32

El inspector de la policía judicial Lars Alm y el ayudante de policía Jan O. Stigson habían pasado la mayor parte del día interrogando a dos de los viejos amigos de Danielsson, Halvar «Halvan» —como Stan Laurel— Söderman, y Mario «El Padrino» Grimaldi. Alm esperaba que Annika Carlsson lo acompañara, teniendo en cuenta lo que Söderman le había hecho al propietario del restaurante, pero luego, al parecer, se interpusieron otras tareas más importantes y Alm tuvo que contentarse con Stigson.

Empezaron con Halvar Söderman, que vivía en Gamla Solna, en la calle Vintergatan, justo detrás del estadio de fútbol y a tan solo unos cien metros de las salas de lucha libre. Primero, lo llamaron por teléfono. Sin respuesta. Luego fueron a su casa y llamaron al timbre. Tras varios toques infructuosos, abrió la puerta de repente con la clara intención de rompérsela a Stigson en la cabeza. Alm, que tenía experiencia, presentía el peligro. En cuanto advirtió movimiento al otro lado de la mirilla, apartó a Stigson, se agarró al borde de la puerta, y tiró de ella con todas sus fuerzas. Söderman aterrizó de culo en el rellano de la escalera, y no podía decirse que estuviese contento.

—Vaya —dijo Alm—. Podría haber acabado fatal la cosa.

—¿Qué coño os creéis que estáis haciendo, pareja de chiflados? —gritó Söderman.

—Policía —dijo Alm—. Queremos hablar contigo. Podemos hacerlo aquí o en la comisaría. Incluso podemos meterte primero en el calabozo, si sigues jodiéndonos.

Söderman no era tan tonto. Se limitó a lanzarles una mirada de odio y, dos minutos después, estaban sentados a la mesa del comedor.

—Por cierto, yo a ti te conozco —dijo mirando a Alm—. ¿No trabajas en Estocolmo, en delitos violentos?

—Eso era antes —respondió Alm—. Ahora estoy en Solna.

—Sí, tú eres amigo de Rolle —constató Söderman—. ¿Por qué no hablas con los idiotas que lo han metido en el trullo, a ver si entran en razón?

—Lo soltaron hace una hora —dijo Alm sin entrar en los porqués.

—Mira tú, hombre, mira tú —dijo Söderman sonriendo burlón—. ¿Queréis tomar algo?

—No, no te molestes —dijo Alm—. No nos llevará mucho tiempo.

—Bueno, pero un café, ¿no? Yo iba a tomarme un cafelito ahora mismo. Tengo la cafetera lista.

—De acuerdo, un café —aceptó Alm.

—¿Y tú? —preguntó Söderman dirigiéndose a Stigson—. Tú lo que quieres es un plátano, naturalmente.

—Un café me vale —dijo Stigson.

—¿Hace mucho que habéis cambiado? —preguntó Söderman mirando a Alm.

—¿Que hemos cambiado el qué?

—Los pastores alemanes por chimpancés —dijo Söderman sonriendo con malicia.

—Sí, hace bastante —dijo Alm.

Söderman sacó la porcelana fina. Ofreció azúcar, leche, crema e incluso un traguito, si a alguien le apetecía. Nunca le faltaba aguardiente en casa. El coñac, eso sí, se le había terminado. En cambio, aún le quedaba un poquito de licor de plátano en la despensa.

—Por si se presentara alguna mujer —explicó mirando a Alm—. Pero si el mono quiere, ahí está —continuó mirando a Stigson—. Si a su amo no le importa, a mí tampoco.

—A mí me va bien el café sin leche —respondió Alm—. Y el mono también lo quiere sin leche.

—Sí, últimamente está todo muy negro —suspiró Söderman—. El otro día me entretuve en contar a los negros mientras bajaba al centro de Solna para hacer la compra. ¿Sabes a cuántos vi? ¿En un paseíto de unos cuatrocientos metros?

—Veintisiete —dijo Alm.

—No —respondió Söderman, suspirando mientras servía el café—. Dejé de contar hacia los cien. ¿Sabes cuántos años tenía yo cuando vi al primer negro de mi vida?

—No.

