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El jueves por la mañana, ocho días después del asesinato de Karl Danielsson, Lars «Dojan» Dolmander le dio un toque a su confesor, el comisario Toivonen.

Dojan se presentó en la comisaría. Se negaba a ver a ninguna otra persona, solo hablaría con «mi antiguo colega Toivonen». Tenía varios soplos interesantes sobre el robo de Bromma, y Toivonen era el único policía de todo el Cuerpo en el que confiaba.

Los diez últimos años de drogadicto en declive imparable, Dojan se había ido apañando como informante de la policía. No había un solo delincuente en todo el distrito policial de Västerort del que Dojan no se hubiese chivado más de una vez y, dadas las circunstancias, era una suerte, aunque relativa, que hubiese optado desde el principio por hacer negocios únicamente con Toivonen.

En la actualidad, su estado era tan lamentable que no podía vivir de lo que robaba. La paga de la prejubilación se esfumaba por lo general al día siguiente del cobro, y si quería sobrevivir, y dado que no podía venderse a sí mismo, tenía que vender a otros. Nuevos soplos siempre muy interesantes, y puesto que algunos sí lo habían sido tanto como aseguraba Dojan, seguía conservando la confianza de Toivonen.

—Tienes buen aspecto, Dojan —dijo Toivonen. Con todo el cuerpo tatuado como un tapiz de Bruselas. Treinta y tres años, y que aún siguiera vivo era un milagro, pensó.

—He dejado las drogas duras —explicó Dojan—. Los últimos doce meses solo he tirado de porros, bueno, y aguardiente, claro; y en comparación con toda la mierda que me he metido todos estos años, eso es dieta sana.

—Vaya, vaya —dijo Toivonen, que se alimentaba de carne, fruta y verdura, salvo cuando él, Niemi y los demás chicos de la Caballería Finlandesa iban a algún garito a hacer honor a sus orígenes, claro. Aunque ya hacía bastante desde la última vez, pensó.

—Seré breve —dijo Dojan asintiendo y poniendo cara de profesional—. El robo ese del transporte de valores en Bromma. El lunes de la semana pasada, ya sabes, cuando les prendieron fuego a esos dos tíos de Securitas.

—Sí, algo he oído —dijo Toivonen con una sonrisa burlona.

—Pues aquella tarde se cepillaron a Kari Viirtanen en Bergshamra. Tok-Kari, o Tokarev, como también lo llamaban. Ya sabes, por la pipa rusa, Tokarev. La automática de diez milímetros de la que siempre andaba presumiendo.

—Niño muy querido, tiene muchos nombres —dijo Toivonen.

—Bueno —dijo Dojan—, el caso es que el asesinato de Viirtanen y el robo de Bromma están relacionados.

—Eso también lo he oído —dijo Toivonen, y sonrió—. Venga, Dojan, en serio, ¿no hay nada nuevo que puedas contarme?

—La cosa es —continuó Dojan, que no tenía intención de rendirse— que Viirtanen estuvo en Bromma, en el robo. Cuando los tíos de la empresa de seguridad revientan las cápsulas de pintura en la saca, al otro se le va la cabeza. Le dice al chófer que vuelva y fríe a tiros a los vigilantes. El chófer y él se largan, dejan el coche, dejan la pasta. Ni un solo billete rojo que pueda amargarles la vida. Los peces gordos, los que están detrás del robo, se cabrean con Tokarev y se lo cepillan aquella misma noche. A estas alturas, el chófer le estará haciendo compañía, y si yo fuera tú, estudiaría a fondo al bantú ese que sacasteis anoche del Ulvsundasjön.

—Eso son noticias de ayer, Dojan —dijo Toivonen, mirando el reloj, por si acaso. Y, seguramente, no tiene ni idea de quién era Akofeli, pensó.

—Ya, ya lo sabía —dijo Dojan—. Pero ahora viene lo bueno.

—Me muero de curiosidad —dijo Toivonen con un suspiro.

—¿Sabes el viejo banquero ese que vivía en Hasselstigen 1? Danielsson, ¿no?, Kalle Danielsson, al que le aplastaron la cabeza con la tapadera de una olla el miércoles pasado. Pues ese asesinato también tiene que ver con el robo de Bromma.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Toivonen—. Y, además, ¿de qué conoces a Danielsson?

—De Valla —respondió Dojan—. Andaba siempre con Rolle Stålhammar. Ya sabes, Stålis. Tu antiguo colega.

—Ah, que a él también lo conoces —dijo Toivonen.

—Lo conozco de puta madre —dijo Dojan—. La primera vez que me pilló tenía catorce años. Estaba chupando gasolina en Karlavägen, en el centro. De pronto, se para un coche. Y sale un notas como una casa de grande. Agarra a un Dojan adolescente de la oreja y me mete en el coche de un empujón. Diez minutos después, me veo en la comisaría de la judicial, esperando a que me saque de allí la tía de asuntos sociales. Joder, tenía un coche esperando en Östermalm, y estaba sin cerrar. Claro que se había quedado seco de gasolina, pero eso es pan comido para un tío como yo.

