Lothar De La Rey, que siempre había andado erguido en toda su alta estatura, como el nieto que llevaba su nombre, estaba afectado de artritis, contraída durante sus años en prisión, que le inclinó y retorció el cuerpo, convirtiendo su única mano en una garra grotesca. El brazo izquierdo perdido en el asalto causante de su encarcelamiento, le había sido amputado por encima del codo; demasiado arriba para que fuera posible implantarle uno artificial. Vestía un mono azul, sucio, y un sombrero pardo lleno de manchas, con el ala caída sobre los ojos. Una de las mangas, estaba recogida con un imperdible.

Manfred abrió el portón y bajó al huerto, donde el anciano se inclinaba sobre una de las colmenas.

—Buenos días, papá —dijo con suavidad—. No te has preparado.

Su padre irguió la espalda y lo miró con expresión vaga. Luego dio un respingo de sorpresa.

¡Manie! ¿Ya es domingo otra vez?

—Vamos, papá. Vamos a cambiarte. Heidi está preparando cerdo asado. A ti te encanta.

Tomó la mano del viejo, que se dejó conducir, sin protestar hasta el cottage.

—Esto es una mugre, papá. —Manfred echó un vistazo al diminuto dormitorio, disgustado. Por lo visto, la cama había sido usada repetidas veces sin ser rehecha; había ropa sucia tirada por el suelo, y la mesita de noche estaba llena de platos y tazas usadas. ¿Qué ha ocurrido con la nueva doncella que Heidi te envió?

—No me gustaba. Era una diablesa —murmuró Lothar; robaba el azúcar, se bebía mi brandy… La despedí.

Manfred se acercó al ropero y encontró una camisa limpia. Ayudó al anciano a desvestirse.

—¿Cuánto hace que no te bañas, papá? —preguntó con suavidad.

—¿Eh?

—No importa. —Manfred le abotonó la camisa—. Heidi buscará otra doncella, pero tienes que tratar de conservarla un poco más.

Se obligó a recordar que no era culpa del viejo. La prisión le había afectado el cerebro. Había sido un hombre libre y orgulloso, soldado y cazador, hijo del salvaje desierto del Kalahari. No se puede enjaular a un animal salvaje. El deseo de Heidi hubiera sido llevarle a vivir con ellos y Manfred aún se sentía culpable por haberse negado. Podrían haber comprado una casa más grande, pero eso era lo de menos. Manfred no podía permitir que Lothar, vestido como un peón negro, apareciera en su estudio cuando tenía visitas importantes, ni que volcara la sopa e hiciera comentarios tontos cuando tenían invitados. No, era mejor para todos, sobre todo para el viejo, que viviera aparte. Heidi volvería a buscar a una muchacha que lo cuidara. De todos modos, se sintió corroído por la culpa al cogerlo del brazo para conducirlo hasta el «Chevrolet».

Condujo con lentitud, casi a paso de hombre, buscando fuerzas para hacer lo que le había sido imposible durante todos esos años, desde que Lothar fue liberado por instigación suya.

—¿Recuerdas cómo eran los viejos tiempos, papá, cuando pescábamos juntos en la bahía Walvis? —preguntó.

Al anciano le brillaron los ojos. Para él, el pasado distante era más real que lo vivido en el momento, y recordó, alegre, trayendo a la memoria, sin vacilación, incidentes, nombres y lugares de tiempo atrás.

—Háblame de mi madre, papá —lo invitó Manfred, por fin, aunque se odiaba por haber conducido al viejo a una trampa tan bien preparada.

—Tu madre era una mujer hermosa. —Lothar cabeceó, feliz, repitiendo lo que había contado a Manfred tantas veces, desde la niñez—. Su cabello tenía el color de las dunas del desierto cuando el sol las ilumina temprano. Una espléndida mujer, de noble cuna alemana.

Manfred dijo, con suavidad:

—No me estás diciendo la verdad, papá, ¿cierto? —dijo Manfred con suavidad. Hablaba como dirigiéndose a un niño travieso—. La mujer a la que llamas mi madre, la que fue tu esposa, murió años antes de que yo naciera. Tengo una copia del certificado de defunción, firmado por el médico inglés del campo de concentración. Murió de difteria.

No podía mirar a su padre al decir eso, así que mantuvo la vista fija en el parabrisas, hasta que oyó un ruido sofocado junto a él. Se volvió de inmediato, alarmado. Lothar estaba llorando; las lágrimas corrían por sus viejas mejillas marchitas.

—Perdona, papá. —El joven se acercó a un lado del camino y apagó el motor.

—He hecho mal en decir eso. —Sacó un pañuelo blanco del bolsillo y lo entregó a su padre.

Lothar se limpió el rostro con lentitud, mas su mano no temblaba. Su mente vagabunda parecía haberse concentrado ante el desagradable impacto.

—¿Desde cuándo sabes que ella no era tu verdadera madre? —preguntó, con voz firme y segura.

Manfred perdió el coraje. Había tenido la esperanza de que su padre lo negara.

—La verdadera vino a verme cuando me presenté como candidato por primera vez. Me extorsionó en favor de su otro hijo. Yo lo tenía en mis manos. Ella amenazó con revelar que yo era su hijo bastardo, y acabar conmigo como candidato, si yo actuaba contra él. Me desafió a preguntarte si era cierto o no, pero no me atreví.

—Es cierto —asintió Lothar—. Lo siento, hijo. He mantenido esa mentira sólo para protegerte.

—Lo sé. —Manfred alargó la mano para coger los huesudos dedos del anciano.

—Cuando la encontré en el desierto, ella era muy joven y hermosa; estaba desamparada. Yo era un joven solitario. Y estábamos solos en el desierto con su bebé. Nos enamoramos.

—No tienes por qué darme explicaciones —dijo Manfred. Pero Lothar parecía no escuchar.

—Una noche, dos bosquimanos salvajes entraron en nuestro campamento. Los tomé por merodeadores que querían robarnos los caballos y los bueyes. Los seguí y los alcancé al amanecer. Disparé contra ellos antes de estar al alcance de sus flechas envenenadas; Así ajustábamos cuentas con esos animalitos amarillos en esos tiempos.

—Sí, papá. Lo sé. —Manfred había leído la historia del conflicto entre su pueblo y la tribu de los bosquimanos, que acabó siendo exterminada.

—Aunque yo no lo sabía, ella había vivido con esos dos pequeños bosquimanos hasta el momento en que la encontré. Ellos la habían ayudado a sobrevivir en el desierto y a alumbrar a su primer hijo. Los amaba; hasta los llamaba «viejos abuelos». —Lothar sacudió la cabeza, asombrado; aún le costaba comprender esa relación entre una mujer blanca con salvajes—. Yo no lo sabía; los maté ignorando lo que significaban para ella, y su amor por mí se transformó en amargo odio. Ahora comprendo que ese amor debió de haber sido muy poco profundo; tal vez sólo se trataba de gratitud y soledad, en vez de amor. A partir de entonces, me odió, ese odio se extendió a mi hijo, que estaba en su vientre. Eras tú Manie. Hizo que yo te llevara lejos cuando naciste. Su odio hacia nosotros dos era tan intenso, que no quiso siquiera mirarte. A partir de ese momento, yo cuidé de ti.

—Fuiste mi padre y mi madre. —Manfred inclinó la cabeza, avergonzado y furioso por haber obligado al viejo a revivir esos momentos trágicos y crueles—. Lo que me has dicho explica muchas cosas que nunca pude comprender.

—Ja. —Lothar se limpió las lágrimas recientes con el pañuelo blanco—. Ella me odiaba, pero yo la amaba aún, ¿comprendes? Por eso cometí la tontería de ejecutar ese asalto. Fue una locura que me costó este brazo. —Levantó la manga vacía—. Y la libertad. Ella es una mujer dura, sin misericordia. No vacilará en aniquilar cuanto se le ponga en el camino. Aunque sea tu madre, Manie, cuídate de ella. Su odio es algo terrible. —El anciano cogió el brazo de su hijo, agitado, y lo sacudió—. No debes buscar ninguna relación con ella, Manie. Te destruirá como me destruyó a mí. Prométeme que nunca buscarás relaciones con ella ni con su familia.

Manfred sacudió la cabeza.

—Lo siento, papá, pero ya estoy vinculado a ella por intermedio de su hijo. —Vaciló antes de expresar las palabras siguientes—. Mi hermano, mi medio hermano, Shasa Courtney. Al parecer, papá, nuestro parentesco y nuestro destino están tan entrecruzados que no podemos liberarnos el uno del otro.

