Shasa despertó cuando la luz del alba trazó líneas en las cortinas, por encima de su cama. Un par de alcaudones cantaba sus complicados duetos desde los matorrales, entre las dunas. Se quitó el pijama prestado por Manfred y se puso el albornoz antes de salir de la silenciosa casa para bajar a la playa.
Nadó desnudo, rompiendo el agua fría y sumergiéndose bajo las sucesivas líneas de rompientes blancas, hasta verse en agua despejada. Entonces, continuó lentamente, en un curso paralelo a la costa, a quinientos metros de distancia. La posibilidad de que hubiera tiburones era remota, pero le daba cierto sabor a su esparcimiento. Cuando llegó el momento de volver, atrapó una ola rompiente y se fue en ella hasta la playa. Después, vadeó hacia la costa, riendo de entusiasmo y alegría de vivir.
Subió en silencio hasta la galería de la cabaña, para no molestar a la familia. Un movimiento, en el extremo más alejado, lo detuvo. Allí estaba Manfred, en uno de los sillones, con un libro entre las manos, ya vestido y afeitado.
—Buenos días, Meneer —lo saludó Shasa—. ¿Piensa ir hoy de pesca?
—Es domingo —le recordó Manfred—. En domingo no pesco…
—Ah, sí. —Shasa se preguntó por qué le hacía sentir culpable el goce que la natación le proporcionaba.
En eso, reconoció el antiguo libro encuadernado de cuero que Manfred tenía en las manos.
—La Biblia —comentó.
Manfred hizo un gesto afirmativo.
—Ja. Todos los días leo unas cuantas páginas antes de iniciar el trabajo. Pero en domingo o cuando debo enfrentarme a un problema especial, me gusta leer todo un capítulo.
«Me pregunto cuántos capítulos leíste antes de acostarte con la mujer de tu mejor amigo», se dijo Shasa. En voz alta, añadió: —Sí, el gran libro es un gran consuelo.
Y trató de no sentirse hipócrita cuando subió a vestirse.
Heidi preparó un enorme desayuno; había de todo, desde carne asada hasta pescado en escabeche, pero Shasa se limitó a comer una manzana y a beber una taza de café. Después, se disculpó.
—La radio ha anunciado lluvias. Quiero volver a Ciudad del Cabo antes de que empiece a llover.
—Lo acompañaré hasta la pista; —Manfred se levantó rápidamente.
Ninguno de los dos dijo palabra hasta que llegaron al barranco. Entonces, Manfred preguntó de súbito:
—Su madre, ¿cómo está?
—Bien, como siempre; parece no envejecer. —Shasa lo observó mientras proseguía—: Usted siempre pregunta por ella. ¿Cuándo la vio por última vez?
—Es una mujer notable —comentó Manfred, impasible, esquivando la pregunta.
—He tratado de compensar, de algún modo, el daño que ella causó a su familia —insistió Shasa.
Manfred pareció no haber oído. Se detuvo en medio de la senda, como para admirar el panorama, pero su respiración sonaba agitada. Shasa había impuesto un paso rápido al subir la colina. «No está en forma», se jactó Shasa, que mantenía la respiración en calma, mirando su cuerpo delgado y duro.
—Qué hermoso es esto —dijo Manfred.
Sólo cuando hizo un gesto que abarcó todo el horizonte, comprendió Shasa que hablaba de la tierra. Desde el océano hasta las montañas azules de la Langeberge, era muy bella, en verdad.
—Y el Señor le dijo: «Ésta es la tierra que di a Abraham, a Isaac y a Jacob, diciendo: la daré a tu simiente» —citó Manfred, con voz suave—. El Señor nos la ha dado y nuestro deber sagrado es conservarla para nuestros hijos. Lo demás no tiene importancia, comparado con ese deber.
Shasa guardó silencio. La idea le parecía indiscutible, aunque su modo de expresarla fuera incómodamente teatral.
—Se nos ha dado un paraíso. Debemos rechazar a costa de nuestra propia vida todo esfuerzo por malograrlo o por alterarlo —prosiguió Manfred—. Y hay muchos que lo intentarán. Ya se están reuniendo contra nosotros. En los días venideros, necesitaremos de hombres fuertes.
Una vez más, Shasa guardó silencio, pero su gesto afirmativo surgió teñido de escepticismo. Manfred se volvió hacia él.
—Le veo sonreír —dijo, seriamente—. ¿Usted no detecta amenazas contra lo que hemos construido aquí, en la punta de África?
—Como usted acaba de decir, esta tierra es un paraíso. ¿Quién querría cambiarla?
—¿Cuántos africanos tiene usted entre su personal, Meneer? —inquirió Manfred, como si cambiara de tema.
—En total, casi treinta mil —respondió Shasa, frunciendo el entrecejo, desconcertado.
—En ese caso, pronto comprenderá lo urgente de mi advertencia —gruñó su acompañante—. Hay una nueva generación de revoltosos que se ha criado entre los nativos. Son los que traen la oscuridad. No respetan en absoluto el antiguo orden social que nuestros antepasados formaron tan cuidadosamente, y que nos ha sido útil por tanto tiempo. No, ellos quieren echar abajo todo eso. Tal como los monstruos marxistas destruyeron la trama social de Rusia, así, ellos quieren destruir todo lo que el hombre blanco ha edificado en África.
—Nuestros pueblos negros, en su gran mayoría, se muestran felices y obedecen la ley. —El tono de Shasa denotó su descontento—. Son disciplinados y están habituados a la autoridad. Sus propias leyes tribales son tan estrictas y restrictivas como las que nosotros dictamos. ¿Cuántos agitadores hay entre ellos y hasta dónde llega su influencia? Creo que no muchos, y que su poder no es muy grande.
—En el poco tiempo transcurrido desde el fin de la guerra, el mundo ha cambiado mucho más que en los cien años anteriores. —Manfred, que ya había recobrado la respiración, habló con fuerza y elocuencia, en su propio idioma—. Las leyes tribales que gobernaban a nuestros pueblos negros han sido erosionadas por el abandono de las zonas rurales, pues la gente acude a las ciudades en busca de la buena vida. Allí, aprenden todos los vicios del hombre blanco y quedan expuestos a las herejías de quienes traen la oscuridad. El respeto que sienten por el blanco y su gobierno podría convertirse con facilidad en desprecio, sobre todo si detectan alguna debilidad en nosotros. El negro respeta la fuerza y desprecia a los débiles. El plan de esta nueva camada de agitadores negros es poner a prueba nuestras debilidades y dejarlas al descubierto.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Shasa.
De inmediato, se enfadó consigo mismo, pues no era su costumbre hacer preguntas banales. Sin embargo, Manfred respondió con seriedad.
—Tenemos un amplio sistema de informantes entre los negros. Es el único modo en que una fuerza policíaca pueda efectuar su trabajo con eficiencia. Sabemos que están planeando una gran campaña de desafío contra las leyes, sobre todo contra las introducidas en los últimos años, las que son necesarias para proteger a nuestra compleja sociedad de los peligros de la integración racial y la mezcla de razas.
—¿Y qué forma adoptará esa campaña?
—Desobediencia deliberada, desafío a la ley, boicots contra los negocios de blancos y huelgas espontáneas en las minas y en la industria.
Shasa frunció el entrecejo, mientras hacía sus cálculos. La campaña amenazaría directamente a sus empresas.
—¿Sabotajes? —inquirió—. ¿Piensan destruir propiedades? Manfred meneó la cabeza.
—Al parecer, no. Los agitadores están divididos. Hasta hay algunos blancos entre ellos, viejos miembros del Partido Comunista. Varios de ellos apoyan la acción violenta y el sabotaje, pero parece que la mayoría sólo está dispuesta a una protesta pacífica… por el momento.
Shasa suspiró, aliviado. Su compañero volvió a menear la cabeza.
—No se muestre tan complacido, Meneer. Si no evitamos esto, si mostramos debilidad, la rebeldía irá en aumento. Piense en lo que ha pasado en Kenia y Malaca.
—¿Y por qué no detienes a los líderes ahora mismo, antes de que suceda nada?
—No tenemos el poder necesario —señaló Manfred.
—En ese caso, habría que dárselo.
—Ja, lo necesitamos para hacer lo nuestro y pronto lo tendremos. Mientras tanto; debemos dejar que la serpiente asome la cabeza por el agujero antes de cortársela.
—¿Cuándo iniciarán los disturbios? —preguntó Shasa—. Debo disponerlo todo para contrarrestarlos.
—De eso aún no estamos seguros. Tampoco creemos que el CNA ` haya decidido aún…
—¿El CNA? —interpuso Shasa—. ¿Son ellos quienes están detrás de esto? ¡Pero si hace cuarenta años que actúan, siempre dedicados a las negociaciones pacíficas! Los líderes son hombres decentes.
—Lo eran —corrigió Manfred—. Los viejos líderes han sido superados por hombres más jóvenes, y peligrosos, como Mandela, Tambo y otros aún peores. Como ya le dije, los tiempos cambian, y nosotros debemos cambiar con ellos.
—No me había dado cuenta de que la amenaza fuera tan real.
—Pocas personas se dan cuenta de eso —reconoció Manfred—. Pero le aseguro, Meneer, que hay todo un nido de serpientes reproduciéndose en nuestro pequeño paraíso.
Caminaron en silencio hasta la pista de arcilla en donde el Mosquitto, azul y plata descansaba. Mientras Shasa subía a la cabina y preparaba el aparato para el vuelo, Manfred permanecía junto al ala, observándolo en silencio. Cuando Shasa hubo completado todas sus verificaciones, se volvió hacia él.
—Hay un modo seguro de derrotar a ese nuevo CNA militante —aseguró.
—¿Cuál es, Meneer?
—Socavar su posición. Retirar de nuestros negros la causa de queja.
Manfred guardó silencio, pero miró a Shasa con implacables ojos amarillos.
—¿Me está sugiriendo que otorguemos derechos políticos a los nativos, Meneer? ¿Cree usted que deberíamos ceder a ese grito de loros: «Un hombre, un voto»?
De la respuesta de Shasa dependían todos sus planes. Quien quiera que creyera eso no podía formar parte del Partido Nacionalista, mucho menos desempeñar un puesto en el Gabinete. Su alivio fue intenso al ver que Shasa descartaba despectivamente la idea.
—¡No, por Dios! Ése sería el fin de la civilización blanca y de todos nosotros. Los negros no necesitan votar: necesitan un trozo de pastel. Debemos fomentar la aparición de una clase media negra, que actuaría como amortiguador contra los revolucionarios. Nunca he visto que un hombre con la panza llena y la billetera abultada quiera cambiar las cosas.
Manfred rió entre dientes.
—Eso está bien. Me gusta. Tiene razón, Meneer. Necesitamos grandes riquezas para costear nuestro plan del apartheid. Resultará costoso, lo sabemos, y por eso lo hemos elegido a usted. Esperamos que consiga el dinero con que pagar nuestro futuro.
Shasa tendió la mano y Manfred se la estrechó.
—En el plano personal, Meneer —dijo éste—, me alegro de saber que su esposa ha hecho caso de lo que usted le haya aconsejado. Los informes de mis divisiones especiales indican que ha abandonado sus relaciones con los izquierdistas y que ya no participa en las protestas políticas.
—La convencí de que eran fútiles —repuso Shasa, sonriendo—. Ha decidido ser arqueóloga en vez de bolchevique.
Rieron juntos. Shasa volvió a la cabina y puso los motores en marcha, con un rugido tartamudo. Una niebla de humo azul surgió de los tubos de escape y se despejó en seguida. Shasa levantó la mano para saludar y cerró la transparente cabina.
Manfred lo vio corretear por la pista y volver como el trueno, pasando en un relámpago de plata y azul. Se puso la mano a manera de pantalla para seguir el vuelo del Mosquito rumbo al Sur. Una vez más, experimentaba ese lazo casi mítico de sangre y destino con el hombre que agitaba la mano en señal de despedida. Aunque los pueblos de ambos se odiaran y lucharan entre sí, estaban ligados por ciertas similitudes y, al mismo tiempo, separados por la religión, el idioma y los principios políticos.
«Somos hermanos, tú y yo —pensó—. Más allá del odio está la necesidad de sobrevivir. Si te unes a nosotros, quizás otros ingleses te sigan. Ninguno de nosotros puede sobrevivir a solas. Afrikaners e ingleses estamos tan unidos que, si uno se hunde, ambos pueblos nos ahogaremos en el océano negro».
—Garrick tiene que usar gafas —dijo Tara, llenando de café recién filtrado la taza de Shasa.
—¿Gafas? —Él levantó la vista del periódico—. ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir gafas, anteojos. Lo llevé al oculista mientras estabas de viaje. Es corto de vista.
—Pero en nuestra familia nadie ha usado nunca gafas.
Shasa miró a su hijo y Garrick bajó la cabeza, con aire culpable. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de que deshonraba a la familia entera. La humillación de usar gafas no era sólo suya.
—Gafas. —El desprecio de Shasa no tenía disimulo—. Ya que estamos, podrías hacerle poner un corcho en la punta del pito, para que deje de hacerse pis en la cama.
Sean soltó una risotada y clavó un codo en las costillas de su hermano. Garrick se vio empujado hacia la autodefensa.
—Vaya, papá, si no me he hecho pis en la cama desde Pascua —declaró, furioso, enrojecido de vergüenza y casi llorando de humillación.
Sean formó dos círculos con los pulgares y los índices para mirar por ellos a su hermano.
—Tendremos que llamarte Búho Meón —sugirió.
Michael, como de costumbre, salió en defensa de su hermano.
—Los búhos son sabios —apuntó, razonable—; por eso, Garry ha obtenido el mejor promedio de toda su clase este trimestre. Y tú, ¿cómo has salido, Sean?
El mayor lo fulminó con la mirada, sin palabras. Michael siempre contaba con una réplica suave, pero zahiriente.
—Bueno, caballeros —pidió Shasa, volviendo a su periódico—, no quiero derramamientos de sangre en la hora del desayuno, por favor.
