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Recogida de testimonios entre los vecinos. La tercera ronda en Hasselstigen 1. Ahora se trataba de Farshad Ibrahim, Afsan Ibrahim, Hassan Talib y sus posibles contactos con Karl Danielsson. Además, tenían buenas fotos, instantáneas propias, recién tomadas por el equipo de vigilancia. Por ser justos, mezcladas con una serie de fotos de sujetos parecidos que, desde luego, no tenían nada que ver con todo aquello. Colaboradores fieles de Linda Martinez. Solo la variante de piel oscura, ningún mestizo, solo negros o azules. Pese a que Frank Motoele había ofrecido sus servicios cuando ayudaba a su jefe a ordenar el material.

Seppo Laurén no había visto nada, aunque Alm intentó echarle una mano.

—No he visto a ninguno —dijo Seppo meneando la cabeza.

—Mira otra vez, por si acaso —lo presionó Alm—. O sea, los que nos interesan son extranjeros, inmigrantes, por así decirlo.

—No comprendo lo que quieres decir —aseguró Seppo, y volvió a menear la cabeza.

Sí, un genio, desde luego, pensó Alm, retirando las fotos con un suspiro.

—Pero si en las fotos solo hay extranjeros, o bueno, inmigrantes, como se dice ahora —constató la señora Stina Holmberg.

—Sí, ¿y la señora Holmberg no reconoce a ninguno? —preguntó Jan O. Stigson.

—La mayoría de los que viven aquí en Solna son inmigrantes —respondió la señora Holmberg, y asintió mirando con amabilidad a Felicia Pettersson—. Aunque eso no tendrá nada que ver, claro —añadió.

La mayoría de los vecinos no reconoció a ninguno de los fotografiados.

Un inmigrante iraquí, que vivía en un tercer piso y que trabajaba de controlador en el metro, sí que expresó el aprecio que le inspiraba el trabajo policial.

—Creo que vais por buen camino —dijo el controlador, y le hizo un gesto de asentimiento a Annika Carlsson.

—¿Por qué? —preguntó Carlsson.

—Iraníes, está claro —resopló al responder—. Están como cabras, son capaces de cualquier cosa.

Bäckström se les unió relativamente tarde y tras una charla informativa con su colega Carlsson.

—Yo creo que lo mejor será que tú y yo hablemos con esa mujer, Andersson —dijo Bäckström—. Pensando en el joven Stigson —aclaró.

—Te entiendo perfectamente —dijo Annika Carlsson.

En realidad, Bäckström no estaba pensando ni de lejos en el colega Stigson. Lo hacía por motivos puramente personales. Después de la cita con Tatiana Thorén, que seguramente sería más o menos larga, teniendo en cuenta que la mujer parecía estar totalmente loca por él, había llegado la hora de hacer algún estudio comparativo, a fin de evitar problemas futuros.

Las tías pueden volverse un poco fofas con la edad, pensó.

La señora Britt-Marie Andersson ofreció una perla. O más bien dos, para ser exactos.

Además, debía de tener algún tipo de armazón de acero en la parte de arriba, pensó Bäckström media hora después, ya en el sofá de Britt-Marie Andersson, mientras él y su colega Carlsson le enseñaban las fotos. A pesar de que la testigo potencial ostentaba la misma masa impresionante que Tatiana, que tenía la mitad de años, aún las tenía a la misma altura.

¿Cómo coño lo hará cuando las deje en libertad?, pensó Bäckström. ¿Se tumbará antes boca arriba o qué?

—A este sí lo reconozco —dijo la señora Andersson emocionada, y señaló la foto de Farshad Ibrahim. Por si acaso, se inclinó hacia Bäckström y señaló con una uña roja.

Incomprensible, pensó Bäckström, esforzándose por centrar la vista en el lugar donde ella había puesto el dedo.

—Totalmente segura —dijo Annika Carlsson.

—Totalmente —respondió la señora Andersson, y asintió mirando a Bäckström.

—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó Bäckström.

—El mismo día que asesinaron a Danielsson —dijo la señora Andersson—. Tuvo que ser por la mañana, cuando saqué a Puttegubben. Los vi hablando en la calle, delante del portal.

—Totalmente segura —repitió Annika Carlsson, intercambiando una mirada cómplice con Bäckström que, por fin, había logrado ejercer cierto autocontrol y, por si acaso, se había retrepado en el sofá. Cruzar las piernas ni se le ocurrió, porque a la tía le daría un ataque cachondo solo con verle el morro a Sigge, se dijo.

—Y a este también —dijo la señora Andersson señalando con el dedo a Hassan Talib—. Es un hombre muy alto, ¿no?

—Dos metros —le confirmó Bäckström.

—Pues entonces es él. Estaba apoyado en un coche al otro lado de la calle, mirando a Danielsson y al otro, el que estaba hablando con él.

—¿Vio qué coche era? —preguntó Carlsson.

—Negro, de eso estoy totalmente segura. Una de esas cosas caras de suelo bajo. Como un Mercedes, o quizá un BMW.

—¿Podía ser un Lexus? —preguntó Carlsson.

—No lo sé —respondió la señora Andersson—. No se me da muy bien lo de los coches. La verdad es que me saqué el carnet de conducir, pero hace muchos años que no tengo coche.

—Pero del hombre alto que estaba junto al coche sí se acuerda —dijo Bäckström.

—Estoy completamente segura de que era él —dijo la señora Andersson—. Se me quedó mirando descaradamente, vamos. Y cuando lo vi, me hizo…, bueno, me hizo un gesto. O sea, con la lengua —explicó la señora Andersson, que se había puesto colorada.

—Un gesto indecente —le sugirió solícita Annika Carlsson—. ¿Algo así como un gesto obsceno?

—Sí —respondió la señora Andersson respirando hondo—. La verdad, fue de lo más desagradable, así que me aparté corriendo de la ventana.

Un bocado celestial, pensó Bäckström. La tía debe de tener buena memoria, pensó.

—¿Y no se le ocurrió presentar ninguna denuncia? —preguntó Carlsson.

—¿Una denuncia? ¿Por qué? ¿Por lo que me hizo con la lengua?

—Acoso sexual —explicó Annika Carlsson.

—No —dijo Britt-Marie Andersson—. Por lo que he leído en los periódicos, no sirve de nada.

Corten, corten, corten, pensó Bäckström.

—Bueno, pues nada, muchas gracias por su inestimable ayuda, señora Andersson —dijo.

—Puedes estar tranquila, Nadja —dijo Bäckström media hora después, ya en su despacho—. Quiero decir con lo de la agenda. Tenemos una testigo que ha reconocido a Farshad y a Talib, dice que se vieron con Danielsson delante de la casa de este la mañana del día que lo asesinaron.

—Tomo nota, Bäckström —dijo Nadja Högberg.

Puede que no siempre esté tan atenta, pensó Bäckström, y sacudió otra vez los pantalones.