Era la primera vez que Tara Courtney vestía de blanco desde el día de su boda. Su color favorito siempre había sido el verde, que hacía resaltar su densa melena castaña.
Sin embargo, con el vestido blanco que llevaba ese día sentía que volvía a ser una novia: trémula y algo temerosa, pero llena de júbilo y con una sensación de profunda entrega. Un adorno de encaje color marfil en los puños y en el cuello alto completaba el traje. Se había cepillado el cabello hasta hacer que chisporroteara con las luces rojizas de los rubíes bajo el brillante sol de El Cabo. La excitación le coloreaba las mejillas y, aunque había dado a luz cuatro hijos, su cintura seguía siendo la de una virgen. Por eso, la banda de luto que le cruzaba un hombro resultaba tanto más incongruente: la juventud y la belleza marcadas por el duelo. A pesar de su confusión emotiva, permanecía, silenciosa y quieta, con las manos cruzadas sobre el halda y la cabeza inclinada.
Era una entre casi cincuenta mujeres, todas vestidas de blanco y con bandas de luto, todas en la misma actitud de pesar. Se habían formado en trechos bien medidos, a lo largo de la acera, frente a la entrada principal del Parlamento de Sudáfrica.
Casi todas eran jóvenes matronas del mismo estrato social que Tara: ricas, privilegiadas y aburridas por la facilidad de su existencia. Muchas de ellas se habían incorporado a la protesta por la aventura de desafiar a la autoridad establecida y escandalizar a sus iguales. Algunas trataban de recobrar la atención de sus maridos, menguada, tras diez o doce años de matrimonio, por la costumbre, y desviada hacia los negocios, el golf u otras actividades extramatrimoniales. Sin embargo, el movimiento incluía, sobre todo, a un núcleo duro, constituido por mujeres de más edad, pero también por algunas de las más jóvenes, como Tara y Molly Broadhurst. Estas estaban motivadas sólo por la reacción ante la injusticia. Tara había tratado de expresar sus sentimientos en la conferencia de Prensa de esa misma mañana, al preguntarle una periodista del Cape Argus: «¿Por qué hace esto, Mrs. Courtney?» «Porque no me gustan los matones ni los engaños», había respondido ella. Para Tara, esa actitud quedaba reivindicada parcialmente en ese momento.
—Aquí viene el gran lobo malo —dijo la mujer que estaba a cinco pasos de Tara, hacia la derecha, sin levantar la voz—. ¡Preparaos, muchachas!
Molly Broadhurst, mujer menuda y decidida, de treinta y dos o treinta y tres años, a quien Tara admiraba y trataba de emular, era una de las fundadoras de la «Banda Negra».
Un «Chevrolet» negro, con matrícula oficial, se había detenido en la esquina de la Plaza del Parlamento. De él bajaron cuatro hombres. Uno era un fotógrafo de la Policía, que se dedicó al trabajo de inmediato, avanzando con su cámara a lo largo de la fila de mujeres vestidas de blanco, para fotografiar a cada una de ellas. Lo seguían otros dos hombres, blandiendo libretas. Aunque todos vestían trajes de calle de color oscuro, mal cortados, sus gruesos zapatos negros eran los reglamentarios en la Policía; la actitud con que pasaron de una a otra, preguntando y anotando nombres y direcciones, era brusca y cortante. Tara, que estaba convirtiéndose rápidamente en experta, adivinó que aquellos tipos tenían, quizás, el rango de sargentos de la rama especial. Sin embargo, al cuarto lo conocía de nombre y de vista, como casi todas las demás.
Vestía un liviano traje de verano, de color gris, con toscos zapatos marrones, corbata del mismo color y sombrero gris. Aunque su estatura era apenas mediana y sus facciones no llamaban la atención, tenía la boca ancha y amistosa. Sonrió con desenvoltura y saludó a Molly llevándose la mano al sombrero.
—Buenos días, Mrs. Broadhurst. Llega temprano. La comitiva tardará una hora más en llegar.
—¿Piensa arrestarnos a todas de nuevo, inspector? —preguntó Molly, agria.
—Dios no lo permita. —El inspector arqueó una ceja—. Vivimos en un país libre, como usted bien sabe.
—Casi me ha convencido.
—¡Qué traviesa, Mrs. Broadhurst! —Meneó la cabeza—. Está tratando de provocarme. —Su inglés era excelente; apenas se le notaban rastros de acento afrikaans.
—No, inspector. Protestamos contra las maniobras que ha efectuado este Gobierno con los distritos electorales; contra la erosión del imperio de la ley y la abrogación para la mayoría de nuestros compatriotas sudafricanos de los derechos humanos básicos, que se cimentan sólo en el color de la piel.
—Creo que está repitiéndose, Mrs. Broadhurst. Me dijo todo eso la última vez que nos vimos. —El inspector rió entre dientes—. En cuanto me descuide, me pedirá que vuelva a arrestarle. No arruinemos esta magnífica fiesta…
—La reapertura del Parlamento, dedicado como está a la injusticia y la opresión, no es motivo de celebración, sino de duelo.
El inspector se levantó el ala del sombrero, pero bajo esa actitud descarada había un verdadero respeto; quizás incluso algo de admiración.
—Continúe, Mrs. Broadhurst —murmuró—. No dudo de que volveremos a vernos muy pronto.
Y siguió caminando hasta llegar ante Tara.
—Buenos días tenga usted, Mrs. Courtney. —Se detuvo, sin disimular ya su admiración—. ¿Qué opina su ilustre esposo de esta conducta suya tan desleal?
—¿Es desleal oponerse a los excesos del Partido Nacional y a su legislación, basada en la raza y el color, inspector?
Por un momento, él bajó la mirada a su busto, grande pero bien formado bajo el encaje blanco. Luego volvió a mirarle a los ojos.
—Usted es demasiado bonita para estas tonterías —dijo—. Déjelo para las viejas feas. Vuelva a su casa, a cuidar de sus hijitos, como corresponde.
—¡Su arrogancia masculina resulta insufrible, inspector! —exclamó Tara, enrojeciendo de enojo, sin darse cuenta de que eso realzaba la hermosura por la que recibía aquellos cumplidos.
—Ojalá todas las traidoras fueran tan bellas como usted. Así, mi trabajo sería mucho más simpático. Gracias, Mrs. Courtney. —Le dedicó una sonrisa enfurecedora y siguió caminando.
—No te dejes irritar por él, querida mía —recomendó Molly con suavidad—. Es un experto en eso. Se trata de una protesta pasiva. Acuérdate de Mahatma Gandhi.
Tara, con un esfuerzo, dominó su enojo y retomó la actitud penitente. En la acera, tras ella, comenzaban a reunirse grupos de espectadores. La fila de mujeres vestidas de blanco se tornó objeto de curiosidad y diversión, de alguna aprobación y un grado enorme de hostilidad.
—Malditas comunistas… —gruñó un hombre a Tara—. Ustedes quieren entregar el país a un grupo de salvajes. Habría que encerrarlas a todas.
Iba bien vestido y su modo de hablar era culto. Hasta lucía la pequeña insignia de bronce que identificaba a quienes habían servido como voluntarios contra el fascismo, durante la guerra. Su actitud era indicativa del tácito apoyo que el Partido Nacional gobernante recibía, incluso entre la comunidad blanca angloparlante.
Tara se mordió el labio, obligándose a guardar silencio, con la cabeza gacha, aun cuando ese estallido provocó un irónico aplauso de algunas personas de color, entre la multitud.
Comenzaba a hacer calor; la luz del sol tenía un plano fulgor mediterráneo y un colchón de nubes se acumulaba por sobre el gran bastión achatado de la meseta, anunciando al viento del sudeste; la racha que aún no había llegado a la ciudad, se agazapaba bajo la montaña. Para entonces, la multitud era densa y ruidosa. Tara recibió un empujón, probablemente deliberado. Mantuvo la compostura y se concentró en el edificio que se levantaba en la acera de enfrente.
Diseñado por Sir Herbert Baker, ese parangón de los arquitectos imperiales era sólido e imponente, de ladrillos rojos y refulgentes columnatas blancas. Distaba mucho del gusto moderno de Tara, que se inclinaba por los espacios despejados, el vidrio y los livianos muebles de pino escandinavo. Ese edificio parecía compendiar todo lo inflexible, lo reprimido, aquello que Tara deseaba arrancar y descartar.
El murmullo expectante de la multitud interrumpió sus pensamientos.
—Aquí vienen —anunció Molly.
La muchedumbre buscó nuevas posiciones y rompió en vítores. Se oyó un ruido de cascos en la calzada: una escolta de policías a caballo apareció por la avenida, sus estandartes flameaban, alegres, en las puntas de las lanzas; eran jinetes expertos, montados en caballos iguales, cuyos pelajes parecían metal pulido a la luz del sol.
Los carruajes abiertos iban detrás. En el primero viajaban el gobernador general y el Primer Ministro. Allí estaba Daniel Malan, campeón de los afrikaaners, de facciones severas, casi de sapo; un hombre cuyo único propósito declarado era mantener a su Volk a cargo de la supremacía en África por un millar de años; para eso, ningún precio le parecía excesivo.
Tara lo miró con odio palpable, pues representaba todo lo repulsivo del Gobierno que imperaba sobre la tierra y las gentes a las que tanto amaba. Cuando el carruaje pasó ante ella, los ojos de ambos se encontraron por un momento fugaz, que ella aprovechó para tratar de transmitirle toda la fuerza de sus sentimientos. A pesar de ello, él la miró sin demostrar reconocerla, sin siquiera un dejo de fastidio en su expresión pensativa. La había mirado sin verla, y el enojo de Tara se tiñó de desesperación.
—¿Qué se puede hacer para conseguir que esta gente escuche, siquiera? —se preguntó.
Por entonces, los dignatarios habían descendido de los carruajes y permanecían en posición de firmes, escuchando la interpretación de los himnos nacionales. Aunque en ese momento Tara lo ignoraba, sería la última vez que se tocaría El Rey en la reapertura de un parlamento sudafricano.
La banda concluyó con una fanfarria de trompetas; los ministros de gabinete siguieron al gobernador general y al Primer Ministro por la gran entrada principal. Los líderes de la oposición los seguían. Ese era el momento que Tara temía, pues sus parientes más cercanos formaban parte del cortejo. Tras el líder de la oposición iban el padre de Tara y su madrastra. Eran la pareja más llamativa del largo desfile: él, alto y digno como un león patriarcal llevando de su brazo a Centaine de Thiry Courtney-Malcomess, esbelta y graciosa, con su vestido amarillo, perfecto para la ocasión, y un audaz sombrero sin ala, con un pequeño velo sobre un ojo; parecía de la misma edad que Tara, aunque todos sabían que se llamaba Centaine porque había nacido en el primer día del siglo XX.
Tara creía haber pasado inadvertida, pues ninguno de ellos sabía que ella pensaba participar en la protesta, pero el desfile se detuvo en lo alto de la amplia escalinata y Centaine, antes de entrar, se volvió a mirar hacia atrás. Desde allí podía ver por sobre la escolta y los otros dignatarios, su mirada captó la de Tara y la sostuvo por un momento. Aunque su expresión no cambió, la fuerza de su desaprobación fue como una bofetada en pleno rostro, a pesar de la distancia. Para Centaine, el honor, la dignidad y el buen nombre de la familia eran de suma importancia. Había aconsejado repetidamente a Tara que no diera espectáculos públicos, y desafiar a Centaine era asunto peligroso: no sólo se trataba de la madrastra de Tara, sino también su suegra, cabeza de la familia Courtney y de su fortuna.
Shasa Courtney, que iba por el medio de la escalinata, percibió la fuerza y la dirección de la mirada de su madre y se volvió rápidamente. Tara, su esposa, estaba en la fila de manifestantes enlutadas. Esa mañana, durante el desayuno, ella le había dicho que no participaría en la ceremonia de inauguración, y Shasa se había limitado a levantar la vista del periódico financiero.
—Como gustes, querida. Será un poco aburrido —había murmurado—. Pero tomaría otra taza de café, si tienes un momento para servírmelo.
Al reconocerla, sonrió apenas, sacudiendo la cabeza con burlona desesperación, como si ella fuera una criatura descubierta en medio de una travesura. Luego, le volvió la espalda, pues el desfile volvía a avanzar.
Resultaba casi increíblemente apuesto. El parche negro sobre el ojo le daba un garboso aspecto de pirata que intrigaba y provocaba a casi todas las mujeres. Ambos formaban la pareja más bella de la sociedad de Ciudad del Cabo. Sin embargo, era extraño que unos pocos años hubieran reducido las llamas de su amor a un montón de cenizas grises.
—Como gustes, querida —dijo, tal como hacía a menudo esos días.
Los últimos miembros de la comitiva desaparecieron dentro de la casa; la Policía montada y los carruajes vacíos se alejaron al trote. La multitud comenzó a dispersarse: el acto público había terminado.
—¿Vamos, Tara? —preguntó Molly.
Ella sacudió la cabeza.
—Tengo que reunirme con Shasa —dijo—. Te espero el viernes por la tarde.
Se quitó la banda negra y la guardó en la cartera, mientras se abría paso por entre la muchedumbre para cruzar la calle.
