luz del sol. Era el momento que los invitados estaban esperando. Al ver lo bella que era, todos rugieron como toros e hicieron sonar sus escudos. El padre se adelantó para saludarla y la condujo hasta el banquillo de ébano situado a la entrada del kraal, para que la ceremonia de la cimeza comenzara.
Cimeza significaba «cierre de ojos»; Victoria permaneció con los ojos fuertemente cerrados, mientras los representantes de los diversos clanes se adelantaban uno tras otro para poner sus regalos ante ella. Sólo entonces se permitió a la novia abrir los ojos y lanzar exclamaciones de maravillado asombro ante la generosidad de los donantes. Había cacerolas, mantas y adornos, preciosas tramas de cuentas y sobres con dinero.
El viejo Sangane calculó astutamente el valor de cada presente, de pie tras el banquillo. Por fin, sonriente de satisfacción, hizo a su hijo Joseph la señal de que les llevaran el festín. Había separado doce gordos novillos para la matanza, gesto que demostraba que era aún más generoso que los donantes de regalos. Claro que se trataba de un gran hombre y jefe de un noble clan. Los guerreros elegidos se adelantaron para matar a los novillos, cuyos mugidos luctuosos, junto con el olor de la sangre fresca sobre el polvo, pronto cedieron paso al aroma de las fogatas, que lanzaban humo azul sobre la faz de la colina.
Ante un ademán del viejo Sangane, Moses Gama subió por la cuesta hasta la entrada del kraal. Victoria se puso de pie para recibirlo. Se enfrentaron cara a cara. Una vez más, el silencio se hizo entre los invitados, sobrecogidos ante la imponente estatura del novio y la núbil belleza de la novia.
Involuntariamente, estiraron el cuello para ver a Victoria, que se desataba el ucu, la sarta de cuentas atada a su cintura, símbolo de virginidad; ella se arrodilló ante Moses y, con las manos ahuecadas en el gesto formal y cortés, le ofreció la sarta. En el momento en que él la aceptó con su presente, los invitados rompieron en un grito. La ceremonia había concluido: Moses Gama era, por fin, esposo y amo de Victoria Dinizulu.
Ahora, por fin, podrían dedicarse de lleno a comer y a beber cerveza. La carne roja amontonada sobre las brasas desaparecía en cuanto se chamuscaba un poco. Los jarros de cerveza pasaban de mano en mano, y las muchachas bajaban una y otra vez la cuesta, meneándose, con vasijas llenas sobre la cabeza.
De pronto, se oyó un bramido estruendoso. Una banda de guerreros emplumados bajaba la cuesta a toda carrera en dirección a Victoria, sentada a la entrada del kraal. Eran los hermanos, medio-hermanos y sobrinos de la novia; hasta Joseph Dinizulu se hallaba entre ellos, y todos lanzaban gritos de guerra, acudiendo en rescate de su hermana, a quien ese desconocido quería robar de su seno.
Sin embargo, los Búfalos estaban listos para el enfrentamiento. Con Hendrick a la cabeza, entre siseo de palos, corrieron a evitar el secuestro. Las mujeres gemían y ululaban, mientras los palos de lucha chocaban y golpeaban la carne; los guerreros aullaban, corrían en círculos y se atacaban mutuamente, entre una fina niebla de polvo.
Por eso, las armas de metal estaban prohibidas durante la ceremonia, pues la lucha, juguetona en un principio, pronto acaloraba los ánimos; antes de que los secuestradores se dejaran rechazar, había derramamientos de sangre y huesos fracturados. La sangre se restañó con puñados de polvo aplastados contra la herida y tanto vencedores como vencidos, sedientos tras la lucha, llamaron a gritos a las muchachas para que les llevaran más cerveza. El alboroto se acalló unos minutos, para reanudarse casi de inmediato, al llegar un ruido de motores desde lo más alto de la cuesta.
Los niños subieron corriendo la colina, entre palmoteos y canciones, para recibir a dos grandes automóviles, que bajaron lentamente, a tumbos, por la desigual carretera que conducía al kraal. En el primero viajaba una mujer blanca, corpulenta y rubicunda, de facciones arrugadas y fuertes como las de un bulldog; por debajo del sombrero, ancho y anticuado, asomaba el cabello gris, rizado de un modo desigual.
—¿Quién es? —preguntó Moses.
—Lady Anna Courtney —exclamó Victoria—. Ella fue quien me alentó a marchar de aquí para ir al mundo.
Siguiendo su impulso, se adelantó a la carrera para salir al encuentro del vehículo y abrazó a Lady Anna, que descendió pesadamente.
—Así que has vuelto a nosotros, hija mía. —El acento de Lady Anna aún era fuerte, si bien llevaba treinta y cinco años viviendo en África.
—Pero no por mucho tiempo —rió Victoria.
Lady Anna la miró con cariño. Esa criatura había servido en la casa grande, como criada, hasta que su brillante inteligencia y su belleza convencieron a la señora de que era alguien demasiado superior para realizar trabajos tan insignificantes.
—¿Dónde está ese hombre que va a llevarte? —quiso saber. La muchacha la cogió de la mano.
—Antes debe usted saludar a mi padre; después, le presentaré a mi esposo.
Del segundo automóvil, bajó una pareja de edad madura, saludada con entusiasmo por la multitud que se apretujaba alrededor. El hombre era alto y flaco, con porte militar; estaba bronceado por el sol y los ojos tenían la mirada lejana de quien vive al aire libre. Retorciéndose los bigotes, cogió a su esposa del brazo. Ella era casi tan alta como él y aun más delgada; a pesar de las vetas grises de su cabello, seguía siendo singularmente hermosa.
Sangane Dinizulu se adelantó a saludarles.
—¡Te veo, Jamela! —Su dignidad fue algo atemperada merced a la alegre sonrisa de bienvenida.
El coronel Mark Anders le respondió en perfecto zulú coloquial.
—Te veo, viejo. —El apelativo indicaba respeto—. Que todo tu ganado y todas tus esposas se pongan gordos y lustrosos.
Sangane se volvió hacia Storm, su esposa, hija del anciano general Sean Courtney.
—Te veo, Nkosikazi; tú traes el honor a mi kraal.
El lazo entre las dos familias era como de acero. Se remontaba a otro siglo y había sido probado mil veces.
—Oh, Sangane, cuánto me alegro hoy por ti… y por Victoria. —Storm abandonó a su esposo para abrazar a la muchacha zulú—. Te deseo felicidad y muchos lindos varones, Vicky —le dijo.
—Estoy muy en deuda con usted y con su familia, Nkosikazi —respondió Victoria—: Jamás podré pagársela.
—Ni lo intentes —le advirtió Storm, con fingida severidad—. Me siento como si se casara mi propia hija. Preséntanos a tu esposo, Vicky.
Moses Gama se acercó a ellos. Cuando Storm lo saludó en zulú, él respondió gravemente en inglés:
—Encantado de conocerla, Mrs. Anders. Victoria habla mucho de usted y de su familia. —Al volverse hacia Mark Anders, tendió la mano derecha—. ¿Cómo está usted, coronel?
Una irónica sonrisa se dibujó en su rostro al ver la momentánea vacilación del blanco, antes de aceptar el saludo. No era habitual que los hombres se estrecharan la mano, franqueando la línea divisoria del color. A pesar de la fluidez con que hablaba el zulú y su fingido afecto por ese pueblo, Moses no se dejó engañar.
El coronel Mark Anders era un anacronismo, hijo de la Inglaterra victoriana, militar de dos guerras mundiales y director del Parque Nacional de Chaka, que había rescatado de los depredadores por su abnegación y su terquedad, convirtiéndolo en uno de los más celebrados santuarios africanos para la vida silvestre. Amaba a los animales del país con una especie de pasión paternal; los protegía y los mimaba; su actitud hacia las tribus negras, en especial hacia los zulúes, era apenas diferente: cargada de paternalismo y condescendencia. Por definición, era el mortal enemigo de Moses Gama y, al mirarse a los ojos, ambos lo reconocieron así.
—He oído el rugido del león desde lejos —dijo Mark Anders en zulú—. Ahora veo a la fiera cara a cara.
—También yo he oído hablar de usted, coronel —replicó Moses, hablando deliberadamente en inglés.
—Victoria es una buena persona. —Mark Anders insistía en utilizar el zulú—. Todos nosotros esperamos que no le enseñes tus tendencias feroces.
—Será una esposa abnegada —dijo Moses, siempre en inglés—. Hará lo que yo le pida, no lo dudo.
Storm, que seguía el diálogo, percibió la innata hostilidad entre ambos y decidió intervenir suavemente.
—Si estás listo, Moses, podemos ir a «Theunis kraal» para celebrar la ceremonia.
Victoria y su madre habían insistido en que se llevara a cabo una ceremonia cristiana, para completar la boda tradicional de la tribu.
Sangane y la mayor parte de los invitados, paganos y adoradores de los antepasados, permanecieron en el kraal, mientras un reducido grupo se amontonaba en los dos vehículos.
«Theunis kraal» era el hogar de Lady Anna Courtney y asiento original de la familia Courtney. Se levantaba entre sus grandes prados, entre desaliñados jardines de palmeras y buganvillas, al pie de la escarpa de Ladyburg. Era un edificio grande, donde se mezclaban distintos estilos arquitectónicos; más allá de los jardines, se extendían interminables cañaverales azucareros, que se ondulaban ante la brisa como el oleaje del océano.
El grupo de la boda entró en la casa en tropel para ponerse ropas más adecuadas que las cuentas, las pieles y las plumas, mientras Lady Anna y la familia iban a recibir al sacerdote anglicano, que esperaba en la tienda levantada en el prado delantero.
