El lunes, después del almuerzo, Bäckström estaba listo para atacar. Primero habló con Annika Carlsson y le dio instrucciones detalladas.
—Bäckström, Bäckström —dijo Annika Carlsson meneando la cabeza—. Creo que eres el colega más astuto de todos los que han trabajado conmigo. No sé cuántas artimañas tendenciosas para obtener pruebas contiene el planteamiento que me acabas de describir para interrogar a esa criatura espantosa.
—Yo tampoco —dijo Bäckström—. Pero tú haz lo que te digo.
—Por supuesto, jefe. ¿Y qué hacemos con Felicia y el joven Stigson?
—De reserva —dijo Bäckström—. De llevarnos allí a Stigson ni pensarlo, y si la cosa se complica, no quiero tener que preocuparme por Felicia.
—Muy sensato —convino Annika.
—Así que tendrán que esperar fuera, dentro del coche, por si acaso, hasta que los llamemos —dijo Bäckström.
Luego se pusieron en marcha, camino de Hasselstigen 1, en dos coches camuflados. Stigson y Pettersson aparcaron delante del portal. Bäckström y Annika Carlsson subieron en el ascensor. Mientras que Annika Carlsson se escondía en el tramo de escalera que desembocaba en el desván, Bäckström llamó a la puerta y, dado que habían concertado la cita aquella misma mañana, le abrieron al segundo intento.
—Bienvenido, comisario —dijo Britt-Marie Andersson; le dedicó una sonrisa blanca y generosa y, por alguna razón, se pasó la mano izquierda por la hendidura del no menos generoso escote—. ¿Quiere tomar algo, señor comisario?
—Un café estaría bien, gracias —dijo Bäckström—. Y me gustaría pasar al aseo, si no le importa.
—Por supuesto —dijo Britt-Marie Andersson. Ladeó la cabeza y se inclinó hacia delante, para mejorar la panorámica—. Pero ¿por qué ser tan formales? —añadió—. Llámame por el nombre de pila —dijo ofreciéndole una mano tostada por el sol.
—A mí Bäckström —dijo Bäckström, y respondió con una Harry Callahan.
—Vaya, Bäckström, eres un verdadero hombre a la antigua —dijo Britt-Marie Andersson, sonrió y meneó la cabeza—. Siéntete como en casa, yo voy a preparar el café.
Bäckström entró en el aseo. En cuanto la oyó trajinar en la cocina, salió de puntillas y abrió el pestillo de la puerta: no quería que los colegas tuvieran que derribar la puerta si la cosa se ponía fea. Luego tiró de la cadena, trasteó un poco con la puerta del baño, se dirigió a la sala de estar y se sentó en el florido sofá de su anfitriona.
Britt-Marie Andersson había preparado una bandeja muy completa. Incluso consiguió que la cucaracha que tenía por perro se portara como un Puttegubbe bueno y formal y se echara en la cesta forrada con tela estampada de flores. Luego se sentó en un sillón rosa, lo adelantó hasta el punto de que las bronceadas rodillas casi rozaban los pantalones de lino amarillo de Bäckström, y sirvió el café.
—Supongo que lo tomas sin leche —dijo Britt-Marie suspirando de placer.
—Sí —dijo Bäckström.
—Como todo hombre de verdad —dijo Britt-Marie con un nuevo suspiro.
Salvo cuando tomo expreso, porque entonces suelo tener a mano leche caliente, pensó Bäckström.
—Sin leche está bien —dijo Bäckström.
—¿Y puedo tentarte con un traguito de coñac? ¿O un whisky, tal vez? —dijo Britt-Marie señalando las botellas que había en la bandeja—. Yo pensaba tomarme un coñac, la verdad —insistió—. Uno cortito, muy cortito.
—Por mí, adelante —dijo Bäckström—. Me parece muy sensato —añadió, sin explicar por qué.
—Cuéntame —dijo Britt-Marie ladeando la cabeza—. Me muero de curiosidad. Por teléfono me dijiste que querías venir a darme las gracias, ¿no?
—Sí, eso es —dijo Bäckström—. Eso fue lo que dije.
