Antes de abandonar el fuerte, Bäckström aprovechó para hojear el tremendo montón de papeles que Nadja le había dejado encima de la mesa.
Desde luego, no son los niños del coro de la iglesia, pensó Bäckström después de leer la documentación.
Farshad Ibrahim tenía treinta y siete años y llegó a Suecia a la edad de cuatro. Con el padre, la madre, dos hermanas mayores, una abuela. En total, seis personas, todos refugiados políticos iraníes.
La familia se incrementó en Suecia con el nacimiento de dos hermanos: Afsan, de treinta y dos, y Nasir, de veinticinco. La abuela murió al año siguiente de llegar a Suecia. Las dos hermanas mayores estaban casadas y se habían mudado. En la gran casa de Sollentuna vivían en la actualidad cinco personas. Los tres hermanos y sus padres y, desde hacía tres años, cuando el padre sufrió una embolia grave, el verdadero patriarca de la familia era Farshad.
Desde un punto de vista moral, un guía de lo más dudoso. El año que cumplió quince, Farshad mató a puñaladas a un compañero de instituto. Lo condenaron por homicidio y lo encomendaron a los servicios sociales. Aquello no pareció influir positivamente en su vida. Con toda probabilidad, aguzó su astucia, ya que no lo condenaron a prisión por primera vez hasta diez años después. Cuatro años, por robo con violencia, y la mayor parte de la pena la cumplió en la misma institución de alta seguridad que uno de los principales informantes del comisario Toivonen.
Varios meses antes de que lo pusieran en libertad, lo trasladaron a una prisión normal y corriente donde lo prepararían para la vida fuera de los muros penitenciarios. Una pretensión que tampoco tuvo demasiado éxito.
Llevaba allí una semana cuando uno de sus compañeros apareció estrangulado con una cuerda de tender la ropa en la lavandería de la prisión. Todo indicaba que Farshad se había deshecho de un soplón. Todo, menos las pruebas concluyentes y el silencio pertinaz de Farshad.
Cuando por fin salió, y prácticamente de inmediato, volvió a aparecer como sospechoso del robo del depósito de valores de Akalla. Estuvo tres meses en prisión preventiva, no dijo una palabra, lo soltaron por falta de pruebas. Farshad se había ganado una reputación. El heredero de Ben Kader, aunque él era marroquí y Farshad iraní. Musulmán, abstemio, ni la menor sospecha de escarceos con drogas, ninguna relación esporádica con mujeres, ninguna mujer en general, al parecer, con excepción de su madre y sus hermanas. Ante todo, ni una sola multa de aparcamiento, ni por exceso de velocidad ni por broncas callejeras. Extremadamente peligroso, silencioso. Tres eran las personas en las que sí confiaba y con las que se relacionaba, sus dos hermanos, Afsan y Nasir, y su primo Hassan Talib.
Dos hermanos menores que, a juzgar por el historial delictivo, parecían seguir sus pasos o, al menos, lo intentaban, sin conseguirlo del todo. A ojos de la sociedad era más bien Nasir, el menor de los tres, el que hacía el papel de oveja negra de la familia ya que, a la edad de veinticinco años, ya había cumplido cuatro penas de cárcel, un total de cuatro años. Agresión, violación, robo. Según la información que constaba en los registros policiales, tenía amplia experiencia tanto en asuntos de drogas como de sexo, y no se preocupaba mucho por las formalidades. Pero nada de alcohol. Musulmán practicante al menos en lo que a eso se refería. No un sueco normal y corriente que se ponía hasta arriba de alcohol y lo traicionaba todo y a todos delante de cualquiera que quisiera escuchar.
Más de cien interrogatorios policiales en toda su vida. El primero, en presencia de su madre y de los servicios sociales. Nasir no decía una palabra.
—Me llamo Nasir Ibrahim —decía Nasir, antes de recitar el número del documento de identidad—. No tengo nada más que añadir.
—Eres igual que Farshad, tu hermano mayor —constataba el interrogador de turno.
—Estás hablando de mi hermano mayor. Respeto, cuando hables de él.
—Claro —dijo el interrogador—. Empecemos por ahí, hablemos de tu hermano mayor, Farshad Ibrahim. Él sí que tiene fama de ser respetuoso con los demás.
—Me llamo Nasir Ibrahim, ochenta y tres, cero dos, cero seis…
Y nunca le sacaron nada más, mientras hubiera policías alrededor. En la calle la cosa podía ser distinta. Había fotos de la policía, escuchas y testigos reacios que podían hablar. Incluso decir que Farshad, en un par de ocasiones, se había visto obligado a castigar a su hermano casi al modo del Antiguo Testamento, pese a que los dos eran musulmanes.
Hassan Talib era el primo del pueblo, en sentido real y figurado. Huyó a Suecia con la familia unos años después que los Ibrahim. Pasó el primer año en su nueva patria en casa de la familia, en Sollentuna. Treinta y seis años, treinta y tres de ellos, en Suecia. Condenado por homicidio, agresión, robo, amenazas graves, extorsión. Sospechoso de asesinato, de varios robos, de otro asesinato y de un intento de asesinato. Tres condenas de prisión por un total de diez años, de los que cumplió ocho. El guardaespaldas de Farshad, su torpedo, su chico para todo. Un sujeto que infundía terror, de dos metros de estatura y ciento treinta kilos, cabeza rapada, ojos hundidos y oscuros, barba negra y rala, mandíbulas batientes, como si siempre estuviera masticando algo.
A un tío como ese habría que hacerle una raya en medio con la Sigge, pensó Bäckström. Se levantó de golpe y sacudió los pantalones de hilo amarillo impecables.
Come on punks, come on all of you, make my day, susurró el comisario de la policía judicial Evert Bäckström.