Isabella, que estaba fuera de las candilejas desde hacía rato, consideró que su padre había dedicado demasiada atención a los hermanos. Había vuelto a la casa la noche anterior, cuando ella ya estaba durmiendo, saltándose la tradicional ceremonia de la bienvenida. La había besado, sí, la había mimado, diciéndole que estaba muy bonita, pero pasando por alto un aspecto esencial. Aunque ella sabía que preguntar eso era de mala educación, ya se había contenido por demasiado tiempo.
—¿No me haz traído ningún degalo? —gorjeó.
Shasa volvió a bajar el periódico.
—¿Un degalo? ¿Y qué viene a ser un degalo?
—No zeaz tonto, papá. Ya me entiendez.
—Bella, ya sabes que no debes pedir regalos —la regañó Tara.
—Zi no le digo nada, a lo mejod ze olvida —apuntó Isabella, con mucha lógica, poniendo su mejor cara de ángel en beneficio de su padre.
—¡Pero, caramba! —Shasa chasqueó los dedos—. ¡Casi me olvido!
Isabella hizo brincar en la silla alta su traserito envuelto en encaje.
—¡Me haz traído, me haz traído!
—Primero termina tu desayuno —insistió Tara.
La cuchara de Isabella golpeó aplicadamente contra la porcelana, raspando el plato hasta dejarlo limpio. Después, todos corrieron hasta el estudio de su padre.
—¡Primero yo, que soy la más quiquita! —estableció Isabella, en el trayecto.
—Muy bien, quiquita. Ponte delante, por favor.
Con el rostro convertido en una obra maestra de concentración, Isabella retiró las envolturas de su regalo.
—¡Una muñeca! —chilló, derramando besos en la suave cara de porcelana—. Se llama Oleander y ya la quiero mucho.
La colección de muñecos de Isabella era, probablemente, una de las más grandes de todo el mundo, pero cualquier nuevo miembro era recibido con inmensa alegría.
Cuando Sean y Garry recibieron sus largos paquetes, quedaron petrificados de asombro. Sabían lo que era. Ambos habían suplicado mucho por recibirlos, y ahora temían tocarlos, por si llegaban a desaparecer en una nube de humo. Michael disimuló su desilusión con valor, pues hubiera preferido un libro. Por eso, simpatizó en secreto con su madre, cuando ella gritó, exasperada:
—¡Oh, Shasa, no me digas que les has traído armas!
Los tres regalos eran idénticos: tres «Winchester» calibre 22, lo bastante livianos para la mano de un niño.
—Es el mejor regalo que he recibido en mi vida. —Sean sacó encantado el arma de su caja de cartón para acariciar la culata de nogal.
—Yo también. —Garrick aún no se decidía a tocar el suyo. Se arrodilló junto al paquete, en medio del estudio, con la vista fija en el arma que contenía.
—Es «súper», papá —dijo Michael, sujetando su rifle con torpeza. Su sonrisa era poco convincente.
—No uses esa palabra, Mickey —le espetó Tara—. Es una vulgaridad muy norteamericana. Pero estaba furiosa con Shasa no con Michael.
—Mirad. —Garrick tocó su rifle por primera vez—. Tiene mi nombre grabado.
Y acarició el grabado del cañón con la punta de un dedo, mirando a su padre con miope admiración.
—Preferiría que les hubieras traído cualquier otra cosa —estalló la madre—. Te pedí que no compraras esas cosas, Shasa. Las detesto.
—Bueno, querida mía, necesitan rifles para acompañarme a un safari.
—¡Un safari! —gritó Sean, encantado—. ¿Cuándo?
—Es hora de que aprendan cómo es la espesura y cómo son los animales. —Shasa rodeó con un brazo los hombros de Sean—. No se puede vivir en África sin saber diferenciar entre un oso hormiguero y un mandril.
Garry tomó su rifle de nuevo y se acercó a su padre tanto como pudo, por si se le ocurría rodearle con el otro brazo. Pero Shasa estaba hablando con Sean.
—En cuanto comiencen las vacaciones de verano, iremos al sudoeste; tomaremos un par de camiones de la mina «H’ani» y cruzaremos el desierto hasta llegar a los pantanos de Okavango.
—Shasa, no entiendo cómo puedes enseñar a tus propios hijos a matar esos bellos animales. No lo entiendo, de veras —protestó Tara con amargura.
—Cazar es cosa de hombres —concordó Shasa—. No tienes por qué comprenderlo. Ni siquiera hace falta que mires.
—¿Puedo ir, papá? —preguntó Garry tímidamente.
Shasa le echó un vistazo.
—Tendrás que limpiar bien tus gafas para ver a qué le apuntas. —Luego, se ablandó—. Claro que vendrás, Garry. —Después, miró a Michael, que estaba de pie junto a su madre—. Y tú, Mickey, ¿te interesa?
Michael echó una mirada apenada a su madre antes de responder con suavidad:
—Claro, papá, gracias. Será divertido.
—Tu entusiasmo me conmueve —gruñó Shasa—. Muy bien, caballeros, a guardar todos los rifles en el cuarto de las armas, por favor. Que nadie los vuelva a tocar sin mi permiso y sin mi supervisión. Esta tarde, cuando vuelva a casa, haremos las primeras prácticas.
Shasa cuidó de volver a Weltevreden cuando aún quedaban dos horas de buena luz. Llevó a los niños al campo de tiro que había hecho edificar para probar sus propias armas de caza, más allá de los viñedos y lejos de los establos, para no perturbar a los caballos.
Sean, con la coordinación del atleta nato, tenía puntería natural. De inmediato, el rifle se convirtió en una prolongación de su cuerpo; a los pocos minutos, había dominado la técnica de controlar la respiración y disparar sin esfuerzo. Michael tenía casi las mismas condiciones, pero no ponía mucho interés y se desconcertaba con facilidad.
Garry se esforzó tanto, que acabó temblando y con el rostro contraído por el esfuerzo. Las gafas que Tara había retirado esa mañana de la óptica se le deslizaban por la nariz y se empañaban mientras él apuntaba. Tuvo que disparar diez veces antes de dar en el blanco.
—No tienes que apretar el gatillo con tanta fuerza, Garry —le dijo Shasa, resignado—. Te aseguro que con eso no harás que la bala salga más rápida.
Ya oscurecía cuando los cuatro volvieron a la casa. Shasa los llevó a la sala de armas y les enseñó a limpiar las armas antes de guardarlas.
—Sean y Mickey están listos para probar con las palomas —anunció Shasa, mientras subían a cambiarse para la cena—. Tú, Garry, necesitas un poco más de práctica. Las palomas morirán de vejez antes que a causa de un balazo tuyo.
Sean aulló de risa.
—Mátalas de vejez, Garry.
Michael no participó. Estaba imaginando a una de esas adorables palomas, azules y rosadas, que anidaban en el alero, ante la ventana de su cuarto; la imaginaba cayendo entre plumas sueltas, derramando gotas de rubí. Se sentía descompuesto, pero aquello era lo que su padre esperaba de él.
Esa noche, como de costumbre, los niños se presentaron uno a uno para dar las buenas noches a Shasa. La primera fue Isabella.
—No voy a pegar un ojo hasta que vuelvas a casa esta noche, papi —le advirtió—. Voy a quedarme inmóvil en la oscuridad.
El siguiente fue Sean.
—Eres el mejor papá del mundo —manifestó, estrechándole la mano. Los besos eran para mariquitas.
—¿Me lo pones por escrito? —pidió Shasa, solemne.
Siempre era Michael el que le hacía las preguntas más difíciles.
—Papá, ¿sufren los animales mucho cuando les disparas?
—Si disparas bien, no —le aseguró Shasa—. Pero tienes demasiada imaginación, Mickey. No puedes vivir preocupándote siempre por los animales y por otras personas.
—¿Por qué no, papá? —fue la suave pregunta.
Shasa miró el reloj para disimular su exasperación.
—Tenemos que estar en Kelvin Grove a las ocho. ¿Te molestaría dejar el tema para otra oportunidad?
El último fue Garrick, que se detuvo en la puerta, tímido. Sin embargo, su voz temblaba de decisión, al anunciar:
—Aprenderé a ser un gran tirador, como Sean, y algún día estarás orgulloso de mí, papá. Te lo prometo.
Garrick salió de las dependencias de sus padres y cruzó a las habitaciones de los niños. La niñera lo detuvo ante la puerta de Isabella.
—Ya está dormida, Master Garry.
En el cuarto de Michael, hablaron del safari prometido, pero Mickey desviaba a cada instante la atención hacia el libro que tenía en las manos. Al cabo de un ratito, Garry le dejó leer en paz.
Echó una mirada cautelosa al cuarto de Sean, dispuesto a huir si su hermano mayor mostraba alguna señal de ponerse juguetón. Una de las muestras de afecto preferida por su hermano era la de dar un fuerte puñetazo a las prominentes costillas de Garry. Sin embargo, esa noche Sean pendía en la cama hacia atrás, con los talones apoyados en la pared y la nuca casi tocando el suelo, con una revista del Capitán Marvel ante sus ojos.
—Buenas noches, Sean —dijo Garry.
—¡Shazam! —saludó Sean, sin bajar la revista.
Garrick, agradecido, se retiró a su propio cuarto y cerró la puerta. Luego, se detuvo frente al espejo y estudió su imagen con las nuevas gafas.
—Las odio —susurró con amargura.
Cuando se las quitó, en el puente de la nariz le quedaron dos marcas rojas. Se puso de rodillas y retiró el zócalo de debajo del armario ropero para meter la mano en el espacio secreto que había allí. Nadie había descubierto su escondrijo, ni siquiera Sean.
Retiró el precioso paquete con cuidado. Le había costado ocho semanas de su asignación, pero valía la pena. Había llegado en un sobre sin membrete, con una carta personal de Mr. Charles Atlas, que empezaba diciendo: «Estimado Garrick». El chico había quedado apabullado ante la condescendencia de ese gran hombre.
Puso el curso sobre la cama y se quitó la chaqueta del pijama, mientras revisaba las lecciones.
—Tensión dinámica —susurró en voz alta.
Y adoptó la pose debida frente al espejo. Mientras realizaba la secuencia de ejercicios, se marcaba el ritmo con un suave cántico:
—Más y más con alegría, se mejora día a día.
Cuando terminó, estaba sudando profusamente, pero contrajo el brazo y lo estudió con minuciosa atención.
—Sí que están más grandes —dijo, tratando de apartar sus dudas ante la nuez de músculo que brotaba de sus bíceps—. ¡De veras que sí!
Volvió a guardar el curso en su ropero. Luego, sacó el impermeable del ropero y lo tendió sobre las tablas del suelo.
Garrick, admirado, había leído que Frederick Selous, el famoso cazador africano, se había curtido, siendo niño, por dormir en el suelo en pleno invierno. Apagó la luz y se acostó sobre el impermeable. Pasaría una noche larga e incómoda, como bien sabía por experiencia. Las tablas del suelo parecían de hierro. Pero el impermeable evitaría que Sean detectara cualquier pérdida nocturna cuando realizara su inspección matinal. Además, Garrick estaba seguro de que hasta su asma había mejorado desde que dejó de dormir en el colchón blando, abrigado por un suave edredón.
—Mejoro día a día —susurró, cerrando los ojos con fuerza para obligarse a olvidar el frío y la dureza del suelo—. Algún día, papá estará tan orgulloso de mí como de Sean.
—Tu discurso de hoy me ha parecido muy bueno; has estado mejor que de costumbre —dijo Tara.
Shasa levantó la vista, sorprendido. Hacía mucho tiempo que su esposa no le elogiaba por algo.
—Gracias, querida.
—A veces olvido lo inteligente que eres —prosiguió ella—. Es que tú haces que todo parezca tan fácil y natural…
Él quedó tan conmovido, que estuvo a punto de estirar la mano para hacerle una caricia, pero Tara se hallaba inclinada hacia el lado opuesto y el asiento del «Rolls» era demasiado ancho.
—Pues debo decir que tú, esta noche, estás deslumbrante —manifestó a cambio.
Tal como esperaba, ella descartó el cumplido con una mueca.
—¿Piensas de verdad llevar a los niños a ese safari?
—Querida mía, debemos dejar que ellos encaren la vida a su modo. A Sean le encantará. En cuanto a Mickey, no estoy tan seguro —replicó Shasa.
Tara notó que no había mencionado a Garrick.
—Bueno, si es cosa decidida, quiero aprovechar la ausencia de los chicos. He sido invitada a participar de la excavación arqueológica de las cuevas Sundi.
—¡Pero si eres una novata! —Se asombró él—. Se trata de un yacimiento importante. ¿Cómo has conseguido que te invitaran?
—He ofrecido contribuir con dos mil libras al costo de la excavación.
—Comprendo: extorsión pura. —Shasa rió entre dientes, sardónico, al comprender el motivo del halago—. Muy bien, trato hecho. Mañana te extenderé un cheque. ¿Cuánto tiempo estarás de viaje?
—No lo sé seguro. —Pero Tara pensó: «Tanto como pueda estar cerca de Moses Gama».
La excavación, en las cuevas de Sundi, estaba apenas a una hora de viaje en coche desde la casa de Rivonia. Metió la mano bajo el abrigo de pieles y se tocó el vientre. Pronto comenzaría a notarse; tenía que buscar una excusa para mantenerse lejos de los ojos familiares. Su padre y Shasa no se darían cuenta, seguramente, pero Centaine de Thiry Courtney-Malcomess tenía vista de águila.
—Presumo que mi madre se mostrará de acuerdo en atender a Isabella mientras tú no estés —estaba diciendo Shasa.
Ella asintió; su corazón cantaba: «Vuelvo a ti, Moses… los dos volvemos a ti, querido mío… »
Cada vez que Moses Gama iba a Drake’s Farm era como si un rey volviera a su propio reino tras una cruzada triunfal. En cuestión de minutos, la noticia de su llegada volaba, casi telepáticamente, por la extendida ciudad negra; sobre ella pendía una sensación de expectativa, palpable como el humo de diez mil fogatas.
