Moses Gama fue designado miembro del Consejo Representativo de Nativos, ese infame intento gubernamental de apaciguar las aspiraciones políticas de los negros, pero renunció con un comentario ya célebre: «He estado hablando por un teléfono de juguete sin que nadie escuchara al otro lado…».
Se produjo un estallido de risas y aplausos. Por fin, Molly se volvió hacia Moses Gama.
—Sé que no puedes decirnos nada que nos consuele y nos tranquilice, pero en esta sala, Moses Gama, hay muchos corazones que laten con el tuyo y están dispuestos a sangrar con él.
Tara aplaudió hasta que las palmas de las manos le ardieron Luego, se inclinó hacia delante para escuchar, mientras Moses avanzaba hacia el frente del estrado.
Vestía un pulcro traje azul y corbata azul oscura, con camisa blanca. Resultaba curioso, porque era el más formal de la concurrencia, llena de jerséis de lana muy holgados, viejas chaquetas deportivas con parches de cuero en los codos y manchas de salsa en las solapas. Su traje era de corte serio y caía con elegancia desde sus atléticos hombros, pero le daba un aspecto de brío, como si luciera el manto de leopardo de la realeza y las plumas de garza azul en la cabeza. Su voz sonaba grave y conmovedora.
—Amigos míos: hay un solo ideal al que me aferro con todo mi corazón, y que defenderé con la vida misma: todo africano tiene un derecho primario, inherente e inalienable al África, que es su continente y su única tierra madre.
Así comenzó Moses Gama, y Tara escuchó, encantada, mientras él detallaba el modo en que ese derecho inherente les había sido negado a los negros desde trescientos años atrás, y explicaba que, desde la asunción del Gobierno nacionalista, esa idea se atrincheraba formalmente en un monumental edificio de leyes, ordenanzas y edictos, que era, en la práctica, la política del apartheid.
—Todos hemos oído decir —continuó Moses— que el concepto del apartheid es, en sí; tan grotesco, tan lunático, que no puede resultar. Pero os advierto algo, amigos míos: los hombres que han concebido este descabellado plan son tan fanáticos y tenaces, están tan convencidos de su divina inspiración, que lo harán funcionar por la fuerza. Ya han creado un vasto ejército de mezquinos funcionarios civiles para administrar esta locura; tienen todos los recursos de una tierra rica en oro y minerales tras de sí. Os advierto que no vacilarán en malgastar esa riqueza en la construcción de ese Frankenstein ideológico. No hay precio a pagar, en riquezas materiales y en sufrimientos humanos, que a ellos les resulte demasiado alto. —Moses Gama hizo una pausa y miró a su público.
Tara tuvo la impresión de que sentía, personalmente, cada tormento de su pueblo, que estaba colmado de un sufrimiento insoportable para cualquier mortal.
—A menos que se les presente oposición —siguió él—, amigos míos, harán de esta encantadora tierra un sitio desolado, una abominación, un lugar desprovisto de compasión, de justicia, un país material y espiritualmente quebrado. —Moses Gama extendió los brazos—. Estos hombres, a quienes desafiamos, nos llaman traidores. Pues bien, amigos míos, a quien no se les oponga yo le llamo traidor, traidor a África.
Se calló de pronto, fulminándolos con su acusación, y todos quedaron mudos por un instante; luego, estallaron en vítores. Sólo Tara permaneció en silencio en medio del bullicio, mirándolo con fijeza; no tenía voz; temblaba como si llevara la malaria en la sangre.
Moses dejó caer la cabeza hasta que el mentón se le apoyó en el pecho. Todos creyeron que había terminado, pero él volvió a levantar su magnífica cabeza y alargó los brazos.
—¿Oponernos a ellos? ¿Cómo oponernos? Yo os respondo: nos oponemos con todas nuestras fuerzas y nuestra decisión, con todo nuestro corazón. Si para ellos no hay precio demasiado alto, no lo habrá para nosotros. Yo os digo, amigos míos, que no existe nada… —Hizo una pausa, para dar énfasis a sus palabras—. No existe nada que yo no esté dispuesto a hacer para afianzar la lucha.
Estoy dispuesto a morir y a matar por ella.
Ante tan mortífera resolución, la sala guardó silencio. Para aquellos que practicaban una dialéctica socialista elegante, para los intelectuales afeminados, esa declaración resultaba amenazadora e inquietante; sonaba a huesos rotos y olía a sangre fresca.
—Nos hallamos listos para comenzar, amigos míos, y nuestros planes ya están muy avanzados. Dentro de pocos meses, llevaremos a cabo una campaña nacional, como desafío a estas monstruosas leyes del apartheid. Quemaremos los pases que la ley parlamentaria nos ordena llevar, esos odiados dompas, que equivalen a la estrella impuesta a los judíos en otros tiempos; un documento que nos caracteriza como pertenecientes a una raza inferior. Haremos una hoguera con ellos, y el humo ofenderá las narices del mundo civilizado. Nos sentaremos en restaurantes y cines reservados para los blancos, viajaremos en tren, en los vagones reservados para los blancos, y nadaremos en las playas reservadas para los blancos. Gritaremos a la Policía fascista: «¡Venid a arrestarnos! Y nuestros millares de detenidos desbordarán las cárceles del hombre blanco, bloquearán sus tribunales, hasta que todo el aparato del gigantesco apartheid se derrumbe bajo tanto peso».