No vio ironía alguna en el acto de presentar su pase parlamentario al portero que custodiaba la entrada para visitantes, a fin de penetrar en la institución contra la cual acababa de manifestarse con tanto afán. Después de subir la amplia escalinata, echó un vistazo a la galería de visitantes. Estaba colmada de esposas y personajes ilustres; miró por encima de las cabezas hacia la cámara, donde los miembros, con trajes oscuros, ocupaban los bancos tapizados de cuero verde, dedicados al imponente rito parlamentario. Sin embargo, ella sabía que sus discursos serían triviales, plagados de tópicos y aburridos hasta lo insoportable. Y ella estaba de pie, en la calle, desde la mañana temprano. Necesitaba visitar el tocador de señoras con suma urgencia.
Dedicó una sonrisa al ujier y se retiró subrepticiamente; luego, se desvió por el amplio corredor de parquet. Al salir del tocador, se encaminó a la oficina de su padre, que usaba como propia.
Cuando giraba la esquina estuvo a punto de chocar con un hombre que andaba en dirección opuesta. Se detuvo justo a tiempo. El hombre era un negro alto, con el uniforme del personal de limpieza del Parlamento. Ella iba a pasar con una sonrisa y una inclinación de cabeza, pero, de pronto, se le ocurrió que un sirviente no debía estar en ese sector mientras la Cámara estuviera reunida en sesión: al final del corredor estaban las oficinas del Primer Ministro y del líder de la oposición. Por otra parte, aunque el hombre llevaba un cubo y una bayeta, algo en él desmentía todo aspecto servil. Le miró a la cara, con atención, y experimentó un cosquilleo eléctrico.
Habían pasado muchos años, pero jamás olvidaría ese rostro; facciones de faraón egipcio, nobles y fieras; ojos oscuros, llenos de viva inteligencia. Era uno de los hombres más bellos que nunca viera. No había olvidado su voz, grave y tan emocionante, 'que hasta su recuerdo la estremecía ligeramente. Incluso recordaba sus palabras: «Hay una generación cuyos dientes son como espadas…, para devorar a los pobres de la tierra».
Ése era el hombre que le había hecho entrever, por primera vez, qué significaba nacer negro en Sudáfrica. De aquel lejano encuentro databa su verdadero compromiso. Ese hombre había cambiado su vida con unas pocas palabras.
Se detuvo, bloqueándole el paso, y trató de hallar un modo de expresarle sus sentimientos, pero tenía la garganta cerrada y temblaba por la impresión. Al darse cuenta de que había sido reconocido, él cambió, como el leopardo que se pone en guardia al captar la presencia de los cazadores. Tara pudo percibir que corría peligro, y, aunque él estaba investido de la crueldad africana, no tuvo miedo.
—Soy su amiga —dijo con suavidad, haciéndose a un lado para dejarle pasar—. Nuestra causa es la misma.
Por un momento, él la miró con fijeza, sin moverse. Tara sabía que ese hombre no volvería a olvidarla; sus ojos inquisidores parecían incendiarle la piel. Por fin, hizo un gesto de asentimiento.
—La conozco —dijo. Una vez más, esa voz hizo que Tara temblara; era grave y melodiosa; estaba colmada del ritmo y la cadencia de África—. Volveremos a vernos.
Siguió caminando y, sin volver la mirada, desapareció tras la esquina del corredor. Ella lo siguió con la vista, mientras su corazón palpitaba y el aliento le quemaba la garganta.
—Moses Gama —susurró—, mesías y guerrero de África. —Hizo una pausa y meneó la cabeza—. ¿Qué estabas haciendo aquí?
Las posibilidades la dejaron intrigada e inquieta. Ahora sabía, con intuición segura, que la cruzada estaba en marcha y deseaba tomar parte en ella. Quería hacer algo más que permanecer de pie en una esquina, con una banda negra cruzada sobre el hombro. Sabía que a Moses Gama le bastaría mover un dedo para que ella lo siguiera, junto con otros diez millones de personas.
«Volveremos a vernos», había prometido él, y ella le creía. Leve de júbilo, siguió por el pasillo. Tenía una llave de la oficina de su padre y, al introducirla en la cerradura, sus ojos quedaron a la altura de la placa de bronce:
CORONEL BLAINE MALCOMESS
JEFE DE LA OPOSICIÓN
Descubrió, con sorpresa, que la puerta estaba sin cerrar. La abrió de par en par y entró.
Centaine Courtney-Malcomess se apartó de la ventana para enfrentarse a ella.
—Te estaba esperando, jovencita.
El acento francés de Centaine era una afectación que fastidiaba a su nuera. Después de todo, sólo una vez en treinta y cinco años había vuelto a Francia, pensó, levantando el mentón en un gesto desafiante.
—No me mires de ese modo, Tara, chéri. Si actúas como una criatura, no te extrañes de que te traten como a tal.
—No, Mater. Se equivoca. No creo que se me deba tratar como a una criatura, ni ahora ni nunca. Soy una mujer casada, de treinta y tres años, madre de cuatro hijos y al frente de mi propia casa.
Centaine suspiró.
—De acuerdo —asintió—. La preocupación me ha hecho faltar a los buenos modales y te pido disculpas. No hagamos esta conversación más difícil de lo que ya es.
—No sabía que necesitáramos conversar sobre algo.
—Siéntate, Tara —ordenó Centaine.
La joven la obedeció de manera instintiva; de inmediato, se enfadó consigo misma por esa reacción. Centaine ocupó la silla de Blaine, tras el escritorio. Eso tampoco gustó a Tara: era la silla de su padre, a la cual esa mujer no tenía derecho alguno.
—Acabas de decirme que eres madre de cuatro hijos —observó Centaine, en voz baja—. Estarás de acuerdo conmigo en que tienes una obligación…
—Mis hijos están bien atendidos —le espetó Tara—. No me puede acusar de eso.
—¿Y qué me dices de tu esposo y tu vida matrimonial?
—¿Qué pasa con Shasa? —Tara se puso inmediatamente a la defensiva.
—Dímelo tú —la invitó Centaine.
—Eso no es asunto suyo.
—Oh, claro que sí —la contradijo la suegra—. He dedicado toda mi vida a Shasa. Quiero que sea uno de los líderes de la nación.
Hizo una pausa. Un brillo soñador le cubrió los ojos, que por un momento parecieron extraviarse. Tara había notado ya esa expresión en ella, cuando estaba sumida en pensamientos profundos. Quiso interrumpir su cavilación con toda la brutalidad posible.
—Eso no podrá ser, y usted lo sabe.
Los ojos de Centaine volvieron a enfocar a Tara, fulminantes.
—No hay nada imposible… para mí, para nosotros.
—Oh, claro que sí —se vanaglorió Tara—. Usted sabe tan bien como yo que los nacionalistas han dividido las secciones electorales de modo tal que el Senado está cubierto de candidatos suyos. Han tomado el poder para siempre, en este país no volverá a ser líder nadie que no pertenezca a ellos, a los nacionalistas afrikaner, hasta que la revolución… y, cuando eso acabe, el líder será un hombre negro.
Tara se interrumpió, pensando por un instante en Moses Gama.
—¡Qué ingenua eres! —saltó Centaine—. No entiendes nada de estas cosas. Hablas de revolución de un modo infantil e irresponsable.
—Como usted quiera, Mater. Pero, en el fondo, usted sabe que es así. Su querido Shasa jamás hará realidad sus sueños. Comienza a sentir la inutilidad de permanecer eternamente en la oposición. Está perdiendo interés en lo imposible. No me sorprendería que decidiera no presentarse a las próximas elecciones, abandonar las aspiraciones políticas que usted le ha inculcado y dedicarse, simplemente, a ganar otro trillón de libras.
—No. —Centaine sacudió la cabeza—. No renunciará. Es un luchador, como yo.
—Jamás será siquiera ministro del Gabinete, mucho menos Primer Ministro —estableció Tara, secamente.
—Si eso crees, no eres buena esposa para mi hijo —observó Centaine.
—Usted dice eso —apuntó Tara, suavemente—. Usted lo dice, no yo.
—Oh, Tara, querida mía, disculpa. —Centaine se inclinó sobre el escritorio, que era tan ancho que le impidió tocar la mano de su nuera—. Perdóname, he perdido los estribos. Todo esto es importantísimo para mí, no tengo intención de ponerte en mi contra. Sólo quiero ayudarte. Me preocupo mucho por ti y por Shasa. Quiero ayudar, Tara. ¿No me permitirás que os ayude?
—No creo que necesitemos ayuda —mintió Tara, dulcemente—. Shasa y yo somos perfectamente felices. Tenemos cuatro hijos adorables.
Su suegra hizo un gesto de impaciencia.
—Tú y yo, Tara, no siempre hemos estado de acuerdo. Pero soy tu amiga, de veras. Quiero lo mejor para ti, para Shasa y los pequeños. ¿No dejarás que os ayude?
—¿Cómo, Mater? ¿Dándonos dinero? Ya nos ha dado diez o veinte millones… tal vez treinta millones de libras, no sé. En algún punto, he perdido la cuenta.
—¿No dejarás que comparta mi experiencia contigo? ¿No escucharás mis consejos?
—Sí, Mater. Escucharé. No prometo seguirlos, pero escucharé.
—En primer lugar, querida Tara, debes abandonar estas alocadas actividades izquierdistas. Con ellas, mancillas a toda la familia. Te pones en ridículo, y haces caer la vergüenza sobre nosotros cuando te disfrazas así para exhibirte en las esquinas. Por otra parte, resulta positivamente peligroso. La Ley de Supresión del Comunismo ya está vigente. Podrían declararte comunista e incluir tu nombre en una orden de prohibición. Piénsalo: serías una persona no-existente, privada de todos los derechos humanos, de toda dignidad. Además, piensa en la carrera política de Shasa. Lo que tú haces recae sobre él.
—He prometido escuchar, Mater —añadió Tara, con voz pétrea—, pero ahora retiro esa promesa. Yo sé lo que hago. —Se levantó para acercarse a la puerta, pero allí se detuvo para mirar atrás—. ¿Alguna vez se detuvo a pensar, Centaine Courtney-Malcomess, que mi madre murió de dolor, que fue el descarado adulterio entre usted y mi padre la causa de su muerte? Sin embargo, muy oronda, se permite darme consejos sobre cómo manejar mi vida, para que no les mancille a usted y a su precioso hijo.
Salió, cerrando la pesada puerta de teca con suavidad.
Shasa Courtney descansaba en los primeros bancos de la oposición, con las manos hundidas en los bolsillos, las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos, escuchando atentamente al ministro del Interior, que delineaba la legislación, por él pensada, para presentar a la Cámara durante esa sesión.
El ministro era el miembro más joven del Gabinete, pues tenía aproximadamente la edad de Shasa, lo cual era extraordinario. Los afrikaners reverenciaban a la ancianidad, mientras que desconfiaban de la inexperiencia y la impetuosidad de los jóvenes. Entre los otros miembros del Gabinete nacionalista, la edad promedio no bajaba de los sesenta y cinco años. Sin embargo, allí estaba Manfred De La Rey, de pie ante ellos; un joven que no llegaba a los cuarenta años, planteando el contenido general de la Enmienda a la Ley de Criminalidad, que presentaría y fomentaría en sus diversas etapas.
—Pide el derecho a declarar el estado de emergencia, con lo cual, la Policía quedaría por encima de la ley, sin apelación ante las Cortes —gruñó Blaine Malcomess, a su lado.
Shasa asintió sin mirar a su suegro. En cambio, observaba al orador.
Manfred De La Rey se dirigía a los diputados en afrikaans, como de costumbre. Hablaba inglés con mucho acento y trabajo; lo hacía de mala voluntad, como mínimo acatamiento hacia el carácter bilingüe de la Cámara. Cuando hablaba en su lengua materna, en cambio, se mostraba elocuente y persuasivo; sus actitudes y artificios oratorios eran tan hábiles que parecían completamente naturales, y más de una vez provocaba una risa de exasperada admiración entre la oposición y un coro de ¡Hoor, hoor!, entre los de su partido.
—Ese hombre tiene un terrible descaro —comentó Blaine Malcomess, meneando la cabeza—. Solicita el derecho a suspender el imperio de la ley e imponer un estado de sitio, al capricho del partido en el poder. Tendremos que pelear con uñas y dientes.
—¡Palabra! —concordó Shasa, con mansedumbre.
Pero se descubrió envidiando al otro y, misteriosamente, atraído por él. Era extraño que su destino y el De La Rey parecieran ligados de forma inexorable.
Había visto por primera vez a Manfred De La Rey veinte años antes; sin motivo aparente, ambos se habían arrojado el uno contra el otro, como jóvenes gallos de pelea, para enzarzarse en sanguinarios golpes. Shasa hizo una mueca al recordar el resultado; la humillación recibida le dolía aún, incluso al cabo de tanto tiempo. Desde entonces, sus senderos se habían cruzado una y otra vez.
En 1936, ambos formaron parte del equipo nacional que participó en los Juegos Olímpicos en el Berlín de Adolfo Hitler; pero fue Manfred De La Rey, vencedor en el ring, quien ganó la única medalla de todo el equipo, mientras que Shasa volvió con las manos vacías. En las elecciones de 1948, los dos lucharon agria y acaloradamente por el mismo banco; una vez más, fue Manfred el ganador en un triunfo que había llevado al Partido Nacional al poder, y Shasa debió esperar una elección parcial en un distrito seguro para el Partido Unificado, a fin de asegurarse un sitio en los bancos de la oposición, desde el cual enfrentarse a su rival de nuevo. Ahora, Manfred era ministro, cargo que Shasa codiciaba con todo su corazón. La indudable inteligencia y destreza oratoria de su oponente, junto con su creciente perspicacia política, y la sólida base con que contaba en su partido, hacían que el futuro de Manfred De La Rey pareciera ilimitado.