Cuando el novio y su cortejo salieron a los jardines, media hora después, iban vestidos con elegantes trajes oscuros; el hermano mayor de Victoria, el mismo que pocas horas antes había saltado, balanceando sus plumas al compás de la giya, llevaba una impecable corbata de abogado, con nudo a lo Windsor, y gafas oscuras al estilo de los aviadores. Mientras esperaban a la novia, conversó afablemente con la familia Courtney.
La madre de Victoria lucía una túnica desechada por Lady Anna, pues las dos eran de constitución similar, y ya estaban probando el refrigerio dispuesto en la larga mesa de caballetes, bajo el dosel.
El coronel Mark Anders y el sacerdote anglicano se mantenían a cierta distancia del grupo principal, siendo de la misma generación, a ambos les inquietaban esos procedimientos, que les parecían antinaturales. Storm había necesitado de toda su convicción para que el sacerdote aceptara celebrar la ceremonia, y sólo estuvo de acuerdo a condición de que la boda no se llevara a cabo en su propia iglesia, donde los miembros más conservadores de su grey blanca podían sentirse ofendidos.
—¡Maldición! Estábamos mejor en los viejos tiempos, cuando todo el mundo sabía conservar su lugar en vez de imitar a sus superiores —gruñó Anders.
El sacerdote asintió.
—No hay por qué buscarse problemas…
Se interrumpió, pues Victoria acababa de salir a la amplia galería. Storm Anders le había ayudado a elegir su largo traje de novia, de satén blanco, con una guirnalda de diminutas rosas rojas sosteniendo el velo alrededor de la frente. El contraste del rojo y el blanco contra su piel oscura y brillante resultaba llamativo; su alegría era contagiosa. Hasta Mark Anders olvidó sus malos presentimientos por el momento, mientras Lady Anna tocaba la marcha nupcial en el piano.
En el kraal paterno, la familia de Victoria había construido una magnífica choza para la noche nupcial. Sus hermanos y medio-hermanos habían cortado ramas flexibles y el tronco para el poste central; después, trenzaron las ramas verdes descortezadas, dándole la forma de colmena. La madre, las hermanas y medio-hermanas, habían hecho el trabajo de las mujeres: las paredes, peinando cuidadosamente las largas briznas de hierba y entrelazándolas a la estructura; compactaron, recortaron y entretejieron hasta que la choza quedó lisa y simétrica; la paja cepillada parecía bronce pulido.
Todo cuanto había dentro de la choza era nuevo, desde el caldero de tres patas y la lámpara hasta las mantas y el lecho, formado con las magníficas pieles de liebre y de mono, regalo de las hermanas de Victoria, que las habían curtido y cosido, formando una verdadera obra de arte.
Victoria trabajaba sola ante la fogata, en el centro de la cabaña, preparando la primera comida para su esposo, mientras escuchaba las vociferantes risas de los invitados, en la noche. La cerveza de mijo era ligera, pero las mujeres habían preparado cientos de litros y los invitados estaban bebiendo desde la mañana temprano.
De pronto, oyó que el grupo del novio se aproximaba a la choza, entre canciones y consejos sugerentes, gritos de aliento y rudas exhortaciones al deber. Moses Gama se agachó para cruzar la entrada. Luego, enderezó el cuerpo y se irguió en toda su estatura junto a ella. Su cabeza rozaba el techo curvo; las voces de sus camaradas, fuera, retrocedieron hasta desaparecer.
Siempre arrodillada, Victoria se sentó sobre los talones y levantó la vista hacia él. Se había quitado sus ropas occidentales y vestía, por última vez, la breve falda de cuentas de doncella virgen. A la suave luz rojiza del fuego, su torso desnudo tenía la pátina oscura del ámbar antiguo.
—Eres muy hermosa —dijo él, pues Victoria era la esencia misma de la feminidad nguni.
Se acercó a ella y la cogió de las manos para hacerla levantar.
—Te he preparado la comida —susurró ella con voz ronca.
—Ya habrá tiempo para comer.
La condujo hasta el montón de pieles; ella permaneció de pie, sumisa, mientras él le desataba el cordón de la falda; luego, la levantó en brazos para tenderla en el lecho de suaves pieles.
Cuando niña, Victoria había jugado con varones entre los juncos de la laguna y en la pradera donde el ganado pastaba. Esos juegos de toques y exploraciones, frotes y caricias, que se detenían ante el prohibido acto de la penetración, estaban sancionados por las costumbres y los ancianos de la tribu los contemplaban con una sonrisa. Pero nada de todo eso la había preparado totalmente para enfrentarse al poder y a la habilidad de ese hombre, ni para su plena magnificencia. Él se hundió profundamente en su cuerpo y tocó hasta su alma. Mucho después, en la noche, ella se abrazó a su esposo.
—Ahora soy más que tu esposa —susurró—: soy tu esclava hasta el fin de mis días.
Al amanecer, su júbilo se ensombreció. Aunque su encantador rostro de luna llena parecía sereno, lloró por dentro cuando le oyó decir:
—Sólo tendremos una noche más, en el camino de regreso a Johannesburgo. Después, tendré que dejarte.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Victoria.
—Hasta que mi obra esté cumplida —respondió él. Su expresión se suavizó y le acarició las mejillas—. Tú sabías que debía ser así. Te advertí que, al casarte conmigo, te casabas con la lucha.
—Me lo advertiste —concordó ella, con un susurro afónico—. Pero no tenía modo de adivinar el tormento de tu partida.
A la mañana siguiente, se levantaron temprano. Moses había comprado un «Buick» de segunda mano, lo bastante viejo y derrengado como para no despertar interés ni envidia, pero uno de los expertos mecánicos de Hendrick Tabaka había afinado el motor y tensado la suspensión, dejando el exterior intacto. En ese vehículo volverían a Johannesburgo.
Aunque el sol aún no se había levantado, todo el kraal estaba conmocionado. Las hermanas de Victoria les habían preparado el desayuno. Después de comer, llegó la difícil parte de abandonar a la familia. Ella se arrodilló ante su padre.
—Ve en paz, hija mía —dijo él, con cariño—. Pensaremos en ti con frecuencia. Trae a tus hijos varones a visitarnos.
La madre de Victoria lloraba como si eso fuera un funeral en vez de una boda; Victoria no pudo consolarla, aunque la abrazó con protestas de amor y de abnegación; por fin, las otras hijas se la llevaron.
Después, todas sus madrastras, sus medio-hermanos, tíos y primos, llegados desde los rincones más lejanos de Zululandia, acudieron a decirle adiós. Victoria tuvo que despedirse de todos ellos, aunque algunos adioses fueron más conmovedores que otros; entre ellos, el adiós de Joseph Dinizulu, su favorito entre todos. Aunque era sólo medio hermano y siete años menor, entre ambos siempre había existido un vínculo especial; eran los más inteligentes y mejor dotados de su generación, dentro de la familia. Como Joseph vivía en Drake’s Farm, con uno de los hermanos mayores, les había sido posible continuar con la amistad.
Sin embargo, Joseph no volvería a la Witwatersrand. Había pasado y aprobado los exámenes de ingreso a Waterford, la exclusiva escuela multirracial de Swazilandia sería Lady Anna Courtney quien le pagaría los estudios. Lo irónico era que se trataba de la misma escuela a la que Hendrick Tabaka enviaría a sus hijos Wellington y Raleigh. Allí habría oportunidades para que la rivalidad floreciera.
—Prométeme que trabajarás mucho, Joseph —dijo Vicky—. Los estudios hacen fuerte al hombre.
—Seré fuerte —le aseguró Joseph. El regocijo que el discurso de Moses Gama dejó en él aún persistía—. ¿Puedo visitar a tu esposo, Vicky? Es todo un hombre, el tipo de hombre que yo quiero ser algún día.
Ya solo el matrimonio en el viejo Buick, con los regalos y las pertenencias de Victoria en el baúl y en el asiento trasero, ella repitió a Moses lo que el niño había dicho. Estaban abandonando el gran anfiteatro litoral de Natal, por el extremo de los Drakensberg, para entrar a la alta pradera del Transvaal.
—Los niños son el futuro —asintió Moses, con la vista clavada en la serpiente azul de la carretera, que trepaba por la montaña, más allá de la verde colina de Majuba, donde los bóers habían despedazado a los británicos en la primera de varias batallas—. Los viejos no tienen remedio. Ya los viste en la boda, pataleando y mohínos como bueyes sin domar, cuando traté de mostrarles el camino. Los niños, en cambio… ¡ah, los niños! —Sonrió—. Son como páginas en blanco. En ellos puedes escribir lo que gustes. Los viejos son duros como la piedra, impermeables, pero los niños son de arcilla, ansiosa arcilla que espera las manos modeladoras del artesano.
Levantó una de sus manos. Era larga y delicada: mano de cirujano o de artista; la palma mostraba un delicado tono rosado, sin los callos del trabajo duro.
—Los niños carecen de toda moralidad y de miedo; la muerte está más allá de su imaginación. Estas son cosas que adquieren después, cuando los mayores se las enseñan. Son soldados perfectos, pues no cuestionan nada. Y no hace falta mucha fuerza física para apretar un gatillo. Si el enemigo los derriba, se convierten en mártires perfectos. El cuerpo sangrante de un niño inspira horror y remordimiento aun en el corazón más duro. Sí, los niños son nuestra clave para el futuro. Tu Cristo lo sabía cuando dijo: «Dejad que los niños vengan a mí».
Victoria se retorció en el asiento de cuero y lo miró fijamente.
—Tus palabras son crueles y blasfemas —susurró, desgarrada entre el amor y su instintivo rechazo de cuanto acababa de oír.