Casi siempre, Moses llegaba con Hendrick Tabaka, su medio hermano, en el camión de las carnicerías. Hendrick era dueño de una cadena de carnicerías instaladas en las ciudades negras que bordeaban la Witwatersrand, de modo que el letrero de la portezuela era auténtico. Declaraba, en colores celeste y carmesí:
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Las palabras vernáculas phuza muhle se podían traducir como «coma bien». El camión proporcionaba una cobertura perfecta a Hendrik Tabaka dondequiera que viajara, ya estuviera entregando realmente las reses a sus negocios o mercaderías a sus almacenes, ya se dedicara a sus operaciones menos convencionales: la distribución de licores ilícitamente destilados, el notorio skokiaan o dinamita de ciudad, el traslado de sus chicas a los lugares de actividad, cerca de los alojamientos donde vivían miles de obreros negros contratados para las minas, a quienes ellas ayudaban a encontrar alivio a tan monástica existencia, o el manejo del Sindicato de Mineros Africanos, esa cerrada y poderosa hermandad, cuya existencia el Gobierno blanco se negaba a reconocer. Cualquiera que fuese su misión, el camión azul y rojo era un vehículo perfecto. Cuando se sentaba ante el volante, Hendrik usaba una gorra de visera y una chaquetilla caqui, con botones de bronce baratos. Conducía con calma y prestando minuciosa atención a todas las normas de tráfico, de modo tal que; en veinte años, nunca había sido parado por la Policía.
Al entrar con el camión en Drake’s Farm, con Moses Gama sentado en el asiento contiguo, estaba llevando a su hermano a la fortaleza de ambos. Allí se habían establecido al llegar, juntos, desde las vastas regiones del Kalahari, veinte años antes. Aunque hijos del mismo padre, eran diferentes en casi todos los aspectos. Moses, por aquella época, lucía joven, alto, maravillosamente apuesto; Hendrik; varios años mayor, era grande; tenía una cicatriz en la calva cabeza y grandes vacíos entre los dientes rotos.
Moses era inteligente y sagaz, carismático y muy dotado para el liderazgo; había adquirido, por cuenta propia, una excelente educación. Hendrik, el lugarteniente leal, se limitaba a aceptar la autoridad de su hermano menor y a cumplir con sus órdenes con implacable prontitud. Aunque era Moses Gama quien había concebido la idea de construir un imperio comercial, Hendrik había convertido el sueño en realidad. Una vez se le indicaba qué hacer, Hendrik Tabaka se parecía tanto a un bulldog por su ferocidad como por su apariencia.
Para el mayor, lo que ambos habían edificado (las empresas comerciales, tanto las ilícitas como las legales, el sindicato y su ejército particular, a quienes los mineros que vivían en las ciudades negras conocían y temían bajo el nombre de los Búfalos) era un fin en sí. Para Moses Gama, se trataba de otra cosa. Lo que habían alcanzado hasta entonces era sólo la primera etapa de una gesta por algo mucho mayor; aunque muchas veces se lo había explicado a Hendrik, su hermano no llegaba a captar la enormidad de su visión.
En los veinte años transcurridos desde que ambos llegaron, Drake’s Farm había cambiado por completo. En aquellos tiempos, había sido un pequeño campamento de colonos intrusos, que colgaba como un parásito del enorme complejo minero que componía la Witwatersrand central. Era sólo un grupo de casuchas miserables, construidas con maderas sueltas y viejas láminas de chapa ondulada, latas de parafina achatadas y papel alquitranado; se levantaba en la desnuda pradera, con sus alcantarillas abiertas y sus pozos ciegos, sin agua corriente ni electricidad, sin escuelas, clínicas ni protección policial, no reconocida siquiera como población por parte de los ciudadanos blancos que ocupaban la municipalidad de Johannesburgo.
Sólo después de la guerra, el concejo divisional del Transvaal había decidido aceptar la realidad y expropiar las tierras a los propietarios ausentes. Aquellas mil doscientas hectáreas fueron declaradas oficialmente ciudad, destinada a ser ocupada por los negros, según la Ley de Zonas Grupales. Se retuvo el nombre original de Drake’s Farm por las connotaciones pintorescas que tenía en la vieja Johannesburgo, a diferencia de los orígenes, más mundanos de la cercana Soweto que era simplemente las siglas de South Western Townships (ciudades del Sudoeste). Soweto ya albergaba a más de medio millón de negros, mientras que Drake’s Farm era sede de una población que no llegaba a la mitad de esa cifra.
Las autoridades habían alambrado los límites de la ciudad nueva; la mayor parte de ella estaba cubierta por monótonas filas de pequeñas cabañas de tres habitaciones, todas idénticas, exceptuando el número pintado en el cemento de la fachada. Estaban apretadas entre sí, separadas por caminitos estrechos y polvorientos, sin alquitranar; sus techos planos, de hierro arrugado, brillaban como diez mil espejos bajo el brillante sol de la llanura alta.
En el centro de la población estaban los edificios administrativos en donde, bajo la supervisión de un puñado de blancos, los empleados negros cobraban los alquileres y regulaban los servicios básicos del agua corriente y las cloacas. Más allá de esa visión de un orden descolorido y sin alma estaba la sección original de Drake’s Farm, con sus casuchas, sus prostíbulos y sus tabernas… y allí era donde Hendrik Tabaka vivía aún.
Mientras él conducía lentamente el camión por el sector nuevo de la ciudad, la gente salía de sus cabañas para verles pasar. En su mayoría eran mujeres y niños, pues los hombres salían temprano por la mañana hacia sus empleos de la ciudad y volvían sólo tras caer la noche. Al reconocer a Moses, las mujeres palmoteaban y ululaban agudamente, como correspondía para saludar a un jefe de tribu; los niños corrían detrás del camión, bailando y riendo de entusiasmo por estar tan cerca de ese gran hombre.
Pasaron junto al cementerio, donde los desordenados montículos de tierra eran como una vasta cueva de topos. En algunos de ellos se habían puesto cruces toscamente forjadas; sobre otros flameaban raídas banderas, entre ofrendas de comida, utensilios rotos y tótems con raros tallados, puestos allí para aplacar a los espíritus: símbolos cristianos de la mano con los de animistas y veneradores de brujerías. Bajaron hacia la ciudad vieja, por callejuelas sucias, donde los puestos de los curanderos se alzaban junto a otros que ofrecían comida, tela barata, ropa usada y radios robadas; donde pollos y cerdos echaban raíces en las rodadas embarradas de la calle; donde pequeños desnudos, con sólo una sarta de cuentas alrededor de sus gordas pancitas, defecaban entre quioscos; donde las jóvenes prostitutas paseaban la mercancía; y donde tanto el hedor como el ruido resultaban asombrosos.
Era un mundo en el que el hombre blanco jamás entraba; aun la Policía Municipal negra lo hacía sólo si era invitada, ya que se sabía mal querida. Era el mundo de Hendrik Tabaka; sus esposas manejaban para él nueve casas en el centro del barrio antiguo. Eran casas fuertes y bien construidas, de ladrillo cocido, pero de exteriores deliberadamente descuidados, a fin de que se confundieran con la miseria general. Hendrik había aprendido, tiempo antes, a no llamar la atención sobre sí ni sobre sus pertenencias materiales. Cada una de sus nueve esposas tenía su casa propia, edificadas todas en círculos alrededor de la vivienda de Hendrick, que era algo más imponente. No se había limitado a las mujeres de su propia tribu, la de los ovambos: tenía esposas de las tribus pon-do, xhosa, fingo y basuto. Ninguna zulú, eso sí. Hendrick jamás habría metido a una zulú en su cama.
Todas salieron a saludarle y a recibir a su famoso hermano en cuanto él estacionó el camión en el cobertizo, detrás de su propia casa. Las reverencias de las mujeres y sus suaves palmadas de respeto anunciaron la entrada de los hombres en el salón de Hendrick, donde había dos sillas de pana cubiertas con pieles de leopardo, como otros tantos tronos, en un extremo. Cuando los hermanos se sentaron, las dos esposas más jóvenes llevaron jarras de cerveza de mijo, recién preparada y espesa como engrudo: agria, efervescente, con el frío de la nevera a parafina. Después del refrigerio, los hijos varones de Hendrick entraron para saludar al padre y presentar sus respetos al tío.
Los hijos eran muchos, pues Hendrick Tabaka era un hombre lujurioso, que dejaba embarazadas a todas sus mujeres de año en año. Sin embargo, no todos los varones mayores estaban allí. Aquellos a quienes Hendrick consideraba indignos habían sido enviados otra vez al campo, para que atendieran los rebaños de vacas y cabras que formaban parte de la fortuna paterna. Los más dotados trabajaban en las carnicerías, los almacenes o las tabernas; dos de ellos, de inteligencia especial, estudiaban Derecho en Fort Hare, la Universidad para negros que funcionaba en la pequeña ciudad de Alice, al este de El Cabo.
Por eso, eran sólo los niños menores los que estaban allí para arrodillarse respetuosamente ante Hendrick. Entre ellos había dos que despertaban particular placer en Moses Gama. Eran hijos gemelos de una de las esposas xhosas, mujer de singulares dotes. Además de ser esposa abnegada y madre de varones, cantaba y bailaba con gracia, era una entretenida narradora y poseía una inteligencia astuta, llena de sentido común; también era famosa como sangoma, es decir, como curandera y médica ocultista, que a veces demostraba extraños poderes de prescencia y adivinación. Sus gemelos habían heredado la mayor parte de sus dones, junto con el robusto físico de su padre y algunos finos rasgos del tío Moses.
Al nacer ambos, Hendrick había pedido a Moses que les eligiera nombres; él los había tomado de su preciado ejemplar de la Historia de Inglaterra, de Macaulay. Eran sus favoritos entre todos los sobrinos, y les sonrió al verles arrodillados ante él. En ese momento, se dio cuenta de que ya tenían trece años.
—Te veo, Wellington Tabaka —saludó al primero. Luego, al otro—: Te veo, Raleigh Tabaka.
No eran gemelos idénticos. Wellington, más alto, tenía la piel más clara, color de caramelo oscuro, en contraste con el negro morado de su hermano. Sus facciones tenían el corte egipcio de las de Moses; Raleigh, en cambio, era más negroide, de nariz achatada y labios gruesos, cuerpo más pesado y ancho.
—¿Qué libros habéis leído desde la última vez que os vi? —preguntó Moses, pasando al inglés para obligarles a responder en ese idioma. «Las palabras son espadas, son armas con las cuales defenderse y atacar a los enemigos. Las palabras inglesas son las de hojas más afiladas; sin ellas, vosotros seréis como guerreros desarmados», les había dicho. Escuchó con atención las entrecortadas respuestas.
Sin embargo, detectó una mejoría en el dominio del inglés y no dejó de hacer el correspondiente comentario.
—Aún no está bien del todo, pero en Waterford aprenderéis a hablarlo mejor.
Los niños parecieron molestos. Moses había dispuesto que ambos se presentaran al examen de ingreso en esa escuela elitista multirracial, que funcionaba en el reino negro fronterizo de «Swazilandia»; los gemelos habían sido aprobados y ahora miraban con temor ese día, no muy lejano, en que serían desarraigados de ese cómodo mundo familiar y enviados a lo desconocido. En Sudáfrica imperaba una estricta segregación en los planes educativos; además, era política declarada del ministro Hendrick Verwoerd no brindar a los niños negros una instrucción que les llevara al descontento. Había dicho francamente al Parlamento que la educación de los negros no debía entrar en conflicto con la política gubernamental del apartheid ni dar a los alumnos de color expectativas que jamás serían satisfechas. El Estado gastaba anualmente sesenta libras por cada alumno blanco, contra nueve libras anuales por cada estudiante negro. Los padres de color que podían permitírselo, jefes de tribus y pequeños comerciantes, enviaban a sus hijos fuera del país; Waterford era una de las escuelas preferidas.
Los mellizos escaparon a la imponente presencia del padre y el tío, aliviados de huir, pero la madre les estaba esperando en el patio, tras el camión azul y carmesí. Con una áspera inclinación de cabeza, les hizo pasar a su propia sala.
El cuarto era una madriguera de bruja, a la cual los gemelos solían tener la entrada prohibida. Se deslizaron al interior aun más temblorosos que cuando entraban en la casa de su padre. Contra la pared opuesta se erguían los dioses de la madre, tallados en maderas autóctonas y vestidos de plumas, pieles y cuentas; tenían ojos de marfil y madreperla y dientes desnudos de perros o mandriles. Componían un grupo aterrador, y los mellizos, temblorosos, no se atrevieron a mirarlos de frente.
Ante los ídolos familiares había ofrendas de comida y pequeñas monedas. En otras paredes, pendían los horribles elementos del oficio materno: calabazas y frascos de arcilla con ungüentos y remedios, manojos de hierbas secas, pieles de serpiente e iguanas momificadas, huesos, cráneos de mandril, frascos de vidrio con grasas de hipopótamo y león, almizcle de cocodrilo y otras sustancias innominadas, que fermentaban, burbujeaban y hedían al punto de dar dolor de muelas.
—¿Os habéis puesto los encantamientos que os di? —preguntó Kuzawa; la madre.
Era incomprensiblemente bella entre tantos artículos profanos y horribles; en su cara redonda, de piel lustrosa, brillaban los blancos dientes y los líquidos ojos de gacela. Tenía miembros largos, que untaba_ con secretas pomadas mágicas. Bajo los collares de marfil y los amuletos colgados del cuello, sus senos eran grandes y firmes como melones silvestres del Kalahari.
