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Anna Holt y Toivonen dedicaron la mañana del martes a revisar la situación.

A Hassan Talib lo operaron dos veces aquella noche en la sección de neurocirugía del hospital Karolinska. Hemorragia cerebral considerable. Los médicos lucharon por salvarle la vida y ahora estaba en cuidados intensivos.

Hassan Talib medía dos metros, tenía ciento treinta kilos de músculos y huesos, era el terror de los bajos fondos de Estocolmo, incluso entre la gente como él. Se había caído de espaldas y se había dado un golpe en la cabeza contra una mesa. Si hubiera sido un caco normal del cine o de la tele, se habría sacudido, se habría levantado y habría hecho picadillo a Bäckström. Pero puesto que pertenecía al mundo real, era incierto que sobreviviera.

Farshad Ibrahim también había pasado la noche en la mesa de operaciones, a pesar de que la única bala que lo alcanzó se había alojado precisamente allí donde mandaba el reglamento de la Policía, justo debajo de la rodilla izquierda. Para empezar, le dio en los dos huesos, la tibia y el peroné, y hasta ahí, todo en orden, tal y como dictaba el protocolo. Pero luego se produjeron sucesos inesperados. Era una bala de las nuevas, que se expandían cuando hacían impacto en el objetivo, y la idea era minimizar el riesgo del efecto rebote y de la fuerza de impacto, por el módico precio de hacerle un agujero más grande al cuerpo del objetivo. En esta ocasión, la vaina se hizo añicos y un fragmento de metal llegó hasta el fémur y dañó la safena mayor. Cuando Farshad Ibrahim llegó al hospital, había perdido tres litros de sangre. Había sufrido dos paros cardiacos en la ambulancia. Diez horas después, lo llevaron a cuidados intensivos. Ignoraban cuál sería la evolución.

Su hermano menor recibió un diagnóstico rápido en la calle, delante de la casa de Bäckström. Tenía la nariz rota, y seguramente los dedos y la mano derecha fracturados. Nada de lo que no pudiera encargarse el personal sanitario del calabozo. Durante el breve trayecto a la comisaría en el furgón, se desmayó y se desplomó en el suelo. Primero pensaron que estaba «haciendo el mono», pero luego lo llevaron al Karolinska y, una hora más tarde, también Afsan fue a parar a la mesa de operaciones. Varias costillas rotas en el lado derecho, un pulmón perforado, colapso pulmonar; pero, en general, presentaba mucho mejor estado que el hermano y el primo.

—Él saldrá de esta, seguro —constató el cirujano con el que habló Honkamäki—. A menos que se produzca algún imprevisto, claro —añadió, según tienen por costumbre los médicos.

Nasir Ibrahim estaba muerto. Al parecer, lo habían torturado con un simple soldador eléctrico; le habían fracturado el cráneo con un instrumento romo, a saber de cuál se habrían servido. Por si acaso, lo habían estrangulado con el burdo cordel que luego le colgaron al cuello con la nota en la que habían escrito la dirección. En la unidad forense de Solna esperaban recibir el cadáver más tarde, aquel mismo día. Por si los forenses suecos querían echarle un vistazo a lo que sus colegas daneses de medicina legal del Rigshospitalet ya habían constatado.

Por razones de seguridad, tanto Farshad Ibrahim, como Afsan Ibrahim y Hassan Talib estaban detenidos bajo sospecha razonable desde hacía un par de horas. Por dos intentos de asesinato contra el comisario Evert Bäckström y el inspector Frank Motoele, respectivamente, un delito de armas de fuego y, seguramente, pronto habría más. Mucho más.

Aunque ninguno de los tres podía moverse de la cama del hospital, estaban sometidos a una vigilancia policial impresionante. Unos veinte policías uniformados de la Unidad Nacional de Operaciones, de traslados y de seguridad ciudadana. Y media docena de investigadores a los que, de repente, les quedaba tiempo para eso.

El comisario Toivonen no estaba contento.

—Explícame cómo coño es posible que ese enano seboso se cargue a tiros una investigación policial —dijo Toivonen mirando a su superior con los ojos inyectados en sangre—. ¿Esto es Suecia o qué?

—Bueno, bueno —dijo Anna Holt—. Sí, esto sigue siendo Suecia y no es tan sencillo como lo planteas, ¿no?

—A Nasir lo han asesinado, y Farshad, Talib y Hassan, todos están en cuidados intensivos —dijo Toivonen contando con los dedos, por si perdía la cuenta.

—Bueno, bueno —repitió Holt—. Para empezar, el colega Bäckström no ha tenido nada que ver con el asesinato de Nasir.

»Yo creo que de eso tendrías que hablar con el señor Åkare y sus compañeros —sugirió Holt.

¿Me está tomando el pelo?, pensó Toivonen que, durante su larga vida de policía, había tenido tiempo de mantener un buen número de conversaciones totalmente absurdas con Fredrik Åkare y sus compañeros de Hells Angels. La última vez, Åkare incluso le dio una palmadita en la espalda, antes de desaparecer en compañía de su abogado, que llevaba el pelo peinado de forma que parecía un costillar.

—Por cierto, Toivonen, ¿tú no eres finlandés? —preguntó Åkare.

—¿Y eso qué tiene que ver? —dijo Toivonen, mirando a Åkare despectivamente, para contrarrestar con desprecio el desprecio de su sonrisa.

