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El sábado por la mañana, muy temprano, Hassan Talib sufrió un segundo derrame cerebral. El médico que le salvó la vida hacía apenas una semana tuvo que hacer un nuevo intento. En esta ocasión, la cosa no fue tan bien. Interrumpieron la intervención a los quince minutos del inicio y, a las cinco y media de la mañana, declararon muerto a Talib en la unidad de neurocirugía del hospital Karolinska.

Que la gente como Talib se muriera nunca traía nada bueno. Había demasiados que eran de su misma opinión y se les podía ocurrir alguna idea rara. Cinco minutos después, el comisario Honkamäki decidió aumentar la seguridad. Habló con Toivonen y con Linda Martinez. Toivonen tomó la decisión formal. Envió a otros seis colegas de seguridad ciudadana, además de seis colegas de información.

Los de seguridad ciudadana debían garantizar la protección externa. Los de información se moverían por el recinto hospitalario y por los diversos edificios para tratar de descubrir a tiempo vehículos y personas sospechosas o cosas raras en general.

Hacia las nueve de la mañana se presentó Frank Motoele en la unidad de cirugía ortopédica. Saludó a los colegas de la entrada, cogió el ascensor hasta la séptima planta, donde se encontraba Farshad Ibrahim bajo llave, en una habitación de una sola cama, con la pierna escayolada desde el talón hasta la ingle.

—¿Cómo va eso? —preguntó Motoele, y le hizo un gesto al colega que había sentado a la entrada de la sección donde Farshad recibía los cuidados necesarios.

—Tranquilo —dijo el colega con una sonrisa—. El paciente está durmiendo. Estuve hablando con la enfermera hace un rato. Parece que le duele mucho y lo atiborran de analgésicos continuamente, tendremos que aguantarnos. Se pasa la mayor parte del tiempo durmiendo. Si quieres hablar con el hermano, creo que está en la unidad de cirugía torácica. Ya sin el cuchillo.

—Voy a asomarme a ver —dijo Motoele.

—Vale —dijo el de seguridad ciudadana—. Yo haré una visita a la sala de fumadores. Porque me va a dar algo. El chicle ese de nicotina es una chorrada.

Aquí hay algo que no encaja, pensó Motoele incluso antes de abrir la puerta de la habitación de Farshad.

Por si acaso, la abrió con el pie y echó mano de la culata de la pistola. La habitación estaba vacía, la ventana, abierta, la cama, debajo de la ventana, y alguien había atado a la pata una cuerda normal y corriente.

Siete pisos y veinte metros hasta la pendiente. Allí había ya una persona esperando al hombre que, pese a la escayola, trataba de deslizarse por la cuerda, pero que solo había conseguido bajar unos metros cuando Frank Motoele asomó la cabeza por la ventana.

Motoele la cogió y empezó a tirar hacia arriba. Pan comido para un tío como él, cien kilos de músculos y huesos, mientras que Farshad Ibrahim no pesaba ni setenta. Además, había cometido un error. En lugar de aflojar la mano alrededor de la cuerda y dejarse caer, se aferró a ella y se dejó elevar casi un metro, hasta que Motoele paró en seco y soltó la cuerda. Farshad también la soltó, cayó con los brazos inertes y aterrizó boca arriba veinte metros más abajo. Murió en el acto. Y fue entonces cuando Motoele descubrió que el cómplice de Farshad había sacado un arma y que le estaba disparando.

Y además, disparaba mal. Motoele, en cambio, se tomó su tiempo. Sacó el arma, se agazapó detrás del marco de la ventana, apuntó alto hacia la pierna, agarró la culata con las dos manos y mantuvo los dos ojos abiertos. Al pie de la letra según el reglamento y, con un poco de suerte, le destrozaba la femoral. El hombre tropezó y cayó al suelo, se le escapó el arma de las manos y se agarró la pierna herida mientras vociferaba en una lengua que Motoele no entendía.

Motoele se relajó, enfundó el arma, salió al pasillo para ir a reunirse con sus colegas. Ya oía los gritos y las carreras.

El comisario Honkamäki llamó a Toivonen en la media hora siguiente para ofrecerle un breve informe de la situación. Alguien había ayudado a Farshad a abrir la ventana de la habitación. La misma persona le facilitó una cuerda corriente, con nudos. De algo más de veinte metros de longitud. El colega Motoele trató de izarlo. A Farshad se le escapó la cuerda, cayó boca arriba desde casi veinte metros y fue a dar en la loma. Uno de sus cómplices había empezado a dispararle a Motoele. Efectuó varios disparos. Motoele le respondió. Un disparo. Le dio en el muslo. Lo neutralizó. Apresaron al cómplice, lo identificaron, lo llevaron a urgencias que, por suerte, estaba a tan solo cien metros de la unidad de cirugía ortopédica. Además, ya tenían fundadas sospechas de quién había ayudado a Farshad con la ventana y la cuerda.

—Echamos en falta a una auxiliar de enfermería de la planta, nacida en Irán, por si quieres saberlo. Lleva más de una hora desaparecida —resumió Honkamäki.

—Pero ¿qué coño estáis haciendo? —vociferó Toivonen.

—Seguir el reglamento al pie de la letra —aseguró Honkamäki—. ¿Qué coño habrías hecho tú?

—Y el hermano menor, él sigue vivo, ¿no? —dijo Toivonen.

—Sí, sigue vivo. Pero entiendo que lo preguntes —dijo Honkamäki sonriendo con malicia.

—Llévalo al calabozo —dijo Toivonen—. Tenemos que controlar el tema de la seguridad.

—Ya lo he intentado —dijo Honkamäki—. Se niegan a admitirlo. Dicen que no tienen los recursos sanitarios que necesitan.

—Llévalo al hospital de Huddinge —dijo Toivonen.

—A Huddinge —dijo Honkamäki—. ¿Y eso por qué?

—No quiero que siga en el distrito —respondió Toivonen—. No mientras aquí sigan cayendo tíos como moscas y los que anden cerca en todo momento sean mis policías.

—Vale —dijo Honkamäki.

—En cuanto al colega Motoele…

—Eso ya está arreglado —dijo Honkamäki—. Los técnicos ya han llegado, los de asuntos internos están en camino. El único al que echamos de menos es a Bäckström —dijo soltando una carcajada.

Hay que joderse. Tres a cero para los cristianos, pensó Bäckström cuando puso la tele para ver las noticias de la mañana. Por fin tortitas y tocino asado, se dijo. Dado que su cuidadora parecía estar muy ocupada con otros asuntos.

—Comprendo que estés conmocionado, Motoele —dijo el de asuntos internos.

—No —dijo Motoele meneando la cabeza—. No estoy conmocionado. Seguí el reglamento al pie de la letra. —Respeto, pensó, y sonrió.