En respuesta a su pregunta, los gemelos asintieron con vehemencia, demasiado sobrecogidos como para hablar, y se desabotonaron la camisa. Llevaban los amuletos colgados al cuello con un fino cordón de cuero. Eran cuernos de duiker, un pequeño animalito gris, con el extremo abierto con goma arábiga. Kuzawa llevaba doce años, los transcurridos desde el nacimiento de los gemelos, reuniendo los elementos necesarios para la poción mágica que los llenaba. Estaba compuesta por muestras de todas las secreciones de Hendrick Tabaka: sus heces y su orina, su saliva y el moco nasal, el sudor y el semen, la cera de sus oídos y la sangre de sus venas, sus lágrimas y su vómito. Con todo eso, Kuzawa había mezclado la piel seca desprendida de las plantas de sus pies, recortes de sus uñas y de su barba, de su calva y su pubis, pestañas arrancadas durante el sueño y sangre seca y pus de sus cicatrices. Luego, había agregado hierbas y grasas de maravillosa eficacia y, después de pronunciar sobre el preparado las palabras del poder, para hacer infalible el encantamiento, había pagado una gran suma a uno de los violadores de tumbas, que se especializaba en esos encargos, para que le llevara el hígado de un bebé ahogado al nacer por su propia madre.
Todos esos ingredientes estaban herméticamente encerrados en los dos cuernos de duiker, y jamás permitía a los gemelos presentarse ante el padre sin llevarlos colgados del cuello.
Kuzawa les quitó los amuletos. Eran demasiado preciosos para dejarlos en manos de los niños. Sonrió al sopesarlos en sus delicadas manos. Valía la pena haber puesto en ellos tanto dinero, paciencia y meticulosa aplicación de sus conocimientos.
—¿Sonrió vuestro padre al veros? —preguntó.
—Sonrió como si saliera el sol —respondió Raleigh.
Kuzawa asintió, feliz.
—¿Y habló con palabras amables? ¿Os hizo preguntas afectuosas? —insistió.
—Al hablar con nosotros ronroneaba como un león ante la carne —susurró Wellington, aún intimidado por cuanto le rodeaba—. Y nos preguntó cómo nos iba en la escuela. Cuando se lo dijimos, nos alabó.
—Son los amuletos los que han asegurado su favor. —Kuzawa sonreía, satisfecha—. En tanto vosotros los llevéis puestos, vuestro padre os preferirá a todos sus hijos.
Tomó los dos cuernitos y fue a arrodillarse ante la talla central, una imagen espeluznante, que llevaba en la cabeza una melena de león; albergaba el espíritu de su abuelo fallecido.
—Cuídalos bien, oh venerable antepasado —susurró, mientras colgaba los amuletos del cuello de la imagen—. Mantén sus poderes fuertes hasta que vuelvan a hacer falta.
Estaban más seguros allí que en la más profunda bóveda bancaria de los blancos. Ningún ser humano (y sólo los más poderosos entre los entes oscuros) se atrevería a desafiar al espíritu de su abuelo por la posesión de esos encantamientos, pues él era su guardián definitivo.
Se volvió a los mellizos, los tomó de la mano y los condujo fuera de su cubículo, hasta la contigua cocina familiar, abandonando el manto de la bruja para asumir el de la amante madre con sólo cruzar la puerta y cerrarla tras de sí. Alimentó a los gemelos con sendos cuencos colmados de esponjoso maíz blanco y judías con mantequilla, mas un guiso que nadaba en deliciosa grasa, como correspondía a la familia de un hombre rico y poderoso. Mientras comían, ella los atendió amorosamente, haciéndoles preguntas y regañándolos; les instó a comer más, relucientes los ojos de orgullo, y por fin, con desgana, les dejó marchar.
Ellos huyeron, delirantes de entusiasmo, hacia las fétidas callejuelas del barrio viejo. Allí estaban completamente a gusto. Hombres y mujeres les sonreían, saludándolos con palabras amables, pues ellos eran los favoritos de todo el mundo y los hijos de Hendrick Tabaka.
La vieja Mama Nginga, gorda y canosa, estaba sentada ante la puerta del prostíbulo que manejaba en nombre de Hendrick.
—¿Adónde vais, pequeños míos? —les gritó.
—A cumplir una misión secreta que no podemos revelar —gritó Wellington, a su vez.
Raleigh añadió:
—Pero el año que viene nuestra misión secreta será en tu casa, vieja mama. Beberemos todo tu skokiaan y pasaremos por la piedra a todas tus muchachas.
Mama Nginga se bamboleó de placer. Las muchachas sentadas ante las ventanas chillaban de risa.
—Digno cachorro de león, ése —comentaban entre sí.
Los chicos correteaban por las callejuelas, llamando a gritos. De las casuchas y los cuchitriles del viejo barrio, de las nuevas casas de ladrillo construidas por el Gobierno blanco, sus camaradas salieron apresuradamente, hasta formar un grupo de cincuenta o más, todos de la misma edad. Algunos llevaban grandes bultos cuidadosamente envueltos y atados con cordones de cuero crudo.
En el otro extremo de la ciudad había un corte en la alambrada; unos matorrales lo ocultaban de cualquier escrutinio descuidado. Los niños pasaron por la abertura y se reunieron en la plantación de eucaliptos que había atrás, entre parloteos entusiastas, para quitarse las raídas ropas europeas que llevaban. Todos estaban sin circuncidar; aunque el pene comenzaba a desarrollarse, aún tenían en la punta sus arrugadas boinas de piel. Dentro de pocos años, todos pasarían juntos por la ceremonia de la iniciación; deberían soportar la dura prueba del aislamiento, las privaciones y la tortura del cuchillo. Eso los unía aún más que la sangre tribal; serían camaradas de circuncisión durante toda la vida.
Colocaron las ropas con cuidado (cualquier pérdida tendría que ser justificada ante los padres furiosos) y, ya desnudos, se reunieron en torno de los preciosos envoltorios para observar, impacientes, a quienes reconocían como sus capitanes: Wellington y Raleigh Tabaka, que los abrieron y proporcionaron a cada uno de ellos el uniforme del guerrero xhosa. No era el atavío completo, con sus colas de vaca, sus cascabeles y su tocado, pues eso estaba reservado a los amadoda circuncisos. Se trataba de réplicas infantiles, hechas con pieles de gatos y perros callejeros, pero ellos las vistieron con tanto orgullo como si se tratara del verdadero atuendo. Se ataron a la frente, el brazo y los muslos sus tiras de piel y cogieron sus armas.
Tampoco éstas eran las largas assegais de los guerreros, sino los tradicionales palos de lucha; no por eso dejaban de ser armas formidables, aun en manos de niños. Con un palo en cada mano, se transformaron inmediatamente en demonios vociferantes. Blandían las estacas con un hábil movimiento de muñeca que las hacía silbar y cantar, entrechocándolas, cruzándolas para formar una guardia contra la cual se estrellaban los golpes de sus compañeros; saltaban, bailaban, daban tumbos en el aire, amenazándose mutuamente con golpes, hasta que Raleigh Tabaka emitió un agudo silbato con su cuerno. Entonces, todos comenzaron a andar en una columna disciplinada y compacta.
Él encabezó la marcha. Con un trote bamboleante y estilizado; los palos de lucha alzados, entonando y tarareando los himnos de batalla de su tribu, abandonaron la plantación para salir a la pradera ondulante. El pasto crecía, pardo, hasta la altura de las rodillas, dejando entrever la tierra achocolatada y rojiza en parches crudos. El suelo descendía suavemente hasta un arroyo estrecho, cuyo lecho rocoso estaba encerrado entre riberas cortadas a pico, y volvía a ascender hasta encontrarse con el zafiro pálido del cielo.
En el momento en que comenzaban a descender la cuesta, la curva limpia del lejano horizonte se interrumpió: una larga fila de tocados ondulantes apareció sobre ella. Luego, otra banda de jovencitos, vestidos con los mismos taparrabos de piel, las piernas, los brazos y el torso desnudo. Llevando en alto sus palos de pelea, se detuvieron a lo largo del barranco. Los dos grupos se tensaron como galgos al captar el rastro.
—Chacales zulúes —aulló Raleigh Tabaka.
Su odio era tan intenso, que la frente se le cubrió con una fina lámina de sudor. Hasta donde sus recuerdos y su memoria tribal llegaban, ellos habían sido el enemigo; el odio estaba en la sangre, profundo y atávico. La historia no llevaba registro de las veces que se había repetido esa escena, de las miles de ocasiones, de siglo en siglo, en que grupos de guerreros armados de xhosas y zulúes se habían enfrentado de ese modo; sólo se recordaba el calor de la batalla, la sangre, el odio.
Raleigh Tabaka saltó hasta la altura del hombro de su hermano y gritó con salvajismo; su voz traicionera se quebró al final, como en un chillido de muchachita.
—Tengo sed. ¡Quiero beber sangre de zulú!
Y sus guerreros saltaron también, aullando:
—¡Queremos sangre de zulú!
Las amenazas, los insultos y los desafíos llegaron con el viento desde el barranco opuesto. Luego, de forma espontánea, ambos grupos iniciaron el descenso, cantando y brincando, hacia el estrecho valle, hasta que se enfrentaron en el angosto arroyo. Los capitanes se adelantaron para intercambiar nuevos insultos.
El induna zulú era un niño de la misma edad que los gemelos. Asistía a la misma clase que ellos, en la escuela secundaria oficial de la ciudad. Se llamaba Joseph Dinizulu; era tan alto como Wellington y tan ancho de torso como Raleigh. Su nombre y su pavoneante arrogancia recordaban al mundo que él era vástago principesco de la casa real zulú.
—¡Eh, comedores de estiércol de hiena! —llamó—. Se os huele a mil pasos contra el viento. Hasta los buitres vomitan cuando huelen a xhosa.
Raleigh saltó muy alto, dio una vuelta en el aire y se levantó las faldas de su taparrabos para descubrir las nalgas.
—¡Voy a soltar un buen pedo para limpiar el aire de olor a zulú! —gritó—. ¡Oled esto, vosotros, amigos de los chacales!
Y soltó un petardo tan largo y ruidoso, que los zulúes emitieron un siseo asesino, entrechocando sus palos de lucha.
—¡Tenéis a mujeres por padres y a monos por madres! —gritó Joseph Dinizulu, rascándose los sobacos—. Sois nietos de mandriles —agregó, imitando un bamboleo simiesco—, y vuestras abuelas tienen…
Raleigh interrumpió ese recital de antepasados con un toque de cuerno. De un solo salto, bajó del barranco al lecho del arroyo. Cayó de pie, liviano como un gato, y cruzó la corriente de un brinco largo. Subió la ribera opuesta tan de prisa, que Joseph Dinizulu retrocedió ante su embestida: había esperado que el intercambio de amabilidades durara un poco más de tiempo.
Diez o doce muchachitos xhosas habían respondido a su señal y lo seguían a través del arroyo. El furioso ataque inicial abrió una brecha en la ribera opuesta. Se apretaron tras él, haciendo sisear y cantar sus palos, y arremetieron hacia el centro del grupo de guerreros enemigos. En Raleigh Tabaka reinaba la furia guerrera. Era invencible, dueño de brazos incansables y de manos tan hábiles que sus palos parecían tener vida independiente; buscaban los sitios débiles en la guardia de los zulúes que se le enfrentaban, golpeaban contra la carne, repicaban sobre el hueso, abrían la piel de tal modo que pronto la madera tuvo el brillo húmedo de la sangre y por el aire volaron gotitas rojas.
Era como si nada pudiera tocarle. De pronto, algo se estrelló contra sus costillas, justo por debajo de su brazo derecho alzado, haciéndolo jadear de dolor, con la súbita consciencia de su propia humanidad. Por unos minutos había sido un dios guerrero; de pronto, era un niño, casi al final de sus fuerzas, muy dolorido y tan cansado que no podía pronunciar un desafío más, aunque Joseph Dinizulu bailaba ante él, un Joseph que parecía haber crecido quince centímetros en otros tantos segundos. Una vez más, se oyó el silbido del palo de pelea, apuntando a la cabeza de Raleigh, y él sólo pudo desviarlo con un movimiento desesperado. Retrocedió un paso y miró en derredor.
Nunca habría debido atacar con tanta audacia a un zulú. Ese pueblo era el más traicionero y astuto de todos los adversarios, y la estratagema del encierro era siempre su golpe maestro. El zulú Chaka, el perro loco que había fundado esa tribu de lobos, le había dado el nombre de «cuernos de toro». Los cuernos rodeaban al enemigo, mientras el pecho lo aplastaba hasta matarlo.
Joseph Dinizulu no había retrocedido por miedo ni por sorpresa, sino por astucia instintiva, y Raleigh acababa de conducir a sus diez o doce seguidores a la trampa tradicional. Estaban solos; ninguno de los otros los había seguido a esa orilla. Por encima de las cabezas de los zulúes vio al grupo restante en la ribera opuesta; Wellington Tabaka, su mellizo, permanecía silencioso e inmóvil al frente de todos.
—¡Wellington! —aulló, con la voz quebrada por el agotamiento y el terror—. ¡Ayúdanos! Tenemos al perro zulú por los testículos. ¡Cruza y apuñálalo en el pecho!
No tuvo tiempo para más. Joseph Dinizulu estaba otra vez sobre él, y cada golpe parecía más poderoso que el anterior. Su pecho era un tormento. Otro golpe venció su guardia y le pegó en el hombro, paralizándole el brazo derecho hasta la punta de los dedos. El palo voló de sus manos.
—¡Wellington! —gritó otra vez—. ¡Ayúdanos!
En derredor, todos sus hombres iban cayendo: algunos, arrodillados a golpes; otros, simplemente acurrucados en el polvo, después de haber dejado caer el palo, pidiendo misericordia a gritos. Los zulúes se iban cerrando, subiendo y bajando sus palos, azotando la carne blanda. Sus gritos de guerra se alzaban en un coro jubiloso, como el de los perros de caza al cercar a las liebres.
—¡Wellington!
Vio por última vez a su hermano, al otro lado del arroyo, antes de que un golpe le abriera la frente, justo por encima del ojo, y una bocanada de sangre caliente le cubriera la cara. Antes de quedar ciego, distinguió por un instante a Joseph Dinizulu, enloquecido por el furor sanguinario. Luego, sus piernas cedieron, arrojándolo de bruces en el polvo, mientras los golpes seguían resonando contra su espalda y sus hombros.
Debió de perder la conciencia por un momento; cuando rodó de costado y se limpió la sangre de los ojos con el dorso de la mano, vio que los zulúes habían cruzado el arroyo en falange y que el resto de su grupo de guerreros huía, enloquecido por el pánico, perseguido por los hombres de Dinizulu.