—Perdona que te interrumpa —dijo Britt-Marie, y dio un sorbito frunciendo los labios—, pero tengo que alabarte el gusto. Traje de lino amarillo, camisa de hilo color crema, corbata a juego, zapatos italianos marrón oscuro, seguramente, hechos a mano. La mayoría de los agentes de la policía judicial que conozco suelen tener pinta de haber dormido en el banco de un parque antes de ir al trabajo.
—El hombre mal ataviado es hombre vilipendiado —sentenció Bäckström—. En fin, gracias por el cumplido, pero yo venía para darte las gracias a ti.
—Y yo sin saber a ciencia cierta cómo os he ayudado —dijo Britt-Marie Andersson.
—Yo tampoco, la verdad —dijo Bäckström—. Pero primero nos pusiste sobre la pista de mi antiguo colega Rolle Stålhammar, y lo único que se te olvidó contarme fue que habías estado liada con él hará unos cuarenta años, y que, en aquella época, poco menos que os matáis follando. Y como no nos bastó con él, nos seguiste ayudando al señalar a los hermanos Ibrahim y al destemplado de su primo.
»Bueno —continuó Bäckström—. En un punto sí te creo. Seguro que los viste hablando con Kalle Danielsson, y estoy convencido de que el tiarrón que esperaba junto al coche te sacó la lengua. Y como seguíamos sin estar satisfechos, conseguiste meterle en la cabeza al más simplón de mis colegas que Seppo Laurén era un joven muy violento desde hacía muchos años. Y que, además, odiaba a su padre, Karl Danielsson. El hecho es que llevas catorce días haciendo que mis colaboradores correteen por ahí como un puñado de gallinas locas y, en realidad, solo se te había olvidado contarnos una cosa.
—Ajá, ¿y qué se supone que es? —dijo Britt-Marie Andersson. Con la espalda erguida, sin el menor atisbo de sonrisa y sin que le temblara la mano cuando volvió a servirse la copita de coñac.
—Que lo cierto es que fuiste tú quien asesinó a Karl Danielsson la noche del miércoles, lo mataste con la tapadera de hierro de su olla y luego, por si acaso, lo estrangulaste con su corbata. Antes de coger el maletín lleno de dinero que el muy incauto te había enseñado hacía unos minutos. Y que el viernes por la mañana, treinta horas después, estrangulaste a Septimus Akofeli, tu joven amante. Porque debió de comprender bastante pronto que lo mataste tú, y el mismo jueves, empezó a pensar que habías actuado en defensa propia para evitar que Danielsson te violara. Antes de eso, debiste de contarle seguramente que Danielsson trató de sentársete encima en contra de tu voluntad. Y cuando Akofeli y tú os visteis el viernes, te dijo que fueras a la policía y confesaras la verdad. Que la víctima eras tú y no Danielsson.
»Estrangulaste a Akofeli ahí, en el dormitorio —prosiguió Bäckström señalando la puerta cerrada al otro lado del salón—. Después de follártelo vivo, naturalmente, así lo tenías sumiso cuando le preguntaste si no quería terminar con un masaje de espalda. Antes de ir a la policía a poner las cartas sobre la mesa.
—Vaya, es la historia más increíble que he oído en mi vida —dijo Britt-Marie Andersson—. Y dado que, además, es muy humillante para mí, espero que el comisario no se la haya contado a nadie más. Porque en ese caso, no tendré más remedio que denunciarlo por contumelia. Injurias, como creo que se llama ahora. Y fíjese qué situación.
—Desde luego que no —mintió Bäckström—. Esto queda entre tú y yo. No se lo he dicho a nadie.
—Pues cómo me alegro —dijo Britt-Marie Andersson, y volvió a sonreír casi como siempre—. No sé por qué se me ocurre de pronto que tú y yo podríamos encontrarle una solución a esto. Entre iguales nos entendemos, ¿no, Bäckström? —dijo la anfitriona, mientras se servía la tercera copita de coñac.
—El otro día estuve con tu ex cuñado —dijo Bäckström—. Una persona muy interesante, por cierto.
—Me cuesta creerlo —resopló Britt-Marie—. Es un alcohólico grave desde hace cincuenta años. Y no ha dicho la verdad en toda su vida.
—De todos modos, yo pensaba contarte lo que dijo —replicó Bäckström—. Y si yo me encontrara en tu situación, escucharía atentamente.