Cuando Bäckström llegó a casa del trabajo, eran ya las ocho de la tarde. Estaba de un humor excelente y llevaba una botella medio llena del mejor vodka ruso que podía conseguirse. La mitad que faltaba se la habían soplado Nadja y él en su despacho, en busca de una verdad que solo podía hallarse en el fondo de la botella.
Las pesquisas continúan, pensó Bäckström, y la primera medida que tomó fue ir a la cocina y servirse un lingotazo; acto seguido, sacó una cerveza del frigorífico y se puso una rebanada de pan con mucho paté de cerdo y mayonesa de pepino. Preparó una bandeja, que dejó sobre la mesa, delante del televisor. Tengo que decirle a la rusa que se lleve al trabajo unas cervezas, pensó.
Luego se quitó la ropa, se dio una ducha y terminó la operación rociándose de perfume y lavándose los dientes. Muchas veces, cuando se lavaba los dientes, pensaba en su madre. Y esta vez también, aunque nunca se explicó por qué. No pasa nada, se dijo con toda la calma. Puso las noticias y se sentó con aquella cena frugal a disfrutar de todos los desastres nacionales y globales que se habían producido durante las últimas veinticuatro horas.
Luego debió de dormirse, porque cuando se despertó eran más de las dos de la madrugada y había alguien llamando a la puerta.
Será el cabrón del vecino, que se ha bebido lo que me birló la semana pasada, pensó Bäckström, que ya tenía preparadas todas las respuestas. Podía olvidarse de comprarle más, y si trataba de rozar siquiera el vodka ruso, podía darse por muerto.
Era su colega Annika Carlsson. Con el uniforme completo y en guardia, al parecer.
—Siento haberte despertado, Bäckström —le dijo—. Pero tenías el móvil apagado y no habías dejado el número de casa en el trabajo, así que he decidido probar suerte y aquí estoy.
—No me molestas en absoluto —dijo Bäckström—. Ya estaba a punto de levantarme. Siempre salgo a correr unas rondas así, tempranito. —Porque no habrás venido aquí solo para que te dé el número, ¿verdad?, pensó.
—Comprendo que te estarás preguntando…
—No digas nada —la interrumpió Bäckström alzando una mano, por si acaso—. No soy idiota —añadió—. Espera que me vista.