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El inspector Alm había pensado irse el viernes un poco antes del trabajo. De todos modos, dentro de unas horas ya sería fin de semana y tenía muchas cosas que hacer antes de poder disfrutarlo con su querida esposa y dos buenos amigos a los que habían invitado a cenar.

Tampoco era para tanto. El caso parecía desarrollarse al ritmo previsto y sin mayor intervención por su parte. Bien era verdad que la muerte inesperada de Akofeli había complicado las cosas, pero seguramente se arreglaría en cuanto tuviera tiempo de meditar en serio sobre el asunto. Por desgracia, sus esperanzas se vieron frustradas, y ni siquiera pudo ir al Systembolaget como le había prometido a su mujer, sino que tuvo que llamarla y discutir un rato antes de que ella se diera por vencida y consintiera en hacer todo aquello a lo que él se había comprometido.

Una hora después del almuerzo, cuando prácticamente había recogido, listo para la retirada, que tenía pensado hacer por la puerta trasera más adecuada que pudiera ofrecerle la comisaría, recibió una visita inesperada y cuando por fin llegó a casa, los invitados ya esperaban sentados en el comedor. Encontró a su mujer en la cocina, trajinando con platos y copas, que le lanzó una mirada cualquier cosa menos benévola.

—Hola, cariño —dijo Alm inclinándose para darle un beso. En la mejilla, al menos, pensó.

—Si el inspector es tan amable de atender a los invitados, yo me ocuparé de llevarles algo de beber —dijo la mujer apartando la cabeza.

—Claro, cariño —dijo Alm. Vaya día de mierda, se dijo.

—¿En qué puedo ayudarte, Seppo? —preguntó Alm amablemente dirigiéndose a Seppo Laurén y mirando el reloj sin querer. Más valdría encender la grabadora, pensó, y colocó el pequeño aparato en la mesa. El chico no tenía la cabeza buena, así que nunca se sabía—. ¿En qué puedo ayudarte, Seppo? —repitió Alm, y sonrió.

—El alquiler —respondió Seppo—. ¿Qué hago con el alquiler? —dijo, y le entregó a Alm un recibo.

—¿Qué es lo que haces siempre? —preguntó Alm con cordialidad, y observó el recibo. Algo más de cinco mil coronas, pensó. Desde luego, es pasarse un poco, por un piso de dos habitaciones, y en ese edificio.

—Mi madre —respondió Seppo—. Pero desde que se puso enferma, se lo daba a Kalle. Y como ahora lo han asesinado, ¿qué hago?

—Kalle Danielsson te ayudaba con el alquiler —dijo Alm—. Desde que tu madre se puso enferma —añadió. Tengo que localizar a alguien de los servicios sociales, pensó Alm, y echó otra ojeada al reloj.

—Sí, y también me daba dinero para comprar comida —dijo Seppo—. O sea, me lo daba Kalle. O sea, desde que mi madre se puso enferma.

—Kalle era buena persona y te ayudaba —dijo Alm. Debe de tener algún tipo de pensión de prejubilación o por enfermedad.

—Bueno —dijo Seppo, y se encogió de hombros—. Discutía con mi madre.

—¿Discutía con tu madre?

—Sí —dijo Seppo—. Primero le gritó, luego le dio un empujón. Ella se cayó por las escaleras y se dio un golpe en la cabeza. Contra la mesa de la cocina.

—Le dio un empujón —repitió Alm—. En vuestra casa. Y tu madre se dio un golpe en la cabeza, ¿no? —¿Qué me está diciendo el muchacho?, pensó.

—Sí —dijo Seppo.

—¿Y por qué lo hizo?

—Luego ella se puso enferma y se desmayó en el trabajo y la llevaron al hospital. Ambulancia —dijo Seppo, y asintió con expresión grave.

—¿Y tú qué hiciste? Cuando tu madre se peleó con Kalle.

—Le devolví el golpe —respondió Seppo—. Kárate. Luego le di una patada. Una patada de kárate. Y empezó a sangrar por la nariz. Me enfadé. Y eso que casi nunca me enfado.

—¿Qué hizo Kalle cuando le pegaste?

—Le ayudé a entrar en el ascensor —dijo Seppo—. Para que pudiera irse a su casa.

—¿Y dices que eso ocurrió un día antes de que tu madre se pusiera enferma y la llevaran al hospital?

—Sí.

—¿Qué pasó después, cuando tu madre ya estaba en el hospital?

—Me regaló un ordenador nuevo y un montón de juegos.

—¿Kalle?

—Sí. Y me pidió perdón. Nos dimos la mano y nos prometimos que nunca más nos pelearíamos. Me dijo que me ayudaría hasta que mi madre se pusiera bien y pudiera volver a casa.

—Y desde entonces, no has vuelto a pegarle, ¿verdad?

—Pues sí —respondió Seppo meneando la cabeza—. Le pegué otra vez.

—¿Y eso por qué? —preguntó Alm.

—Es que mi madre no ha vuelto —dijo Seppo—. Sigue en el hospital y no sale de allí. Y cuando voy a verla, no quiere hablar conmigo.

Pero ¿qué es esto?, pensó Alm. Tengo que ver a Ankan Carlsson ahora mismo, se dijo.