Bäckström abandonó su querido bar de siempre poco antes de medianoche. A su tornado blanco de Jyväskylä le había surgido un imprevisto, dado que su roedor ordinario se presentó en el trabajo a recogerla. Además, le lanzó a Bäckström una mirada furibunda. Así que Bäckström se fue a casa tranquilamente, abrió la puerta de su agradable guarida, dejó escapar un gran bostezo y entró.
Tendré que contentarme con empuñar mi Sigge, pensó Bäckström en el preciso instante en que descubrió que había recibido una visita inesperada.
—Bienvenido a casa, comisario —dijo Farshad Ibrahim sonriendo amablemente a su anfitrión.
El gigante de su primo no dijo una palabra. Se limitó a mirar a Bäckström con aquellos ojos negros y profundos. Una cara como tallada en piedra, de no ser porque las mandíbulas se le movían continua y constantemente.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Bäckström. ¿Y qué coño hago yo ahora?, pensó—. Podría ofrecerles un traguito —sugirió señalando la cocina.
—Nosotros no bebemos —dijo Farshad Ibrahim meneando la cabeza, cómodamente sentado en el sillón favorito de Bäckström, mientras el primo permanecía inmóvil en la habitación, sin dejar de mirarlo—. Tranquilo, comisario —continuó Farshad—. Hemos venido en son de paz y traemos una propuesta de negocio.
—Te escucho —dijo Bäckström, mientras, con toda la discreción posible, sacudía los pantalones de lino amarillo que, de repente, se le antojaban totalmente empapados de sudor, al mismo tiempo que las piernas empezaban a temblarle misteriosamente como por sí solas.
—Nos interesa saber qué están haciendo tus colegas —dijo Farshad—. Y, tal y como yo lo veo, existen dos posibilidades —continuó, hablando como si pensara en voz alta.
Luego se metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes de mil y lo dejó encima de la mesa de Bäckström, delante del sofá. Un fajo de un parecido extraordinario con los que el propio Bäckström había encontrado en un caldero colmado de oro. Luego, sin que se supiera por qué, sacó una navaja del bolsillo, la abrió dejando al descubierto la hoja de doble filo y se puso a limpiarse las uñas.
—Tal y como yo lo veo, existen dos posibilidades —repitió Farshad Ibrahim, con el mismo tono invariablemente amable, aunque el primo seguía apretando las mandíbulas mientras él se hacía la manicura.
Tendré que recurrir a mi número dos, decidió Bäckström. Y puesto que no había muchas opciones entre las que elegir, echó toda la carne en el asador desde el principio.
—Perdóname la vida, perdóname la vida —gritó Bäckström crispando la cara redonda y extendiendo las manos entrecruzadas con gesto suplicante. Luego hincó en el suelo la rodilla, la derecha, delante del gigante Talib, como si pensara pedir su mano.
Las mandíbulas de Talib dejaron de moverse, retrocedió medio metro, contempló con expresión compasiva al suplicante que tenía a sus pies. Luego se encogió de hombros, giró la cabeza y miró a su jefe. Y lo vio claramente abochornado, o al menos eso parecía.
—Compórtate como un hombre, Bäckström, no como una mujer —lo exhortó Farshad, que meneaba la cabeza señalándolo con la navaja.
Y en ese preciso momento, Bäckström decidió atacar.