—Entonces conoces a nuestro viejo presidente —dijo Åkare—. Él también es finlandés. Por cierto, que te manda saludos. Llámanos si quieres dar una vuelta y tomarte una cerveza.

Toivonen no llamó en aquella ocasión. Ahora no le quedaba otro remedio y no le entusiasmaba lo más mínimo la idea.

—Según el colega Niemi —dijo Toivonen, que no pensaba rendirse tan fácilmente—, Farshad tenía una llave del apartamento de Bäckström en el bolsillo del pantalón.

—Era una copia recién hecha, si no me equivoco —dijo Holt, que también había hablado con Niemi.

—Ya, pero es bastante raro que la copia sea precisamente del apartamento de Bäckström —insistió.

—Comprendo perfectamente lo que estás pensando, yo también soy consciente de la fama de Bäckström, pero si la cosa es tan sencilla, si habían ido allí para sobornarlo, no habrían tenido más que llamar a la puerta. Y si fueron allí con ese fin, no parece que las negociaciones se desarrollaran muy bien. Por decirlo comedidamente —aseguró Holt, que también era una policía de verdad.

—Puede que llevaran poca pasta —dijo Toivonen—. Según Niemi, Farshad no llevaba nada encima.

—Vamos, vamos —dijo Holt—. Vamos a tomárnoslo con mucha calma, sin precipitarnos. Lo que hasta ahora hemos averiguado indica que Farshad y Talib, sin el conocimiento de Bäckström, entraron en el apartamento de este y lo sorprendieron. Para matarlo, amenazarlo, sobornarlo, obligarlo a que les ayudara… Eso no lo sabemos. Bäckström tenía todo el derecho a defenderse. Y el disparo que Farshad recibió en la pierna es totalmente reglamentario.

—¿Y qué me dices de los otros cinco casquillos que el colega Niemi sacó de las paredes y el techo?

—Supongo que se armaría un buen jaleo. Según Bäckström, se abalanzaron sobre él en cuanto entró en el piso. Talib empuñando la pistola y Farshad la navaja. Bäckström consigue sacar su arma y se produce un tiroteo. ¿Cuál es el problema?

—Corrígeme si me equivoco —dijo Toivonen respirando hondo para evitar que le reventara la tapa de los sesos. Estoy tranquilo, se dijo—. Bäckström consigue reducir a Talib, lo desarma y lo deja fuera de combate. Y, entretanto, se le dispara la pistola varias veces. Tan pronto como ha reducido a Talib, le dispara a Farshad en la pierna, un tiro perfecto, justo debajo de la rodilla izquierda. Porque Farshad trata de apuñalarlo, ¿es correcto? —preguntó Toivonen.

—Más o menos —dijo Holt encogiéndose de hombros—. Según la colega Carlsson, que desayunó con Bäckström esta mañana, redujo a Talib con no sé qué llave de yudo misteriosa que aprendió de joven, cuando practicaba ese arte marcial. Según Bäckström, se le daba muy bien. Talib tuvo la mala suerte de darse en la cabeza con el borde de la mesa de Bäckström al caer, pero teniendo en cuenta las circunstancias, no podemos culpar de eso a Bäckström. Luego, cuando Farshad se le abalanzó corriendo para apuñalarlo, él le disparó en la rodilla.

—Según la versión de Bäckström, claro.

—He estado hablando con Niemi y con Hernandez. Según la investigación técnica, no hay nada que desmienta esa versión. Los dos se creen lo de Talib tal cual. Además, los agujeros de bala de la pared tienen una disposición tal que es imposible que los haya efectuado un mismo tirador sin moverse del sitio. Así que la historia de Bäckström puede ser verdad.

—¿Qué investigación técnica? —resopló Toivonen—. Tú misma viste el aspecto que tenía aquello. Debía de haber por lo menos cincuenta personas toqueteándolo todo.

—Tú y yo, entre otros. Además de todos los colegas que acudieron al lugar de los hechos. Lo cual tampoco es culpa de Bäckström.

—No, claro, faltaría más —dijo Toivonen—. Habrá que darle a esa bola de sebo una medalla y el salario de un año como premio. Y además, ¿viste los muebles que tenía el gordinflón…?

—Un momento, Toivonen —lo interrumpió Holt.

—Sí, dime —dijo Toivonen. Estoy tranquilo, tranquilísimo, pensó.

—Me está dando la sensación de que lo que tú tienes es envidia del pobre Bäckström —dijo Holt sonriendo. Son como niños, ni más ni menos, como niños, pensó cuando Toivonen salió del despacho.

Ya en las primeras noticias de la mañana aparecía Bäckström como un héroe nacional. Varios de sus colegas menearon la cabeza preguntándose cómo era posible. La mayoría optó por cerrar el pico y asentir. Alguno que otro ventiló sus dudas.

Jorma Honkamäki era uno de ellos. Se tropezó con Frank Motoele en la entrada del hospital Karolinska.

—Desde luego, es como para preguntarse qué coño fue lo que pasó —dijo Honkamäki con un suspiro.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Motoele mirándolo con aquellos ojos tan negros como las noches de invierno de la sabana.

—Por el enano seboso —explicó Honkamäki.

—Ten cuidado con lo que dices —dijo Motoele con la mirada inexpresiva—. Estás hablando de un héroe. Respeto.