—Así que te acuerdas de Rolle Stålhammar —dijo Toivonen.

—Uno de los polis más legales con los que me he topado. Incluso me llevó al boxeo un par de veces cuando yo era un crío. Aunque no sirvió de nada —dijo Dojan encogiéndose de hombros.

—Viste a Stålhammar y a Danielsson en Solvalla —le recordó Toivonen.

—Eso —dijo Dojan—. El miércoles pasado. A eso de las seis o así. Solo unas horas antes de que Danielsson tuviera contacto de tercer grado con los chismes de su cocina. Stålis y yo cruzamos unas palabras. Me preguntó cómo me iba. Me dijo que vaya pinta de mierda que llevaba. Que tenía tan mal aspecto que ni siquiera se atrevía a presentarme a un viejo amigo suyo de cuando era estudiante. Era Danielsson. Pero me lo dijo de broma. Stålis y Danielsson parecían de muy buen humor, así que Danielsson me dio el manubrio y se presentó.

»“Kalle Danielsson”, dijo el viejo, y me di cuenta enseguida de que llevaba en el cuerpo más de un lingotazo. Si yo hubiera ido en el mismo carro, me habría desmayado solo con el aliento. Mucho aguardiente llevaba ese hombre en el cuerpo.

—¿Y tú qué dijiste?

—Dojan —dijo Dojan—. ¿Qué coño habrías dicho tú? Si fueras yo, claro.

—Perdona que te haga esta pregunta tan simple —dijo Toivonen—, pero ¿qué tiene que ver todo eso con el robo del transporte de valores? ¿Cuál es el vínculo entre Danielsson y el robo?

—Los muchachos que hay detrás del robo. No me refiero a Tokarev ni al que conducía. Hablo de los peces gordos. Los que ya han hecho limpieza con Tokarev y con el chófer por haberla cagado. ¿Tienes idea de quiénes son?

—Bueno, cada uno tiene su teoría al respecto —dijo Toivonen—. Cuéntame.

—Farshad Ibrahim —dijo Dojan.

Acierto, pensó Toivonen.

—El pirado de su hermano, Afsan Ibrahim.

Nuevo acierto, pensó Toivonen.

—Y ese tío tan raro que es primo suyo. Ese que es tan grande. Hassan Talib —dijo Dojan—. Farshad Ibrahim, Afsan Ibrahim, Hassan Talib —repitió.

Tres aciertos de tres posibles, pensó Toivonen.

—¿Qué te hace pensar que están detrás del robo? —preguntó.

—La gente habla —dijo Dojan—. La gente habla, y se entera quien está atento —explicó, y ahuecó la mano detrás de la oreja.

La gente habla, pensó Toivonen, que ya había oído esos rumores y, además, podía sacar sus propias conclusiones.

—Sigo sin entender qué tiene que ver Danielsson con todo eso —aseguró.

—Farshad y él se conocían —dijo Dojan.

—No sé de dónde te habrás sacado eso, Dojan. ¿Por qué crees que se conocían? —preguntó Toivonen. ¿Qué me está contando este cabronazo?, pensó.

—A eso iba —dijo Dojan—. O sea, cuando Rolle y su amigo Danielsson se despidieron después de saludarnos en Valla, caigo de pronto en la cuenta de que a ese tío lo he visto yo antes, aquel mismo día. A la hora del almuerzo, más o menos. Iba yo tranquilamente por Råsundavägen, pensando en pasar por mi pizzero a comer algo. ¿Y a quién veo treinta metros calle abajo, hablando con un notas en la esquina de Hasselstigen? A veinte metros de la pizzería, vamos.

—Habla.

—A Farshad Ibrahim —dijo Dojan.

—Y a él lo conoces, ¿no?

—Tú qué crees. Hemos cumplido en el mismo sitio. Compartíamos pasillo en Hall, hace diez años. Si no me crees, puedes mirarlo en el ordenador. El mismo Farshad Ibrahim que viste y calza, y no hay un tío más hijo puta.

—¿Qué hiciste?

—Me di media vuelta sin pensarlo —dijo Dojan—. Farshad es el tipo de tío que se carga a la gente por si acaso, y si andaba liado con alguna mierda de las suyas, no quería verme mezclado sin necesidad, cuando yo solo iba a comerme una pizza.

—¿Y estás seguro de que el que estaba hablando con él era Danielsson?

—Al ciento veinte por ciento —dijo Dojan, y asintió—. Al ciento veinte por ciento —repitió.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —insistió Toivonen.

—Porque vivo de eso —dijo Dojan.

—Comprendo —respondió Toivonen. Y si esto es verdad, ¿cómo coño me libro de Bäckström?, pensó.

—¿Qué te parece uno de mil? —dijo Dojan.

—¿Qué te parece uno de veinte? —dijo Toivonen.

—Ni para ti ni para mí —propuso Dojan, que no pareció tomárselo a mal.

—Digamos que doscientas —dijo Toivonen.

—Lo que tú digas —dijo Dojan, encogiéndose de hombros.