Terminada la charla, Tara se quedó, tal como él le había pedido.
Molly, después de despedir a la mayoría de sus invitados, se acercó a ella y la cogió del brazo.
—¿Te arriesgas con mis tallarines a la boloñesa, querida?, sabes que soy la peor cocinera de toda África, pero tú eres valiente.
Sólo seis personas fueron invitadas a la tardía cena. Se sentaron fuera, en el patio, entre el zumbido de los mosquitos; de vez en cuando, un golpe de viento les llevaba una ráfaga sulfurosa de las cloacas abiertas al otro lado del río Negro. Eso no pareció arruinar el apetito de nadie; todos devoraron los tristemente célebres tallarines de Molly, haciendo que pasaran con grandes vasos de vino común. A Tara le resultó un alivio, después de las complicadas comidas servidas en Weltevreden, siempre acompañadas por la religiosa degustación de vinos que costaban, por botella, lo que un empleado ganaba en todo un mes de trabajo. En casa de Molly la comida y el vino eran sólo combustible para la mente y la lengua no objeto de vanagloria.
Tara se había sentado junto a Moses Gama. comió con franco apetito, pero apenas tocó el vaso de vino. Comía con modales africanos: ruidosamente, con la boca abierta. Sin embargo, eso no ofendió a Tara en absoluto. De algún modo, confirmaban que él era diferente, un hombre de su propio pueblo.
Al principio, Moses dedicó la mayor parte de su atención a los otros huéspedes, respondiendo a las preguntas y a los comentarios que se le hacían desde otros sitios. Gradualmente, fue concentrándose en Tara; al principio, la incluyó en su conversación general; por fin, cuando terminaron de comer, se volvió en la silla para ponerse frente a ella y bajó la voz para excluir a los demás.
—Conozco a su familia —dijo—. Los conozco bien, a Mrs. Centaine Courtney y, más especialmente, a su esposo, Shasa Courtney.
Tara quedó sorprendida.
—Nunca he oído que ellos le mencionaran a usted.
—Claro. Nunca he sido importante para ellos. Casi seguro que me han olvidado hace mucho tiempo.
—¿Dónde y cuándo los conoció?
—Hace veinte años, cuando su esposo era un niño aún. Yo supervisaba la mina «H’ani», en África del Sudoeste.
—La «H’ani» —asintió Tara—. Sí, es la fuente de la fortuna de los Courtney.
—Shasa Courtney fue enviado allí por su madre para que aprendiera el funcionamiento de la mina. Trabajamos juntos durante unas pocas semanas, codo con codo… —Moses se interrumpió con una sonrisa—. Nos llevábamos bien, todo lo bien que un hombre negro y un patroncito blanco pueden llevarse, supongo. Conversábamos mucho, y él me regaló un libro: la Historia de Inglaterra, de Macaulay. Todavía la conservo. Recuerdo que algunas de mis expresiones lo intrigaban y preocupaban. Una vez me dijo: «Moses, eso es política. Los negros no participan en política. Eso es asunto de los blancos». —Moses rió por lo bajo ante el recuerdo, pero Tara frunció el entrecejo.
—Como si le estuviera oyendo —convino con él—. No ha cambiado mucho en veinte años.
Moses dejó de reír.
—Su esposo se ha convertido en un hombre poderoso. Tiene mucho dinero, mucha influencia.
Tara se encogió de hombros.
—¿De qué sirven el poder y la riqueza, si no se los utiliza con sabiduría y compasión?
—Usted es compasiva, Tara —dijo él, suavemente—. Aun sin conocer la obra que usted realiza por mi pueblo, lo adivinaría al verla.
Tara bajó la vista, sin poder sostener su ardorosa mirada.
—Sabiduría… —La voz del negro se hizo más baja—. Creo que también la tiene. Fue sabia y prudente al no mencionar nuestro último encuentro ante los demás.
Tara levantó la cabeza y lo miró fijamente. El entusiasmo de la velada le había hecho olvidar aquel encuentro en los alrededores prohibidos del Parlamento.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Qué hacía usted allí?
—Algún día podré decírselo —respondió él—. Cuando seamos amigos.
—Lo somos —sugirió ella.
Él asintió.
—Sí, creo que somos amigos, pero la amistad debe ser puesta a prueba. Ahora hábleme de su obra, Tara.
—Es tan poco lo que puedo hacer…
Y ella le habló de la clínica y del plan de alimentación para niños y ancianos, sin reparar en su propio entusiasmo hasta que él volvió a sonreír.
—No me equivocaba: usted siente compasión, Tara, una compasión enorme. Me gustaría ver esa obra. ¿Es posible?
—Oh, ¿de veras? ¡Sería maravilloso!
Al día siguiente, Molly lo llevó a la clínica.