—Oh, hijo, hijo mío —se lamentó Lothar De La Rey—, ten cuidado, por favor, mucho cuidado.

Manfred buscó las llaves para poner el motor en funcionamiento, pero hizo una pausa antes de tocarlas.

—Dime, papá, ¿qué sientes ahora por esa mujer… por mi madre?

El padre guardó silencio durante un instante.

—La odio casi tanto como aún la amo —respondió al fin.

—Es extraño que podamos amar y odiar al mismo tiempo. —Manfred meneó la cabeza, maravillado—. Yo la odio por lo que te ha hecho. La odio por todo lo que ella representa. Sin embargo, su sangre llama a la mía. En último término, si descartamos todo lo demás, Centaine Courtney es mi madre y Shasa Courtney, mi hermano. Amor u odio: ¿cuál prevalecerá, papá?

—Ojalá pudiera decírtelo, hijo mío —susurró Lothar, angustiado—, sólo puedo repetir lo que ya te he dicho: ten cuidado con ellos, Manie. Madre e hijo son adversarios peligrosos.

Marcus Archer poseía la vieja granja de Rivonia desde hacía casi veinte años. Había comprado aquella pequeña granja de dos hectáreas antes de que la zona se volviera elegante. Ahora, su propiedad limitaba con los prados del «Johannesburgo Country Club», el más exclusivo de Witwatersrand. Los fideicomisarios del club le habían ofrecido el valor de compra multiplicado quince veces: más de cien mil libras. Pero Marcus se negaba tercamente a vender.

En todos los grandes lotes que componían Rivonia, los adinerados propietarios (empresarios, corredores de Bolsa y prósperos médicos) habían construido casas amplias y ostentosas, casi todas eran de estilo ranchero, o imaginativas copias de haciendas mexicanas o de villas mediterráneas, rodeando los edificios principales. Con establos, pistas de tenis, piscinas y amplios prados, los que las heladas de invierno quemaban hasta darles el color de hojas de tabaco ya curadas.

Marcus Archer cambió el tejado de paja de la vieja casa; bloqueó las paredes, plantó arbustos florales y dejó que las tierras volvieran a su estado silvestre; de ese modo, aún desde el cerco que rodeaba los límites, la casa quedaba oculta a la vista por completo.

Aunque la zona se había convertido en un verdadero bastión lo más selecto de la sociedad blanca, el «Country Club» tenía numeroso personal de camareros, ayudantes de cocina, jardineros y caddies, de modo que las caras negras no llamaban la atención como lo habrían hecho en las calles de otros suburbios adinerados. Los amigos y los aliados políticos de Marcus podían ir y venir sin despertar un interés inconveniente. Por lo tanto, «Puck’s Hill» como Marcus llamaba a la casa desde hacía poco, fue convirtiéndose en campo de acción para algunos de los movimientos africanos más activos, para los líderes de la concienciación negra y sus patriotas blancos, los restos del difunto Partido Comunista.

Era, por ende, natural que se eligiera a «Puck’s Hill» como cuartel general para el planeamiento y la coordinación final de la campaña de desobediencia negra que estaba por comenzar. Sin embargo, el grupo que se reunió bajo el techo de Marcus Archer no estaba unido; aunque el objetivo declarado era el mismo, diferían ampliamente en cuanto a la visión del futuro.

En primer lugar, estaba la guardia vieja del Congreso Nacional Africano, encabezada por el doctor Xuma. Eran los conservadores dedicados a entablar difíciles negociaciones con los funcionarios blancos, dentro de un sistema establecido inflexible.

—Ustedes vienen haciendo lo mismo desde 1912, época en que se formó el CNA —los espetó Nelson Mandela—. Es hora de pasar a una confrontación, de imponer nuestra voluntad a los bóers.

Nelson Mandela era un joven abogado que ejercía en Witwatersrand en sociedad con otro activista llamado Oliver Tambo. Ambos estaban presentando un enérgico desafío al liderazgo de los venes turcos en la jerarquía del Congreso.

—Es hora de que pasemos a la acción directa. —Nelson Mandela se inclinó hacia delante desde su silla para mirar a lo largo de la mesa. La cocina era la habitación más grande de la casa y todas las reuniones se llevaban a cabo allí—. Hemos trazado un programa de boicots, huelgas y desobediencia cívica.

Mandela hablaba en inglés. Moses Gama, sentado cerca de la cabecera de la mesa, lo observaba impasible, sin que su mente dejara de adelantarse al orador, analizando y evaluando ésta tan consciente como cualquiera de los otros en cuanto al trasfondo de la reunión. No había allí un solo hombre negro que no deseara en algún rincón del alma, dirigir a todos los demás algún día, ser saludado como jefe supremo de toda África del Sur.

Sin embargo, el hecho de que Mandela hablara en inglés señalaba el obstáculo más patético al que debían enfrentarse: todos eran diferentes: Mandela, tembu; Xuma, zulú; Moses Gama, ovambo, y había otras seis tribus representadas en la habitación.

«Sería cien veces más fácil si todos los negros formáramos un solo pueblo», pensó Moses. Contra su voluntad, echó una mirada inquieta a los zulúes, que formaban un grupo al otro lado de la mesa. Eran mayoría, no sólo en ese cuarto, sino en todo el país. ¿Y si, de algún modo, se aliaban con los blancos? El pensamiento resultaba inquietante, pero él lo apartó con firmeza. Los zulúes eran la más orgullosa e independiente de las tribus guerreras. Antes de la llegada del blanco, habían conquistado a todos los pueblos vecinos, a los que mantuvieron bajo su yugo. Chaka, el rey zulú, les había llamado perros suyos. Por el número, y por tradición guerrera, era casi seguro que el primer presidente negro de Sudáfrica fuera un zulú o alguien con lazos muy estrechos con esa nación africana. Lazos matrimoniales… No era la primera vez que Moses estudiaba la posibilidad con ojos entornados; de cualquier modo, iba siendo hora de que se casara. Y ya tenía cuarenta y cinco años. ¿Una doncella zulú, de sangre real? Archivó la idea para analizarla en el futuro y volvió a concentrarse en lo que Nelson Mandela decía:

El hombre tenía carisma y porte; hablaba con lógica y persuasión: un peligroso rival, y Moses lo reconoció una vez más. Todos eran rivales. Sin embargo, la base del poder de Mandela era la Liga Juvenil del CNA, los muchachos apasionados, que ardían por entrar en acción. Y en ese mismo instante, Mandela les proponía cautela y atemperaba con reservas su convocatoria a la acción.

—No debe haber violencia gratuita —estaba diciendo—. Nada de daños a la propiedad privada ni de peligros para la vida humana.

Gama asintió con aire sabio, pero, en su interior, se preguntaba hasta qué punto atraería eso a las filas de la Liga Juvenil. ¿No preferirían ellos el ofrecimiento de una victoria gloriosa y sanguinaria? Ese era otro aspecto a analizar.

—Debemos señalar el camino a nuestro pueblo y demostrar que, en esta empresa, todos somos uno —explicaba Mandela.

Y Moses Gama sonrió para sus adentros. El CNA constaba de siete mil miembros mientras que su sindicato secreto de mineros ascendía a diez veces más. Convenía recordar a Mandela y a los otros que él contaba con un apoyo abrumador entre la población negra mejor pagada y ubicada en puestos más estratégicos. Moses se volvió apenas para mirar al hombre que se sentaba a su lado, experimentando una punzada de afecto. Hendrick Tabaka estaba con él desde hacía veinte años.

Swart Hendrick era corpulento, tan alto como Moses, pero con hombros más anchos y cintura más gruesa. Su cabeza, redonda y calva como una bala de cañón, estaba cruzada por cicatrices de antiguas luchas y batallas. Le faltaban los dientes incisivos, y Moses recordó el modo en que había muerto el blanco que le hizo eso.

Era medio hermano de Moses; ambos, hijos del mismo padre jefe de los ovambos, no tenían la misma madre. Era el único hombre en quien Moses confiaba en el mundo entero, y el único negro de esa habitación a quien no tenía por rival, sino, a un tiempo, fiel camarada y leal servidor. Swart Hendrick le hizo una señal de asentimiento, sin sonreír. Entonces, Moses se dio cuenta de que Nelson Mandela había dejado de hablar y de que todos lo observaban, esperando su réplica. Se levantó lentamente, captando la impresión que causaba. En las expresiones de todos se leía el respeto. Aún sus enemigos presentes no podían disimular del todo el reverente respeto que él les inspiraba.

