Mientras que sus peones corrían seguramente de un lado para otro como gallinas sin cabeza en Hasselstigen y en Rinkeby, Bäckström se dedicaba a tareas de raciocinio más elevadas con su única colaboradora digna de tal nombre, Nadja Högberg, doctora en física y matemáticas y, como él, buena conocedora y experta en vodka. Una contertulia de altura en un mundo en el que, por lo demás, siempre estaba uno rodeado de idiotas, y eso que era mujer, pensó Bäckström.
Cuando volvió a la comisaría después de una comida nutritiva y equilibrada, Nadja llamó a su puerta y le preguntó si podía entrar a comentar con él el contenido de la agenda de bolsillo de Danielsson. Llevaba el original en una bolsa de plástico de las que usaban para la recogida de pruebas, pero por si acaso, se había llevado una copia impresa por ordenador con todas las notas que había en la agenda, por orden cronológico.
—Sus notas son tan sucintas como crípticas —resumió Nadja—. Desde el uno de enero de este año hasta el catorce de mayo, o sea, diecinueve semanas y media en total, hizo ciento treinta y una anotaciones, una media inferior a una anotación diaria.
—Te escucho —dijo Bäckström; dejó los papeles que le había entregado encima de la mesa, cruzó las manos sobre el estómago y se retrepó en la silla. Esta tía tiene cabeza, pensó.
—La primera anotación la hizo el primer día del año, en Año Nuevo, el martes uno de enero, y dice así, cito: «Cena con los muchachos, Mario», y ahí termina la cita. Una cena muy temprana, parece, porque según la agenda, empezó a las dos de la tarde.
—No querrían correr ningún riesgo —dijo Bäckström burlón.
—Seguro que sí. Que les pudieron las ganas —aseguró Nadja—. La penúltima anotación es del día en que murió, el miércoles catorce de mayo. «A las catorce treinta, el Banco». Además, es la única vez en todos esos meses en que anota que va a ir al banco.
—Teniendo en cuenta los reintegros, no tenía por qué andar yendo al banco a diario.
—La anotación más frecuente —continuó Nadja— aparece treinta y siete veces en total. Por lo general, todos los miércoles y los domingos, de enero a mayo, escribe «Solvalla», o «Valla» o «Travet». Supongo que se refiere a lo mismo, que iba al hipódromo de Solvalla para apostar y que lo hacía prácticamente siempre que había carreras. La última anotación también es del día de su muerte. «Diecisiete cero, cero, Valla». O sea, que no había escrito nada relativo a los días, las semanas o los meses siguientes. Parece que planificaba a corto plazo.
—¿Ningún otro hipódromo, solo la pista de carreras de Solvalla?
Eso encaja con lo que ya sabemos, pensó Bäckström.
—Al menos, ninguna que haya anotado —dijo Nadja meneando la cabeza.
—No, ¿quién coño tiene ganas de ir a Jägersro para coleccionar boletos de carreras? —dijo Bäckström.
—Hay setenta y cuatro anotaciones de carácter diverso. Una visita al banco, la que he mencionado; dos, al médico, y cosas así; el resto es prácticamente solo los nombres de sus amigos. Rolle, Gurra, Jonte, Mario, Halvan, y así. Uno, dos o varios cada vez. Varias veces a la semana.
—Una vida social variadísima —se carcajeó Bäckström—. ¿Tenemos algo de interés?
—¿Tenemos algo de interés? —repitió.
—Creo que sí —dijo Nadja—. En total, son treinta anotaciones.
Ya se le ha puesto otra vez esa cara, pensó Bäckström. Esta rusa es tan fina como una cuchilla de afeitar, se dijo.
—Te escucho, como antes.
—Cinco aparecen al final de cada mes, los días no coinciden, pero es siempre en la última semana del mes, y siempre la misma anotación: «R, diez mil».
—¿Y tú cómo lo interpretas?
—Pues que Danielsson le da diez mil coronas todos los meses a alguien cuyo apellido o cuyo nombre empieza por erre.