Envidia, admiración y un furioso antagonismo: todo eso era lo que Shasa Courtney sentía al escuchar al hombre a quien estudiaba atentamente.
Manfred De La Rey seguía con su físico de boxeador, hombros anchos y cuello poderoso, pero su cintura empezaba a agrandarse y el mentón se le desdibujaba en carnes. No se mantenía en forma; sus duros músculos iban tomando un aspecto fláccido. Shasa bajó la vista a sus estrechas caderas y a su vientre de galgo, con mucha satisfacción. Después, volvió a concentrarse en su adversario.
Manfred De La Rey tenía la nariz torcida y una cicatriz blanca, reluciente, en una de las oscuras cejas; eran heridas recibidas en el ring. Sin embargo, sus ojos, de un extraño color, parecido al amarillo del topacio, miraban implacables como los ojos de un gato, pero también con todo el fuego de su fino intelecto. Como todos los ministros del Gabinete nacionalista, con excepción del Primer Ministro en persona, contaba con una excelente instrucción y era un hombre brillante, abnegado y responsable, convencido por completo del derecho divino de su partido y de su Volk.
—Creen de verdad que son instrumentos de Dios sobre la Tierra. Por eso resultan tan peligrosos. —Shasa sonrió lúgubremente mientras Manfred, acabado su discurso, se sentaba ante un rugido de aprobación por parte de su grupo. El Primer Ministro se inclinó para darle unas palmaditas en el hombro; desde los bancos traseros, le llegó una decena de notas aprobatorias.
Shasa utilizó esa distracción para disculparse ante su suegro.
—No creo que usted me necesite por el resto del día —murmuró—; en todo caso, ya sabe dónde buscarme.
Se levantó, hizo una reverencia al orador y, con tanta discreción como le fue posible, se encaminó hacia la salida. Sin embargo, Shasa medía un metro ochenta y dos; sumado a ello el parche negro sobre un ojo, su cabello oscuro y rizado y su apostura, hicieron que atrajera muchas miradas especulativas entre las mujeres más jóvenes de la galería, además de una evaluación hostil en los bancos del Gobierno.
Manfred De La Rey apartó la vista de la nota que leía. La mirada que intercambió con Shasa fue intensa, pero enigmática. Un momento después, este último se hallaba fuera de la sala. Mientras respondía al saludo del portero, se quitó la chaqueta y se la echó sobre un hombro para salir al sol.
Shasa no tenía despacho en el edificio del Parlamento, pues a dos minutos de camino, al otro lado de los jardines, estaba el Edificio Centaine, siete plantas ocupadas por la «Courtney Mining and Finance, Ltd.». Mientras andaba bajo los robles, se cambió mentalmente de sombrero, trocando la chistera política por el de comerciante. Shasa dividía su vida en compartimientos separados; se había entrenado para concentrarse en uno solo cada vez.
Cuando cruzó la calle, frente a la catedral de San Jorge, y traspuso la puerta giratoria del Edificio Centaine, comenzó a pensar en finanzas y operaciones mineras, calculando cifras y posibilidades, sopesando los informes económicos contra su propia intuición; disfrutaba del deporte comercial tanto como de los ritos y confrontaciones parlamentarios.
Las dos bonitas muchachas de recepción, en el vestíbulo de entrada, estallaron en sonrisas radiantes.
—Buenas tardes, Mr. Courtney —saludaron a coro.
El las desarmó al devolverles la sonrisa, en tanto caminaba hacia los ascensores. Su reacción era instintiva; le gustaban las mujeres bonitas, pero jamás tocaría a una empleada. De algún modo, le parecía incestuoso e indigno en un buen deportista, como disparar contra un pato en el suelo, ya que ellas no habrían podido negarse. De cualquier modo, las dos muchachitas suspiraron, poniendo los ojos en blanco, en cuanto las puertas del ascensor se cerraron.
Janet, su secretaria, había oído el ruido y lo estaba esperando. Era más del tipo que gustaba a Shasa: madura y asentada, acicalada y eficiente. Aunque no se esforzaba mucho por disimular su adoración, las reglas íntimas de Shasa regían también en su caso.
—¿Qué hay de nuevo, Janet? —preguntó, mientras ella lo seguía por el antedespacho hasta su mesa.
La mujer le leyó sus compromisos para el resto de la tarde. Shasa repasó cierres de cotización. «Anglos» había bajado dos chelines; iba siendo hora de volver a comprar.
—Llame a… y postergue su cita. No estoy listo todavía para recibirle —informó a Janet, acercándose a su escritorio—. Dentro de quince minutos, comuníqueme con David Abrahams.
Cuando ella salió del despacho, Shasa se dedicó al montón de télex y mensajes urgentes que había sobre su carpeta. Trabajó de prisa, sin dejar que la magnífica vista a Table Mountain que la ventana de la pared opuesta le ofrecía lo distrajera. Cuando uno de sus teléfonos sonó, estaba preparado para atender a David.
—Hola, Davie. ¿Qué hay de nuevo por Johannesburgo?
Era una pregunta retórica, pues él sabía cuánto había de nuevo y qué correspondía hacer al respecto. Entre la pila de documentos que acababa de estudiar estaban los informes y cálculos diarios. De cualquier modo, estudió el resumen de David con atención.
David era director-gerente. Acompañaba a Shasa desde los tiempos de estudiantes y había establecido una relación tan íntima como nadie con él, descontando a Centaine.
La mina de diamantes «H’ani», cerca de Windhoek, al norte, seguía siendo fuente principal de la prosperidad de la empresa (y así ocurría desde treinta y dos años atrás, cuando Centaine Courtney la descubrió). Bajo la dirección de Shasa, la compañía se había expandido y ramificado, hasta tener que trasladar la casa central de Windhoek a Johannesburgo. Ésta era el centro comercial del país, por lo que la mudanza resultaba inevitable, pero, también, una población triste y nada atractiva. Centaine Courtney-Malcomess se negó a abandonar el bello Cabo de Buena Esperanza, de modo que la sede financiera y administrativa continuaba estando en Ciudad del Cabo. La duplicación resultaba incómoda y costosa, pero Centaine siempre se salía con la suya. Más aún, a Shasa también le convenía estar cerca del Parlamento y, como amaba El Cabo tanto como su madre, no trataba de hacerle cambiar de idea.
Shasa y David conversaron durante diez minutos antes de que el primero dijera:
—Bueno, esto no se puede decir por teléfono. Iré a verte. —¿Cuándo?
Mañana por la tarde. Sean tiene un partido de rugby a las diez de la mañana y no puedo perdérmelo. Le prometí asistir.
David guardó silencio por un momento, estudiando la importancia relativa del desempeño deportivo de un escolar contra una posible inversión de diez millones de libras en la opción de las minas auríferas de Orange Free State.
—Llámame antes de despegar —concordó, resignado—, y te iré a buscar al aeropuerto personalmente.
Al cortar, Shasa consultó su reloj. Quería volver a Weltevreden a tiempo para pasar una hora con los niños antes del baño y la cena. Después de cenar, terminaría con su trabajo. Comenzó a guardar los papeles restantes en su portafolios, pero, en ese momento, Janet llamó a la puerta de comunicación con el antedespacho y entró.
—Disculpe, señor. Un mensajero del Parlamento acaba de traer esto en persona. Ha dicho que es muy urgente.
Shasa tomó el pesado sobre que ella le ofrecía. Correspondía a la costosa papelería reservada para los miembros del Gabinete y la solapa lucía el escudo de armas de la Unión, sostenido por antílopes rampantes, con el lema Ex Unitate Vires: fuerza por la unidad.
—Gracias, Janet.
Rompió la solapa con el pulgar y sacó una sola hoja de papel, con el membrete de la Oficina del Ministro de Policía. El mensaje estaba escrito en afrikaans.
Estimado Mr. Courtney.
Un importante personaje, conociendo su interés por la caza, me ha pedido le invite a una cacería de antílopes en su finca; se llevará a cabo el próximo fin de semana. En la propiedad hay una pista de aterrizaje y las coordenadas son las siguientes: 28132'S, 26,16'E.
Puedo garantizarle buena caza y compañía interesante. Por favor, hágame saber si le será posible asistir.
Sinceramente,
Manfred De La Rey
Shasa silbó por lo bajo, muy sonriente, mientras se acercaba al gran mapa de la pared para verificar las coordenadas. Esa nota equivalía a una convocatoria; no resultaba muy difícil adivinar la identidad de ese importante personaje. Vio que la finca se hallaba en el Estado libre de Orange, justo al sur de las minas auríferas de Welkom; eso requería sólo un breve desvío en el viaje de regreso desde Johannesburgo.
Cogió una hoja con su membrete personal y garabateó la respuesta:
Gracias por su amable invitación a la cacería de fin de semana. Por favor, transmita mi confirmación a nuestro anfitrión y la ansiedad con que espero la cacería.
Mientras cerraba el sobre, murmuró:
—En realidad, tendrías que clavarme los dos pies Al suelo para evitar que asistiera.
Shasa, en un «Jaguar» deportivo verde, cruzó los grandes portones de Weltevreden, pintados de blanco. El diseño había sido hecho en 1790 por Anton Anreith, arquitecto y escultor de la «East India Company»; esa exquisita obra de arte marcaba un digno ingreso a la propiedad.
Desde que Centaine dejara la finca en sus manos para vivir con Blaine Malcomess, al otro lado de las montañas de Constantia, Shasa prodigaba a Weltevreden el mismo amor que ella le diera antes. El nombre holandés significaba: «bien satisfecho», y así se sentía Shasa, al disminuir la velocidad a paso de hombre, para no cubrir de polvo los viñedos que flanqueaban el camino.
La cosecha estaba en plena temporada, y las mujeres que trabajaban entre los surcos llevaban la cabeza cubierta con pañuelos que formaban brillantes manchas de color, en rivalidad con las grandes hojas doradas y rojas. Al pasar Shasa, erguían la espalda para sonreírle y saludarle con la mano; los hombres, encorvados bajo el peso de los cestos desbordantes de uvas rojas, también le sonreían.
El pequeño Sean se encontraba en una de las carretas, en el centro del viñedo, llevando lentamente a los caballos de tiro, al paso de la vendimia. La carreta estaba colmada de uvas maduras que centelleaban como rubíes allí donde el polvo que las cubría se había desprendido.
Al ver a su padre, Sean arrojó las riendas al conductor, que lo vigilaba con discreción, bajó de un salto y corrió entre los surcos para interceptar al «Jaguar» verde. Sólo contaba once años, pero era corpulento para su edad. Había heredado la piel radiante de su madre y la apostura de Shasa; aunque sus miembros eran fuertes, corría como un antílope. Su padre, al observarlo, sintió que el corazón le reventaba de orgullo.
Sean abrió la portezuela opuesta y se dejó caer en el asiento, donde recobró su dignidad de repente.
—Buenas tardes, papá —dijo.
Shasa le echó un brazo sobre los hombros para estrecharle contra sí.
—Hola, campeón. ¿Cómo te ha ido?
Dejaron atrás el lagar y los establos; Shasa estacionó en el granero modificado en donde guardaba sus doce coches antiguos. El «Jaguar» había sido un regalo de Centaine, al que él prefería aun por sobre el «Rolls Royce» 1982, Phantom I, con carrocería Hooper.
Los otros niños lo habían visto desde las ventanas de la habitación de juegos y acudieron a toda carrera por el prado para salirle al encuentro. El primero era Michael, el menor de los varones; lo seguía, a buena distancia, Garrick, el segundo. Las edades de los tres varones diferían en menos de un año. Michael era el soñador de la familia; un niño extraño, capaz, con sus nueve años, de perderse durante horas en La isla del tesoro o pasar toda una tarde con su caja de acuarelas, perdido para el mundo. Shasa lo abrazó con tanto afecto como al mayor. Luego, llegó Garrick, jadeante de asma, pálido y flaco, con el cabello reseco levantado en mechones.
—Buenas tardes, papá —tartamudeó.
Era, realmente, un mocosito feo, pensó Shasa. ¿Y de dónde habían salido el asma y la tartamudez?
—Hola, Garrick.
Shasa nunca le decía «Hijo», «querido» o «campeón», como a' los otros dos. Era, simplemente, «Garrick». Le dio una leve palmadita en la cabeza. Jamás se le hubiera ocurrido abrazar a esa criatura; el pobrecito, a los diez años, aún se orinaba en la cama.
El padre se volvió hacia su hija, con alivio.
—¡Ven, ángel mío, ven con papá!
Ella voló a sus brazos, chillando de entusiasmo al sentirse levantada a gran altura. Le echó los brazos al cuello y le cubrió la cara de cálidos y húmedos besos.
—¿Qué le gustaría hacer a mi ángel? —preguntó Shasa, sin bajarla.
—Quiero «pazear» a caballo —declaró Isabella, que ya tenía puestos los nuevos pantalones de montar.
—Entonces, iremos a «pazear» —concordó Shasa.
Cada vez que Tara lo acusaba de fomentarle el ceceo, él protestaba: «Es todavía una niñita. Es una zorrita calculadora, que sabe exactamente cómo manejarte, y tú se lo permites», solía ser la respuesta de Tara.
La montó en sus hombros y ella se aferró a un mechón de su cabello para sujetarse, mientras brincaba, canturreando.
—Yo quiero a mi papá, yo quiero a mi papá.
—Bueno, venid todos —ordenó Shasa—. Daremos un «pazeo» antes de cenar.