—Camaradas —comenzó—, hermanos míos: he escuchado que Nelson Mandela, mi buen hermano, ha dicho, y estoy de acuerdo con cada palabra pronunciada. Sólo me gustaría agregar algunos detalles…

Y habló durante casi una hora.

En primer lugar, les propuso un plan detallado para declarar huelga espontánea en las minas, allí donde la fuerza obrera estaba bajo el control de sus sindicatos.

—Las huelgas serán en apoyo de la campaña de desafío, pero no convocaremos a una huelga general, porque eso daría a los bóer una excusa para reprimirla con mano dura. Pararemos sólo unas pocas minas cada vez y por períodos limitados, antes de volver al trabajo; sólo lo suficiente para detener por completo la producción de oro y exasperar a la gerencia. Les morderemos los talones tal como hace un perrillo al acosar a un león, listo para apartarse en cuanto la fiera se vuelva. Pero será una advertencia que les hará comprender nuestra fuerza. Así podrán imaginar qué ocurriría si convocáramos una huelga general.

Vio que todos estaban impresionados con su plan. Cuando puso su propuesta a votación, recibió una aprobación unánime. Era otra pequeña victoria, otro punto más para su prestigio y su influencia dentro del grupo.

—Además de las huelgas, me gustaría proponer un boicot contra todos los negocios de la Witwatersrand que sean propiedad de gente blanca, mientras dure la campaña de desafío. La gente comprará sus provisiones sólo en negocios que pertenezcan a comerciantes negros.

Hendrick Tabaka poseía más de cincuenta grandes almacenes en las ciudades negras levantadas a lo largo de la veta, y Moses Gama era su socio invisible. Vio que los otros vacilaban ante la propuesta.

—Provocaría privaciones innecesarias entre nuestro pueblo —objetó Mandela—. Muchos viven en zonas donde sólo pueden comprar en negocios de blancos.

—En ese caso, deberán viajar a zonas donde haya negocios de negros. No vendrá mal a nuestro pueblo aprender que la lucha exige sacrificios a todos —respondió Moses, en voz baja.

—Será imposible imponer semejante boicot —insistió Mandela.

En esa oportunidad, fue Hendrick Tabaka quien respondió a la objeción.

—Utilizaremos a los Búfalos para asegurarnos de que la gente obedezca —gruñó.

Los miembros más conservadores del consejo se mostraron decididamente disconformes.

Los Búfalos eran los matones sindicales, con Hendrick Tabaka como comandante, y tenían fama de ser rápidos e implacables en sus acciones. Se parecían demasiado a un ejército político particular para dejar tranquilos a algunos de los presentes, y Moses Gama frunció levemente el entrecejo. Hendrick había cometido un error al mencionarlos. Cuando la votación sobre el boicot a los comerciantes blancos fue rechazada, Moses disimuló su despecho: era una victoria para Mandela y sus moderados. Por el momento, la puntuación estaba nivelada, pero Moses no había terminado aún.

—Hay otro asunto que me gustaría sacar a colación antes de que levantemos la reunión. Quisiera analizar qué hay tras esta campaña de desafío. ¿Qué haremos si la acción policial blanca aplasta nuestra campaña de manera implacable, y si a eso sigue un furioso ataque contra los líderes negros y la promulgación de leyes de dominio aún más draconianas? ¿Ha de ser nuestra respuesta siempre mansa y, sumisa? ¿Seguiremos quitándonos la gorra y murmurando: «Sí, amo; no, amo»?

Hizo una pausa y estudió a los concurrentes; en el viejo Xuma y en sus conservadores detectó la inquietud que esperaba, pero no había hablado para ellos. En el otro extremo de la mesa había dos hombres jóvenes, que aún no habían cumplido veinticinco años. Eran los observadores de la Liga Juvenil del CNA, y Moses sabía que los militantes ansiaban una acción feroz. Lo que estaba por decir era para ellos, y ellos llevarían sus palabras a los otros guerreros juveniles. Eso podría socavar el apoyo a Nelson Mandela y transferir ese apoyo a un líder dispuesto a darles la sangre y el fuego que ellos ansiaban.

—Propongo la formación de un ala militar del CNA —dijo Moses—, una fuerza combativa de hombres entrenados, dispuestos a morir por la lucha. Llamemos Umkhonto we Sizwe a ese ejército la Espada de la Nación. Forjemos esa espada en secreto, afilémosla hasta que sea como una navaja y mantengámosla oculta, pero dispuesta a atacar.

Usaba ese tono grave, emocionante. Vio que los dos jóvenes sentados en el otro extremo de la mesa se movían, inquietos; sus rostros comenzaban a relucir de expectación.

—Elijamos a nuestros jóvenes más brillantes y más fieros y, a partir de ellos, formemos los impis, como lo hacían nuestros antepasados. —Hizo una pausa. Su expresión se tornó desdeñosa—. Entre nosotros hay ancianos, y son sabios. Los respeto por sus canas y su experiencia. Pero recordemos, camaradas, que el futuro pertenece a los jóvenes. Hay un tiempo para las bellas palabras, las hemos oído pronunciar en nuestras reuniones… con frecuencia, con demasiada frecuencia. Pero también hay un tiempo para la acción, la acción audaz, y ése es el mundo de los jóvenes.

Cuando por fin, Moses Gama volvió a sentarse, vio que les había conmovido a todos profundamente, a cada uno de un modo distinto. El viejo Xuma meneaba su calva gris y le temblaban los labios; Sabía que sus días habían terminado. Nelson Mandela y Oliver Tambo lo observaban con aire impasible, pero la furia del corazón les brillaba en los ojos. La línea de batalla estaba trazada y ya conocían al enemigo.

Sin embargo, lo más importante era la expresión de los componentes de la Liga Juvenil. Era la misma de quien ha encontrado una nueva estrella a seguir.

—¿Desde cuándo te interesa tanto la antropología arqueológica? —preguntó Shasa Courtney, sacudiendo las hojas del Cape Times para pasar de la sección financiera a la deportiva.

—Fue una de mis tesis —señaló Tara, razonablemente—. ¿Te sirvo otra taza de café?

—Gracias, querida. —Shasa sorbió el café antes de volver a hablar—. ¿Cuánto tiempo piensas estar de viaje?

—El profesor Dart dará una serie de cuatro conferencias, en otras tantas noches sucesivas, sobre todas las excavaciones, desde el descubrimiento del cráneo de Taung hasta el presente. Ha podido correlacionar todo el material con una de esas nuevas computadoras electrónicas.

Detrás del periódico, Shasa sonrió pensativamente al recordar a Marylee, la de la Universidad Tecnológica, con su «IBM» 701. No le vendría mal hacer otro viaje a Johannesburgo, por su parte, en un futuro cercano.

—Es algo apasionante —continuaba Tara—, y todo concuerda con los nuevos descubrimientos de Sterkfontein y Makapangsgat.

Parece que, a fin de cuentas, África del Sur fue la verdadera cuna de la Humanidad y ese Australopithecus, nuestro antecesor directo.

—Entonces, ¿estarás ausente unos cuatro días? —la interrumpió Shasa—. ¿Y los chicos?

—He hablado con tu madre. Vendrá con mucho gusto a quedarse en Weltevreden mientras yo no esté.

—No me será posible reunirme contigo —señaló Shasa—. Se aproxima la tercera audiencia sobre la nueva enmienda a la ley de criminalidad y se necesitan todos los votos disponibles en la Cámara. Podría haberte llevado en el Mosquito, ,pero tendrás que tomar el avión comercial.

—Qué pena —suspiró Tara—. Te habría gustado. El profesor Dart es un orador fascinante.

—Te hospedarás en la suite del «Carlton», por supuesto. Está desocupada.

—Molly ha arreglado todo para que unos amigos suyos me reciban en Rivonia.

—Bolches, supongo. —Shasa frunció levemente el entrecejo—. Trata de que no te arresten otra vez.

Había estado esperando la oportunidad de hablarle sobre sus actividades políticas. Bajó el periódico y la estudió, pensativo. Luego, se dio cuenta de que el momento no era propicio y se limitó a hacer un gesto de asentimiento…

—Tus pobres huérfanos y tu viudo trataremos de arreglarnos sin ti durante unos cuantos días.

