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Bäckström y Annika Carlsson cruzaron el patio escabulléndose por la puerta de atrás. Delante del portal que daba a la calle se había organizado un circo y la policía de seguridad ciudadana no daba abasto. Periodistas y los curiosos de siempre. Muchos de ellos trataban de entrar en el edificio. Si no por otro motivo, para asegurarse de que era verdad que Bäckström estaba vivo. Había una montaña de cartas, de flores y de paquetes, y de velas y antorchas encendidas como para cubrir medio patio, a pesar del calor que hacía.

—Dos cosas —dijo Annika en cuanto hubieron entrado en el coche—. Necesitas un briefing y tienes que hablar con los colegas de asuntos internos.

—¿Y por qué? —refunfuñó Bäckström.

—Cuanto antes mejor, y antes te lo quitarás de encima —dijo Annika Carlsson—. ¿Por dónde quieres empezar?

—Ya puestos, decídelo tú también —dijo Bäckström.

—Muy inteligente por tu parte —dijo Annika Carlsson. Le dio una palmadita en el brazo y sonrió.

El briefing fue rápido. Era un ex colega al que Bäckström conocía de cuando estaba en la judicial central; el hombre terminó quemado, atravesó una crisis, se recuperó y encontró un nuevo cometido en el seno de una organización policial en constante desarrollo.

—¿Cómo te encuentras, Bäckström? —dijo el antiguo colega ladeando la cabeza, por si acaso.

—De primera —dijo Bäckström—. Nunca me he encontrado mejor. ¿Y tú cómo estás? Me dijeron que habías llegado al límite. —So inútil, pensó.

Cinco minutos después Bäckström se marchaba de allí.

—Pero… ¿qué pongo en el informe? —preguntó el ex policía.

—Échale imaginación —dijo Bäckström.

La visita a la sección de asuntos internos de la policía de Estocolmo duró una hora entera. Bäckström había estado allí en un montón de ocasiones. Y mucho más de una hora, mientras ellos discutían y se gritaban con un espíritu cordialmente corporativo. En esta ocasión empezaron por invitarlo a café. Y el intendente, que era jefe de aquella sección policial de ratas, fue a saludarlo personalmente y a darle la bienvenida, asegurándole que no era sospechoso de nada en absoluto. Bäckström intercambió una mirada con Annika Carlsson, que lo había acompañado para servir de testigo si fuera necesario, además de que era representante sindical de la policía de Västerort.

Todo lo que habían ido averiguando hasta el momento indicaba de forma unívoca que los acontecimientos se habían desarrollado tal y como Bäckström decía. Los colegas de la científica, Peter Niemi y Jorge Hernandez, habían obtenido numerosas pruebas que apoyaban la versión de Bäckström. Los primeros colegas en acudir al lugar de los hechos, Sandra Kovac, Frank Motoele, Magda Hernandez, Tomas Singh y Gustav Hallberg, declararon a su favor como un solo hombre.

—Acabamos de oír el testimonio de Motoele hace solo una hora. Parece que él fue el primero en entrar, y nos ha ofrecido una descripción conmovedora, como de un auténtico campo de batalla; es un verdadero milagro que estés vivo, Bäckström. Bueno, te habrás enterado de que otro de los delincuentes trató de acabar con Motoele a navajazos en la calle, tan solo unos minutos antes de que pudieran entrar para ayudarte.

—Una historia terrible —dijo Bäckström—. Un chico tan joven. Por cierto, ¿cómo se encuentra? —¿Ayudarme a mí? Panda de mocosos, pensó.

—Bien, dadas las circunstancias —dijo el intendente sin entrar en detalles—. En fin, en realidad solo tenemos cuatro preguntas que hacerte —concluyó.

—Te escucho —dijo Bäckström, y Annika Carlsson entornó los ojos de un modo verdaderamente estimulante.

Bäckström llevaba encima el arma reglamentaria cuando llegó al apartamento hacia las once y media de la noche. ¿Por qué?

