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A lo largo de su historia, la policía local de Tensta y Rinkeby había invertido el grueso de sus recursos en propiciar una buena relación con los habitantes de la zona, el noventa por ciento de los cuales eran inmigrantes de todos los lugares maltratados del mundo. La mayoría de aquellas personas eran refugiados de países donde no se les permitía pensar y ni siquiera vivir. No había sido fácil, y el hecho de que el noventa por ciento de los efectivos de la policía local fuesen suecos normales y corrientes tampoco ayudaba. Suecos desde hacía generaciones o, en todo caso, inmigrantes de segunda o tercera generación, bien integrados en la sociedad sueca y arraigados en el humus de país.

La lucha contra la criminalidad se había ido postergando y el trabajo policial que implicaba había quedado sin hacer. En aquella zona se trataba de construir puentes entre las personas, crear relaciones de confianza. O de lo más básico, como poder comunicarse.

—Esto lo arreglamos nosotros —le dijo el jefe de la policía local a Annika Carlsson, mientras discutían el modo de proceder—. Podemos hablar con ellos con total normalidad.

Luego, él y sus colegas estuvieron dos días hablando con los vecinos de Akofeli. En total, un centenar de personas. Colgaron carteles con su foto a lo largo de todo el camino desde su casa, en la calle Fornbyvägen, hasta la estación de metro más próxima, en los portales, en las fachadas, en farolas y tablones de anuncios de las inmediaciones. Incluso montaron una comisaría portátil en las plazas de Rinkeby y de Tensta, con la foto de la víctima Septimus Akofeli como si fuera la superoferta de la semana.

Nadie había visto nada, nadie había oído nada. Las pocas personas con las que hablaron negaron sin más. Lo cierto es que la mayor parte de ellas no los entendían.

La ronda por el vecindario de Hasselstigen 1 fue algo mejor, relativamente, al menos. Pettersson y Stigson, dirigidos por Annika Carlsson y con el refuerzo de un par de colegas de seguridad ciudadana de Solna, hablaron con todos los vecinos del bloque. Salvo dos excepciones, nadie conocía a Akofeli. Ninguno había visto ni oído nada. Muchos hicieron preguntas, muchos se quedaron preocupados. ¿Podían sentirse seguros viviendo en el bloque?

Una de las excepciones era la viuda Stina Holmberg, de setenta y ocho años.

Stina Holmberg se despertaba muy temprano. Estaba convencida de que se debía a la edad. Cuanto más avanzada, menos horas de sueño necesitaba. Cuanto más cerca de la muerte, más había que aprovechar el tiempo de vigilia. La señora Holmberg había visto ir y venir a Akofeli en más de una ocasión aquel año. De cinco y media a seis de la mañana. A menos, claro está, que no hubiese ocurrido nada extraordinario, como el caos provocado por una nevada o una interrupción en el servicio del metro.

Una vez, incluso estuvo hablando con él. Fue al día siguiente de que asesinaran a su vecino.

—Y fue porque todavía no había empezado a recibir mi ejemplar del Svenska Dagbladet —explicó la señora Holmberg.

La semana anterior, había cambiado el Dagens Nyheter por el Svenska Dagbladet, y le habían prometido que empezaría a recibir el nuevo periódico a partir del lunes de la semana siguiente. A pesar de todo, siguió recibiendo el Dagens Nyheter los cuatro primeros días. El viernes se levantó temprano para esperar al repartidor y hablar con él directamente. Claro que intentó llamar al departamento de suscripción, tanto del DN como del SvD, pero dado que no tenía teléfono de teclas, no pudo seguir las instrucciones de la grabación y terminó por rendirse.

Akofeli parecía estresado, pero le prometió que trataría de ayudarle. Le dijo que hablaría con ellos personalmente. Luego, le entregó un ejemplar del Svenska Dagbladet que tenía «de reserva», sin entrar en detalles de por qué lo tenía desde hacía veinticuatro horas.

—Y la verdad es que ya se ha resuelto el problema —constató la señora Holmberg.

Claro que el fin de semana no recibió el periódico, ni uno ni otro, pero desde hacía unos días, funcionaba todo perfectamente. La única observación que tenía que hacer era, en todo caso, que el nuevo repartidor solía llegar media hora más tarde que aquel con el que ella estuvo hablando.

—Parecía tan agradable… —dijo la señora Holmberg meneando la cabeza—. Me refiero al chico de color. Un poco estresado, ya digo, claro que, ¿quién no lo estaría, con ese trabajo? Pero amable y solícito. O sea, que no me lo imagino haciéndole ningún daño a Danielsson —añadió.

