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Los señores Bäckström y GeGurra se vieron en el restaurante Operakällaren poco después de las ocho de la tarde; un maître de lo más complaciente los guió hasta el discreto rincón de la terraza donde tenían reservada la mesa. Les tomó nota, se inclinó por enésima vez y se marchó expeditivo. Tal y como dictaba la costumbre, GeGurra pagaría la cuenta.

—Un placer ver al señor comisario —dijo GeGurra, y levantó un generoso dry martini al tiempo que mordisqueaba una aceituna del platito.

—Yo también me alegro de verte —dijo Bäckström, correspondiendo con su vodka doble helado. Aunque cada día te pareces más a un maricón normal y corriente, pensó.

Luego pidieron la cena. Bäckström decidió por los dos y el mariquita de GeGurra terminó cediendo a sus deseos y optó por comer como las personas. Al menos, en lo principal.

—Yo quiero, para empezar, una tostada Skagen con salmón salado en un plato aparte, luego filete Rydberg con dos yemas. Cerveza y aguardiente en general y lo demás lo pediré luego.

—¿Qué licor quiere el señor director? —preguntó el maître inclinándose unos centímetros más mirando hacia la derecha.

—Cerveza checa, vodka ruso. ¿Tenéis Standard? —¿Cómo que director?, se preguntó.

—No, lo siento —se disculpó el maître—. Pero tenemos Stolichnaya. Cristal y Gold.

—Stalichnaya —lo corrigió Bäckström, a aquellas alturas, buen conocedor del ruso—. Entonces empezaré con Gold para el pescado, y luego quiero un Cristal para el filete —resolvió, como el experto que era.

—¿Tres o seis centilitros?

¿Me estará tomando el pelo?, pensó Bäckström. ¿Es que estamos en una cata?

—Ocho —dijo Bäckström—. En general.

Y ándate con cuidado.

GeGurra pidió lo mismo y felicitó a Bäckström por tan buena elección. Prescindió del salmón y de la yema extra, se limitó a tres centilitros para el entrante y tomó una copa de tinto con la carne.

—¿Tienen algún Cabernet Sauvignon aceptable del que no haya que pedir una botella?

Por supuesto que sí, según el maître. Tenían un estadounidense excelente, del 2003, Sonoma Valley, y noventa por ciento Cabernet.

—Mezclado con Petit verdot, que le da un toque chic al sabor.

Maricas, pensó Bäckström, ¿de dónde se sacarán todas esas chorradas? Tanto toque y tic y tac, y toquetéame el trasero.

Aunque, naturalmente, pasaron un rato agradable. GeGurra se esforzó de verdad. Le dio las gracias a Bäckström por las últimas aportaciones y por la forma tan modélica en que lo había ido informando sobre el desarrollo de la investigación que la policía había llevado a cabo todo el invierno para esclarecer la trama de tráfico de obras de arte. Naturalmente, los medio retrasados de sus colegas habían terminado por encallar otra vez, pero GeGurra no tuvo que figurar una sola vez en el material de la investigación previa.

La última prestación de Bäckström en objetos perdidos. Y puesto que él no tenía acceso a ese tipo de material, como en tantas otras ocasiones, entró en el ordenador de un colega que sufría una grave deficiencia mental, un técnico que llevaba trabajando media jornada desde que intentó envenenar a su mujer. Sacó copias en dos disquetes, uno para GeGurra y otro para sí mismo, por si acaso.

—No es nada —dijo Bäckström tímidamente.

—Y el nuevo método de pago funciona, ¿no? —preguntó GeGurra, sin que Bäckström entendiera por qué—. Mi buen amigo, ¿estás satisfecho con ese capítulo?

—Por completo —aseguró Bäckström, porque al margen de lo lamentable de sus inclinaciones, GeGurra era un mariquita generoso. A cada uno, lo suyo, se dijo.

—Por cierto, otra cosa, ya que tengo la suerte de poder preguntarte en persona —dijo GeGurra.

»He visto en la tele lo del robo espantoso del aeropuerto de Bromma —prosiguió—, en el que mataron a dos vigilantes. Parece que los ladrones no tuvieron piedad. Tienen que haber sido profesionales, ¿no? Por lo que he visto en televisión, casi parecía que hubiese intervenido un pelotón militar.

—Pues sí, no ha sido una mariconada cualquiera —afirmó Bäckström, que acababa de recordar alguna que otra intervención de Juha Valentin en los parques y callejones de Estocolmo.

—Estuve hablando con un buen amigo, propietario de una cantidad nada despreciable de comercios en el centro y cuyos empleados acuden al banco a diario para ingresar cantidades considerables de dinero. Está muy preocupado —dijo GeGurra.

—Es una locura —asintió Bäckström—, así que tiene motivos de sobra para estarlo.