Sean era ya demasiado mayor para ir de la mano, pero se mantuvo celosamente a la derecha de Shasa; Michael iba a la izquierda, desvergonzadamente cogido de la mano de su padre. Garrick los seguía con un retraso de cinco pasos, mirando a su padre con adoración.
—Hoy he sacado las mejores notas de la clase en aritmética, papá —dijo con suavidad.
Pero Shasa, con tantos gritos y risas, no lo oyó.
Los mozos del establo ya tenían a los caballos ensillados, pues el paseo de la tarde era un rito de la familia. Shasa se quitó los zapatos para cambiarlos por sus botas de montar, viejas y bien lustradas; luego, puso a Isabella a lomos de su pequeño y regordete Shetland. Subió a la silla de su propio potro y tomó las riendas del de su hija.
—Pelotón… ¡adelante! ¡Al paso, al trote!
Mientras pronunciaba la orden de caballería, movió el puño por encima de la cabeza, gesto que siempre provocaba en Isabella grititos de placer. Y salieron del patio del establo.
Recorrieron el familiar circuito, deteniéndose a charlar con los capataces de color, e intercambiaron saludos a gritos con los trabajadores que se retiraban de los viñedos. Sean comentó la vendimia con su padre, hablando como un adulto, muy erguido e importante en su montura. Por fin, Isabella, que se sentía olvidada, intervino y, de inmediato, Shasa se inclinó hacia ella con toda deferencia.
Como de costumbre, los varones terminaron el paseo con un loco galope a través del campo de polo, colina arriba, hacia los establos. Sean, como un centauro, llevaba buena ventaja a los otros dos. Michael era demasiado bondadoso para usar el látigo. En cuanto a Garrick, se bamboleaba con bastante torpeza en la silla. A pesar de las enseñanzas de su padre, mantenía una postura atroz, con los codos y las rodillas separadas. «Parece una bolsa de patatas», pensó Shasa, irritado, siguiéndolos al paso tranquilo que el Shetland de Isabella marcaba. Shasa era jugador internacional de polo, y la poca destreza de su segundo hijo le sentaba como si de una afrenta personal se tratara.
Tara estaba en la cocina, vigilando los detalles de último minuto para la cena. Al entrar todos en tropel, levantó la vista y saludó a Shasa con desenvoltura.
—¿Qué tal has pasado el día?
Se había puesto uno de esos horribles pantalones vaqueros desteñidos, que Shasa detestaba. A él le gustaban las mujeres femeninas.
—Más o menos —respondió, tratando de desembarazarse de Isabella, quien seguía cogida a su cuello.
Logró desprendérsela y se la pasó a la niñera.
—Seremos doce a cenar —informó Tara, antes de dedicar de nuevo su atención al cocinero malayo.
—¿Doce? —inquirió Shasa con aspereza.
—En el último momento, invité a los Broadhurst.
—Oh, Dios mío —se quejó Shasa.
—Para variar, quería contar con una conversación estimulante, además de caballos, cacerías y negocios.
—La última vez, la estimulante conversación de tu Molly hizo que la fiesta terminara antes de las nueve. —Shasa consultó su reloj—. Será mejor que me cambie.
—¿Me das de comer, papá? —pidió Isabella, desde el comedor de los niños.
—Ya eres una niña mayor, ángel —respondió él—. Debes aprender a comer sola.
—¡Si sé comer sola! Pero me gusta más que me des tú. Por favor, papi. Por favor un trillón de veces.
—¿Un trillón? Ofrecen un trillón. ¿Alguien da más? —Pero Shasa acudió a complacerla.
—Cómo la malcrías —observó Tara—. Se está volviendo imposible.
—Lo sé —dijo Shasa—. Me lo dices a cada momento.
Se afeitó rápidamente, mientras el valet de color le preparaba un esmoquin y le ponía los gemelos de platino y zafiros en la camisa. A pesar de las vehementes protestas de Tara, Shasa insistía en vestirse formalmente para cenar.
—Resulta tan anticuado y presuntuoso…
—Es civilizado —la contradecía él.
Cuando estuvo vestido, cruzó el amplio corredor sembrado de alfombras orientales, en cuyas paredes pendía toda una galería de acuarelas de Thomas Baines, y llamó a la puerta de Tara. A su indicación, entró.
Tara se había mudado a esas habitaciones estando todavía embarazada de Isabella, y allí seguía. El año anterior había cambiado la decoración, retirando los cortinajes de terciopelo y el mobiliario de estilo, las alfombras de seda y los magníficos óleos de De Jong y Naudé; hizo arrancar el papel de las paredes y rascar la pátina dorada del suelo hasta dejarlo blanco.
Ahora, las paredes eran blancas y lisas; un solo cuadro enorme, pendía frente a la cama: una monstruosidad de formas geométricas en colores primarios, al estilo Miró, pero ejecutado por un desconocido estudiante de la Academia de Bellas Artes, cuya firma no tenía ningún prestigio. En opinión de Shasa, las pinturas' debían ser agradables decoraciones, pero también buenas inversiones a largo plazo, esa «cosa» no tenía ni lo uno ni lo otro.
Los muebles que Tara había elegido para su salita eran de acero inoxidable y vidrio, en número muy escaso. La cama, casi una plancha sobre las tablas desnudas del suelo.
—Es el decorado sueco —había explicado ella.
—Pues envíalo a Suecia otra vez —había aconsejado él.
Se acomodó en una de las sillas de acero y encendió un cigarrillo. Ella frunció el entrecejo desde el espejo.
—Perdón. —Shasa se levantó para arrojar el cigarrillo por la ventana—. Tengo que trabajar después de cenar —dijo—. Antes que me olvide, quiero avisarte que mañana iré a Johannesburgo por unos cuantos días. Cinco o seis, quizá.
—Bueno. —Ella ahuecó los labios para pintárselos de un tono malva claro que a Shasa le disgustaba intensamente.
—Otra cosa, Tara, el Banco de Lord Littleton se prepara para suscribir acciones de la inversión que es probable hagamos en las minas de oro de Orange. Como favor personal, te agradecería que tú y Molly no le agitarais las bandas de luto en la cara ni lo entretuvierais con alegres relatos de la injusticia blanca y de la sanguinaria revolución negra.
—Prometo portarme bien. No puedo hablar por Molly.
—¿Por qué no te pones los diamantes? —preguntó él, cambiando de tema—. Te sientan muy bien.
Tara no lucía el juego de diamantes amarillos, provenientes de la mina «H’ani» desde que se incorporara al movimiento de la «Banda Negra». Con aquellas joyas se sentía María Antonieta.
—Esta noche no —dijo—. Son demasiado ostentosos, y se trata de una reunión familiar.
Lo miró por el espejo, mientras se empolvaba la nariz.
—¿Por qué no bajas, querido? —agregó—. Tu precioso Lord Littleton llegará en cualquier momento.
—Antes quiero arropar a Bella. —Se acercó a ella y ambos se miraron a través del espejo, muy serios. Shasa preguntó con suavidad—: ¿Qué nos ha pasado, Tara?
—No sé a qué te refieres, querido. —Pero bajó la vista y se arregló con esmero la falda del vestido.
—Te espero abajo. No tardes demasiado y atiende muy bien a Littleton, por favor. Es importante y le gustan las chicas.
Cuando hubo cerrado la puerta, Tara se quedó mirándola por un momento. Luego, repitió en voz alta aquella pregunta:
—¿Qué nos ha pasado, Shasa? En realidad, es muy simple. Yo he crecido y me he hartado de las trivialidades con las que llenas tu vida.
Antes de bajar, pasó a ver a los niños. Isabella dormía con el osito de felpa sobre la cara. Su madre la salvó de morir asfixiada Y pasó al cuarto de los varones. Sólo Michael seguía despierto, leyendo.
—¡Apaga la luz! —ordenó ella.
—Oh, Mater, espera a que termine este capítulo.
—¡Apaga!
—Sólo esta página…
—¡Apaga, he dicho! —Y lo besó con cariño.
Ante la escalinata, aspiró hondo, como un nadador en el trampolín alto; logró una sonrisa brillante y bajó al salón azul, donde los primeros invitados ya estaban tomando jerez.
Lord Littleton era mucho mejor de lo que ella esperaba: alto, de cabello plateado y aire benigno.
—¿Usted caza? —le preguntó ella, en la primera oportunidad.
—No soporto la sangre, querida.
—¿Monta?
—¿A caballo? —resopló—. Esos animales estúpidos… —Creo que usted y yo seremos buenos amigos.
Había en Weltevreden muchas habitaciones que disgustaban a Tara. En cuanto a ese comedor, lo detestaba, por todas las cabezas de animales que Shasa había masacrado y que la miraban desde las paredes, con sus ojos de vidrio. Esa noche corrió el riesgo de sentar a Molly junto a Littleton. A los pocos minutos, el banquero estaba riendo a carcajadas.
Cuando los hombres se dedicaron al oporto y a los habanos y las damas pasaron al salón, Molly llevó a Tara aparte, burbujeando de entusiasmo.
—Desde que he llegado, me muero por hablar a solas contigo —susurró—. No te imaginas quién está en El Cabo en este momento.
—Cuenta.
—El secretario del Congreso Nacional Africano, nada menos. Moses Gama en persona.
Tara quedó pálida y muda, mirándola.
—Vendrá a casa para hablar ante un pequeño grupo de nuestra gente, Tara. Lo he invitado. Y él pidió, con especial interés, que tú estuvieras presente. No sabía que lo conocieras.
—Nos vimos una sola vez. No, dos.
—¿Podrás venir? —insistió Molly—. Será mejor que Shasa no se entere, ya sabes.
—¿Cuándo?
—El sábado por la noche, a las ocho.
—Shasa se va. Iré a tu casa —prometió Tara—. No me lo perdería por nada del mundo.
Seant Courtney era la estrella deportiva de la escuela primaria Western Province. Rápido y fuerte, jugó en cuatro ensayos contra los juveniles de Rondebosch y los convirtió, mientras su padre y sus dos hermanos lo alentaban a gritos.
Después del silbato final, Shasa se demoró el tiempo suficiente para felicitar a su hijo, conteniendo a duras penas las ganas de abrazar al jovencito sudoroso y sonriente, que tenía manchas de pasto en los pantaloncitos blancos y un raspón en la rodilla. Sabía que semejante escena, frente a sus compañeros, hubiera mortificado horriblemente a Sean. Por lo tanto, le estrechó la mano.
—Buen juego, campeón. Me siento muy orgulloso de ti —dijo—. Lamento no estar en casa este fin de semana, pero ya lo compensaremos.
Aunque su expresión era sincera, Shasa se encaminó hacia el aeropuerto con buen ánimo. Dicky le tenía el aparato listo y fuera del hangar.
Shasa bajó del «Jaguar» con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en la comisura de la boca, contemplando con deleite aquél esbelto aparato.
Era un bombardero de combate Mosquito, DH 98, que Shasa había comprado en una de las ventas de la Fuerza Aérea. Lo había hecho reparar por completo y encolar con ese nuevo adhesivo maravilloso, el «Araldite», pues el «Rodux» original no daba resultados en climas tropicales. Desprovisto de todos los armamentos y aparejos militares, el Mosquito había mejorado notablemente su ya formidable desempeño. Ni siquiera la empresa «Courtney» podía pagar uno de esos nuevos aviones para uso civil, pero eso era lo más aproximado.
El hermoso aparato parecía un halcón; los dos motores «Rolls Royce Merlin» estaban listos para cobrar vida, rugiendo, e impulsarle hacia el azul. Azul era su color: celeste y plateado, brillantes bajo el sol de El Cabo. En el fuselaje lucía el logotipo de la empresa «Courtney»: un estilizado diamante, cuyas facetas se entrelazaban con las iniciales de la compañía.
—¿Cómo anda el magneto número dos de babor? —preguntó Shasa a Dicky, que se acercaba con el mono cubierto de aceite. El hombrecito adoptó un aire presuntuoso.
—Marcha como una máquina de coser —respondió.
Amaba al aparato más aún que el mismo Shasa, y cualquier imperfección, por mínima que fuese, lo ofendía profundamente.
Ayudó a Shasa a cargar el portafolio, el maletín y el estuche con las armas en el depósito de bombas, convertido en portaequipajes.
—Tiene todos los tanques llenos —dijo.
Y se apartó con aire de superioridad, pues Shasa insistía en verificarlo todo personalmente.
—Está bien —afirmó Shasa, por fin, sin resistirse a la tentación de acariciar un ala, como si fuera el miembro de una mujer hermosa.
Conectó el oxígeno a once mil pies de altura y se niveló a los veinte, sonriendo bajo la máscara. Afinó la máquina para la velocidad de crucero, vigilando con sumo cuidado las temperaturas de escape y las revoluciones del motor. Por fin, se dispuso a disfrutar del vuelo.
«Disfrutar» era un término demasiado suave. Para él, volar era una exaltación del espíritu, una fiebre en la sangre. El inmenso continente leonado pasaba por debajo de él, lavado por un millón de soles y quemado por los vientos calientes, perfumados de hierba; su pellejo antiguo presentaba las arrugas y las cicatrices de cañones y ríos secos. Sólo allá arriba, muy arriba, se llegaba a comprender hasta qué punto uno formaba parte de todo eso, cuánto lo amaba. Sin embargo, era una tierra dura y cruel, que gestaba hombres duros, blancos o negros. Y Shasa se reconocía como uno de ellos. Allí no había sitio para los débiles; sólo los fuertes podían prosperar.
