Mientras Toivonen hablaba en confianza con Dojan, Bäckström celebró una reunión extraordinaria con la unidad de investigación, con motivo del asesinato de Septimus Akofeli.
Como de costumbre, empezó Niemi. Él había ido con el cadáver al laboratorio del forense, mientras que Chico Hernandez volvió al apartamento de Akofeli con otro colega, para una nueva inspección técnica. Pero ahora estaban los dos allí.
—Lo han estrangulado —dijo Niemi—. Esa es la única causa de la muerte. Por lo demás, no tiene lesiones en el cuerpo. Está desnudo. Estrangulado con una cuerda que le ataron al cuello, donde se aprecia la marca del nudo. En mi opinión, estaba consciente y lo sorprendieron despierto cuando ocurrió.
—¿Por qué crees que fue así? —preguntó Annika Carlsson.
—Tiene en las yemas de los dedos las marcas típicas de quien ha intentado tirar de una cuerda. Entre otras cosas, se partió dos uñas, a pesar de que las tiene muy cortas.
—¿Qué clase de cuerda crees que es? —dijo Bäckström.
—La cuerda que, por cierto, no hemos encontrado es más bien fina. Puede ser cualquier cosa, desde cuerda basta, hasta una de tender la ropa o incluso un cable eléctrico o un cordel de las persianas. Yo creo que fue con un cable fino.
—¿Por qué? —preguntó Annika Carlsson.
—Porque es lo mejor —respondió Niemi con media sonrisa—. Más fácil a la hora de tirar. Lo enrollas al cuello y lo tensas, se queda fijo y ya está.
—Quieres decir que lo hizo un profesional, ¿no? —dijo Alm.
—No sé —dijo Niemi, encogiéndose de hombros—. Al mismo tiempo, me cuesta creerlo. ¿Cuántos profesionales de estrangulamiento tenemos en el país? Todos los soldados de la brigada de cazadores, los colegas de la Unidad Nacional de Operaciones, y los yugoslavos que anduvieron trajinando en los Balcanes. Al menos, eso dicen ellos, aunque aquí parece que consiguen tener las manos quietas.
»El asesino tiene una fuerza física considerable. Y es más alto que Akofeli, eso sí puedo adelantarlo —dijo Niemi.
—Como el que estranguló a Danielsson —constató Bäckström.
—Sí, yo también lo había pensado —dijo Niemi.
—¿Qué sabemos del día y la hora? —preguntó Bäckström.
—Seguramente, el mismo día que desapareció —dijo Niemi—. O sea, el viernes dieciséis de mayo, por la mañana, por la tarde o por la noche.
—¿Y por qué crees que fue el mismo día? —preguntó Bäckström.
—No es que haya indicios en el cadáver, pero últimamente suele ser así. Cuando dejan de utilizar el móvil, no acuden al trabajo, no utilizan las tarjetas bancarias…, cuando interrumpen sus hábitos diarios, es porque ha ocurrido algo. Así es casi siempre —dijo Niemi, y asintió con vehemencia.
El tonto del finlandés no anda tan perdido, pensó Bäckström, que utilizaba la misma regla desde hacía treinta años.
—El cuerpo se encuentra en buen estado —continuó Niemi—. Estrangulado, desnudo, flexionado, embalado en plástico negro sujeto con cinta adhesiva plateada normal y corriente, lo metieron en el carrito de los periódicos. El plástico procede de tres bolsas negras distintas, ya sabéis, bolsas de basura normales. La cinta adhesiva es la normal, no llega a cinco centímetros de ancho. Yo creo que todo ocurrió muy rápido, antes de que aparecieran síntomas de rigidez. En el carrito había, además, un contrapeso. Cuatro discos de cinco kilos cada uno, unidos con la misma cinta adhesiva. Puesto que Akofeli pesaba unos cincuenta kilos, más veinte de los discos y diez del carrito (el peso exacto lo tendremos cuando se haya secado), estamos hablando de un paquete de alrededor de ochenta kilos.
—Un coche —dijo Alm—. Del lugar del crimen al lugar del hallazgo llevaron el cuerpo en coche.