—¿Y tú no podrías ayudarle? Supervisar sus horarios, darle algún que otro consejo. Estoy seguro de que te lo agradecería muchísimo.

—¿Es de los que saben tener la boca cerrada? —preguntó Bäckström—. Los trabajitos así son un tanto delicados, como comprenderás.

—Claro que sí, claro que sí —dijo GeGurra, y alzó la escuálida mano venosa para subrayar sus palabras—. Es un hombre de una discreción extraordinaria.

—Bueno, siempre puedes darle mi móvil —dijo Bäckström, que planeaba desde hacía tiempo renovar el fondo de armario cara al verano.

—También es muy generoso —añadió GeGurra, y brindó con su invitado.

De repente, para el postre, se sumó alguien más. Fiel a sus inclinaciones, GeGurra pidió bayas frescas, en tanto que Bäckström se dio por satisfecho con ingerir un coñac de los mejores. El tercer invitado era «una vieja amistad» de GeGurra que, como él, trabajaba en el sector artístico.

Vieja, lo que se dice vieja, no es, pensó Bäckström. Como máximo tendrá treinta y cinco, y menudas domingas tiene, menos mal que no está aquí el bailarín con polainas, se dijo.

Tras el saludo preliminar y el consabido beso en la mejilla entre viejos amigos, GeGurra pasó a las formalidades.

—Mi buen amigo Evert Bäckström —dijo GeGurra—, y esta es mi adorable amiga Tatiana Thorén. En otro tiempo esposa de uno de mis viejos contactos que, obviamente, no sabía lo que más le convenía —explicó.

A saber para qué quieren los de tu clase a una tía así, pensó Bäckström. Acto seguido, le dio un apretón de manos lo más viril posible y la oportunidad de probar su sonrisa a lo Clint Eastwood.

—¿A ti también te interesa el arte, Evert? —preguntó Tatiana Thorén en cuanto GeGurra retiró la silla para que ella colocara un trasero bien moldeado a la altura justa, de modo que Bäckström pudiera disfrutar del generoso escote desde un ángulo perfecto.

—Soy policía —respondió Bäckström asintiendo secamente.

—Policía, ¡por Dios, qué emocionante! —dijo Tatiana con los ojos oscuros abiertos de par en par—. ¿Y qué clase de policía eres?

—Investigador de asesinatos, delitos violentos, comisario —dijo Bäckström. En lo demás no me meto, y ya quisiera Clint, pensó.

Luego acompañaron a Tatiana mientras ella aplacaba un poco el hambre con una simple tostada de salmón y una copa de champán, y le dedicaba a Bäckström el noventa por ciento de su atención.

—¡Por Dios, qué emocionante! —repitió Tatiana, y dibujó una sonrisa con la boca encarnada y los dientes blanquísimos—. No conocía a ningún investigador en persona, solo los había visto en televisión.

Bäckström le ofreció la selección habitual de gestas policiales, extraídas de una vida de policía legendario, rica en experiencias. El supersalami ya había empezado a dar señales de vida, y una vez que hubo empezado, fue rápida la cosa.

Primero, GeGurra se disculpó en cuanto hubo pagado la cuenta. A su edad no podía uno permitirse trasnochar. Luego, Tatiana y Bäckström echaron un vistazo al pub del Café Opera, contiguo al restaurante, y se tomaron un par de copas preparatorias más. Aunque yo no las necesito, pensó Bäckström, porque el supersalami estaba ya totalmente despabilado. Suerte que no me veo aquí en pelotas, con una puta gorra de béisbol en la cabeza, pensó Bäckström, y se apoyó en la barra. Me sentiría como una efe, pensó, hinchó el pecho y metió la barriga.

—Uauuu, comisario —dijo Tatiana pasándole la mano por la pechera de la camisa—. Si no me engaño, esta no es una tableta de chocolate normal y corriente.

Tatiana vivía en el barrio de Östermalm, en un apartamento de dos habitaciones de la calle Jungfrugatan. Vaya, la chica tiene, además, sentido del humor, se dijo Bäckström, que había perdido los pantalones en el vestíbulo y se fue despojando del resto camino del dormitorio. Una te, eso parecía cuando la tumbó en la cama. Allí le dio un buen repaso, siguiendo la rutina de la primera patrulla en acudir al lugar del crimen. Bäckström gemía y jadeaba y Tatiana gritaba sin más. Luego cambiaron de postura para que ella pudiera subirse en el ascensor del salami, arriba y abajo, arriba y abajo, un kilómetro por lo menos, hasta que estuvieron listos otra vez.

Después, Bäckström se durmió y cuando se despabiló otra vez, ya estaba el sol en su cenit y brillaba en el cielo azul que se extendía sobre Jungfrugatan. Tatiana lo invitó a desayunar. Le dio su número de teléfono y le hizo prometer que volverían a verse en cuanto ella regresara de sus vacaciones en Grecia.