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Después del almuerzo, Bäckström dedicó el resto del día a conceder unas cuantas exclusivas durante las cuales todos los agraciados con tal favor tuvieron la oportunidad de oír algunas palabras dignas de reflexión.

Ante la periodista del periódico cristiano Dagen, confesó la fe que tenía desde la infancia y su confianza en Nuestro Señor.

—Abatido a tierra por un golpe letal, saqué la fuerza para levantarme y devolver el golpe —dijo Bäckström con un parpadeo esquivo.

A los enviados de los dos periódicos de la tarde les contó uno tras otro que pensaba desde hacía tiempo que la policía era demasiado parca a la hora de compartir información. Sobre todo, a los periódicos de la tarde.

—¿Así cómo vamos a comunicarnos con ese gran detective que es el público? Si no fuera por ti y por tus colegas —suspiró Bäckström mirando a los reporteros del Expressen.

—El interés general —afirmó media hora después, cuando hablaba con el periodista del Aftonbladet—. Es obligación de la policía informar a los medios, de modo que ellos a su vez puedan difundir la información entre los ciudadanos del país.

En la siguiente conversación con el Svenska Dagbladet confesó su preocupación por la garantía legal.

—Debemos llevar la lucha contra el crimen a cara descubierta —dijo Bäckström clavando la mirada en el enviado del periódico—. Demasiados de mis colegas se toman demasiado a la ligera la garantía legal.

Finalmente habló con el Dagens Nyheter, y se limitó a mostrarse de acuerdo en todas las cuestiones que le habían planteado.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo —repitió Bäckström, y ya había perdido la cuenta de cuántas veces lo había dicho—. Yo no habría podido decirlo mejor. Sencillamente, es demasiado terrible. Quiero decir, ¿adónde irá a parar el Estado de derecho?

De camino a casa, fue a hacerle una visita a GeGurra para mantener una conversación sincera de hombre a hombre. GeGurra estaba no ya desconcertado, sino incluso contrito, al comprender cómo debieron de arreglárselas los maleantes para conseguir las llaves del apartamento de Bäckström.

—Te lo prometo y te lo aseguro, Bäckström —dijo GeGurra—. Esa mujer se ha quedado contigo y conmigo. Lo único que le dije cuando me llamó y me preguntó por qué no la invitaba a salir aquella noche fue que ya tenía una cita. Que iba a cenar en el Operakällaren con un buen amigo que, además, era policía. Cuando se presentó allí, no se me pasó por la cabeza que tuviera intenciones oscuras. Según me pareció, sentía una atracción sincera por ti.

Seguro, pensó Bäckström.

—¿Y qué hacemos con la mesa, la alfombra y los agujeros de la pared? —preguntó Bäckström.

Por ese particular no debía preocuparse en absoluto. GeGurra disponía de todos los contactos y recursos necesarios para arreglar las cosas. Y además, sobre la marcha.

—Exijo ser yo quien lo arregle, Bäckström —dijo GeGurra—. El que yo no supiera nada no me libera de mi responsabilidad en modo alguno. Lo cierto es que he contribuido a que hayas corrido un peligro de muerte.

—La mesa, la alfombra, las paredes —repitió Bäckström, que no pensaba dejarse engatusar con bellas palabras.

—Por supuesto, amigo mío —dijo GeGurra—. ¿Qué te parece esa mesa, por cierto? —dijo señalando la mesa baja que tenía en su despacho.

»Antigua, lacado chino, los colores van perfectamente con tu sofá —insistió GeGurra.

—Qué buena alfombra —dijo Bäckström señalando debajo de la mesa.

—Antigua, china —dijo GeGurra—. Muy buena elección, si quieres saber lo que pienso.

A los colegas que había en el portal los habían sustituido dos vigilantes de Securitas, que le ayudaron a subir tanto la mesa como la alfombra, y también los paquetes recibidos durante el día.

Bäckström se preparó un refrigerio sencillo con lo que tenía en el frigorífico. Luego se aplicó a revisar la cosecha del día. Correos electrónicos y cartas normales, paquetes y regalos. Todo tipo de cosas, desde una cubretetera de ganchillo en forma de gallina y una carta manuscrita con cien coronas, hasta una cantidad mucho mayor, que un donante anónimo acababa de transferir a su cuenta.

La cubretetera la tiró a la basura.

La carta sí la leyó. «Dios guarde al comisario. Gracias por su intervención», saludaba «Gustaf Lans, de ochenta y tres años, ex director de banco».

Gracias a ti, viejo tacaño, pensó Bäckström. Se guardó el billete de cien en la cartera y arrojó la carta a la papelera.

Y precisamente cuando había terminado con las tareas administrativas, llamaron a la puerta.

—Hola, Bäckström —dijo Annika Carlsson sonriente—. He pensado pasarme a verte antes de que te vayas a dormir.

Vaya, pensó Bäckström.

—¿Quieres un café? —preguntó.

A Annika Carlsson le encantaron la mesa y la alfombra. Incluso los agujeros de las paredes y del techo.

—Si yo fuera tú, los conservaría —dijo Annika Carlsson—. Es una pasada, la verdad. Imagínate lo que dirán todas esas chicas que seguramente traes a casa. Uaauuu. Ese hombre tiene agujeros de bala en las paredes —añadió—. Si yo misma casi…

—Perdona, Annika —la interrumpió Bäckström—. Una pregunta personal.

—Claro —dijo Annika, y le sonrió—. Dispara. Te escucho.

—¿Y me prometes no tomártelo a mal? —Porque, ¿quién quiere que le partan la cara antes de irse a la cama?, pensó. Ya tuve bastante con Talib y el otro gusano.

—Quieres saber si soy bollera —dijo Annika, y lo miró encantada.

—Sí —dijo Bäckström.

—Bueno, la gente dice tantas cosas —dijo Annika Carlsson encogiéndose de hombros—. La última pareja con la que conviví era una colega que trabajaba en violencia familiar en el centro. Pero se acabó hace seis meses. Y la última vez que me acosté con alguien, por si quieres saberlo, fue con un tío. Ni siquiera era colega. Un vendedor o algo así. Me lo llevé del bar a casa.

—¿Y estuvo bien? —preguntó Bäckström.

—No —dijo Annika meneando la cabeza—. Mucho ruido y pocas nueces. Casi solo ruido, la verdad.

Una mujer que se expresa en esos términos, ¿adónde coño iremos a parar?, pensó Bäckström, que se limitó a asentir.

—Yo voy de abierta. Compito fuera de clasificación, por así decirlo —explicó Annika Carlsson—. ¿Lo preguntabas por algo en particular, Bäckström?

—Pues la verdad, estaba pensando en irme a dormir —dijo Bäckström. ¿Qué va a ser de Suecia?, pensó. Y de mí y de todos los hombres corrientes, normales, honrados y trabajadores. ¿Qué va a ser de nosotros?