—Con tu madre y dieciséis sirvientes a sus órdenes, no tengo duda alguna de que sobreviviréis —indicó ella con acritud, dejando traslucir su irritación.

Marcus Archer la esperaba en el aeropuerto. Era un hombre afable y divertido. En el viaje hacia Rivonia, escucharon un programa sobre Mozart por la radio del coche, y Marcus le habló de la vida y las obras del compositor. Sabía de música mucho más que ella, y Tara escuchó su disertación con placer; sin embargo, notaba cierta enemistad en él. Estaba bien disimulada, pero aparecía en algún comentario ácido o en una mirada irritante. No mencionó a Moses Gama, y ella tampoco lo hizo. Molly le había dicho que Marcus Archer era homosexual; se trataba del primero con quien ella iba a entablar relación a sabiendas, y se preguntó si todos ellos odiarían a las mujeres.

«Puck’s Hill» era una delicia: el desigual tejado de paja y los terrenos descuidados la diferenciaban mucho del cuidadoso esplendor de Weltevreden.

—Lo encontrarás en el extremo de la galería frontal —la informó Marcus, mientras detenía el coche bajo uno de los eucaliptos, detrás de la casa.

Era la primera vez que se refería a Moses, y ni siquiera entonces utilizó su nombre. La dejó allí, de pie, y se alejó.

Tara había tenido grandes dudas sobre cómo vestirse, aunque imaginó que a él no le gustarían los pantalones amplios. Por lo tanto, lucía una falda larga suelta, hecha con el algodón estampado colorido y barato, que había comprado en Suazilandia, acompañada por una simple blusa de algodón verde y sandalias. También había vacilado en cuanto a maquillarse o no; el término medio escogido era un lápiz labial pálido y un toque de crema. En el espejo del aeropuerto, mientras peinaba sus densos rizos castaños, le había parecido que estaba bastante bien. En ese momento, la súbita idea de que él la encontraría insípida y falta de atractivos con esa piel tan clara acababa de asaltarla.

Allí, sola bajo el sol, volvió a caer bajo las dudas y la sensación de estar fuera de lugar. Si hubiera visto allí a Marcus, le habría rogado que la llevara de nuevo al aeropuerto, pero él había desaparecido. Por lo tanto, reunió todo su valor y caminó lentamente por el costado de la casa encalada.

Se detuvo en la esquina, para mirar a lo largo de la galería cubierta. En el extremo opuesto, sentado ante una mesa, Moses Gama se encontraba de espaldas a ella. La mesa aparecía llena de libros y material para escribir. Él llevaba una sencilla camisa blanca, de cuello abierto, que contrastaba con la maravillosa antracita de su piel. Tenía la cabeza inclinada y escribía con celeridad en un bloc de apuntes.

Ella, con timidez, subió a la galería. Aunque su paso era inaudible, Moses advirtió su presencia y giró abruptamente, cuando Tara estaba en la mitad del largo porche. No sonreía, pero ella creyó verle el placer en la mirada cuando salió a su encuentro. No trató de abrazarla ni de darle un beso. Eso complació a Tara, pues le confirmó que se trataba de un hombre diferente. La condujo hasta la otra silla puesta ante su mesa y le hizo sentar.

—¿Estás bien? —preguntó—. Tus hijos, ¿están bien? —La innata cortesía africana: siempre la pregunta; después, el ofrecimiento—. Permíteme ofrecerte una taza de té.

Se lo sirvió de una bandeja que ya tenía preparada sobre el atestado escritorio.

—Gracias por venir —dijo Moses.

—En cuanto recibí tu mensaje por intermedio de Molly, me puse en camino, tal como te prometí.

—¿Cumplirás siempre las promesas que me hagas?

—Siempre —respondió ella, con sencilla sinceridad.

Él le estudió el rostro.

—Sí —confirmó—, creo que lo harás.

Tara no podía sostener esa mirada por más tiempo; parecía quemarle el alma, dejándola desnuda. Bajó la vista hacia la mesa, a las hojas cubiertas de apretada escritura.

—Un manifiesto —explicó él, siguiendo la dirección de su mirada—. Un plano para el futuro.

Eligió cinco o seis páginas y se las entregó. Ella apartó la taza de té y cogió las hojas, estremeciéndose cuando los dedos se rozaron apenas tenía la piel fresca: era una de las cosas que no olvidaba.

Leyó las páginas, fijando la atención con más firmeza a medida que leía. Cuando hubo terminado, levantó los ojos para mirarle otra vez al rostro.

—Hay cierta poesía en las palabras que escoges; hace brillar la verdad con mayor luminosidad —susurró.

Se sentaron en la fresca galería, mientras el sol de la planicie arrojaba sombras negras y crepitantes, como recortes de papel, y el mediodía ondulaba en el calor. Conversaron.

No había trivialidades en el diálogo. Cuanto él decía era apasionante y lógico; además, parecía inspirar a Tara, pues sus réplicas y sus propias observaciones sonaban medidas y lúcidas. Se dio cuenta de que había despertado el interés de Moses. Entonces, dejó de pensar en vanidades tales como el vestido y los cosméticos; en ese momento, sólo importaban las palabras intercambiadas y el capullo de seda que ambos tejían. Sobresaltada, notó que la tarde había pasado inadvertidamente; el breve crepúsculo africano estaba ya sobre ellos. Marcus fue a buscarla y la acompañó hasta un dormitorio amueblado con lo imprescindible.

—Dentro de veinte minutos saldremos hacia el museo —le dijo.

Ya en la sala de conferencias del museo de Transvaal, los tres se sentaron en la parte trasera. Había otros cinco o seis negros entre el numeroso público, pero Marcus se sentó en medio de ellos dos. La presencia de un hombre negro junto a una blanca habría despertado interés y cierta hostilidad. A Tara le costaba concentrarse en la exposición del eminente profesor; aunque miró a Moses sólo una o dos veces, era él quien ocupaba todos sus pensamientos.

Ya de regreso a «Puck’s Hill», se sentaron en la enorme cocina.

Marcus participaba en la conversación, mientras preparaba una comida que Tara, a pesar de su preocupación, encontró a la altura de cuanto se elaboraba en Weltevreden.

Ya había pasado la medianoche cuando Marcus se levantó con brusquedad.

—Hasta mañana —dijo.

La mirada que clavó en Tara iba cargada de veneno. Ella no comprendía en qué lo había ofendido, pero pronto dejó de preocuparse cuando Moses la cogió de la mano.

—Ven —dijo él con suavidad.

Ella pensó que las piernas no soportarían su peso.

Mucho después, quedó tendida junto a él, con el cuerpo bañado de sudor y los nervios sacudidos aún por espasmos incontrolables.

—Nunca he conocido a otro como tú —susurró cuando pudo volver a hablar—. Me enseñas cosas de mí misma que ni siquiera sospechaba. Eres mago, Moses Gama. ¿Cómo sabes tanto sobre la mujer?

Él emitió una risita suave.

—Ya sabes que podemos tener muchas esposas. Si uno no puede mantenerlas contentas a todas al mismo tiempo, la vida se vuelve una tortura. Hay que aprender.

—Y tú, ¿tienes muchas esposas?

—Todavía no —respondió él—. Pero algún día…

—Las odiaré a todas.

—Me desilusionas —dijo él—. Los celos sexuales son una emoción europea tonta. Si los detectara en ti, te despreciaría.

—Por favor —rogó Tara en voz baja—. No me desprecies jamás.

—Entonces, no me des motivos, mujer —repuso él.

Y ella comprendió que estaba a sus órdenes.

Tara se dio cuenta de que el primer día y su noche, pasados a solas con él, sin interrupciones, eran una excepción. También comprendió que él debía haberle reservado tiempo con mucha dificultad, pues había centenares de personas, que requerían su atención.

Era como uno de los antiguos reyes africanos; atendía a su tribu en la galería de la vieja casa. Siempre había hombres y mujeres que esperaban con paciencia bajo los eucaliptos, en el patio, a que les llegara el turno de hablar con él. Los había de todo tipo y edad: desde personas simples y sin instrucción, recién llegados de las reservas del campo, hasta sofisticados abogados y comerciantes de traje oscuro, que iban en automóvil propio.

Sólo tenían una cosa en común: el respeto que manifestaban hacia Moses Gama. Algunos golpeaban las manos en el saludo tradicional y lo llamaban baba o nkosi, padre o señor; otros le estrechaban la mano a la manera europea. Pero Moses los saludaba siempre en su propio dialecto. «Debe de hablar veinte lenguas», se extrañaba Tara.

