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Lo primero que hizo Bäckström el viernes por la mañana fue dedicarse a disipar la única nube que ensombrecía su cielo, por lo demás de un azul totalmente despejado. Se fue derecho al despacho de Toivonen y le pidió que le entregara una nueva arma reglamentaria, ya que la suya se la habían quedado los técnicos de Estocolmo, hasta que los flojeras de asuntos internos se pusieran a trabajar de una vez.

—¿Para qué la quieres? —dijo Toivonen mirándolo con encono.

¿Y a ti qué mierda te importa?, pensó Bäckström, aunque se contuvo. Cuando uno tenía que tratar con idiotas perdidos como Toivonen, era más rentable adoptar una actitud formal.

—Soy policía —dijo Bäckström—. Tengo derecho a un arma reglamentaria. Y es tu obligación procurarme una.

—¿A quién has pensado dispararle esta vez, Bäckström? —preguntó Toivonen, que ya se sentía un poco más animado.

—La quiero para mi protección cuando estoy de servicio, y para cumplir las demás tareas que el servicio pueda exigir —respondió Bäckström, que se había leído bien el reglamento a aquellas alturas.

—Olvídalo, Bäckström —dijo Toivonen meneando la cabeza—. Di la verdad. Le has tomado el gusto a eso de ir por ahí disparando a la gente.

—Exijo una nueva arma —repitió Bäckström con voz de acero.

—Vale, Bäckström —dijo Toivonen sonriéndole amablemente—. Intentaré ser claro. Tan claro que hasta tú me comprendas. No pienso darte ningún arma reglamentaria. Ni aunque me prometas que, cuando te la entregue, me dejarás que yo mismo te la meta por el culo.

—Recibirás una solicitud escrita —dijo Bäckström—, con copia informativa a la dirección. Y al sindicato.

—Muy bien, Bäckström —dijo Toivonen—. Si la dirección quiere darte un arma, es cosa suya. Yo, por mi parte, no quiero mancharme las manos con más sangre ajena.

Y ahí quedó la cosa.

Aquella noche Toivonen, Niemi, Honkamäki, Alakoski, Arooma, Salonen y otros compatriotas finlandeses del Cuerpo fueron al restaurante Karelia. Incluso los acompañó el comisario Sommarlund, aunque en realidad solo era de la isla de Åland. Hombres enraizados en la tierra finlandesa, de la madera que hay que ser, con un corazón como debe ser, y por lo que a Sommarlund se refería, bien podría haber nacido en tierra firme. ¿Se reunieron para celebrar algo o para lamerse las heridas? Qué más daba, seguro que la intención era lo bastante buena y la cosa fue como siempre.

Comieron careta de alce, empanadilla de salmón y huevo, cordero asado con nabos cocidos. Bebieron cerveza y aguardiente y cantaron «Kotkas Ros» con el primer trago, con el segundo y también con el tercero.

Kotkan Ruusu —dijo Sommarlund con mirada soñadora. Debió de ser una mujer de una vez, pensó.

Bäckström se decidió y se puso en contacto con una de las nuevas admiradoras más entregadas que, además, le había enviado unas fotos en un mensaje de correo electrónico. Una mujer que valía un viaje, a juzgar por las instantáneas y, puesto que además vivía en el centro de la ciudad, no tendría más que darse media vuelta si, una vez allí, comprobaba que la mujer había pasado la fecha de caducidad.

Claro que las fotos no tenían por qué ser recientes, pensó Bäckström una hora después, pero desde luego, a la admiradora no le había faltado buena voluntad. El supersalami hizo su trabajo tan a fondo como siempre y, cuando Bäckström salió del taxi al llegar a su apartamento, el sol volvía a brillar en un cielo sin nubes. Bäckström subió por la escalera, dado que alguno de los gandules de sus vecinos se había olvidado de enviar el ascensor a la planta baja, y justo cuando estaba trajinando con las llaves para abrir la puerta de su casa en la segunda planta, oyó pasos sigilosos en el piso de arriba.

Un poco antes, aquel mismo día, uno de los testigos de la investigación llamó a la inspectora Annika Carlsson.

—Aquí Lawman —dijo Lawman—. No sé si te acuerdas de mí. Soy de la mensajería Miljöbudet. Compañero de trabajo de Akofeli.

—Me acuerdo. ¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Annika Carlsson. Me gustaría saber si, como les dije, habrán resuelto lo de aparcar las bicicletas en la acera, pensó.

