David Abraham había convencido a Shasa para que encargara el lanzamiento de la «Silver River» a uno de esos asesores de relaciones públicas, raza de reciente aparición a la que el joven observaba con suspicacia. A pesar de sus reparos, tuvo que reconocer, contra su voluntad, que la idea no era tan mala, si bien iba a costar más de cinco mil libras.
Habían pagado el viaje de los directores del Financial Times, de Londres, y del Wall Street Journal, con sus respectivas esposas; después se los llevaría cinco días al parque nacional de Kruger, con todos los gastos pagados. Estaban invitados todos los periodistas de la Prensa y la Radio locales; como bonificación inesperada, acababa de llegar desde Nueva York un equipo de televisión para hacer una serie llamada Enfoque de África, pues también «North American Broadcasting Studios» había aceptado la invitación para asistir a la fiesta de lanzamiento.
En el vestíbulo de entrada de las oficinas de «Courtney Mining Co.» habían erigido una réplica en funcionamiento de la torreta de extracción que se alzaría sobre el pozo principal de la «Silver River», de siete metros y medio de altura; estaba rodeada por un enorme despliegue de flores silvestres, diseñado y ejecutado por el mismo equipo ganador de la medalla de oro en la exposición floral de Chelsea, en Londres, el año anterior. David, comprendiendo que el trabajo de periodista da mucha sed, había hecho que les llevasen cien cajones de «Moét & Chandon», aunque Shasa había vetado la idea de que fuera de cosecha escogida.
—Hasta el corriente es demasiado para ellos.
Shasa no tenía muy buena opinión de los periodistas.
David había contratado también a las coristas del «Royal Swazi Spa», a fin de que proporcionaran un espectáculo. La promesa de unos senos ligeramente descubiertos sería casi tan atractiva como el champaña: para la censura africana, el pezón femenino' era tan peligroso como el Manifiesto Comunista de Carlos Marx.
A su llegada, cada invitado recibía un sobre de presentación, que contenía un lustroso folleto en colores, un certificado hecho` a su nombre por una acción de un dólar de la «Silver Mining Company» y una auténtica barra de oro de veintidós quilates en miniatura, estampada con el logotipo de la compañía. David había solicitado la autorización del «Reserve Bank» para hacerlas acuñar; valían casi treinta dólares cada una y habían compuesto la mayor parte del presupuesto publicitario, pero el gasto quedaba plenamente justificado por el entusiasmo que provocaron y por la consiguiente propaganda.
Shasa pronunció su discurso antes de que el champaña pudiera ablandar el cerebro de los concurrentes y de que el espectáculo los distrajera. Hablar en público era algo que siempre le había gustado. Ni la ráfaga de flases ni el fulgor de las luces instaladas por el equipo de televisión le impidieron disfrutar de esa velada.
«Silver River» era uno de los mayores éxitos de su carrera hasta entonces. Sólo él había reconocido la posibilidad de que la veta de oro se desviara a buena profundidad de la serie principal de Orange, y él, personalmente, había negociado las opciones de perforación. Sólo cuando las sondas de diamante interceptaron, por fin, la estrecha banda negra del filón-guía de carbón, a casi dos mil metros y medio por debajo de la superficie, sólo entonces la decisión de Shasa había quedado justificada. El filón era más rico de lo que se esperaba: casi setecientos gramos de oro puro por tonelada de roca.
Ésa era la noche de Shasa. Tenía el don especial de extraer hasta la última partícula de goce de cuanto hacía. Se irguió bajo las luces, alto y elegante, con su impecable traje de etiqueta y el parche negro en el ojo, que le daba un aspecto audaz y peligroso, tan cómodo y dueño de sí, tan al mando de su empresa, que les arrastró a todos consigo, sin esfuerzo.
Todos rieron y aplaudieron cuando correspondía; lo escucharon con fascinada atención, mientras él explicaba la importancia de la inversión que se requería y de qué modo ayudaría a fortalecer los lazos que ataban con tanta firmeza a Sudáfrica con Inglaterra y la Commonwealth, al tiempo que haría nuevas amistades con los inversores de EE. UU. de donde esperaba recibir casi el treinta por ciento del capital necesario.
Cuando terminó, ante tan prolongado aplauso, Lord Littleton, como jefe del Banco suscriptor, se levantó para responder. Era delgado y canoso; su traje de etiqueta tenía un leve toque arcaico: anchas bocamangas en los pantalones, como para destacar su aristocrático desdén ante la moda. Les habló de las fuertes relaciones entre su Banco y «Courtney Mining» y del enorme interés que esa nueva empresa había provocado en la ciudad de Londres.
—Desde el comienzo mismo, los del «Littleton Bank» estuvimos bastante seguros de que ganaríamos muy fácilmente nuestros aranceles de suscripción. También sabíamos que quedarían muy pocas acciones sin suscribir para nosotros. Por eso siento un inmenso placer cuando afirmo: «Ya lo decía yo».
Hubo un murmullo de comentarios y especulaciones. Él levantó la mano para acallarles.
—Voy a decirles algo que ni siquiera Mr. Shasa Courtney sabe todavía. Yo mismo me he enterado hace apenas una hora. —Hundió la mano en el bolsillo para sacar un télex que agitó ante los ojos del público—. Como ustedes saben, las listas de suscripciones de acciones de la «Silver River Mining» se abrieron esta mañana a las diez en punto, hora de Londres, con dos horas de retraso con respecto al horario africano. Al cerrar mi Banco, hace pocas horas me enviaron ese télex. —Se puso las gafas de leer en la nariz Dice, textualmente: Por favor, felicite a Mr. Courtney y a «Courtney Mining and Finance» como promotores de «Silver River Gol Mining Co.». A las dieciséis hora de Londres, el capital de «Silver River» estaba suscrito cuatro veces. «Littleton Bank».
David Abraham cogió la mano de Shasa; era el primero en felicitarlo. Ante el rugido de los aplausos, se sonrieron con expresión alegre, hasta que Shasa se apartó y bajó del estrado.
Centaine Courtney-Malcomess estaba en la primera fila y se levantó, ágil, para ir a su encuentro. Vestía una túnica de lamé dorado y lucía todos sus diamantes; cada uno había sido cuidadosamente seleccionado durante los treinta años de producción de la mina «H’ani». Esbelta, centelleante, encantadora, fue al encuentro de su hijo.
—Ahora, ya lo tenemos todo, Mater —susurró él, abrazándola.
—No, chéri, jamás lo tendremos todo —susurró ella a su vez, Eso sería aburrido. Siempre hay algo más que conseguir.
Blaine Malcomess esperaba para felicitarle. Shasa se volvió hacia él, con un brazo rodeando todavía la cintura de Centaine.
—Qué noche, Shasa —Blaine le tomó la mano—. Te lo mereces. —Gracias, señor.
—Lástima que Tara no haya podido venir.
—Yo quería que viniese —manifestó Shasa, puesto de inmediato a la defensiva—, pero ella decidió que no podía dejar de nuevo a los chicos tan pronto.
La multitud se arremolinó en torno a ellos. Se encontraron riendo y respondiendo a las felicitaciones, pero Shasa vio que la directora de relaciones públicas lo rondaba y se abrió paso hacia ella.
—Bueno, Mrs. Anstey, podemos estar orgullosos de usted.
Le sonrió con todo su encanto. Era alta y bastante huesuda,` pero el cabello rubio caía en una espesa cortina sobre los hombros desnudos.
—Siempre trato de cumplir lo mejor posible. —Jill Anstey ocultó los ojos con un ligero mohín, tratando de dar al comentario un deje ambiguo. Ambos habían estado provocándose mutuamente desde que se conocieron, el día anterior—. Pero temo que le tengo otro trabajo, Mr. Courtney. ¿Me acompañaría una vez más? —Tantas como guste, Mrs. Anstey.
Ella le puso una mano en el antebrazo para llevárselo, apretando un poquito más de lo necesario.
—La gente de televisión quiere una entrevista de cinco minutos con usted, para incluirla en la serie Enfoque de África. Sería una estupenda posibilidad de hablar directamente ante la cincuentena de millones de norteamericanos.
El equipo de televisión estaba instalando sus aparatos en la sala de Juntas, enfocando reflectores y cámaras hacia el extremo opuesto del salón, en donde pendía el retrato de Centaine, pintado por Annigoni. El grupo, compuesto por tres hombres, jóvenes y vestidos sin formalidad, era muy complejo a ojos vistas; con ellos había una muchacha.
—¿Quién hará la entrevista? —preguntó Shasa, mirando alrededor con curiosidad.
—Ahí está la directora —apuntó Jill Anstey—. Ella hablará con usted.
Él tardó un momento en darse cuenta de que se refería a la muchacha. Entonces, reparó en que la jovencita, sin siquiera parecerlo; estaba dirigiendo la disposición de las luces y el ángulo de la cámara,'sólo con una palabra o un gesto.
—¡Pero si es una criatura! —protestó Shasa.
—Tiene veinticinco años y es muy sagaz —le advirtió Jill Anstey—. No se deje engañar por esa carita de niña. Tiene delante toda una profesional, y se la sigue mucho en Estados Unidos. Ella hizo esa increíble serie de entrevistas con Jomo Kenyatta, el terrorista Mau Mau, para no mencionar la historia de La cresta de la angustia, en Corea. Dicen que ganará un «Emmy» por ella.
Sudáfrica no tenía red de televisión, pero Shasa había visto La cresta de la angustia por la «BBC», en su último viaje a Londres. Era un valeroso y absorbente comentario sobre la guerra de Corea, y a Shasa le costaba creer que fuera obra de esa criatura. Ella giró y se encaminó directamente hacia él, con la mano tendida, fresca y amistosa: una ingenua cara fresca.
—Hola, Mr. Courtney. Soy Kitty Godolphin.
Tenía un encantador acento del Sur; las mejillas y la naricita respingada estaban cubiertas de finas pecas de oro, pero Shasa vio de inmediato que tenía una interesante estructura ósea; los planos de aquel rostro serían muy fotogénicos.
—Mr. Courtney —dijo—, usted habla tan bien que no he podido resistir la tentación de filmarlo un poco más. Espero no exigirle demasiado.
Le sonreía con aire dulce y simpático, pero él se encontró ante unos ojos tan duros como cualquier diamante de la mina «H’ani», brillantes de cínica inteligencia e implacable ambición. Eso era inesperado e intrigante.
«He aquí un espectáculo que valdrá bien el precio de la entrada», pensó, bajando la vista. Los senos de la muchacha eran pequeños para su gusto, pero no llevaba sostén y su forma era visible bajo la blusa: exquisitos.
Lo condujo hasta los sillones de cuero que había dispuesto uno frente al otro, bajo los reflectores.
—Si se sienta aquí, iremos al grano directamente. Más tarde, grabaré mi introducción. No quiero entretenerle durante más tiempo del necesario.
—Entreténgame cuanto guste.
—Oh, ya sé que tiene la sala llena de invitados importantes. —Echó una vista al equipo; uno de los muchachos le hizo una señal con el pulgar hacia arriba. Ella miró otra vez a Shasa—. El público norteamericano sabe muy poco de Sudáfrica —explicó—. Lo que trato de hacer es captar un corte transversal de esta sociedad e imaginar cómo funciona todo. Lo presentaré como político, magnate de la industria moderna y financiero; les hablaré de esa fabulosa mina nueva y luego pasaremos a la entrevista. ¿Está bien?
—¡Perfecto! —Él sonrió con desenvoltura—. Adelante.
Uno de los muchachos plantó una pizarra frente a la cara de Shasa. Alguien preguntó: «¿Sonido?», y otro más respondió: «Grabando». Luego: «Acción».