—Sí, es lo más verosímil —afirmó Niemi—. Hace unos días leí un artículo de fondo en la revista Kriminalteknisk que trataba sobre los asesinos que sueltan a la víctima en algún sitio. Es inusual que carguen con un cadáver o que lo arrastren más de setenta y cinco metros.
—¿Y si usan un cochecito o un carrito? —dijo Bäckström.
—Cien o doscientos metros, como máximo —dijo Niemi—. Lo habitual cuando las distancias son mayores es que utilicen un vehículo para transportar cadáver y carrito.
—¿Y el lugar del crimen? —preguntó Bäckström.
—Te refieres a Fornbyvägen 17, el apartamento de Akofeli —dijo Niemi intercambiando una mirada con Hernandez.
—Hemos vuelto allí esta mañana —intervino Hernandez—. Tampoco esta vez encontramos nada, pero teniendo en cuenta cómo lo han matado, lo más seguro es que sea el lugar del crimen, pese a que no hay rastros. Además, existen otras circunstancias que apoyan esa hipótesis.
—Ajá, ¿cuáles? —dijo Alm.
—El carrito de los periódicos que, con total seguridad, pertenecía a la víctima, y los discos que utilizaron como contrapeso. Estamos casi seguros de que eran suyos. Tenía en su casa un banco de gimnasia, una barra para hacer pesas y un par de mancuernas. Pero muy pocos discos para la barra.
Bäckström asintió.
—No me digas.
—Aunque la barra sí está en el apartamento —explicó Hernandez.
—La distancia —dijo Bäckström.
—Entre el apartamento de la víctima y el lugar del hallazgo hay más de diez kilómetros, y el trayecto se puede recorrer en coche prácticamente entero, hasta la pared de roca que entra en el agua, la que está en la cima de la colina. Hay treinta metros desde el camino de grava hasta el agua. Una diferencia de nivel de trece metros.
—Pero allí no se puede acceder en coche —dijo Annika Carlsson.
—A menos que seas policía o que trabajes en la oficina de urbanismo o en la administración de parques, o que seas un operario y tengas algún trabajo que hacer allí. Si vienes del sudeste, es decir, desde el lado que da a Kungsholmen, puedes llegar en coche prácticamente al lugar del hallazgo. Solo queda un paseo de cien metros. Cuesta arriba, sí, pero… —Hernandez se encogió de hombros con una expresión elocuente.
—¿Habéis encontrado huellas de coches? Quiero decir más allá del lugar del hallazgo —preguntó Annika Carlsson.
—Montones —aseguró Chico, y sonrió—. Así que no hemos podido sacarle partido a ninguna.
—Chico —dijo Bäckström—. Cuéntale a un viejo lobo como yo cómo crees tú que ocurrieron los hechos.
Ahí tienes, chúpate esa, rey del tango, pensó Bäckström, que ya se había ganado un gesto complaciente de Annika Carlsson.
A Hernandez le costó un poco ocultar la sorpresa.
—O sea, quieres que os diga cómo creo yo que pasó, ¿no? —preguntó.
—Sí —dijo Bäckström, y sonrió alentador. Tan tonto como todos los de su clase, siempre tienen que preguntar dos veces, pensó.
—De acuerdo —dijo Hernandez—. Pero conste que esto es lo que yo creo. En lo que a la introducción se refiere, estoy totalmente de acuerdo con Peter. Sorprenden a la víctima, lo estrangulan por la espalda, lo desnudan, lo doblan por la mitad; es delgado y flexible, y cuando estaba vivo, seguro que podía hacer flexiones con las piernas estiradas y las manos en el suelo. Una vez flexionado el cuerpo, el asesino lo inmoviliza rodeándole los tobillos, el tronco, los hombros y hacia abajo otra vez, hasta llegar al punto inicial, o sea, los tobillos.
»Luego lo empaqueta en unas bolsas de plástico que ha cortado, y sella el paquete con la misma cinta adhesiva. Después lo mete en el carrito de los periódicos. Es una bolsa alta con dos ruedas y dos asas que se sujetan con una hebilla metálica rectangular. En la parte delantera hay un bolsillo grande de lona, es decir, un tipo de tela algo más gruesa e impermeable, como la de las fundas para barcos. La bolsa tiene un dobladillo por el que van unas cuerdas, y puedes tirar o aflojar para abrir o cerrar la abertura, que se cierra con una tapa del mismo material impermeable, que también se cierra con una hebilla.