Trató de erguirse, pero sus sentidos vacilaron y la cabeza se le llenó de oscuridad; volvió a caer. Cuando recobró la conciencia otra vez, estaba rodeado de zulúes que se burlaban y reían, cubriéndolo de insultos. Entonces, logró incorporarse, pero el tumulto reinante se calmó, siendo remplazado por un silencio cargado de expectativa. Levantó la vista. Joseph Dinizulu se abrió paso por entre sus filas y lo miró con sorna.
—Ladra, perro xhosa —ordenó—. Queremos oírte ladrar y gemir pidiendo misericordia.
Aturdido, pero desafiante, Raleigh sacudió la cabeza; el movimiento encendió una llamarada de dolor bajo su cráneo.
Joseph Dinizulu le puso un pie desnudo sobre el pecho y empujó con fuerza. Raleigh, que estaba demasiado débil para resistir, cayó de espaldas. El zulú se levantó el taparrabo y, con la otra mano, retiró el prepucio, dejando al descubierto el rosado glande, para dirigir un siseante chorro de orina al rostro del caído.
—Bebe eso, perro xhosa —rió.
Era algo caliente y amoniacal, que ardió como ácido en la herida abierta del cuero cabelludo. La ira, la humillación y el odio llenaron por completo el alma de Raleigh.
—Hermano mío, sólo muy rara vez trato de disuadirte cuando decides algo. —Hendrick Tabaka, sentado en la piel de leopardo que cubría su silla, se inclinó severamente hacia delante, con los codos en las rodillas—. No es por el matrimonio en sí: ya sabes que muchas veces te he instado a tomar una esposa, muchas esposas que te dieran hijos varones. No es la idea de casarte la que desapruebo, es ese asunto de la zulú lo que me mantiene despierto por la noche. Hay diez millones de jóvenes núbiles de otras tribus en esas tierras. ¿Por qué preferir a una zulú? Sería mejor que llevaras una mamba negra a tu lecho.
Moses Gama rió entre dientes.
—Tu preocupación demuestra que me amas. —Luego, se puso serio—. Los zulúes forman la tribu más grande de África del Sur. De por sí, su número los haría importantes, pero si agregas a eso su espíritu agresivo y guerrero, comprenderás que nada cambiará en esta tierra sin los zulúes. Si logro formar una alianza con esa tribu, todos los sueños que he forjado no serán en vano.
Hendrick suspiró, gruñendo, y sacudió la cabeza.
—Vamos, Hendrick, ya has hablado con ellos, ¿verdad? —insistió Moses.
El hermano asintió, contra su voluntad.
—He pasado cuatro días en el kraal de Sangane Dinizulu, hijo de Mbejane, que fue de Gubi, quien, a su vez, fue hijo de Dingaan,'i el hermano del mismo zulú Chaka. Se considera príncipe de Zulú, y no deja de señalar que eso significa «los cielos». Vive a lo grande en la tierra de su antiguo amo, el general Sean Courtney, que le dejó una parcela en las colinas, por encima de Ladyburg, donde tiene muchas esposas y trescientas cabezas de gordo ganado.
—Todo eso ya lo sé, hermano mío —interrumpió Moses—. Háblame de la muchacha.
Hendrick frunció el entrecejo. Le gustaba comenzar sus relatos por el principio y elaborarlos gradualmente, sin ahorrar detalles, hasta llegar al final.
—La muchacha —repitió—. Ese viejo pícaro zulú se pasa el tiempo diciendo que ella es la luna de su noche y el sol de su' día, que nunca una hija ha sido tan amada de su padre… y que jamás podría permitir que se casara sino con un jefe zulú. —Hendrick suspiró—. Día tras día he oído enumerar las virtudes de esa chacal hembra, su hermosura, su talento, su puesto de enfermera en el hospital del Gobierno, su estirpe de madres de muchos varones… —Hendrick se interrumpió con un salivazo de disgusto—. Pasaron tres días antes de que mencionara lo que tenía en la mente desde el primer minuto: la lobola, el precio nupcial. —Elevó las manos al cielo, en un gesto de exasperación—. Todos esos zulúes: son unos ladrones y comedores de estiércol.
—¿Cuánto? —preguntó Moses, con una sonrisa—. ¿Cuánto pide como compensación por concertar un matrimonio fuera de la tribu?
—Quinientas cabezas de ganado de primera, todas ellas vacas servidas, ninguna mayor de tres años. —Hendrick frunció el entrecejo, indignado—. Todos los zulúes son ladrones y él asegura ser un príncipe, lo cual lo convierte en príncipe de todos los ladrones.
—Como es natural, aceptaste su primer precio —inquirió Moses.
—Como es natural, discutí durante dos días más.
—¿Y cuál es el último precio?
—Doscientas cabezas de ganado —suspiró Hendrick—. Perdona, hermano mío. Hice lo posible, pero ese perro viejo parece una piedra. Es su precio más bajo por «la luna de su noche».
Moses Gama se recostó en la silla para meditar. Se trataba de un precio enorme. El ganado de primera valía cincuenta libras por cabeza. Pero Moses Gama, a diferencia de su hermano, no consideraba al dinero como un medio para la consecución de un fin.
—¿Diez mil libras? —preguntó suavemente—. ¿Tenemos tanto?
—Dolerá. Dolerá durante un año como si me hubieran azotado con un sjambock —gruñó Hendrick—. ¿Te das cuenta de lo que se podría comprar por diez mil libras, hermano mío? Yo te conseguiría, cuanto menos, diez doncellas xhosas, bellas como pájaros y regordetas como gallinas, cada una con su virginidad atestiguada por la mejor comadrona…
—Diez doncellas xhosas no harían que el pueblo zulú estuviera a mi alcance —lo interrumpió Moses—. Necesito a Victoria Dinizulu.
—Pero la lobola no es la única exigencia —le advirtió Hendrick—. Hay más.
—¿Qué más?
—La muchacha es cristiana. Si la tomas, no habrá otras. Será tu única esposa, hermano mío. Y escucha a un hombre que ha pagado su sabiduría con la dura moneda de la experiencia. Lo mínimo que un hombre necesita para vivir satisfecho es tres esposas. Si tienes tres, ellas están tan dedicadas a competir entre sí por tus favores, que puedes descansar tranquilo. Dos son peor que tres. Pero una sola esposa, una esposa exclusiva y única, puede agriarte la comida en la panza y escarcharte de plata los cabellos. Deja que esa zulú busque a otro zulú que la merezca.
—Contéstale a su padre que pagaremos el precio pedido y que aceptamos sus condiciones. Dile también que, si él es un príncipe, esperamos que el festín de casamiento sea digno de una princesa. Debe ser una boda de la que se hable en toda Zululandia, desde las montañas Drakensberg hasta el océano. Quiero que todos los jefes y todos los ancianos de la tribu estén allí para ver la ceremonia, y todos los consejeros y los indunas. Quiero que el mismo rey de los zulúes esté presente. Y cuando todos se encuentren reunidos allí, yo les hablaré.
—Conseguirás lo mismo que si te dirigieras a un grupo de mandriles. Los zulúes son demasiado orgullosos y están demasiado llenos de odio. No escucharán las palabras del sentido común.
—Te equivocas, Hendrick Tabaka. —Moses apoyó una mano en el brazo de su hermano—. No somos tan orgullosos ni odiamos tanto como debiéramos. El poco orgullo que tenemos y el escaso odio que albergamos están mal dirigidos y mal empleados. Lo malgastamos entre nosotros, entre los negros. Si todas las tribus de esta tierra volcaran el orgullo y el odio contra el opresor blanco, ¿cómo podría éste resistirnos? De todo ello hablaré en el festín de mi boda. Eso es lo que debo enseñar al pueblo. Así, estamos formando Umkhonto we Sizwe, la espada de la nación.
Durante un rato guardaron silencio. La profundidad de aquella visión, el terrible poder de aquella entrega siempre abrumaban a Hendrick.
—Será como quieras —concordó, al fin—. ¿Cuándo deseas que se lleve a cabo la boda?
—En la luna llena de mediados de invierno. —Moses no vaciló—. Será la semana anterior a la iniciación de nuestra campaña de desafío.
Una vez más, quedaron en silencio hasta que Moses se levantó.
—Entonces, está acordado. ¿Hay algo más que debamos discutir antes de la cena?
—Nada. —Hendrick se levantó también; iba a llamar a sus mujeres para que les llevaran la comida, cuando recordó una cosa—. Ah, algo más. La mujer blanca, la que estaba contigo en Rivonia, ¿la recuerdas?
Moses asintió.
—Sí, la Courtney.
—Esa. Ha enviado un mensaje. Quiere verte otra vez. —¿Dónde está?
—Cerca, en un sitio llamado Cuevas Sundi. Ha dejado un número de teléfono, dice que es importante.
Moses Gama evidenció claro fastidio.
—Le dije que no tratara de ponerse en contacto conmigo —observó—. Le advertí que era peligroso. —Comenzó a pasear por el cuarto—. Mientras no aprenda disciplina y autodominio, no será de valor alguno a la lucha. Las mujeres' blancas son así: malcriadas, desobedientes y caprichosas. Es preciso adiestrarla.
Moses se interrumpió y fue hacia la ventana. Algo en el patio había llamado su atención.
—¡Wellington! ¡Raleigh! —llamó con voz áspera—. Venid aquí, los dos.
Segundos después, ambos muchachitos entraban tímidamente, arrastrando los pies, y se detenían con la cabeza gacha, en ademán culpable.
—Raleigh, ¿qué te ha pasado? —preguntó Hendrick, furioso.
Los gemelos se habían cambiado las pieles y los taparrabos por sus ropas comunes, pero el tajo abierto en la frente de Raleigh sangraba aún a través de los trapos sucios con que se lo había vendado. Llevaba salpicaduras rojas en su camisa y tenía un ojo casi cerrado por la hinchazón.
—¡Baba! —trató de explicar el otro niño—. No fue culpa nuestra. Los zulúes nos tendieron una trampa.
Raleigh le echó una mirada despectiva antes de contradecirlo.
—Habíamos arreglado una pelea de bandas. Todo iba bien hasta que algunos de los nuestros huyeron, abandonándonos a los demás. —Se llevó la mano a la cabeza herida—. Hay cobardes incluso entre los xhosas —agregó, volviendo a mirar a su gemelo de reojo.
Wellington guardó silencio.
—La próxima vez esforzaos más y sed más astutos.
Hendrick Tabaka los despidió y, en cuanto ellos hubieron abandonado la habitación, se volvió hacia Moses.
—Ya ves, hermano mío. Aun entre los niños. ¿Qué esperanza tienes de cambiar esto?
—La esperanza está entre los niños —dijo Moses—. Son como simios: pueden ser adiestrados para que hagan cualquier cosa. Los difíciles de cambiar son los viejos.
Tara Courtney estacionó su desvencijado «Packard» al borde del camino montañoso y pasó algunos segundos contemplando Ciudad de El Cabo, extendida a sus pies. El viento del Sudeste batía las aguas de la bahía como si fueran crema.
Bajó del coche y anduvo a lo largo del camino, mientras fingía admirar las flores silvestres que pintaban la cuesta rocosa, ascendiendo por ella. En lo alto de la pendiente, el bastión de roca gris de la montaña se levantaba, áspero, hasta el firmamento. Tara dejó de caminar y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo. Las nubes pasaban por encima y creaban la ilusión de que la muralla de roca estaba cayendo.
Una vez más, echó un vistazo a lo largo de la ruta por la que había llegado. Permanecía desierta. Nadie la seguía. La Policía parecía haber perdido interés por ella; hacía semanas que no descubría a nadie siguiéndola.
Cambió su actitud perezosa para volver al «Packard», del que sacó una pequeña cesta de merienda; luego, volvió rápidamente al edificio de cemento que albergaba la estación inferior del teleférico. Subió corriendo las escaleras y pagó un billete de vuelta, en el momento justo en que el encargado del lugar abría las puertas en el extremo de la sala de espera. Un pequeño grupo de pasajeros salió en tropel y se amontonó en el vagón.
El vehículo carmesí se puso en marcha con una sacudida. Ascendieron con celeridad, bamboleándose por debajo de la hebra plateada del cable. Los otros pasajeros lanzaban exclamaciones encantadas ante el amplio panorama del océano, roca y ciudad que se abría a sus pies. Tara los estudió con disimulo. En pocos minutos quedó convencida de que ninguno de ellos era policía de la División Especial; entonces, pudo relajarse y prestar atención al magnífico paisaje.
La góndola estaba colgada casi a plomo sobre el acantilado, donde las rocas, por efecto del clima, habían tomado formas cúbicas casi geométricas, como antiguos bloques de un castillo gigantesco. Pasaron junto a un grupo de montañistas que avanzaban atados entre sí, centímetro a centímetro, mano sobre mano. Tara se imaginó allá afuera, aferrada a la roca, con ese abismo vacío succionando sus talones; el vértigo la hizo tambalear, mareada. Tuvo que agarrarse a la barandilla para recobrar el equilibrio. Cuando la góndola se detuvo en la estación superior, al borde de un precipicio de trescientos metros de altura, escapó con una sensación de agradecimiento.
En el pequeño salón de té, construido al estilo de los chalés alpinos, la esperaba Molly, sentada ante una de las mesas. Al verla, se levantó de un salto.
Tara corrió a abrazarla.
—Oh, Molly, querida Molly, cuánto te he echado de menos.
Pocos momentos después se separaron, algo azoradas por la escena, que estaba provocando sonrisas entre los otros parroquianos.
—No quiero quedarme quieta —dijo Tara—. Ardo de entusiasmo. Salgamos a caminar. He traído algunos emparedados y un termo.
Salieron y echaron a andar a lo largo del sendero que bordeaba el precipicio. Como era día laborable, no había muchos paseantes por la montaña; cien metros más lejos se encontraron solas.