—Mr. Shasa Courtney, usted acaba de decir ante un grupo de accionistas que la nueva mina de oro será, probablemente, una de las cinco más ricas de Sudáfrica, lo que la convierte en una de las más ricas del mundo. ¿Puede usted decir a nuestros televidentes qué parte de esa fabulosa riqueza volverá al pueblo al que le fue robada en primer término? —preguntó, con arrebatadora ingenuidad—. Me refiero, por supuesto, a las tribus negras que, en otros tiempos, eran dueñas de la tierra.
Shasa quedó desconcertado sólo durante el segundo que tardó en comprender que aquello era una lucha. Entonces, respondió con facilidad.
—Las tribus negras que antes poseían las tierras en donde se sitúa la mina «Silver River» fueron masacradas, hasta el último hombre, mujer y niño, en la década de 1820, por los impis de los reyes Chaka y Mzilikazi, esos dos benévolos monarcas zulúes que, en conjunto, lograron reducir la población de África del Sur en un cincuenta por ciento —dijo—. Cuando los colonos blancos avanzaron hacia el Norte, llegaron a una tierra desprovista de toda vida humana. La tierra que cercaron estaba libre; no se la robaron a nadie. Yo compré los derechos de explotación minera a personas que poseían títulos indiscutibles. —Vio en los ojos de la muchacha una chispa de respeto, pero ella fue igualmente rápida. Aunque había perdido un argumento, estaba lista para plantear el siguiente.
—Los hechos históricos son interesantes, por supuesto, pero volvamos al presente. Dígame, Mr. Courtney: si usted hubiera sido un hombre de color, un comerciante negro o asiático, ¿se le habría permitido comprar las concesiones de la mina «Silver River»?
—Esa pregunta es hipotética, Miss Godolphin.
—No lo creo —observó ella, cerrándole la vía de escape—. ¿Me equivoco al pensar que la Ley de Zonas Grupales, recientemente promulgada por el Parlamento del que usted forma parte, prohíbe a los individuos no blancos y a las empresas cuyos dueños sean negros comprar tierras o derechos mineros en cualquier parte de su propio país?
—Yo voté contra esa legislación —dijo Shasa, lúgubre—. Pero es cierto: la ley habría impedido que una persona de color adquiriera los derechos de la mina.
Kitty, demasiado astuta para insistir sobre un punto ya ganado, pasó a otro con celeridad.
—¿Cuántas personas de color trabajan para la empresa «Courtney», en cualquiera de sus numerosas subsidiarias? —preguntó, con una dulce sonrisa.
—En total, en nuestras dieciocho subsidiarias, empleamos a unos dos mil blancos y a treinta mil negros.
—Es un éxito maravilloso, del que usted ha de estar muy orgulloso, Mr. Courtney —apuntó ella, aniñada—. ¿Y cuántos negros integran los equipos directivos de esas dieciocho compañías?
Una vez más, se le había tendido una trampa. Él esquivó la pregunta.
—Nosotros pagamos sueldos que están muy por encima del promedio, y los otros beneficios que proporcionamos a nuestros empleados…
Kitty asintió, brillante, y le dejó terminar; de cualquier modo, podría eliminar todo ese material ajeno a la cuestión. En cuanto Shasa hizo una pausa, volvió al ataque:
—Eso significa que no hay directores negros en las empresas «Courtney». ¿Puede decirnos cuántos jefes de departamento negros ha designado?
Mucho tiempo antes, mientras cazaba búfalos en los bosques, a lo largo del río Zambeze, Shasa había sido atacado por un enjambre de abejas africanas enloquecidas. La única defensa posible que tuvo fue zambullirse en el río, infestado de cocodrilos. Ante las cámaras, sintió la misma furia impotente; ella le zumbaba alrededor de la cabeza, esquivando sin esfuerzo sus intentos de aplastarla y aguijoneándolo casi a voluntad.
—¡Hay treinta mil negros que trabajan para usted y no existe entre ellos un solo director, un solo jefe! —se maravilló, con aire ingenuo—. ¿Puede indicarnos el motivo?
—En este país, nuestra población negra es predominantemente tribal y rural. Vienen a las ciudades sin instrucción ni adiestramiento…
—Ah, ¿ustedes no tienen programas de adiestramiento? Shasa aceptó la apertura.
—El grupo «Courtney» tiene un amplio programa educativo. Tan sólo el año pasado gastamos dos mil millones y medio de libras en instrucción y adiestramiento laboral para empleados.
—¿Desde cuándo está ese programa en funcionamiento, Mr. Courtney?
—Desde hace siete años; entró en funcionamiento cuando fui nombrado presidente.
—Y en estos siete años, con tanto dinero gastado en educación, ¿ni uno solo entre tantos miles de negros ha sido ascendido a un puesto directivo? ¿Se debe eso a que ustedes no han hallado a un solo negro capaz o a que la política laboral y las restricciones raciales estrictas impiden que cualquier negro, por diestro que sea…?
Shasa se vio obligado a retroceder inexorablemente. Por fin, ya enfadado, tomó la ofensiva.
—Si usted está a la búsqueda de discriminaciones raciales, ¿por qué no se ha quedado en Estados Unidos? —preguntó, con una gélida sonrisa—. Creo que Martin Luther King podría ayudarle mucho más que yo.
—En mi país hay prejuicios —asintió ella—. Lo sabemos y lo estamos cambiando; educamos a nuestro pueblo y prohibimos la discriminación mediante leyes. En cambio, ustedes, por lo que he visto, están adoctrinando a sus hijos en esa política que llaman apartheid y la santifican con una monumental fortaleza de leyes, como la de las Zonas Grupales y la de Registro de la Población, que tratan de clasificar a todos sólo por el color de la piel.
—Diferenciamos —reconoció Shasa—, pero eso no significa que discriminemos.
—Ése es un estribillo pegadizo, Mr. Courtney, pero no original. Lo he oído ya de labios del ministro de asuntos Bantúes, el doctor Hendrik Frensh Werwoerd. Sin embargo, insisto en que ustedes discriminan. Si a un hombre se le niega el derecho a votar o a poseer tierras sólo porque tiene la piel oscura, eso, en mis libros, se llama discriminación.
Antes de que él pudiera responder, la joven volvió a cambiar de posición:
—¿A cuántos negros cuenta usted entre sus amigos personales? —preguntó, ,cautivante.
La pregunta transportó, de inmediato, a Shasa hacia el pasado. Se recordó todavía niño, cumpliendo sus primeros turnos en lamina «H’ani», junto al hombre que había sido su amigo. El capataz negro a cargo de los campos de oro, en donde se extendía la mena azul recién extraída, a fin de que se ablandara y resquebrajara antes de ser enviada a moler.
Hacía años que no pensaba en él, pero recordó su nombre sin esfuerzo: Moses Gama. Lo vio mentalmente, alto y de hombros anchos, apuesto como un joven faraón, con aquella piel que relucía como ámbar viejo a la luz del sol, mientras trabajaban codo a codo. Recordó las largas conversaciones, las lecturas compartidas y discutidas; ambos habían estado unidos por un extraño vínculo espiritual. Shasa le había prestado la Historia de Inglaterra, de Macaulay, y le había pedido que se lo quedase cuando Moses Gama fue despedido de la mina, por instigación de Centaine Courtney, como resultado directo de la inaceptable amistad entre ambos. Ahora, volvía a sentir un vago eco de la pérdida que experimentó en el momento de la obligatoria separación.
—Sólo tengo un puñado de amigos personales —respondió—. Diez mil conocidos, pero muy pocos amigos. —Levantó los dedos de la mano derecha—. No más que éstos, y ninguno de ellos ha resultado ser negro. Sin embargo, en otros tiempos, tuve un amigo negro y sufrí cuando nuestros caminos se separaron.
En el seguro instinto que la hacía suprema en su oficio, Kitty Godolphin reconoció que se le había otorgado la percha exacta para colgar la entrevista.
—En otros tiempos, tuve un amigo negro —repitió, suavemente—. Y sufrí cuando nuestros caminos se separaron. Gracias, Mr. Courtney. —Se volvió hacia el camarógrafo—. Bueno, Hank, corta y haz que el estudio lo imprima esta noche.
Se levantó con celeridad. Shasa se irguió, muy alto, ante ella.
—Esto ha estado muy bien —ponderó la muchacha—. Hay allí mucho material a usar. Le estoy enormemente agradecida por su colaboración.
Shasa se inclinó hacia ella con una sonrisa urbana.
—Usted es una zorrita maligna, ¿verdad? —apuntó, con suavidad—. Rostro de ángel y corazón de diablo. Sabe que las cosas no son como usted las ha presentado, pero le da lo mismo. Mientras obtenga un buen programa, le importa un bledo que sea cierto o no, o que alguien resulte perjudicado, ¿verdad?
Shasa le volvió la espalda y salió a grandes pasos. El espectáculo había comenzado. Se acercó a la mesa que Centaine y Blaine Malcomess ocupaban, pero ya le habían arruinado la noche.
Mientras contemplaba a las bailarinas, sin ver sus miembros desnudos y su carne reluciente, sólo pensaba en Kitty Godolphin con furia, el peligro lo excitaba. Por eso cazaba leones y búfalos, por eso pilotaba su propio Tiger Moth y jugaba al polo. Kitty Godolphin era peligrosa. Él siempre se había sentido atraído por las mujeres de fuerte personalidad, inteligentes y hábiles… Esa era devastadoramente hábil; además, estaba hecha de seda pura y acero.
Pensó en aquel rostro encantador e inocente, la sonrisa aniñada y en el duro brillo de sus ojos. A su furia se agregaba el deseo de subyugarla, emocional y físicamente; el saber que sería difícil no hacía sino obsesionarlo más. Descubrió que estaba excitado sexualmente, y eso aumentó su enojo.
De pronto, levantó la vista. Jill Anstey, la directora de relaciones públicas, lo miraba desde el otro lado del salón. Las luces de color jugaban sobre los planos eslavos de su rostro, centelleando en el platino de su pelo. Lo miró de soslayo y se pasó la punta de la lengua por el labio inferior.
«Está bien —decidió él—. Tengo que descargarme con alguien. Tú servirás».
Inclinó apenas la cabeza. Jill Anstey imitó su gesto y se deslizó por la puerta que tenía a su espalda. Shasa murmuró una disculpa a Centaine y caminó por entre la música atronadora y la penumbra, hacia la puerta por la cual Jill Anstey acababa de desaparecer.
Volvió al «Carlton» a las nueve de la mañana, aún vestido de etiqueta. Evitó el vestíbulo y subió por la escalera trasera, desde la cochera subterránea. Centaine y Blaine ocupaban la suite de la empresa; a Shasa se le había asignado una más pequeña, al otro lado del pasillo. Temía cruzarse con ellos y que lo vieran vestido así, a esa hora de la mañana, pero tuvo suerte y entró en su salita sin cruzarse con nadie.
Alguien había deslizado un sobre bajo su puerta. Él lo recogió sin mayor interés, hasta que vio en la solapa la insignia de «Killarney Film Studios», el sitio en donde Kitty Godolphin estaba trabajando. Entonces, sonrió y abrió el sobre con la uña del pulgar.
Estimado Mr. Courtney:
Las copias están estupendas. Usted luce mejor que Errol Flynn. Si quiere verlas, llámeme al estudio.
KITTY GODOLPHIN
Para entonces, el enojo de Shasa se había calmado. Aquel descaro lo divirtió. Aunque tenía la agenda completa (almuerzo con Lord Littleton y entrevistas durante toda la tarde), telefoneó al sf estudio.