La institución estaba en el costado sur de la ciudad negra de Nyanga; el nombre significaba «aurora» en lengua xhosa, pero resultaba muy poco adecuado. Como casi todas las ciudades negras, estaba compuesta de filas de cabañas idénticas, de ladrillos y con tejados de metal, separadas por callejuelas polvorientas; aunque estéticamente feas y poco originales, ofrecían alojamiento adecuado, con agua corriente, cloacas y electricidad. Sin embargo, más allá de la población propiamente dicha, en las espesas dunas del cabo, había brotado una ciudad de cobertizos que albergaba al excedente de negros emigrados de las empobrecidas zonas rurales Y eran esos pobres diablos quienes formaban parte de la clientela de la clínica de Tara.
Esta, orgullosa, guió a Moses y a Molly por el pequeño edificio.
—Hoy no ha venido ninguno de los médicos voluntarios, porque estamos en fin de semana —explicó.
Moses se detuvo a conversar con las enfermeras negras, y con algunas de las madres que esperaban en el patio, pacientes, con sus pequeños.
Más tarde, ella hizo café para los tres en la diminuta oficina Cuando Gama le preguntó cómo se financiaba la clínica, la vaga respuesta fue:
—Oh, recibimos una asignación del Gobierno provincial… Pero Molly Broadhurst la interrumpió.
—No te dejes engañar, Moses. Casi todos los gastos normales los paga Tara de su propio bolsillo.
—Engaño a mi esposo con los gastos de la casa —rió Tara, restándole importancia.
—¿No podríamos dar una vuelta en coche por los caseríos de colonos furtivos? Me gustaría verlos.
Moses miraba a Molly, pero ella se mordió el labio y miró su reloj.
—Oh, caramba, se me hace tarde.
Tara intervino de inmediato.
—No te preocupes, Molly. Yo lo llevaré. Más tarde lo dejaré en tu casa.
El viejo «Packard» se bamboleaba sobre las sendas arenosas, entre las dunas, donde los sauces habían sido derribados para dejar sitio a chozas de ondulado metálico, cartón y desgarradas láminas de plástico. De vez en cuando, abandonaban el vehículo para caminar entre los cobertizos. El viento del sudeste rugía desde la bahía, llenando el aire de polvo, y ellos se veían obligados a inclinarse contra él.
Los pobladores conocían a Tara y la saludaban, sonrientes; los niños corrían a su encuentro y bailaban a su alrededor, mendigando los dulces baratos que ella tenía siempre en el bolsillo.
—¿De dónde sacan el agua? —preguntó Moses.
Tara le mostró los bidones preparados por los niños mayores con viejas cubiertas de automóviles. Los llenaban en un grifo comunitario, en los límites de la población oficial, a kilómetro y medio de distancia, y los llevaban rodando hasta sus covachas.
—Ellos cortan los sauces para tener leña —dijo Tara—, pero, en invierno, los niños están siempre resfriados o enfermos de gripe y neumonía. Y no me pregunte por las cloacas… —Olfateó el denso olor de las letrinas, disimuladas con trozos de vieja tela alquitranada.
Cuando Tara estacionó el «Packard» ante la puerta trasera de la clínica y apagó el motor, ya estaba casi oscuro. Ambos permanecieron en silencio por algunos minutos.
—Lo que hemos visto no es peor que otras cien poblaciones donde he pasado la mayor parte de mi vida —dijo Moses.
—Lo siento.
—¿Por qué se disculpa? —preguntó Moses.
—No lo sé, pero me siento culpable.
Sabiendo que aquello sonaba ridículo, Tara abrió la portezuela del «Packard».
—Debo ir a mi oficina —agregó ella—, a buscar algunos papeles. En un minuto volveré para llevarle a casa de Molly.
La clínica estaba desierta. Las dos enfermeras se habían retirado una hora antes, después de cerrar. Tara abrió con su propia llave y cruzó el único consultorio hasta su oficina. Mientras se lavaba las manos, se echó un vistazo en el espejo que pendía sobre el lavabo del rincón. Estaba ruborizada y los ojos le brillaban. La horrible pobreza del campamento no la deprimía como antes. En realidad, sentía un escozor de vida y un extraño regocijo.
Guardó en su cartera la carpeta con la correspondencia y las facturas, echó la llave al cajón de su escritorio y, después de asegurarse de haber desenchufado la estufa eléctrica, de que las ventanas estuvieran cerradas, apagó las luces y salió apresuradamente al consultorio. Allí se detuvo, sorprendida. Moses Gama la había seguido al interior del edificio y estaba sentado en la blanca camilla, contra la pared opuesta.
—Oh —reaccionó ella—, discúlpeme por tardar tanto.
El meneó la cabeza. Luego, se levantó y cruzó el suelo de mosaicos. Se detuvo frente a ella, estudiándole el rostro con expresión solemne. Ella se sentía torpe e insegura.
—Usted es una mujer notable —dijo Moses, con voz grave y baja.
Tara nunca le había oído esa entonación.
—Nunca conocí a otra blanca como usted.
Como a ella no se le ocurriera respuesta alguna, Gama continuó con suavidad:
—Usted es rica y privilegiada. Le ha sido dado todo lo que la vida puede ofrecer, pero viene aquí, a esta pobreza, a esta miseria.
