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El vecino de Bäckström no habría tenido por qué llamar a la central de emergencias, puesto que la policía había estado allí todo el tiempo desde el principio.

Poco después de las once de la noche, el Mercedes blanco Alfa 3 empezó a moverse en la pantalla de Sandra Kovac. Antes, aquella noche, lo habían visto aparcado en el mismo garaje en el que dejaron el Lexus.

El vehículo camuflado en el que iban Kovac, Hernandez y Motoele se encontraba muy cerca y, al cabo de un par de minutos, seguían a unos cien metros de distancia al Mercedes que, al parecer, se dirigía a Kungsholmen. Conducía Afsan, Farshad iba en el asiento del copiloto y Hassan Talib se había quedado con todo el asiento trasero.

Kovac llamó por radio a Linda Martinez. Martinez pidió refuerzos de otra patrulla que, aquella misma tarde, había estado vigilando a Bäckström, pero que ahora estaban tomando algo en un McDonald’s, a tan solo unas manzanas del bar favorito de Bäckström.

El inspector Tomas Singh, que era adoptado y originario de Malasia, y su colega, el ayudante Gustav Hallberg, adoptado y originario de Sudáfrica, se metieron en el coche y volvieron al bar en el que, hacía un cuarto de hora, habían dejado a Bäckström anclado a un buen coñac. Y allí seguía. Probablemente, con el mismo coñac, puesto que la copa que había en la mesa estaba vacía.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Hallberg.

—Esperar —respondió Singh.

Cinco minutos después, Bäckström llamó a una camarera rubia, se levantó, sacó del bolsillo un fajo de billetes bastante apañado, arrugó la cuenta, sacó del fajo un billete de quinientas y negó con un gesto cuando la camarera quiso darle el cambio.

—No parece que al colega Bäckström le falten recursos pecuniarios —constató el ayudante Hallberg.

—¿Por qué coño crees que estamos aquí? —preguntó el inspector Singh, que le llevaba cinco años de servicio y era un joven curtido.

Al mismo tiempo que Bäckström se levantaba para pagar, el Mercedes blanco se detuvo a unos veinte metros de la puerta del edificio en el que vivía Bäckström. Farshad y Talib salieron, Afsan fue a aparcar, apagó las luces y permaneció en el coche mientras su hermano y su primo entraban en el portal de Bäckström. Kovac se quedó a unos cincuenta metros calle arriba, apagó el motor, apagó los faros, bajó un poco más y paró el coche.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Magda Hernandez.

—Al parecer, Bäckström está a punto de llegar —dijo Kovac, que tenía al colega Singh en el auricular—. Tomas y Gustav lo siguen a pie —comunicó a Hernandez.

—Aquí hay algo que no encaja —dijo Motoele meneando la cabeza.

—¿Cómo que no encaja? —preguntó Hernandez.

—Un presentimiento —dijo Motoele—. Tengo la sensación de que Bäckström no sabe que estos quieren verlo.

Dirty Cop —resopló Kovac—. Por supuesto que lo sabe.

—Bäckström lleva desde media tarde con el móvil apagado —objetó Motoele.

—Pues o tiene otro móvil o han concertado la cita por otra vía —dijo Kovac.

Cuatro minutos después, Bäckström entró en el portal de la casa donde vivía.

—Ya puedes ir olvidándote de entrar y ponerte a escuchar por la ranura del buzón —dijo Kovac, y miró con severidad a Motoele—. No vamos a arriesgarnos tontamente.

—En este coche hace un calor asqueroso. ¿Te importa que abra la ventanilla, mamá? —preguntó Motoele, bajando la ventanilla.

—Yo creía que a los que son como tú les gustaba el calor —dijo Kovac, provocándolo—. Bueno, pero no vayas a resfriarte, Frank.

—Que habían concertado la cita, ¿no? —dijo Motoele, que acababa de oír un ruido sordo a lo lejos. Cuando salió del coche y empezó a correr calle abajo, no paraba de sonar. Un tableteo sordo, un sonido que había oído miles de veces, cuando iba a la galería de tiro, con los cascos puestos, para practicar con su arma.

Afsan Ibrahim ni veía ni oía. Estaba escuchando música en el iPod, tarareando al ritmo de la canción y disfrutando con los ojos cerrados, y cuando alguien abrió de golpe la puerta del coche y le echó la mano al cuello, ya todo se había torcido. Cogió la navaja que tenía entre los dos asientos en un acto reflejo. Un segundo después, estaba en el suelo, boca abajo; alguien le pisó la mano, dio una patada a la navaja y le dio a él una patada en el costado cuando intentó levantarse. Lo agarró del pelo, le levantó la cabeza, le dio un puñetazo en la nariz con el canto de la mano y vio las estrellas. Luego otro, y otro, y luego la oscuridad, que lo rodeó por completo, y las voces a su alrededor, que apenas oía.

—Para ya, Frank —le gritó Sandra Kovac—. ¿Es que quieres cargártelo? —Luego apartó a su colega. Le hincó a Afsan la rodilla en la espalda, le cogió las manos, las esposó, primero la derecha, luego la izquierda—. Tú no estás bien de la cabeza, joder —dijo Kovac.

—El árabe este, que ha intentado rebanarme —dijo Motoele señalando la navaja que había en el arroyo, al otro lado de la calle.

—Frank, déjalo ya —dijo Kovac—. Cuando te has empleado con él no llevaba ninguna navaja.

Frank Motoele pareció no hacerle caso. Se encogió de hombros, sacó el arma y entró en el portal de Bäckström.