—Me pescó en el momento de salir —le dijo Kitty—. ¿Quiere ver las copias? Bueno, ¿puede venir a las seis de la tarde? Cuando bajó a la recepción del estudio, lucía su dulce sonrisa infantil y tenía en los ojos una chispa verde, maliciosa y burlona. Lo cogió de la mano y lo condujo a la salita de proyección que había alquilado dentro del complejo.
—Estaba segura de poder contar con su vanidad masculina para atraerle —comentó.
Los miembros de su equipo estaban despatarrados en los primeros asientos de la sala, fumando y bebiendo gaseosas, pero Hank, el camarógrafo, ya tenía la película en el proyector, lista para ser pasada. Todos observaron en silencio.
Cuando las luces se encendieron otra vez, Shasa se volvió hacia Kitty, reconociendo:
—Usted es hábil, me hace quedar como un verdadero hijo de puta. Además, claro está, puede quitar las partes en que me defiendo bien.
—¿No le gusta? —preguntó ella, muy sonriente; arrugaba la nariz, y las pecas relucían como diminutas monedas de oro.
—Usted es como el cazador furtivo, que dispara encubierto, mientras que yo estoy aquí, con la espalda bien expuesta.
—Si me acusa de falsear la entrevista —lo desafió ella—, ¿por qué no me muestra las cosas tal como son? ¡Muéstreme las minas y las fábricas «Courtney» para que pueda filmarlas!
Con que para eso lo había llamado. El sonrió para sus adentros.
—¿Dispone de diez días? —preguntó.
—De todo el tiempo necesario —le aseguró ella.
—Muy bien, comencemos por la cena, esta noche.
—¡Estupendo! —se entusiasmó ella, girando hacia su equipo—. Mazeltov, muchachos, Mr. Courtney nos invita a cenar.
—No era eso exactamente lo que yo me proponía —murmuró él.
—¿Cómo dice? —inquirió ella, con su mirada de niñita inocente.
Kitty Godolphin resultó buena compañía. Demostraba un franco y halagador interés en cuanto él decía y mostraba. Lo miraba a los ojos o le observaba los labios. Con frecuencia se inclinaba tanto para escucharlo que él sentía su aliento en la cara. Pero nunca llegó a rozarle.
Su aseo personal aumentaba la atracción que Shasa sentía por ella. Durante los días que pasaron juntos, días de calor y polvo en el desierto o en los bosques, en las visitas a molinos o fábricas de fertilizantes, observando el movimiento de las excavadoras en los depósitos de carbón, entre nubes de polvo negro y asándose en las profundidades de la mina «H’ani», Kitty estaba siempre fresca y descansada. Aún en el polvo, mantenía los ojos brillantes y sus dientes, pequeños e iguales, relucían. Cuándo y dónde se las ingeniaba para lavar su ropa era algo que Shasa nunca pudo descubrir, pero siempre la llevaba limpia y bien planchada; s aliento, cuando se inclinaba hacia él, olía siempre agradable.
Se trataba de toda una profesional. Eso también impresionaba a Shasa. Era capaz de cualquier cosa para lograr la película que deseaba, sin prestar atención a la fatiga ni al peligro personal. Él tuvo que prohibirle subir encima del ascensor del pozo principal de la «H’ani» para rodar el descenso. De cualquier modo, Kitty volvió más tarde, mientras él mantenía una entrevista con el gerente de la mina, y rodó exactamente lo que deseaba. Cuando él la descubrió, ella deshizo su furia con una sonrisa.
Los hombres del equipo la trataban con una ambivalencia que divertía a Shasa. Le tenían un gran afecto y la protegían con cuidado, como si fueran sus hermanos mayores; además, no ocultaban el orgullo que sus éxitos les inspiraba. Sin embargo y al mismo tiempo, reverenciaban esa implacable búsqueda de lo excelente, sabiendo que ella era capaz de sacrificarlos para conseguir esa excelencia, como sacrificaría cuanto se le pusiera por el camino. Su carácter, rara vez exhibido, era hiriente y mordaz; cuando daba una orden; aunque lo hiciera en voz baja o con una dulce sonrisa, ellos se precipitaban a cumplirla.
Shasa también se mostró afectado por los hondos sentimientos que ella había concebido por África, su tierra y su pueblo:
—Yo pensaba que Estados Unidos era el país más bello del mundo —dijo un atardecer, en voz baja, mientras contemplaban la puesta de sol tras las grandes montañas desoladas de los desiertos occidentales—. Sin embargo, al ver esto, empiezo a dudarlo.
La curiosidad la llevó hacia los sectores en donde vivían los empleados de la empresa. Pasó horas enteras conversando con los trabajadores y sus esposas, rodándolo todo: las preguntas y las respuestas de mineros negros y capataces blancos, sus casas, lo que comían, sus diversiones y cultos. Por fin, Shasa le preguntó:
—¿Qué opinas del modo en que los oprimo?
—Viven bien —reconoció ella.
—Y son felices —insistió él—. Admítelo. No te he ocultado nada. Son felices.
—Son felices como niños —reconoció ella—. Siempre que te miren como a un papá grande. Pero, ¿cuánto tiempo crees que podrás seguir engañándolos? Algún día, te verán despegar en tu bello avión, para volver al Parlamento y aprobar unas cuantas leyes más, que ellos deberán obedecer, y entonces se dirán: «¡Caramba, a mí también me gustaría probar eso!»
—Desde hace cuatrocientos años, bajo el gobierno de los blancos, los pueblos de esta tierra venimos tejiendo una trama social que nos mantiene unidos. Funciona, y no me gustaría que la hicieran trizas sin saber con qué va a ser remplazada.
—¿Qué te parece la democracia, para empezar? —sugirió ella—. No está mal como reemplazo. Ya sabes: ¡Prevalecerá la voluntad de la mayoría!
—Te olvidas de lo mejor —le espetó él—: Los intereses de la mayoría deben ser respetados. Eso no funciona en África. El africano sólo conoce y comprende un principio: el ganador se lo lleva todo… y deja que la minoría se estrelle contra la pared. Es lo que ocurrirá con los colonos blancos de Kenia, si los británicos capitulan ante los asesinos mau mau.
Así discutían y medían fuerzas durante las largas horas de vuelo en que cubrían las enormes distancias del continente africano. Desde un punto al otro, Shasa y Kitty iban adelante en el Mosquito. El casco y la máscara de oxígeno, demasiado grandes para Kitty, le daban un aspecto más aniñado aún. David Abraham pilotaba el «De Havilland Dove» de la compañía, más lento y con mayor capacidad, llevando al equipo y a los ayudantes de la muchacha. Cuando estaban en tierra, Shasa pasaba la mayor parte del tiempo entrevistándose con sus gerentes y su personal administrativo, pero le quedaban largos ratos para dedicar a la seducción de Kitty Godolphin.
Shasa no estaba habituado a encontrar una resistencia prolongada en cualquier mujer a la que dedicara su atención concentrada. A veces, alguna fingía huir de él, pero siempre echando miradas sugestivas por encima del hombro; por lo habitual, sólo era para esconderse en el dormitorio más cercano, olvidando distraídamente echar la llave a la puerta. Él suponía que con Kitty Godolphin ocurriría lo mismo.
Su interés prioritario era meterse bajo los vaqueros de la muchacha; en un plano muy secundario, quería convencerla de que África era diferente de Norteamérica y de que estaban' haciendo lo mejor que se podía. En el término de diez días no había logrado ni una cosa ni la otra: tanto las convicciones políticas como la virtud de Kitty permanecían intactas.
El interés de la joven por él, aunque deslumbrado e intenso, era despersonalizado y profesional por entero. La misma atención dedicaba a un médico brujo de los ovambos, que demostraba el modo de curar el cáncer abdominal con una cataplasma de estiércol de puercoespín; o a un musculoso y tatuado capataz blanco, quien le explicó que a los obreros negros no se les podía pegar en el vientre, pues tenían el bazo agrandado por la malaria y se les rompía con facilidad; lo mejor era golpearlos en la cabeza, explicó, pues el cráneo de los africanos era puro hueso y así no sufrían daños graves.
—¡Buen Dios! —exclamó Kitty—. ¡Sólo para eso vale la pena haber hecho el viaje!
En el undécimo día de la odisea, abandonaron la vastedad del desierto del Kalahari, desde la remota mina «H’ani», en su mística y cavilosa cadena de sierras, para viajar a la ciudad de Windhoek, capital de la antigua colonia alemana del Sudoeste, que había sido agregada a Sudáfrica por el «Tratado de Versalles». Era una linda población, en cuya arquitectura y costumbres aún resultaba obvia la influencia alemana. Situada en las tierras altas, por sobre el árido litoral, contaba con un clima agradable; el hotel «Kaiserhof», donde Shasa tenía otra suite permanente, ofrecía muchas de las comodidades que les habían faltado en los diez días previos.
Shasa y David pasaron la tarde con el personal superior de la sucursal de Courtney Co. que había sido la oficina central antes de la mudanza a Johannesburgo y que aún era responsable de logística de la mina «H’ani». Kitty y su equipo, sin perder un momento, fotografiaron los edificios coloniales,'los monumentos y 10 pintorescas bantúes que transitaban por las calles. En 1904, esa tribu de guerreros se había enzarzado en la peor de las guerras coloniales con la administración alemana; aquello acabó con ochenta mil bantúes, por el hambre o por la guerra, de una población de cien mil. Eran altos y de magnífico aspecto; las mujeres llevaban faldas de estilo victoriano hasta los tobillos, con tocados altos. Kitty quedó encantada con ellas. Esa tarde, llegó al hotel de muy buen humor…
Shasa había hecho cuidadosos planes. Había dejado a David en las oficinas, para que se encargara de terminar la reunión, y estaba esperando para invitar a Kitty y a su equipo a la cervecería del hotel, donde una banda tradicional tocaba canciones alemanas de taberna. La «Pilsner» local era tan buena como la de Munich, de claro tono dorado y espuma espesa. Shasa pidió las jarras más grandes y Kitty bebió a la par de sus colaboradores.
El clima se mantuvo en ese tono festivo hasta que Shasa llevó a Kitty aparte y, cubierta su voz por la banda, le dijo:
—No sé cómo darte la noticia, pero ésta será nuestra última noche juntos. He hecho que mi secretaria reserve pasajes en el vuelo comercial que sale de Johannesburgo mañana por la mañana, para ti y para tu equipo.
Kitty lo miró fijamente, horrorizada.
—No entiendo, ¿no ibas a llevarme a tus concesiones diamantíferas del Sperrgebiet? —Lo pronunciaba «Spearbit», con ese acento encantador—. Ese iba a ser el espectáculo principal.
—Sperrgebiet significa «zona prohibida» —le explicó Shasa, con tristeza—. Y eso es, justamente, Kitty: un área prohibida. Nadie entra allí sin permiso del inspector de minas del Gobierno.
—Pero, ¿no habías conseguido un permiso para nosotros? —protestó ella.
—Lo he intentado y he telegrafiado a nuestra oficina local para que hicieran el trámite. La solicitud fue denegada. El Gobierno no te quiere allí, según me temo.
—Pero, ¿por qué no?
—Quizás allí pase algo que no quieren dejarte ver ni filmar.
Él se encogió de hombros. Kitty guardó silencio, pero se veía un ir y venir de feroces emociones en sus facciones inocentes; sus ojos centelleaban con furia y determinación. Shasa ya había descubierto que existía un modo infalible para convertir cualquier cosa en una atracción irresistible para ella: negársela. En adelante, Kitty mentiría, engañaría y vendería el alma al diablo para entrar en Sperrgebiet.
