66

Más o menos al mismo tiempo que Bäckström se acomodaba en su querido bar de siempre, en Kungsholmen, la policía de Copenhague recibió un soplo. Un anónimo, hombre, danés de mediana edad, a juzgar por la voz, llamó a la central de emergencias y dejó un mensaje.

Al fondo del gran aparcamiento de la calle Fasanvejen, unos doscientos metros por encima del viejo hotel SAS y a tan solo cinco minutos del centro, había un contenedor de basura. Dentro del contenedor yacía en aquellos momentos un cadáver, envuelto en un saco de yute normal y corriente, que antes contenía pienso para cerdos. El hombre del saco no había ido a parar allí por voluntad propia, y para que los policías daneses pudieran dar con él, quienes allí lo metieron le dejaron los pies por fuera del contenedor.

—Pues eso era lo que quería decir —dijo el informante antes de colgar el móvil de prepago desde el que llamaba, imposible de localizar, recurso obligatorio en cierto tipo de llamadas.

Tres minutos después llegaba el primer radiopatrulla y, media hora más tarde, se unieron a los dos policías de seguridad ciudadana varios colegas de la judicial de Copenhague y del equipo técnico.

Más o menos al mismo tiempo que Bäckström pedía una copita para acompañar al expreso doble, en Copenhague habían conseguido abrir el saco y echarle un vistazo al cuerpo desnudo que contenía. Llevaba alrededor del cuello un cordón con una nota: «Nasir Ibrahim. Envíese a la policía judicial de Estocolmo». El cadáver tenía encajada en la garganta una multa de aparcamiento, y las lesiones indicaban que la muerte había sido lenta y dolorosa.

Un mensaje cristalino para un ladrón musulmán que había aparcado mal el coche en el que pretendía huir, y puesto que la policía de Copenhague ya estaba avisada, llamaron a su colega sueco, el comisario Jorma Honkamäki, del grupo de operaciones especiales de Estocolmo. Cuando Honkamäki recibió la llamada, estaba en la calle, delante del bloque donde vivía Bäckström, supervisando la final de la intervención bäckströmiana.

A Farshad, el hermano mayor de Nasir, se lo llevaban en ambulancia. Dos camilleros, que empujaban la camilla, una enfermera, que sujetaba el suero, Farshad, que se quejaba en una lengua que Honkamäki no comprendía, con los pantalones bajados hasta las rodillas y empapados de sangre.

Al primo, Hassan Talib, acababan de meterlo en otra ambulancia. Inconsciente, con un collarín, tres llevaban la camilla, un médico y una enfermera trataban de mantenerlo con vida.

El que mejor parecía encontrarse era el otro hermano, Afsan. Claro que tenía la nariz rota y ensangrentada, y las manos esposadas a la espalda, y se resistía a caminar pero, por lo demás, podía decirse que se encontraba tan bien como siempre.

—¡Os follaré el culo, cerdos de mierda! —gritaba Afsan cuando dos de los colegas de Honkamäki trataban de meterlo en el furgón del grupo de operaciones especiales.

¿Qué coño está pasando?, pensó Honkamäki meneando la cabeza.

—¿Qué coño está pasando? —repitió el comisario Toivonen un minuto después, en cuanto salió del coche policial y vio a Honkamäki.