—Sin embargo, tu reacción demuestra que es verdad.
—Pero… —Victoria hizo una pausa, temerosa de preguntar y de oír su respuesta—. Pero estás diciendo que deberíamos usar a nuestros niños… —Volvió a interrumpirse; una imagen de la sección pediátrica del hospital, donde había pasado los meses más felices de su adiestramiento, acudió a su mente—. ¿Estás sugiriendo que deberíamos usar a los niños a la vanguardia de la lucha, como soldados?
—Si los niños no pueden convertirse en hombres libres, es preferible que mueran en la niñez —dijo Moses Gama—. Me has oído decir eso antes, Victoria. Es hora de que empieces a convencerte. No hay nada que yo no sea capaz de hacer, ningún precio que no esté dispuesto a pagar por nuestra victoria. Si debo ver morir a mil niñitos para que otros cien mil tengan la oportunidad de ser hombres libres, para mí es un buen negocio.
Entonces, por primera vez en su vida, Victoria Dinizulu tuvo miedo de verdad.
Esa noche se hospedaron en casa de Hendrick Tabaka, en la población de Drake’s Farm. Era bien pasada la medianoche cuando pudieron ir al pequeño dormitorio que se les había asignado, pues eran muchos los que requerían la atención de Moses; miembros de los Búfalos y del Sindicato de Mineros, un mensajero del Consejo del CNA y diez o doce peticionarios, que habían llegado en silencio, como el chacal al león, cuando se supo que Moses Gama estaba en la ciudad.
Victoria estuvo presente en todas estas entrevistas, aunque nunca dijo una palabra; permanecía silenciosa, en un rincón del cuarto. Al principio, los hombres se mostraban sorprendidos y desconcertados; le echaban miradas furtivas y parecían reacios a manifestarse, a menos que Moses los presionara. Ninguno de ellos estaba acostumbrado a tratar de temas graves delante de las mujeres. Sin embargo, no se decidieron a protestar, hasta que el mensajero del Congreso Nacional Africano entró en el cuarto. Estaba investido con todo el poder y la importancia del Consejo al que representaba; por lo tanto, fue el primero en referirse a la presencia de Victoria.
—Aquí hay una mujer —observó.
—Sí —asintió Moses—. Pero no es una mujer cualquiera, es mi esposa.
—No corresponde —dijo el mensajero—. No es la costumbre. Esto es asunto de hombres.
—Nuestra finalidad y nuestra meta es derribar y quemar todas las costumbres viejas para crear las nuevas. En esa empresa, necesitaremos la ayuda de todo nuestro pueblo. No sólo de los hombres, sino también de las mujeres y de los niños.
Hubo un largo silencio, mientras el mensajero se debatía bajo la implacable mirada de Moses.
—La mujer puede quedarse —capituló al fin.
—Sí —aclaró Moses—, mi esposa se quedará.
Más tarde, en la oscuridad del dormitorio, Victoria se apretó contra él en la estrechez de la cama pequeña; las plásticas curvas de su cuerpo se ajustaron a las durezas de Moses.
—Me has honrado al convertirme en parte de tu lucha —dijo—. Quiero ser un soldado, como los niños. Lo he estado pensando y ya sé qué puedo hacer.
—Dime —la invitó él.
—Las mujeres. Puedo organizar a las mujeres. Podría comenzar por las enfermeras del hospital y, después, seguir con las otras, con todas las mujeres. Debemos ocupar nuestro lugar en la lucha, junto a los hombres.
Él la ciñó entre sus brazos.
—Eres una leona, una bella leona zulú.
—Siento el latir de tu corazón —susurró ella—. Y el mío late al mismo compás.
Por la mañana, Moses la llevó al albergue de las enfermeras, dentro del hospital. Ella permaneció de pie en los escalones, sin entrar en el edificio. Moses la observó por el espejo retrovisor, al alejarse; aún seguía en el mismo sitio cuando él se perdió en el tránsito, rumbo a Johannesburgo y a los suburbios de Rivonia. Esa mañana, fue uno de los primeros en llegar a «Puck’s Hill», para asistir a la reunión del Consejo a la cual lo había citado el mensajero de la noche anterior.
Marcus Archer salió a la galería para saludarle, con una sonrisa mordaz.
—Dicen que el hombre está incompleto hasta que se casa… y que sólo entonces se le puede dar por terminado.
Había ya dos hombres sentados a la larga mesa de la cocina, que siempre se había usado como sala de reuniones. Ambos eran blancos.
Bram Fischer era vástago de una eminente familia de afrikaners; su padre había sido juez supremo del Estado libre de Orange.
Aunque era experto en leyes sobre minería y miembro del Colegio de Abogados de Johannesburgo, también había participado en el antiguo Partido Comunista y formaba parte del CNA. En los últimos tiempos, su práctica profesional se reducía, casi por entero, a la defensa de los acusados, en virtud de las leyes raciales que el Gobierno nacionalista había puesto en práctica desde 1948. Si bien se trataba de un hombre erudito y encantador, realmente preocupado por sus compatriotas de todas las razas, Moses lo miraba con cautela. Era un soñador, convencido de que el bien acabaría por triunfar sobre el mal, y se oponía con firmeza a la formación de Umkhonto we Sizive, la rama militar del CNA. Su influencia pacifista sobre el resto del Congreso frenaba las aspiraciones de Moses.
El otro blanco era Joe Cicero, inmigrante de Lituania. A Moses le resultaba fácil adivinar por qué se hallaba en África… y quiénes lo habían enviado. Era una de las águilas de corazón feroz, como el mismo Gama; cuando se discutía la necesidad de una acción directa, y hasta violenta, se podía contar con él como aliado. Moses fue a sentarse a su lado, frente a la silla de Fischer. Ese día necesitaría el apoyo de Joe Cicero.
Marcus Archer, a quien le encantaba cocinar, le puso delante un plato de riñones y huevos a la ranchera. Antes de que Moses hubiera terminado su desayuno, los otros comenzaron a llegar. Nelson Mandela apareció acompañado por su fiel aliado Tambo, seguidos por Walter Sisulu, Mbeki y los otros. Por fin, la larga mesa quedó atestada y sembrada de papeles y platos sucios, tazas de café y ceniceros que pronto desbordaban de colillas aplastadas.
El aire estaba denso de humo de tabaco y olor a cocina; la conversación se tornó seria y cargada cuando trataron de decidir con exactitud cuáles eran los objetivos de la campaña de desafío.
—Debemos sacudir la conciencia de nuestro pueblo, sacarle de esa mansa y vacuna aceptación del opresor.
Era Mandela quien planteaba la proposición principal; Moses, frente a él, se inclinó hacia delante.
—Más importante aún: debemos despertar la conciencia del resto del mundo, pues de esa dirección llegará nuestra salvación.
—Nuestro pueblo… —comenzó Mandela.
Pero Moses lo interrumpió:
—Nuestro propio pueblo carece de poder sin armas ni adiestramiento. Las fuerzas de la opresión, alineadas contra nosotros, son demasiado poderosas. Sin armas no podemos triunfar.
—Entonces, ¿rechazas el camino de la paz? —preguntó Mandela—. ¿Presupones que la libertad sólo puede ser ganada a punta de pistola?
—La revolución debe ser templada y fortalecida en la sangre de las masas —afirmó Moses—. El camino es ése siempre.
—¡Caballeros, caballeros! —les interrumpió Bramb Fischer, levantando la mano—. Volvamos a la raíz de la discusión. Estamos de acuerdo en que, con nuestra campaña de desafío, deseamos sacar a nuestro propio pueblo de su letargo y atraer la atención del resto del mundo. Ésos son nuestros dos objetivos principales. Decidamos ahora nuestros objetivos secundarios.
—Establecer al CNA como único vehículo auténtico de liberación —sugirió Moses—. En la actualidad, contamos con menos de siete mil miembros, pero al terminar la campaña habremos enrolado a cien mil más.
Ante eso, todos estuvieron de acuerdo; hasta Mandela y Tambo asintieron. Cuando se realizó la votación, el resultado fue unánime.
Entonces, pudieron pasar a discutir los detalles de la campaña. Tenían una gran empresa entre manos, pues estaba planeado que la campaña fuera de alcance nacional y que se realizara simultáneamente en cada uno de los centros principales de la Unión Sudafricana, para exigir el máximo esfuerzo a los recursos gubernamentales y para poner a prueba la respuesta de las fuerzas de la ley y el orden.
—Debemos colmar sus cárceles hasta que estallen. Debemos ofrecernos al arresto por millares, hasta que la maquinaria de la tiranía se quiebre por el exceso —les dijo Mandela.
Pasaron tres días más sentados en la cocina de «Puck’s Hill», trabajando y discutiendo cada pequeño detalle; prepararon una lista de nombres y lugares, establecieron los horarios de la acción, la logística de transporte y la comunicación, las líneas de control desde el Comité Central hasta los cuarteles provinciales del movimiento y, en último término, los cabecillas regionales de cada población negra.
Fue una tarea ardua, pero, por fin, sólo quedó un detalle a decidir: el día en que debía iniciarse. Todos miraban a Albert Luthuli, que ocupaba la cabecera de la mesa; él no vaciló.
—El 26 de junio —anunció. Ante el murmullo general de asentimiento, prosiguió—: Sea, entonces. Todos conocemos nuestros deberes. —Y los saludó con los pulgares en alto—. ¡Amandla! ¡Poder! ¡Ngawethu!
