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Aunque era sábado, Bäckström estaba en su despacho, reflexionando en profundidad. Tanto era así que se había olvidado del almuerzo.

—Así que te has escondido aquí, ¿eh? —dijo Annika Carlsson—. He ido a ver si estabas en la cafetería.

—Estoy pensando —dijo Bäckström.

—Tenías razón —dijo Annika Carlsson—. En lo del reparto de Akofeli hay algo de lo más misterioso.

Surprise, surprise, pensó Bäckström que, a aquellas alturas, tenía una idea bastante clara del asunto.

—Cuéntame —dijo Bäckström.

Todos los días, hacia las tres de la madrugada, Akofeli y los demás repartidores que trabajaban en la misma zona recogían los periódicos en el punto de retirada que la empresa de distribución tenía en la calle Råsundavägen. En el caso de Akofeli, más de doscientos Dagens Nyheter y Svenska Dagbladet, así como unos diez ejemplares del Dagens Industri. Luego seguía una ruta determinada que le preparaba la empresa de distribución, y cuyo principio era que Akofeli no tuviera que dar un solo paso innecesario mientras hacía el reparto.

—O sea, podemos resumirlo diciendo que se mueve por el barrio en dirección noroeste y que la casa de Hasselstigen es la antepenúltima de su ruta. La ronda le lleva de dos a tres horas, y la idea es que todos los suscriptores tengan el periódico a las seis de la mañana, a más tardar.

—¿Y las últimas viviendas? —preguntó Bäckström.

—Sí, ahí es donde empieza a extrañarme la cosa —dijo Annika Carlsson—. El último edificio de su recorrido es Hasselstigen 4, y el penúltimo, Hasselstigen 2. El cuatro está en el cruce de Råsundavägen, y el metro que lo llevaba a su casa en Rinkeby está a unos doscientos metros calle arriba. En lugar de tomar el camino más corto, parece que él cambió el final de la ronda. Deja atrás Hasselstigen 1 sin repartir allí ningún periódico. Baja directamente a Hasselstigen 4, que es el último edificio, y hace el reparto. Luego cruza la calle y termina la ronda con el reparto de Hasselstigen 1.

—Un rodeo de unos doscientos metros —dijo Bäckström, que ya se orientaba bien en aquel barrio.

—Algo más de trescientos, para ser exactos —aclaró Annika Carlsson, que había hecho la prueba hacía un par de horas—. Un rodeo totalmente innecesario que supongo que le costó por lo menos cinco minutos —continuó Annika—. Un tanto extraño, puesto que seguramente le interesaba llegar a Rinkeby lo antes posible, dejar el carrito de los periódicos y dormir un par de horas, antes de irse al otro trabajo, el de la mensajería.

—¿Y luego? —dijo Bäckström—. ¿Qué hizo en Hasselstigen 1?

—Sí, eso es más raro todavía —dijo Annika Carlsson.

En Hasselstigen 1 había once inquilinos suscritos a un diario de la mañana: seis al Dagens Nyheter y cinco al Svenska Dagbladet. Después del asesinato de Karl Danielsson, quedaban solo diez. Y dado que, al mismo tiempo, la vieja señora Holmberg se cambió del DN al Svenska, los dos diarios competidores habían quedado igualados.

—Cinco DN, cinco Svenska —resumió Annika Carlsson.

Ya, a saber qué tendrá que ver eso, pensó Bäckström.

—Te escucho —dijo.

—La primera en recibir el periódico es la señora Holmberg, que vive en el bajo. Eso no tiene nada de extraño, ya que el repartidor pasa por delante de su puerta camino del ascensor. Así que luego debería cogerlo para subir al último piso e ir bajando y repartiendo los diez restantes. De modo que el último en recibir el periódico debía ser nuestra víctima, Karl Danielsson, que vivía en el primero y es el único de su planta que recibe el periódico.

—Pero no fue así aquella mañana —dijo Bäckström.

—No —dijo Annika Carlsson—. Porque como tú muy bien observaste, al llegar al lugar del crimen viste que Akofeli aún tenía periódicos en la bolsa. Según el informe que Niemi y Hernandez redactaron cuando llegaron al lugar del crimen, todavía le quedaban nueve ejemplares. Unos chicos muy concienzudos. Once, menos uno, que le ha entregado a la señora Holmberg, menos el que iba a darle a Karl Danielsson cuando vio que tenía la puerta entreabierta y que Danielsson estaba muerto en el recibidor.

—El que dejó en el umbral —dijo Bäckström.

—Exacto —dijo Annika Carlsson.

—¿Y siempre hacía lo mismo?

—Parece que llevaba haciéndolo un tiempo —dijo Annika Carlsson—. Al menos, eso creo yo.

—¿Por qué lo crees? —preguntó Bäckström.

—Yo llegué al lugar del crimen poco antes de las siete de la mañana, y entonces Niemi y yo decidimos que yo inspeccionaría el edificio mientras ellos se concentraban en el apartamento de Danielsson. En el bajo hay un cuarto que se usa como trastero, para guardar bicicletas y cochecitos de bebé. No es que haya muchos, la mayoría de los que viven allí son jubilados. De todos modos, había un cochecito y algunas bicicletas. Además, el carro de Akofeli. Según el informe que yo misma escribí, aunque entonces no lo pensé.

—Habría podido dejarlo delante del portal —dijo Bäckström—. Habría sido lo más sencillo para él.

—Sí, ahora opino lo mismo, pero entonces no me llamó la atención. Supongo que tú eres más perspicaz que yo, Bäckström —dijo Annika Carlsson sonriendo.

—Bueno, bueno —dijo Bäckström, y le correspondió con una de sus sonrisas más tímidas.

—En cualquier caso, mientras yo ando por allí, llega una de las vecinas en busca de la bicicleta —prosiguió Annika Carlsson.

—Preocupada de cojones —dijo Bäckström.

—Pues sí, naturalmente, se preguntaba lo que había ocurrido, porque seguro que estábamos unos diez colegas revolviendo por el bloque. No entré en detalles. Le dije que habíamos acudido a una llamada de emergencias. Le pregunté quién era y lo que estaba haciendo en el cuarto de las bicicletas. Me dijo cómo se llamaba e incluso me enseñó su documentación antes de que se la pidiera. Me dijo que vivía allí, que iba camino del trabajo, al que siempre acudía en bicicleta cuando hacía buen tiempo. Por cierto que trabaja de recepcionista en el hotel Scandic que hay en la autopista, cerca del aeropuerto de Arlanda. A unos cinco kilómetros, y empezaba a trabajar a las ocho.

—El carrito de los periódicos —dijo Bäckström.

—No tuve que preguntarle por él. Me dijo que solía estar allí. Al menos, desde hacía varios meses. Incluso había pensado escribir una nota y dejarla en el carrito, porque supuso que era del repartidor de periódicos. Ella no está suscrita a ningún periódico. Tiene prensa gratis en el trabajo.

—Así que no controlaba el horario de Akofeli.

—No —dijo Annika Carlsson—. Me imagino que daba por hecho que se cruzarían por las mañanas. Y yo tampoco reparé en eso, la verdad. Entonces.

—¿No has hablado con nadie del bloque? —preguntó Bäckström.

—¿Por quién me tomas? —preguntó Annika Carlsson—. Menudo papel habría hecho.

—Un colaborador sensato vale su peso en oro —dijo Bäckström.

—Akofeli vio a alguno de los vecinos —dijo Annika Carlsson.

—Por supuesto que sí —dijo Bäckström—. Yo ya lo sospechaba.