Alargó una mano y le tocó el brazo. La palma y el lado interior de los dedos eran de un color rosado pálido, que contrastaba vívidamente con el dorso y los oscuros antebrazos; su piel estaba fresca. Tara se preguntó si en verdad sería así o si la de ella estaba ardiendo. Se sentía acalorada; como si tuviera una caldera funcionando en el fondo de su cuerpo. Contempló la mano posada en su brazo, claro y suave. Nunca hasta entonces, un hombre negro había tocado con esa lentitud, con esa deliberación.
Dejó bajar de su hombro la correa de su cartera, que cayó al suelo con un golpe seco. Hasta ese momento, había mantenido las manos cruzadas ante su cuerpo, en un instintivo gesto de defensa pero las dejó caer a los costados. De forma casi involuntaria, arqueó la espalda e impulsó la parte inferior de su cuerpo hacia él. Al mismo tiempo, levantó la cabeza para mirarle a los ojos. Sus labios se entreabrieron y su respiración se aceleró. Se veía reflejada en los ojos de Moses.
—Sí —dijo.
Él le acarició el brazo, desde el codo hasta el hombro. Tara se estremeció y cerró los ojos. Moses le tocó el seno izquierdo sin que ella se apartara. La mano masculina se cerró en torno de el y su carne se endureció; el pezón, henchido, empujaba contra la palma de Gama; él la oprimió. La sensación fue tan intensa que le resultó dolorosa, y ahogó una exclamación, dejándola correr por su columna, esparciéndose como las ondas en un estanque cuando se arroja una piedra.
La excitación sexual fue tan abrupta, que la cogió por sorpresa Hasta entonces, nunca se había tenido por una mujer sensual Shasa era el único hombre de su vida, y aún a él le costaba mucha habilidad y paciencia despertar su deseo. Sin embargo, al contacto de Moses sintió que sus huesos se derretían de deseo y que su entrepierna se fundía como cera al fuego. No podía respirar, tan fuerte era su necesidad de ese hombre.
—La puerta —barbotó—. Cierra con llave.
Entonces, vio que él ya lo había hecho y se sintió agradecida, pues no se creía capaz de soportar la menor demora. Él la levantó apresuradamente en brazos y la transportó hasta la camilla. La sábana que la cubría estaba impecable y tan almidonada, que crujió bajo su peso.
Moses era tan enorme que la aterrorizó. Aunque había dado a luz a cuatro hijos, tuvo la sensación de que se desgarraba ante la negrura que la estaba llenando; y, entonces, el terror pasó y fue reemplazado por una extraña sensación de santidad. Ella era el cordero del sacrificio; con ese acto, redimía todos los pecados de su propia raza, todas las violaciones cometidas por ésta contra el pueblo Moses durante siglos; estaba borrando la culpa que había sido estigma desde que tenía memoria.
Cuando él, por fin, quedó tendido sobre su cuerpo, atronando el oído con su respiración, y las últimas convulsiones sacudiera sus grandes músculos negros, Tara se aferró a él con jubilosa gratitud. De una sola vez, Moses la había liberado de culpa y convertido en esclava suya para siempre.
Abatida por la tristeza posterior al amor y por la certidumbre de que su mundo estaba alterado para siempre, Tara cubrió en silencio el trayecto hasta la casa de Molly. Estacionó una manzana antes y, sin apagar el motor, se volvió para estudiar el rostro de Moses a la luz de la calle.
—¿Cuándo volveré a verte? —repitió la pregunta que innumerables mujeres habían hecho antes que ella en la misma situación.
—¿Quieres volver a verme?
—Más que nada en la vida. —En ese momento, no pensaba siquiera en sus hijos. Él era lo único importante de toda su existencia.
—Será peligroso.
—Lo sé.
—El castigo si nos descubren… el deshonor, el ostracismo, la prisión… Tu vida quedaría destruida.
—Mi vida era un páramo —dijo ella con suavidad—. Su destrucción no importaría mucho.
Él analizó sus facciones con cuidado, buscando rastros de falsedad. Por fin, quedó satisfecho.
—Mandaré a buscarte cuando no haya peligro.
—Acudiré de inmediato cuando quiera que me llames. —Ahora, debo dejarte. Llévame a la casa.
Ella estacionó junto a la casa de Molly, a la sombra, donde nadie pudiera verlos desde la calle.
«Ahora comienzan los subterfugios y los encubrimientos —pensó Tara, con calma—. No me he equivocado. Ya nada volverá a ser igual».
Él no intentó abrazarla. No era costumbre africana. La miró fijamente; el blanco de sus ojos relucía como marfil en la penumbra.
—¿Te das cuenta de que, al elegirme a mí, eliges la lucha? —preguntó.
—Sí, lo sé.
—Te has convertido en un guerrero. Ni tú ni tus necesidades, ni siquiera tu vida, tienen importancia. Si debes morir por la lucha, no levantaré un dedo para salvarte.
Ella asintió.
—También lo sé. —La nobleza de la idea le llenaba el pecho, dificultándole la respiración, de modo que su voz sonó apenas como un susurro trabajoso—: Amor más grande ningún hombre lo ha tenido. Haré cualquier sacrificio que me pidas.