—Podrías hacernos entrar a escondidas —sugirió.
Él sacudió la cabeza.
—No vale la pena correr el riesgo. Tal vez saliera bien, más si nos pescaran, equivaldría a una multa de cien mil libras o a cinco años de cárcel.
Ella le puso la mano en el brazo; era la primera vez que lo tocaba deliberadamente.
—Por favor, Shasa, no sabes cuánto deseo filmar eso.
Él volvió a menear la cabeza con expresión triste.
—Lo siento, Kitty, pero creo que no se puede. —Se levantó—. Ve a cambiarte para cenar. Mientras yo no esté, puedes dar la noticia a tu equipo. El vuelo a Johannesburgo parte mañana a las diez en punto.
Durante la cena, fue obvio que ella no había advertido a su equipo sobre el cambio de planes, pues todos se mostraban aún joviales y locuaces por efecto de la cerveza alemana.
Por una vez, Kitty no tomó parte en la conversación; permanecía en silencio a la cabecera de la mesa, mordisqueando sin interés la suculenta comida teutónica. De vez en cuando, arrojaba una mirada lúgubre a Shasa. David rechazó el café para ir a hacer su diaria llamada nocturna a Matty y a los chicos. Hank y el equipo habían oído hablar de un local nocturno donde había buena música y mujeres aún mejores.
—¡Diez días sin más compañía femenina que la jefa! —se quejó Hank—. Necesito tranquilizar los nervios.
—No olvidéis en dónde estáis —les advirtió Shasa—. En este país, el terciopelo negro es presa real.
—Algunas de las poontang que he visto hoy bien valdrían cinco años de trabajos forzados —adujo Hank.
—¿Sabíais que hay una versión sudafricana de la ruleta rusa? —comentó Shasa—. Uno se mete en una cabina telefónica con una chica de color y llama a la brigada especial, para ver quién llega primero. —Kitty fue la única que no rió. Por fin, Shasa se levantó—. Tengo que revisar unos papeles —dijo—. Nos despediremos a la hora del desayuno.
Ya en su cuarto, se afeitó y se dio una ducha rápida. Después, se puso una bata de seda. Mientras verificaba que hubiera hielo en el bar se oyó un golpecito en la puerta de la suite.
Kitty estaba en el umbral, con cara de tragedia.
—¿Te molesto?
—No, por supuesto. —Él sostuvo la puerta para que entrara. La muchacha cruzó el saloncito y fue a mirar por la ventana.
—¿Te sirvo una copa? —ofreció Shasa.
—¿Qué estás tomando tú? —preguntó ella.
—Un clavo oxidado.
—Prepárame uno a mí también, sea lo que fuere.
Mientras él mezclaba «Drambuie» y whisky de malta, Kitty dijo:
—He venido a agradecerte todo lo que has hecho por mí en estos últimos días. Será difícil despedirse de ti.
Él llevó las copas hasta donde ella se había detenido, en medio de la habitación, pero Kitty tomó ambos vasos y los dejó en la mesa ratona. Luego, se puso de puntillas y le echó los brazos al cuello, preparada para un beso.
Sus labios eran suaves y dulces como chocolate caliente; él sintió como Kitty, lentamente, le hundió la lengua en la boca. Cuando separaron los labios, con un pequeño chasquido húmedo, él se inclinó para levantarla contra su pecho, Kitty se aferró a él, apretándole la cara contra el cuello, mientras Shasa la llevaba al dormitorio.
Tenía caderas finas y vientre plano, como los muchachos; sus nalgas eran blancas, redondas y duras como un par de huevos de avestruz. El cuerpo, como el rostro, parecía infantil e inmaduro, descontando sus duros senos con forma de pera y el asombroso estallido de vello en la base del vientre; pero, cuando Shasa la tocó descubrió, sorprendido, que era fino como la seda y suave como el humo.
Hacía el amor con un artificio tal que parecía espontánea y natural por completo. Su peculiaridad era decirle con toda exactitud qué le estaba haciendo él, usando los peores términos de taberna. Las obscenidades de aquella boca tan suave e inocente resultaban asombrosamente eróticas. Lo llevó a cumbres que rara vez había escalado antes, dejándolo completamente saciado.
En el resplandor del alba, se estrechó contra él.
—No sé cómo voy a separarme de ti después de esto —susurró. Él le veía el rostro en el espejo de la pared, al otro lado del cuarto, aunque Kitty no tenía conciencia de su escrutinio.
—No puedo dejarte, qué joder —susurró él, a su vez—. No me importa cuáles sean las consecuencias, te llevo a Sperrgebiet conmigo.
Shasa la vio sonreír por el espejo; fue una sonrisita complacida y satisfecha de sí. La había juzgado bien: Kitty Godolphin utilizaba sus favores sexuales como comodines en un juego de cartas.
En el aeropuerto, sus ayudantes estaban preparando el equipo para cargarlo en el «Dove», bajo la supervisión de David Abrahams. Kitty bajó del segundo automóvil de la empresa y se acercó a David.
—¿Cómo lo vas a hacer, David? —preguntó.
Él puso cara de desconcierto.
—No entiendo tu pregunta.
—Tendrás que falsear el plan de vuelo, ¿verdad? —insistió ella. David, aún confundido, miró a Shasa, que se encogió de hombros. Kitty comenzaba a exasperarse.
—Sabes muy bien a qué me refiero. ¿Cómo vas a disimular nuestra entrada en Sperrgebiel sin permisos?
—¿Sin permisos? —se extrañó David, sacando un puñado de documentos de su bolsillo—. Aquí están los permisos. Los extendieron hace una semana. Todo está a la perfección, bien Kosher.
Kitty giró en redondo para fulminar a Shasa con la vista. Él le esquivó la mirada y prefirió alejarse para inspeccionar el Mosquito.
No volvieron a hablarse hasta que Shasa tuvo al avión a veinte mil pies de altitud, nivelado y en curso. Entonces, Kitty dijo a sus auriculares:
—Grandísimo hijo de puta.
Su voz temblaba de furia.
Kitty, querida mía. —Shasa se volvió para sonreírle por encima de la máscara de oxígeno. Su único ojo centelleaba alegremente—. Los dos conseguimos lo que deseábamos y nos divertimos mucho mientras tanto. ¿Por qué te enojas?
Ella apartó la mirada y se dedicó a contemplar las magníficas montañas aleonadas de la Khama’s Hochtland. Shasa la dejó en esa actitud de disgusto. Algunos minutos después, oyó por los auriculares un ruido extraño, tartamudeante. Frunciendo el entrecejo, se inclinó hacia delante para sintonizar la radio. Entonces, vio, por el rabillo del ojo, que Kitty estaba doblada en dos en el asiento, temblando de manera incontrolada; el sonido entrecortado provenía de ella.
La tocó en el hombro, y ella levantó un rostro hinchado, enrojecido por la risa contenida; la presión estaba arrancando lágrimas a las comisuras de sus ojos. No pudo contenerse más y dejó escapar un resoplido.
—¡Qué hábil has sido, hijo de puta! —sollozó—. ¡Oh, qué monstruo tramposo!
La risa la dejó incoherente.
Largo rato después, se secó las lágrimas.
—Nos vamos a llevar muy bien, tú y yo —declaró—. Tu mente y la mía funcionan de la misma manera.
—Y nuestros cuerpos tampoco se entienden demasiado mal —señaló él.
Kitty se quitó la máscara de oxígeno y se inclinó para ofrecerle la boca. Su lengua era sinuosa y huidiza como una anguila.
Los días en el desierto pasaron demasiado pronto para Shasa. Desde que se habían convertido en amantes, era un placer continuo estar con Kitty. Su mente rápida y curiosa lo estimulaba. A través de sus ojos observadores, él veía las cosas ya conocidas bajo una nueva luz.
Juntos observaron y filmaron los elefantinos tractores amarillos que desgarraban aquellas elevadas mesetas, antes lecho del mar. Shasa explicó a Kitty que, en el tiempo en que la corteza de la tierra era blanda, cuando el magma fundido aún brotaba a la superficie, los diamantes, concebidos a grandes profundidades, bajo el calor y la presión, habían sido transportados hacia arriba con esas bocanadas sulfurosas.
En las incesantes lluvias de aquellas épocas antiguas, los grandes ríos devastaban la tierra, llevando consigo los diamantes hacia el mar, hasta reunirlos en los huecos y las irregularidades del lecho marino, cerca de la desembocadura del río. A medida que el continente emergía, retorciéndose y cambiando de forma, el viejo lecho del océano se elevaba por encima de la superficie. Los ríos se habían secado mucho tiempo atrás o corrían en otras direcciones; las terrazas elevadas estaban cubiertas de sedimento que ocultaba los hoyos diamantíferos. Había hecho falta el genio de Twentyman-Jones para descubrir los antiguos cursos de agua. Mediante fotografías aéreas, y gracias a su innato sexto sentido, él había señalado las antiguas terrazas.
Kitty y su equipo filmaron el proceso por el cual la arena y el cascajo arrancados eran filtrados para secarlos con grandes ventiladores de muchas paletas, hasta que sólo quedaban las piedras preciosas: una parte en decenas de millones.
En las noches del desierto, las chozas mineras, que carecían de aire acondicionado, resultaban demasiado calurosas para' dormir. Shasa montó un nido de sábanas fuera, entre las dunas, 'y ambos hicieron el amor bajo un fulgor de estrellas, con el vago olor a pimienta del desierto en la nariz.
El último día, Shasa requisó uno de los jeeps de la empresa y la llevó a una tierra de dunas rojas, las más altas del mundo, esculpidas por los incesantes vientos provenientes de la fría corriente de Bengala, de lomos erizados como reptiles vivientes, que se retorcieran contra el pálido cielo del desierto.
Shasa señaló a Kitty un rebaño de geinsbok; cada antílope tenía el tamaño de un pony, pero la cabeza era la de una máscara maravillosa, blanca y negra, con estilizados y largos cuernos, tan altos como erectos, que los convertían en el unicornio primitivo de la fábula. Bellas bestias, tan adaptadas a esas duras condiciones que no necesitaban beber el agua de la superficie; sobrevivían sólo con la humedad obtenida de los pastos plateados, recocidos por el sol. Los vieron disolverse mágicamente en los espejismos del calor, convertidos en escarabajos contra el horizonte, antes de desaparecer.
—Yo nací aquí, en algún punto de estos desiertos —dijo Shasa, teniéndola de la mano sobre la cima de la duna; el jeep había quedado entre las montañas de arena, trescientos metros más abajo.
Él le contó que Centaine lo había llevado en el vientre por esas tierras tórridas, perdida y abandonada, con dos pequeños bosquimanos por única guía y apoyo; también le contó que la mujer, cuyo nombre llevaba la mina «H’ani», había sido quien lo ayudara a nacer y le diera el nombre de Shasa, «agua buena», la sustancia más preciosa de su mundo.
La belleza y lo grandioso del panorama les afectó de tal modo que se abrazaron estrechamente en la soledad. Al terminar el día, Shasa estaba seguro de que la amaba y de que deseaba pasar el resto de su vida con ella.
Juntos, observaron la puesta del sol entre las dunas rojas; el cielo se convirtió en un telón de caliente bronce martilleado, abollado por plumas de nubes azules, como por los golpes de un martillo celestial. Al enfriarse el cielo, los colores, como los de un camaleón, pasaron al rosado intenso, al anaranjado, a los elevados púrpuras, hasta que el sol se hundió tras las dunas… y, en el instante en que desaparecía, ocurrió un milagro.