—Una amante —dijo Bäckström, a quien, de repente, se le vinieron a la cabeza los condones y las pastillas de Viagra que encontraron en el apartamento. Aunque yo follo gratis, pensó con un gesto de orgullo, pese a que estaba lejos de ser verdad.
—Eso creo yo también —dijo Nadja sonriendo—. Y de ser así, creo que la erre es la inicial del nombre de pila.
—Pero no tienes ni idea de quién es —dijo Bäckström.
—Estoy en ello. Acabo de empezar —dijo Nadja, y sonrió otra vez.
—Muy bien —dijo Bäckström satisfecho. Así que tendré el nombre de la dama hoy mismo, pensó.
—Luego hay una anotación del miércoles cuatro de abril. «SL, veinte mil».
—SL —dijo Bäckström meneando la cabeza. Si ha comprado tarjetas de transporte de Stockholms Lokaltrafik por veinte mil coronas, debería haberle bastado también para sus compinches y para todos los vecinos.
—Alguien cuyas iniciales son SL cobró veinte mil el viernes ocho de febrero. También estoy investigándolo —dijo Nadja.
Está bien oír que hay alguien más que trabaja, pensó Bäckström, que llevaba catorce días abrumado por una carga de trabajo desproporcionada.
—Claro que lo interesante viene después —continuó Nadja—. Interesante de verdad, Bäckström, si quieres saber mi opinión.
¿Interesante de verdad?
Una vez por semana, más o menos, entre cuatro y seis veces al mes y veinticuatro veces en total, aparecían tres iniciales: «HT», «AFS» y «FI», siempre con letras mayúsculas. Aparecían más o menos con la misma frecuencia y siempre seguidas de una cifra, «HT 5», «AFS 20», «FI 50». En una ocasión, FI iba seguido del número 100 y de una U mayúscula entre signos de exclamación: «¡FI 100 U!».
—¿Qué crees que significa? —preguntó Bäckström y, por si acaso, se puso a leer todos los papeles que le había dado su colega mientras se rascaba la bola que tenía por cabeza con la mano derecha.
—Yo creo que HT, AFS y FI son iniciales de nombres —dijo Nadja—. Y las cifras cinco, diez, veinte, cincuenta y cien diría que son cantidades de dinero que Danielsson abonó. Es decir, una especie de código bastante simple.
—Vaya, pues sí que le salió barato al bueno de Danielsson —sonrió Bäckström. De una moneda de cinco, o un billete de veinte o de cincuenta puedo prescindir hasta yo, pensó. Incluso de uno de cien, siempre y cuando no se convirtiera en una costumbre, claro. Pero tampoco parecía que lo fuese. Solo ocurrió una vez.
—Qué va, no creo —objetó Nadja meneando la cabeza—. Yo creo que son múltiplos —dijo.
—Múltiplos —repitió Bäckström—. ¿Nasdrovia? ¿Niet? ¿Da? ¿Qué coño está diciendo?, pensó.
—Que FI, que recibe cincuenta, cobra diez veces más que HT, que cobra cinco. Salvo la vez que cobra cien, o sea, veinte veces más.
—Exacto —dijo Bäckström—. Naturalmente. Y el pájaro este, AFS, que recibe veinte cada vez, cobra cuatro veces más que el tal HT, pero la mitad de lo que cobra FI…
—El cuarenta por ciento, salvo la vez que FI cobró cien —lo corrigió Nadja.
—Eso, eso, es lo que iba a decir. Pero ¿y lo de «Bea»? Lo pone después de cada pago —dijo Bäckström señalando la lista—. Por ejemplo «FI 50, Bea», o «HT 5, Bea». ¿Qué crees que significa?
—Diría que es una abreviatura de «abonar algo a alguien» —aventuró Nadja—. Danielsson las usa muchas veces. Por ejemplo, «bea» significa «bonificación abonada», y «bt», bonificación en trámite.
—Ajá…, ya veo… —dijo Bäckström, se pasó la mano por la barbilla y se esforzó por parecer más sagaz de lo que se sentía—. ¿De cuánta pasta estamos hablando?