Cuando Moses se acercó a su viejo «Buick», estacionado bajo los eucaliptos, el crepúsculo colmaba ya el cielo occidental con colores candentes: fuertes anaranjados y rojos abrasadores. Joe Cicero lo estaba esperando, reclinado contra el plateado tronco de un eucalipto, con los brazos cruzados sobre el ancho pecho; tenía silueta de oso, bajo, fornido y poderoso.
Se incorporó al ver que Moses se acercaba.
—¿Podría llevarme hasta Braamfontein, camarada? —preguntó.
Moses le abrió la portezuela del «Buick». Ambos viajaron en silencio unos minutos antes de que Joe dijera, con serenidad:
—Es extraño, pero usted y yo nunca hemos conversado en privado. —Su acento era huidizo, pero los planos de su pálido rostro, por encima de la barba corta, eran achatados y eslavos; sus ojos, oscuros como charcos de alquitrán.
—¿Por qué le parece extraño? —preguntó Moses.
—Porque compartimos los mismos puntos de vista —replicó Joe—. Ambos somos verdaderos hijos de la revolución. —¿Está seguro?
—Estoy seguro —asintió Joe—. Vengo estudiándolo y escuchándolo con admiración. Creo que usted es uno de esos hombres de acero que la revolución necesita, camarada.
Moses no respondió. Mantuvo la expresión impasible, sin apartar los ojos de la carretera, y dejó que el silencio se prolongara hasta que el otro se vio obligado a romperlo.
—¿Qué piensa usted de la madre Rusia? —preguntó con suavidad.
Moses estudió la pregunta.
—La Unión Soviética nunca ha tenido colonias en África —respondió al fin, con cautela—. Sé que apoya la lucha en Malasia, Argelia y Kenia. Creo que es una auténtica aliada de los pueblos oprimidos de este mundo.
Joe, sonriendo, encendió otro cigarrillo. Fumaba sin descanso y tenía los cortos dedos manchados de marrón oscuro.
—El camino a la libertad es escarpado y rocoso —murmuró—. Y la revolución nunca está segura. El proletariado debe recibir protección contra sí mismo por parte de los guardias revolucionarios.
—Sí —convino Moses—. He leído la obra de Marx y de Lenin.
—Entonces, no me equivocaba —murmuró Joe Cicero—. Usted es un creyente. Deberíamos ser amigos, buenos amigos. Nos esperan días difíciles y habrá necesidad de hombres férreos. —Alargó la mano por encima del respaldo para recoger su portafolios—. Puede dejarme en la estación central, camarada.
Cuando Moses llegó al campamento, en el barrio de las Cuevas Sundi, había oscurecido por completo hacía ya dos horas. Estacionó el «Buick» tras el cobertizo que constituía la oficina y laboratorio de la expedición y subió por el sendero hasta la tienda de Tara Courtney, pisando con cuidado para no asustarla. La vio recostada contra el costado de lona, tendida en su cama de campaña; leía a la luz de la lámpara. En cuanto él rascó la tela, la mujer dio un respingo.
—No te asustes —dijo él suavemente—. Soy yo.
Su respuesta vino en voz baja, pero estremecida de júbilo.
—Oh, Dios, ya temía que no volvieras más.
Estaba frenética por él. Había llevado sus otros embarazos con sensaciones de náuseas e hinchazón, asqueada ante la sola idea del contacto sexual durante esos meses. En ese momento, aunque llevaba más de tres meses de embarazo, su deseo era una especie de locura. Moses pareció sentir su necesidad, pero no trató de igualarla. De espaldas sobre la cama, desnudo, era como un pináculo de granito negro. Tara se arrojó sobre él, sollozando y dejando escapar pequeñas exclamaciones. A un tiempo torpe y diestro, su cuerpo, aún no deformado por la criatura, se agitó sobre él, que permanecía inmóvil y aquiescente. Ella fue mucho más allá de la resistencia física, de los límites de la carne, insaciable y desesperada, hasta que el agotamiento la venció. Entonces, se dejó caer a un costado, jadeante, con el cabello oscurecido por su propio sudor, pegado a la frente y al cuello. Su pasión había sido tan salvaje, que había un leve tono rosado, de sangre, en la parte delantera de sus muslos.
Moses la cubrió con la sábana y la retuvo abrazada hasta que ella dejó de temblar y recobró la respiración normal.
—Comenzará pronto —dijo él entonces—. La fecha está acordada.
Tara estaba tan extasiada que tardó un rato en comprender. Sacudió la cabeza como una estúpida.
—El 26 de junio —aclaró él—. En todo el país, en todas las ciudades al mismo tiempo. Mañana iremos a Port Elizabeth en la parte oriental de El Cabo, para dirigir la campaña en aquella zona.
Había cientos de kilómetros de distancia hasta Johannesburgo. Y Tara había ido a esa excavación para estar cerca de él. La melancolía posterior al acto de amor hizo que se sintiera burlada y objeto de abuso. Quiso protestar, pero se contuvo con un esfuerzo.
—¿Cuánto tardarás en volver?
—Semanas enteras.
—¡Oh, Moses! —empezó ella, pero al ver el entrecejo fruncido de Gama, volvió a caer en el silencio.
—Esa norteamericana, la Godolphin. ¿Te has puesto en contacto con ella? Si no tenemos publicidad, nuestros esfuerzos rendirán la mitad.
—Sí. —Tara hizo una pausa. Había estado a punto de decirle que todo estaba arreglado, que Kitty Godolphin lo recibiría cuando él deseara, pero se detuvo. En vez de reunirlo con Kitty y hacerse a un lado, tenía la oportunidad de permanecer cerca de él—. Sí, he hablado con ella en su hotel. Está ansiosa por conocerte, pero en este momento se encuentra fuera de la ciudad en Swazilandia.
—Malas noticias —murmuró Moses—. Esperaba verla antes de irme.
—Yo podría traerla a Port Elizabeth —intervino Tara, rápidamente—. Volverá en un par de días y yo la acompañaré.
—¿Puedes salir de aquí? —inquirió él, dubitativo.
—Sí, por supuesto. Te llevaré a los de la televisión en mi propio coche.
Moses gruñó, lleno de incertidumbre, y guardó silencio por un rato, mientras lo pensaba. Por fin asintió.
—Muy bien. Te explicaré cómo ponerte en contacto conmigo cuando llegues. Estaré en la población de New Brighton, en las afueras de la ciudad.
—¿Puedo quedarme contigo, Moses?
—Sabes que eso es imposible —exclamó él, irritado por su insistencia—. A los blancos no se le permite la entrada en la ciudad sin un pase.
—Si se nos mantiene fuera de la población, el equipo de televisión no servirá de mucho —explicó Tara, apresuradamente—. Para ser útiles a la lucha deberíamos estar cerca de ti.
Con astucia, había logrado ligarse a Kitty Godolphin. Mientras él cavilaba, contuvo el aliento.
—Tal vez —asintió Moses, y ella soltó el aire lentamente—. Sí, podría haber un medio. En la población hay un hospital misionero manejado por monjas alemanas. Son amigas. Podrías quedarte con ellas. Lo arreglaré.
Ella trató de disimular su aire triunfal. Estaría con él y eso era lo único que importaba. Parecía de locura, pero ya lo deseaba otra vez, aunque tenía el cuerpo magullado y dolorido. No se trataba de lujuria física, sino de algo más. Era el único modo de poseerlo, siquiera por fugaces minutos. Cuando lo tenía encerrado en su cuerpo, él le pertenecía en exclusiva.
La actitud de Kitty Godolphin hacia ella tenía intrigada a Tara. Estaba habituada a que la gente, tanto hombres como mujeres, respondiera de inmediato a su cálida personalidad y a su hermosura. Kitty era diferente; desde el mismo comienzo hubo en ella una reserva de ojos fríos y una innata hostilidad. Tara no tardó en penetrar más allá de la imagen angelical y aniñada que la periodista proyectaba cuidadosamente, pero aún después de haber reconocido su implacable dureza, no halló motivos lógicos para esa actitud. Después de todo, Tara le estaba ofreciendo una noticia importante, y Kitty examinaba el presente como si se tratara de un escorpión vivo.
—No comprendo —protestó con acritud—. Usted me dijo que podíamos hacer la entrevista aquí, en Johannesburgo. Ahora quiere que ande correteando por Dios sabe dónde.
—Moses Gama necesita viajar. Va a ocurrir algo importante.
—¿Qué es lo importante? —interrogó Kitty, con los puños clavados en sus delgadas caderas—. Lo que habíamos acordado también es importante.
Casi todos, desde los principales políticos hasta los astros internacionales del cine y el deporte, pasando por los más insignificantes individuos, estaban dispuestos a romperse la columna en su ansiedad por aparecer siquiera un instante en la pequeña pantalla. Era derecho de Kitty Godolphin, derecho semidivino, decidir a quiénes se les otorgaría esa oportunidad y a quiénes no. La conducta de Moses Gama resultaba insultante. Había sido elegido y, en vez de exhibir la debida gratitud, imponía condiciones.
—¿Qué es eso tan importante que no le permite siquiera ser medianamente cortés? —insistió.
—Lo siento, Miss Godolphin, pero no puedo decírselo.
—Bueno, Mrs. Courtney, yo también lo siento, pero comunique a Moses Gama de mi parte que puede irse directamente al infierno, sin pase y sin cobrar sus doscientos dólares.
—¡No lo dirá en serio! —exclamó Tara, asombrada.
—Nunca en mi vida he hablado tan en serio. —Kitty giró la muñeca para echar un vistazo a su «Rolex»—. Y ahora, si me disculpa, tengo asuntos más importantes.
—Está bien. —Tara cedió de inmediato—. Voy a arriesgarme. Le diré lo que va a pasar. —Hizo una pausa para estudiar las consecuencias y preguntó—. ¿Se reservará lo que voy a decirle?