En general, permitía que ella permaneciera sentada junto a su mesa, en silencio, y explicaba su presencia con una palabra tranquila.

—Es una amiga. Puedes hablar.

Sin embargo, una o dos veces le pidió que lo dejara a solas con sus visitas más importantes; en cierta ocasión, al llegar un negro con cuello de toro, corpulento, calvo, lleno de cicatrices y desdentado, que conducía un reluciente «Ford», Moses se disculpó.

—Es mi hermano, Hendrick Tabaka —dijo.

Los dos abandonaron la galería y caminaron juntos por el jardín; Tara, desde su sitio, no llegaba a oírles.

Lo que vio en esos días la impresionó profundamente, acrecentando su reverencia por Moses. Cuanto hacía, cada una de sus palabras, lo marcaban como alguien diferente. El respeto y la adulación que los otros africanos le prodigaban demostraban que también ellos reconocían en él al gigante del futuro.

Tara se sentía sobrecogida por el hecho de que le otorgara una atención especial a ella; sin embargo, la entristecía la certeza de que jamás podría tenerlo exclusivamente para sí,, en ningún aspecto. Él pertenecía a su pueblo; ella debía considerarse agradecida por los preciosos granos de tiempo que le reservaba.

Aun las noches que siguieron, a diferencia de la primera, estuvieron llenas de gente y de acontecimientos. Permanecían ante la mesa de la cocina hasta bien pasada la medianoche. A veces, sumaban hasta veinte personas; fumaban, reían, comían y hablaban. La conversación y las ideas eran tales que iluminaban ese cuarto sombrío, reverberando en el aire como alas de ángel. Más tarde, en las horas silenciosas de la madrugada, hacían el amor; entonces, ella sentía que su cuerpo ya no era suyo, que él lo había tomado para sí y lo devoraba, como un oscuro y amado animal de presa.

Quizá vio cien caras nuevas en aquellos tres breves días; si bien algunas eran borrosas y dejaban una impresión poco duradera en ella; parecía haberse convertido en miembro de una familia nueva, numerosa y vaga; gracias a la protección de Moses Gama, la aceptaban de inmediato y le otorgaban una confianza total, tanto blancos como negros.

En la última velada, antes de que volviera al mundo irreal de Weltevreden, la persona que se sentó junto a ella en la mesa de la cocina le despertó una simpatía instantánea y sin reservas. Era una joven de veintidós o veintitrés años, que delataba una madurez desacostumbrada en alguien de esa edad.

—Me llamo Victoria Dinizulu —se presentó—. Mis amigos me llaman Vicky. Sé que usted es Mrs. Courtney.

—Tara —corrigió ella apresuradamente. Desde que saliera de El Cabo nadie la había llamado por el apellido, que ahora le sonaba discordante.

La muchacha esbozó una tímida sonrisa. Tenía la serena belleza de una madonna negra, con la clásica cara de luna de los zulúes de alta estirpe, enormes ojos almendrados, labios llenos y la piel del color del ámbar oscuro. Llevaba el cabello colocado en un intrincado peinado de rizos diminutos sobre el cráneo.

—¿Tiene usted algún parentesco con los Courtney de Zululandia? —preguntó—. ¿Con el viejo general Sean Courtney y Sir Garrick Courtney de Theunis kraal, cerca de Ladyburg?

—Sí. —Tara trató de no delatar la impresión que le causaba el oír los nombres—. Sir Garrick era el abuelo de mi marido. Tengo dos hijos llamados Sean y Garrick en honor a ellos. ¿Por qué lo preguntas, Vicky? ¿Conoces bien a la familia?

—Oh, sí, Mrs. Courtney… Tara. —Cuando la zulú sonreía, su cara se encendía como una luna oscura—. Hace mucho tiempo, en el siglo pasado, mi abuelo luchó junto al general Sean Courtney en las guerras de los zulúes contra Cetewayo, el que robó el reinado de Zululandia a mi familia. A Mbejane, mi abuelo, le tocaba ser rey, pero se convirtió en sirviente del general Courtney.

—¡Mbejane! —exclamó Tara—. Oh, sí. Sir Garrick Courtney escribió sobre él en su Historia de Zululandia. Fue fiel sirviente de Sean Courtney hasta su muerte. Recuerdo que vinieron aquí juntos, a las minas de oro, y, después, siguieron hasta lo que ahora es Rhodesia, en busca de marfil.

—¡Usted sabe todo eso! —Vicky rió de placer—. Mi padre solía contarme las mismas cosas cuando yo era pequeña. Aún vive cerca de Theunis kraal. Al morir mi abuelo, Mbejane Dinizulu, mi padre tomó su puesto como criado del viejo general. Llegó a acompañarle a Francia incluso, en 1916, y trabajó para él hasta que lo asesinaron. En su testamento, el general le dejó un sector de Theunis kraal con usufructo de por vida y una pensión de mil libras al año. Los Courtney son una buena familia. Mi anciano padre aún llora cuando nombra al general…

La muchacha se interrumpió y meneó la cabeza, súbitamente perpleja y entristecida.

—La vida ha de haber sido mucho más simple en aquellos tiempos —agregó después—. Mi abuelo y mi padre eran jefes de tribu por herencia; sin embargo, se contentaron con pasar la vida sometidos a un blanco y, cosa extraña, lo amaron. El, a su vez, parecía amarles. A veces, me pregunto si no era mejor así.

—Ni se te ocurra —la espetó Tara, casi siseando—. Los Courtney siempre han sido magnates sin corazón, que despojaron y explotaron a tu pueblo. El derecho y la justicia están de parte de tu lucha. Nunca albergues la menor duda.

—Tienes razón —convino Vicky con firmeza—, pero, de vez en cuando, me agrada pensar en la amistad del general con mi abuelo. Tal vez algún día podamos volver a ser amigos, amigos en igualdad, y ambos bandos sean más fuertes gracias a la amistad.

—Con cada nueva opresión, con cada ley que se promulga, esa perspectiva se evapora —comentó Tara, lúgubre—, y yo me siento cada vez más avergonzada de mi raza.

—No quiero que te pongas triste y seria, Tara. Hablemos de cosas alegres. Dices que tienes hijos. Se llaman Sean y Garrick, como sus antepasados. Cuéntame más cosas de ellos.

Sin embargo, el sólo pensar en los niños, en Shasa y Weltevreden, hacía que Tara se sintiera incómoda y culpable. En cuanto pudo, cambió de conversación.

—Y ahora háblame de ti, Vicky. ¿Qué haces en Johannesburgo, tan lejos de Zululandia?

—Trabajo en el hospital de Baragwanath.

Tara sabía que era uno de los más grandes del mundo; sin duda alguna, el más grande del hemisferio Sur, con sus dos mil cuatrocientas camas y más de dos mil enfermeras y médicos, casi todos negros, pues la institución atendía exclusivamente a pacientes de esa raza. Todos los hospitales, como las escuelas, los medios de transporte y casi todas las instalaciones públicas, estaban estrictamente segregadas por ley, respondiendo al grandioso concepto del apartheid.

Vicky Dinizulu era tan modesta con respecto a sí misma que Tara apenas pudo enterarse de su profesión. La muchacha era titulada.

—Pero eres tan joven, Vicky… —protestó.

—Las hay más jóvenes que yo —rió la zulú. Su risa tenía una agradable cadencia musical.

«Realmente, es una criatura encantadora —pensó Tara, sonriendo con simpatía. De inmediato, se corrigió—: No, una criatura no: una joven sagaz y competente».

Ella la habló de su clínica en Nyanga, enumerando los problemas de desnutrición, ignorancia y pobreza con que lidiaban; Vicky le relató algunas de sus experiencias y las soluciones que habían hallado para enfrentarse al terrible desafío de atender al bienestar físico de una población campesina, obligada a adaptarse a la existencia urbana.

—Oh, me ha gustado mucho conversar contigo —barbotó Vicky, por fin—. No recuerdo haber hablado nunca así con una mujer blanca. Tan natural, tan relajada y… —Vaciló—. Como si fueras una hermana mayor o una amiga querida.

—Una amiga querida. Sí, eso me gusta —reconoció Tara—. Esta casa es, quizás, uno de los pocos lugares en todo el país donde podemos reunirnos y charlar de este modo.

