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¿Quién era Viking Örn?

Viking Örn nació en 1905, en Klippan, Escania. Hijo de Tor Balder Örn, propietario del molino, y de su mujer Fidelia Josefina, cuyo apellido de soltera era Markow. Policía y luchador legendario. En la Olimpiada de Berlín, en 1936, ganó la medalla de oro de los pesos pesados en la modalidad grecorromana, y ya entonces se rumoreaba que había adquirido aquella fuerza hercúlea de niño, cuando se dedicaba a subir y bajar sacos de harina de noventa kilos por las empinadas escaleras del molino.

Viking Örn entró como aspirante en la policía de Estocolmo en 1926, algo que lamentaron Klippan y toda Escania. Klippan era la cuna sueca de la lucha. Viking Örn ya le había dado al club un buen número de títulos de campeonato, y ahora lo dejaría por la asociación de lucha de la policía.

En la legendaria final de los Juegos Olímpicos del 36, celebrados en el Berliner Sport-Halle, venció al hijo y gran héroe del Tercer Reich, el barón Claus Nicholaus von Habenix. Tan solo un minuto después de comenzar el enfrentamiento, Örn consiguió abatir a Von Habenix y tirarlo al suelo. Con un cambio de llave, lo agarró de la cintura y se levantó con el barón colgado boca abajo de sus brazos poderosos. Luego, el Vikingo sueco soltó un alarido terrible, se echó hacia atrás y lanzó a Von Habenix hasta los espectadores de la tercera fila.

Doce años después, le concedieron la Gran Medalla de Oro de la Policía.

Viking Örn era, en aquel entonces, jefe superior y subdirector de la unidad de traslados de la policía de Estocolmo, y quince años atrás, cuando se creó aquella sección, el que era su director la describió como el equivalente sueco de las tropas de asalto alemanas, las SA. Durante los años posteriores a la guerra, su cometido adquirió otra orientación, y en la actualidad se ocupaban principalmente de dos tareas: el traslado de presos especialmente peligrosos entre las cárceles y otras instituciones del país, y la protección de «edificios, instalaciones y otros valores» importantes de la regia capital.

Además, en aquella época, diponía del primer vehículo especial del Cuerpo de la Policía. Un Plymouth V8 prolongado y de color negro, en el que cabían hasta diez agentes, incluido el chófer. Y diez elementos recios, además, porque Örn los había reclutado casi exclusivamente de entre los miembros de la asociación de luchadores de la Policía. La gente llamaba al coche «Maja la Negra», y a sus ocupantes «la Brigada de la Coliflor», por la forma de sus orejas.

El tercer día de los Disturbios de la Margarina, una situación extrema para la nación, en la que el desenlace era, por así decirlo, un tanto incierto, Viking Örn logró poner fin al curso de los acontecimientos que, de lo contrario, podría haber sido trágico. Como recompensa, le concedieron la Gran Medalla de Oro de la Policía.

¿Qué era aquello de los Disturbios de la Margarina?

Los Disturbios de la Margarina constituyeron durante mucho tiempo un capítulo ignorado de la historia contemporánea sueca y no se había contado con una exposición clara del suceso hasta que la historiadora Maja Lundgren lo abordó en su tesis doctoral (Hombres saciados y madres escuálidas, Bonnier Fakta, 2007), sobre la política de racionamiento del gobierno sueco después del fin de la segunda guerra mundial.

Los disturbios comenzaron el jueves 4 de noviembre de 1948, y la causa del descontento de los manifestantes era que el gobierno sueco seguía manteniendo el racionamiento de margarina, a pesar de que la guerra había terminado hacía tres años y medio, desde mayo de 1945. Los manifestantes eran madres de familia de la clase trabajadora, y la participación fue escasa al principio. Unas cincuenta mujeres, seis de las cuales llevaban pancartas.

Por razones nada claras en un primer momento, decidieron manifestarse delante del cuartel general del sindicato LO, en la plaza Norra Bantorget, y no ante la sede del gobierno, situada en el barrio de Gamla Stan. El primer ministro, Tage Erlander, y el diputado responsable, Gustaf Möller, no salieron muy perjudicados, y las manifestantes eligieron como blanco de sus iras a Axel Strand, el secretario general del sindicato, y a su hombre de confianza, el tesorero Gösta Eriksson.

Por primera vez en la historia de Suecia, el país contaba con un gobierno laborista con mayoría. Y todo socialdemócrata ortodoxo sabía que el gobierno no era ya más que el portavoz del Landsorganisationen. De ahí la elección de la fortaleza del LO, delante de la secretaría general.

Cincuenta mujeres, reunidas al pie de la escalinata del sindicato, le entregaron una lista de exigencias a un representante sindical, que les aconsejó que se dirigieran al gobierno, pero ellas se quedaron allí.