Ambos ahogaron una exclamación maravillada al ver que, como en un silencioso estallido, todo el firmamento se encendía en un verde eléctrico. Duró sólo el tiempo en que ellos contuvieron el aliento, pero, en esos pocos instantes, el cielo fue verde como la profundidad del océano, como el hielo de las grandes grietas glaciares. Luego, se decoloró rápidamente hasta tomar el opaco gris del crepúsculo. Kitty se volvió hacia él, con una silenciosa pregunta en los ojos.
—Lo hemos visto juntos —murmuró Shasa—. Los bosquimanos llaman a esto la Pitón Verde. Uno puede pasarse toda la vida en el desierto sin verla. Yo nunca la había visto hasta ahora.
—¿Y qué significa? —preguntó Kitty.
—Los bosquimanos dicen que es el más afortunado de todos los buenos presagios. —Shasa la tomó de la mano—. Dicen que, quien ve la Pitón Verde, recibirá bendiciones especiales… y nosotros la hemos visto juntos.
Bajo la luz moribunda, descendieron por la resbaladiza faz de' la duna hasta el jeep, hundiéndose hasta casi la rodilla en la arena suelta y caliente por el sol, riéndose y prestándose mutuo apoyo.
Cuando llegaron al vehículo, Shasa la tomó por los hombros y la puso frente a sí.
—No quiero que esto termine, Kitty —dijo—. Ven conmigo. Casémonos. Te daré todo lo que la vida puede ofrecer.
—No seas idiota, Shasa Courtney. Lo que yo busco en la vida tú no puedes dármelo. Esto fue divertido, pero no era la realidad. Podemos ser buenos amigos por todo el tiempo que gustes, pero nuestros pies están hechos para distintos caminos. No vamos en la misma dirección.
Al día siguiente, al aterrizar en el aeropuerto de Windhoek, en el tablero de la tripulación había un telegrama dirigido a ella… Kitty lo leyó apresuradamente. Cuando levantó la vista, ya había dejado de pensar en Shasa.
—Hay otra noticia que debo cubrir —dijo—. Tengo que irme.
—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó Shasa.
Ella lo miró como a un perfecto desconocido.
—No sé —dijo.
Una hora después, Kitty y su equipo estaban a bordo del vuelo comercial que iba hacia Johannesburgo.
Shasa se sentía furioso y humillado. Era la primera vez que ofrecía divorciarse de Tara por otra mujer; nunca antes lo había pensado siquiera y Kitty se había reído de él.
Había caminos bien explorados por los cuales podía curar su enojo. Uno, salir a cazar. Cuando la pasión del cazador se agitaba en su sangre, todo lo demás dejaba de existir; cuando un búfalo macho, grande como una montaña, negro como el diablo, corría atronador hacia él, con la saliva sanguinolenta brotándole del hocico levantado, las puntas de sus cuernos curvados centelleando y la muerte en sus ojitos de cerdo, el mundo dejaba de existir. Sin embargo, era la estación de las lluvias; los cotos de caza, al Norte, estarían embarrados al máximo y llenos de malaria, con el pasto de dos metros de altura.
Como no podía cazar, se volvió hacia su otra panacea infalible: la búsqueda de riquezas.
Para Shasa, el dinero tenía una fascinación ínfima. Sin esa atracción obsesiva no habría podido acumularlo en tan grandes cantidades, pues no requería una devoción, una entrega, de la que pocos hombres son capaces. Aquéllos a quienes les faltaba se consolaban con viejas frases hechas sobre el dinero, que no da la felicidad… que es la raíz de todos los males… Shasa, como todo adepto, sabía que el dinero no es malo ni bueno en sí, sino simplemente amoral. Sabía que el dinero no tiene conciencia, pero que contiene el más poderoso potencial para el bien y para el mal. Quien lo poseyera podía decidir entre uno y otro, y esa posibilidad de elección se llamaba poder.
Aun mientras se creía totalmente absorto en Kitty Godolphin, su instinto había estado en actividad haciéndole notar, de forma casi inconsciente, esas diminutas pecas blancas sobre la verde corriente de Bengala, en el Atlántico. Apenas una hora después de que Kitty Godolphin saliera de su vida, Shasa entró como una tormenta en las oficinas de «Courtney Mining and Finance», en la calle principal de Windhoek, y comenzó a pedir cifras y documentos, a hacer llamadas telefónicas para citar a abogados y administradores, a reclamar favores debidos de altos funcionarios del Gobierno, a despachar a los empleados en busca de los archivos del registro público y de los periódicos locales, a reunir las herramientas de su oficio: hechos, cifras e influencias; por fin, se sumergió alegremente en ellos, como un adicto al opio en su pipa.
Pasaron otros cinco días antes de que estuviera listo para reunirlo todo y efectuar la evaluación final. Había retenido a David Abrahams a su lado, pues su amigo era un excelente tablero de pruebas para una situación como ésa. A Shasa le gustaba hacer rebotar sus ideas en él y atraparlas cuando volvían.
—Al parecer, las cosas están así —dijo, para iniciar su resumen.
Eran cinco los reunidos en la sala de Juntas, bajo los magníficos murales de Pierneef, que Centaine había encargado al artista cuando estaba en el pináculo de su carrera: Shasa y David, el gerente local, el secretario de «Courtney Mining» y el abogado alemán contratado de modo permanente.
—Parece que nos han pescado dormidos. En los tres últimos años ha surgido una industria debajo de nuestras narices: una industria que sólo en el último año rindió un neto de veinte millones de libras: cuatro veces la utilidad de la mina «H’ani». Y la hemos pasado por alto.
Clavó su flamígero ojo ciclópeo en el gerente local, exigiendo una explicación.
—No dejamos de ver el resurgimiento de la industria pesquera aquí, en Walvis Bay —trató de explicar aquel infortunado caballero—. Se anunció la entrega de licencias de pesca, pero no me pareció que esa actividad estuviera a la altura de las otras que desempeñamos.
—Con el debido respeto, Frank, ese tipo de decisiones prefiero tomarlas yo personalmente. Tu trabajo consiste en pasarme toda la información, sea cual fuere.
Shasa hablaba en voz baja, pero los tres hombres de la localidad no se engañaron en cuanto a la severidad de la reprimenda e inclinaron la cabeza sobre sus anotaciones. Hubo un silencio de diez segundos, mientras Shasa les dejaba sufrir.
—Bueno, Frank —continuó Shasa al fin—. Dinos ahora lo que debieras habernos dicho hace cuatro o cinco años.
—Bien, Mr. Courtney. La pesca industrial de arenques se inició a principios de 1930, en Walvis Bay. Aunque al principio tuvo mucho éxito, fue aniquilada por la depresión; con los métodos primitivos que se usaban en esos tiempos, no pudo sobrevivir; las fábricas cerraron y quedaron abandonadas.
Mientras Frank hablaba, la mente de Shasa volvió a su infancia. Recordó su primera visita a Walvis Bay y parpadeó al darse cuenta de que habían pasado veinte años. Él y Centaine habían viajado hasta allí, en el «Daimler» amarillo, para reclamar la devolución del préstamo que ella hiciera a la compañía pesquera y envasadora de De La Rey, lo cual equivalía al cierre de la fábrica. Corrían entonces los desesperados años de la depresión; la empresa «Courtney» había sobrevivido sólo gracias a la implacable determinación de su madre.
Recordó las súplicas de Lothar De La Rey, el padre de Manfred, para que el vencimiento le fuera prorrogado. Aunque sus barcos estaban amarrados junto al muelle, cargados hasta la borda de arenques plateados, el alguacil, por órdenes de Centaine, había puesto sus sellos en las puertas de la fábrica.
Ese día había conocido a Manfred De La Rey, un muchachito descalzo, de cabello muy corto, más corpulento y fuerte que Shasa, de piel oscurecida por el sol; vestía una chaqueta de pescador, de color azul marino, y pantaloncitos caqui, manchados de jugo de pescado ya seco. Shasa, en cambio, iba inmaculadamente ataviado con pantalones grises, camisa blanca de cuello abierto, suéter de uniforme escolar y zapatos negros bien lustrados.
Dos muchachitos de mundos diferentes, que se habían enfrentado, con hostilidad instantánea, en el muelle principal, los cabellos erizados como si fueran perros. En pocos minutos, las pullas y los insultos se habían convertido en golpes. Se arrojaron uno contra otro, furiosos, luchando en el muelle, mientras los pescadores de color los incitaban, encantados. Shasa recordaba con toda claridad los feroces ojos de Manfred De La Rey clavados en los suyos mientras ambos caían desde el muelle a la resbaladiza y hedionda carga de arenques muertos. De nuevo, sintió la horrible humillación vivida cuando Manfred le hundió profundamente la cabeza en el pantano de pescado, haciéndole tragar aquel jugo viscoso.
Su mente volvió bruscamente a la actualidad. El gerente estaba diciendo:
—… y la situación actual es que el Gobierno ha otorgado cuatro licencias para pescar y procesar arenques en Walvis Bay. El Departamento de pesca asigna una cuota anual a cada uno de los autorizados, que es, en la actualidad, de doscientas mil toneladas.
Shasa estudió las enormes ganancias potenciales de esas cantidades de pescado. Según los balances publicados, cada una de esas cuatro empresas habían logrado una utilidad de dos millones de libras en el último año fiscal. Él estaba seguro de poder mejorar la cifra, hasta de duplicarla, pero no parecía posible que se le diera la oportunidad.
—En contactos con el Departamento de pesca y con autoridades superiores —dijo Shasa, que había llevado a cenar al mismo gobernador del territorio—, he descubierto el hecho incontrovertible de que no se otorgarán nuevas licencias. El único modo de ingresar en la industria sería comprando una de esas licencias.
Shasa esbozó una sardónica sonrisa, pues ya había sondeado a dos de las empresas. El propietario de una de ellas le había aconsejado, en términos conmovedores por su elocuencia, que se trasladara a cierto sitio maloliente; el otro había citado una cifra mediante la cual podría mostrarse dispuesto a negociar: terminaba con una serie de ceros que llegaba al horizonte. A pesar de su sombría expresión, Shasa disfrutaba con ese tipo de situaciones, sin solución aparente, pero que prometían enormes ventajas si se lograba el modo de superar los obstáculos.
—Quiero un análisis detallado de los balances de las cuatro compañías —ordenó—. ¿Alguien conoce al director de pesca?
—Sí, pero es recto de pies a cabeza —le advirtió Frank, conociendo el funcionamiento de la mente de Shasa—. No afloja la mano; si tratáramos de enviarle un regalito armaría un escándalo que se oiría en la Corte Suprema de Bloemfontein.
—Además, la expedición de licencias está fuera de su jurisdicción —agregó el secretario de la empresa—. Son otorgadas por el ministerio, directamente desde Pretoria, y no habrá más. El límite es cuatro, por decisión personal del ministro.
Shasa pasó otros cinco días en Windhoek, cubriendo todas las posibilidades, con esa total dedicación a los detalles que era uno de sus puntos fuertes. Sin embargo, al terminar ese plazo, no estaba más cerca que antes de conseguir una licencia para pesca industrial en Walvis Bay. Lo único que había logrado era olvidar, por diez días enteros, a Kitty Godolphin, ese duendecillo maligno.
No obstante, cuando al fin se vio obligado a admitir para sus adentros que nada ganaría quedándose en Windhoek, y una vez en el Mosquito, el recuerdo de Kitty Godolphin le hizo burla desde el asiento vacío. Siguiendo un impulso, en vez de volar directamente a Ciudad de El Cabo, se desvió hacia el Oeste, en dirección a la costa y a Walvis Bay, decidido a echar un largo vistazo al lugar antes de abandonar la idea definitivamente.