Moses fue a la habitación para huéspedes que Molly le había asignado. Mientras se lavaba la cara, Marcus Archer entró sin llamar, cerró la puerta y se apoyó contra ella, observando a Moses por el espejo.
—¿Y bien? —preguntó por fin, aunque temía la respuesta.
—Tal como lo planeamos. —Moses se secó la cara con una toalla limpia.
—Odio a esa perra tonta —observó Marcus, suavemente.
—Acordamos que era necesario. —Gama eligió una camisa entre las que llevaba en la maleta.
—Ya lo sé —repuso Marcus—. Recuerda que yo mismo lo sugerí pero no por eso debe gustarme.
—Es sólo un instrumento. No cometas la tontería de mezclar los sentimientos personales en esto.
Marcus Archer asintió. A fin de cuentas, él deseaba poder actuar como un verdadero revolucionario, uno de los férreos hombres que se necesitaban para la lucha, pero sus sentimientos hacia ese hombre, por Moses Gama, eran más fuertes que todas sus convicciones políticas.
Sabía que esos sentimientos eran completamente unilaterales De año en año, Moses lo había utilizado con tanto cinismo e inteligencia como planeaba hacer con la Courtney. Su gran atractivo sexual era para Gama, sólo otra arma de su arsenal, otro remedio para manipular a la gente, Podía utilizarlo con hombres o con mujeres, o jóvenes o ancianos, por poco atractivos que fueran, y Marcus admiraba esa habilidad, aunque, al mismo tiempo, lo devastaba con ella.
—Mañana viajaremos a la Witwatersrand —dijo, y se apartó de la puerta, dominando sus celos por el momento—. Tengo todo dispuesto.
—¿Tan pronto? —se extrañó Moses.
—He hecho los arreglos necesarios. Viajaremos en coche.
Era uno de los problemas que dificultaban su labor; para el hombre negro resultaba difícil viajar a través del subcontinente pues, en cualquier momento, debía presentar sus dompas y someterse a un interrogatorio, en cuanto las autoridades notaban que estaba lejos del domicilio registrado en el pase, sin motivos aparentes o que el pase no llevaba el sello de un empleador.
La vinculación entre Moses y Marcus, así como el trabajo que nominalmente desempeñaba en la Cámara de Minas, le daban una valiosa cobertura cuando era necesario viajar, pero siempre requerían de correos. Esa era una de las funciones que Tara Courtney desempeñaría. Además, por nacimiento y por matrimonio, ella ocupaba un alto puesto y podría proporcionarles una información utilísima para la planificación. Más adelante, cuando ya hubiera demostrado su lealtad, se le daría otro trabajo, más peligroso:
Shasa comprendió que, al fin y al cabo, sería el consejo de su madre lo que rompería ese delicado equilibrio, decidiéndolo a aceptar o rechazar el ofrecimiento que le había sido hecho durante la cacería, en las planicies de Orange.
Shasa habría sido el primero en despreciar a cualquier otro hombre de su edad que siguiera pegado a las faldas maternas, pero nunca se le hubiera ocurrido pensar que eso también pudiera aplicársele a él. El hecho de que Centaine Courtney-Malcomess fuera su madre era puramente accidental. Influía en él porque contaba con el cerebro más astuto, en lo financiero y en lo político al que él tuviera acceso; también era su socia en la empresa y su única confidente. Jamás se le habría ocurrido tomar una decisión tan importante sin consultarle.
Tras su regreso a Ciudad del Cabo, esperó una semana, destilando sus propios sentimientos y a la espera de una oportunidad para hablar con Centaine a solas, pues no dudaba sobre la reacción de su padrastro. Blaine Malcomess era el representante de la oposición en la Subcomisión parlamentaria que estudiaba el proyecto para la fabricación de aceite a partir del carbón, como parte de un plan gubernamental a largo plazo para reducir las importaciones de petróleo crudo. La comisión iba a presenciar una demostración y Centtaine, por esa vez, no acompañaría a su esposo. Era la oportunidad que Shasa esperaba.
En menos de una hora, en coche, se podía llegar desde Weltevreden, cruzando el paso de Constancia y descendiendo por las montañas hasta la costa atlántica, hasta el hogar que Centaine había creado para Blaine. La casa se levantaba en veinte hectáreas de montaña, cubierta de vegetación silvestre, que descendía a los Promontorios rocosos y las blancas playas. La casa original, «Rhodes Hill», había sido construida durante el tiempo de la reina Victoria por uno de los antiguos magnates mineros, pero Centaine había rehecho completamente el interior.
Estaba esperando a Shasa en la galería y, al verlo estacionar el «Jaguar», bajó los peldaños a la carrera para ir a abrazarle.
—Estás adelgazando demasiado —le regañó, con cariño.
La llamada telefónica le había hecho suponer que él deseaba mantener una conversación muy seria, y ambos tenían sus tradiciones para eso. Centaine lucía una blusa de algodón escotada, pantalones amplios y botas cómodas. Sin discutir, lo cogió del brazo y echaron a andar por el sendero que rodeaba sus rosaledas y ascendieron por la salvaje colina.