Tal vez era debido al efecto del oxígeno puro, acentuado por el éxtasis del vuelo; lo cierto es que su mente parecía aclararse cuando estaba en el aire. Algunos asuntos, oscuros se tornaban claros, las incertidumbres se resolvían y las horas pasaban veloces. Cuando aterrizó en el aeropuerto civil de Johannesburgo, sabía con toda certeza lo que era preciso hacer. David Abrahams le estaba esperando, flaco y esmirriado como siempre; algo más calvo y con gafas de oro, que le daban una expresión de sorpresa perpetua. Shasa saltó desde el ala del Mosquito y ambos se abrazaron con alegría. Se querían como hermanos. Luego, David dio una palmadita al avión.
—¿Cuándo lo pilotaré otra vez? —preguntó, melancólico.
David había recibido dos condecoraciones; tenía nueve aviones derribados en su haber y había concluido la guerra como comandante de escuadrilla. Shasa, en cambio, era apenas jefe de escuadrilla cuando fue declarado inválido por haber perdido un ojo en Abisinia.
—Es demasiado para ti —aseguró Shasa, mientras cargaba su equipaje en el asiento trasero del «Cadillac» de David.
Mientras cruzaban los portones del aeropuerto, intercambiaron noticias familiares. David estaba casado con Mathilda Janine, hermana menor de Tara, de modo que David y Shasa eran cuñados. Shasa se vanaglorió de las andanzas de Sean e Isabella, sin mencionar a sus otros dos hijos. Luego, pasaron al verdadero motivo de la reunión.
En orden de importancia, había que decidir si hacer valer o no la opción sobre la nueva mina de Orange. Además, tenían problemas con el laboratorio de la empresa, instalado en la costa de Natal, pues un grupo de la zona estaba protestando a voz en cuello por los desechos químicos que la fábrica descargaba en el mar. Por fin, David seguía con su descabellada fijación de gastar más de doscientas cincuenta mil libras en una de esas mastodónticas calculadoras electrónicas.
—Los yanquis hicieron todos los cálculos para la bomba atómica con una de ellas —argumentó David—. Y se llaman computadoras, no calculadoras.
—Vamos, Davie, ¿qué quieres hacer volar? —protestó Shasa.
—No pienso crear ninguna bomba atómica.
—«Anglo-American» tiene una. Es la onda del futuro, Shasa. Con una de esas estaríamos mejor.
—Pero es un cuarto de millón, amigo —señaló Shasa—. En este momento necesitamos hasta el último centavo para la inversión de Silver River.
—Si tuviéramos una computadora para analizar los informes geológicos de Silver River, podríamos ahorrarnos el costo casi completo y estaríamos mucho más seguros que ahora sobre la decisión final.
—¿Cómo es posible que una máquina trabaje mejor que el cerebro humano?
—Ven a echarle un vistazo —rogó David—. La Universidad acaba de instalar una «IBM» 701. Te he concertado una demostración para esta tarde.
—Está bien, Davie —se rindió Shasa—. Le echaré un vistazo, pero no me comprometo a comprarla.
La supervisora de «IBM», en el sótano de la facultad de Ingeniería, no tenía más de veintiséis años.
—Todos son criaturas —explicó David—. Es una ciencia para jóvenes.
La supervisora estrechó la mano a Shasa y se quitó las gafas. De pronto, Shasa cobró un impresionante interés por las computadoras, La muchacha tenía los ojos verdes, muy claros, y el cabello del color de la miel silvestre hecha capullos de mimosa. Llevaba un ajustado suéter de angora verde y una falda de tartán que le descubría las bronceadas pantorrillas. De inmediato, se hizo patente que ella era una experta, pues respondía a todas las preguntas de Shasa sin vacilar, con un tentador acento sureño.
—Marylee se licenció en ingeniería electrónica en el Instituto Tecnológico —murmuró David.
La atracción inicial de Shasa se condimentó de respeto.
—Pero es enorme —protestó—. Llena todo el sótano. Este mastodonte tiene el tamaño de una casa de cuatro habitaciones.
—La mayor parte del espacio está ocupado por aparatos del refrigeración —explicó Marylee—. La acumulación de calor es` enorme.
—¿Qué está procesando usted en este momento?
—El material arqueológico que el profesor Dart ha traído de las cuevas de Sterkfontein. Estamos correlacionando unas doscientas mil observaciones suyas contra más de un millón de los yacimientos del Este.
—¿Y cuánto tardará en completarlo?
—Hemos comenzado hace veinte minutos. Terminaremos antes de cerrar, a las cinco.
—Pero sólo faltan quince minutos —rió Shasa—. ¡Usted me está tomando el pelo!
Ella sonrió con aire especulativo. Su boca era ancha, húmeda y besable.
—¿Dice que cierran a las cinco? —preguntó Shasa—. ¿Cuándo vuelve a empezar?
—Mañana a las ocho.
—¿Y la máquina permanece inactiva durante toda la noche?
Marylee miró al otro extremo del sótano, donde David observaba los resultados impresos por la máquina. El zumbido de la computadora cubría sus voces.
—En efecto. Permanecerá inactiva durante toda la noche. Igual que yo.
Por lo visto, la dama sabía con exactitud lo que deseaba y cómo conseguirlo. Le miraba a los ojos, desafiante.
—Eso no es posible. —Shasa meneó la cabeza con aire de seriedad—. Mi madre me enseñó que el tiempo es oro. Conozco u local llamado «Stardust», donde toca una orquesta increíble. Le apuesto una libra contra un fin de semana en París a que puedo hacerla bailar hasta que pida misericordia.
—Trato hecho —repuso ella, con la misma seriedad—. Pero, ¿hace trampa?
—Por supuesto. —Como David se estaba acercando, Shasa continuó, en tono muy profesional—: ¿Y los gastos de funcionamiento?
—En total, incluyendo el seguro de amortización, suman algo menos de cuatro mil libras mensuales —respondió ella, con igual eficiencia comercial.
Cuando se estrecharon la mano como despedida, ella le deslizó una tarjeta en la palma, murmurando:
—Mi dirección.
—¿A las ocho? —Lo espero.
En el «Cadillac», Shasa encendió un cigarrillo y exhaló un perfecto anillo de humo, que estalló en silencio contra el parabrisas.
—Bueno, Davie: ponte en contacto con el decano a primera hora de mañana. Ofrécele alquilar a ese monstruo durante todo el tiempo que quede libre, entre las cinco de la tarde y las ocho de la mañana siguiente, y también los fines de semana, por cuatro mil libras al mes. Hazle ver que así podría usarla gratuitamente, pues nosotros le pagaríamos todos los gastos.
David se volvió hacia él con expresión sorprendida. Estuvo a punto de subirse a la acera, pero corrigió la maniobra con un veloz golpe de volante.
—¿Cómo no se me habrá ocurrido? —se preguntó, cuando el «Cadillac» estuvo bajo control.
—Tienes que levantarte más temprano. —Shasa sonrió de oreja a oreja y continuó—: Cuando sepamos por cuánto tiempo necesitamos esa máquina, subalquilaremos el tiempo sobrante a un par de empresas que no nos hagan la competencia y que también estén pensando en comprar una computadora. De ese modo, nosotros cubriremos nuestros propios gastos de funcionamiento. Y cuando «IBM» haya mejorado el diseño y logrado una porquería de ésas más pequeña, entonces, compraremos una.
—¡Qué hijo de puta! —David sacudió la cabeza, maravillado—. Qué hijo de… —Y de pronto, con una súbita inspiración—: Contrataré a la joven Marylee.
—No —le espetó Shasa. Consigue a otra persona.
David le echó un vistazo y su entusiasmo desapareció. Conocía demasiado bien a su cuñado.
—Esta noche no cenarás con nosotros, sospecho —inquirió, moroso.
—Esta noche no —confirmó Shasa—. Da mis cariños a Matty y discúlpame con ella.
—Ten cuidado, ¿quieres? Esta ciudad es pequeña y tú estás marcado —le advirtió David, al dejarlo ante la puerta del «Carlton», donde la empresa tenía reservada una suite permanentemente—. ¿Crees que mañana estarás en condiciones de trabajar?
—A las ocho —aseguró Shasa—. ¡En punto!
Por mutuo acuerdo, la competencia de baile en el «Stardust» fue declarada empate; Shasa y Marylee volvieron al «Carlton» algo después de la medianoche.
Su cuerpo era joven, suave y duro. Poco antes de quedarse dormida, con el cabello color de miel esparcido sobre el pecho desnudo de Shasa, ella susurró, soñolienta:
—Bueno, creo que esto es lo único que mi «IBM-701» no puede hacer por mí.
A la mañana siguiente, Shasa estaba en las oficinas de «Courney Mining» quince minutos antes de que David llegara. Le gustaba tener a todo el mundo alerta.
Las oficinas ocupaban todo el tercer piso del edificio Standar Bank, en la calle Commissioner. Aunque Shasa poseía un excelente lote de bienes raíces en la esquina de la calle Diagonal, frente a la Bolsa, aún no se había decidido a construir; todo el dinero disponible parecía destinado a minas, ampliaciones o cualquier otra empresa que produjera ganancias.
En el consejo de administración de «Courtney», la sangre joven se compensaba juiciosamente con unas cuantas cabezas grises. Aún estaba allí el doctor Twentyman-Jones, con su anticuada chaqueta de alpaca negra y su corbata estrecha, disimulando su afecto por Shasa tras una expresión luctuosa. Había administrado la primera exploración de la mina «H’ani» a principios de la década de los 20, y era uno de los tres hombres más experimentados en cuestiones de minas.
Abraham Abrahams, el padre de David, seguía encabezando el departamento legal, instalado junto a su hijo, vivaz y gorjeante como un gorrioncito plateado. Frente a sí tenía una alta pila de carpetas, pero rara vez las consultaba. El equipo funcionaba a la perfección, con el agregado de otros seis hombres, cuidadosamente seleccionados por Centaine y Shasa, de común acuerdo.
—Hablemos primero de la planta química en la bahía de Chak —dijo Shasa, al iniciarse la reunión—. ¿Qué tenemos en contra nuestra, Abe?
—Estamos vertiendo ácido sulfúrico en el mar, en cantidades que varían entre once y dieciséis toneladas diarias, con una concentración de uno en diez mil —respondió Abe Abrahams, tranquilamente—. He ordenado que un biólogo marino independiente nos prepare un informe. —Dio un golpecito al documento—. No es favorable. Hemos alterado el PH en siete kilómetros a lo largo de la costa.
—¿No habrás hecho circular ese informe? —preguntó Shasa ásperamente.
—¿Por quién me tomas? —Abe sacudió la cabeza.
—Bien, David. ¿Cuánto costará modificar el procedimiento de elaboración en la sección de fertilizantes para eliminar los desechos ácidos de otro modo?
—Hay dos soluciones posibles —dijo David—. La más simple y barata es llevarlos en camiones-cisterna, pero habrá que buscar otro sitio en donde arrojarlos. La otra, reciclar el ácido.
—¿Costos?
—Cien mil libras anuales para las cisternas y casi el triple para el reciclaje.
—Un año de ganancias a la alcantarilla —observó Shasa—. Eso no es aceptable. ¿Quién es esa tal Pearson que encabeza la protesta? ¿No se puede razonar con ella?
Abe sacudió la cabeza.
—Lo hemos intentado. Es quien mantiene unida a toda la comisión. Sin ella, todo se derrumbaría.
—¿En qué posición se encuentra?
—Su marido es el dueño de la panadería local.
—Comprad el negocio —sugirió Shasa—. Si él no quiere vender, haced saber, con toda discreción, que para hacerle la competencia abriremos otra panadería y subvencionaremos su producción. Quiero que la tal Pearson esté bien lejos de aquí. ¿Alguna pregunta? —Miró a los presentes. Todo el mundo estaba tomando notas y nadie lo miraba. Hubiera querido preguntarles, razonablemente: «Muy bien, caballeros, ¿están dispuestos a gastar trescientas mil libras para que las ostras de Chaka vivan bien?» En cambio, hizo un gesto de asentimiento—. ¡Ninguna pregunta! Bueno, ahora vamos a lo más importante. La mina de Silver River.
Todos cambiaron de posición en el asiento; se oyó un suspiro simultáneo y nervioso.
—Caballeros: todos hemos leído y analizado el informe geológico del doctor Twentyman-Jones, basado en su perforación del terreno. Es una obra estupenda; no hace falta decir que no conseguiremos opinión más autorizada. Ahora, quiero que cada uno de ustedes me dé su opinión, como jefe del departamento. ¿Puedes empezar tú, Rupert?
Rupert Horn era el miembro más joven del equipo ejecutivo. Como tesorero y jefe de contabilidad, proporcionó los datos financieros.
—Si dejamos que la opción se venza, perderemos los dos coma tres millones que hemos gastado en su exploración en los últimos dieciocho meses. Si la hacemos valer, se requerirá un pago inicial de cuatro millones en el momento de la firma.
—Se puede cubrir con la cuenta para imprevistos —intervino Shasa.
—Tenemos cuatro coma tres millones en el fondo provisional —concordó Rupert Horn—. En ese momento, está invertido en Escom, pero si lo utilizamos, nos encontraremos en una situación muy expuesta.
Uno tras otro, por orden de antigüedad ascendente, los gerentes de Shasa expresaron su opinión, desde el punto de vista de las distintas secciones. David se encargó de resumirlas a todas.