Algo más, aparte del recuerdo de Kitty, lo acosaba al descender con el Mosquito rumbo al mar. Era una comezón de dudas, un escozor de incomodidad, como si hubiera olvidado algo importante en el curso de sus investigaciones.
Vio el océano allá delante, amortajado en zarcillos de niebla, allí donde la corriente fría rozaba la tierra. Las altas dunas se retorcían unas contra otras, como un nido de serpientes, color cobre y trigo maduro. Shasa ladeó el avión, siguiendo las infinitas playas contra las cuales el oleaje rompía en níveas rayas regulares, hasta ver el cuerno de la bahía clavado en el inquieto océano y el faro de Punta Pelícano, que le hacía guiños a través de los bancos de niebla.
Aminoró la marcha de los motores y descendió, rozando los bancos de niebla. Por los huecos, vio la flota de pesqueros en pleno trabajo. Estaban cerca de tierra, en el borde de la corriente. Algunos tenían las redes llenas; el tesoro plateado relumbraba a través del agua mientras los pescadores lo elevaban poco a poco hasta la superficie. Un reverberante dosel de aves marinas, ambicionando el festín, pendía sobre ellos.
Entonces, a un kilómetro y medio de distancia, distinguió otro bote que cortaba un arabesco de espuma con su estela, acechando otro banco de sardinas.
Shasa ladeó el Mosquito pronunciadamente, virando sobre el pesquero para contemplar la caza. Divisó el banco: una sombra oscura, como si en las aguas verdes se hubieran volcado miles de litros de tinta, y quedó asombrado ante sus dimensiones: cuarenta hectáreas de peces apretados; individualmente, no eran más largos que su mano, pero en multitudes empequeñecían al leviatán.
«Millones de toneladas en un solo banco de peces», susurró.
Al convertirlos en dinero, la pasión adquisitiva volvió a prender fuego en él. Observó al pequeño, que arrojaba las redes alrededor de una parte diminuta del gigantesco banco. Luego, niveló el vuelo a cien pies, rozando los bancos de niebla, hacia la boca de la bahía. Allí estaban los cuatro edificios de las fábricas, erguidos al borde del agua, cada uno con su propio muelle penetrando en aguas poco profundas y con una humareda negra brotando de las chimeneas.
«¿Cuál era el del viejo De La Rey?», se preguntó.
¿En cuál de esas esmirriadas estructuras había luchado con Manfred, hasta terminar con las orejas, la nariz y la boca llenas de pescado? El recuerdo le hizo sonreír con melancolía.
«Tiene que haber sido más al Norte —se dijo, tratando de retroceder mentalmente veinte años—. No era tan cerca de la curva de la bahía».
Ladeó el Mosquito y desanduvo el trayecto, volando en dirección paralela a la costa. Un kilómetro y medio más adelante vio la línea de postes, podridos y negros, que formaba un trazo irregular en las aguas de la bahía. En la playa pudo ver las ruinas de la fábrica, desprovistas de tejado.
«Allí está todavía —comprendió. De inmediato, le escoció la piel de puro entusiasmo—. Aún está allí, desierta y olvidada por tantos años».
Entonces, comprendió qué se le había pasado por alto.
Hizo dos pases más, tan bajos que la ráfaga de las hélices levantó una diminuta tormenta de arena en la cima de las dunas. En la pared que daba al mar, cuyo hierro ondulado estaba carcomido por la roja herrumbre, todavía se distinguían las letras desteñidas: COMPAÑÍA PESQUERA Y ENVASADORA ÁFRICA DEL SUDOESTE S.R.L.
Pisó el acelerador y elevó el morro del Mosquito, sacándolo del giro con rumbo a Windhoek. Ya había olvidado la promesa hecha a sus hijos de volver a casa antes del fin de semana. David Abrahams se había llevado el otro avión a Johannesburgo, partiendo esa mañana, pocos minutos antes que Shasa. Por lo tanto, no había en Windhoek nadie a quien pudiera confiar la investigación. Bajó para consultar personalmente el registro de propiedades y, una hora antes de que la oficina cerrara hasta el lunes siguiente, encontró lo que estaba buscando.
La licencia para la pesca y el proceso de arenques y otros peces pelágicos aparecía fechada el 20 de septiembre de 1929 y firmada por el administrador del territorio, extendida a nombre de cierto Lothar De La Rey, de Windhoek. No había fecha de caducidad. Aún tenía validez y la tendría por toda la eternidad.
Shasa acarició el documento, crepitante y amarillento, alisando amorosamente sus arrugas, admirando el sello carmesí y la descolorida firma del gobernador. Allí, en esos cajones mohosos, había permanecido escondido durante más de veinte años. Trató de calcular el valor de esa hoja. Un millón de libras, cuanto menos; cinco millones, tal vez. Con una risita triunfante, se la llevó al empleado para que le hicieran una fotocopia contrastada.
—Le costará bastante, señor —advirtió el empleado—. Son dieciséis por la copia y dos dólares por la atestación.
—El precio es alto —reconoció Shasa—, pero puedo pagarlo.
Lothar De La Rey subió saltando por entre las rocas negras y mojadas, con pisadas seguras, como las de una cabra montesa; vestía sólo un traje de baño de lana negra. En una mano llevaba una liviana caña de pescar y, en la otra, el extremo del sedal, donde se agitaba un pececito plateado.
—Ya tengo uno, papá —clamó, entusiasmado.
Manfred De La Rey se levantó. Hasta ese momento, había estado perdido en sus pensamientos; aun cuando gozaba una de sus raras vacaciones, seguía concentrado en su trabajo de ministro.
—Muy bien, Lothie.
Tomó la pesada caña de bambú que tenía junto a él mientras su hijo desenganchaba el pequeño pescado para cebo con delicadeza y se lo entregaba. Estaba frío, firme y resbaladizo. Cuando él lo atravesó con el gran anzuelo, la pequeña aleta dorsal se irguió en frenéticas contorsiones.
—Caramba, no habrá bacalao viejo que pueda resistirse a esto. —Manfred exhibió ante su hijo la carnada viva—. Hasta a mí me dan ganas de comerla. —Y levantó la fuerte caña.
Por un minuto, contempló el oleaje que rompía contra las rocas, allá abajo. Después, eligiendo el momento justo, corrió hasta el borde con agilidad, a pesar de su corpulencia. La espuma succionó sus tobillos, en tanto él movía la caña de bambú como si fuera un látigo. El tiro fue largo y alto; la carnada chisporroteó al describir su parábola bajo el sol; por fin, golpeó el agua verde, cien metros mar adentro, más allá de la primera línea de rompientes.
Manfred corrió hacia atrás, amenazado por la ola siguiente, que le llegaba a la cabeza. Con la caña sobre el hombro y el sedal aún desenrollándose del riel, sacó ventaja al furioso oleaje blanco y recobró su sitio en lo alto de las rocas.
Clavó el extremo de la caña en una hendidura abierta en las rocas y rellenó la abertura con su viejo sombrero de fieltro, para sostenerla. Luego, se acomodó en el almohadón, con la espalda apoyada contra la roca y su hijo al lado.
—El mar está bueno para bacalaos —gruñó.
El agua aparecía descolorida y turbia, como cerveza casera: lo perfecto para la presa que ansiaba.
—Le he prometido a mamá que le llevaríamos un pez para escabechar —dijo Lothar.
—Nunca cuentes el bacalao mientras no lo tengas en el cesto —aconsejó Manfred, y el niño se echó a reír.
Manfred nunca lo tocaba delante de otros, ni siquiera ante su madre y sus hermanos, pero recordaba el enorme placer que él había sentido, a la misma edad, entre los abrazos paternos. Por eso, a veces, cuando estaban solos, demostraba sus sentimientos. Dejó caer el brazo desde la roca a los hombros de su hijo.
Lothar quedó petrificado de júbilo y, por un momento, no se atrevió siquiera a respirar. Luego, poco a poco, se reclinó contra su padre. Ambos, en silencio, contemplaron la punta de la larga caña, que subía y bajaba siguiendo el ritmo del océano.
—Bueno, Lothie, ¿has decidido qué vas a hacer de tu vida cuando termines los estudios en «Paul Roos»?
«Paul Roos» era el mejor Instituto de Enseñanza Media en toda la provincia de El Cabo para los afrikaners.
—Estuve pensando, papá —respondió Lothar, muy serio—. No quiero ser abogado como tú, y me parece que la carrera de medicina sería demasiado difícil.
Manfred asintió, resignado. Había acabado por aceptar el hecho de que Lothar no se destacaba en las materias académicas, en las que era un alumno del montón. En cambio, sobresalía en otros aspectos; resultaba evidente que sus dotes de líder, su decisión y sus proezas atléticas eran excepcionales.
—Quiero ingresar en la Policía —continuó el muchachito, vacilante—. Cuando termine en «Paul Roos», quiero ir a la Academia de Policía, la de Pretoria.
Manfred guardó silencio, tratando de disimular su sorpresa. Era, probablemente, lo último que se le habría ocurrido.
—Ja, por qué no —exclamó al fin—. Te irá bien allí. Es una vida digna, dedicada al servicio del país y del Volk. —Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Lothar había tomado la decisión perfecta. Además, el hecho de que su padre fuera ministro de Policía no le vendría mal. Ojalá no cambiara de idea—. Ja —repitió—, me gusta.
—Quería preguntarte, papá… —comenzó el niño.
La punta de la caña dio una sacudida, se enderezó y volvió a arquearse audazmente. El viejo sombrero de Manfred salió disparado del agujero, en tanto el sedal brotaba en un borrón.
Padre e hijo se levantaron de un salto. Manfred sujetó la pesada caña de bambú y se echó hacia atrás para clavar el anzuelo.
—¡Es un monstruo! —gritó, apreciando el peso del pez.
El sedal seguía corriendo sin detenerse, ni siquiera cuando él plantó la palma de la mano, enfundada en un guante de cuero, contra el carrete. En pocos segundos, la fricción del sedal contra el cuero provocó una voluta de humo azul.
Cuando ya parecía que el hilo se desenrollaría hasta el final, el pez se detuvo y sacudió la cabeza tercamente, a doscientos metros de allí. La caña golpeó contra el vientre de Manfred.
Mientras Lothar bailaba a su lado, aullando frases de aliento y consejo, Manfred fue atrayendo el pez, recogiendo unos cuantos centímetros cada vez, hasta que el carrete quedó casi lleno de nuevo. Ya esperaban ver a la presa debatiéndose contra las rocas cuando, de súbito, el animal se lanzó otra vez a la carrera, obligándole a repetir el agotador trabajo.
Por fin, lo vieron, a buena profundidad bajo las rocas, reluciente al sol como un espejo. Con la caña doblada como un arco, Manfred tiró de él hasta que el pez quedó aleteando poderosamente, lavado por el oleaje, mostrando maravillosos rosados y grises iridiscentes, con las grandes mandíbulas abiertas por el agotamiento.
—¡El garfio! —gritó Manfred—. ¡Ya, Lothie, ya!
El niño saltó al borde del agua, con el largo arpón en las manos, y hundió el extremo tras las agallas del pez. Un chorro de sangre tiñó las aguas de rosa. Manfred dejó caer, la caña y saltó para ayudar a su hijo.
Entre ambos arrastraron al bacalao, que se sacudía, hasta pasar la línea de la marea alta.
—Pesa cuarenta y cinco kilos, como si nada —se jactó Lothie—. Mamá y las chicas estarán levantadas hasta medianoche para escabecharlo.