—¿Por qué cree que le hizo daño? —preguntó Stigson. No sabe que han asesinado a Akofeli, pensó.

—¿Por qué si no iba a buscarlo la policía? Hasta un niño lo entiende —dijo la señora Holmberg en tono amable, y le dio una palmadita en el brazo.

La otra excepción era Seppo Laurén, de veintinueve años.

—Es el que reparte el periódico. Es del Hammarby —dijo Seppo, y le devolvió al foto al ayudante de policía Stigson.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Stigson. Pobre infeliz, pensó. Totalmente ido, aunque parece normal.

—Yo llevaba mi camiseta del AIK —explicó Seppo.

—¿Llevabas la camiseta del AIK?

—Sí, estaba con un juego del ordenador. Un juego de fútbol. Así que me puse la camiseta del AIK.

—¿Y cómo es que te encontraste al repartidor? —preguntó Stigson.

—Porque bajé a la gasolinera a comprar algo de comer. Tienen abierto las veinticuatro horas.

—Y entonces te lo encontraste.

—Sí, aunque yo no tengo suscripción. No leo el periódico.

—¿Te lo cruzaste en el edificio?

—Sí —respondió Seppo asintiendo—. El vecino sí recibe el periódico.

—¿Y cómo sabes que él era del Hammarby? —dijo Stigson.

—Me preguntó que si yo era del AIK. Supongo que al ver la camiseta que llevaba.

—Y entonces le dijiste que sí, que eras del AIK.

—Yo le pregunté cuál era su equipo.

—¿Y qué te dijo?

—Que el Hammarby —respondió Seppo, mirando a Stigson con expresión de sorpresa—. Ya te lo he dicho. El Hammarby.

—¿Fue la única vez que hablaste con él?

—Sí.

—¿Recuerdas cuándo fue?

—No —dijo Seppo meneando la cabeza—. Pero no había nieve, desde luego. O sea, no era invierno.

—¿Estás seguro?

—Claro, si no, habría llevado algo de abrigo. No se puede salir sin abrigo en invierno, ¿verdad?

—No, desde luego, eso no puede ser —dijo Stigson.

—Claro, porque si lo haces, te resfrías —afirmó Seppo.

—Y no lo recuerdas con más exactitud, ¿verdad? Me refiero a cuándo hablaste con él.

—Debió de ser no hace mucho, porque mi madre está ingresada en el hospital. Cuando está en casa, no me deja jugar al ordenador hasta tan tarde. Y además, siempre hay comida en casa.

—Comprendo —dijo Stigson—. ¿Y qué te pareció? Me refiero al repartidor.

—Era amable —dijo Seppo.

La señora Andersson fue la última vecina con la que hablaron. Antes de llamar a la puerta, Annika Carlsson ya había puesto a Stigson sobre aviso y Felicia Pettersson le dijo sin tapujos que, esta vez, ella haría las preguntas.

La señora Andersson no reconocía a Akofeli. No lo había visto nunca, lo cual no era de extrañar, puesto que se levantaba muy tarde por las mañanas.

—Lo más temprano, a las ocho —dijo Britt-Marie Andersson con una sonrisa—. Entonces me tomo un café mientras leo el periódico tranquilamente, y luego Puttegubben y yo salimos a dar un paseo.

»Pero lo que ha ocurrido es terrible —añadió—. A saber lo que está pasando, ni si es seguro seguir viviendo aquí.

Que su vecino Karl Danielsson hubiese tenido «contacto» con el repartidor Akofeli era algo que «descartaba por completo».

—No es que yo conociera bien a Danielsson, desde luego, no es eso, lo poco que nos vimos me bastó y me sobró, y que hubiera tenido algún tipo de contacto con el joven al que, según parece, también han asesinado, es algo que descarto por completo.

—¿Por qué está tan convencida, señora Andersson? —preguntó Felicia Pettersson.

—Pues porque Danielsson era racista —dijo la señora Andersson—. No había que conocerlo mucho para saberlo.

Nada más que añadir, y esta vez no se llevó ningún abrazo. Felicia Pettersson dirigió a su colega Stigson una mirada de advertencia cuando la testigo le dio la mano y se inclinó levemente con una amplia sonrisa, sacando el pecho.

—Bueno, pues muchísimas gracias por la ayuda, señora Andersson —dijo Stigson estrechándole la mano—. Gracias otra vez.

Buen chico, pensó Felicia cuando se fueron.