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Mientras sus compañeros probablemente andarían por ahí como gallinas sin cabeza, Bäckström visitó un discreto restaurante del centro de Solna. Tomó solomillo de cerdo, champiñones con salsa de nata y croquetas de patata, y una cerveza. Incluso se echó al coleto dos lingotazos sin dejar de vigilar atentamente la entrada. Era más que posible que Toivonen y Niemi trataran de beber a escondidas en horario laboral, y él no tenía la menor intención de dejarse sorprender por dos borrachines finlandeses sedientos.

Tras el café y el pastelito Napoleón, y de unos instantes de meditación y reflexión, volvió a la comisaría. Con renovadas fuerzas, tanto físicas como espirituales, entró por el garaje y se encontró con su buen amigo el vigilante de las cocheras.

—Quieres que te preste el nido para echarte un rato —constató el compañero.

—¿Está libre? —preguntó Bäckström.

—Luz verde. Los estupas se han pasado toda la noche vigilando, así que ahora están en casa, metidos en el catre como cerdos.

—Despiértame dentro de dos horas —dijo Bäckström—. Llevo prácticamente veinticuatro horas sin parar, de modo que ha llegado el momento del decúbito lateral.

Dos horas después, estaba en su despacho. Con la cabeza clara como el cristal y la lengua afilada como una navaja, y la primera en enterarse fue la fiscal, que llamó para comunicarle que había soltado a Roland Stålhammar.

El caso se había complicado. Según la fiscal, Danielsson no parecía un borracho normal. Eso, por expresarlo prudentemente, y ella habría sido más que feliz con una décima parte de lo que él tenía.

Por lo demás, lo mismo podía decirse de Stålhammar. Tampoco él era un borracho cualquiera. Era, además, antiguo colega de Bäckström y, a la luz de los hechos recientemente averiguados sobre la víctima, cabía pensar en móviles y agresores distintos de los que uno se imagina en una pelea de borrachos normales.

—Sí, claro —dijo Bäckström—. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Con independencia de lo que uno piense acerca de los borrachos como Stålhammar, no podemos olvidar que la mayoría nunca asesinan ni son víctimas de asesinato. Lo cierto es que el porcentaje de borrachos que matan a alguien es exactamente igual de alto que el de borrachos a los que matan.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la fiscal con suspicacia.

—Que Stålhammar es un borracho fuera de lo normal —dijo Bäckström. Ahí tienes, chúpate esa, ni un test del Mensa, pensó cuando colgó el teléfono.

Luego sacó papel y lápiz y dedicó las dos horas siguientes a trazar todas las líneas de su investigación, las grandes y las pequeñas. Terminó con una breve lista de las cosas que iban a tener que hacer sus colaboradores en las próximas horas. Leer la lista sin atascarse era una prueba que deberían superar, pensó Bäckström mirando el reloj. Ya eran las cinco, hora de irse a casa, y cuando había llegado al fin de ese razonamiento, vinieron a interrumpirlo unos golpecitos discretos en la puerta.

—Adelante —gruñó Bäckström.

—Siento molestarte —dijo Nadja Högberg—. Ya sé que es hora de irse a casa, y eso pensaba hacer yo, pero quería darte esto antes de que te fueras —explicó entregándole una bolsa de plástico que, a juzgar por la forma, contenía una botella enorme. Vodka, un litro, como debe ser, rusa, a juzgar por la etiqueta, y de una marca que él no conocía y cuyo nombre no podía leer.

—¿A qué viene este honor? —preguntó Bäckström con expresión afable—. Siéntate, por cierto, y cierra la puerta, que no tengamos que oír a las malas lenguas.

—Nuestra apuesta —dijo Nadja—. He tenido un cargo de conciencia enorme.

—Pero… pensaba que era yo quien te debía una botella. Iba a pasar a comprarla de camino a casa —mintió Bäckström—. ¿Cargo de conciencia? ¿Por qué lo dices?

—Cuando hicimos la apuesta, yo ya había empezado a sospechar que Danielsson podía tener un montón de dinero en alguna parte —explicó Nadja—. Estaba investigando sus empresas, así que lo del caldero colmado de oro no me lo había sacado de la manga. O sea, que soy yo quien te debe una botella. Tú no me debes nada.

—Bueno, quizá un tirón de orejas —dijo Bäckström, más amable todavía. Así, después de una dura jornada de actividad febril. Son astutos estos rusos, pensó. La tía se guarda lo que sabe para quedarse conmigo y ganar la apuesta. Sentimentales sí son, después de todo. Al día siguiente le dan remordimientos y viene a pagar lo que debe.

—Vale, pero flojito —dijo Nadja—. Por cierto, es el mejor vodka, mejor que Stolichnaya, Kubanskaya y Moskovskaya. Se llama Standard, pero no lo venden aquí. Mis familiares suelen traer algunas botellas cuando vienen a verme.