Lothar llevaba el equipo de pesca, mientras Manfred cargaba el pescado al hombro, con una soga corta pasada por las agallas. Caminaron por la curva de la blanca playa. Al llegar a las rocas del promontorio siguiente, Manfred dejó el pez en el suelo durante unos minutos, para descansar. En otros tiempos, había sido campeón olímpico de pugilismo, pero desde entonces había echado carnes; su vientre estaba grande y blando; ya no tenía tanto aliento.
«Demasiado tiempo pasado tras el escritorio», pensó, entristecido, mientras se dejaba caer sobre una piedra negra. Se enjugó el rostro, mirando alrededor.
Ese sitio siempre le causaba placer. Era una pena que sus ocupaciones le dejaran tan poco tiempo para disfrutarlo. Cuando era estudiante había cazado y pescado en ese salvaje sector costero con Roelf Stander, su mejor amigo. El terreno pertenecía a la familia de Roelf desde hacía cien años, y su amigo nunca habría vendido la menor parcela a nadie, salvo a Manfred.
Por fin, había aceptado vender a su amigo cuarenta hectáreas por una libra.
—No quiero enriquecerme con una amistad —rió, cuando De La Rey le ofreció mil—. Pero pongamos una cláusula en el contrato de venta que establezca la condición de que yo tenga la primera opción para volver a comprar la tierra al mismo precio, en el caso de tu muerte o de que decidas vender.
Detrás del promontorio en donde estaban sentados se alzaba la casa que él y Heidi habían construido: paredes de estuco blanco y tejado de paja, única señal de presencia humana. La casa de Roelf estaba oculta tras el promontorio siguiente, pero a poca distancia; así, ambas familias podían reunirse cuando cogían las vacaciones al mismo tiempo.
Aquello estaba lleno de recuerdos. Manfred contempló el mar. Allí había emergido el submarino alemán que lo trajera a la patria, en los primeros tiempos de la guerra. Roelf lo esperaba en la playa y había remado en la oscuridad para llevarle a la costa, con todo su equipo. Qué días locos aquéllos, tan llenos de aventura, de peligro, de lucha, mientras ellos se esforzaban por rebelar al Volk afrikaner contra el anglófilo Jan Christian Smuts, para declarar a Sudáfrica república bajo la protección de la Alemania nazi. Y qué cerca del triunfo habían estado…
Sonrió, con los ojos brillantes por el recuerdo. Lamentó no poder contarle todo eso a su hijo. Lothie habría comprendido. Jovencito como era, habría comprendido el sueño afrikaner con sumo orgullo. Sin embargo, esa historia jamás podría ser revelada. El atentado de Manfred contra la vida de Jan Smuts para precipitar la rebelión había fracasado, obligándole a huir del país y a pasar el resto de la guerra languideciendo en tierras lejanas, mientras Roelf y otros compatriotas, catalogados como traidores, se veían internados en campos de concentración, humillados y envilecidos hasta el fin de la guerra.
¡Cuánto había cambiado todo! Ahora, ellos eran los señores de esa tierra, aunque nadie, fuera del círculo íntimo, conocía el papel desempeñado por Manfred De La Rey en aquellos tiempos peligrosos. Eran los señores supremos y, una vez más, el sueño republicano volvía a arder como una llama en el altar de las aspiraciones de los afrikaners.
Sus pensamientos se interrumpieron ante el rugir de un avión que volaba a poca altura. Manfred levantó la vista. Era un aparato elegante, azul y plateado, que viraba en un círculo cerrado hacia la pista de aterrizaje, situada justo tras la primera fila de colinas. Había sido construida por el Departamento de Obras Públicas, al llegar Manfred al grado ministerial, pues era de suma importancia que estuviera en estrecho contacto con su despacho en todo momento; desde esa pista de aterrizaje, cualquier avión de la Fuerza Aérea podía llevarle a la capital en unas horas, en caso de emergencia.
Manfred reconoció el avión y supo de inmediato quién lo pilotaba, pero frunció el entrecejo, fastidiado, en tanto se incorporaba y volvía a cargar con el inmenso bacalao. Apreciaba mucho el aislamiento de ese lugar y se resentía ferozmente ante cualquier intromisión injustificada. Él y Lothar iniciaron el último tramo del largo regreso a la cabaña.
Heidi y las niñas, al verlos llegar, bajaron corriendo por las dunas y los rodearon, entre risas y chillonas felicitaciones. Él siguió avanzando por las blandas dunas, mientras las niñas resbalaban a su lado, y colgó el pescado ante la puerta de la cocina. Mientras Heidi iba en busca de la cámara «Kodaku», Manfred se quitó la camisa, manchada de sangre, y se inclinó hacia el grifo del tanque que recogía el agua de lluvia para lavarse las manos y: la cara.
Al incorporarse de nuevo, con el cabello chorreando agua por su pecho desnudo, cobró abrupta conciencia de que había un extraño allí.
—Dame una toalla, Ruda —dijo bruscamente.
La hija mayor corrió a cumplir con la orden.
—No lo esperaba —manifestó Manfred a Shasa Courtney—. Mi familia y yo venimos aquí para estar solos.
—Perdone. Ya sé que molesto. —Shasa tenía los zapatos enharinados de polvo. Había un kilómetro y medio desde la pista hasta allí—. Pero supongo que usted lo comprenderá si le digo que me trae un asunto urgente y privado.
Manfred se frotó el rostro con la toalla, mientras dominaba su fastidio. Cuando Heidi salió con la cámara, la presentó a regañadientes.
A los pocos minutos, Shasa había usado su encanto para hacer sonreír a la madre y a las hijas. Lothar permanecía detrás de su padre; cuando se adelantó para estrechar la mano del visitante, lo hizo de mala gana. Su padre le había enseñado a desconfiar de los ingleses.
—¡Qué bacalao tan enorme! —comentó Shasa, admirando el pez colgado del marco de la puerta—. Hacía años que no veía ninguno tan grande. Ya no se los encuentra de este tamaño. ¿Dónde lo ha pescado?
Luego, insistió en tomar las fotografías de toda la familia reunida alrededor del pescado. Como Manfred seguía con el torso descubierto, Shasa reparó en la vieja cicatriz azulada que tenía a un costado del pecho. Parecía un balazo; claro que, después de la guerra, muchos hombres tenían heridas semejantes. El recordar eso lo llevó a ajustarse inconscientemente el parche del ojo, mientras devolvía la cámara a Heidi.
—¿Se quedará a almorzar, Meneer? —preguntó ella, recatada.
—No quiero causar molestias.
—Considérese bienvenido.
Era una mujer hermosa, de busto grande y alto, de caderas anchas y fructíferas. Su densa cabellera era muy rubia; la llevaba en una gruesa trenza que le llegaba casi hasta la cintura. Pero Shasa notó la expresión de Manfred De La Rey y, de inmediato, concentró en él toda su atención.
—Mi esposa tiene razón. Debe quedarse a comer. —Manfred, con la hospitalidad innata de todo afrikaner, no tenía alternativa—. Venga, iremos a la galería delantera hasta que las mujeres nos llamen para comer.
Sacó dos botellas de cerveza de la nevera y ambos se sentaron en sendos sillones, uno junto a otro, para contemplar, por encima de las dunas, el azul ventoso del océano Índico.
—¿Recuerda dónde nos vimos por primera vez, usted y yo? —preguntó Shasa, quebrando el silencio.
—Sí —asintió Manfred—. Lo recuerdo muy bien.
—He estado allí hace dos días.
—¿En Walvis Bay?
—Sí. He visto la fábrica y el muelle en donde peleamos. —Shasa vaciló—. ¿Recuerda que usted me hundió la cabeza en un montón de pescado?
Manfred sonrió ante el recuerdo, satisfecho.
—Ja, me acuerdo de eso.
Shasa tuvo que dominar cuidadosamente su carácter, pues aquello aún dolía y el aire presuntuoso de ese hombre lo ponía furioso. Pero el recuerdo de la infancia había ablandado a Manfred, tal como Shasa se había propuesto.
—Es extraño que por aquel entonces fuéramos enemigos y ahora seamos aliados —insistió. Lo dejó cavilar durante un rato antes de proseguir—: He estudiado cuidadosamente el ofrecimiento que usted me hizo. Aunque es difícil cambiar de bando, y muchos atribuirán mi decisión al peor de los motivos, ahora comprendo que mi deber para con el país es seguir su sugerencia y emplear el talento que pueda tener para bien de la nación.
—Entonces, ¿aceptará el ofrecimiento del Primer Ministro?
—Sí, De La Rey. Puede decirle que me incorporaré al Gobierno, pero eligiendo el momento y a mi manera. No quiero cambiarme de bando dentro de la cámara, pero en cuanto se disuelva el Parlamento, en las próximas elecciones, renunciaré al Partido Unificado para pasarme al Nacional.
—Bien —asintió Manfred—. Es la manera honorable.
Pero no había ninguna manera honorable. Shasa, que lo sabía, guardó silencio. Luego, continuó.
—Le agradezco su participación en esto, Meneer. Sé que usted ha desempeñado un papel muy importante en la oportunidad que se me brinda. Considerando lo que ha pasado entre nuestras familias, se trata de un gesto extraordinario.
—No hubo nada personal en mi decisión. —Manfred sacudió la cabeza—. Simplemente, había que buscar al hombre más adecuado para ese puesto. No he olvidado lo que su familia hizo a la mía… ni lo olvidaré.
—Tampoco yo —aseguró Shasa, en voz baja—. He heredado esa culpa, equivocadamente o no, nunca lo sabré de seguro. Sin embargo, me gustaría otorgar alguna reparación a su padre.
—¿De qué modo, Meneer? —preguntó Manfred, rígido—. ¿Cómo podría resarcirle por la pérdida de un brazo y por tantos años como pasó en prisión? ¿Cómo pagará a un hombre los daños que el cautiverio le hizo en el alma?
—Jamás podré resarcirle por completo —reconoció Shasa—. Sin embargo, de una forma súbita e inesperada, se me presenta la oportunidad de devolver a su padre una gran parte de lo que le fue arrebatado.
—Prosiga —invitó Manfred—. Le escucho.
—En 1929, a su padre se le otorgó una licencia de pesca. He revisado los archivos. La licencia sigue en vigor todavía.
—¿Y qué haría ese pobre anciano con una licencia de pesca? Usted no comprende: está física y mentalmente arruinado.
—La industria pesquera ha revivido en Walvis Bay y va en franco progreso. El número de licencias ha sido estrictamente limitado. La de su padre vale muchísimo dinero.
Vio el cambio en los ojos de Manfred, las chispitas disimuladas al instante.
—¿Y cree usted que mi padre debería venderla? —preguntó, pesadamente—. Por casualidad, ¿tiene usted interés en comprarla? —Su sonrisa fue sarcástica.
Shasa asintió.
—Sí, me gustaría comprarla, por supuesto. Pero tal vez eso no fuera lo mejor para su padre.
La sonrisa de Manfred se marchitó. No esperaba eso.
—¿Y qué otra cosa podría hacer con ella?
—Reabrir la fábrica y explotar juntos esa licencia, como socios. Su padre aporta la licencia; yo, el capital y mi capacidad para los negocios. Dentro de uno o dos años, la parte de su padre valdrá, casi con certeza, un millón de libras.
Shasa lo observaba con atención. Eso era mucho más que una proposición comercial: era una prueba. Quería penetrar más allá de la corteza granítica de ese hombre, tras su monumental armadura de corrección puritana. Quería buscar las debilidades, descubrir cualquier grieta que pudiera explotar más adelante.
