Annika Carlsson resumió la situación mientras conducía: dos jóvenes de diecisiete años. Una chica y un chico. Vivían en Jungfrudansen, en Solna, en la cima de la colina, junto al lago de Ulvsundasjön. Bajaron para darse un baño hacia las once y media de la noche. Viven a tan solo cien metros de la orilla.
—Al parecer, el chico se bañó solo, la chica lo esperaba fuera. Prácticamente, se tiró de cabeza sobre una bolsa bastante grande, según contaron —dijo Annika Carlsson—. Luego la remolcó hasta la orilla y la arrastró a tierra. Cuando miró dentro de la bolsa, descubrió que contenía un cadáver.
—¿Y cómo coño sabéis que es Akofeli? —preguntó Bäckström. En plena noche, oscuro como boca de lobo y una cucaracha en una bolsa, pensó Bäckström. ¿Cómo va a ser Akofeli? Anda ya, si esto es un hervidero de cucarachas como él, pensó.
—Holm y Hernandez fueron los primeros en llegar —explicó Annika Carlsson—. Holm está casi seguro de que es Akofeli. Además, asegura que reconoció la bolsa. Al parecer, es la que el muchacho utilizaba para repartir los periódicos. Ya sabes, son bastante grandes y con ruedas.
—Holm y Hernandez. La segunda vez en una semana. Demasiado para mi gusto —resopló Bäckström. Me pregunto si no tendremos una pareja de asesinos en serie que anda por ahí en radiopatrulla.
—Te comprendo, pero no creo que sea tan grave la cosa —dijo Annika Carlsson sonriendo—. Coincide con su cuadrante, que no han elegido ellos. Este mes trabajan de noche los miércoles.
—¿Y qué problema hay en encontrar cadáveres de día? —masculló Bäckström—. Así al menos ve uno lo que ha encontrado.
—Siento haberte despertado —dijo Annika Carlsson—. Pero he pensado que lo mejor sería que estuvieras desde el primer momento.
—Bien pensado, Annika —dijo Bäckström. Así además has tenido la oportunidad de ver cómo es mi casa. Por si acaso.
—Y además, de todos modos, tú ibas a salir a correr —constató sonriendo—. Reconozco que me ha sorprendido.
—¿Te ha sorprendido?
—Lo bonita que es tu casa. Los muebles, todo muy bonito y ordenado. Y limpio.
—Me gusta tenerlo todo limpio y ordenado a mi alrededor —mintió. Vojne, vojne, pensó Bäckström, que había tenido que pagar personalmente por cada pelusa en su cama Hästens.
—La mayoría de los colegas que conozco y que viven solos tienen auténticas pocilgas —aseguró Carlsson.
—Menudos cerdos —dijo Bäckström indignado. Y ya pueden estar contentos, por cierto. ¿Quién coño tendría fuerzas para limpiar después de que una tía como tú les haya quitado la novia?
—Eres un hombre con muchas facetas, Bäckström —constató Annika Carlsson sonriéndole.
El resto del trayecto lo hicieron en silencio. Carlsson cruzó el puente de Karlbergskanalen y continuó por la costa hasta Ulvsundasjön. Seguro que recorrieron unos cuantos kilómetros a lo largo del paseo que se extendía paralelo al lago. Y subieron una pendiente pronunciada por un camino lleno de meandros. Cintas policiales, vehículos, focos, los primeros curiosos, que ya se habían presentado allí, pese a que era de madrugada.
—Es aquí —dijo Annika Carlsson cuando salieron del coche para reunirse con los colegas que habían enviado desde la central.
—¿Hay la misma distancia por el otro lado? —preguntó Bäckström—. Quiero decir, si vienes desde la capital.
—Sí —aseguró Annika Carlsson asintiendo—. Comprendo por dónde vas —dijo.
Caminos de grava, pendientes, varios kilómetros a pie…, el asesino ha tenido que usar un coche, pensó Bäckström. Aquí no puede venir nadie a pie arrastrando una bolsa con un cadáver, se dijo.