Involuntariamente, ambas miraron hacia la cabecera de la larga mesa. Moses Gama las observaba con atención, y Tara sintió que el estómago le daba un vuelco, como un pez varado en la arena. Durante un rato, se había distraído por completo con la muchacha, pero, ahora, sus sentimientos hacia Moses Gama volvían con toda su fuerza. Se olvidó de Vicky, hasta que la joven comentó en voz baja:

—Es un gran hombre… nuestra esperanza para el futuro.

Tara la miró de soslayo. La cara de Vicky Dinizulu relucía de admiración y sonreía a Moses con timidez. En ese momento, los celos golpearon a Tara en la boca del estómago, con una fuerza tal que temió descomponerse.

Los celos y el terror de la separación inminente persistían todavía cuando se encontró sola con Moses aquella noche. Sintió deseos de retenerlo dentro de sí por toda la eternidad cuando hicieron el amor, sabiendo que sólo en esos instantes le pertenecía a ella por entero. Demasiado pronto, sintió que la gran compuerta estallaba, inundándola. Soltó una exclamación en una súplica porque nunca terminara, pero su grito sonó incoherente y sin sentido. Un momento después, él se había retirado, y ella quedó desolada.

Creyó que Moses dormía y permaneció inmóvil, escuchando su tranquila respiración, reteniéndolo en el círculo de sus brazos. Pero él estaba despierto y habló de súbito, sobresaltándola.

—Has estado hablando con Victoria Dinizulu —comentó. A ella le costó un esfuerzo volver la mente hacia aquella primera parte de la noche—. ¿Qué piensas de ella?

—Es una joven adorable. Inteligente y, obviamente, abnegada. Me ha agradado mucho.

Trataba de ser objetiva, pero los enfermizos celos estaban clavados en su vientre.

—Hice que la invitaran —dijo Moses—. Es la primera vez que la veo.

Tara quería preguntar por qué la había invitado, pero guardó silencio, pues temía la respuesta. Sabía que su intuición había sido acertada.

—Es de la casa real de los zulúes —agregó él, suavemente.

—Sí —susurró Tara—. Me lo ha comentado.

—Es una joven bonita, tal como me la habían descrito, y su madre tuvo muchos hijos varones. Nacen muchos hijos varones en la estirpe de Dinizulu. Será una buena esposa.

—¿Una esposa? —balbuceó Tara, que no esperaba aquello.

—Necesito aliarme con los zulúes; constituyen la tribu más grande y poderosa. Iniciaré las negociaciones con su familia de inmediato. Enviaré a Hendrick a Ladyburg para que hable con su padre y lo arregle todo. Será difícil, porque él es de la vieja escuela y se opone a los matrimonios entre tribus. Debe ser una boda que impresione a la tribu, y Hendrick convencerá al anciano de su conveniencia.

—Pero… pero… —Tara descubrió que estaba tartamudeando—. ¡Si apenas la conoces! ¡No has cambiado diez palabras con ella en toda la noche!

—¿Y eso qué tiene que ver? —Había un auténtico desconcierto en el tono de Moses. Se apartó de ella y encendió la lamparita de noche, deslumbrándola—. ¡Mírame! —ordenó, mientras le cogía la cara por el mentón. Después de estudiarla un momento, apartó los dedos como si hubiera tocado algo repugnante—. Te juzgué mal —dijo, desdeñoso Creí que eras una persona excepcional, una verdadera revolucionaria, una abnegada amiga de los negros de esta tierra, dispuesta a cualquier sacrificio. En cambio, me encuentro con una mujer débil y celosa, asediada por prejuicios de blancos burgueses.

El colchón se inclinó bajo ella al levantarse Moses. Parecía una torre junto a la cama.

—He estado perdiendo el tiempo —concluyó, mientras reunía sus ropas.

Aún desnudo, se volvió hacia la puerta. Tara se arrojó al otro extremo de la habitación para aferrarse a él, bloqueándole el paso.

—Perdona. No lo he dicho en serio. Perdóname, por favor, perdóname —le rogó.

Moses permanecía frío, altanero, callado. Tara comenzó a llorar; las lágrimas le ahogaban la voz al punto de no dejarle articular palabra.

Lentamente, deslizó los brazos con que lo rodeaba hasta quedar de rodillas, aferrada a sus piernas.

—Por favor —sollozó—. Haré cualquier cosa, pero no me dejes. Haré cuanto me digas, pero no me expulses así.

—Levántate —dijo él, por fin. Al verla de pie ante sí, como una penitente, agregó con suavidad—: Tienes una oportunidad más. Sólo una, ¿comprendes?

Ella asintió, enloquecida, ahogada aún por los sollozos y sin poder hablar. Alargó una mano vacilante y, como él no se apartara, lo cogió de la mano y volvió a llevarle a la cama.

Al hacerle el amor otra vez, Moses supo que estaba lista, por fin, completamente preparada. Haría cuanto se le ordenara.

Al amanecer, cuando despertó, Tara le vio inclinado sobre ella, mirándola con fijeza. De inmediato, revivió el temor de la noche, el terrible miedo al desprecio y el rechazo. Se sentía débil y estremecida, muy próxima a las lágrimas, pero él la tomó con calma y le hizo el amor, con tanta consideración, que la dejó reconfortada, nuevamente íntegra y vital de nuevo. Luego, le habló con serenidad.

—Voy a depositar mi confianza en ti —dijo Moses. La gratitud de Tara fue tan inmensa que la dejó sin aliento—. Voy a aceptarte como a una de nosotros, una del círculo íntimo.

Tara asintió, sin poder hablar, mirando al fondo de aquellos feroces ojos negros.

—Ya sabes cómo hemos conducido la lucha hasta ahora —prosiguió él—. Nos hemos ceñido a las reglas del hombre blanco. Pero él las ha legislado de tal modo que jamás podremos ganar. Peticiones y delegaciones, comisiones de investigación, representaciones… y, al final, siempre hay más leyes contra nosotros. Se gobierna cada faceta de nuestra vida: cómo trabajamos, dónde vivimos, adónde se nos permite viajar, cómo comemos, amamos o dormimos… —Se interrumpió con una exclamación de desprecio—. Se aproxima el momento de reescribir el libro" de esas reglas. Primero, la campaña de desafío, que servirá para mofarnos abiertamente de las leyes que nos atan. Después de eso… —Su expresión se había vuelto salvaje—. Después de eso, la lucha continuará hasta convertirse en una gran batalla.

Tara guardaba silencio al tiempo que estudiaba su rostro.

—Creo que, llegado cierto tiempo, el hombre que se enfrenta a un gran mal debe tomar la espada y hacerse guerrero. Debe levantarse y atacar.

La observaba, esperando una réplica.

—Sí —asintió ella—. Tienes razón.

—Esas son palabras, Tara. Pero ¿qué me dices de la acción? ¿Estás dispuesta a la acción?

Ella asintió.

—Estoy dispuesta.

—Sangre, Tara, no palabras. Matar, mutilar, incendiar. Arrancar y destruir. ¿Puedes enfrentarte a eso, Tara?

Ella, horrorizada, se enfrentó, por fin, a la realidad, no sólo a la mera retórica. En su imaginación, vio las llamas surgiendo del gran tejado de Weltevreden, la sangre en las paredes, con húmedo brillo bajo la luz del sol, y en el patio, los quebrados cuerpos de sus propios hijos. Estaba a punto de rechazar la imagen cuando él volvió a hablar.

—Hay que destruir el mal, Tara, para poder reconstruir una sociedad buena y justa.

Su voz era grave y magnética; corría por las venas como una droga. Las crueles imágenes desaparecieron. Miró más allá, hacia el paraíso, el paraíso terrestre que crearían juntos.

—Estoy dispuesta —dijo, sin rastros de temblor en la voz.

Aún les quedaba una hora antes de que Marcus la llevara al aeropuerto para tomar el vuelo a Ciudad del Cabo. Se sentaron ante la mesa de la galería, solos. Con gran lujo de detalles, Moses le explicó lo que debía hacer.

—Umkhonto we Sizwe: la Espada de la Nación —le dijo él.

El nombre reverberaba, resonando como acero pulido en su cerebro.

—En primer lugar, debes retirarte de todas las actividades liberales visibles. Abandonarás tu clínica.

—¡Mi clínica! —exclamó ella—. ¡Oh, Moses, mis pobres pequeños! ¿Qué harán…?

Se interrumpió al verle la expresión.