—Al parecer, nos quedan veintiséis días sobre la opción, y habrá que pagar cuatro millones si la aceptamos. Eso nos dejará en pelotas y frente a un costo de desarrollo de tres millones sólo para el pozo principal, más otros cinco millones por planta, intereses y costos de operación hasta entrar en la fase productiva dentro de cuatro años, en 1956. —Se interrumpió.
Todos observaron a Shasa, que elegía un cigarrillo y lo golpeaba ligeramente contra la tapa de su pitillera dorada.
El joven_ estaba muy serio. Sabía como nadie que la decisión podía aniquilar a la compañía o llevarla a una nueva cima, y nadie podía tomarla por él. Estaba en el solitario pináculo del mando.
—Sabemos que allá abajo hay oro —dijo, por fin—. Una veta gruesa y rica. Si llegamos a ella, seguirá produciendo durante los próximos cincuenta años. Sin embargo, el oro está detenido a treinta y cinco dólares la onza. Los norteamericanos lo tienen clavado allí y amenazan con mantener ese precio por toda la eternidad. Treinta y cinco dólares la onza… y nos costará entre veinte y veinticinco llegar a esa profundidad y sacarlo a la superficie. El margen es muy pequeño, señores, demasiado pequeño.
Encendió el cigarrillo y todos se aflojaron, suspirando, desilusionados y aliviados a un tiempo. Habría sido glorioso iniciar la empresa; desastroso, fracasar. Ahora, jamás se sabría.
Pero Shasa no había terminado. Soltó un anillo de humo a lo largo de la mesa y prosiguió:
—Sin embargo, no creo que los norteamericanos puedan mantener por mucho tiempo ese tope al precio del oro. El odio que sienten por este noble metal es emotivo y no se basa en la realidad; económica. Siento en el estómago que muy pronto veremos oro a sesenta dólares. Un día, quizás antes de lo que imaginamos, estará a ciento cincuenta dólares, quizás hasta a doscientos.
Todos se agitaron, incrédulos. Twentyman-Jones parecía a punto de echarse a llorar ante tan descabellado optimismo, Pero Shasa, sin prestarle atención, se volvió hacia Abe Abrahams.
—Abe: el mes que viene, el día dieciocho al mediodía, doce horas antes de que la opción expire, entregarás un cheque por cuatro millones a los propietarios de las granjas de Silver River tomarás posesión de la propiedad, en nombre de una compañía, que se formará después. —Shasa se volvió hacia David—… Al mismo tiempo, abriremos sendas listas de suscripción en las Bolsas de Johannesburgo y Londres, por valor de diez millones de acciones de una libra, de la propiedad aurífera Silver River. Tú y el doctor Twentyman-Jones comenzaréis hoy mismo a preparar las perspectivas. «Courtney Mining» registrará la propiedad a nombre de la compañía nueva, a cambio del saldo de cinco millones de acciones transferidas a nuestro nombre. También seremos responsables de su dirección y desarrollo.
Rápida y sucintamente, Shasa trazó la estructura, financiación y dirección de la nueva empresa. Más de una vez, aquellos asentados veteranos levantaron la vista de sus anotaciones, abiertamente admirados por algún toque hábil y original que él agregaba al plan.
—¿Me he olvidado de algo? —preguntó Shasa al fin. Como todos sacudieron la cabeza, sonrió. David recordaba la película que había visto con Matty y los chicos el sábado anterior, The Sea Hawk, aunque el parche negro prestaba a Shasa más aspecto de pirata que a Errol Flynn.
—La fundadora de nuestra empresa, Madame Centaine de Thiry Courtney-Malcomess, nunca ha aprobado que se consuma alcohol en la sala de directorio. Sin embargo… —Shasa, siempre sonriendo, hizo una señal a David, quien abrió las puertas principales. Una secretaria entró con una mesa rodante, donde tintineaban las copas y las verdes botellas de champaña, en sus cubos de hielo—. Las costumbres antiguas deben dar paso a las nuevas —dijo Shasa.
Y descorchó la primera botella con un discreto estallido.
Shasa soltó el acelerador de los motores «Rolas Royee» y el Mosquito se hundió entre las cintas de cirros dispersos; las interminables planicies africanas se alzaron a su encuentro. Hacia el Oeste se divisaban los arracimados edificios de la ciudad minera de Welkom, centro de los yacimientos auríferos de Orange. Había sido fundada pocos años antes, cuando la vasta Corporación Angloamericana comenzaba a abrir minas, y ya era una ciudad modelo, con más de cien mil habitantes.
Shasa desprendió la máscara de oxígeno y la dejó colgada sobre su pecho, mientras se inclinaba para mirar por el parabrisas, por delante del morro azul del Mosquito.
Distinguió la diminuta torre de acero de la barrena, casi perdida en la inmensidad de la polvorienta planicie. Utilizándola como punto de referencia, siguió el tenue hilo de cercados que encerraban las granjas de Silver River: cinco mil hectáreas, en su mayor parte desnudas y sin aprovechar. Era sorprendente que los geólogos de las grandes compañías mineras hubieran pasado por alto esa zona. Claro que nadie podía suponer, razonablemente, que la veta de oro se desviara de ese modo… nadie, menos Twentyman-Jones y Shasa Courtney.
Sin embargo, la veta estaba a tanta profundidad bajo la superficie como el Mosquito por encima de ella. Parecía imposible que una empresa humana pudiera excavar hasta allí; pero Shasa ya veía, mentalmente, la torre principal de Silver River, elevándose sesenta metros, con su barrena penetrando casi dos kilómetros, hasta el río subterráneo de metal precioso.
«Y los yanquis no pueden frenar el alza del oro eternamente. Tendrán que dejarlo ascender», se dijo.
Puso al Mosquito sobre el vértice de un ala y, en el tablero de instrumentos, la brújula giró lentamente. Shasa elevó el ala y el aparato quedó exactamente sobre los 1250.
—Quince minutos, con estos vientos —gruñó, mientras miraba en el mapa que tenía sobre las rodillas.
Esa exaltación lo acompañó todo el resto del vuelo, hasta ver una humareda fina como una línea de lápiz, que se elevaba en el aire quieto, bien hacia delante. Le habían puesto una señal; de humo para guiarle.
Frente al solitario hangar de hierro galvanizado, al extremo de la pista, había un «Dakota» estacionado, con marcas de la Fuerza Aérea. La pista era de arcilla amarilla apisonada, dura y lisa; el Mosquito se posó en ella casi sin una sacudida. Shasa había necesitado de interminables prácticas para desarrollar ese sentido de la distancia, una vez perdido el ojo.
Levantó el techo transparente de la cabina y llevó el aparato hacia el hangar. Una pickup «Ford» de color verde, esperaba junto al palo de la veleta. Una silueta vestida con pantalones cortos camisa color caqui se erguía junto a la olla de humo, con los puños en las caderas, observando a Shasa. En el momento en que le vio saltar del avión, se adelantó de un brinco y tendió la mano derecha. Sin embargo, su expresión solemne y reservada no iba de acuerdo con ese gesto de bienvenida.
—Buenas tardes, ministro.
Shasa se mostraba igualmente serio. El apretón de manos fue firme, pero breve. Luego, al mirar profundamente los ojos pálidos de Manfred De La Rey, Shasa tuvo la extraña sensación de haberlos visto en circunstancias desesperadas, en alguna otra ocasión. Tuvo que sacudir un poco la cabeza para librarse de esa' impresión.
—Me alegro por ambos de que usted haya podido venir. ¿Puedo ayudarle con el equipaje? —preguntó Manfred De La Rey.
—No se preocupe. No hace falta.
Shasa ató y aseguró al Mosquito, después de sacar su equipaje, mientras Manfred apagaba la olla del humo.
—Veo que ha traído un rifle —comentó Manfred—. ¿Qué marca es?
—Un «Remington Magnum», de 7 mm. —Shasa dejó caer el equipaje en la parte trasera de la camioneta y ocupó el asiento del pasajero.
—Es perfecto para este tipo de caza —aprobó su compañero, poniendo en marcha el motor—. Dispara a buena distancia sobre suelo plano.
Manfred tomó la carretera y la siguió unos minutos, en silencio.
—El Primer Ministro no ha podido venir —dijo—. Quería estar presente, pero ha enviado una carta para usted, confirmando que me autoriza a hablarle en su nombre.
—Lo acepto. —Shasa se mantenía serio.
—Ha venido el ministro de Economía, nuestro anfitrión es de Agricultura, pues la finca es suya. Una de las mejores de Orange. —Estoy impresionado.
—Sí, creo que se va a impresionar. —Manfred miró a Shasa atentamente—. ¿No le parece extraño que usted y yo estemos condenados a enfrentarnos siempre?
—Se me ha ocurrido esa idea —admitió Shasa.
—¿No cree usted que puede haber algún motivo para ello, algo que desconocemos?
Shasa se encogió de hombros.
—No. Supongo que es pura coincidencia.
La respuesta pareció desilusionar a Manfred.
—Su madre —agregó éste—, ¿nunca le ha hablado de mí? Courtney pareció sobresaltado.
—¡Mi madre! Por Dios, no creo. Tal vez lo haya mencionado por casualidad… ¿Por qué lo pregunta?
El ministro pareció no haber oído la pregunta, pues siguió mirando hacia delante. Por fin dijo, clausurando el tema con aire terminante:
—Allá está la casa.
El camino bordeaba un valle poco profundo, en el que anidaba la casa. El agua debía de estar cerca de la superficie, pues los pastos eran fértiles y verdes. Por todo el valle se veían las esqueléticas torres de diez o doce molinos de viento. Una plantación de eucaliptos rodeaba la vivienda, tras la cual se erguían otras construcciones, todas bien pintadas y cuidadas. Ante una de las largas cocheras se alineaban más de veinte tractores flamantes; en los pastos había rebaños de gordas ovejas. La planicie, más allá de la casa, aparecía arada casi hasta el horizonte: cientos de hectáreas de tierra achocolatada, listas para la siembra de maíz. Este era el centro de las tierras de los Afrikaners, el sitio en donde el Partido Nacional contaba con un apoyo incondicional. Por ese motivo, las zonas electorales, bajo el mando de los nacionalistas habían sido remarcadas para alejar los centros de poder de las concentraciones urbanas, favoreciendo a los electores rurales. Y, por este motivo, los nacionalistas retendrían el poder eternamente. Shasa hizo una mueca agria. Manfred lo miró de inmediato, pero él no le dio explicación alguna.
Había doce hombres sentados ante la larga mesa de la cocina fumando y bebiendo café, mientras las mujeres los rondaban con sus atenciones. Todos se levantaron para dar la bienvenida a Shasa, el cual recorrió la mesa estrechando la mano a cada uno e intercambiando saludos corteses, si no efusivos.
Shasa los conocía a todos. Se había enfrentado a todos ellos en la Cámara y fustigado a muchos con sus palabras. A su vez, había sido atacado y vilipendiado. Pero ahora le hacían sitio en la mesa. La anfitriona le sirvió una taza de café fuerte y puso a su alcance un plato de galletas dulces y bizcochos tostados. Lo trataban con la innata cortesía y la hospitalidad que caracterizan al afrikaner. Aunque vestían toscas ropas de cazadores y se fingían simples granjeros, eran, en realidad, astutos y hábiles políticos que se contaban entre las personas más ricas y poderosas del país.
Si bien Shasa hablaba su idioma a la perfección, comprendía las referencias más veladas y podía reír con sus chistes, no era uno de ellos. Era el rooinek, el enemigo tradicional. Ellos, con gran sutileza, habían cerrado filas ante su presencia.
Cuando hubo terminado su café, el ministro de Agricultura dueño de la casa, le dijo:
—Lo acompañaré a su cuarto. Querrá cambiarse y preparar su arma. Saldremos a cazar en cuanto refresque un poco.
Algo después de las cuatro, partieron en un desfile de camionetas; los hombres más importantes y de mayor edad iban en las cabinas; el resto, en la parte trasera, al descubierto. La procesión salió del valle, rodeó las tierras aradas y cruzó la planicie a buena velocidad, hacia una línea de colinas bajas.
Por fin, vieron pequeños rebaños de springbok (especie de gacela del sur de África) que parecían una mancha de canela sobre la tierra pálida. Las camionetas siguieron a buena velocidad y sólo aminoraron la velocidad al llegar al pie de las rocosas colinas. El primero se detuvo por un momento; dos de los cazadores bajaron para descender a una zanja de poca profundidad.
—¡Buena suerte! ¡Buena puntería! —les desearon al pasar.
A pocos cientos de metros, el convoy volvió a detenerse para desembarcar a otros dos cazadores.
En el curso de media hora, todos los participantes quedaron ocultos en una extensa línea irregular, por debajo de las melladas colinas. Manfred De La Rey y Shasa habían sido emplazados en pareja, entre varias rocas grises. Se pusieron en cuclillas para esperar con las escopetas cruzadas sobre el regazo, contemplando las planicies salpicadas de matas duras.
Las camionetas, conducidas por los hijos adolescentes del anfitrión, describieron un amplio círculo hasta convertirse en meras pecas contra el pálido resplandor del horizonte; cada una iba señalada por la nube de polvo que levantaba detrás de sí. Luego, giraron otra vez en dirección a las colinas, a paso de hombre, ahuyentando hacia el frente a los rebaños de antílopes.
Shasa y Manfred tendrían que esperar casi una hora hasta que los animales les estuvieran a tiro. Mientras tanto, se dedicaron a conversar de un modo despreocupado y superficial. Al principio, apenas tocaron los temas políticos; antes bien, evaluaban al ministro de Agricultura y a los otros participantes de la cacería. Pero Manfred fue desviando sutilmente la charla y acabó por comentar que, en realidad, existían muy pocas diferencias reales entre las políticas y las aspiraciones del partido en el poder y las de la oposición, Partido Unificado, del que Shasa formaba parte.