Al día siguiente, el tono se endureció bastante y el número de mujeres se había multiplicado. Doscientas madres que exigían «margarina para el pan de los hijos de la clase trabajadora», «los ricos comen mantequilla, nosotros cupones de racionamiento», coros y gritos airados. El tercer día, el sábado 7 de noviembre, la situación era ya crítica, «hombres saciados y madres escuálidas», podía leerse en una de las pancartas más agresivas en las que, además, habían tratado de dibujar a Strand y a Erlander con una copa de licor en la mano.

Era la tarde de un día festivo y, además, el aniversario de la muerte del rey Gustavo Adolfo II, elección particularmente desafortunada para manifestaciones de aquella naturaleza.

Acudieron marchando mujeres de la clase trabajadora de toda la región de Mälardalen; ya a primera hora de la mañana, cuando el número de manifestantes ascendía a quinientas, la policía del distrito de Klara se dirigió al jefe superior, Henrik Tham, y le pidió ayuda, dado que la policía de la zona era ya incapaz de garantizar el orden y la seguridad. Tham envió a la unidad de traslados, al mando del legendario Viking Örn, que llegó en Maja la Negra y que, seguido de una hilera de coches policiales, se fue abriendo camino a través de la muchedumbre indignada, hasta colocarse en el último peldaño de la escalinata del edificio de LO, rodeado de sus imponentes compañeros de lucha. Ninguno tuvo que desenfundar el sable siquiera.

—Marchaos a casa, mujeres, o habrá palos —rugió Örn agitando a modo de advertencia la mano derecha, que era tan grande como el jamón de Navidad que servían en la mesa de Su Majestad el Rey.

Y dado que todo esto sucedió en los malos tiempos de antaño, cuando la mayoría de las mujeres hacían lo que les ordenaba el marido, todas se marcharon de allí. Además, tenían hijos a los que cuidar y, por si fuera poco, había empezado a caer una fina lluvia fría de noviembre.

Viking Örn se convirtió en el héroe de la clase media dominante, recibió la Gran Medalla de Oro de la Policía, el agradecimiento del jefe superior y un espacio en primera plana en todos los periódicos conservadores de la mañana. Por desgracia, hizo en ellos una serie de declaraciones que, sesenta años después —al pálido reflejo de la luz nocturna de la historia—, no resultaban demasiado afortunadas.

En una entrevista radiofónica —Estocolmo-Motala— llegó a restar importancia a su intervención. Mucho ruido y pocas nueces; lo del barón luchador, en cambio, era otra historia. ¿Qué clase de hombres blandengues eran aquellos que no podían obligar a las mujeres a ocuparse de lo suyo: hacer la comida, limpiar, lavar, fregar los platos y cuidar de sus hijos, en lugar de corretear por calles y plazas y hacerle la vida imposible a él y a sus colegas y, en general, a la gente decente? Él, por su parte, no había tenido en su casa el menor problema con ese asunto.

En la subsiguiente algarabía mediática se alzó, pese a todo, una voz discordante. La periodista Bang que, breve y sucintamente, constató que Viking Örn era el jefe ideal de la Brigada de la Coliflor de la policía de Estocolmo, y si no hubiera existido de verdad, habrían tenido que inventarlo.

El equipo de la jefa de la provincial leyó en silencio el informe de la directora del departamento jurídico. Por un instante, la jefa de la provincial pensó que, en verdad, aquella condecoración le venía a Evert Bäckström como anillo al dedo, aunque luego lo reconsideró.

El jefe de Human Relations hizo el consabido intento de salvar el honor.

—¿Quién más ha recibido la condecoración en años anteriores? —preguntó el jefe de HR—. Todos no pueden ser como el tal Örn, ¿verdad?

—No, ciertamente —dijo la directora del departamento jurídico con una voz extraordinariamente suave—. Los hay incluso célebres en la historia universal.

—¿No me digas? —dijo el jefe de HR que, en el fondo, era de naturaleza positiva y proclive a alimentar el sentimiento de esperanza.

El más famoso de todos era Reynhardt Heydrich, general de las SS. Por iniciativa sueca, Heydrich fue nombrado presidente de la organización internacional de la Policía. Unos años después, recibió la Gran Medalla de Oro de la Policía, por su «excelente contribución al restablecimiento del orden en una Checoslovaquia arrasada por el vendaval de la guerra».

—¿Quieres más ejemplos? —preguntó la directora del departamento jurídico con una dulce sonrisa.

En fin, tendremos que hacer lo de siempre, pensó la jefa de la provincial mientras se dirigía con premura a la siguiente reunión. Una conferencia de prensa con ese desastre seboso de Bäckström no se la quitaría nadie. Con suerte, Anna Holt sería lo bastante mujer como para reducirla a unos límites razonables. Por su parte, ella sabía muy bien de una que no pensaba asistir. Bueno, y además, naturalmente, el consabido jarrón de cristal, pensó.