—Estaba de servicio —respondió Bäckström—. Teniendo en cuenta la situación en la que nos encontramos, yo, igual que todos los colegas, cogemos el arma para salir a la calle. Fui a casa para cambiarme de camisa y comer algo antes de volver a Solna, a la comisaría.

—En estos momentos trabajamos prácticamente las veinticuatro horas —dijo Annika Carlsson—. Tenemos dos casos y cuatro asesinatos que parecen relacionados con el robo de Bromma. Y andamos muy faltos de personal. En total, seis colegas para dos casos de asesinato.

Toma ya, pensó Bäckström. Igual está enamorándose de mí.

—Sí, es horrible —convino el intendente, y meneó la cabellera gris—. Nosotros vamos apuradísimos últimamente, la verdad.

Farshad Ibrahim tenía una copia de la llave del apartamento de Bäckström. ¿Tenía él alguna idea de cómo la consiguió?

—Desde luego, yo no se la di —aseguró Bäckström—. No lo había visto hasta que se me abalanzó en mi casa. Tengo dos llaves, una la guardo en el escritorio de mi despacho, y la otra, la que llevo encima, en el llavero. Y supongo que el portero del edificio tiene otra.

—¿Y no se te ocurre cómo conseguiría la llave Ibrahim?

—No —mintió Bäckström, que ya se había figurado cómo fue, pero que pensaba tratar el asunto con GeGurra y con Tatiana Thorén—. Nunca he perdido la llave, si es eso lo que estás pensando. En ese caso, habría cambiado la cerradura enseguida.

—¿Y el portero? —sugirió el intendente.

—Apenas he cruzado dos palabras con él —dijo Bäckström.

—La que guardas en el trabajo, estará bajo llave, ¿no?

—A ver, a ver —dijo Bäckström—. No pensarás en serio que alguno de mis colegas le habría dejado mi llave a unos tíos como Ibrahim y Talib, ¿verdad?

—Bueno, están los limpiadores —insistía el intendente.

—No me parece que esto nos lleve a ninguna parte —dijo Annika Carlsson—. Además, no creo que sea nuestro negociado, la verdad.

—Desde luego que no —dijo el intendente.

Tendré que procurar meter una llave en el cajón del escritorio, pensó Bäckström. Por si acaso. ¿Y cómo voy a encontrar una llave que se parezca aunque no entre?, pensó.

Bäckström había bebido alcohol en el apartamento, ¿por qué?

—Pues sí, me tomé un whisky —dijo Bäckström—. Tenía el pulso a doscientas más o menos, así que pensé que me vendría bien. Ya había terminado la jornada aquella noche, y le di el arma a Niemi en cuanto entró por la puerta.

El intendente también comprendió aquello, y seguramente, él habría hecho lo mismo.

Me ponen como un guiñapo, y salgo limpio, ahí os quedáis, pensó Bäckström.

Bäckström había efectuado un total de seis disparos. Uno de ellos hirió a Farshad Ibrahim. ¿Tenía idea de cuál de los seis disparos fue?

—El último —dijo Bäckström—. Ahora que puedo pensarlo con calma, puedo decir que estoy bastante seguro.

Primero, el gigantesco Talib se abalanzó sobre él, y ya había sacado la pistola. Bäckström trató de defenderse, consiguió sacar su arma, hizo varios disparos mientras forcejeaba con Talib, antes de abatirlo y desarmarlo.

—Entonces llegó el otro blandiendo la navaja —dijo Bäckström—. Apunté y le disparé en la pierna izquierda.

—Bueno —suspiró el intendente—. Pues no hay más que hablar. Se ve que a veces descansa sobre los policías una mano protectora.

—¿Qué quieres hacer ahora, Bäckström? —preguntó Annika Carlsson—. ¿Quieres irte a casa a descansar unas horas? Y algo tendrás que comer, ¿no?

—A la comisaría. Me tomaré una hamburguesa por el camino —dijo Bäckström—. Tenemos una investigación que llevar a cabo.

—Tú eres el jefe, Bäckström —dijo Carlsson.