—Si las estudiamos con atención, las diferencias son sólo de estilo y de grado. Ambos queremos mantener Sudáfrica en manos del blanco y de la civilización europea. Sabemos que, para nosotros, el apartheid es cuestión de vida o muerte. Sin eso, todos nos ahogaríamos en un mar negro. Desde la muerte de Smuts, el Partido Unificado se ha ido inclinando cada vez más hacia nuestro modo de pensar; izquierdistas y liberales comienzan a apartarse de ustedes.
Shasa no hizo comentarios comprometedores, pero el argumento era válido y doloroso. En su propio partido estaban apareciendo profundas grietas; día a día resultaba más obvio que jamás volverían a participar en el Gobierno de esa tierra. Sin embargo, le intrigaba descubrir hacia dónde se encaminaba Manfred De La Rey. Había aprendido a no subestimar a ese adversario; presentía que se lo había preparado arteramente para el propósito oculto de esa invitación. Era muy obvio que el anfitrión había maniobrado para dejarles juntos y para que todos los invitados estuviesen al tanto de lo que se intentaba. Shasa no dijo casi nada, y evitó comprometerse, mientras esperaba, con ansiedad creciente, que la bestia al acecho revelara su silueta.
—Usted sabe que hemos atrincherado el idioma y la cultura de los sudafricanos angloparlantes. Jamás haremos intento alguno para derogar sus derechos; para nosotros, todos los angloparlantes de buena voluntad, que se consideren ante todo sudafricanos, son hermanos nuestros. Nuestros destinos se hallan ligados por cadenas de acero…
Manfred se interrumpió, llevándose los prismáticos a los ojos. —Se están acercando —murmuró—. Será mejor que nos preparemos—. Dejó los gemelos y sonrió cautelosamente a su compañero—. Me han dicho que usted es muy buen tirador. Espero con muchas ansias una demostración.
Shasa se sintió desilusionado. Esperaba saber adónde se dirigía tan ensayada argumentación, pero ocultó su impaciencia con una sonrisa desenvuelta y se dedicó a cargar el rifle.
—En una cosa tiene razón, ministro —dijo—. Nos hallamos ligados con cadenas de acero. Esperemos que su peso no nos arrastre a todos al fondo.
Creyó ver un destello de enfado o de triunfo en aquellos ojos de topacio, pero duró un instante apenas.
—Dispararé sólo en un sector, desde el frente hacia la derecha —dijo Manfred—. Usted lo hará hacia la izquierda, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —asintió Shasa.
Pero sentía un escozor de irritación por la forma en que había dejado ganarse la mano. Manfred se había reservado el flanco derecho, el más conveniente para todo tirador que fuera diestro.
«Pues te hará falta esa ventaja», pensó, ceñudo.
—Tengo entendido que también usted tiene mucha puntería —comentó en voz alta—. ¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta sobre el número de presas?
—Yo nunca apuesto —aclaró Manfred, con desenvoltura—. La apuesta es un artificio del demonio, pero contaré las presas con interés.
Shasa recordó entonces lo puritano del extremado calvinismo practicado por Manfred De La Rey.
Cargó su escopeta con cuidado, con cartuchos propios, hechos a mano, pues no confiaba en las municiones fabricadas en masa. Las cápsulas de bronce estaban llenas de pólvora, la cual impulsaría la bala a más de novecientos metros por segundo. Su construcción especial aseguraría que se abriera como un hongo al producirse el impacto.
Se llevó el arma al hombro y utilizó la mira telescópica para escrutar la planicie. Los camiones estaban a menos de un kilómetro y medio; iban y venían con suavidad, impidiendo que los rebaños se dispersaran, y los obligaban a avanzar hacia las colinas donde los cazadores se hallaban ocultos. Shasa parpadeó para aclararse la visión; podía distinguir a cada animal por separado.
Los antílopes eran livianos como el humo, ondulaban como la sombra de una nube sobre la planicie. Trotaban con elegancia, graciosos, indescriptiblemente encantadores, con la cabeza en alto los cuernos formando perfectas liras.
Al no contar con visión estereoscópica, Shasa tenía dificultad para apreciar las distancias, pero había desarrollado la capacidad de definir el tamaño relativo; a eso, agregaba una especie de sexto sentido, que le permitía pilotar un avión, golpear una pelota de polo o disparar con la precisión de cualquier persona de vista normal.
El más próximo de los antílopes estaba casi a tiro. De pronto, se oyó un disparo en la línea de cazadores, algo más adelante, y los rebaños estallaron en una silenciosa huida. Cada una de esas diminutas criaturas rebotaba sobre sus patas, no más gruesas que el pulgar de un hombre, como si ya no obedecieran a la ley de gravedad; sus etéreos brincos se confundían contra el fondo de tierra reseca, del mismo color; formaban una especie de espejismo, con la característica y espectacular acrobacia que les da su nombre. En cada lomo, una capa espumosa surgió, como escarcha de miedo.
Es más difícil que tratar de derribar a un urogallo; resultaba imposible mantener a aquellas siluetas etéreas en la mira. Había que apuntar al espacio vacío en donde estarían una milésima de segundo después, cuando la bala supersónica los alcanzara.
Para algunos hombres, la puntería es una habilidad que se adquiere con mucha práctica y concentración. El caso de Shasa, era un talento innato. Cuando giraba el torso, el largo cañón apuntaba exactamente hacia donde estaba mirando y la mira telescópica corría con suavidad en el centro de su campo visual. Se posó en el cuerpo ágil de un antílope muy veloz, en el momento que brincaba en el aire. Shasa no tuvo conciencia de haber apretado el gatillo; el arma pareció dispararse por cuenta propia y el retroceso le clavó la culata en el hombro en el momento justo.
El macho murió en el acto, volteado por la bala de modo tal que su níveo vientre quedó al sol, en un salto mortal provocado por el ímpetu de la pequeña cápsula metálica que atravesó su corazón. Rodó sobre los cuernos al tocar tierra y quedó inmóvil.
Shasa movió el cerrojo y eligió a otra bestezuela. El rifle volvió a disparar y el hedor áspero de la pólvora quemada le cosquilleó la nariz. Siguió disparando hasta que el cañón, de tan caliente, estuvo a punto de sacarle ampollas, hasta que los tímpanos le dolieron por el estruendo de los tiros.
Por fin, el último de los rebaños pasó, trepando las colinas. El ruido de los disparos se apagó. Shasa descargó el arma y miró a Manfred De La Rey.
—Ocho —dijo Manfred—, y dos heridos.
Sorprendía el modo en que esos animalitos podían soportar una bala mal dirigida. Era impreciso seguirlos, pues resultaba inconcebible dejar que un animal herido sufriera sin necesidad.
—Es un buen número —reconoció Shasa—. Puede darse por muy satisfecho de su puntería.
—Y, usted, ¿cuántos?
—Doce —respondió Shasa, inexpresivo.
—¿Cuántos heridos? —inquirió Manfred, disimulando bastante bien su despecho.
Por fin, Shasa se permitió sonreír.
—Oh, yo no dejo heridos; hago blanco donde apunto.
Bastaba con eso. No tenía por qué frotar la herida con sal.
Dejó a su compañero para acercarse al animal más próximo. El springbok yacía de costado; en la muerte, el hondo pliegue del pellejo, a lo largo del lomo, se había abierto, dejando que se viera la nívea pluma. Shasa se hincó sobre una rodilla para acariciar el bello adorno. Las glándulas ocultas en el repliegue habían exudado un almizcle rojo parduzco, que Shasa frotó con la yema de los dedos. Acercó la mano a la cara para inhalar ese aroma melifluo. Olía más a flores que a animal. Entonces, la melancolía del cazador le atacó y lamentó la muerte de la bella bestia que había derribado.
—Gracias por morir para mí —susurró, repitiendo la antigua plegaria de los bosquimanos que Centaine le había enseñado tanto tiempo antes. Sin embargo, la tristeza era placer. Muy en el fondo, la atávica urgencia del cazador estaba, por el momento, satisfecha.
En el frescor de la noche, los hombres se reunieron alrededor de los fosos llenos de brasas refulgentes, frente a la casa. El Braaivleis, o carne a la brasa, era el rito que seguía a la cacería; los hombres se encargaban de asar, mientras las mujeres quedan relegadas a la preparación de ensaladas y budines, en las mesas de caballete instaladas en la galería. Las piezas de caza habían sido marinadas, adobadas o convertidas en embutidos; los riñones y tripas, sometidos a recetas mantenidas en riguroso secreto, estaban tendidos en las parrillas, donde los entusiastas cocineros escapaban al calor del fuego con liberales tragos de mampoer, fuerte bebida destilada de duraznos.
Una orquesta improvisada por los peones de color interpretaba aires campestres tradicionales con banjo y concertina. Algunos invitados bailaban en la ancha galería frontal. Entre las mujeres más jóvenes, había algunas muy interesantes, a las que Shasa observaba, pensativo. Las veía bronceadas, radiantes de salud, dotadas de una sensualidad sin sofisticación, más atractiva por lo severo de la crianza calvinista. El hecho de que fueran intocables, casi con seguridad vírgenes, las hacía más deseables a los gustos de Shasa, a quien le gustaba tanto la persecución como la caza.
Sin embargo, era demasiado lo que se jugaba como para arriesgarse a provocar la más leve ofensa. Así como evitaba las miradas, tímidas, pero calculadoras, que ciertas muchachas arrojaban en su dirección, rehuía escrupulosamente ese salvaje licor de duraznos y mantenía su copa llena de ginger ale. Sin duda, necesitaría tener el cerebro bien despejado antes de que la noche acabara.
Una vez calmado el apetito por fuentes humeantes de antílope asado, cuando los encantados sirvientes se hubieron llevado las sobras, Shasa se encontró sentado en un extremo de la larga galería, lejos de la banda. Frente a sí, tenía a Manfred De La Rey; los otros dos ministros del Gobierno se despatarraron, satisfechos, en los sillones de los lados. A pesar de esa actitud despreocupada, lo observaban cautelosamente por el rabillo del ojo.
«Aquí viene la cuestión principal», adivinó Shasa. Casi de inmediato, Manfred cambió de posición.
—Estaba diciendo a Meneer Courtney que, en muchos aspectos, nuestros Partidos se parecen bastante —comenzó, en voz baja. Sus colegas asintieron con sabia expresión.
—Todos queremos proteger a esta tierra y preservar en ella lo que es digno y bueno.
—Dios nos ha elegido como guardianes. Nuestro deber es proteger a todos sus pueblos… y asegurarnos de que cada grupo conserve intacta su identidad y su cultura, separado de los otros.
Era la propuesta básica del partido: la idea de una selección divina, y Shasa la había oído cien veces. Por lo tanto, aunque hizo un gesto de asentimiento y emitió algunos murmullos nada comprometidos, comenzó a inquietarse.
—Aún queda mucho por hacer —dijo Manfred—. Después de las próximas elecciones tendremos que encarar grandes esfuerzos; somos los albañiles que construirán un edificio social destinado a mantenerse en pie durante mil años. Una sociedad modelo, en dónde cada grupo tendrá su sitio y no ocupará el sitio de los demás: una pirámide ancha y estable, que formará una sociedad única.
Todos guardaron silencio por un rato, imaginando la belleza de la visión. Aunque Shasa mantenía una expresión neutral, sonrió para sus adentros ante lo apto de la metáfora. Nadie dudaba de cuál era el grupo escogido para ocupar el vértice de la pirámide en cuestión.
—Sin embargo, hay enemigos —dijo el ministro de Agricultura, dando pie a Manfred.
—Hay enemigos, dentro y fuera. Se tornarán más peligrosos y vociferantes a medida que la obra avance. Cuanto más nos acerquemos al éxito, más ávidos estarán de evitar que lo alcancemos.
—Y ya se están reuniendo.
—Sí —concordó Manfred—. Nos amenazan hasta viejos y tradicionales amigos. Estados Unidos, que no debería equivocarse así, pues padece sus propios problemas raciales: las aspiraciones antinaturales de los negros que llevaron desde África como esclavos. Hasta Gran Bretaña, con sus problemas en Kenia con los mau mau y de desintegración de su imperio indio, quiere darnos indicaciones y desviarnos del camino que sabemos correcto.
—Nos creen débiles y vulnerables.
—Ya insinúan establecer un embargo de armamento, negándonos las armas que necesitamos para defendernos del oscuro enemigo que se reúne en las sombras.
—Y tienen razón —cortó Manfred, bruscamente—. Somos débiles y no tenemos organización militar. Nos hallamos a merced de sus amenazas.
—Tenemos que cambiar eso —dijo el ministro de Hacienda con voz áspera Debemos hacernos fuertes.
—En el próximo presupuesto, Defensa tendrá una asignación de cincuenta millones de libras; al final de esta década será de mil millones.
—Debemos pasar por encima de las amenazas de sanción, boicot y embargo.