—¿Y cuánto tardas en hacer eso? —preguntó Bäckström—. Todo, desde el estrangulamiento hasta que cierras el saco con él dentro.
—Si eres lo bastante fuerte y mañoso, y si tienes a mano lo que necesitas, media hora, como máximo —dijo Chico—. Entre dos o más personas, un cuarto de hora.
—¿Crees que pudieron ser varios asesinos? —preguntó Alm.
—Bueno, no podemos descartarlo —dijo Hernandez, encogiéndose de hombros—. Uno puede de sobra, con dos va el doble de rápido. Si hay varios, seguro que se estorban, pero también puede ser.
Lo cual comprende cualquiera, menos un cabeza de alcornoque, pensó Bäckström mirando a Alm con malos ojos.
—¿Y luego? —preguntó.
—Primero lo sacan del edificio en el carrito. Seguramente, cogieron el ascensor hasta la planta baja. Hasta la calle y el lugar donde se puede aparcar el coche no hay más de diez metros. Al maletero con el carrito y a correr. En total, una hora, pero puesto que ese tipo de traslados se efectúan siempre de noche, y a Akofeli lo mataron probablemente por la mañana, —entonces deja de dar señales de vida—, esperarían a que se hiciera de noche antes de arrojarlo al agua. Lo mataron, lo empaquetaron, prepararon el transporte. O bien ya tenían el carrito en el coche, salieron y esperaron a que cayera la noche, o bien volvieron aquella misma noche para recogerlo. No creo que quisieran dejarlo en el apartamento más tiempo del necesario.
—¿Cuándo lo soltaron en Ulvsundasjön? ¿La misma noche?
Bäckström miraba con curiosidad a Hernandez, que meneó la cabeza, y luego a Niemi, que se limitó a hacer lo mismo.
—No es fácil saberlo —respondió Niemi—. El cadáver está tan bien embalado que es imposible decirlo. Puede que fuera el mismo viernes, pero también pudo ocurrir mucho después. Por cierto, tenemos allí a los submarinistas rastreando el fondo desde esta mañana. No han encontrado nada.
—¿Algo más? —preguntó Bäckström.
—Por ahora, no —respondió Niemi, y negó con la cabeza—. Avisaremos cuando encontremos algo. O cuando no lo encontremos —añadió con una sonrisita.
—De acuerdo —dijo Bäckström, que se moría por un café con galletas—. Pues volvemos a hacer el sondeo por el vecindario y, esta vez, Akofeli es el primero de la lista. La casa de Hasselstigen 1 y el domicilio de Akofeli en Fornbyvägen. Todo lo relacionado con Akofeli y la posible conexión con Danielsson, y todo lo que pueda ser de interés. ¿Tenemos bastante personal?
—La policía local de Tensta ha prometido ayudarnos con Fornbyvägen —dijo Annika Carlsson—. Es su zona y tienen buena relación con los vecinos. De Hasselstigen parece que tendremos que ocuparnos solos. Pensaba encargarme yo.
—Bien —dijo Bäckström.
Luego le pidió a Stigson que esperase un momento y, en cuanto se quedaron solos, le dio una palmadita en el brazo y aplicó otro número dos de los suyos, el mismo que la colega Carlsson había estado buscando aquella noche.
—Oye, Edipo —dijo Bäckström—. Esta vez te ahorras el abrazo, ¿eh?
—¿Te refieres a la de…? —empezó a decir Stigson ahuecando las manos a la altura del pecho.
—La de los melones —confirmó Bäckström.
—Ya, he estado hablando del tema con Ankan —dijo Stigson, a cuyas mejillas ya asomaba el color.
—Excelente —dijo Bäckström—. Por cierto, ¿se parece mucho a tu madre?
—¿Quién? ¿Ankan?
—La testigo Andersson —dijo Bäckström—. Ya sabes, la de los melones gigantes.
—Ni en el blanco de los ojos —dijo Stigson—. De hecho, mi madre es delgadísima.
Típico, pensó Bäckström. El más claro de todos los indicios. La negación. La negación total.