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Hacia las once de la noche, Farshad y su hermano Afsan dejaron la gran casa de Sollentuna donde vivían con sus padres, sus tres hermanas y su hermano menor, Nasir, de veinticinco años. Aunque ahora el pequeño estaba de viaje, al parecer. Llevaban una semana sin verle el pelo, y Toivonen ya empezaba a sospechar a qué podía deberse.

Los dos hermanos habían salido en el Lexus negro de Farshad, y mejor imposible, desde luego, puesto que ya estaba amañado y listo. Un poco antes, aquella misma tarde y sin más precauciones, Farshad lo había dejado en el aparcamiento de los grandes almacenes NK mientras, en compañía de Talib, cogía el ascensor y bajaba a la tienda de exquisiteces que había en la planta del sótano. Cinco minutos, lo justo para comprar algo apetitoso para su querida madre, nada extraño.

Al compañero de Linda Martinez le bastó un minuto para colocar en el coche un GPS, de modo que ahora, desde las pantallas de ordenador del vehículo camuflado, podían seguir tranquilamente a Alfa 1, una flecha electrónica de color rojo acompañada del número uno.

Afsan conducía, mientras que Farshad fue casi todo el trayecto hablando por teléfono. Estacionaron delante de un restaurante libanés situado en la calle Regeringsgatan, donde recogieron a Hassan Talib, que tampoco fue muy precavido. Antes de subir al asiento trasero del Lexus, abrió el maletero de un Mercedes plateado que había aparcado en la calle y sacó un teléfono móvil, que se guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Los motores de las cámaras del vehículo camuflado que perseguía al Lexus traqueteaban a toda máquina, registrando tanto lo que ocurría delante como lo que viniera detrás.

—¡Bingo! —exclamó Linda Martinez, pues acababan de localizar un tercer coche, hasta entonces desconocido. Cinco minutos después, cuando ella misma le colocó el GPS, se sintió feliz. Alfa 3, se dijo haciendo un garabato en el bloc digital.

Esto sí que es vida, donde se ponga el trabajo en la calle, que se quite la oficina, pensó Martinez. Aunque allí era, en realidad, donde le correspondía estar. Para qué coño me hicieron comisaria, pensó. Si su superior Lars Martin Johansson no se hubiera jubilado ya, lo habría mandado al cuerno, puesto que fue idea suya.

Los colegas del otro vehículo seguían de cerca al objetivo. Llegaron al Café Opera, en Kungsträdgården. Vieron que Afsan aparcaba en doble fila a veinte metros de la entrada. Vieron las amistosas palmaditas en la espalda que los tres intercambiaban con los vigilantes de la puerta, antes de entrar en el pub.

Vaya panda de ayatolás. Voy a colgar a esos jinetes de camellos de sus propios huevos, pensó Frank Motoele, de treinta años, mientras controlaba la cámara.

—A Frank no le gustan los musulmanes —explicó Sandra Kovac, de veintisiete años, a Magda Hernandez, de veinticinco, que tuvo que insistir en que le cedieran el asiento junto al conductor desde que se ganó la simpatía espontánea de Linda Martinez, y le concedieron el traslado inmediato de los radiopatrullas a la unidad de investigación—. Frank es un verdadero racistón —añadió Kovac dirigiéndose a Magda—. Un negro grandullón que odia a todos los demás, por eso tiene esa pinta de matón, por si no lo sabías.

—A ti no te odio, Magda —dijo Frank sonriendo—. Si te quitas esa camiseta roja que llevas, te demostraré lo mucho que me gustas.

—Además, sexista —dijo Kovac—. ¿No te lo había dicho? Y encima, la tiene enana. La más pequeña de toda África.

—Sandra, si te quedas en el coche y dejas de decir estupideces, nos encargamos Magda y yo —decidió Motoele, que no tenía por qué oír semejantes tonterías, puesto que la colega Kovac sabía perfectamente cuál era la verdad desde la última fiesta navideña que celebraron en el trabajo, hacía ya cerca de un año y medio.

Para Linda Martinez era impensable que un colega entrase en los pubs a los que solían acudir los famosos simplemente enseñando la placa a los vigilantes. Ella tenía otra forma de resolver ese problema, y Magda Hernandez no tuvo que recurrir a sus servicios, sino que le bastó con sonreír y pasar por delante de toda la cola con la camiseta roja y aquella minifalda.

A Frank Motoele, en cambio, sí le dieron el alto en la puerta, es decir, lo normal.

—Lo siento —dijo el vigilante meneando la cabeza—. A estas horas solo podemos dejar entrar a los socios. —Un metro noventa centímetros, cien kilos de músculos y una mirada que, por suerte, nunca había visto antes. Si es que las cosas iban como solían cuando él se limitaba a hacer su trabajo, pensó el vigilante. Daría un millón por los ojos de ese negro. Podría estar aquí en pijama y zapatillas y la peña me haría reverencias, se dijo.

—La lista de invitados —dijo Motoele señalando el papel que el otro vigilante tenía en la mano—. Motoele —dijo Frank Motoele. Seguro que nos vemos otra vez, cualquier día frío y asqueroso en que la lluvia ciegue las ventanas de la prisión de Kronoberg, pensó, ya que, a pesar de su físico, dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a escribir poesía.

—Luz verde —constató el otro vigilante tras una rápida ojeada a la lista.

—Ya me parecía a mí que me sonaba tu cara —dijo el primer vigilante, hizo un amago de sonrisa y se apartó para dejar paso.

—Por una vez no pasa nada —dijo Motoele y sonrió. Un buen día nos veremos tú y yo, pensó. Entretanto, me encontraré con otros que son como tú.

Joder, qué mal rollo da ese tío, pensó el vigilante mientras lo veía entrar en el local.

—¿Has visto cómo miraba el negro?

—Apuesto el cuello a que es de los que se comen cruda a su víctima —confirmó su compañero meneando la cabeza.

No les costó ningún trabajo encontrar a los hermanos Ibrahim y a su primo. La cabeza rapada del gigante Talib lucía como un faro en el local atestado de público.

—Vamos a separarnos —propuso Frank sonriendo, como si hubiera dicho otra cosa.

Magda Hernandez le devolvió la sonrisa. Ladeó la cabeza. Le mostró la punta de la lengua, para provocarlo.

A ti te comería yo cruda, pensó Motoele sin dejar de mirarla mientras se alejaba. ¿No querrá la señorita Magda tener un hijo conmigo?, pensó.

Magda volvió cinco minutos después. Además, se había puesto unas gafas de sol enormes, a pesar de lo oscuro que estaba el local.

—Hola, Frank —dijo Magda, y le acarició el brazo, puesto que todos los hombres que había por allí paseaban con avidez la mirada por su camiseta roja, su boca y su blanca sonrisa—. Creo que tenemos un problema —dijo Magda, le pasó la mano por la nuca y le susurró algo al oído.

—De acuerdo —dijo Frank—. Cámbiate por Sandra. Habla con Linda, a ver si pueden mandarnos a un buen fotógrafo.

—Vale, nos vemos luego, cariño —dijo Magda, se inclinó estirando unos tobillos finísimos y lo besó en la mejilla.