Bäckström apenas había tenido tiempo de ponerse la tirita en la nariz rota y entrar en el despacho cuando apareció Niemi resoplando.
—¿Qué coño has hecho, Bäckström? —preguntó Niemi—. Ni que te hubieran pasado por una plancha de rulo.
—Deja eso ahora, Niemi —dijo Bäckström—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Por fin un giro en la investigación —dijo Niemi—. Los colegas del laboratorio llamaron hace un rato, dicen que han hallado restos de ADN en los paños de cocina que el polaco encontró en el contenedor. ADN de una mujer —añadió.
—La asistenta de Danielsson —sugirió Bäckström, que ya lo sabía todo desde hacía varios días.
—Sí, eso pensaba yo —dijo Niemi.
Este borrachín finlandés debe de ser tonto de remate, pensó Bäckström. El muy payaso se ha pasado varios días en el apartamento de Danielsson, ¿quién coño contrata a una asistenta ciega?, pensó.
—Hasta que encontraron el mismo ADN bajo las uñas de Akofeli —dijo Niemi—. El único problema es que no hay coincidencias en el registro. No sabemos quién es.
—Niemi, me estás dando las noticias de ayer —dijo Bäckström, y se retrepó en la silla, a pesar de lo mucho que le dolía la nariz—. La mujer ya está en el calabozo —continuó—. Y qué bien que hayas venido, por cierto —añadió—. Acércate y tómale una muestra de ADN, ya que estás aquí. Además, quiero que tú y el colega ese de Sudamérica vayáis a su casa y hagáis un registro. Porque fue allí donde mató a Akofeli. Y si os sobra tiempo, el coche en el que trasladó el cadáver está en el garaje.
—¿Qué coño estás diciendo, Bäckström? —dijo Niemi.
—Soy policía —dijo Bäckström—. Así que todo eso lo deduje yo hace dos semanas.
Y luego, Toivonen.
—Enhorabuena, Bäckström —dijo Toivonen—. Tengo la impresión de que, con tal de que mantengas la boca cerrada, puede que hasta podamos relacionarnos como la gente normal.
—Gracias —respondió Bäckström—. Que sepas que esas palabras reconfortan el corazón de un viejo policía —dijo.
—De nada —dijo Toivonen, sonrió y se marchó.
Voy a acabar contigo, puto zorro de mierda, pensó Bäckström.
Luego llamó la fiscal.
—Hola, Bäckström —dijo la fiscal—. Me han dicho que has cogido a nuestro asesino. O a nuestra asesina, más bien.
—Sí —dijo Bäckström.
—Y he estado hablando con Niemi —continuó—. Así que pensaba iniciar el procedimiento de prisión preventiva mañana mismo. Por indicios probables de delito.
—Me alegro por ti —dijo Bäckström, y colgó el teléfono.
Anna Holt incluso fue a verlo personalmente a su despacho.
—Felicidades, Bäckström. Has matado al dragón para mí.
—Gracias —dijo Bäckström—. ¿Qué pasará con la conferencia de prensa?
—Creo que debemos ser prudentes —dijo Anna Holt, y meneó la cabeza de pelo moreno y corto—. Últimamente han sido muchas cosas. Creo que podemos limitarnos a un breve comunicado de prensa. Mañana después del auto de prisión preventiva.
Seguro, pensó Bäckström. Primero me usurpáis el honor. Luego me usurpáis la gloria. Y yo me quedo con un par de pantalones de lino mordisqueados, una mesa rota, una alfombra llena de sangre y agujeros de bala en las paredes y en el techo de lo que una vez fue mi hogar. Y me dais las gracias con un jarrón de cristal, que ya le he dado al alcohólico de mi vecino, y una placa que se supone que perteneció a un marica chiflado que ni siquiera fue lo bastante hombre como para salir del armario, sino que tuvo que ponerse a pelear con otros figurines con mallas para mantener la farsa.
—¿Qué te parece, Bäckström? —preguntó Anna Holt.
—Fine with me —dijo Bäckström, y le dedicó toda una Sipowicz cuando se marchaba. Lárgate de aquí cuanto antes, alambre con patas, pensó.
—¿Qué coño hacemos con Seppo Laurén? —dijo Alm. Con la cara encendida, apenas dos minutos después de que Holt se hubiera marchado.
—Me alegro de que hayas venido, Alm —dijo Bäckström—. Vamos a hacer lo siguiente.
—Te escucho —dijo Alm.
—Primero reúnes todo lo que has escrito sobre el bueno de Seppo. Luego lo enrollas, le pones unas gomas y te lo metes por el culo.
No solo es tonto de remate, pensó Bäckström mientras veía cómo se alejaba. El tío no debe de tener mucho sentido del humor, pensó.
—Respeto, jefe —dijo Frank Motoele. Lo miró a la cara y le hizo un gesto de asentimiento.
—Gracias —dijo Bäckström—. Te lo agradezco mucho. —Si yo tuviera esos ojos, no me haría falta la Sigge, pensó. Podría dedicarme a mirar a los malos mientras ellos rogaban y suplicaban el perdón.
—Queda uno —dijo Motoele, y sonrió—. Del pequeño Afsan ya nos encargaremos después del juicio. Tengo un montón de amiguetes en las prisiones. En los dos bandos. Así que será pan comido.
—Comprendo —dijo Bäckström. ¿Queda uno? Pero ¿qué dice?, pensó.
—Respeto —repitió Motoele—. Si hubiera más como tú, ya lo habríamos arreglado todo.
—Cuídate, Frank —dijo Bäckström. Felicidades, Evert, pensó. Acabas de hacerte amigo del colega más aterrador de toda la historia de la policía de la mitad occidental de la tierra.
—Anda, si estás aquí, más aburrido que una ostra —dijo Annika Carlsson—. Por cierto, ¿qué tal la nariz?
—Muy bien —dijo Bäckström, y se tanteó la tirita con cuidado.
—¿Qué te parece si nos tomamos una cerveza? Puedo invitarte, si fuera necesario.
—Vale —dijo Bäckström.