La última parte del sendero era empinada y desigual, pero Centaine no aminoró el paso y fue la primera en llegar a la cima. Su respiración apenas se había alterado; un minuto después, era perfectamente normal. «Se mantiene en estupendas condiciones. Sólo Dios sabe cuánto gasta en curas de salud y pociones. Y se ejercita como un atleta profesional», pensó Shasa, sonriéndole con orgullo mientras rodeaba aquella firme cintura con un brazo.
—¿No es un bello lugar? —Centaine se reclinó contra él, bajando la vista a la fría corriente verde, que se arremolinaba envuelta en espumas, rodeando el talón de África, que lucía espuelas y blindajes de roca negra, como un caballero medieval—. Este es uno de mis rincones favoritos.
—Quién lo habría adivinado —murmuró Shasa, conduciéndola hacia la roca plana, cubierta de líquenes, en donde ella solía sentarse.
Centaine se acomodó, abrazada a sus rodillas, mientras él se recostaba a sus pies, en un lecho de musgo. Ambos guardaron silencio durante algunos segundos; el joven se preguntó cuántas veces se habrían sentado así, en ese mismo lugar, para tomar decisiones difíciles.
—¿Te acuerdas de Manfred De La Rey? —preguntó él de súbito.
No estaba preparado para la reacción de su madre, que dio un respingo y palideció, con una expresión indescifrable para él.
—¿Te ocurre algo, Mater? —Shasa comenzó a levantarse, pero ella se lo impidió con un gesto.
—¿Por qué mencionas a Manfred De La Rey? —inquirió ella. Shasa no respondió directamente.
—¿No es extraño que nuestro camino parezca cruzarse siempre con el de su familia? Desde que su padre nos rescató, cuando yo era niño y ambos vivíamos con los bosquimanos del Kalahari.
—No hay por qué recordar todo eso otra vez —lo interrumpió Centaine, en tono brusco.
Shasa comprendió su falta de tacto. El padre de Manfred había robado casi un millón de libras en diamantes a la mina «H’ani» como venganza por imaginarios delitos que, según estaba convencido, Centaine había cometido contra él. Por ese crimen, tuvo que cumplir casi quince años de una sentencia a cadena perpetua, que le fue perdonada al subir al poder el Gobierno nacionalista, en 1948.
Al mismo tiempo, el Partido había perdonado a muchos otros afrikaners que cumplían sentencias de prisión por traición, sabotaje o robos a mano armada, condenados por el Gobierno de Smuts al intentar desorganizar los esfuerzos bélicos del país contra la Alemania nazi. Sin embargo, los diamantes robados jamás fueron recobrados, y su pérdida estuvo a punto de acabar con la fortuna que Centaine Courtney había edificado con tanto trabajo, sacrificios y dolores de cabeza.
—¿Por qué mencionas a Manfred De La Rey? —repitió ella.
—Me invitó a una reunión. Una reunión clandestina, muy de capa y espada.
—¿Asististe?
Él asintió lentamente.
—Nos reunimos en una granja de Orange; había otros dos ministros.
—¿Y hablaste con Manfred a solas? —inquirió Centaine.
El tono de su pregunta y el hecho de que ella empleara el nombre de pila del ministro, llamaron la atención de Shasa. Entonces, recordó la inesperada pregunta de Manfred De La Rey: «¿Su madre nunca le ha hablado de mí?» Frente a la reacción de Centaine, aquella pregunta tomaba una nueva importancia.
—Sí, Mater, hablé a solas con él.
—¿Me mencionó? —quiso saber Centaine.
Shasa soltó una risita de desconcierto.
—Él me hizo la misma pregunta. Quería saber si tú me hablabas de él. ¿A qué viene ese mutuo interés?
La expresión de Centaine se tornó inexpresiva, y su hijo comprendió que le estaba cerrando la mente. No resolvería el misterio atacándolo abiertamente; habría que acecharlo.
—Me hicieron una propuesta.
Vio de inmediato que el interés materno volvía a despertar.
—¿Manfred te hizo una propuesta? Cuéntame.
—Quieren que me cambie de bando.
Ella asintió lentamente, sin demostrar sorpresa ni rechazar la idea de inmediato. Shasa comprendió que, si Blaine hubiera estado allí, las cosas hubieran sido distintas. Su sentido del honor y sus rígidos principios no dejaban sitio a las maniobras. Blaine era partidario de Smuts hasta la médula; aunque el viejo mariscal había muerto de tristeza, poco después de que los nacionalistas se hicieran cargo del poder, Blaine seguía siendo fiel a la memoria del anciano.
—No me cuesta mucho imaginar por qué te necesitan —dijo Centaine, lentamente—. Necesitan a un buen cerebro financiero, un comerciante, un organizador. Es una de las cosas que les falta en el Gabinete.
El asintió. Su madre lo había comprendido de inmediato, confirmando, una vez más, su enorme respeto por ella.
—¿Y qué precio están dispuestos a pagar?
—Un puesto en el Gabinete: ministro de Industria y Minería.
Los ojos de Centaine se cruzaron en una mirada miope que se perdió en el mar. Shasa sabía lo que esa expresión significaba Centaine estaba calculando, barajando el futuro. Esperó, paciente hasta que las pupilas volvieron a enfocarse.
