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Nadja Högberg no asistió a la conferencia de prensa y además, rechazó la invitación a almorzar, pese a que Bäckström la invitó personalmente. Y es que resultó que tenía mucho que hacer dado que, aquel mismo día, encontró un trastero alquilado en Shuregard, a tan solo quinientos metros de la comisaría de Solna. Una empleada muy dispuesta mordió uno de los muchos anzuelos que Nadja había echado. Comparó la lista de los inquilinos de la empresa con la lista que había recibido de la policía judicial de Solna y dio con un trastero que tenía alquilado la compañía Blixtens el Aktiebolag.

Nadja se dirigió allí con el joven Stigson. En el trastero había unas cincuenta cajas que contenían los libros contables de Karl Danielsson Holding AB. En cambio, ni rastro de Blixtens el Aktiebolag.

En la última caja de la pila, halló además un testamento manuscrito de hacía veintinueve años, redactado, firmado y compulsado la Nochebuena de 1979, con el siguiente texto.

El encabezamiento, centrado en el papel de rayas que, por lo demás, parecía arrancado de un cuaderno normal. Y a lápiz.

«Testamento».

Luego, un espacio de dos líneas y el cuerpo del texto.

«Yo, Karl Danielsson, en plena posesión de mis facultades físicas y mentales, tal día como hoy, de un humor de puta madre después de haber almorzado a cuerpo de rey, declaro por el presente mi última voluntad, a saber, que los herederos de todos los bienes que poseo, tanto muebles como inmuebles, sean Ritwa Laurén y su hijo, mi unigénito, Seppo Laurén».

«En Solna, a 24 de diciembre de 1979».

El testamento lo firmaban Karl Danielsson, con caligrafía ampulosa, y los testigos «Rolle Stålhammar» y «Halvan Söderman».

Naturalmente, estarían borrachos, suspiró Nadja, que tenía una visión algo anticuada de ese tipo de documentos.

Nadja y Stigson se llevaron las cajas y el testamento a la comisaría.

Una vez allí, Nadja empezó por dedicar un par de horas a hojear los archivadores de la contabilidad. La mayoría contenían liquidaciones de transacciones de títulos y valores, gruesos montones de papeles con comprobantes de gastos generados por la actividad, principalmente de representación y viajes.

A aquellas alturas, ya se había hecho una idea bastante clara de cómo había ganado el dinero Karl Danielsson Holding AB: no porque Danielsson fuese el mejor del mundo en materia de acciones, sino porque, con toda probabilidad, alguien le había pagado grandes cantidades de dinero negro que él había blanqueado gracias a diversas transacciones financieras.

Ocho años atrás, un prestamista extranjero concedió a la compañía, a la sazón prácticamente arruinada, un generoso crédito de cinco millones. Como única garantía, el prestamista contaba con el aval personal de Karl Danielsson, que entonces tenía unos ingresos declarados de menos de doscientas mil coronas al año. La evolución del mercado bursátil internacional hizo el resto. El préstamo se canceló en un plazo de tan solo tres años, y la compañía contaba en la actualidad con un capital neto de más de veinte millones, y un valor real de muchos millones más.

Nadja lanzó un suspiro, llamó a la Institución Nacional de Delitos Económicos y les recordó su promesa de hacerse cargo de esa parte de la investigación en cuanto ella hubiese encontrado el material. Allí le prometieron que la llamarían. Que en aquellos momentos andaban demasiado liados, pero que la semana siguiente la cosa estaría mejor.

Nadja miró el reloj. Más que hora de ir a casa y preparar una cena que luego tomaría en soledad, delante del televisor.

Sin embargo, lo que hizo fue llamar al móvil de Roland Stålhammar. Se presentó y le preguntó si podía invitarlo a cenar. Porque tenía varias preguntas que hacerle.

Stålhammar se mostró reacio en un principio. En su opinión, la policía ya les había dado bastante la vara a él y a sus amigos. Tanto a los vivos como a los muertos, por otra parte.

—No pienso darte la vara —dijo Nadja—. Se trata del testamento de Karl Danielsson. Además, que sepas que soy muy buena cocinera.

—Siempre he sentido debilidad por ese tipo de mujeres —dijo Stålhammar.

Dos horas después, Stålhammar llamaba a la puerta de su casa en Solna, en la calle Vintervägen. Las empanadillas estaban en el horno, la sopa de remolacha en el fogón y el arenque marinado a la rusa ya estaba en la mesa de la cocina, así como la cerveza, el agua y el mejor vodka del mundo.

Nadja ya llevaba las rosas del calor del horno en las mejillas, y Rolle Stålhammar le entregó, para empezar, un ramo de flores. Además, llevaba traje, olía a loción para después del afeitado y parecía totalmente sobrio.

—Eres cojonuda cocinando, Nadja —constató Stålhammar una hora después, cuando ya se habían instalado en el salón para tomarse el café y degustar una copita de coñac armenio—. Tendrás que perdonarme por haber sido tan brusco al teléfono.

Rolle Stålhammar se acordaba perfectamente del testamento de Kalle Kamrer.

—Seis de los de siempre decidimos celebrar juntos aquella Navidad, y Mario invitó a almorzar. Lo de Seppo lo sabíamos todos, o sea, que era hijo suyo y de Ritwa. Por cierto que el chico entonces solo tenía unos meses. Así que empezamos a provocar a Kalle y le preguntamos quién se haría cargo del muchacho, si él o nosotros. Entonces Kalle tenía bastantes altibajos, y precisamente en aquellas fechas estaba muy pachucho, si no recuerdo mal. En cuanto a su situación al morir, tú la conocerás mejor que yo. Tiene varios trastos antiguos muy buenos que se podrán vender, pero no creo que el chico pueda contar con heredar millones. Una putada lo de su madre, además.

—¿Qué dirías si te contara que Kalle Danielsson tenía por lo menos veinticinco millones cuando murió? —preguntó Nadja.

—Que pareces Kalle cuando se emborrachaba últimamente —dijo Stålhammar, sonrió malicioso y meneó la cabeza—. Kalle tenía espíritu de artista, un bohemio —prosiguió—. Cuando llevaba dinero en el bolsillo, era un fanfarrón derrochador. Claro que no daba la impresión de que estuviera en apuros. Por un lado, tenía las pensiones, una privada también, y luego se había calmado bastante cuando iba a Valla. Este año incluso nos ha ido bastante bien. Como seguramente sabrás, apostábamos mucho juntos. Si hasta tuvimos un V65 que nos dio casi cien mil.

—¿Y hace diez años?

—Altibajos —dijo Stålhammar encogiéndose de hombros—. ¿Cuánto tenía entonces? —Stålhammar la miró curioso mientras giraba la copa de coñac entre los dedos gruesos.

—Veinticinco millones —dijo Nadja.

—Ajá, y tú estás segura de eso, ¿no? —dijo Stålhammar, que no podía ocultar su asombro—. Kalle era cojonudo a la hora de llevar la contabilidad, por si no lo sabías. Recuerdo que la empresa de Blixten pasó un tiempo en la cuerda floja, y Kalle se lo arregló. Fue solo bajar al banco y conseguir un buen crédito, y le saneó el negocio. De la clara sale el merengue, como decía Kalle.

—Veinticinco millones. Esta vez, sin merengue —dijo Nadja.

—Anda la hostia —dijo Rolle Stålhammar meneando la cabeza.