—Nací en el treinta y seis —explicó Söderman—. Tenía diecisiete tacos cuando vi a un negro por primera vez. Fue en 1953, en el centro antiguo de Solna, delante del Lorry. El bar Lorry, ¿te acuerdas? Abrió precisamente aquel año. Joder, fue un acontecimiento en la ciudad. Y todo el mundo te saludaba, te daba palmaditas en la espalda y andaba por ahí hablando inglés, y vaya mierda de inglés, por cierto, y todo el mundo te preguntaba si conocías a Louis Armstrong. Yo salía con una que se llamaba Sivan, Sivan Frisk, y era pan comido, ya te digo. Para cuando la sacaba de allí, iba tan cachonda que le chorreaba por los tobillos.

—Eran otros tiempos —dijo Alm con tono neutro.

—Claro, ahí está la diferencia —dijo Söderman, y suspiró otra vez—. Una va bien, incluso dos. Sobre todo, si te has criado en un sitio como este, una ciudad de clase trabajadora de toda la vida, los viejos muchachotes de Solna de mi generación. Pero tres son demasiado. Con una va bien, con dos va bien, pero con tres, te sobra una.

—Una cosa… —comenzó Alm.

—Ya, tú quieres saber lo que estuve haciendo la noche del miércoles pasado —lo interrumpió Söderman—. La noche que un puto chiflado liquidó a Kalle.

—Sí. ¿Qué hiciste esa noche?

—Ya os lo he contado —dijo Söderman—. Me llamó un lumbrera de la poli para preguntarme. Ayer o anteayer, no me acuerdo.

—¿Y qué le dijiste? —preguntó Alm, sin mencionar que fue él quien llamó.

—Traté de explicarle que tenía coartada, pero no quería enterarse. Así que le colgué. Y, además, lo mandé al cuerno.

—Pues cuéntamelo a mí —dijo Alm—. Y dame también los nombres de las personas que pueden confirmar tu coartada.

—Claro, lo haría de mil amores —dijo Söderman—. Pero no pienso hacerlo.

—¿Y eso por qué?

—Hace catorce días iba a volar a Sundsvall para visitar a un viejo amigo que está un poco pachucho. Tiene cáncer de próstata, así que ha visto días mejores. Y cuando me veo allí, en el túnel de entrada al avión y listo para subirme, la chica del mostrador va y me pide el documento de identidad. Nótese que yo estoy sobrio y estupendo, de modo que no era por eso…

»… así que le doy el billete, pero ella no se rinde. Me exige que el enseñe el documento de identidad. Le repito que no lo llevo, joder. Tus colegas me quitaron el carnet de pasear en coche hace diez años. Y el pasaporte lo tengo en casa, en un cajón. ¿Quién coño coge el pasaporte para ir a Sundsvall? Pero yo trato de seguir tranquilito. Le explico que soy ciudadano sueco de pleno derecho desde hace setenta años. Y mientras esté en Suecia y no haya hecho ninguna tontería, no tengo por qué enseñar los papeles. No para un vuelo nacional a Sundsvall. Lo dice la Constitución, si te molestas en mirarlo. Pero qué va, joder. De repente, aparecen dos como ese —dijo Söderman señalando a Stigson—. Así que olvídate de Sundsvall.

—Una pena —dijo Alm meneando la cabeza—. Es por culpa de los terroristas, que nos han complicado las cosas, claro.

—Chorradas —dijo Halvar Söderman—. ¿A ti te parece que yo me parezco a Osama bin Laden?

—No mucho —dijo Alm con una sonrisita—. Pero…

—Entonces fue cuando me decidí —lo interrumpió Söderman—. Decidí devolver la putada. Si tú y tus colegas hubierais encontrado la menor huella que indicase que yo había matado a Kalle Danielsson, no estaríais ahora en mi casa preguntándome por la coartada. Sino que me tendríais en la comisaría. No sería la primera vez, desde luego, pero eso ya lo sabes tú.

—¿Por qué crees que lo mataron? —preguntó Alm—. Además, hay otros modos de quitarle la vida a la gente.

—Según he oído, le atizaron en la cabeza con una tapadera de hierro —dijo Söderman.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Alm.

—Te daré una pista —respondió Söderman—. Llevo viviendo aquí desde siempre. Me he pasado la vida en Valla y Råsunda, recorriendo todos los bares de por aquí, siete días a la semana, desde que vivo en esta ciudad. He colocado coches para la Policía, he vendido electrodomésticos y televisores para la Policía. He trasladado sus bártulos cuando la mujer les ha dado la patada o cuando han encontrado otro conejo que roer. Siempre les he aplicado el descuento normal. ¿A cuántos maderos crees que conozco en la comisaría de Solna?