—Será una experiencia gustativa interesante —aseguró Bäckström, el gran experto, que ya había sacado del cajón del escritorio dos vasos y un paquete de caramelos de menta—. Aquí tenemos vasos y aperitivo —explicó señalando los caramelos.

—Yo tengo un tarro de pepinillos en el frigorífico —dijo Nadja, mirando dudosa los caramelos—. Creo que voy a ir a buscarlo.

Resultó que no solo tenía pepinillos. Nadja Högberg traía, además, pan, salchicha ahumada y jamón curado.

Debe de ser por todas las guerras mundiales en las que han participado, pensó Bäckström. Un ruso que se precie siempre procura tener la despensa a mano, por si estalla la cosa.

—Salud, Nadja —dijo Bäckström, dio un buen mordisco a una rodaja de salchicha y levantó el vaso.

Nasdrovia. —Nadja sonrió mostrando todos sus dientes de oro, dobló el cuello hacia atrás y se echó el trago al coleto sin una mueca y sin pestañear siquiera.

Joder, pensó Bäckström un cuarto de hora después, tras otro lingotazo ruso, un pepinillo y media salchicha. Qué corazón tienen los putos rusos. Solo hay que esforzarse un poco y ganarse su confianza, pensó.

—¿Se puede estar más a gusto, Nadja? —preguntó Bäckström, ya en el tercer vaso—. Lo único que nos falta es la balalaika y unos cosacos saltando alrededor de la mesa.

—Estamos divinamente —dijo Nadja—. De los cosacos prescindo sin problemas, pero la balalaika no habría estado mal.

—Háblame de ti, Nadja —dijo Bäckström—. ¿Cómo viniste a parar aquí, en el reino de la Madre Svea, en el Extremo Norte? —Un gran corazón, pensó Bäckström, y desde luego, aquel vodka no tenía parangón. Tengo que ingeniármelas para conseguir una caja, decidió.

—Pues si te apetece escucharme… —dijo Nadja.

—Te escucho —dijo Bäckström. Se retrepó en la silla y dibujó la más cálida de sus sonrisas.

Y Nadja le contó su vida. Cómo Nadiesta Ivanova abandonó el Imperio soviético cuando este se hallaba en pleno declive. Llegó a Suecia y se convirtió en Nadja Högberg, contratada desde hacía diez años como investigadora civil en la policía judicial de Västerort.

No fue fácil, ni mucho menos. Una vez terminados los estudios, encontró trabajo de analista de riesgos en el campo de la industria de la energía nuclear. Durante unos años, trabajó en varias centrales nucleares de la región del Báltico.

La primera vez que pidió permiso para dejar su patria fue en 1991, dos años después de la liberación de 1989. Entonces estaba en una central nuclear de Lituania, a tan solo unos kilómetros del Báltico. Nunca respondieron a su solicitud. Una semana después, su jefe la llamó para comunicarle que la trasladaban a otra central, situada a mil kilómetros de allí, al norte de Murmansk. Varios hombres taciturnos la ayudaron a embalar sus escasas pertenencias. La llevaron en coche a su nuevo puesto de trabajo sin apartarse un centímetro de su lado en los dos días que duró el viaje.

Dos años después, ya no se molestó en pedir permiso. Gracias a unos «contactos», cruzó la frontera con Finlandia. Allí la esperaban otros contactos y, la mañana siguiente, se despertó en el campo, en una casa de un pueblo de Suecia.

—Fue en otoño de 1993 —dijo Nadja con una sonrisa tristona—. Estuve allí seis semanas, hablando con mis anfitriones, jamás me habían tratado mejor y un año después, en cuanto aprendí sueco, obtuve la nacionalidad, conseguí vivienda y un empleo.

El servicio de inteligencia militar. Buenos chicos, no como los idiotas de la Säpo, la inteligencia civil, pensó Bäckström mientras la llama patriótica le caldeaba el corazón.

—¿Y dónde comenzaste a trabajar? —preguntó Bäckström.

—No lo recuerdo —respondió ella con una sonrisa—. Pero luego empecé de intérprete en la policía de Estocolmo. Eso fue en 1995, de eso sí me acuerdo.

Los de la Säpo, pensó Bäckström. Unos tacaños que no se enteran de que los rusos son todo corazón, si se los trata adecuadamente.

—¿Y lo de Högberg? —preguntó Bäckström movido por la curiosidad.

—Esa es otra historia. —Nadja volvió a sonreír—. Nos conocimos por internet, luego me separé. Era demasiado ruso para mi gusto, no sé si me explico —dijo señalando el vaso—. Por cierto, ¡salud! —Y sonrió de nuevo.

Nasdrovia —dijo Bäckström. Todo corazón, pensó.