Dado que Bäckström no tenía la menor idea de lo que se cocía en el despacho de Toivonen, se encontraba de un humor excelente cuando llegó al trabajo, cosa que hizo más temprano de lo normal, ya que había pedido hora en intendencia para recoger por fin el arma reglamentaria. La misma que sus poderosos enemigos habían tratado de arrebatarle, con la intención de quitarle la vida sin la menor dificultad.
Bäckström casi nunca llevaba el arma. Un hombre con un supersalami como el suyo no necesitaba prolongar la polla con artilugios y, además, tanto la funda como el cañón le rozaban como una mierda, ya la llevase en el costado izquierdo o en la cintura. Lo que lo hizo cambiar de opinión fue que la Unidad Nacional de Operaciones intentara asesinarlo durante una de sus llamadas irrupciones, seis meses atrás. Bäckström había ido al Parlamento para interrogar a un diputado que estaba implicado hasta las cejas en el asesinato del primer ministro Olof Palme. Pero resultó que lo acusaron de haber tratado de retener al interrogado como rehén.
Bäckström era un caballero sin tacha ni defectos, no tenía la menor intención de entrar en el Parlamento sueco con el arma, combatía con la visera del yelmo abierta; sus adversarios, en cambio, no luchaban así. Cuando le atacaron con bombas y granadas, él solo tenía las manos por defensa.
Cuando por fin pudo salir del hospital de Huddinge, solicitó de inmediato que le devolvieran el arma que los listos de sus adversarios habían aprovechado para arrebatarle mientras se encontraba encadenado al lecho de convaleciente. Además, presentó una solicitud bien formulada y motivada en la que pedía licencia para poder llevar el arma también fuera del horario de servicio.
Una negativa monda y lironda, basada en unas formalidades de lo más extrañas fue cuanto recibió por respuesta. Y es que, mientras estudiaban la solicitud, comprobaron que Bäckström no se presentaba a la prueba anual de tiro, requisito indispensable para portar el arma reglamentaria, desde que abandonó la comisión de homicidios de la policía judicial central, hacía tres años. Mientras estuvo allí destinado, en cambio, se presentó puntualmente, y el hecho de que fuera su buen amigo y colega, el inspector Rogersson, quien le solucionara los aspectos prácticos del asunto era algo en lo que su empleador no tenía por qué indagar. Era una historia entre él y Rogersson, y en lo que a los llamados controles se refería, por él se los podían meter por el trasero.
Bäckström volvió a tener permiso para disparar. Superó con honores la prueba nada menos que al tercer intento y poco antes del traslado a Västerort. Aun así, su patrono había intentado retrasar la cosa, y solo cedieron cuando Bäckström implicó al sindicato. La notificación de que volvía a ser un ciudadano policial digno, con derecho a portar armas e incluso a matar a alguien si la situación se ponía lo bastante crítica, le había llegado la semana anterior, y Bäckström no perdió un segundo. Llamó de inmediato y pidió hora para la entrega, y esa hora había llegado ya.
Además, había tenido en cuenta ciertos preparativos. En una armería, adquirió de su bolsillo una funda de armas de las que llamaban «tobilleras», del mismo modelo que el que su colega americano Popeye usaba en la peli policiaca The French Connection. Luego fue al sastre a recoger un traje de hilo de chaqueta algo suelta y pantalones de perneras amplias. El uso de la tobillera excluía el del pantalón corto y, dado que el verano se presentaba soleado y caluroso, no quería sudar sin necesidad.
De modo que con el elegante traje de hilo amarillo y la funda en su sitio, en la pantorrilla izquierda, se personó a las nueve de la mañana en el despacho de armamento de la policía de Västerort.
—Pistola reglamentaria, Sig Sauer nueve milímetros, funda reglamentaria, recámara estándar de quince proyectiles, munición reglamentaria, una caja, veinte proyectiles —dijo el encargado colocando el material en el mostrador—. Firma aquí —añadió entregándole un recibo.
—Un momento, un momento —dijo Bäckström—. ¿Veinte proyectiles? ¿Qué chorradas son esas?
—El estándar —dijo el encargado—. Si quieres más, necesito la aprobación del jefe de policía.
—Olvídalo —dijo Bäckström—. Y ya puedes guardarte esa porquería —dijo, y le devolvió la funda. Se guardó la pistola, el cargador y la munición en el bolsillo de la chaqueta, porque no tenía intención de desvelar dónde pensaba llevar el arma.
El tío este, Bäckström, está claro que no es estable, pensó el encargado sin quitar la vista del traje amarillo. Y encima, se viste como un puto mafioso. Puede que no sea mala idea llamar y avisar a los chicos de Operaciones, se dijo.
Cuando cerró la puerta de su despacho, Bäckström aprovechó para practicar un poco. Metió el arma en la funda, sacudió un poco las piernas, para que el pantalón quedara suelto, se agachó rápidamente, se subió la pernera izquierda con la mano izquierda al mismo tiempo que, con un movimiento preciso, sacaba el arma con la derecha, apuntó y apretó el gatillo.
Suck on this, Motherfucker, pensó.
La práctica proporciona destreza, se dijo antes de repetir el ejercicio. De rodillas como un rayo; el adversario, desconcertado, yerra el tiro, que le pasa por encima de la cabeza, Bäckström desenfunda el arma, apunta con cuidado, dibuja la más socarrona de sus sonrisas.
—Come on, punk! Make my day, Toivonen —masculló Bäckström.
—Por Dios, Bäckström, qué susto me has dado —dijo Nadja Högberg, que acababa de entrar en el despacho con un montón de papeles.
—Estaba practicando un poco —explicó Bäckström, y le sonrió viril—. ¿En qué puedo ayudarte, Nadja?
—Los papeles que querías —dijo Nadja, y dejó una pila encima de la mesa—. Sobre los hermanos Ibrahim y sobre su primo, Hassan Talib. Además, te prometí que te recordaría que tenemos una reunión con todo el equipo dentro de un cuarto de hora.
—Yes —dijo Bäckström. Puso el pie izquierdo en la mesa y enfundó el arma.
Nadja esperó a salir y cerrar la puerta antes de menear la cabeza. Son como niños, pensó.
Antes de que Bäckström acudiera a la reunión, cargó el arma del todo. Quince disparos y uno en la recámara. Los otros cuatro los llevaba en el bolsillo derecho, por si las moscas, y en cuanto tuviera ocasión, iría a la tienda y compraría una buena caja para tenerla en casa.
Cuando pasó por delante de la puerta cerrada de Toivonen tuvo que contenerse para no abrirla de golpe y disparar una salva en el techo del puto zorro. Volarle los sesos sería un poco exagerado, pero unos tiros en el techo, para que el borracho finlandés se cagase en los pantalones, por lo menos, porque de verdad que se lo había ganado a pulso, pensó Bäckström.