—Quisiera completar mi declaración —dijo Lawman.

—¿Dónde estás? —preguntó Annika Carlsson, que prefería las conversaciones cara a cara.

—Muy cerca de donde estás tú —respondió Lawman—. Acabo de dejar un paquete en la comisaría. A ese pistolero chiflado, el tal Bäckström. Uno de nuestros clientes, otro chalado que quería enviarle una tarjeta regalo… Un tanto dudoso, si quieres saber mi opinión de jurista, pero…

—Bajo a buscarte —le interrumpió Annika Carlsson. Y cinco minutos después, tenía a Lawman en su despacho.

El día anterior, Lawman cayó en la cuenta de un detalle. Algo que se le había olvidado contarles a Annika Carlsson y a su colega cuando hablaron en la mensajería.

—Recordarás que Akofeli me preguntó por aquello de la legítima defensa, ¿verdad? Lo lejos que uno podía llegar y todo eso.

—Sí, lo recuerdo —dijo Annika, que tenía delante la anterior declaración.

—Pues se me olvidó contar una cosa —dijo Lawman—. Un lapsus.

—¿El qué? —preguntó Annika.

—Me pidió que le diera ejemplos de ataques violentos que justificasen la legítima defensa. Recuerdo que mencioné los malos tratos y todo tipo de agresiones más violentas, hasta el intento de asesinato. Además, sobre la legítima defensa le dije que no solo te ayudas a ti mismo.

—Lo sé —dijo Annika Carlsson—. ¿Qué fue lo que se te olvidó contarnos?

—Pues que Míster Seven, o sea, Septimus, me hizo también una pregunta muy concreta. Y un tanto rarita, la verdad, teniendo en cuenta el contexto, quiero decir.

—¿Qué te preguntó?

—Que qué pasaba con la violación —dijo Lawman—. En caso de que intentaran violarte, si tenías el mismo derecho a legítima defensa que, por ejemplo, en caso de intento de asesinato.

—¿Y tú cómo lo interpretaste? —preguntó Annika Carlsson.

—Al pie de la letra —dijo Lawman—. Le pregunté si alguno de los clientes tan raritos que tenemos había intentado metérsela por detrás.

—¿Qué te respondió?

—Se encogió de hombros —dijo Lawman—. No quería hablar del tema.

La negación, pensó Annika Carlsson. Tal y como le habían enseñado en el curso sobre abusos sexuales al que había asistido el otoño anterior. La negación de la víctima, pensó. Pero puesto que, al parecer, Bäckström ya había dado por concluida la jornada, no tenía con quién hablar.

Ya lo comentaré con él mañana, cuando llegue a su despacho, se dijo.

Pasos sigilosos en la escalera de la casa de Bäckström. Su querida Sigge, encerrada en el laboratorio de los gandules de los técnicos, así que no le quedaba otra que recurrir a su número dos, pensó Bäckström. Se adelantó, dio el alto con la mano izquierda y metió la derecha por dentro de la pechera de la chaqueta.

—No te muevas o te pego un tiro —dijo Bäckström.

—Tranquilo, coño —dijo el repartidor de periódicos agitando el ejemplar del Svenska Dagbladet de Bäckström.

El repartidor, pensó Bäckström, y cogió el periódico.

—¿Por qué no vas en ascensor? —preguntó Bäckström—. En lugar de andar escurriéndote por la escalera para que la gente se cague de miedo.

—No me ha dado la impresión de que el comisario sea de los que se asustan fácilmente —dijo el repartidor con una risita—. Por cierto, buen trabajo. Te vi en la tele el otro día.

—El ascensor —le recordó Bäckström.

—Claro —dijo el repartidor—. Pero yo hago como todo el mundo. Como todos los repartidores de periódicos, vamos. Cojo el ascensor al último piso y luego voy bajando por la escalera.

—¿Y por qué no coges el ascensor? —preguntó Bäckström. Así no tendrías que andar tontamente, se dijo.

—Se pierde demasiado tiempo —dijo el repartidor—. Imagínate, salir del ascensor y cogerlo otra vez en cada planta. Te llegaría el periódico para el aperitivo de la tarde.

Cuando Bäckström entró en el recibidor y cerró la puerta, le cayó un rayo en la bola que tenía por cabeza que lo iluminó por dentro.

Akofeli, pensó. Hasselstigen 1, un edificio de cinco plantas, con ascensor. ¿Por qué coño no cogiste el ascensor para subir?, se dijo.