—Háblame de mis viejas amigas, las de la «Banda Negra» —pidió Tara—. Quiero saber qué han estado haciendo. ¿Cómo está Derek? ¿Y los chicos? ¿Quién se ha hecho cargo de mi clínica? ¿Has pasado por allí últimamente? Oh, cuánto os echo de menos a todos vosotros.
—Tranquila —rió Molly—. Una pregunta cada vez…
Y comenzó a poner a Tara al tanto de todas las noticias. Eso llevó tiempo. Mientras conversaban, buscaron un lugar apropiado para la merienda y se sentaron, con las piernas colgando sobre el barranco, a beber el té caliente del termo y a arrojar pedacitos de pan a los pequeños hyrax[1], los conejos de las rocas, que salían de las grietas abiertas en el acantilado.
Por fin, las provisiones de noticias y chismes quedaron agotadas. Entonces, guardaron un amistoso silencio que Tara acabó por romper.
—Voy a tener otro bebé, Molly.
—¡Ajá! —rió ésta—. Con que eso era lo que te tenía tan ocupada. —Echó un vistazo al vientre de Tara—. Todavía no se nota. ¿Estás segura?
—Oh, Molly, por el amor de Dios, no soy una primeriza inexperta. ¡Recuerda que ya he tenido cuatro hijos! Sí, estoy bien segura.
—¿Para cuándo?
—Para enero.
—Shasa ha de estar contentísimo. Le encantan los chicos. En realidad, si alguna vez le he visto ponerse sentimental ha sido por el dinero o por los chicos. ¿Ya lo sabe?
Tara meneó la cabeza.
—No. Sólo te lo he dicho a ti. Eres la primera en saberlo.
—Me halagas. Te felicito, y a él también. —Entonces, hizo una pausa al notar la expresión de Tara, y estudió a su amiga con más atención.
—Creo que Shasa no tiene de qué alegrarse —dijo Tara, suavemente—. El bebé no es suyo.
—¡Por Dios, Tara! Tú, nada menos… —Molly se interrumpió y quedó pensativa—. Voy a hacerte otra pregunta tonta, querida mía: ¿cómo sabes que no es de Shasa?
—Porque él y yo… no hemos… bueno, ya me entiendes, no somos marido y mujer desde… ¡oh, desde hace siglos!
—Comprendo. —A pesar del afecto y de la amistad, los ojos de Molly chisporrotearon de interés. Eso despertaba su curiosidad—. Pero, querida, éste no es el fin del mundo. Corre a tu casa y métete en sus pantalones. Los hombres son tan papanatas en cuestión de fechas. Incluso si le da por hacer cuentas, puedes sobornar al médico para que haga pasar al bebé por prematuro.
—No, Molly, escúchame. Si él viera al niño, se daría cuenta en seguida.
—No comprendo.
—El bebé es de Moses Gama, Molly.
—¡Santo Dios! —susurró su amiga.
La fuerza de aquella reacción hizo comprender a Tara la gravedad del aprieto en que se encontraba. Molly era una militante liberal, tan indiferente al color como ella misma; sin embargo, había quedado atónita ante la idea de que una mujer blanca gestara al hijo de un negro. En este país, la mezcla de razas se castigaba con la cárcel, pero ese castigo no era nada comparado con el escándalo social que provocaría. Ella podía verse convertida en una paria.
—Oh, querida —exclamó Molly, moderándose—. Oh, querida, querida, mi pobre Tara, en qué lío te has metido. ¿Lo sabe Moses?
—Todavía no, pero espero verle pronto para decírselo.
—Tendrás que deshacerte del bebé, por supuesto. Tengo una dirección. En Lourengo Marques hay un médico portugués al que enviamos una muchacha del orfanato. Es caro, pero limpio y hábil; no será como dejarse atender por una vieja sucia armada de una aguja de tejer.
—¡Molly! ¿Cómo has podido pensar eso de mí? ¿Me crees capaz de asesinar a mi propio bebé?
—¿Te vas a quedar con él? —preguntó Molly, boquiabierta.
—Por supuesto.
—Pero, querida, será…
—De color —concluyó Tara—, lo sé. Probablemente, tendrá la piel como el café con leche y el pelo negro, muy rizado, y yo lo amaré con todo mi corazón, tal como amo a su padre.
—No me explico cómo…
—Por eso quise verte.
—Haré lo que desees. Dime de qué se trata.
—Quiero que me busques una pareja de color. Gente buena y decente; si tienen hijos propios, mucho mejor. Necesito que ellos cuiden al bebé por mí hasta que yo encuentre el medio de tenerlo conmigo. Claro que les daré todo el dinero necesario y más aún…
Se le quebró la voz y miró a su amiga con gesto implorante. Molly lo pensó un momento.
—Creo que conozco a la pareja adecuada. Ambos son maestros de escuela y tienen cuatro hijos propios; son todas niñas. Ellos me harían el favor. Pero, ¿cómo vas a disimularlo, Tara? Pronto comenzará a notarse; con Isabella te pusiste enorme. Shasa está tan ocupado mirando su libreta de cheques que podría no darse cuenta, pero tu suegra es un monstruo al que no se le escapa nada.
—Ya he pensado el modo de hacerlo. He convencido a Shasa de que mis actividades políticas han sido remplazadas por un ardiente interés en la arqueología; tengo trabajo en la excavación de las Cuevas Sundi, bajo la dirección de la profesora Marion Hurst, esa arqueóloga norteamericana.
—Sí, he leído dos de sus libros.
—Le he dicho a Shasa que sólo me iré por dos meses, pero, una vez fuera de su vista, iré postergando el regreso. Centaine cuidará de los chicos. Eso también está resuelto. A ella le encanta y bien sabe Dios que a los chicos les vendrá bien. Es mucho mejor que yo para imponer disciplina. Para cuando mi bienamada suegra acabe con ellos, serán cuatro angelitos bien educados.
—Los vas a echar de menos —apuntó Molly.
Ella asintió.
—Sí, por supuesto, pero sólo faltan seis meses.
—¿Dónde tendrás el niño? —insistió Molly.
—No sé. No puedo ir a un hospital conocido. Oh, Dios, ¿te imaginas si diera a luz a un pichoncito negro en sus inmaculadas sábanas reservadas para blancos, en una maternidad exclusiva para mujeres blancas? De cualquier modo, hay tiempo de sobra para solucionar eso. Lo primero es viajar a Sundi, lejos de los maléficos ojos de Centaine Courtney-Malcomess.
—¿Por qué Sundi? ¿Qué te hizo elegir ese lugar?
—Allí estaré cerca de Moses.
—¿Tan importante es eso? —Molly la miraba sin misericordia—. ¿Tan fuerte es lo que sientes por él? ¿No se trataría sólo de un pequeño experimento, una travesura audaz para averiguar cómo era acostarse con uno de ellos?
Tara sacudió la cabeza.
—¿Estás segura, Tara? Mira que yo también he sentido el mismo impulso, de vez en cuando. Supongo que es natural sentir curiosidad, pero nunca me dejé atrapar por eso.
—Lo amo, Molly. Si él me lo pidiera, le entregaría mi vida sin reparos.
—Mi pobre y dulce Tara. —Había lágrimas en los ojos de Molly, que le alargaba los brazos. Se abrazaron desesperadamente, mientras ella susurraba—: Está muy lejos de tu alcance, querida mía. Jamás podrá ser tuyo.
—Si puedo tener un pedacito de él, siquiera por un tiempo, me conformaré.
Moses Gama estacionó el camión de la carnicería en una de las dársenas para visitantes y apagó el motor. Frente a él se extendían prados en los que un solo regador trataba de compensar las sequías y las heladas de invierno, pero la hierba kikuyu seguía recocida y sin vida. Más allá del prado se alzaba un largo edificio de dos plantas: el albergue de las enfermeras de Baragwanath.
Un pequeño grupo de enfermeras negras de almidonado uniforme blanco, limpias y eficientes, subió por el sendero desde el hospital. Cuando llegaron al camión y vieron a Moses al volante, se deshicieron en risitas, ocultando la boca tras la mano, con el instintivo gesto de sumisión al macho.
—Muchacha, quiero hablar contigo. —Moses asomó la cabeza por la ventanilla del camión—. ¡Sí, contigo!
La enfermera elegida estaba abrumada por la timidez. Sus amigas la azuzaron con bromas hasta que se acercó a Moses y se detuvo a cinco pasos.
—¿Conoces a la enfermera Victoria Dinizulu?
—¡Eh he! —afirmó la joven.
—¿Dónde está?
—Ya sale. Trabaja en el turno de día, como yo. —La enfermera echó un vistazo alrededor, buscando un modo de escapar; lo que vio fue a la misma Victoria, entre el segundo grupo de uniformes blancos que se acercaba por el sendero—. Allí está. ¡Victoria, date prisa!
Y la muchacha huyó, subiendo dos a dos los peldaños del albergue. Victoria lo reconoció de inmediato y, después de despedirse de sus amigas, se apartó de ellas para cruzar los prados secos, en dirección a él. Moses bajó del camión.
—Lo siento —dijo ella, levantando la vista—. Ha habido un accidente terrible con un autobús y hemos estado en el quirófano hasta acabar con el último caso. Te he hecho esperar.
Moses hizo una señal de asentimiento.
—No tiene importancia. Aún nos queda mucho tiempo.
—Me cambiaré en pocos minutos —sonrió ella. Sus dientes eran perfectos, tan blancos que parecían casi traslúcidos; su piel tenía el brillo de la salud y la juventud—. Me alegro de volver a verte… pero tengo un gran hueso para roer contigo.
Hablaban en inglés; aunque ella lo hacía con acento, parecía segura de su vocabulario, tan fluido como el de Moses.
—Muy bien —respondió él, sonriendo con gravedad—. Guardaremos tu hueso para la cena… y así ahorraré dinero.
Ella rió; una hermosa risa, grave y resonante.
—No te vayas. Volveré.
Giró en redondo y volvió al hogar de las enfermeras. Él la observó con placer mientras subía los peldaños de la escalera. Su cintura era tan estrecha que acentuaba la curva de sus nalgas bajo el blanco uniforme. Tenía el busto pequeño, pero el trasero amplio y las caderas anchas; la maternidad no le daría trabajo. Ese estilo de cuerpo era el modelo de la belleza nguni, y a Moses le recordó las fotografías que había visto de la Venus de Milo. Se mantenía erguida, recto el cuello largo; aunque balanceaba las caderas al caminar, como al ritmo de una música lejana, su cabeza y sus hombros no se movían. Era obvio que, de niña, se había turnado con las otras jovencitas para llevar los rebosantes cántaros de arcilla desde las charcas, balanceando el cántaro en la cabeza sin volcar una gota. Así era como las muchachas zulúes adquirían esa apostura maravillosamente regia.
Su redonda cara virginal y sus enormes ojos pardos la convertían en una de las mujeres más hermosas que Moses hubiera visto en su vida. Mientras esperaba, apoyado contra la cabina del camión, caviló en los diferentes ideales de belleza que las distintas razas tenían. Eso lo llevó a pensar en Tara Courtney, la de enormes pechos redondos y estrechas caderas de muchachito, larga cabellera castaña y piel suave, blanca, insípida. Moses hizo una mueca, algo asqueado por la imagen; sin embargo, ambas mujeres eran cruciales para sus ambiciones. La reacción sensual que despertaran en él, atracción o repulsión, no tenía la menor importancia. Sólo importaba la utilidad que pudieran prestarle.
Diez minutos después, Victoria volvía a bajar los peldaños, ataviada con un vestido de intenso color carmesí. Los colores fuertes le sentaban bien: destacaban el oscuro brillo de su piel. Se deslizó en el asiento delantero, al lado de Moses, y echó un vistazo al reloj barato, chapado en oro, que llevaba en la muñeca.
—Once minutos y dieciséis segundos. No puedes quejarte —anunció.
El, sonriente, puso el motor en marcha.
—Vayamos a recoger tu hueso de dinosaurio —sugirió.
—Tyrannosaurus Rex —le corrigió ella—, el más feroz de los mastodontes. Pero no: lo reservaremos para la cena, como sugieres.
Esas bromas lo divirtieron. No era habitual que una joven negra soltera se mostrara tan franca y segura de sí. Entonces, recordó que era enfermera y que vivía en uno de los hospitales más grandes del mundo. Ya no se trataba de una pequeña campesina, vacía de ideas y llena de risitas. Como para demostrárselo, Victoria se dedicó a analizar, con desenvoltura, las perspectivas del general Dwight Eisenhower para las elecciones a la Casa Blanca y de qué modo afectaría eso la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos… y, en último término, la propia lucha en África. Mientras conversaba, el sol comenzó a ponerse; la ciudad, con sus bellos parques y edificios, quedó atrás. De repente, se encontraron en el submundo de la ciudad, Soweto, donde vivían medio millón de negros. El crepúsculo olía a humo de leña, despedido por las fogatas donde se cocinaba; las humaredas teñían el cielo de un rojo diabólico, el de la sangre y las naranjas. Las estrechas aceras sin revestir estaban atestadas de trabajadores negros, cada uno de los cuales iba con un paquete o una bolsa de mercado; todos caminaban apresuradamente en la misma dirección, de regreso al hogar tras una larga jornada, iniciada antes del amanecer con un tortuoso viaje en tren o autobús hasta el lugar de trabajo, en el mundo exterior, y que ahora terminaba en la oscuridad, con el viaje inverso, aún más largo y tedioso por obra de la fatiga.
El camión aminoró la velocidad en las calles, cada vez más atestadas. Por fin, algunos reconocieron a Moses y corrieron delante del vehículo para abrirle camino.
—¡Moses Gama! ¡Es Moses Gama, dejadle pasar!
Algunos los saludaron a gritos.
—Te veo, Nkosi.
—¡Te veo, Baba!
Le llamaban padre y señor.
Cuando llegaron al centro comunitario, que lindaba con los edificios de la administración, el inmenso vestíbulo desbordaba de gente. Se vieron obligados a abandonar el camión y a seguir a pie los últimos cien metros.
