Mientras la mayoría de sus colegas iban indagando de puerta en puerta, el inspector Alm estuvo en su despacho cavilando sobre todas aquellas viejas panteras que, a pesar de la edad que tenían, habían surgido de pronto en una investigación de asesinato. Cavilaba mucho y, por si acaso, a puerta cerrada.
En contra de su costumbre, había cogido incluso papel y lápiz y había empezado a garabatear una serie de hipótesis sobre el curso de los acontecimientos, todas las cuales tenían en común que los viejos amigos de la infancia de Danielsson figuraban en ellas como asesinos. Uno, dos o varios de ellos. Y lo hizo a pesar de que odiaba con toda el alma las invenciones de los últimos tiempos sobre perfiles y análisis de delitos.
El resultado de los interrogatorios a Söderman y a Grimaldi era altamente insatisfactorio. El primero se había negado sin más a responder a sus preguntas; y el segundo ni siquiera se acordaba de lo que había estado haciendo el día de autos. A causa de una enfermedad que, para colmo de males, nadie podía controlar. O al menos, que Alm no podía controlar.
Estuvo hablando con uno de sus colegas de más edad que conocía a Grimaldi y que respondió con una sonrisa maliciosa y un guiño:
—Lo vi hará un par de semanas, cuando mi mujer y yo fuimos a comer a una pizzería de Frösunda de la que es propietario, según dice todo el mundo, a pesar de que no figura como tal en ningún documento. Y desde luego, no parece que le falle la vista.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alm.
—Pues que estaba allí haciendo manitas con una dama rubia y no exagero si te digo que Grimaldi le doblaba la edad.
«Los que construimos Suecia», pensó Alm. ¿No era así como se hacían llamar los tipos que enviaban amenazas de bomba al gobierno? Si podían hacer eso, también podían cargarse a un viejo amigo, digan lo que digan al respecto las estadísticas, se dijo.
Lo que complicaba la ecuación era el asesinato de Akofeli, por eso necesitaba papel y lápiz.
Alguno de los amigos de infancia de Danielsson lo liquida. Se lleva el maletín con todo el dinero. Ahí no podían descartar ni siquiera a Rolle Stålhammar, con aquella coartada tan floja, que dependía al cien por cien de un testigo que lo detestaba y que, seguramente, habría apostado el cuello por lo contrario si hubiera sabido la verdad de la situación. Y todo por librarse de un vecino molesto.
Tampoco podían descartar que se tratara de la colaboración de dos o tres asesinos. Que Kalle Danielsson funcionara como banquero ilegal de Grimaldi, por ejemplo. Que no le hubiese pagado lo que le debía. Que Grimaldi y su compinche Halvan Söderman le hicieran una visita, lo mataran y se olvidaran del maletín del dinero. Luego caen en la cuenta, vuelven, descubren que Akofeli se ha llevado el maletín, van a su casa, lo matan y tiran el cadáver al Ulvsundasjön.
¿Te estás quedando conmigo?, pensó Alm. Se estaba preguntando a sí mismo. A continuación trazó una gruesa línea negra sobre la última hipótesis.
Akofeli mata a Danielsson y se lleva el maletín con todo el dinero. Los amigos de Danielsson lo descubren, van a casa de Akofeli, lo asesinan, cogen el dinero y se deshacen del cadáver.
Pero ¿por qué?, pensó. ¿Por qué iba a matar Akofeli a Danielsson? ¿Y cómo narices se les ocurrió a sus amigos pensar que había sido el repartidor de periódicos?
Todo es cada vez más misterioso, pensó Alm; exhaló un hondo suspiro y plantó otro tachón en el papel.
Después, se fue a casa, con su querida esposa. Comió chuletas de cordero a la plancha con mantequilla con ajo, ensalada y patatas asadas. Y puesto que casi era fin de semana, o por lo menos, ya era jueves, lo celebraron compartiendo una botella de vino.