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El sábado por la mañana, Grislund, de treinta y seis años, le abrió su corazón al comisario Jorma Honkamäki, de cuarenta y dos, jefe de operaciones de la unidad de investigación de Toivonen, y jefe de la sección del grupo de operaciones especiales.

Un corazón que, por cierto, ya estaba de par en par, puesto que lo había abierto no hacía ni tres días ante su viejo amigo Fredrik Åkare, de cincuenta y uno, que era Sergeant at arms de los Hells Angels de Solna. El mismo Åkare que entró furioso en su taller y, claro, ¿qué podía hacer él, en realidad, un simple mecánico de coches, padre de dos hijos?, pensó Grislund.

—Vale, Grislund, si no quieres beberte hasta la última gota de aceite del bidón, te sugiero que me digas dónde puedo localizar al pequeño Nasir —dijo Åkare, y volcó de una patada el contenido del bidón sobre el suelo reluciente, para subrayar lo en serio que iba.

Grislund se lo contó todo. Era un hombre sencillo, pero capaz de comprender cuándo había llegado el momento de elegir bando. Como es lógico, nadie se llama «Bosquecillo de cerdos», y Grislund tampoco se llamaba así. Incluso era de origen noble. Se llamaba Stig, nombre de pila de su padre, y Svinhufvud, o Cabeza de Jabalí, que era el apellido de su madre, ya que esta se había negado a adoptar el Nilsson del padre de Grislund, una suerte para ella y una desgracia para el hijo y, lamentablemente, la mujer no tenía, pese al abolengo, ni una corona con la que suavizarle los sinsabores al heredero.

Ya en el parvulario empezaron a llamarlo Grislund los compañeros, y la única ventaja fue, seguramente, que pudo pasarse la vida comiendo como la gente normal, y no tardó en hacer honor al mote. De pequeño, su padre lo llamaba Stickan y la madre dejó de hablar con Grislund cuando este le contó que pensaba abrir un taller de mecánica en el norte de Järva, en sociedad con un amigo. Su padre seguía llamándolo Stickan, bien porque no daba para más, o bien para irritar a su mujer. Seguramente es por mi madre, pensó Grislund, que acababa de cumplir diecisiete años y de terminar el bachillerato de mecánica en el instituto de Solna.

El taller fue bastante bien y sus viejos amigos pusieron su granito de arena. Sobre todo Farshad Ibrahim, al que había conocido en la escuela básica, en Sollentuna. Y todos los demás que formaban el séquito de Farshad.

A Åkare lo conoció mucho después. Un día se presentó allí, sin más, descargó una vieja furgoneta que llevaba en un camión y le dijo que llevara aquel puto desastre al cementerio de coches antes de la puesta de sol. Grislund hizo lo que le pedía y ganó así otro cliente.

Todo iba sobre ruedas, en pocas palabras. Algún que otro engorro y polis cabreados que iban y venían a hurgar al taller, pero nada que le quitara el sueño. Hasta las siete de la tarde del día en que todo se fue a la mierda.

Él estaba tranquilamente debajo de la niña de sus ojos, un Cheva Bel Air de 1956, apretando algunas tuercas, más que nada, por el cariño que le había tomado con los años. De repente, la puerta del taller entró volando y, antes de que se hubiera vuelto a mirar, ya le habían agarrado los tobillos y lo habían sacado de allí a rastras. Fue un puro milagro que no se partiera la crisma con el bastidor del Cheva.

—Grislund —dijo Jorma Honkamäki, y le sonrió con ojos maliciosos—. Llama a tu mujer y dile que se olvide de la cena, que yo te invito a salchichas con puré de patatas en el trullo de Solna.

En comparación con Åkare, él se comportó como la gente decente y, puesto que un reaseguro nunca estaba de más, abrió su corazón otra vez.

Claro que Honkamäki empezó a joderlo. Al parecer, había encontrado un poco de todo, cable de acero, hilo de estaño, todas las herramientas necesarias, unos abrojos que ya estaban retorcidos y que había olvidado por allí, varias matrículas viejas que siempre venía bien tener de reserva, aunque todo junto no merecía más que un zarandeo, si solo se hubiera tratado de eso.

Si no hubiera sido por la bolsa de cien gramos que Nasir le pidió que le guardara cuando se pasó por allí el lunes pasado para llevarse una mochila llena de abrojos.

—Solo hoy —le aseguró Nasir—. Tengo un viaje dentro de unas horas, es por si la cosa se va a la mierda. —Se encogió de hombros y con eso lo dijo todo.