—Un millón de libras —repitió—. Tal vez mucho más.
Otra vez vio un chisporroteo en aquellos ojos pálidos y feroces, sólo por un instante: las chispas amarillas de la codicia. Después de todo, era humano. «Ahora puedo entendérmelas con él», pensó Shasa. Para disimular su alivio, recogió el portafolios que había dejado en el suelo, :junto al sillón, y lo abrió sobre su regazo.
—He redactado el borrador de un acuerdo —dijo, sacando varias páginas azules, escritas a máquina—, para que usted se lo muestre a su padre y lo analice con él.
Manfred cogió las hojas.
—Ja, lo veré en la semana próxima, cuando vuelva a casa.
—Hay un pequeño problema —admitió Shasa—: esta licencia fue otorgada hace muchísimo tiempo. El Gobierno podría decidir anularla, pues sigue la política de otorgar sólo cuatro licencias…
Manfred levantó la vista.
—Eso no será problema —aseguró.
Shasa levantó la jarra de cerveza para disimular su sonrisa: ambos acababan de compartir el primer secreto. Manfred De La Rey iba a utilizar su influencia en beneficio propio. Como con la pérdida de la virginidad, la próxima vez sería más fácil.
Shasa había comprendido de inmediato que sería un advenedizo dentro del gabinete de afrikaners nacionalistas. Necesitaba desesperadamente un aliado digno de confianza entre ellos; si ese aliado estaba vinculado a él por beneficios comerciales compartidos y por algunos secretos ajenos a la actividad política, su lealtad sería cosa segura. Y acababa de conseguir eso precisamente, con la promesa de vastas ganancias propias para completar el buen negocio. «Un buen trabajo, por hoy», se dijo, mientras cerraba el portafolios.
—Muy bien, Meneer, le agradezco que me haya concedido su tiempo. Ahora, le dejaré para que disfrute el resto de sus vacaciones sin que nadie lo perturbe.
Manfred levantó la vista.
—Mi esposa nos está preparando el almuerzo, Meneer. Se entristecería mucho si usted nos dejara tan pronto. —Por fin su sonrisa era simpática—. Y esta noche vendrán algunos buenos amigos a compartir conmigo una Braaivleis, una parrillada. Hay camas de sobra. Quédese a pasar la noche y podrá irse mañana bien temprano.
—Muy amable por su parte. —Shasa se dejó caer de nuevo en la silla.
Entre ellos, los sentimientos habían cambiado, pero la intuición advertía a Courtney que en esa relación había profundidades ocultas a sondear. Al mirar con una sonrisa aquellos ojos del color de los topacios, sintió un súbito escalofrío, como si un viento helado se filtrara por una grieta de su memoria. Aquellos ojos lo acosaban. Estaba tratando de recordar algo que permanecía oscuro, pero extrañamente ominoso. ¿Podría tratarse de aquella pelea de la infancia? No parecía ser eso. El recuerdo era más cercano y más amenazador. Lo tenía casi apresado cuando Manfred bajó la vista al contrato, casi como si hubiera sentido lo que él estaba buscando, y el recuerdo se le escapó hasta ponerse fuera de su alcance.
Heidi De La Rey salió a la galería. Aún llevaba el delantal, pero se había cambiado la vieja falda y llevaba la trenza recogida sobre la coronilla.
—El almuerzo está listo. Espero que le guste el pescado, Meneer Courtney.
Durante la comida, Shasa se dedicó a ganarse la simpatía de la familia. Heidi y las niñas resultaron fáciles. En cuanto a Lothar, el varón, la cosa fue diferente; se mostraba suspicaz y retraído. Sin embargo, Shasa tenía tres hijos varones; lo atrajo con relatos de viajes en avión y de caza mayor. Por fin, los ojos del muchacho a su propio pesar, brillaron de interés y admiración.
Cuando se levantaron de la mesa, Manfred, contra su voluntad, reconoció:
—Ja, Meneer; debo tener presente que a usted no se le puede subestimar.
Esa noche llegaron desde el sur, cruzando las dunas, un hombre, una mujer y cuatro niños. Los hijos de Manfred corrieron a su encuentro y los condujeron hasta la galería de la cabaña.
Shasa permaneció en segundo plano mientras las dos familias intercambiaban ruidosos saludos. Por lo visto, entre ambas había una estrecha relación que databa de mucho tiempo.
Por supuesto, él reconoció de inmediato al jefe de la familia visitante. Era un hombre corpulento, aun más que Manfred De La Rey. Como éste, también había sido miembro del equipo de boxeo que participó en los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936. Hasta hacía poco tiempo, había sido catedrático en la Universidad de Stellenbosch, pero había renunciado hacía poco para incorporarse a la firma «Van Schoor, De La Rey y Stander», en la cual Manfred De La Rey era el socio principal desde la muerte del viejo Van Schoor, acaecida algunos años atrás.
Además de ejercer su profesión de abogado, Roelf Stander era el principal organizador de las campañas en beneficio de Manfred; ya había dirigido la de 1948. Aunque no era miembro del Parlamento, el Partido Nacional contaba mucho con su apoyo. Shasa estaba casi seguro de que era miembro de la Breoederbond, la hermandad, esa sociedad clandestina que reunía a un grupo selecto de afrikaners.
Cuando Manfred De La Rey comenzó a presentarles, Shasa vio que Roelf Stander lo reconocía y adoptaba una actitud algo tímida.
—Espero que no vuelva a arrojarme huevos, Meneer Stander —lo desafió.
Roelf rió entre dientes.
—Sólo lo haré si usted vuelve a pronunciar otro discurso malo, Meneer Courtney.
Durante las elecciones de 1948, en las que Shasa fue derrotado por Manfred De La Rey, ese hombre había organizado a la banda de matones que disolvía todos sus mítines. Aunque Shasa sonreía, su resentimiento era casi tan feroz como en aquella época. Siempre había sido práctica acostumbrada de los nacionalistas disolver las reuniones proselitistas de sus adversarios. Manfred De La Rey percibió la hostilidad desatada entre ambos.
—Pronto estaremos del mismo lado —aclaró, interponiéndose entre ellos para poner una mano calmante en el brazo de cada uno—. Vamos a buscar cerveza y brindemos para que el pasado quede en el pasado.
Los dos afrikaners se apartaron. Shasa estudió rápidamente a la esposa de Roelf Stander. Estaba flaca, casi como muerta de hambre; en ella, imperaba un aire de resignación y cansancio. Por eso, Shasa tardó un momento, a pesar de su práctica, en apreciar lo bonita que debía haber sido en otros tiempos y lo atractiva que resultaba aún. Ella también le estaba estudiando, pero bajó la mirada en cuanto se cruzó con el único ojo de Shasa.
Heidi De La Rey, a quien el intercambio no le había pasado inadvertido, cogió del brazo a la mujer y se adelantó con ella.
—Meneer Courtney, le presento a mi querida amiga Sarah Stander.
—Aangename kennis —dijo Shasa, con una leve reverencia—. Agradable presentación, Mevrou.
—¿Cómo está, comandante? —replicó la mujer, con aire de serenidad.
Shasa parpadeó. Desde la guerra, no usaba su rango; habría sido de mal gusto, por supuesto.
—¿Nos conocemos? —preguntó, desconcertado por primera vez.
La mujer sacudió la cabeza de inmediato y se volvió hacia Heidi para hablar de los niños. Shasa no pudo volver a tocar el tema, pues, en ese momento, Manfred le entregó una cerveza y los tres bajaron de la galería para observar a Lothar y a Jakobus, el hijo mayor de los Stander, que encendían el fuego para la parrillada.
Aunque la conversación masculina estaba llena de actualidad y de interesantes opiniones (tanto Manfred como Roelf eran hombres educados y muy inteligentes), Shasa no podía evitar que sus pensamientos se desviaran hacia aquella mujer pálida, que lo había llamado por su rango en la Fuerza Aérea. Deseaba tener oportunidad de hablar con ella a solas, pero comprendió que eso era difícil y peligroso, dado lo protectores y celosos que eran los afrikaners para sus mujeres. Así, sería fácil precipitar un incidente desagradable y perjudicial. Por lo tanto, se mantuvo lejos de Sarah Stander. Sin embargo, durante el resto de la velada, la observó con atención y, poco a poco, fue tomando conciencia de las ocultas corrientes emotivas entre las dos familias.
Los dos hombres parecían muy amigos; era obvio que había una relación firme y antigua. No se podía decir lo mismo de las mujeres. Se trataban con demasiada amabilidad y consideración, señal segura de un antagonismo femenino profundamente arraigado. Shasa archivó esa revelación, pues las debilidades y los sentimientos humanos eran herramientas indispensables en su oficio. Sólo más tarde, esa misma noche, llegó a efectuar otros dos descubrimientos importantes.
Al interceptar una mirada que Sarah Stander dirigió a Manfred De La Rey, mientras éste reía con su marido, Shasa reconoció al instante la expresión de odio; se trataba, sobre todo, de ese odio corrosivo que toda mujer es capaz de sentir por el hombre a quien ha amado. Eso explicaba el cansancio y la resignación que habían arruinado su belleza casi por completo. También explicaba el resentimiento existente entre las dos mujeres. Sin duda, Heidi De La Rey adivinaba que la otra había amado a su esposo y que, más allá del odio, quizá lo amaba aún. Ese juego de sentimientos y emociones fascinó a Shasa. Había descubierto tantas cosas valiosas en un solo día, y logrado tantos propósitos, que se sentía muy satisfecho. Por fin, Roelf Stander reunió a su familia.
—Ya es casi medianoche. Vamos, que nos espera una larga caminata.
Cada uno de ellos había traído una linterna. Se produjo un revuelo de despedidas; las niñas y las mujeres intercambiaron besos, mientras Roelf Stander y su hijo Jakobus se acercaban a Shasa para estrecharle la mano.
—Adiós —dijo Jakobus, con el respeto que a todo niño afrikaner le enseñan desde el nacimiento—. También a mí me gustaría cazar un león de melena negra, algún día.
Era un muchacho alto y apuesto, dos o tres años mayor que Lothar. Se había mostrado tan fascinado como el niño de De La Rey por los relatos de cacerías. Pero había algo familiar en él que acicateó a Shasa durante toda la velada. Lothar, de pie junto a su amigo, sonreía cortésmente. De pronto, Shasa se dio cuenta: esos muchachitos tenían los mismos ojos, los pálidos ojos de gato de la familia De La Rey. Por un momento, no encontró explicación alguna. Luego, todas las piezas encajaron en sus respectivos huecos. El odio que había observado en Sarah Stander quedaba explicado: Manfred De La Rey era el padre de su hijo.
De pie junto a Manfred, en el último escalón de la galería, contempló a la familia Stander, que trepaba las dunas, entre el errático rayo de sus linternas y las voces agudas de los niños, que se perdían en la noche. Se preguntó si alguna vez podría formar una totalidad con las claves descubiertas esa noche y desvelar por completo la vulnerabilidad de Manfred De La Rey. Algún día esa posibilidad podría cobrar una importancia vital.
Sería muy fácil revisar con discreción los registros civiles, en busca del acta matrimonial de Sarah Stander, para compararla con la fecha de nacimiento del hijo de ésta. Pero, ¿cómo saber por qué le había llamado por su rango militar? «Comandante», le había dicho. Lo conocía; sin lugar a dudas, ¿cómo, de dónde?
Shasa sonrió. Le gustaban las novelas de misterio y Agatha Christi era una de sus escritoras favoritas. Ya trabajaría sobre el tema.