67

Tan pronto como Talib, visiblemente abochornado, apartó la vista —cuánta debilidad en un hombre, tan débil como una mujer—, Bäckström aprovechó para atacar. Como un rayo, se echó mano al tobillo y tiró con todas sus fuerzas.

Talib se cayó boca arriba como un pino talado, por imposible que pareciera, teniendo en cuenta el lugar en el que se había criado, pensó Bäckström. Se cayó sin más, todo lo largo que era, boca arriba, agitando en vano los brazos antes de darse un golpe en la nuca y en la cabeza contra la mesa que Bäckström tenía delante del sofá, resquebrajando la superficie de mármol de primera, procedente de Kolmård.

Bäckström sacó a Sigge en un abrir y cerrar de ojos, se levantó, no sin esfuerzo, a decir verdad, guiñó por si acaso con el ojo izquierdo y apuntó con más precisión que de costumbre.

Farshad también se había puesto de pie; levantó las manos para detenerlo y soltó la navaja, que cayó de punta y se clavó en la lujosa alfombra de Bäckström.

—Tranquilo, comisario, tranquilo —dijo Farshad agitando las manos para detenerlo.

Make my day, punk —rugió Bäckström antes de lanzar una buena salva de disparos, sin la menor intención de arañar el parquet recién puesto.