—Tú te cuidas de las necesidades físicas de un centenar —apuntó Moses—. A mí me preocupa el bienestar de veinte millones. Dime qué tiene más importancia.

—Llevas razón —susurró Tara—. Perdona.

—Usarás como excusa la campaña de desafío para declararte desilusionada con respecto al movimiento por la libertad. Anunciarás tu renuncia a la «Banda Negra».

—Oh, caramba, ¿qué dirá Molly?

—Molly está enterada —le aseguró él—. Ella sabe el porqué y te ayudará en todo sentido. Claro que la rama especial de la Policía te mantendrá bajo vigilancia por un tiempo, pero cuando dejes de darle material para sus archivos, perderán interés y se olvidarán de ti.

—Comprendo.

—Debes interesarte más por las actividades políticas de tu esposo y cultivar sus relaciones del Parlamento. Tu propio padre es el segundo líder de la oposición, con acceso a los ministros. Debes convertirte en nuestros ojos y nuestros oídos.

—Sí, puedo hacer todo eso.

—Más adelante, habrá otras tareas para ti. Algunas serán difíciles y hasta peligrosas. ¿Arriesgarías tu vida por la causa, Tara?

—Por ti, Moses Gama, haría más que eso. Con gusto, pondría esa vida a tus pies —replicó ella.

Moses, al ver que lo decía sinceramente, asintió con profunda satisfacción.

—Nos encontraremos cada vez que sea posible —le prometió—. Cuando podamos hacerlo sin riesgos. —Y la despidió con el saludo que se convertiría en el grito de batalla de la campaña de desafío—: ¡Mayibuye Áfrika!

Y ella respondió:

—¡Mayibuye Áfrika! ¡África, que persista!

«Soy una adúltera», pensó Tara, como lo había hecho todas las mañanas al sentarse ante el desayuno, en todas las semanas transcurridas desde su regreso de Johannesburgo. «Soy una adúltera». Y pensó que debía ser notorio, como una marca a fuego en su frente, a la vista de todo el mundo.

Sin embargo, Shasa la había saludado alegremente a su regreso, disculpándose por no haber podido ir en persona al aeropuerto y preguntándole si había disfrutado de su ilícito interludio con el Australopithecus.

—Podrías haberte buscado a alguien más joven. Me parece que una vejez de un millón de años es demasiado, ¿no?

Desde entonces, sus relaciones continuaban sin alteración.

Los niños, con excepción de Michael, parecían no haberla echado de menos en absoluto. Centaine, en su ausencia, había manejado la casa con el habitual puño de hierro oculto en un guante con sabor a caramelo. Una vez que los chicos saludaron a Tara con besos despreocupados, no hicieron sino comentar lo que Nana había hecho y lo que Nana había dicho. Tara cobró dolorosa conciencia de que había olvidado comprarles regalos. Sólo Michael actuaba de otro modo. Durante varios días no la perdió de vista; correteaba a su alrededor y hasta insistió en pasar con ella su preciosa tarde de sábado, en la clínica, mientras sus dos hermanos iban con Shasa a un partido de rugby.

La compañía de Michael le ayudó a aliviar un poco el dolor de efectuar los primeros arreglos para cerrar la clínica. Tuvo que pedir a tres enfermeras negras que comenzaran a buscar otro empleo.

—Por supuesto, se les pagará el sueldo hasta que encuentren otro empleo y yo les ayudaré hasta donde me sea posible.

De cualquier modo, tuvo que sufrir el mudo reproche de aquellos ojos.

Había pasado casi un mes. Se sentó ante la cargada mesa del desayuno, en una mañana de domingo, a la sombra moteada de: las enredaderas de la terraza, mientras las criadas, de almidonado uniforme blanco, trajinaban alrededor. Shasa leyó en voz alta extractos del Sunday Times, que nadie escuchó. Sean y Garrick peleaban agriamente, disputándose el puesto del mejor full-back del mundo, e Isabella reclamaba la atención del papá. Michael le estaba relatando detalladamente el argumento de su última lectura. Y Tara se sentía como una impostora, como una actriz desempeñando un papel que no había ensayado.

Shasa, por fin, arrugó el periódico y lo dejó caer junto a la silla, accediendo a la petición de Isabella:

—¡Quiero sentarme en tu regazo, papi!

Ignorando la ritual protesta de Tara, Shasa anunció:

—¡Atención todos! Daremos por iniciada la reunión y nos dedicaremos inmediatamente a resolver el grave problema de qué hacer con este domingo.

Eso precipitó algo muy parecido a un disturbio masivo, que Isabella puntuó con agudos reclamos de:

—¡Una merienda en el campo! ¡Al campo!

Y así se decidió, merced a que Shasa utilizó su voto decisivo en favor de la propuesta de su hija.

Tara trató de disculparse, pero Michael estaba tan cerca del llanto que optó por acceder. Montaron todos a caballo, mientras los sirvientes y los cestos con el almuerzo los seguían en un carrito de dos ruedas. Habrían podido ir en auto, por supuesto, pero hacerlo a caballo era el doble de divertido.

Shasa había hecho revestir de ladrillos el estanque formado bajo la cascada, con lo cual contaban con una piscina natural. A las orillas había un cenador con tejado de paja. La gran atracción era el largo tobogán que formaba la piedra lisa y vidriosa de la cascada, sobre un neumático, y la caída final hacia el verde estanque; viaje acompañado, en su totalidad, por aullidos y chillidos de júbilo. El juego nunca perdía interés y mantuvo a los chicos entretenidos durante toda la mañana.

Shasa y Tara, en traje de baño, holgazaneaban sobre la hierba de la ribera, disfrutando del sol. En los primeros días de casados, habían ido allí con frecuencia, aun antes de que la piscina y el cenador fueran construidos. En realidad, Tara estaba segura de que más de uno de los niños había sido concebido en esa ribera. Y parte de esos cálidos sentimientos persistían aún. Shasa abrió una botella de «Riesling». Ambos se mostraron más relajados y mutuamente amistosos que en los últimos años.

Shasa, percibiendo su oportunidad, sacó la botella del hielo y volvió a llenar la copa de Tara.

—Querida mía —dijo luego—, debo decirte algo de mucha importancia para nosotros dos, algo que puede cambiar profundamente nuestra vida.

«Tiene otra mujer», pensó ella, entre temerosa y aliviada. Por eso, en un principio, no comprendió lo que él le estaba diciendo. De pronto, se estrelló contra la enormidad de la noticia: Shasa iba a unirse a los otros, se pasaba a los bóers. Iba a incorporarse a la banda de hombres más malignos, que África engendró jamás, esos supremos arquitectos de angustia, sufrimiento y opresión.

—Creo que se me ofrece la oportunidad de utilizar mi talento financiero para el bien de esta tierra y de su gente —estaba diciendo él.

Tara hizo girar el pie de su copa entre los dedos, contemplando el líquido dorado, sin atreverse a levantar la vista para que él no adivinara lo que estaba pensando.

—Lo he estudiado en todos sus aspectos y lo he discutido con Mater. Creo que tengo un deber para con el país, para con la familia y para conmigo mismo. Creo que debo hacerlo, Tara.

Era terrible sentir que los últimos y magullados frutos de su amor por él se marchitaban y caían. De pronto, casi instantáneamente, se sintió libre y ligera. La carga había desaparecido. En cambio, experimentó un arrebato de emoción opuesta, tan poderosa que no pudo darle nombre. Por fin, comprendió que era odio.

Se preguntó cómo había podido sentirse culpable hacia él, cómo había podido amarle siquiera. La voz de Shasa seguía y seguía, justificándose, tratando de excusar lo inexcusable, y ella aún no se atrevía a mirarle para evitar que él leyera sus pensamientos. Sentía una necesidad casi irresistible de gritarle: «¡Eres tan cruel, egoísta y maligno como ellos!», de atacarlo físicamente, de arrancarle el único ojo con las uñas. Necesitó de toda su voluntad para mantenerse quieta. Recordó lo que Moses le había dicho y se aferró a sus palabras. Parecían lo único cuerdo en toda esa locura.

Shasa concluyó la explicación que había preparado para ella con tanto cuidado y se quedó aguardando la respuesta. Tara, sentada sobre el mantel a cuadros tendido al sol, con las piernas recogidas bajo el cuerpo, contemplaba fijamente la copa que tenía en las manos. Él la miró como no lo hacía desde hacía años. La vio aún hermosa, con el cuerpo suave y bronceado; su cabello chisporroteaba al sol con luces 'de rubí; sus grandes senos, que siempre lo atrajeron tanto, parecían haber vuelto a llenarse. Se sintió atraído por ella, excitado sexualmente, después de tanto' tiempo, y alargó una mano para tocarle la mejilla.