»O sea, ¿de qué pasta hablamos? —repitió por si acaso, teniendo en cuenta los cálculos matemáticos tan complejos que tenían entre manos.
—Bueno, comprenderás que todo son especulaciones —advirtió Nadja.
—Te escucho —dijo Bäckström, dejó los papeles y se retrepó en la silla. Aprovecha, Nadja, se dijo. Ahora que estás hablando con la única persona de toda la Policía que tiene cabeza suficiente para comprender lo que dices.
—Si suponemos que Danielsson sacó dos millones de coronas el día que lo asesinaron, y consideramos que eso fue casi seis meses después de que fuese al banco a hacer una visita a la caja fuerte la vez anterior, y que esa vez sacó la misma cantidad, creo que ha estado pagando todos los meses unas diecisiete mil coronas a HT, cerca de setenta mil a AFS y casi ciento setenta mil a FI.
»O sea, en total, unas doscientas cincuenta mil al mes —continuó Nadja—. En seis meses, un millón y medio. Si tenemos en cuenta los demás gastos que seguramente le generaría el negocio, más las ciento setenta mil que FI cobró esta vez, o sea, el múltiplo cien U entre exclamaciones, nos da más o menos dos millones. En un número redondeado —concluyó Nadja con ese uso tan suyo de la lengua que formaba parte de su personalidad.
—Entiendo el razonamiento a la perfección —dijo Bäckström que, al menos, había captado lo esencial. Si yo fuera uno de los analistas del grupo de inteligencia criminal, me olvidaría del puesto en cuanto conociera a Nadja, se dijo.
—¿Y qué hacemos con esto? —preguntó Bäckström. Después de todo, el jefe aquí soy yo, pensó.
—Estaba pensando cotejarlo con la información del grupo de inteligencia criminal —dijo Nadja—. Para ver si en alguna de las secciones hay algo de interés.
—Me parece bien —dijo Bäckström asintiendo amable. Aunque a saber qué iban a poder aportar esos medio retrasados en un nivel como este, pensó.
»Todo sea que, al final y en el peor de los casos, tengamos que arreglárnoslas solos —añadió.
Treinta minutos después, el comisario Toivonen entraba como una exhalación en el despacho de Bäckström. Tenía la cara encendida de ira y blandía en el aire unos papeles con la información más reciente del grupo de inteligencia criminal, que acababa de imprimir desde su programa de correo electrónico.
—¿Qué coño crees que estás haciendo, Bäckström? —gruñó Toivonen.
—De maravilla —dijo Bäckström—. Gracias por preguntar. Y tú, ¿cómo te encuentras? Zorro hijo de puta, pensó.
—HT, AFS y FI —dijo Toivonen sin dejar de agitar los documentos—. ¿Qué coño estás haciendo, Bäckström?
—¿Por qué será que me parece que tú mismo puedes decírmelo? —dijo Bäckström con una amable sonrisa. Corrígeme si me equivoco, borrachín finlandés, pensó.
—HT, de Hassan Talib; AFS, de Afsan Ibrahim; FI, de Farshad Ibrahim —dijo Toivonen clavándole la mirada.
—No me suenan de nada —dijo Bäckström meneando la cabeza—. ¿Quiénes son esos fulanos?
—O sea, que no has oído nunca esos nombres —dijo Toivonen—. Incluso en objetos perdidos, donde has estado trabajando los últimos años, deberían conocerlos. Los chicos de los aparcamientos seguro que saben quiénes son, pero tú no, ¿verdad?
—Si lo supiera no tendría que haberlos cotejado con la información del grupo de inteligencia criminal —dijo Bäckström. ¿Es que eres tonto o qué? Bueno, es lo que se llama una pregunta retórica, y chúpate esa, palurdo finlandés, pensó Bäckström con una amplia sonrisa.
—Más vale que te andes con mucho cuidado, Bäckström —dijo Toivonen.
Y se marchó de allí.