—Querida mía, si se trata de una primicia no me la sacarían ni con el potro de tormento… hasta que llegue la hora de ponerla personalmente en pantalla.
Tara se lo contó todo en un torrente de palabras, sin darse tiempo a cambiar de opinión.
—Tendrá la oportunidad de filmarlo en acción, de verlo con su pueblo, de observarlo desafiando a las fuerzas de la opresión y el prejuicio.
Vio que Kitty vacilaba y comprendió que debía pensar de prisa.
—Sin embargo, debo advertirle que puede haber peligro. La confrontación podría llevar a actos de violencia y hasta a derramamientos de sangre —agregó.
De inmediato comprendió que había dado en el clavo.
—¡Hank! —gritó Kitty Godolphin hacia la sala de su suite, donde estaban los fotógrafos, tendidos sobre los muebles como sobrevivientes de un bombardeo y con la radio a todo volumen. La nueva sensación del rock and roll les advertía que no le pisaran los zapatos de gamuza azul.
—¡Hank! —Kitty levantó la voz para hacerse oír por encima de Presley—. Prepara las cámaras. Iremos a un sitio llamado Port Elizabeth… si descubrimos dónde diablos queda eso.
Viajaron por la noche, en el «Packard» de Tara; la suspensión cedió por completo bajo el peso de los cuerpos y equipo de cámaras. En sus viajes por el país, Hank había descubierto que el cáñamo indio crecía como la hierba alrededor de casi todas las aldeas, en las reservas de Zululandia y en el Transkei. En ese clima, la planta alcanzaba la altura de un árbol pequeño. Sólo algunos miembros de las generaciones más viejas de negros fumaban sus hojas secas; aunque había sido prohibida como planta venenosa y figuraba como droga peligrosa, su empleo estaba localizado y restringido a los negros más primitivos de las regiones más remotas, pues ni los blancos ni los africanos educados se rebajaban a usarla; por lo tanto, las autoridades no hacían mayor esfuerzo por prohibir su cultivo y su venta. Hank había descubierto que podía conseguir una provisión infinita de eso que él llamaba «oro puro» por unos pocos centavos.
—Hombre, una bolsa de esto, en las calles de Los Ángeles, costaría cien mil dólares —murmuró, satisfecho, mientras encendía un cigarrillo liado a mano y se acomodaba en el asiento trasero del «Packard». El pesado incienso de las hojas llenó el interior. Después de algunas bocanadas, Hank pasó el cigarrillo a Kitty, que estaba en el asiento delantero. Ella aspiró profundamente el humo y lo retuvo en sus pulmones por tanto tiempo como pudo; después, lo exhaló en un torrente claro contra el parabrisas. Luego, ofreció la colilla a Tara.
—No fumo tabaco —dijo Tara, con cortesía.
Todos rieron.
—No es tabaco, queridita —le dijo Hank.
—¿Y qué es?
—Aquí lo llaman dagga.
—¡Dagga! —Tara quedó espantada, recordando que Centaine había despedido a uno de sus sirvientes por fumarla. «Dejó caer mi sopera “Rosenthal”, la que perteneció al zar Nicolás —se había quejado—. Una vez que empiezan con esa porquería se vuelven totalmente inútiles»—. No, gracias —se apresuró a responder. Luego, imaginó lo mucho que Shasa se enojaría si supiera que le habían ofrecido eso. Entonces, cambió de idea—. Oh, bueno. —Tomó la colilla, manteniendo una mano sobre el volante—. ¿Qué se hace con esto?
—Succiona y retén el humo —aconsejó Kitty—. Después, disfruta.
El humo le hizo arder la garganta y los pulmones, pero al pensar en la indignación de Shasa le dio decisión para contener la tos.
Sintió que se relajaba lentamente; un leve resplandor de euforia hizo que su cuerpo pareciera liviano como el aire y su mente, algo limpio. Todos los tormentos de su alma se tornaron triviales y quedaron atrás.
—Me siento bien —murmuró.
Cuando los otros rieron, ella rió también y siguió conduciendo en medio de la noche.
Al amanecer, antes de que aclarara por completo, llegaron a la costa, bordeando la bahía de Algoa, donde el Océano Índico robaba un gran mordisco al continente; el viento batía las verdes aguas hasta arrancarles espuma.
—¿Dónde vamos ahora? —preguntó Kitty.
—A la población negra de New Brigton —dijo Tara—. Allí hay una misión de las monjas alemanas, una orden de enfermeras y maestras, las hermanas de Santa Magdalena. Nos están esperando. En realidad, no se nos permitirá permanecer en la ciudad misma, pero todo está arreglado.
La hermana Nunziata era una linda rubia, que no tenía mucho más de cuarenta años, de cutis inmaculado y actitud enérgica y eficiente. Llevaba el ligero hábito de algodón gris de la Orden y un velo blanco hasta los hombros.
—La estaba esperando, Mrs. Courtney. Nuestro mutuo amigo llegará algo más tarde. Seguramente, necesitan bañarse y descansar.
Los condujo hasta las celdas que les habían sido asignadas y se disculpó por la sencillez de las instalaciones. Kitty y Tara compartieron una celda; el suelo era de cemento; la única decoración, un crucifijo sobre la pared blanqueada; las camas de hierro tenían un colchón de crin, duro y fino.
—Es maravillosa —exclamó Kitty—. Tengo que filmarla. Las monjas siempre son buenas para entrevistar.
En cuanto se bañaron y desempacaron el equipo, Kitty hizo que sus ayudantes comenzaran a rodar. Registró una buena entrevista con la hermana Nunziata, cuyas declaraciones resultaban tanto más interesantes por su acento alemán, y luego filmó a los niños negros en el patio de la escuela y a los pacientes externos que aguardaban en la clínica.
Tara quedó atónita ante la energía de esa muchacha; su mente rápida y su lengua ágil, su ojo para los ángulos y los temas. Mientras ella dirigía la filmación, Tara se sentía de más y carente de talento creativo. Descubrió que estaba resentida con la periodista por haberle señalado tan gráficamente su incapacidad.
Muy pronto los pensamientos perdieron importancia. Un viejo «Buick» entró en el patio de la misión y de él bajó un personaje alto, que se acercó al grupo. Moses Gama llevaba una camisa celeste, de cuello abierto, las mangas cortas dejaban al descubierto los lustrosos músculos de brazos y cuello; los pantalones azules, sueltos y hechos a la medida, se ceñían a la estrecha cintura con una correa de piel. Tara no tuvo que decir palabra, pues todos adivinaron inmediatamente de quién se trataba. Kitty Godolphin suspiró a su lado.
—¡Dios mío! —exclamó—. Es bello como una pantera negra.
El resentimiento de Tara se encendió hasta convertirse en odio. Hubiera querido correr hacia Moses y abrazarle, para hacer saber a Kitty que era suyo, pero permaneció muda, mientras él se detenía ante Kitty y le tendía la diestra.
—¿Miss Godolphin? Por fin —dijo.
Su voz llevó un escalofrío de piel de gallina a los brazos de Tara.
El resto del día pasó en una recorrida de los alrededores y en filmar material de fondo, esta vez con Moses como figura central. La población de New Brighton era típica de las localizaciones urbanas de Sudáfrica: hileras e hileras de casas baratas idénticas, formando cuadrados geométricos en calles estrechas, algunas con pavimento, otras desiguales y llenas de charcos de barro, donde los chiquillos, desnudos o apenas vestidos con harapos, jugaban bulliciosamente.
Kitty filmó a Moses caminando con cuidado entre los charcos, agachándose para hablar con los niños y con un querubín negro, con una fotogenia maravillosa, al que levantó en brazos para limpiarle la nariz.
—¡Qué material tan estupendo! —exclamó, entusiasmada—. Quedará magnífico en pantalla.
Los niños seguían a Moses, riendo y resbalando tras él, como si fuera el Flautista de Hamelín; las mujeres, atraídas por el escándalo, salieron de sus tristes casuchas. Al reconocer a Moses y ver las cámaras que lo seguían, comenzaron a ulular y a bailar. Eran actrices por naturaleza y carecían de toda inhibición; Kitty estaba por todas partes, pidiendo cámara, y ángulos extraños, visiblemente encantada con el material que estaba obteniendo.
Al caer la tarde, los trabajadores radicados en la ciudad comenzaron a llegar, en autobús o en tren. Casi todos eran obreros de «Ford» y «General Motors» o de «Goodyear» y «Firestone», pues Port Elizabeth y su ciudad satélite, Uitenhage, constituían el centro de la industria automotriz de la nación.
Moses caminaba por las callejuelas, seguido por la cámara, y se detenía a hablar con los obreros, mientras el equipo registraba las quejas y los problemas de aquéllos. En su mayoría, tenían dificultades para hacer llegar el sueldo y permanecer dentro de los estrechos límites marcados por la selva de leyes raciales. Kitty podía sacar la mejor parte, pero todos mencionaron, como lo más odiado y temido, el decreto que les obligaba a mostrar el pase a la menor indicación. En todo lo que filmaban, Moses Gama era la figura central y heroica.
—Cuando haya terminado con él, será tan famoso como Martin Luther King —aseguró Kitty.
Se reunieron con las monjas para compartir la frugal cena. Pero Kitty no estaba satisfecha aún. Junto a una de las cabañas próximas a la misión había una familia que cocinaba sobre una fogata abierta; la periodista hizo que Moses se incorporara al grupo, encorvado hacia el fuego, con las llamas iluminándole el rostro para agregar un efecto dramático a su imponente presencia. Lo filmó mientras hablaba. Como fondo, una de las mujeres cantaba una canción de cuna al bebé que amamantaba y se oían los murmullos de la zona, el llanto suave de un niño, el ladrido lejano de los perros callejeros.