Pero allí estaban los Búfalos para escoltarles. Los matones de Hendrick Tabaka les abrieron paso por entre aquella sólida masa humana, atemperando ese despliegue de fuerza con sonrisas y bromas, a fin de que la multitud les dejara caminar sin resentimiento.
—Es Moses Gama. Dejad paso.
Y Victoria, colgada de su brazo, reía de entusiasmo.
Cuando cruzaron las puertas principales del salón, levantó la vista y vio el nombre encima de la puerta: CENTRO COMUNITARIO H. F. VERWOERD.
Se estaba convirtiendo rápidamente en costumbre del Gobierno nacionalista bautizar a todos los edificios oficiales, aeropuertos, diques y obras públicas con nombres de luminarias y mediocridades políticas, pero, aún así, había una extraña ironía en el hecho de que el centro comunitario, en la más grande entre las ciudades negras, llevara el nombre del blanco que había ideado las leyes contra las que iban a protestar. Hendrik Frensh Verwoerd era el ministro de asuntos bantúes y principal artífice del apartheid.
Dentro del salón el ruido era atronador. Como cualquier solicitud oficial de permiso para llevar a cabo allí una reunión política les habría sido negado por la Administración de la ciudad, el acontecimiento se había publicitado como recital de rock and rol, con la actuación de un conjunto que se glorificaba con el nombre de The Marmalade Mambas.
Los cuatro miembros del conjunto estaban en el escenario, vestidos con prendas ajustadas y llenas de lentejuelas que centelleaban bajo las luces de color. Una serie de amplificadores enviaba la música sobre el apretado público, como un bombardeo aéreo. Los bailarines aullaban a su vez, ondulando y retorciéndose al ritmo de los sonidos, como un solo organismo monstruoso.
Los Búfalos les abrieron paso por la pista de baile. Los danzarines, al reconocer a Moses, lo saludaron a gritos, tratando de tocarlo al pasar. Cuando el conjunto detectó su presencia, se interrumpió en medio de la salvaje música para dedicarle una fanfarria de trompetas y redoblar de tambor.
Docenas de manos bien dispuestas ayudaron a Moses a subir hasta el escenario, mientras Victoria permanecía abajo, con la cabeza a la altura de las rodillas del líder, atrapada entre los cuerpos que presionaban hacia delante, para ver y oír a Moses Gama. El director del conjunto trató de presentarlo, pero ni siquiera la potencia de los amplificadores electrónicos pudo elevar su voz por encima de la tumultuosa bienvenida que estaban dando a Moses. Cuatro mil gargantas emitían un rugido prolongado, que se expandía sobre Gama igual que un mar salvaje impulsado por el vendaval. Él, como una roca, permanecía impávido.
Por fin, levantó los brazos y el sonido se apagó rápidamente sobre aquella humanidad apretada. En medio de un tenso y doliente silencio, Moses Gama aulló:
—¡Amandla! ¡Poder!
Como una sola voz, todos aullaron después de Moses.
—¡Amandla!
Él volvió a gritar, con esa voz grave y emocionante, que reverberaba contra las vigas y les llegaba hasta lo más hondo del corazón.
—¡Mayibuye!
Todos bramaron la réplica.
—¡Áfrika! Que África persista.
Y luego volvieron a guardar silencio, a la expectativa, tensos de entusiasmo, en tanto Moses Gama comenzaba a hablar.
—Hablemos de África —dijo.
»Hablemos de una tierra fructífera y rica, con diminutos sectores estériles en los que nuestro pueblo es obligado a vivir.
»Hablemos de los niños sin escuelas y de las madres sin esperanzas.
»Hablemos de impuestos y pases.
»Hablemos de carestía y enfermedades.
»Hablemos de quienes trabajan bajo el fuerte sol o en las entrañas de la oscura tierra.
»Hablemos de quienes viven en los compounds[2], lejos de sus familias.
»Hablemos de hambre, de lágrimas, de las duras leyes de los bóers».
En el transcurso de una hora los tuvo en sus manos, y todos escucharon en silencio, descontando los gruñidos, las involuntarias exclamaciones de angustia y los ocasionales bramidos de enojo.
Finalmente, Victoria descubrió que estaba llorando. Las lágrimas rodaban libres y desvergonzadas por su bello rostro de luna.
Cuando Moses terminó, dejó caer los brazos y bajó el mentón contra el pecho, exhausto y conmovido por su propia pasión. Un pesado silencio cayó sobre ellos. Estaban demasiado emocionados para gritar o aplaudir. En ese instante, Victoria subió de pronto al escenario y se puso cara al público.
—Nkosi sikele i África —cantó—. Dios salve a África. —E inmediatamente, la banda recogió el estribillo. En el centro comunitario, cientos de magníficas voces africanas se elevaron en un coro fantasmal. Moses Gama se puso junto a ella y la cogió de la mano. Sus voces se fundieron en una sola.
Al finalizar la canción, tardaron casi veinte minutos en escapar del salón, pues la salida se hallaba bloqueada por miles de personas que deseaban prolongar la experiencia, tocarles, hacer oír sus voces y formar parte de la lucha.
En el curso de aquella breve velada, la bella muchacha zulú, con su flamígero vestido carmesí, se había convertido en parte de la leyenda casi mística que rodeaba a Moses Gama. Quienes fueron lo bastante afortunados para estar allí contarían a los ausentes que ella parecía una reina en el escenario, cantando ante la multitud; una reina, como correspondía al alto emperador negro que la acompañaba.
—Nunca había experimentado algo similar a esto —le dijo Vicky, cuando por fin quedaron solos en el pequeño camión azul y carmesí, que zumbaba por la carretera principal hacia Johannesburgo—. El amor que te tienen es tan poderoso… —Se le quebró la voz—. No puedo describirlo.
—A veces me asusta —concordó él—. Me cargan con una responsabilidad tan pesada…
—No creo que tú sepas lo que es el miedo —observó Victoria.
—Claro que sí. —Moses sacudió la cabeza—. Lo sé mejor que la mayoría. —De pronto, cambió de tema—. ¿Qué hora es? Debemos comer algo antes del toque de queda.
—Son sólo las nueve. —La muchacha, sorprendida, volvió la esfera de su reloj de pulsera para que recibiera la luz de una farola de la calle—. Hubiera jurado que era mucho más tarde. Tengo la sensación de haber vivido toda una vida en una corta velada.
Más adelante, un anuncio de neón parpadeaba:
DOLL’S HOUSE. DRIVE-IN[3].
Minutas sabrosas.
Moses aminoró la marcha y estacionó el camión. Dejó a Vicky unos minutos y regresó llevando hamburguesas y café.
—¡Ah, qué rico! —murmuró ella, con la boca llena—. No me había dado cuenta de cuánta hambre tenía.
—Y bien, ¿qué era ese hueso con el que me amenazabas? —preguntó Moses en fluido lenguaje zulú.
—¡Hablas mi idioma! —exclamó ella, sorprendida—. No lo sabía. ¿Cuándo lo aprendiste? —Ella empleó también el zulú.
—Hablo muchas lenguas —manifestó él—. Es lo menos que puedo hacer, si quiero llegar a todo el pueblo. —Sonrió—. Pero no cambies de tema, jovencita. Hablaremos de ese hueso.
—Oh, me parece una estupidez, después de todo lo que hemos compartido esta noche. —Vicky vaciló—. Quería preguntarte por qué enviaste a tu hermano a hablar con mi padre sin haberme dicho nada a mi. No soy una campesina de los kraales, bien lo sabes, sino una mujer moderna, con ideas propias.
—En nuestra lucha por la libertad, Victoria, no debemos descartar las antiguas tradiciones. Lo que hice, lo hice por respeto a ti y a tu padre. Si te ofendí, lo lamento.
—Me irritó un poco —admitió ella.
—¿Serviría de algo que me declarara ahora? —preguntó él, sonriendo—: Aún puedes negarte. Antes de que vayamos más allá, piénsalo bien. Si te casas conmigo, te casas con la causa. Nuestro matrimonio será parte de la lucha de nuestro pueblo, y tendremos delante una ruta larga y peligrosa, sin final a la vista.
—No necesito pensarlo —replicó ella con suavidad—. Esta noche, mientras estaba ante nuestro pueblo, de tu mano, comprendí que para eso había nacido.
Él le cogió ambas manos y la atrajo suavemente hacia sí. Antes de que sus bocas pudieran tocarse, el agrio rayo blanco de una linterna les dio en el rostro. Se apartaron, sobresaltados, protegiéndose los ojos con las manos a modo de visera.
—Eh, ¿qué pasa? —exclamó Moses.
—¡Policía! —respondió una voz desde la oscuridad, detrás de la ventanilla abierta—. ¡Bajen los dos!
Descendieron del camión. Moses rodeó el vehículo para ponerse junto a la muchacha. Entonces, vio que, mientras ellos conversaban, una camioneta de la Policía había entrado al estacionamiento para detenerse junto al restaurante. Los cuatro agentes uniformados, armados de linternas, estaban interpelando a los ocupantes de todos los vehículos estacionados en él.
—A ver, los pases. —El agente lo estaba deslumbrando con la linterna, pero Moses pudo ver que era muy joven aún.
Moses hundió la mano en el bolsillo interior, mientras Victoria buscaba en su cartera, y ambos entregaron sus pases. El agente desvió el rayo de su linterna hacia los papeles y los estudió con minuciosidad.
—Es casi la hora del toque de queda —dijo en afrikaans, devolviéndoles los documentos—. Ustedes ya deberían estar en sus propios sectores.
—Falta una hora y media para el toque de queda —replicó Victoria ásperamente.
La expresión del agente se endureció.
—No me hables en ese tono, criada. —Ese apelativo era insultante; una vez más, el rayo de la linterna se dirigió hacia el rostro de la joven—. El hecho de que tengas zapatos en los pies y maquillaje en «la cara no te convierte en blanca. No lo olvides… »
Moses cogió a Victoria del brazo y la condujo al camión con firmeza.
—En seguida nos vamos, oficial —dijo en tono pacificador. Una vez que ambos estuvieron en el camión, advirtió a Victoria—: No ganarás nada haciendo que nos arresten a ambos. No es éste el plano en que debemos librar la lucha. Ése es sólo un imberbe mocito blanco, con más autoridad de la que puede digerir.
—Perdona —dijo ella—. Es que me pongo furiosa. ¿Qué estarán buscando?
—Buscan parejas formadas por hombres blancos y muchachas negras. Esa Ley de Inmoralidad mantiene pura su preciosa sangre blanca. La mitad de la fuerza policial pierde su tiempo espiando en los dormitorios ajenos.
Moses puso en marcha el camión y maniobró para salir a la autopista. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que se detuvieron ante la residencia de enfermeras de Baragwanath.
—Espero que no vuelvan a interrumpirnos —dijo Moses en voz baja, y rodeó los hombros femeninos con un brazo, haciéndola girar hacia él.
Ella había visto en el cine cómo se hacía aquello y las otras muchachas del albergue solían discutir interminablemente lo que llamaban «el estilo Hollywood», pero Victoria nunca había besado a un hombre. No formaba parte de las costumbres ni de las tradiciones zulúes. Por lo tanto, levantó el rostro hacia él con una mezcla de miedo y sofocada expectativa. El calor y la suavidad de aquella boca la sorprendieron. Su cuello y sus hombros perdieron la tensión. Pareció fundirse en él.
El trabajo en las Cuevas Sundi era aun más interesante de lo que Tara Courtney esperaba; pronto se adaptó al ritmo tranquilo y a la compañía intelectualmente estimulante del pequeño equipo especializado, del que ella formaba parte.
Compartía la tienda con dos jóvenes estudiantes de la Universidad de Witwatersrand; descubrió, con leve sorpresa, que no le molestaba la estrecha proximidad de otras mujeres en un alojamiento tan espartano. Se levantaban mucho antes de amanecer, para escapar al calor del mediodía; después de un rápido y frugal desayuno, la profesora Hurst los conducía al sitio de excavaciones y les asignaba los trabajos del día. Al mediodía se descansaba y se tomaba la comida principal; después, cuando el calor disminuía, volvían al emplazamiento y trabajaban hasta que no había suficiente luz. Después de eso, sólo les quedaban fuerzas para darse una ducha caliente, comer algo ligero y tenderse en las estrechas camas de campaña.
El emplazamiento estaba en un profundo kopje cuyos costados rocosos descendían casi a pico hasta el angosto lecho del río, sesenta metros más abajo. La vegetación de ese valle, protegido y soleado, era tropical, muy distinta a las praderas abiertas, quemadas por el viento y las heladas del invierno. En las pendientes superiores crecían altos aloes candelabros; más abajo se tornaban más densos, mezclados con grandes helechos, cicas y enormes higueras, grises y arrugadas cortezas parecían pieles de elefante.
Las cuevas, en sí, eran una serie de cómodas galerías abiertas que corrían con los estratos descubiertos. Representaban un alojamiento ideal para el hombre primitivo, situadas a una buena altura sobre la cuesta y protegida por los vientos imperantes, pero con una amplia vista de la planicie sobre la cual se abría el barranco. Estaban cerca del agua y era fácil defenderlas de cualquier animal carnicero. La densidad de los detritus acumulados en el suelo revelaba que las cavernas habían sido habitadas por muchos siglos.
Los techos estaban oscurecidos por el humo de incontables fogatas; las paredes interiores presentaban, a manera de decoración, los grabados y las infantiles pinturas de los antiguos pueblos San y sus predecesores. Allí eran evidentes las señales de un yacimiento importante, con presencia de homínidos muy primitivos; aunque la excavación estaba en sus primeras etapas, y sólo habían penetrado por los niveles superiores, el buen ánimo y el optimismo reinaban entre el grupo, una sensación de comunidad solidaria entre personas ligadas por un interés común y por la colaboración desinteresada en un proyecto de gran importancia.
A Tara le gustaba, en especial, Marion Hurst, la profesora norteamericana a cargo de las excavaciones. Era una mujer de unos cincuenta y dos años que llevaba muy corto su cabello gris; los soles de Arabia y África le habían quemado la piel hasta darle el color y la consistencia del cuero. Se hicieron muy amigas aun antes de que Tara supiera que la profesora estaba casada con un negro, profesor de antropología en Cornell. Eso dio firmeza a su relación y alivió a Tara de la necesidad de emplear subterfugios.