—La fuerza por la unidad: Ex Unitate Vires —dijo Manfred De La Rey—. Sin embargo, por tradición y preferencia, el pueblo afrikaner está compuesto de campesinos y granjeros. Debido a la discriminación practicada contra nosotros durante más de cien años, nos han excluido del comercio y la industria; por eso no hemos aprendido aquello que nuestros compatriotas de habla inglesa manejan con tanta facilidad. —Manfred hizo una pausa y miró a los otros dos, como buscando aprobación. Luego continuó—: Lo que este país necesita desesperadamente es la riqueza que hará realidad nuestra visión. Se trata de una empresa enorme para la cual no tenemos capacidad. Necesitamos un hombre de un tipo especial. —Para entonces, todos estaban mirando atentamente a Shasa—. Necesitamos un hombre con el vigor de la juventud y la experiencia de la ancianidad; un hombre de probado talento para las finanzas y la organización. En nuestro propio partido no contamos con un miembro dotado de esos atributos.
Shasa lo miró con fijeza. Lo que estaban sugiriendo era absurdo. El se había criado a la sombra de Jan Christian Smuts; en él era natural e inconmovible la fidelidad al partido creado por ese gran hombre. Abrió la boca para una respuesta colérica, pero Manfred De La Rey levantó una mano, interrumpiéndolo.
—Escúcheme hasta el fin —dijo—. La persona elegida para esta patriótica obra será designada de inmediato para un alto cargo en el gabinete, que el Primer Ministro creará específicamente para él. Se convertirá en el ministro de Minería e industria.
Shasa cerró la boca poco a poco. ¡Con qué cuidado debían de haberle estudiado! ¡Y con cuánta exactitud le habían analizado para llegar al precio exacto a pagar! Con eso sacudían la base misma de sus convicciones y sus principios políticos: los muros se resquebrajaban. Le habían llevado a un sitio alto para mostrarle el trofeo ofrecido.
A veinte mil pies, Shasa niveló el Mosquito y lo preparó para velocidad de crucero. Aumentó el flujo de oxígeno a su máscara, a fin de aclararse el cerebro. Tenía cuatro horas de vuelo hasta Youngsfield: cuatro horas para pensarlo todo cuidadosamente. Trató de divorciarse de las pasiones y emociones que aún lo sacudían para, en cambio, llegar a una decisión por camino lógico. Pero el entusiasmo estorbaba sus meditaciones. La perspectiva de ejercer un vasto poder, de construir un arsenal que hiciera de su país la potencia suprema de África y una fuerza en el mundo, lo sobrecogía. Eso era el poder. La sola idea lo embriagaba, pues al fin tenía a su alcance cuanto había soñado. Bastaba con alargar la mano y aferrar la oportunidad; sin embargo, eso le costaría el honor y el orgullo. ¿Cómo explicárselo a los hombres que confiaban en él?
De pronto, pensó en Blaine Malcomess, su mentor y consejero, el hombre que, desde hacía tantos años, ocupaba el lugar de su padre. ¿Qué pensaría él de la horrible traición que Shasa estaba contemplando?
—Seré más útil si me uno a ellos, Blaine —susurró, dentro de la máscara—. Puedo ayudar a cambiarles y a moderarles desde dentro, con mucha más efectividad que desde la oposición, pues ahora tendré poder…
Pero sabía que estaba buscando excusas, lo demás era escoria.
A fin de cuentas, todo se reducía a una sola palabra: el poder. Y sabía que, aun si Blaine Malcomess no diera jamás su apoyo a lo que entendería como traición, existía una persona que lo comprendería, que le daría apoyo y aliento. Después de todo, era Centaine Courtney-Malcomess quien había adiestrado a su hijo en la adquisición y el uso de la riqueza y el poder.
—Todo eso podría ser realidad, Mater. Aún podría suceder, no exactamente como lo planeamos, pero sucedería al menos.
En eso, un pensamiento lo golpeó. Una sombra se interpuso ante la luz brillante de su triunfo.
Echó un vistazo a la carpeta roja que Manfred De La Rey, ministro del Interior, le había dado en la pista de aterrizaje, cuando él estaba a punto de abordar el Mosquito, y que ahora tenía en el asiento del copiloto, a su lado.
—Existe un solo problema con el que tendremos que lidiar, si usted acepta nuestro ofrecimiento —había dicho Manfred al entregársela—, y se trata de un problema serio. Aquí lo tiene.
La carpeta contenía un informe de la división especial de seguridad de la Policía. El nombre escrito en la portada era: TARA ISABELLA MALCOMESS DE COURTNEY.
Tara Courtney recorrió el ala de los niños, entrando en cada uno de los dormitorios. La niñera estaba arropando a Isabella bajo el edredón de satén rosado. La niña dejó escapar un grito de placer al ver a su madre.
—Mami, mami, el osito se ha portado mal. Como castigo, dormirá en el estante con mis otras muñecas.
Tara se sentó en la cama de su hija y la abrazó, mientras analizaban las travesuras del osito de felpa. Isabella estaba rosada 1 cálida; olía a jabón y su cabello era seda contra la mejilla de Tara A ésta le costó un esfuerzo darle un beso y levantarse.
Hora de dormir, Bella querida.
En el momento en que apagó la luz, Isabella dejó escapar un chillido tan agudo que Tara se alarmó.
—¿Qué pasa, chiquita? —Encendió la luz otra vez y corrió a la cama.
—He perdonado al osito. Después de todo, puede dormir conmigo.
El osito de felpa fue reinstalado en la cama con toda ceremonia, Isabella lo abrazó amorosamente con un solo brazo y se puso el otro pulgar en la boca.
—¿Cuándo vuelve papá? —preguntó, soñolienta, sin quitarse el pulgar de la boca.
Pero ya había cerrado los ojos y estaba dormida antes de que Tara llegase a la puerta.
Sean se hallaba sentado sobre el pecho de Garrick, en medio del dormitorio, retorciendo un mechón de cabello a su hermano con sádica finura. Tara los separó.
—Sean, vuelve a tu cuarto de inmediato, ¿me oyes? Te he dicho mil veces que no debes maltratar a tus hermanos. Ya verás con tu padre, cuando vuelva a casa.
Garrick sorbió las lágrimas y acudió en defensa de su hermano mayor, con la respiración sibilante.
—No me estaba maltratando, Mater. Sólo era un juego.
Pero Tara se dio cuenta de que estaba al borde de otro ataque de asma. Vaciló sin saber qué hacer. En realidad, lo indicado hubiera sido quedarse en casa ante esa amenaza de ataque, pero esa noche era tan importante…
«Dejaré el inhalador preparado y encargaré a la niñera que lo vigile de hora en hora hasta que yo vuelva», resolvió.
Michael, que estaba leyendo, apenas levantó la vista para recibir su beso.
—Prométeme que apagarás la luz a las nueve en punto, cariño.
Trataba de que no se notara, pero él había sido siempre su favorito.
—Lo prometo, Mater —murmuró él, cruzando los dedos bajo el edredón.
Al acercarse a la escalera, echó un vistazo a su reloj. Eran las ocho menos cinco. Llegaría tarde. Sofocando sus maternales sentimientos de culpa, corrió al viejo «Packard».
Shasa detestaba ese coche; para él, la pintura descolorida por el sol y el tapizado raído, lleno de manchas, eran una afrenta a la dignidad familiar. Su último regalo de cumpleaños había sido un flamante «Aston Martins», pero ella lo dejó en el garaje. El «Packard» se ajustaba a su espartana imagen, de liberal abnegada. Al acelerar por el largo camino de entrada, levantó una nube de humo y polvo; le inspiraba un perverso placer cubrir de tierra los acicalados viñedos de Shasa. Era extraño, pero, tras tantos años, aún se sentía extraña en Weltevreden; una forastera entre sus tesoros y muebles antiguos. Aunque pasara allí otros cincuenta años, jamás sería su hogar: era la casa de Centaine Courtney-Malcomess; el toque de la otra y su recuerdo permanecían en cada uno de los cuartos que Shasa no le permitía decorar.
Por el enorme y ostentoso portón de Anreith, escapó al mundo real, al mundo de sufrimientos e injusticias, donde las masas de oprimidos lloraban y luchaban, pidiendo socorro a gritos, donde ella se sentía útil e importante, donde podía marchar con otros peregrinos hacia un futuro lleno de cambios y desafíos.
La casa de los Broadhurst estaba en Pinelands, el suburbio de la clase media: era una casa moderna, de tejado plano y grandes ventanas panorámicas, con muebles corrientes, fabricados en serie, y alfombras de nailon de pared a pared. Había pelos de perro en las sillas, libros intelectuales muy ajados en cualquier rincón o abiertos sobre la mesa del comedor, juguetes en los pasillos y baratas reproducciones de Picasso y Modigliani, que pendían torcidas en las paredes llenas de sucias huellas digitales a poca altura. Allí, Tara se sentía cómoda y bien recibida, misericordiosamente libre del fastidioso esplendor de Weltevreden.
Molly Broadhurst corrió a su encuentro, vestida con una túnica muy vistosa.
—¡Llegas tarde! —Besó a Tara de corazón y tiró de ella, cruzando la desordenada sala, hasta el salón de música de la parte trasera.
Esa habitación era una idea de último momento, agregada al extremo de la casa sin reparos estéticos. En ese momento, estaba llena de invitados que habían ido a escuchar a Moses Gama. Tara se exaltó al mirar en derredor: todos eran personajes vibrantes creativos, lógicos, llenos de espíritu, de entusiasmo vital, justicia, indignación y rebelión.
Weltevreden jamás reuniría a un grupo semejante. En primer lugar, había varios negros entre los invitados: estudiantes de Universidades negras, maestros, abogados, y hasta un médico. Todos ellos eran activistas políticos que, si bien la voz y el voto eran negados en el Parlamento de los blancos, comenzaban a gritar con una pasión a la que no se podía hacer oídos sordos. Estaba allí el director de Drum, la revista de los negros, y el corresponsal de Sowetan, que llevaba el nombre de una ciudad de negros, cada vez más grande.
El sólo hecho de mezclarse socialmente con personas de color, hacía que Tara se sintiera audaz hasta lo indecible.
Los blancos presentes no eran menos extraordinarios. Algunos habían formado parte del Partido Comunista de Sudáfrica, antes de que esa organización fuera desarticulada pocos años antes. Volvió a reencontrarse con un hombre llamado Harris, a quien había visto con anterioridad en casa de Molly. Había luchado en Israel con los británicos y los árabes; era un hombre alto y feroz, que inspiraba un miedo delicioso a Tara. Molly sugirió que era experto en guerrilla y sabotaje; por cierto, se pasaba la vida viajando, en secreto, por todo el país o cruzando subrepticiamente la frontera con fines misteriosos.
El marido de Molly hablaba con otro abogado de Johannesburgo, Bram Fischer, quien estaba especializado en defender a los negros acusados por miles de delitos inventados para amordazarles, desarmarles y coartar sus movimientos. Molly dijo que Bram estaba organizando al antiguo Partido Comunista en células Grandes, , y Tara fantaseó con que algún día la invitarían a integrarse en una de esas células.
En el mismo grupo estaba Marcus Archer, otro excomunista psicólogo industrial de Witwatersrand. Estaba a cargo del adiestramiento de los trabajadores negros para la industria de las minas auríferas, y Molly dijo que había ayudado a organizar el sindicato de mineros negros; también le comentó que era homosexual, y utilizando un término extraño, que Tara oía por primera vez: «Es gay, gay como una alondra». Sólo porque eso era del todo inaceptable en la sociedad bien educada, a Tara le pareció fascinante.
—Oh, Molly, por Dios, qué excitante —susurró—. Ésta es gente de verdad. Me hace sentir como si estuviera, por fin, viva de verdad.
—Aquí lo tenemos. —Molly, sonriendo ante ese arrebato, arrastró a Tara tras de sí, por entre la apelotonada gente.
Moses Gama estaba reclinado contra la pared opuesta, rodeado por sus admiradores, pero asomando la cabeza y los hombros por encima de todo el grupo. Molly se abrió paso hasta la primera fila.
Tara se encontró ante Moses Gama. Aun entre personas tan brillantes, él destacaba como una pantera entre sarnosos gatos de callejón. Aunque su cabeza parecía tallada en un bloque de ónix negro y sus bellas facciones egipcias se mantenían impasibles, había una fuerza en él que parecía llenar la habitación entera. Era como encontrarse de pie en las altas laderas de un oscuro Vesubio, sabiendo que en cualquier momento herviría en una devastadora erupción.
Moses Gama giró la cabeza para mirar a Tara. No sonrió, pero algo sombreado se movió en lo hondo de su oscura mirada.
—Mrs. Courtney… Yo le pedí a Molly que la invitara.
—Por favor, no me trate con tanta formalidad. Me llamo Tara. —Más tarde hablaremos, Tara. ¿Se quedará?
Ella no pudo responder, abrumada por el privilegio de haber sido escogida, pero asintió torpemente con la cabeza.
—Si estás listo, Moses, podemos comenzar —sugirió Molly.
Y lo apartó del grupo para llevarle al estrado, en donde tenían el piano.
—¡Atención, atención todos, por favor! —Molly dio unas palmadas y la animada charla se apagó. Todos se volvieron hacia el estrado—. Moses Gama es uno de los más inteligentes y reverenciados hombres entre la nueva generación de jóvenes líderes negros de África. Ha sido miembro del CNA (Congreso Nacional Africano) desde antes de la guerra, y fuerza principal en la formación de la Unión de Mineros Africanos. Aunque los sindicatos negros aún no han sido oficialmente reconocidos por el Gobierno actual, el de mineros es uno de los más representativos y poderosos de todas las asociaciones negras, con más de cien mil afiliados. En 1950, Moses Gama fue elegido secretario del CNA, y ha trabajado incansable, generosa y muy efectivamente para hacer oír el grito de nuestros ciudadanos negros, aun cuando se les niegue voz en su propio destino. Durante algún tiempo.