Las palabras de Moses Gama, emocionantes y conmovedoras, pronunciadas con esa voz grave y penetrante, describieron el tormento de su tierra y de su pueblo. Tara, que lo escuchaba en la oscuridad, sintió que las lágrimas le corrían por las mejillas.
A la mañana siguiente, Kitty dejó a sus ayudantes en la misión y subió al «Buick» con Tara y Moses, para ir a la estación de ferrocarril. Allí observó a los trabajadores negros, que pasaban como enjambres de abejas por la entrada señalada con las palabras NO BLANCOS – NIE BLANKES, agolpándose en el andén reservado para negros; en cuanto el tren llegó, inundaron los coches que les estaban reservados.
Por la otra entrada, señalada BLANCOS SOLAMENTE – BLANKES ALLEENLIK, penetraron unos pocos funcionarios blancos y algunas otras personas que debían realizar alguna diligencia en la ciudad; sin prisa alguna, subieron a los vagones de primera clase, al final del tren, y ocuparon los asientos de cuero verde, contemplando por la ventanilla el enjambre negro de la plataforma opuesta con una expresión objetiva, como si contemplaran a seres de otra especie.
—Debo tratar de filmar eso —murmuró Kitty—. Necesito esa reacción.
Estaba muy atareada garabateando notas en su libreta, esbozando toscos mapas de la estación y señalando lugares para situar la cámara.
Antes del mediodía, Moses se disculpó:
—Debo reunirme con los organizadores locales y planificarlo todo para mañana.
Y se alejó en el «Buick».
Tara llevó a Kitty y a su equipo a la playa, en St. George, para que filmaran a los bañistas tendidos bajo los carteles BLANKES ALLEENLIK – BLANCOS SOLAMENTE. Como las clases habían terminado, jóvenes bronceados (muchachas en bikini y jóvenes de cabello corto y rostro franco) holgazaneaban en la arena blanca o jugaban y practicaban surf.
Cuando Kitty les preguntó qué sentirían si los negros fueran a nadar allí, algunos rieron, nerviosos por una pregunta que nunca se les hubiera ocurrido plantearse.
—No se les permite venir. Ellos tienen sus propias playas. Uno, cuanto menos, se indignó.
—No pueden venir a mirar a nuestras chicas en traje de baño. —Era un joven musculoso, que tenía sal seca en el cabello desteñido por el sol y la nariz pelada.
—Y tú, ¿no mirarías a las chicas negras que llevan traje de baño? —preguntó Kitty, con aire inocente.
—¡Si, hombre! —protestó el deportista, contrayendo sus hermosas facciones en total disgusto.
—¡Tanta maravilla parece mentira! —se asombró Kitty—. Intercalaré eso con algunas escenas que tomé de una bella bailarina negra en un night club de Soweto.
En el trayecto de regreso a la misión, Kitty pidió a Tara que se detuviera en la estación de ferrocarril para un último reconocimiento. Dejaron las cámaras en el «Packard»; los dos agentes de policía, de uniforme blanco, los observaron con ocioso interés, mientras ellos vagaban por los andenes casi desiertos, que durante las horas punta se llenaban de millares de obreros negros. Kitty señaló, discretamente, a su equipo los sitios elegidos previamente y les explicó qué escenas trataba de filmar.
Esa noche, Moses se reunió con ellos para cenar en la misión. Aunque la conversación fue ligera y alegre, en la risa de todos había un dejo de tensión. Al retirarse Moses, Tara salió con él hasta el «Buick», estacionado en la oscuridad, detrás de la clínica.
—Esta noche quiero estar contigo —dijo, patética—. Me siento muy sola sin ti.
—Eso no es posible.
—Está oscuro. Podríamos bajar a la playa —rogó ella.
—Eso es justamente, lo que las patrullas policiales buscan. El próximo fin de semana aparecerías en el Sunday Times.
—Hazme el amor aquí mismo, Moses, por favor.
Él se enfureció.
—Tienes el egoísmo de una criatura mal criada. No piensas sino en ti y en tus propios deseos; aun ahora, cuando estamos en el umbral de grandes acontecimientos, pretendes correr riesgos que podrían acabar con nosotros.
Tara pasó despierta casi toda esa noche, escuchando la apacible respiración de Kitty en la otra cama.
Se quedó dormida poco antes del amanecer. Al despertar, se sentía pesada y llena de náuseas. Kitty saltó alegremente de la cama, con su pijama de rayas rosadas, ansiosa por iniciar la jornada.
—¡26 de junio! —exclamó—. ¡Por fin el gran día!
El temprano desayuno consistió sólo en una taza de café. Tara se sentía demasiado mal y los otros estaban demasiado entusiasmados. Hank había revisado el equipo la noche anterior, pero volvió a inspeccionarlo antes de cargarlo en el «Packard» para ir a la estación.
Allí reinaba ambiente de penumbra; las pocas luces de la calle aún estaban encendidas cuando la horda de trabajadores negros llegó. Sin embargo, al llegar a la estación, los primeros rayos del sol tocaron la entrada, ofreciendo una luz perfecta para la filmación. Tara notó que un par de camiones policiales se habían estacionado ante la puerta principal; en vez de los dos agentes jóvenes del día anterior, había ocho policías agrupados bajo el reloj de la estación. Llevaban uniformes azules, con gorras de visera negra, y armas de fuego en pistoleras colgadas al cinturón, además de las cachiporras.
—Han sido advertidos —exclamó Tara, mientras estacionaba frente a los dos camiones—. Están esperando disturbios. Basta con mirarlos.
Kitty se había vuelto hacia el asiento trasero para dar instrucciones de último momento a Hank, pero cuando Tara la miró para apreciar su reacción ante la Policía que esperaba, algo en su expresión y en el hecho de que no la mirara a los ojos la sorprendió.
—¿Kitty? —insistió—. Esos policías… No parece que tú…
Se interrumpió al recordar algo: la tarde anterior, al regresar desde la playa, Kitty le había pedido que se detuviera ante el correo de Humewood, pues quería enviar un telegrama. Sin embargo, desde el otro lado de la carretera, Tara había visto por la ventanilla que la muchacha entraba en una de las cabinas telefónicas.
—¡Has sido tú! —exclamó—. ¡Tú avisaste a la Policía!
—Oye, querida —le espetó Kitty—. Esta gente quiere que haya arrestos. De eso se trata. Y yo quiero filmar cuando los arresten. Lo hice por nuestro bien… —Se interrumpió, inclinando la cabeza—. ¡Aquí vienen!
En el amanecer, se oían débiles cánticos; eran cientos de voces al unísono. El grupo de policías apostados ante la entrada se movió, mirando en derredor con aprensión.
—¡Vamos, Hank! —ordenó Kitty.
Bajaron de un salto y, con el equipo, corrieron a los puestos elegidos.
El oficial de mayor rango, con una trencilla de oro en la gorra, era capitán; Tara conocía los rangos por experiencia propia. El hombre dio una orden a sus agentes y dos de ellos cruzaron la carretera hacia el equipo de «TBV».
—Filma, Hank, ¡no dejes de filmar! —se oyó la voz de Kitty. Los cánticos se oían con más potencia. Tara se estremeció ante el bello estribillo de Nkosi Sikele Áfrika, entonado por mil voces africanas.
Los dos agentes estaban en medio de la calle cuando la primera hilera de manifestantes dejó atrás la esquina más próxima. El capitán se apresuró a ordenarles que se reunieran con él.
Marchaban de a veinte en fondo, cogidos por los brazos, llenando la calle de acera a acera. Llegaban cantando, seguidos por una sólida columna de humanidad negra. Algunos vestían traje; otros, ropas harapientas; algunos tenían el cabello plateado y otros eran adolescentes. En el centro de la primera fila, más alto que cuantos lo rodeaban, con la cabeza descubierta y la espalda erguida como un soldado, marchaba Moses Gama.
Hank corrió a la calle, seguido por el técnico de sonido. Con la cámara en el hombro, retrocedió frente a Moses, captándolo en la película, mientras el técnico de sonido grababa su voz, que volaba, con el himno, plena y magnífica como la voz de la misma África; sus facciones estaban encendidas por un fervor casi religioso.
El capitán de la Policía se apresuró a congregar a sus hombres en la entrada para blancos; todos meneaban sus bastones con aire nervioso, pálidos a la luz del amanecer. La vanguardia de la columna viró en la calle y comenzó a subir los peldaños; el capitán se adelantó con los brazos en cruz para detenerlos. Moses Gama alzó una mano y la columna se detuvo espasmódicamente. La canción se apagó.
El capitán era un hombre alto, de rostro simpáticamente arrugado. Tara lo veía por sobre las cabezas de todos: estaba sonriendo, y eso fue lo que llamó la atención de la mujer. Frente a un millar de manifestantes negros, sonreía.
—Oh, vamos —dijo, levantando la voz, como un maestro ante una clase díscola—. Bien saben que no se puede hacer esto. Es pura tontería, hombres. Están actuando como un montón de delincuentes, pero yo sé que son buenas personas. —Sin dejar de sonreír, escogió a algunos de los líderes, que iban en la primera fila—. Mr. Dhlovu, Mr. Khandela. ¡Qué vergüenza, ustedes, que están en la comisión del Gobierno!
Agitó el dedo, y los hombres que él había mencionado bajaron la cabeza y sonrieron, avergonzados. Todo el clima de la manifestación comenzó a cambiar. Allí estaba otra vez la figura paternal, severa, pero benévola, y ellos eran los niños, traviesos mas en el fondo, obedientes y de buen corazón.
