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Y llevó a su colega Carlsson a su bar favorito. Ningún problema, dado que el tornado blanco se había ido a su tierra, a la ciudad de Jyväskylä, para visitar a toda la familia, y por suerte, se había llevado al rencoroso del marido.

¿Qué hombre en su juicio arriesgaría la limpieza mensual y algún que otro buen numerito a la semana por una simple bollera?, pensó Bäckström. Por mucho que ella dijera que competía en clase abierta, pensó.

—Sabes, Bäckström —dijo Annika Carlsson—. Yo nunca he follado en una cama de Hästens. ¿A ti qué te parece?

Luego, de repente, lo cogió del brazo y apretó con los dedos nervudos. Exactamente igual que si le hubieran atado el brazo con un cable de acero.

—No sé yo… —dijo Bäckström, ya que le dolía tanto la nariz que daba igual si le rompían la mandíbula antes de desmayarse en la cama. En su casa, en aquel apartamento agujereado que un día fue su hogar—. Si quieres que te sea totalmente sincero —añadió.

—Adelante —dijo la colega Annika Carlsson.

—Es que no sé si me atrevo, joder —dijo Bäckström. Ya estaba dicho, y seguía conservando la mandíbula en su sitio, pensó.

—Como ya te he dicho antes, Bäckström, tengo una actitud abierta en lo que al sexo se refiere —dijo la colega Carlsson—. Si quieres, puedo ser muy dulce, muy dulce. Y si cambias de idea y quieres probar otra variante, también puedo ser muy mala, malísima.

—Deja que me lo piense —respondió Bäckström, que ya notaba cómo el sudor le corría por la espalda, debajo de la chaqueta de lino amarilla. Una mujer que se expresa en esos términos. Es espantoso, pensó.

—Muy bien —dijo Annika Carlsson, y se encogió de hombros—. Siempre que te decidas antes de que nos vayamos de aquí.

»No pasa nada, Bäckström —aseguró, deslizando las uñas por la mano de su colega—. Además, ya me he comprometido a pagar la cerveza.

Dicho esto, se metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de mil que guardaba un parecido extraordinario con los que ambos descubrieron hacía unas semanas en la cámara del Handelsbanken de Valhallavägen.

Con que esas tenemos, pensó Bäckström, que había dejado de creer en la humanidad hacía más de cincuenta años.

—¿Cómo los sacaste de la cámara? —preguntó Bäckström.

—Por la vía normal, la que las mujeres han usado desde siempre —dijo Annika Carlsson sonriéndole—. Además, tú tuviste la amabilidad de subir a llamar a Toivonen, así que fue pan comido. Cogí un fajo de los muchos que había, lo enrollé, lo metí en el guante de látex y lo introduje en el lugar de siempre.

—¿En el conejo? —preguntó Bäckström, aunque ya conocía la respuesta.

—Pero antes lo humedecí metiéndomelo en la boca —dijo Annika Carlsson—. Un viejo truco que me enseñaron. Antes de que me admitieran en la Escuela Superior de Policía, estuve trabajando de chica de los recados en la sección femenina de calabozos. No tienes ni idea de lo que llegué a encontrar entre las piernas de mis clientas durante aquellos años.

»Aunque las pasé canutas cuando fuimos a ver a Niemi —dijo Annika Carlsson—. Soy un poco estrecha, así que me rozaba una barbaridad —explicó.

»En fin, Bäckström, ¿a ti qué te parece? —dijo Carlsson—. Es que tengo el presentimiento de que tú y yo podríamos llegar a ser la pareja perfecta —dijo. Y, por si acaso, le pasó otra vez las uñas por el brazo.

—Tengo que pensarlo —dijo Bäckström. ¿Qué será de la Humanidad? ¿Qué será de Suecia? ¿Qué está pasando en el Cuerpo?, pensó Bäckström.

¿Y qué coño pasaría con la princesa y la mitad del reino?, se preguntó.