—Vale —dijo Grislund, que era un tío amable y legal y que, mientras fuera posible, prefería tener a los clientes contentos y de buen humor. Sobre todo si su hermano mayor se llamaba Farshad Ibrahim. Además, Nasir le prometió que iría a buscar la bolsita por la noche. Una vez terminado el trabajo, pensaba irse de fiesta con su chica a Copenhague. A ver a un conocido común de Grislund. A mover el esqueleto, a ponerse a tono.

—Yo no pillo cebollones como vosotros los suecos —constató Nasir.

—Cien gramos de coca —dijo Honkamäki—. Estamos hablando de catorce días por gramo, Grislund; encontraremos tus huellas en la bolsa. Pero, Grislund, ¿por qué tengo la sensación de que te has vuelto un poco tonto?

Cuatro años, pensó Grislund, porque contar sí que sabía, así que era más que hora de abrir su corazón otra vez.

—Tranquilízate, Jorma —dijo Grislund—. Estás hablando con un simple soldado de a pie del gran ejército del crimen organizado. ¿De dónde iba a sacar un tío como yo tanto dinero?

Y todo por culpa de un puto spaniel, pensó. Primero se puso a corretear como todos los chuchos que Honkamäki llevaba siempre. Luego se puso a aullar y casi se hizo un nudo delante del bidón de aceite más grande que había en el taller. Uno de esos al que un tío como Åkare no se le ocurriría darle una patada ni en sueños. Y menos aún meter la mano dentro, como el dueño del perro hizo sin pensarlo.

Por eso abrió su corazón una vez más y le contó cuál era la situación. En comparación con Åkare, Honkamäki al menos se comportó como un ser humano. No empezó por agarrarlo del cuello, meterle el dedo índice en la nariz y retorcerlo todo lo que podía.

Nasir y Tokarev, que habían salido por pies después del tiroteo de Bromma. Se alejaron en la furgoneta unos quinientos metros. La abandonaron a veinte metros de la entrada del templo de los Angels. Su club, casi pared con pared con el aeropuerto.

No se sabe por qué. ¿Porque todavía seguía saliendo humo rojo por la ventanilla? ¿Porque no querían enfrentarse a la competencia? ¿Porque, en ese momento, encontraron un aparcamiento libre? Por casualidad, Nasir ya se había quitado el pasamontañas cuando pasó como un rayo por delante de uno de los colaboradores de Åkare, a un par de perpendiculares más allá, mientras las sirenas aullaban en la distancia.

—Nasir —sintetizó Grislund—. El tío conduce como un puto ladrón de coches.

—Ajá, el pequeño Nasir —dijo Honkamäki. Me pregunto cuánto dinero habrá tenido que soltar esta vez el malo de su hermano mayor para conseguirle comida y alojamiento, pensó.

—Un niñato de mierda es lo que es —dijo Grislund—. ¿Sabes lo que dice el muy cabrón cuando ya había cogido los abrojos y cuando le había prometido quedarme con la puta cocaína y pude volver tranquilamente a mis cosas? ¿Sabes lo que va y me dice el muy cabrón antes de irse?

—No —dijo Honkamäki.

—Oenc, oenc —dijo Grislund.

—Qué difícil lo tienes, Grislund. —Honkamäki sonrió.

—Pues sí —respondió Grislund. Pero ¿quién ha dicho que el hombre vaya a tenerlo fácil en la vida?, pensó.

—¿Le has contado esto a alguien más? —preguntó Honkamäki.

—No —dijo Grislund meneando la cabeza. Todo tiene un límite, pensó.

—Me ha dicho un pajarito que Åkare se ha pasado por aquí —dijo Honkamäki, como si estuviera pensando en voz alta.

No way —dijo Grislund. ¿Qué coño quiere?, pensó.

—Bueno, no importa —dijo Honkamäki.

—¿Qué hacemos con las huellas? —preguntó Grislund—. Las de la bolsa. La de la cocaína de Nasir —aclaró.

—¿Qué huellas ni qué huellas? —preguntó Honkamäki meneando la cabeza—. Ni idea de qué hablas.

Grislund pidió que lo dejaran en el trullo. Al menos, hasta el lunes, y para prevenir rumores innecesarios.

—Siéntete como en casa, Grislund —dijo Honkamäki.

Luego llamó a Toivonen y se lo contó todo.

—¿Qué coño iba a hacer el niñato a Copenhague? —preguntó Toivonen. Allí los Hells Angels están en el consejo municipal, pensó.

—He estado hablando con los colegas daneses —dijo Honkamäki—. Me han prometido tener los ojos bien abiertos. Con un poco de suerte, sigue vivo.

Y si no, peor lo tenemos, pensó Toivonen.