—Vamos, vamos, circulen, todos ustedes. Vayan a casa y no hagan tonterías —ordenó el capitán.
La columna vaciló. En las últimas filas hubo risas; unos cuantos que se habían incorporado al grupo de mala gana, comenzaron a retirarse. Detrás del capitán, los agentes sonreían de alivio. La multitud, entre empujones, comenzó a disolverse.
—¡Por Dios! —juró Kitty, amargamente ¡Qué desencanto! Todo ha sido una pérdida de tiempo…
En ese momento, una alta silueta salió de entre las filas. Su voz resonó sobre las cabezas de todos ellos, silenciándolos, dejándolos petrificados allí donde estaban. La risa se esfumó.
—¡Pueblo mío! —exclamó Moses Gama—. Esta tierra es nuestra. Tenéis el derecho de Dios de vivir en ella en paz y con dignidad. Este edificio pertenece a todos los que viven aquí. Cualquiera tiene derecho a entrar; vosotros tanto como cualquier otro. Voy a pasar. ¿Quién me sigue?
Desde las primeras filas surgió un vacilante coro de apoyo. Moses se volvió hacia el capitán.
—Vamos a pasar, capitán. Arréstenos o hágase a un lado.
En ese momento, un tren, cargado de trabajadores negros, llegó al andén. Todos se asomaron por las ventanillas de los vagones, dando vítores y golpeando los pies.
—Nkosi Sikele i Afrikan —cantó Moses Gama.
Y, con la cabeza en alto, pasó debajo el cartel que advertía: BLANCOS SOLAMENTE.
—Está desobedeciendo la ley —indicó el capitán, levantando la voz—. Arresten a este hombre.
Y la flaca fila de agentes se adelantó para obedecer. De inmediato, tras él, surgió un rugido de la multitud.
—¡Arrestadme a mí! ¡A mí también!
Y todos corrieron hacia delante, levantando a Moses entre ellos como si fuera un surfista sobre la ola.
—¡Arrestadme! —canturreaban—. ¡Malan, Malan! ¡Venid y arrestadnos!
El gentío irrumpió por la entrada. Los agentes blancos se vieron arrastrados por el río humano, por más que forcejearon.
—¡Arrestadme! —Se había convertido en un bramido—. ¡Amandla! ¡Amandla!
El capitán luchaba por mantenerse en pie y daba órdenes a sus hombres, pero su voz se perdía en la invocación:
—¡Poder! ¡Poder!
Un golpe le arrojó la gorra sobre los ojos; se vio empujado hacia atrás, hasta el andén. Hank, el operador, estaba en medio de todo, con la cámara en alto y filmando lo que podía. A su alrededor, los rostros blancos de los agentes flotaban como desechos de un naufragio en un salvaje torrente humano. Desde los vagones, los pasajeros negros salieron en tropel para confundirse con el gentío. Se oyó una sola voz:
—¡Yii!
Era el grito de batalla que puede impulsar al guerrero nguni a una pasión desatada. Y cien voces le respondieron, una y otra vez:
—¡Yii! ¡Yii!
Se oyó un estruendo de vidrios rotos: una ventanilla del tren había estallado, rota por un hombro. Y seguía el cántico:
—¡Yii!
Uno de los agentes blancos perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, despatarrado. Inmediatamente se vio pisoteado y gritó como un conejo en la trampa.
—¡Yii! —cantaron los hombres, transformados en guerreros, olvidando el barniz de los modales occidentales. Otra ventanilla voló hecha trizas.
Para entonces, el andén estaba cubierto de una masa humana forcejeante. De la cabina de la locomotora, la multitud sacó a tirones al aterrorizado maquinista y a su fogonero, los llevaron a empujones, encerrándolos.
—¡Yii! —cantaban, flexionando las rodillas, excitándose hasta la locura asesina. Sus ojos se iban poniendo vidriosos e inyectados en sangre; sus rostros se convertían en negras máscaras brillantes.
—¡Yii! ¡Yii!
Y Moses Gama cantaba con ellos. Que otros pidieran dominio y resistencia pasiva al enemigo. Todo eso estaba olvidado y la sangre de Moses Gama ardía con el odio acumulado.
—¡Yii! —gritaba, y se le erizaba la piel con el escozor de la furia atávica, y su corazón de luchador se hinchaba hasta colmarle el pecho.
El capitán de la Policía, aún de pie, había sido impulsado hacia atrás, hasta quedar contra la pared de la oficina del jefe de estación. Tenía una charretera desgarrada y había perdido la gorra. Una mota de sangre manchaba la punta de su bigote, allí donde un codo le golpeó la boca. El hombre forcejeaba con el cierre de su pistolera.
—¡A matar! —gritó alguien—. ¡Bulala!
Y el grito fue repetido. Manos negras se aferraron a las solapas del capitán. Él sacó la pistola de reglamento y trató de levantarla, pero la multitud estaba demasiado apretada a su alrededor. Tuvo que disparar a ciegas, desde la cadera.
El disparo produjo un gran estallido. Alguien chilló de impresión y dolor, y la multitud que rodeaba al capitán retrocedió, dejando a sus pies a un joven negro arrodillado, vestido con un capote sobrante del Ejército; se apretaba el vientre, gimiendo.
El capitán, blanco el rostro, jadeante, levantó la pistola y disparó al aire.
—¡Formen conmigo! —ordenó con voz áspera, quebrada por el terror y el esfuerzo.
Otro de sus hombres estaba de rodillas, sumergido en el gentío, pero consiguió sacar la pistola y disparó a quemarropa, vaciando el cargador contra la gente apretada a su alrededor.
Un momento después, todos huían, bloqueando la entrada y atascándose en ella, en un intento de escapar a los disparos. Todos los policías disparaban: algunos, de rodillas; todos ellos desaliñados y llenos de terror. Las balas penetraban en aquella masa humana con ruidos secos y sordos, como los que hace un ama de casa al apalear una alfombra tendida. El aire hedía a pólvora, polvo y sangre, a sudor, a gente sucia y a miedo.
Todos aullaban y empujaban, abriéndose paso hacia la calle. Los camaradas caídos quedaban en el andén, en charcos de sangre, o se arrastraban desesperadamente tras ellos, con los miembros desechos por las balas.
Y el pequeño grupo de policías corría para ayudarse mutuamente a levantarse, magullados, con los uniformes desgarrados y llenos de sangre. Recogieron al maquinista y a su fogonero a tropezones; prestándose mutuo apoyo, con las armas en la mano, cruzaron el andén, pasando por encima de cuerpos y charcos de sangre para correr hasta los dos camiones estacionados.
Al otro lado de la calle, la multitud había vuelto a congregarse, entre aullidos y estribillos, sacudiendo los puños en alto. Los policías subieron a los vehículos y arrancaron a toda velocidad. Entonces, el gentío salió a la carretera y los siguió con insultos y pedradas.
Tara lo había visto todo desde el «Packard» estacionado. Permanecía paralizada por el espanto, atenta al gruñido animal de la muchedumbre y aturdida por los gritos y las quejas de los heridos.
Moses Gama corrió hacia ella.
—¡Trae a la hermana Nunziata! —gritó por la ventanilla abierta—. Dile que necesitamos toda la ayuda posible.
Tara asintió con la cabeza y puso el motor en marcha. Al otro lado de la calle, Kitty y Hank seguían filmando. Hank estaba arrodillado junto a un hombre herido, filmando su rostro torturado, tomando primeros planos del charco de sangre.
Cuando Tara arrancó, la multitud trató de detenerla. Rostros negros, hinchados de enojo, le hacían gestos por las ventanillas del «Packard». Le estaban golpeando el techo con los puños, pero ella hizo sonar la bocina y siguió adelante.
—¡Voy en busca de un médico! —les gritó—. ¡Déjenme pasar, déjenme!
Logró avanzar. Al mirar por el espejo retrovisor, vio que la gente, llena de frustración y furia, había atacado a pedradas la estación; estaban arrancando los adoquines de la calle para arrojarlos contra las ventanas. En una de ellas se veía una cara blanca. Sintió una punzada de pena por el jefe de estación y su personal, que se había parapetado en la taquilla.
Ante el edificio, la multitud formaba una masa sólida. En su trayecto hacia la misión, Tara pasó junto a un torrente de hombres y mujeres negros que corrían a participar. Las mujeres ululaban como salvajes, y ese sonido enloquecía a sus compañeros.
Algunos corrieron a la carretera, tratando de detener a Tara, pero ella plantó la mano sobre la bocina y los esquivó. Por el espejo retrovisor vio que uno de ellos levantaba una piedra y la arrojaba contra el coche. El proyectil se estrelló contra el metal del vehículo y rebotó.
En el hospital de la misión habían oído los disparos y los gritos de la multitud. La hermana Nunziata, el médico blanco y sus ayudantes esperaban en la galería, afligidos. Tara gritó:
—¡Tiene que venir inmediatamente a la estación, hermana! Los policías han disparado y hay heridos. Creo que algunos han muerto.
Seguramente estaban esperando el aviso, pues ya tenían los maletines preparados. Mientras Tara retrocedía para poner el «Packard» en dirección contraria, la hermana Nunziata y el médico bajaron a toda carrera los peldaños, cargando los maletines negros. Subieron a la camioneta azul de la misión y partieron hacia el portón, pasando frente al coche. Tara los siguió, pero cuando hubo acabado la maniobra y cruzado los portones, ellos ya se encontraban a cien metros de distancia. Viró en la esquina, camino de la estación. Por encima del ruido del motor se oía el rugido de la muchedumbre.
