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—Afraaancesado —dijo Bäckström, y sacó el morro para concluir el relato de su conversación con el ex cuñado de Britt-Marie Andersson.

—¿Sabes qué, Bäckström? —dijo Britt-Marie Andersson; se inclinó mostrando sus prendas, dignas de admiración, eso era innegable, mientras ponía la mano bronceada en la parte interior del muslo de Bäckström, vestido de lino amarillo—. Tengo la impresión de que te está apeteciendo —continuó mientras la mano subía por la elegante pernera amarilla de Bäckström.

¿Por qué coño no llama ya?, pensó Bäckström, mirando disimuladamente el reloj. Bollera de combate de mierda, pensó en el preciso momento en que un móvil empezó a sonar en la habitación.

—¿El tuyo o el mío? —dijo Bäckström. Sacó el móvil y lo miró, por si acaso—. Pues no es el mío —dijo. Meneó la cabeza y volvió a guardarlo en el bolsillo.

—Seguro que es alguien que se ha equivocado —dijo Britt-Marie Andersson, aunque por un instante, entrecerró los ojos con la misma malicia que la colega Annika Carlsson. La misma colega que acababa de llamar al tercer móvil, el que parecía que solo se utilizaba para recibir llamadas de Karl Danielsson y de Septimus Akofeli. En el preciso instante en que Bäckström le había dicho que lo hiciera—. ¿Sabes qué, Bäckström? —añadió, se le sentó en la rodilla y le acarició el cuello y la pechera de la camisa con la mano bronceada de solárium—. Se me está ocurriendo que tú y yo deberíamos pasar por la vicaría.

—Cuéntamelo —dijo Bäckström, que no estaba nada nervioso, a pesar de que ella ya le había cogido la corbata. No hay hombre mejor armado que el hombre avisado, pensó.

—Tenemos la misma edad —dijo Britt-Marie Andersson—. Y puedo invitarte a algún que otro viaje a un país que no conoces. Te hablo de sexo, claro. Podemos repartirnos el dinero de Danielsson. El que les robaba a ladrones de poca monta como esos árabes horribles que estuvieron a punto de matarte. Podemos…

—¿De cuánto dinero estamos hablando? —la interrumpió Bäckström, que estaba como tranquilísimo, a pesar de que la mujer que tenía en las rodillas ya le había cogido la corbata con las dos manos. Unas manos morenas, fuertes, grandes para una mujer, como las manos de un hombre—. Por pura curiosidad —aclaró.

—Estamos hablando de cerca de un millón —dijo Britt-Marie Andersson mientras acariciaba la corbata azul salpicada de lirios amarillos.

—¿Estás segura? —dijo Bäckström—. Esta mañana estuve hablando con la fiscal, y mis colegas fueron hace un par de horas al centro de Solna y estuvieron echándole un vistazo a la caja fuerte que tienes en el banco SE. Han encontrado allí el maletín de Danielsson, y dicen que hay dos millones. En billetes de mil, veinte fajos de cien mil cada uno.

»Ah, y la llamada al móvil —continuó Bäckström—. Cuando ha sonado el móvil en el bolso, ya sabes, hace un par de minutos. Era otra colega mía la que llamaba. Al mismo número al que solían llamar Danielsson y Akofeli. Danielsson, para acostarse contigo pagando, y el pobre de Akofeli, porque te quería, probablemente.

»¿Sabes una cosa, Britt-Marie Andersson? —dijo el comisario Evert Bäckström—. De repente se me está ocurriendo que tengo delante a una figura nada frecuente en mi profesión.

—Ajá, ¿y qué figura es esa? —preguntó Britt-Marie Andersson, con más odio en la mirada que la colega Annika Carlsson cuando sopesó la posibilidad de darle una tunda al colega Stigson porque había hablado de un modo humillante para las mujeres justo al referirse a Britt-Marie Andersson.

—Una mujer autora de un doble asesinato —dijo Bäckström—. Por ahora no tenemos ninguna mujer que esté cumpliendo cadena perpetua por ese motivo —constató—. Lo cierto es que no hemos tenido ninguna desde hace cuarenta años —añadió—. En aquella ocasión era una puta finlandesa. Esta vez es una compañera sueca.

En ese preciso momento, ella dio un tirón. Lo más probable es que movida por la rabia y como un acto reflejo, teniendo en cuenta lo que Bäckström acababa de decir y dado que ya debía de haber comprendido que había perdido la partida. Lo agarró del nudo de la corbata. Tiró con todas sus fuerzas. Y se cayó boca arriba en el suelo cuando cedió la tira de plástico que sujetaba la corbata en su sitio.

La clásica corbata de policía, aunque aquella le había costado diez veces más que la que llevaba el alcohólico de su padre. En el trabajo, siempre la azul, de nudo fijo, para que los malos no pudieran estrangularlo mientras él les daba una paliza y los metía a empujones en el calabozo del viejo cuartel de Maria. Y también en casa, los fines de semana, puesto que ya no era capaz de hacer el nudo de una corbata normal.

—Vale, Bea —dijo Bäckström, sacó las esposas que llevaba en el bolsillo, le cogió las manos para esposarla—. Con mucha calma, buena chica —dijo Bäckström.

Ni calma ni buena chica. Se giró en el suelo. Le dio una patada a Bäckström en la pierna para apartarla, se sentó a horcajadas sobre él y le echó mano al cuello, ya sin corbata. Y apretó, con unas manos más grandes y más fuertes que las suyas.

El chucho había salido volando del cesto; acudió a ayudar a la dueña y ya le estaba mordiendo la pernera de aquellos pantalones tan caros. Luego, Britt-Marie Andersson, mujer, sesenta años cumplidos y, desde un punto de vista criminológico, prácticamente imposible autora de un doble asesinato, cogió la botella de coñac que había en la mesa y se la estrelló en la cara.

—¡Joder, Annika! —rugió Bäckström, que si algo veía, eran estrellas. Y preferiría morir antes que pedir ayuda a gritos, sobre todo si quien trataba de quitarle la vida era una mujer.

La inspectora Annika Carlsson irrumpió en la habitación con la misma rapidez que un cañón de los antiguos. Lanzó por los aires de una patada a Puttegubbe, que cruzó la habitación describiendo un arco, le atizó a la dueña con la porra extensible, dos veces en los hombros, dos veces en los brazos. Luego esposó a Britt-Marie Andersson. La agarró del pelo, le levantó la cabeza y le transmitió un mensaje propio de dos mujeres en una situación extrema.

—Ten cuidado con lo que haces, hija de puta, porque si no te mato —dijo Annika Carlsson, sin sonar para nada ni como una compañera ni como una mujer policía siquiera.

El resto de sus tiernos cuidados los dedicó a su jefe, el comisario Evert Bäckström.

—Me temo que esa tía te ha roto la nariz, Bäckström —dijo Annika Carlsson mientras Felicia Pettersson y Jan O. Stigson sacaban a Britt-Marie Andersson del apartamento.

—No pasa nada —dijo Bäckström sorbiéndose los mocos y chorreando sangre por la nariz. Metió la mano por dentro de la camisa y buscó a tientas la grabadora que se había fijado a la barriga con cinta adhesiva, por debajo del traje impecable de lino amarillo—. Nada de nada, siempre y cuando la grabadora funcione —añadió—. Búscame una tirita, anda, que podamos volver a la comisaría —dijo tapándose la nariz con los dedos regordetes.