—¿Se te ocurre algún motivo para negarte? —preguntó ella.
—¿Mis principios políticos?
—¿En qué difieren de los suyos?
—No soy afrikaner.
—Eso puede convertirse en una ventaja para ti. Serás el inglés simbólico, lo cual te dará una situación especial. Tendrás más rienda libre y se mostrarán más reacios a despedirte que si fueras uno de ellos.
—Pero no estoy de acuerdo con la política del apartheid. Desde el punto de vista financiero, no es conveniente.
—Por Dios, Shasa, no creerás que los negros deban tener los mismos derechos políticos, ¿verdad? Ni Jannie Smuts quería semejante cosa. ¿Quieres que nos gobierne otra Chaka, con jueces negros policías negros, al mando de un dictador negro? —Se estremeció Nos echarían con cajas destempladas.
—No, Mater, por supuesto que no. Pero esto del apartheid es sólo un artificio para apoderarse de todo el pastel. Tendremos que darles una porción. No podemos comérnoslo entero. La consecuencia segura sería, tarde o temprano, una revolución sanguinaria.
—Muy bien, chéri. Si formas parte del Gabinete, podrás encargarte de hacer sonar el látigo.
Shasa parecía vacilar. Ostentosamente, eligió un cigarrillo de su pitillera, y lo encendió.
—Tienes un talento especial, Shasa —continuó Centaine, persuasiva—. Tu deber es usarlo para beneficio de todos.
Él vacilaba aún; quería que ella hiciera una declaración completa. Necesitaba saber si su madre deseaba eso tanto como él.
—Podemos ser francos entre nosotros, chéri. Por esto venimos luchando desde que eras niño. Acepta el puesto y actúa bien. Después, quién sabe qué vendrá.
Ambos guardaron silencio. No podían evitarlo: estaba en el carácter de ambos encaminarse siempre hacia la cumbre más alta.
—¿Y qué dirá Blaine? —apuntó Shasa, al fin—. No me gusta mucho la idea de revelarle esto.
—Yo lo haré —prometió ella—. Pero tú tendrás que decírselo a Tara.
—Tara —suspiró él—. Ese sí que será un problema.
Volvieron a guardar silencio, hasta que Centaine preguntó:
—¿Cómo lo llevarás a cabo? Si te cambias de bando, te expondrás a mucha publicidad hostil.
Por lo tanto, quedaba acordado sin más discusión; sólo restaba elegir los medios.
—En las próximas elecciones generales me limitaré a hacer campaña con colores diferentes —dijo Shasa—. Me darán un banco seguro.
—Entonces, tendremos un poco de tiempo para arreglar todos los detalles.
Los analizaron durante una hora más, planeándolos con la minuciosa atención que los había convertido en un equipo formidable. Por fin, Shasa levantó la vista hacia ella.
—Gracias —dijo simplemente—. ¡Qué haría yo sin ti! Eres más fuerte y más sagaz que cualquier hombre que conozco.
—Vamos, vamos —sonrió ella—. Ya sabes que detesto los elogios.
Y ambos rieron ante el absurdo.
—Te acompaño abajo, Mater —ofreció él.
Pero su madre sacudió la cabeza.
—Aún tengo cosas en qué pensar. Déjame aquí.
Ella lo observó descender por la montaña. Su amor y su orgullo eran tan intensos que casi la sofocaban.
—Es todo lo que yo esperaba de un hijo y ha colmado todas mis expectativas un millar de veces. Gracias, hijo mío, gracias por las alegrías que siempre me has dado.
De pronto, las palabras «hijo mío» provocaron otra reacción. La mente de Centaine voló a la primera parte del diálogo. «¿Te acuerdas de Manfred De La Rey?», le había preguntado Shasa. Pero él nunca adivinaría la verdadera respuesta.
—¿Qué mujer puede olvidar al hijo que ha dado a luz? —susurró.
Pero sus palabras se perdieron en el viento y en el ruido del verde oleaje que rompía contra la costa rocosa al pie de la montaña.
Los bancos de la iglesia estaban repletos. Entre los sombríos trajes de los hombres, los sombreros de las mujeres lucían tan llenos de color como un campo de margaritas silvestres en primavera. Todos los rostros estaban vueltos hacia el magnífico púlpito tallado en lustrosa madera negra, en donde se erguía el reverendísimo Tromp Bierman, moderador de la Iglesia Holandesa Reformada de Sudáfrica.
Manfred De La Rey notó, una vez más, lo mucho que el tío Tromp había envejecido desde la guerra. Nunca se había recobrado por completo de la neumonía contraída en el campo de concentración de Koffiefontein, donde el anglófilo Jannie Smuts lo había encarcelado, junto con cientos de patriotas afrikaners, durante la guerra de los ingleses contra Alemania.
La barba de tío Tromp estaba blanca como la nieve, aunque resultaba aún más espectacular que antes, cuando era una mata de pelo negra y rizada. El cabello, también blanco, había sido recortado para disimular su escasez; centelleaba como vidrio metido en la redondeada calva, pero sus ojos estaban llenos de fuego al contemplar a su grey. La voz que le mereció el apodo de «trompeta de Dios» no había perdido en nada su potencia: rugía como cañonazo contra el alto cielo raso de la nave.