Cuando giró la esquina, la camioneta estaba detenida cincuenta pasos más adelante, completamente rodeada por la multitud. De lado a lado, la carretera estaba cubierta de hombres y mujeres negros que aullaban. Tara no logró entender sus palabras; aquella furia era incoherente y ensordecedora; no tenía sentido. Concentrados todos en la «Ford», nadie prestó atención al «Packard» de Tara.
Los que estaban más cerca de la camioneta golpeaban la cabina metálica y mecían el vehículo sobre la suspensión. La puerta lateral se abrió y la hermana Nunziata se irguió en el estribo, algo mas arriba que las cabezas de la muchedumbre. Con las manos en alto, trataba de hablar y rogaba que le permitieran atender a los heridos.
De pronto, una piedra voló. Se alzó en arco desde la turba y golpeó a la monja en un lado de la cabeza. Ella se tambaleó; en su blanco velo apareció una salpicadura de sangre. Atontada, se llevó la mano a la mejilla y la retiró ensangrentada.
La roja visión enfureció al gentío. Una selva de brazos negros se estiró hacia la monja y la sacó a tirones del vehículo. Por un momento, lucharon sobre ella, arrastrándola por la carretera y azuzándola como perros al zorro. De pronto, Tara vio el destello de un cuchillo. Desde el asiento del «Packard», lanzó un grito y se hundió los dedos en la boca para obligarse a guardar silencio.
La vieja que blandía el puñal era una sangoma, una médica bruja; llevaba al cuello un collar de huesos, plumas y cráneos de animales, que constituían su insignia. El cuchillo que apretaba en la mano derecha tenía el mango hecho con cuerno de rinoceronte; la hoja, forjada a mano, medía más de veinte centímetros y lucía una curva perversa. Cuatro hombres sujetaron a la monja contra el capó de la «Ford», mientras la vieja saltaba junto a ella. Los hombres inmovilizaron a la hermana Nunziata boca arriba, la multitud cantaba algo salvaje, y la sangoma se inclinó sobre ella.
Con un solo golpe de la hoja curva, cortó el hábito gris de la monja y le abrió el vientre desde la ingle hasta las costillas. Mientras la hermana Nunziata se retorcía en las manos de quienes la sujetaban, la vieja hundió la mano y el brazo desnudo en la herida. Tara, incrédula, vio que extraía algo mojado, reluciente y purpúreo. Todo fue ejecutado con tanta celeridad, con movimientos tan expertos, que Tara tardó algunos segundos en comprender que se trataba del hígado de la monja.
La sangoma cortó un trozo del órgano, aún vivo, y se levantó de un salto, haciendo equilibrios en el curvo capó.
—Me como al enemigo blanco —chilló—, y así tomo su fuerza.
Y la multitud rugió con un sonido terrible, mientras la vieja se metía el fragmento purpúreo en la boca desdentada y lo mascaba. Cortó otro pedazo de hígado y, siempre masticando con la boca abierta, lo arrojó a la muchedumbre.
—¡Comed al enemigo! —gritó.
La gente luchaba por los trozos sanguinolentos como si de una manada de perros se tratara.
—¡Sed fuertes! ¡Comed el hígado de los que odiamos!
Les arrojó otros trozos. Tara se cubrió los ojos, entre arcadas convulsivas. Un vómito ácido le subió a la boca. Lo tragó penosamente.
De pronto, la portezuela de su lado se abrió con brusquedad y unas manos rudas la aferraron. Se vio sacada a tirones a la carretera. El rugido sanguinario de la turba la ensordeció, pero el terror le dio una fuerza sobrehumana, que le permitió desprenderse de aquellas manos.
Estaba en las márgenes del gentío, y la atención general aún estaba concentrada en el espantoso drama representado alrededor de la «Ford». La multitud había prendido fuego al vehículo. El cuerpo mutilado de la hermana Nunziata yacía sobre el capó, como un sacrificio en un altar en llamas. El médico, atrapado en la cabina, se debatía y trataba de apagar las llamas con sus propias manos. La turba cantaba y bailaba alrededor, como niños en torno de una fogata en la noche de San Juan.
En ese instante, Tara se vio libre, pero estaba rodeada de hombres que gritaban y trataban de atraparla, con rostros bestiales y ojos vidriosos de insensatos. Ya no eran humanos; los impulsaba esa furia asesina en la que no hay razón ni piedad. Veloz como un pájaro, Tara esquivó los brazos extendidos y huyó. Descubrió que se había apartado de la muchedumbre. Frente a ella se abría un solar, sembrado de viejas carrocerías oxidadas y basura. Voló por él, mientras sus perseguidores ladraban como perros de caza.
Al final, un alambrado de púas, medio caído, le bloqueó el paso. Tara echó un vistazo por encima del hombro. Todavía la seguía un grupo de hombres, dos de los cuales llevaban cierta ventaja a los otros. Ambos eran corpulentos y de aspecto poderoso; corrían a buena velocidad, descalzos, con las caras contraídas por un cruel rictus de entusiasmo. Se acercaban en silencio.
Tara se agachó para pasar entre los hilos de alambre. Estaba casi al otro lado cuando las púas se le clavaron en la piel de la espalda. El dolor la detuvo. Por un momento, forcejeó desesperadamente, sintiendo que la piel se le desgarraba y la sangre le corría por el costado. Y entonces, la atraparon.
Ahora, reían a gritos, tirando de ella hacia atrás. Las púas le desgarraron las ropas y la carne. Las piernas le fallaron.
—Por favor, no me hagan daño —rogó—. Voy a tener un hijo…
La llevaron a rastras por el solar, medio de rodillas, retorciéndose y suplicando. En eso, vio que la sangoma iba hacia ellos, dando saltos como un viejo mandril y carcajeando. Bajo la boca desdentada, los huesos y las cuentas repiqueteaban alrededor del cuello flaco. En los dedos sanguinolentos llevaba el cuchillo curvo.
Tara comenzó a gritar. Un chorro de orina le corrió, incontrolable, por las piernas.
—¡No! ¡No, por favor!
El terror, una negrura gélida en su mente y en su cuerpo, la aplastaba contra la tierra. Cerró los ojos y se puso rígida para recibir el beso punzante de la hoja.
En ese momento, entre el rugido animal e inconsciente de la multitud, por encima de la risa chillona de la vieja, se oyó otra voz, un enorme rugido de león cargado de enojo y autoridad, que acalló todo lo demás. Tara abrió los ojos. Moses Gama estaba ante ella, colosal. Bastó su voz para que todos se detuvieran y retrocedieran. La alzó en sus brazos y la llevó como a una criatura. Alrededor del «Packardb», la multitud se abrió para darle paso. Él la depositó en el asiento delantero y se deslizó detrás del volante.
Mientras ponía en marcha el motor y describía una cerrada curva en U, el humo negro de la camioneta incendiada se arremolinó sobre ellos, oscureciendo el parabrisas por un instante. Y Tara olió la carne asada de la hermana Nunziata.
Entonces, ya no pudo dominarse y cayó hacia delante, con la cabeza entre las rodillas, para vomitar en el suelo del coche.
Manfred De La Rey había ocupado la silla de la cabecera, ante la larga mesa del cuarto de operaciones, en el sótano de la plaza Marshall. Había ido desde sus propias oficinas hasta los cuarteles de Policía, en el ojo de la tormenta, donde podría estudiar con sus oficiales de mayor jerarquía todos los despachos que fueran llegando desde los cuarteles provinciales.
Frente al asiento de Manfred, toda la pared era un mapa a gran escala del subcontinente. Dos oficiales de mejor jerarquía trabajaban en él, poniendo marcadores magnéticos en el mapa. Cada uno de aquellos pequeños discos negros tenía un nombre impreso y representaba a uno entre casi quinientos funcionarios y organizadores del CNA, hasta entonces identificados por el Departamento de Inteligencia.
Los discos se apretaban, sobre todo, a lo largo de la gran medialuna de la Witwatersrand, en el centro del continente, aunque había otros esparcidos por todo el mapa; según los informes policiales que llegaban cada pocos segundos, iban confirmando el paradero de cada persona.
Entre el salpullido de marcadores negros había algunos discos rojos, muy pocos: en total no llegaban a cincuenta. Representaban a los miembros conocidos del comité central del Congreso Nacional Africano. Algunos de esos nombres eran europeos. Harris, Marks, Fischer; otros, asiáticos, como Naicker y Nana Sita. Pero había mayoría africana: Tambo, Sisulu, Mandela, todos estaban allí. El disco rojo de Mandela se hallaba situado en la ciudad de Johannesburgo; el de Moroka en el Cabo oriental; Albert Luthuli, en Zululandia.
Manfred De La Rey contemplaba el mapa con el rostro pétreo. Los oficiales sentados a su alrededor se guardaban de mirarle a los ojos, ni siquiera a la cara. Manfred tenía fama de ser el hombre fuerte del Gabinete. Sus colegas le llamaban, en privado, «hombre panga», debido al pesado cuchillo que se empleaba en los cañaverales, arma favorita de los mau mau en Kenia.
Y su aspecto justificaba esa fama. Era un hombre corpulento. Las manos apoyadas en la mesa permanecían quietas, sin movimientos nerviosos o inciertos. Y eran manos grandes, duras. Su rostro se estaba abultando; la papada y la mandíbula aumentaban la sensación de poder que brotaba de él. Sus hombres lo temían.
—¿Cuántos más? —preguntó de repente.
El coronel sentado frente a él, que lucía en el pecho las medallas al valor, se sobresaltó como un escolar antes de consultar su lista.
—Faltan cuatro por encontrar: Mbeki, Mtolo, Mhlaba y Gama. Mientras leía los nombres que permanecían sin puntear, Manfred De La Rey volvió al silencio.