—A bastantes —dijo Alm.

—Así que me temo que no vamos a llegar muy lejos. No fui yo quien se cargó a Kalle. ¿Por qué iba a hacerlo? Kalle tenía sus cosas, como todo el mundo, y si yo hubiera querido cortarle el hilo de la vida, no me habría hecho falta la tapadera de una puta olla. Además, tengo una coartada, pero como no tengo obligación de contárosla, no pienso hacerlo. Aunque si tú y tus semejantes lo arregláis para que pueda ir a Sundsvall sin tener que enseñar el pasaporte, puedes volver cuando quieras. Entonces podremos hablar como las personas.

Söderman no cedió. A pesar de que Alm siguió insistiéndole media hora más, no consiguieron nada. Cuando iban en el coche a casa de Grimaldi, Stigson aprovechó para desahogarse.

—Eso es un delito de injurias contra un agente de la ley —dijo Stigson—. Llamarme mono.

—Chimpancé —rectificó Alm—. Mono lo he dicho yo.

—Ya, pero nosotros somos colegas —dijo Stigson mirándolo sorprendido—. Eso es otra cosa.

—¿No has pensado en cambiar de peinado? —preguntó Alm de repente.

—Tendríamos que habernos llevado al tío al agujero y haberle retorcido el brazo —dijo Stigson, como si no lo hubiera oído.

—Si de verdad es eso lo que piensas, te sugiero que cambies de trabajo —dijo Alm.

Grimaldi era el opuesto de Söderman. Respondió al teléfono cuando llamaron, y acordó con ellos una hora. Abrió la puerta al segundo timbrazo, les estrechó la mano y los invitó a pasar al apartamento, que tenía limpio y ordenado.

Se sentaron en el tresillo del salón. Fiel a sus orígenes, Grimaldi les ofreció agua mineral, limonada, café italiano, un aperitivo. O una copa de vino tinto, ¿quizá? Había abierto una botella para almorzar y la había dejado casi llena, así que no le suponía ninguna molestia.

—Gracias, pero no estaremos mucho rato —dijo Alm.

¿Qué había estado haciendo Grimaldi la noche del miércoles de la semana anterior, cuando asesinaron a su buen amigo Karl Danielsson? Y en su casa, a tan solo quinientos metros de la de Grimaldi.

—No lo recuerdo —respondió Grimaldi—. Lo más seguro es que estuviera en casa. Últimamente es donde paso más tiempo.

—No lo recuerdas —repitió Alm.

—Os lo explico —dijo Grimaldi.

El año anterior le diagnosticaron Alzheimer precoz. Desde entonces, tomaba medicamentos preventivos. A pesar de la medicación, la memoria a corto plazo había empeorado drásticamente en los últimos meses. Si querían hablar con su médico, podían llamar al centro de salud de Solna. Él no se acordaba de su nombre. Las recetas y las medicinas sí las tenía, estaban en el armario del baño y, naturalmente, podían ir a ver.

—¿No has pensado en escribir notas? Algo así como un diario —sugirió Alm.

Pues no, no lo había pensado. Y si alguien más se lo había propuesto, lo había olvidado. Se habría preguntado qué hacía allí con papel y lápiz en la mano.

—Y no hay nadie de tu entorno que pueda saber esas cosas, ¿no? —preguntó Alm—. Me refiero a lo que haces durante el día —explicó.

—Por suerte, no —respondió Grimaldi sonriendo—. Por suerte, estoy solo en la vida. ¿A quién le gustaría hacer pasar por esto a alguien a quien quiere?

Ya no consiguieron más. Al salir, le echaron un vistazo al armario del cuarto de baño, anotaron los nombres de los fármacos que figuraban en los frascos de medicamentos y el nombre del médico que se los había recetado.

—Vaya con el Padrino —dijo Stigson ya en el coche, mientras volvían a la comisaría—. Al tío le funciona estupendamente la azotea. ¿Cómo se llamaba el capo de la mafia de Nueva York? ¿El que largaba el mismo rollo y se hacía el loco? ¿Cómo era?

—No me acuerdo —respondió Alm.