Tío Tromp aún era capaz de llenar la iglesia, y Manfred asintió sobrio y orgulloso, ante el atronador estallido que resonaba por encima de su cabeza. En realidad, no escuchaba las palabras; se limitaba a disfrutar de una sensación de continuidad. Cuando Tromp estaba en el púlpito, el mundo era un sitio bello y seguro, se podía confiar en el Dios del Volk, que él evocaba con tanta certidumbre, y creer en la intervención divina que dirigía su vida.
Manfred De La Rey ocupaba el primer banco, a la derecha de la nave, junto al pasillo; el puesto más prestigioso de la congregación, y lo ocupaba por derecho propio, pues Manfred era el hombre más poderoso e importante de la iglesia. Ese banco estaba reservado para él y para su familia; los libros de himnos puestos al lado de cada asiento tenían sus nombres grabados en letras de oro.
Heidi, su esposa, era una mujer estupenda, alta y fuerte; con las mangas abullonadas, sus brazos eran suaves y firmes; su busto grande y bien formado; su cuello, largo. Llevaba el espeso cabello dorado formando trenzas que recogía hacia arriba, bajo el sombrero negro de ala ancha. Manfred la había conocido en Berlín, cuando ganó la medalla de oro como pugilista de peso pesado en los Juegos Olímpicos de 1936. El mismo Hitler asistió a su boda. Durante los años de la guerra, habían estado separados, pero, más tarde Manfred la había llevado a África, con el pequeño Lothar, su hijo.
Éste tenía casi doce años; era un niño sano y fuerte, rubio como la madre y erguido como el padre. Permanecía con la espalda recta en el banco de la familia, con el cabello bien alisado o «Brylcreem» y el cuello duro clavándosele en la piel. Sería atleta como su padre, pero había escogido el rugby para lucirse. Sus tres hermanas menores, rubias y bonitas, con la frescura de los niños sanos, se sentaban detrás, enmarcados sus rostros por las capuchas de los tradicionales voortrekkers y con faldas hasta los tobillos. A Manfred le gustaba que, en domingo, se pusieran ropas tradicionales.
Tío Tromp terminó con una salva que electrizó a su rebaño con las amenazas del fuego infernal. Todos se levantaron para cantar el himno final. Mientras compartía el libro de himnos con Heidi, Manfred examinó sus bellas facciones germánicas. Podía estar orgulloso de su esposa; era buena madre y buena ama de casa; una compañera en quien confiar y un brillante adorno para su carrera política. Una mujer como ella podía acompañar a cualquier hombre, aun al Primer Ministro de una nación poderosa y próspera. Se detuvo en esa secreta idea. Sin embargo, todo podía ocurrir; Manfred era joven, el más joven del Gabinete, por cierto, y nunca había cometido errores políticos. Hasta sus actividades en tiempos de guerra le daban prestigio entre sus pares, aunque pocas personas, fuera del círculo más íntimo, conocieran el papel que él desempeñaba en la Ossewa Brandwag, el ejército secreto pro-nazi, antibritánico.
Ya corrían rumores de que él sería el próximo hombre, y eso era detectable por el enorme respeto que la congregación le demostró al terminar los servicios religiosos dominicales. Manfred, acompañado de Heidi, se detuvo en el prado, ante la iglesia. Uno tras otro, los hombres influyentes acudieron junto a él para hacerle invitaciones sociales, pedirle algún favor, felicitarlo por su discurso ante la Cámara o, simplemente, para presentarle sus respetos. Pasaron casi veinte minutos antes de que pudiera abandonar el atrio.
La familia volvió al hogar caminando. Sólo eran dos manzanas bajo los robles que bordeaban las calles de Stellenbosch, la pequeña ciudad universitaria, ciudadela de la intelectualidad y la cultura afrikaners. Las tres niñas caminaban delante, seguidas por Lothar. Manfred cerraba la marcha, del brazo de Heidi, pero se detenía cada pocos pasos para recibir un saludo o intercambiar algunas palabras con algún vecino, un amigo, un votante.
Manfred había comprado la casa al volver de Alemania, después de la guerra. Aunque se levantaba en un jardín pequeño, casi junto a la acera, era grande y tenía amplios cuartos de techos altos, que resultaban perfectos para la familia. Manfred no veía motivos para cambiarla, se sentía cómodo en ella, con los teutónicos muebles de Heidi. Su esposa y las niñas corrieron a ayudar a los sirvientes, en la cocina, y Manfred se encaminó hacia el garaje. Nunca usaba la limusina oficial, con chofer, durante el fin de semana. Sacó su propio «Chevrolet» y fue en busca de su padre, para que participara del almuerzo familiar dominical.
El anciano rara vez asistía a la iglesia, sobre todo si predicaba el reverendo Tromp Bierman. Lothar De La Rey vivía solo en la Pequeña granja que Manfred le había comprado en las afueras de la ciudad, al pie del paso Helshoogte. Estaba fuera, entre los durazneros, lidiando con las colmenas. Manfred se detuvo en el portón para observarlo, con una mezcla de piedad y profundo afecto.