Sandra Kovac, de veintisiete años, era hija de inmigrantes de la barriada de Tensta. Su padre era serbio, tenía más arrojo del que le convenía, dejó a su madre cuando Sandra solo contaba dos años y empezó a causarle problemas a su hija diecisiete años después, cuando ella solicitó que la admitieran en la Escuela Superior de Policía de Solna.
—Doy por hecho que sois conscientes de que Sandra Kovac es hija de Janko Kovac —dijo el que a la sazón era intendente de policía, dirigiendo una sonrisa nerviosa a la presidenta del comité de admisión.
—Nunca he creído en el pecado original —dijo la presidenta—. A ver, ¿a qué se dedicaba tu padre? —añadió mirándolo intrigada.
—Era pastor luterano en un pueblo —dijo el intendente.
—Ya decía yo —respondió la presidenta.
El día que Sandra Kovac terminó los estudios en la Escuela de Policía, un hombre de unos cuarenta años de edad, en buena forma física, llamó a la puerta de su habitación de estudiante de Bergshamra. Un colega, pensó Sandra. Futuro colega, se corrigió, porque había que tener cuidado con esas cosas, y pese a que solo llevaba puesto el albornoz y había empezado a prepararse para la fiesta de aquella noche, con todos los futuros colegas de su promoción, abrió la puerta.
—Vaya, ¿puedo hacer algo por ti? —preguntó Sandra Kovac, y se apretó el cinturón del albornoz, por si se le había escapado algo.
—Bastante, espero —dijo el musculoso, le sonrió amable y le mostró la placa—. Me llamo Wiklander —dijo—. De los servicios secretos. De hecho, soy comisario.
—Surprise, surprise —dijo Sandra Kovac.
La semana siguiente, empezó a trabajar allí. Cinco años después, se trasladó con su jefe a la policía judicial central, ya que su jefe superior había ascendido a jefe más superior todavía, y se había convertido en responsable de la policía judicial central, la unidad de operaciones, los helicópteros, las operaciones en el extranjero y todo lo que había entre aquello que era secreto y seguía siendo competencia de los servicios secretos y lo que seguía siendo público.
—Tú te vienes conmigo, Wiklander —dijo Lars Martin Johansson la víspera de que se hiciera público su ascenso. No tuvo que insistirle demasiado.
—¿Puedo llevarme a Sandra? —preguntó Wiklander.
—¿La hija de Janko? —dijo Johansson.
—Sí.
—Mejor, imposible —dijo Johansson, que era capaz de ver a la vuelta de la esquina.
Magdalena Hernandez, de veinticinco años, era hija de inmigrantes procedentes de Chile. Sus padres huyeron a la desesperada la noche que Pinochet se hizo con el poder y ordenó a los lacayos de la dictadura que asesinaran al presidente electo del país, Salvador Allende. Un largo viaje que empezó cruzando a pie la frontera con Argentina, y que no terminó hasta que no llegaron tan al norte como era posible para quienes vivían en Valparaíso.
Magda había nacido y se había criado en Suecia. Cuando cumplió doce años, todos los hombres que conocía dejaron de mirarla a los ojos y empezaron a bajar la vista hacia el pecho. Todos los hombres entre siete y setenta, pensó, mientras su hermano, siete años mayor, se hacía polvo los puños peleando por la misma razón y por defenderla.
El día que cumplió quince años estuvo hablando con él.
—Me las quito, Chico, te juro que me las quito —le dijo.
—Yo quiero que las conserves —dijo Chico asintiendo muy serio—. Tienes que comprender una cosa, Magda —añadió—. Tú eres para los hombres un regalo del cielo, y no nos corresponde a nosotros cambiar lo que el cielo tuvo a bien darnos un día.
—Bueno, vale —dijo Magda.
Diez años después conoció a Frank Motoele, de treinta años. Salió de servicio a las seis de la mañana y, aunque le habría ido bien dormir en su cama, se fue a dormir con él.
—¿No querrá la señorita Magda tener un hijo conmigo? —preguntó Frank subiéndola hasta la almohada, para que ella pudiera mirarlo directamente a los ojos sin tener que doblar el cuello.
—Me encantaría —dijo Magda—. Pero prométeme que no me harás daño.
—Te lo prometo —dijo Frank Motoele—. Jamás te dejaré —añadió. Puesto que mi fuego es el más intenso del Norte todo, pensó.
Frank Motoele era huérfano, criado en un hospicio de Kenia. Conoció a sus padres veinticinco años atrás. Su padre, Gunnar, era carpintero, de Borlänge, que había encontrado trabajo en la construcción de un hotel, una promoción de Skanska en Kenia. Se fue con Ulla, su mujer, y se quedó allí dos años. Recogió a Frank en el orfanato una semana antes de volver a Suecia.
—Pero ¿qué hacemos con el papeleo? —preguntó Ulla—. ¿No tendríamos que arreglarlo todo antes de irnos?
—Ya lo arreglaremos —dijo el carpintero Gunnar Andersson. Se encogió de hombros y se llevó a Suecia a la mujer y al niño.
En el aeropuerto de Arlanda tuvieron que esperar veinticuatro horas, eso sí, pero al final se arreglaron las cosas y pudieron ir a Borlänge y llegar a casa.
—Eso blanco que hay ahí fuera es nieve —explicó Gunnar Andersson señalando por la ventanilla del coche que había alquilado—. Snow —aclaró.
—Snow —repitió Frank asintiendo. Como en las laderas del Kilimanjaro, pensó, porque eso se lo había contado ya la buena de la enfermera del orfanato. También le había enseñado fotografías para que le resultara más fácil reconocerla, aunque solo tenía cinco años. Como cristal blanco, y hay montones, pensó.
El mismo día que cumplió dieciocho años, Frank Andersson habló con su padre. Le explicó que quería recuperar su apellido. Cambiar Andersson por Motoele.
—Si a ti no te importa —le dijo Frank.
—Por mí, estupendo —dijo Gunnar—. El día que reniegues de tus orígenes, renegarás de ti mismo.
—O sea, que te parece bien —preguntó Frank. Por si acaso, pensó.
—Con tal de que nunca olvides que yo soy tu padre —dijo Gunnar.
—Tú has estado follando con Frank, ¿verdad? —constató Sandra Kovac al día siguiente, cuando estaban en las cocheras esperando a un huérfano de Nairobi que ya llegaba con un cuarto de hora de retraso al turno.
—Sí —dijo Magda asintiendo.
—Insuperable —dijo Sandra Kovac suspirando—. Pero tranquila —añadió—. Por una vez no pasa nada —dijo, puesto que era hija de Janko Kovac y, probablemente, no vivía en el mismo planeta que Magda Hernandez.
—Quiere tener hijos —dijo Magda.
—Yo creía que ibas a empezar con nosotros en la unidad de investigación —dijo la hija de Janko—. Al menos, eso dijo Linda cuando hablé con ella.
—Ya, bueno, él me ha dicho eso, de todos modos —dijo Magda.
—Pues si te lo ha dicho, seguro que es lo que quiere —dijo Sandra. Conmigo no quería tener ningún hijo, joder, pensó.
—Ya le he explicado que todo a su tiempo —dijo Magda.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—Como todos los románticos —dijo Magda sonriendo—. Que además son sexistas —añadió sonriendo más aún.
—Pues eso —dijo Sandra.