—Habla —invitó—. Dime lo que piensas de esto.

Ella levantó el mentón y lo observó con fijeza. Por un instante, Shasa quedó helado ante esos ojos inescrutables, inmisericordes, como la mirada de un león. Luego, Tara sonrió y se encogió de hombros. Seguramente, él estaba equivocado; no podía ser odio lo que había leído en su expresión.

—Si ya estás decidido, Shasa, ¿para qué necesitas mi aprobación? Nunca he podido evitar que hicieras lo que desearas. ¿A qué pretender ahora que podría impedírtelo? —se mostró sorprendido y aliviado, pues esperaba una encarnizada batalla.

—Quería explicarte las causas —dijo—. Quiero hacerte saber que los dos deseamos lo mismo: prosperidad y dignidad para todos los habitantes de esta tierra. Sólo tenemos diferentes medios de intentarlo, y yo creo que mi sistema es más efectivo.

—Repito, ¿para qué necesitas mi aprobación?

—Necesito tu colaboración —corrigió él—. En cierto modo, esta oportunidad depende de ti.

—¿Cómo? —preguntó ella.

Apartó la vista hacia los niños, que seguían chapoteando y haciendo cabriolas. Sólo Garrick estaba fuera del agua. Sean lo había sumergido y el chico temblaba al borde de la piscina. Su cuerpo flaco aparecía azulado por el frío. Forcejeaba por respirar; las costillas le sobresalían del torso al toser y con cada jadeo.

—Garry —anunció ella con aspereza—, basta ya. Sécate y ponte el albornoz.

—Oh, mamá —protestó él.

Su madre lo fulminó con la mirada.

—Ahora mismo. —Mientras él se alejaba, reacio, hacia la glorieta, Tara se volvió hacia Shasa—. ¿Con que quieres mi colaboración? —se sentía completamente dueña de sí. No le dejaría ver lo que pensaba de él y de su monstruosa intención—. Dime qué esperas de mí.

—No te sorprenderá saber que el Departamento de Seguridad tiene un extenso expediente tuyo.

—Considerando que me han arrestado tres veces… —Tara volvió a sonreír, tensa y sin humor—, tienes razón: no me sorprende en absoluto.

—En resumen, querida, me sería imposible mantener mi cargo en el Gabinete si tú siguieras alborotando con tus hermanas de la «Banda Negra».

—¿Quieres decir que abandone mi tarea política? ¿Y mis antecedentes? Recuerda que soy pájaro de cuenta.

—Por suerte, la Policía de seguridad te mira con cierta indulgencia divertida. He visto una copia de tu expediente. El dictamen es que eres una aficionada ingenua e impresionable, que se deja llevar con facilidad por compañeros más malignos.

Ese insulto era difícil de soportar. Tara se levantó de un salto Y caminó alrededor de la piscina. Tomó a Isabella de la muñeca y la sacó a tirones.

—Basta también para ti, jovencita. —Ignorando sus aullidos de protesta, le quitó el traje de baño.

—¡Me estás haciendo daño! —se quejó Isabella, mientras Tara le frotaba el empapado cabello con una toalla seca, antes de envolverla en ella.

Corrió hacia su padre, tropezando con un pico de la toalla.

—Mamá no me deja nadar —protestó, trepando a su regazo.

—La vida está llena de injusticias. —Shasa la abrazó.

La niña, con un último sollozo convulsivo, acomodó los rizos mojados contra el hombro de su padre.

—De acuerdo. Soy una aficionada inútil —dijo Tara, dejándose caer en el mantel. Había recobrado su compostura. Se sentó frente a él, cruzada de piernas—. ¿Y si me niego a ayudarte? ¿Y si continúo siguiendo los dictados de mi conciencia?

—No trates de obligarme a una confrontación, Tara —pidió él.

—Tú siempre consigues lo que deseas, ¿verdad, Shasa? —Le estaba provocando, pero él sacudió la cabeza, negándose al desafío.

—Quiero que discutamos esto con tranquilidad y lógica. Ella no pudo dejar de mofarse. El insulto aún le dolía.

—Yo me quedaría con los chicos. Creo que lo sabes, ¿no? Tus sagaces abogados no habrán dejado de advertírtelo.

—Por Dios, Tara, sabes que no es eso lo que estaba pensando —reprochó él con frialdad. Sin embargo, estrechó a la niña con' más fuerza. Isabella levantó la mano para tocarle el mentón.

—Pinchas —murmuró alegremente, sin captar las tensiones—. Pero igual te quiero, papaíto mío.

—Sí, mi ángel. Yo también te quiero. —Y a Tara—: No era mi intención amenazarte.

—Todavía no —aclaró ella—. Eso es lo que viene después, si es que te conozco. Y creo que sí.

—¿No podemos discutir esto con algo de sensatez?

—No hace falta —capituló Tara de pronto—. Ya estoy decidida. Ya había visto la inutilidad de nuestras pequeñas protestas. Sé, desde hace tiempo, que es malgastar la vida. He estado descuidando a los chicos. Durante mí último viaje a Johannesburgo, decidí volver a mis estudios y dejar la política a los profesionales. Ya había decidido renunciar a la «Banda Negra» y cerrar la clínica o entregarla a otra persona.

Él quedó asombrado. Desconfiaba de una victoria tan fácil.

—¿Qué pides a cambio? —preguntó.

—Quiero volver a la Universidad y estudiar arqueología —replicó ella, con sequedad—. Y quiero contar con libertad absoluta para viajar cuando convenga a mis estudios.

—Trato hecho —concedió él, con prontitud, sin hacer nada para disimular su alivio—. Mantente limpia en el aspecto político y podrás hacer lo que gustes.

Muy a su pesar, desvió la mirada hacia aquellos atractivos senos. Era cierto: se habían llenado y abultaban las finas tazas del bikini. Shasa sintió una inmensa necesidad de ella.

Tara vio su expresión. La conocía bien y el asco la inundó. Después de lo que acababa de decirle, después de los insultos arrojados con tanta indiferencia, después de la traición de cuanto ella consideraba sagrado y querido, jamás podría aceptarle otra vez. Tiró de su bikini para cubrirse y buscó la bata.

Shasa quedó encantado con el trato. Aunque rara vez bebía más de una copa, esa tarde acabó con la botella de «Riesling», mientras preparaba el asado con los varones.

Sean se tomó muy en serio sus tareas de ayudante. Sólo una o dos de las chuletas cayeron a tierra, pero él se apresuró a explicar a sus hermanos menores:

—Éstas son para vosotros. Si no apretáis mucho los dientes, ni siquiera os daréis cuenta de que tienen polvo.

Isabella, en la mesa del cenador, ayudaba a Tara a preparar la ensalada, adobándose generosamente con el aderezo. Cuando todos se sentaron a comer, Shasa hizo que los niños chillaran de risa ante sus relatos. Sólo Tara permaneció altanera, ajena a la hilaridad general.

Cuando los niños recibieron permiso para abandonar la mesa, con la recomendación de no nadar hasta pasada una hora para hacer bien la digestión, Tara le preguntó, en voz baja:

—¿A qué hora te vas mañana?

—Temprano —respondió él—. Debo estar en Johannesburgo antes del almuerzo. Viene Lord Littleton, en el «Comet» que llega de Londres, y quiero estar allí para recibirle.

—¿Cuánto tardarás en volver, esta vez?

—Después del lanzamiento, David y yo haremos un recorrido.

Shasa había querido que ella asistiera a la fiesta con que celebrarían y harían publicidad de la apertura de la suscripción de acciones para la nueva mina. Tara se había disculpado, pero pudo observar que Shasa no repetía su invitación.

—Estarás ausente unos diez días, entonces. —Cada tres meses, Shasa y David efectuaban un recorrido por todas las empresas de la compañía, desde la planta química de Chaka y la papelera del Transvaal hasta la mina «H’ani» en el desierto de Kalahari, que era la nave insignia de la empresa.

—Quizás un poco más —observó él—. Pasaré cuatro días en Johannesburgo.

Pensaba, alegremente, en Marylee, la graduada en ingeniería electrónica, y en su «IBM» 701.