Una noche, ya tarde, mientras trabajaba con Marion en el cobertizo que empleaban como laboratorio, se encontró hablándole de Moses Gama y de su amor imposible, hasta del niño que estaba gestando. La simpatía de su compañera fue inmediata y sincera.
—¡Qué inicuo, este sistema social que impide a la gente amarse! Desde luego, yo tenía conocimiento de estas leyes antes de venir. Por eso, Tom se quedó en casa. A pesar de mis resentimientos personales, este trabajo era demasiado importante para rechazarlo. Te prometo que haré cuanto esté de mi mano por ayudarte.
Sin embargo, Tara llevaba cinco semanas en la excavación sin haber tenido noticias de Moses Gama tras haber escrito diez o doce cartas e intentado comunicarse por teléfono con el número de Rivonia y el de Drake’s Farm. Moses nunca estaba en esos lugares ni respondía a sus urgentes mensajes.
Por último, sin poder soportar más, pidió prestada la furgoneta a Marion y fue a la ciudad; era casi una hora de viaje; la primera parte, por rutas arcillosas, desiguales y surcadas de profundas rodadas; la última, por amplias autopistas donde el tránsito era un río sólido.
Estacionó bajo los eucaliptos que crecían tras «Puck’s Hill». De pronto, sintió miedo de volver a verlo; la aterrorizaba la posibilidad de que todo hubiera cambiado y de que él la echara. Necesitó de todo su coraje para abandonar el vehículo y rodear la casona destartalada hasta la galería del frente.
En un extremo había un hombre sentado ante el escritorio. El corazón de Tara subió a las nubes y, un momento después, cayó a plomo: el hombre acababa de darse la vuelta. Era Marcus Archer.
Al verla, se levantó para acercarse a ella, con una sonrisa rencorosa y agria.
—¡Qué sorpresa! —exclamó—. ¡La última persona a quien esperaba ver por aquí!
—Hola, Marcus. Busco a Moses.
—Ya sé a quién buscas, queridita.
—¿Está aquí?
Marcus sacudió la cabeza.
—Hace dos semanas que no lo veo.
—Le he escrito y telefoneado, pero no responde. Estaba preocupada.
—Quizá no responde porque no quiere verte.
—¿Por qué me detestas tanto, Marcus?
—Oh, querida, ¿de dónde has sacado esa idea? —Marcus sonrió.
—Disculpa si te he molestado. —Tara iba a retirarse, pero se detuvo. Su expresión se endureció—. ¿Le darás un mensaje cuando lo veas?
Marcus inclinó la cabeza. Por primera vez, ella vio cabellos grises en las patillas rojas y arrugas en la comisura de sus ojos. Era mucho mayor de lo que ella había pensado.
—¿Quieres decirle que vine a buscarle y que nada ha cambiado, que cuanto le he dicho fue muy en serio?
—Muy bien, queridita. Se lo diré.
Tara bajó los escalones. Cuando llegaba al último, él la llamó.
—Tara.
Ella levantó la vista. Marcus estaba apoyado en la barandilla de la galería.
—Jamás será tuyo. Lo sabes, ¿verdad? Te retendrá sólo mientras te necesite y después te hará a un lado. Jamás te pertenecerá.
—Tampoco a ti, Marcus Archer —dijo Tara con voz suave, y lo vio retroceder—. No nos pertenece, ni a ti ni a mí. Pertenece a África y a su pueblo.
Vio la desolación en los ojos del hombre, pero no le causó placer alguno. Volvió lentamente a la furgoneta y se alejó de allí.
En el Nivel Seis de la galería principal de las Cuevas Sundi desenterraron un extenso depósito de cacharros de arcilla fragmentados. No había ninguno entero; obviamente, se trataba de desechos. De cualquier modo, el descubrimiento tenía una importancia crucial para fechar los niveles, pues los restos correspondían a un tipo muy antiguo.
Marion Hurst, excitada por el hallazgo, transmitió su entusiasmo al grupo entero. Por entonces, Tara ya no se ocupaba de la pesada tarea de hurgar la tierra en el fondo de las excavaciones: había demostrado una aptitud natural para el rompecabezas que representaba dar a los fragmentos de hueso y arcilla su forma original, y ahora trabajaba en el largo cobertizo, bajo la supervisión directa de Marion Hurst; eso la convertía en un miembro muy valioso dentro del equipo.
Tara descubrió que, concentrada en esos fragmentos, podía olvidar el dolor de la nostalgia, el torbellino de la incertidumbre y la culpa. Sabía que era imperdonable el modo en que descuidaba a sus hijos y a su familia. Una vez por semana llamaba a Rhodes Hill para hablar con su padre, con Centaine y con Isabella. La niña parecía bastante satisfecha. Tara, con extraño egoísmo, se resentía al ver que la pequeña no echaba de menos a su madre y aceptaba alegremente a su abuela como sustituta. Centaine se mostraba amigable y no criticaba su larga ausencia, pero Blaine Malcomess, su bienamado padre, no dejaba de expresarse con su franqueza habitual.
—No sé de qué tratas de huir, Tara, pero créeme: no te dará resultado. Tu lugar está aquí, con tu esposo y tus hijos. Basta de tonterías. Ya conoces tu deber; por desagradable que te parezca, sigue siendo tu deber.
Shasa y los niños volverían pronto del gran safari; ella, entonces, no podría seguir demorándose. Tendría que tomar una decisión, pero ni siquiera estaba segura de las alternativas. A veces, por la noche, en esas horas silenciosas de la madrugada, en que la energía y el ánimo están en su punto mas bajo, hasta estudiaba la posibilidad de seguir el consejo de Molly: podía abortar, volver la espalda a Moses y regresar a la vida fácil, seductora y destructiva de Veltevreden.
«Oh, Moses, si al menos pudiera volver a verte, hablar siquiera contigo por algunas horas… Entonces sabría qué hacer».
Sin querer, evitaba la compañía de los otros miembros del equipo. La actitud alegre y despreocupada de sus dos compañeras de tienda comenzó a irritarle. La conversación de esas dos universitarias era demasiado infantil e ingenua; hasta la música que ponían, incansables, en el aparato portátil le irritaba los nervios por lo tosca y ensordecedora que resultaba.
Con la bendición de Marion, compró una pequeña tienda individual, en forma de campana, y la plantó cerca del laboratorio en donde trabajaba; de ese modo, mientras los otros dormían la siesta, ella podía volver a su trabajo y olvidar todos los problemas insolubles, gracias a la absorbente tarea de combinar aquellos fragmentos destrozados. La antigüedad de aquellas piezas parecía tranquilizarla y dar un aire trivial a los problemas del presente.
Fue allí, ante su banco de trabajo, en medio de una tarde calurosa y soñolienta, donde algo bloqueó súbitamente la luz que entraba por la puerta abierta. Ella levantó la vista, con el entrecejo fruncido, mientras se retiraba los mechones sudorosos que le cubrían la frente. Entonces, se le secó la boca; su corazón pareció congelarse por un largo instante para, luego, iniciar una loca carrera.
Con el sol a su espalda, él era sólo una alta silueta de hombros anchos, caderas estrechas y porte majestuoso. Tara, sollozando, se levantó de un salto y corrió a abrazarle, apretando la cara contra su corazón hasta sentirlo latir bajo su mejilla. Por encima de su cabeza, Moses habló con voz grave y dulce.
—He sido cruel contigo. Debería haber venido antes.
—No —susurró ella—. No importa. Ahora que estás aquí ya nada importa.
Moses pasó allí una sola noche. Marion Hurst los protegió de los otros miembros de la expedición, para que estuvieran solos en la pequeña tienda, aislados del mundo y su confusa prisa. Esa noche, Tara no durmió; cada instante era demasiado precioso.
Al amanecer él le dijo:
—Debo irme pronto. Hay algo que debes hacer por mí.
—¡Lo que sea! —susurró ella.
—Pronto comenzará nuestra campaña de desafío. Será un riesgo terrible, un gran sacrificio para miles de los nuestros, pero para que ese sacrificio valga la pena debemos ponerlo ante la atención del mundo.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó ella.
—Por una afortunada coincidencia, hay un equipo de la televisión norteamericana en el país. Están haciendo una serie llamada Enfoque de África.
—Sí, lo sé. Han entrevistado a… —Tara se interrumpió, no quería mencionar a Shasa durante ese precioso interludio.
—A tu esposo —concluyó él—. Sí, estoy enterado. Sin embargo, casi han terminado de filmar y se dice que piensan retornar a Estados Unidos dentro de pocos días. Los necesitamos aquí. Necesitamos que filmen y registren nuestra lucha. Deben mostrarla al mundo: el espíritu de nuestro pueblo, la indomable voluntad de elevarse por encima de la opresión y la falta de humanidad.
—¿Cómo puedo ayudar?
—A mí me es imposible hablar personalmente con la productora de la serie. Necesito un intermediario para evitar que se vayan. Debemos asegurarnos de que estén aquí para filmar la campaña de desafío cuando la iniciemos. Debes hablar con la mujer a cargo del rodaje. Se llama Godolphin, Kitty Godolphin, y estará en el hotel «Sunnyside», en Johannesburgo, los próximos tres días.
—Iré a verla hoy mismo.
—Dile que aún no hemos fijado la fecha, pero que se la haré saber en cuanto la hayamos decidido, para que esté allí con su cámara.
—Me encargaré de que sea así —prometió Tara.
Él la puso suavemente de espalda y volvió a hacerle el amor.
Parecía imposible, pero a Tara le parecía que cada vez era mejor que la anterior. Cuando él abandonó la cama por fin, a ella la dejó débil, blanda y caliente como cera fundida.
—Moses —dijo suavemente.
Él dejó de abotonarse la camisa para preguntar, en voz baja:
—¿Qué?
Tara quería hablarle del hijo que estaba gestando. Se incorporó, dejando que la arrugada sábana cayera hasta la cintura; sus pechos, ya pesados por el embarazo, estaban surcados de diminutas venas azules bajo la piel marfileña.
—Moses —repitió estúpidamente, tratando de reunir bastante coraje para decirlo.
El se acercó.
—Dime —ordenó.
Pero a Tara le faltó valor. No podía decírselo. El peligro de que él la abandonara era demasiado grande.
—Sólo quería agradecerte esta oportunidad de ser útil a la lucha.
Ponerse en contacto con Kitty Godolphin fue mucho más fácil de lo que esperaba. Pidió prestada la furgoneta a Marion y viajó los siete u ocho kilómetros que la separaban de la aldea más cercana para telefonear desde la cabina pública del correo. La telefonista del hotel la puso con la habitación de la periodista. Una voz firme y joven, con acento de Louisiana, respondió:
—Habla Kitty Godolphin. ¿Quién es, por favor?
—Preferiría no dar mi nombre, Miss Godolphin, pero me gustaría verla cuanto antes. Tengo un tema importante y dramático que usted podría documentar.
—¿Dónde y cuándo quiere que nos veamos?
—Tardaré unas dos horas en llegar a su hotel.
—La estaré esperando —dijo Kitty Godolphin.
Así de simple. Tara se presentó en recepción y la muchacha avisó a Miss Godolphin. Después, le indicó que subiera. Ante el timbrazo de Tara, una muchacha joven, esbelta y bonita, vestida con una camisa y vaqueros azules, abrió la puerta de la suite.
—Hola. ¿Está Miss Godolphin? Me espera.
La muchacha la estudió con atención, apreciando su camisa caqui, las botas livianas, los brazos y la cara bronceados, el pañuelo atado a la densa cabellera castaña.
—Soy yo —dijo.
Tara no pudo disimular su sorpresa.
—No me diga nada: esperaba encontrarse con una vieja bruja. Pase y dígame quién es usted.
En la salita, Tara se quitó las gafas de sol y se enfrentó a ella.
—Me llamo Tara Courtney. Tengo entendido que usted conoce a mi esposo, Shasa Courtney, presidente de «Courtney Mining and Finance».
Vio un brusco cambio en la expresión de la otra y un súbito fulgor de dureza en aquellos ojos que habían parecido francos e inocentes hasta entonces.
—La profesión me lleva a conocer a mucha gente, Mrs. Courtney.
Tara, que no esperaba esa hostilidad, se apresuró a contrarrestarla.
—Sí, no lo pongo en duda.
—¿Vino para hablar de su esposo, señora? No tengo mucho tiempo que perder. —Deliberadamente, Kitty miró su reloj; era un «Rolex» de hombre; lo llevaba en el lado interno de la muñeca, como los soldados.
—No; disculpe si le he dado esa impresión. He venido por encargo de otra persona, alguien que no puede presentarse personalmente.
—¿Por qué? —preguntó Kitty, áspera.
Tara reajustó su primera valoración. A pesar de su aspecto infantil, esa muchacha era tan dura y penetrante como el mejor de los hombres.
—Porque la rama especial de la Policía lo vigila y porque está planeando algo peligroso e ilegal. —Tara, de inmediato, observó que había dicho lo correcto; acababa de despertar el instinto de la periodista.
—Siéntese, Mrs. Courtney. ¿Puedo ofrecerle café? —Kitty cogió el teléfono interno y pidió el servicio. Después, se volvió hacia Tara—. Ahora, explíqueme. ¿Quién es esa misteriosa persona? —Dudo de que usted haya oído hablar de él, pero, muy pronto, el mundo entero conocerá su nombre. Es Moses Gama.
—¡Al diablo! ¡Moses Gama! —exclamó la Godolphin—. Hace ya seis semanas que trato de ponerme en contacto con él. Comenzaba a pensar que sólo era un mito, que no existía.
—Existe —le aseguró Tara.
—¿Puede concertarme una entrevista con él? —pidió la norteamericana, con tanta ansiedad que aferró, impulsiva, a Tara por la muñeca—. Ese hombre vale un Emmy. Es la persona con quien más deseaba hablar en toda África.
—Puedo hacer algo mucho mejor que eso —le aseguró Tara.